stdClass Object ( [id] => 17065 [title] => La riqueza humana [alias] => la-riqueza-humana [introtext] =>Comentario - El trabajo, sus no-lugares y su valor
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (23 KB) el 01/05/2016
Una de las grandes utopías de nuestro capitalismo es la construcción de una sociedad en la que el trabajo humano deje de ser necesario. Determinada economía siempre ha soñado con empresas y mercados tan “perfectos” que permitieran prescindir de los seres humanos. Dirigir y controlar hombres y mujeres es mucho más difícil que gestionar dóciles máquinas y obedientes algoritmos. Las personas concretas tienen crisis, protestan, entran en conflicto unas con otras y siempre hacen cosas distintas de las que deberían hacer según la descripción de su puesto de trabajo, muchas veces cosas mejores.
[fulltext] =>Es que sencillamente somos seres espirituales, libres, y por consiguiente sobrepasamos los deberes, los contratos y los incentivos. Un mercado verdaderamente perfecto sería aquel sistema de técnicas, controles, incentivos e instrumentos, capaz de garantizar la máxima eficiencia y la máxima producción de riqueza, reduciendo, hasta eliminarla, la presencia humana en las nuevas ciudades de la nueva economía.
Hoy, gracias a las extraordinarias metas alcanzadas por la automatización y la digitalización, existe un serio peligro de que esta antigua utopía se haga realidad. Si observamos atentamente el clima que se respira dentro de las grandes empresas, nos daremos cuenta de que el objetivo que oculta la retórica de una determinada cultura de la dirección (que afirma exactamente lo contrario) es el de estandarizar, prever y formatear los comportamientos de los trabajadores, para debilitar esa carga de libertad que no tiene cabida en la racionalidad de la técnica. Lo deseable serían prestaciones laborales sin trabajadores, trabajo sin personas, donde la acción humana se limitara a los actos perfectamente alineados con los objetivos de la propiedad. En su esencia más pura, esta es la naturaleza de la sofisticada ideología del incentivo, que es la nueva religión del capitalismo post-moderno.
Pero si el trabajo quedara reducido a una técnica y a una prestación, si las organizaciones fueran tan racionales que llegaran a “construir” trabajadores que imitaran la lógica de las máquinas, entonces no quedaría nada de esa actividad antropológica primaria que es el trabajo humano, ni de su misterio. Si los hombres y las mujeres perdieran su capacidad de trabajar, perderían mucho, demasiado. Perderían casi toda la dignidad que les da haber sido hechos "poco menos que Elohim" (Salmo 8). La realización de la utopía del trabajo-sin-humanos no sería más que la actualización de la perfecta deshumanización de la vida en común. Para seguir viviendo, nos veríamos obligados a emigrar en masa otra tierras y a otros planetas donde todavía fuera posible trabajar de verdad.
Esta fiesta del trabajo puede ser un momento propicio para recordar y recordarnos qué es el trabajo y qué son los trabajadores. Por ejemplo, deberíamos recordar que para conocer de verdad a una persona es necesario verla trabajar. Ahí es donde se nos revela en toda su humanidad. Ahí se encuentran su ambivalencia y sus limitaciones, pero también, sobre todo, su capacidad de don y su excedencia. Podemos hacer fiesta juntos, salir a cenar o a jugar al fútbol con los amigos, pero la mejor ventana antropológica y espiritual para saber quién es el que está a nuestro lado es el trabajo. Muchas veces creemos conocer a un amigo, a un padre o a un hijo, hasta que de repente un día les vemos trabajar y nos damos cuenta de que no era así. Había una dimensión esencial de su persona que nos estaba velada, y que sólo se desvela cuando les vemos trabajar arreglando un un automóvil, limpiando un baño, dando clase o preparando una comida. Todos nosotros estamos presentes en la mano que aprieta el tornillo, en la pluma que escribe y en el trapo que seca. Ahí es donde encontramos nuestra humanidad y la de los otros. Y casi siempre nace en nosotros una nueva estima y una nueva gratitud por el trabajo que vemos y descubrimos como don. Pocas realidades proporcionan más alegría que el trabajo bien hecho y, por consiguiente, muy pocas cosas causan más infelicidad que trabajar mal, aun cuando no podamos hacer otra cosa. Nos hacemos mayores viendo trabajar a los mayores.
Yo “conocí” a mi abuelo Domingo cuando, de pequeño, vi cómo construía con sus manos, en su taller, un pequeño banco para mí. Sólo entonces comprendí de verdad el significado de sus grandes, callosas y sabias manos. Desde entonces lo sé. Hoy lo único que me queda de él es este banco, que guardo en mi estudio al lado de los libros. En esos trozos de madera está su alma, a la que un día vi encarnarse en aquel objeto, construido como regalo para mí.
Muchos de nuestros hijos ya no pueden ver el trabajo de los adultos y eso es una grave forma de pobreza. Hay demasiados trabajos abstractos, invisibles, desterrados a no-lugares lejanos e inaccesibles sobre todo para niños y jóvenes. ¿Qué trabajo van a crear mañana si hoy viven inmersos en mil espectáculos pero se ven privados del mayor espectáculo de la tierra, que es el trabajo? Dar a los hijos la posibilidad de ver el trabajo verdadero y concreto, para que puedan empezar a ver el mundo desde allí, es un gran don.
Pasar por la ciudad y ver a la gente trabajando es una de las experiencias humanas y espirituales más verdaderas. La mejor manera de festejar el trabajo es mirarlo, verlo y reconocerlo de nuevo, para estar agradecidos. La primera y verdadera reforma que necesita el mundo del trabajo es nuestra estima, personal y colectiva, por el trabajo y los trabajadores. A lo mejor, en este día de no-trabajo, podríamos volver a leer algunas páginas de los clásicos de la economía civil sobre el trabajo: "No hay trabajo ni capital - escribía Carlo Cattaneo - que no comience con un acto de la inteligencia. Antes de cualquier trabajo, antes de cualquier capital, está la inteligencia, que comienza la obra e imprime en ella por vez primera el carácter de riqueza".
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Comentario - El trabajo, sus no-lugares y su valor
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (23 KB) el 01/05/2016
Una de las grandes utopías de nuestro capitalismo es la construcción de una sociedad en la que el trabajo humano deje de ser necesario. Determinada economía siempre ha soñado con empresas y mercados tan “perfectos” que permitieran prescindir de los seres humanos. Dirigir y controlar hombres y mujeres es mucho más difícil que gestionar dóciles máquinas y obedientes algoritmos. Las personas concretas tienen crisis, protestan, entran en conflicto unas con otras y siempre hacen cosas distintas de las que deberían hacer según la descripción de su puesto de trabajo, muchas veces cosas mejores.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (26 KB) el 27/03/2016
Resurrección es una de las grandes palabras de esta tierra. La vida que renace de la muerte es la primera ley de la naturaleza, las plantas y las flores, que llenan de colores y belleza el mundo y nos dicen que la vida es más grande que la muerte que la nutre. Las mujeres y los hombres renacen muchas veces a lo largo de su existencia. Se encuentran resucitados después de haber sido crucificados por un luto, un abandono, una depresión o una enfermedad. A veces resucitamos resucitando a otros de sus sepulcros. Esas son las resurrecciones más hermosas y verdaderas. Si la resurrección no fuera una palabra humana, amiga y de casa, aquellas mujeres y hombres de Galilea no hubieran sido capaces de intuir algo del misterio, único, que se realizó entre la cruz y el día posterior al sábado.
Pero si la resurrección es una palabra humana, también es una palabra de la economía. Hay mucha resurrección en la economía, en las empresas, en el mundo del trabajo. Podemos verla todas las mañanas, incluso en estos tiempos de crisis, sobre todo en estos tiempos de crisis.
[fulltext] =>Pero debemos aprender a ver y a reconocer la resurrección, mirando el mundo con “ojos de resucitado”. No es fácil ver y reconocer las resurrecciones ni a los resucitados, por muchos motivos. Sobre todo porque los cuerpos de los resucitados llevan los estigmas de la pasión. Las heridas, propias y ajenas, nos dan miedo. Huimos de ellas. No somos capaces de vivirlas como el comienzo de la resurrección y el sacramento que siempre la acompaña. Pero cuando buscamos una resurrección sin llagas ni dolor, no la encontramos e incluso podemos confundirla con el éxito. No vemos la resurrección porque pensamos que es la anti-cruz, lo contrario de la pasión, y no su cumplimiento. Huimos de los crucificados y los abandonados y así no vemos a los resucitados, que sólo se encuentran ahí. La resurrección comienza en la cruz y sus señales son para siempre.
La resurrección de Cristo es la resurrección de su cuerpo herido. La novedad de esta resurrección está, entre otras cosas, en su corporeidad. Pero la resurrección del cuerpo no es un regreso al cuerpo del jueves. El acontecimiento de la resurrección no borra las señales de la flagelación y la vía crucis. Cristo se aparece con sus llagas, la luz de la resurrección elimina los estigmas del viernes santo. La gloria del resucitado no es como la de los héroes antiguos; su gloria es humilde, herida, débil. Los resucitados que se aparecen sin llagas son fantasmas, ilusiones, sueños o ideologías y por consiguiente no tienen luz. Nuestra resurrección comienza con el grito de abandono en la cruz. Si no aprendemos a gritar, tampoco aprendemos a resurgir. La lógica de las bienaventuranzas sólo se entiende desde la perspectiva de un resucitado con estigmas.
Las llagas que perduran tras la resurrección son un elemento fundamental para entender la economía de la salvación, pero también la salvación de la economía. Si las heridas permanecen en los cuerpos resucitados, entonces no existe una economía para los crucificados y otra economía para los resucitados. La cruz y la resurrección están dentro de la misma economía, dentro de la misma vida. Si queremos encontrar las verdaderas resurrecciones de nuestra sociedad y de nuestra economía, debemos buscarlas donde ya nadie las busca: entre las muchas empresas que están naciendo de los inmigrantes con sus heridas, en las múltiples cooperativas que florecen dentro de las cárceles, entre los jóvenes que deciden no dejar su tierra y aprender humildemente los antiguos saberes de las manos, en medio de los trabajadores que no se rinden ante todas las razones de la propiedad y el mercado y hacen resurgir su empresa. Sin cometer el error de pensar que las heridas que generan la resurrección un día desaparecerán y todo será luz y sólo luz.
Si escondemos las señales de las llagas, nuestras historias de resurrección, aunque sean auténticas, no se convertirán en lugares creíbles de esperanza para otros que todavía están en la etapa de la cruz. En nuestra economía hay demasiados desmoralizados que sólo esperan poder meter sus manos en las llagas resucitadas para comprender y amar de distinta manera sus propias llagas aún no resucitadas. La resurrección no llega cuando se acaban las heridas sino dentro de ellas.
Uno de los muchos significados de la palabra pésaj, la primera pascua, es el verbo cojear (psj). Cuando el lector de la Biblia lee “cojear” piensa en Jacob, el gran cojo. En el vado nocturno del río Yaboq, Elohim le hirió en el nervio ciático, le dejó cojo y le cambió su nombre por el de Israel. Según una tradición rabínica Jacob cojeó durante el resto de su vida. En el combate nocturno, en el vado del Mar Rojo renació el nuevo pueblo, pero la señal-recuerdo de la esclavitud de Egipto no desapareció nunca de su cuerpo. Del gran combate del Gólgota brotó un cuerpo resucitado con estigmas. La resurrección no borra las heridas, sino que las transforma en bendiciones. En la resurrección, las heridas permanecen pero se hacen luminosas. Las verdaderas resurrecciones se reconocen por la luz que irradian sus llagas.
Ndr – La imagen de “Jesús Resucitado” de Michel Pochet (CentroMaria) se encuentra en la Mariápolis Faro (Križevci, Croacia).
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (26 KB) el 27/03/2016
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 17/11/2015
En las guerras siempre han combatido muchos inocentes, pobres y jóvenes, enviados a la muerte por unos cuantos ricos, poderosos y culpables. Así estos últimos eludían morir en unas guerras que ellos mismos buscaban y alimentaban con sus intereses. Esta antigua y profunda verdad es hoy menos evidente pero no menos cierta. Realmente estamos dentro de una guerra mundial, distinta de las guerras del siglo XX pero no menos trágica. Una guerra que no se sabe bien cuándo y dónde comenzó, ni cuándo, dónde y cómo terminará. Es una guerra líquida en una sociedad líquida. Los intereses en juego son (casi) invisibles. No sabemos bien quién quiere la guerra, quién gana con ella, quién no quiere que se acabe.
[fulltext] =>Esta incapacidad para entender, que se da en todas las guerras complejas, es especialmente fuerte en esta guerra. Pero no por eso debemos renunciar al esfuerzo de pensar y luchar contra las tesis falsas e ideológicas que nos están inundando desde el día siguiente a la masacre de París.
Hay una tesis muy popular que pone a la religión, especialmente a la supuesta naturaleza intrínsecamente violenta del Islam, como la principal razón de esta guerra, si no la única. Es una tesis tan extendida como equivocada. Es cierto que el Corán es ambivalente con respecto a la violencia. Tiene pasajes en los que invita a la guerra santa. Pero también tiene una versión del fratricidio entre Caín y Abel que habla de no violencia con más fuerza incluso que la Biblia judeocristiana. En el relato del Corán los dos hermanos se hablan en el campo. Abel intuye que Caín está levantando su mano contra él para matarle y le dice: «Aunque uses tu mano para matarme, yo no usaré mi mano para matarte a ti» (El sagrado Corán, al-Ma’idah: Sura 5,28). Abel es presentado como el primer no violento de la historia, que muere para no convertirse en un asesino. Esto también está en el Corán. Como en la Biblia están los benjaminitas, la hija de Jefté, las páginas en las que se alaba a Dios porque estrella contra las rocas las cabezas de los hijos de los enemigos, el Señor de los ejércitos, o Jesús cuando dice que ha venido a traer “la espada y no la paz” (Mateo 10). Los libros sagrados de las religiones se escribieron en épocas en las que la guerra era parte corriente de la vida (“En un tiempo en el que los reyes solían ir a la guerra”, 2 Samuel, 11). Al mismo tiempo, las grandes religiones (el Islam es una de ellas) han desarrollado una literatura sapiencial (sirva de ejemplo toda la tradición Sufi) que ha realizado lecturas simbólicas y alegóricas también de las páginas más duras y arcaicas. En algunas épocas, de las páginas más luminosas del Corán emanaba una luz tal que oscurecía los pasajes más tenebrosos. En otras épocas, los párrafos violentos fueron instrumentalizados por los que, en nombre de la religión, simplemente buscaban poder y dinero. Hoy el Islam vive una época difícil. Sectas fundamentalistas utilizan pasajes del Corán para captar jóvenes, víctimas y verdugos de un loco sueño-pesadilla en el que han caído. Son presas en la trampa del cazador de ‘mártires’ a los que usa para fines en los que el Corán es simplemente el cebo. Para combatir este mal que hoy anida en el corazón del Islam y lo está minando desde dentro, es necesario reforzar las defensas inmunitarias para mantener el organismo, que en su conjunto está sano pero sufre. El cuerpo mismo debe expulsar con mayor decisión el virus que ha recibido, resistir contra las células enloquecidas que lo están debilitando infligiéndole mucho dolor. Pero todos los que aman la vida deben ayudar al Islam a conseguirlo. En la era de la globalización no puede lograrlo solo.
Al mismo tiempo, no debemos ser tan ingenuos como para olvidar que en esta guerra hay en juego aspectos económicos de una magnitud enorme. No es casualidad que los terroristas belgas de París vengan de la ciudad más pobre de Bélgica, con una tasa de paro juvenil cercana al 50%. La primera guerra del Golfo en 1991 ciertamente no tuvo su origen en la prevención del fundamentalismo.
En estos meses se habla mucho de las armas que alimentan esta guerra. Hay que seguir hablando de ellas, porque son un elemento decisivo. Precisamente hace pocos días en Cagliari se embarcaban con destino a Siria misiles fabricados y vendidos por empresas italianas. Francia, junto a Italia, es uno de los mayores exportadores de armas de guerra a los países árabes, a pesar de que en nuestro país hay una ley de 1990 que prohíbe la venta de armas a países en guerra. Los mismos políticos que lloran, tal vez con corazón sincero, y declaran una guerra sin cuartel al terrorismo, no hacen nada para reducir la exportación de armas y defienden estas industrias nacionales que mueven grandes cuotas del PIB y cientos de miles de puestos de trabajo. Una moratoria internacional seria que impusiera una prohibición absoluta de venta de armas a países en guerra ciertamente no supondría el fin del califato, el ISIS y el terrorismo, pero sería un movimiento decisivo en la dirección correcta. No se puede alimentar el mal que se quiere combatir. Nosotros lo estamos haciendo desde hace años. No nos damos cuenta hasta que algunas esquirlas de esas guerras entran en nuestras casas y matan a nuestros hijos. En realidad sabemos que mientras la economía y el beneficio sean las últimas palabras de las decisiones políticas, poderes tan fuertes que ninguna política consigue frenar, seguiremos llorando por el luto que contribuimos a provocar.
Hollande se ha equivocado al hablar de “venganza” al día siguiente de la masacre y al perpetrarla después el domingo bombardeando Siria, respondiendo a la sangre con más sangre. Esta no es más que la ley de Lamek, precedente de la misma ‘ley del talión’. La venganza no debe ser nunca la reacción de los pueblos cívicos, ni siquiera después de una de las noches más oscuras de la historia reciente de Europa. La derrota más grande sería el regreso de palabras como ‘venganza’ al léxico de nuestras democracias, que las eliminaron tras milenios de civilización, sangre y dolor.
Para terminar, debemos apoyar, seria y decididamente, a los que se atreven a defender la paz y el diálogo en estos tiempos tan difíciles. En primer lugar al papa Francisco, al que no podemos dejar sólo como única voz pidiendo la paz y la no-violencia. Si millones de nosotros gritáramos que la única respuesta a la muerte es la vida, y lo dijéramos junto a muchos musulmanes heridos y desgarrados como nosotros; si dijéramos ‘no’ a la producción y venta de armas a los que las usan para matarse y matarnos, entonces tal vez las palabras proféticas de Francisco tendrían más eco. Podrían incluso ser tan fuertes como para mover los bajos intereses económicos que cada vez controlan y dominan más el mundo, las religiones y la vida.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 17/11/2015
En las guerras siempre han combatido muchos inocentes, pobres y jóvenes, enviados a la muerte por unos cuantos ricos, poderosos y culpables. Así estos últimos eludían morir en unas guerras que ellos mismos buscaban y alimentaban con sus intereses. Esta antigua y profunda verdad es hoy menos evidente pero no menos cierta. Realmente estamos dentro de una guerra mundial, distinta de las guerras del siglo XX pero no menos trágica. Una guerra que no se sabe bien cuándo y dónde comenzó, ni cuándo, dónde y cómo terminará. Es una guerra líquida en una sociedad líquida. Los intereses en juego son (casi) invisibles. No sabemos bien quién quiere la guerra, quién gana con ella, quién no quiere que se acabe.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (25 KB) el 25/08/2015
Sabemos todos muy poco de lo que verdaderamente está ocurriendo en los mercados y en la bolsa de Shanghai. Esto en sí ya es una mala noticia, porque si hay algo que preocupa a los mercados (y a todos nosotros) es precisamente la falta de transparencia. El temor y la incertidumbre provocan ventas y fugas de capitales que ayer causaron las mayores pérdidas desde 2007 (-8,49%), arrastrando a las bolsas europeas a su peor caída desde 2011. Sin embargo, algo sabemos.
[fulltext] =>No hay duda de que el mercado financiero chino ha crecido demasiado y demasiado deprisa en los últimos años, mientras el crecimiento de la economía real y de la actividad manufacturera se ralentizaba. Sobre todo sabemos que en el coloso asiático capitalismo y control estatal están entrelazados de una forma misteriosa y única en la historia. En pocos años la economía china ha sufrido una transformación radical. China ha pasado de ser el país de Jauja para los empresarios occidentales que deslocalizaban sus industrias atraídos por los bajos costes del trabajo, a ser hoy uno de los principales mercados mundiales para el consumo, también de bienes de lujo (no es casualidad que los títulos italianos que más se hunden en Milán sean los de la alta moda). El sector financiero ha experimentado un crecimiento exponencial, gracias, entre otras cosas, al cambio normativo de octubre de 2014 que abrió el mercado bursátil a los inversores internacionales, convirtiendo así las bolsas chinas, que eran plazas periféricas, en el segundo mercado mundial (por detrás tan sólo de Wall Street). Cuando las finanzas crecen a tipos tan altos mientras la economía real se ralentiza, lo que se forma es una burbuja especulativa que, como nos enseña la historia económica, antes o después termina estallando.
Es todavía demasiado pronto para saber si estamos en vísperas de otro tsunami financiero mundial con epicentro en China o si únicamente se trata de un rebote y un ajuste de ciclo de las rentas financieras chinas que, después de haber crecido mucho el último año, ahora están devolviendo las ganancias (hasta hoy las pérdidas veraniegas ‘solamente’ han dejado en cero las ganancias de los últimos doce meses). Pero si nos fijamos bien en lo que está ocurriendo en el mundo (en la política monetaria de la Reserva Federal, en la caída del precio del petróleo o en las incertidumbres sobre el futuro de Grecia y de Europa), podemos intentar algunas consideraciones de carácter general sobre el estado de salud del sistema económico-financiero global.
Lo primero que esta crisis china nos dice es que, a pesar de los efectos devastadores de la última gran crisis financiera norteamericana y europea, la especulación no se ha detenido en ningún país, orientándose más hacia las economías emergentes, China en primer lugar. Las instituciones políticas, económicas y financieras no han aprendido ninguna lección de las lágrimas de estos ocho años. En cuanto las economías de Estados Unidos y de los estados europeos más fuertes han vuelto a crecer, las políticas, las leyes y sobre todo la actitud cultural de las instituciones en relación con las finanzas han vuelto a ser esencialmente las mismas que antes del 2007. En materia de economía y finanzas la historia es una maestra que sólo tiene pésimos alumnos. La crisis del euro y de Grecia ha distraído de nuevo a la opinión pública, que ha dejado de ocupare, con oportuno sentido crítico, del mundo de las grandes finanzas, las cuales han seguido, durante nuestra distracción, haciendo tranquilamente lo que mejor saben hacer.
Así pues, el primer mensaje de estas turbulencias chinas es fuerte y claro: las altas finanzas hoy son el único y verdadero poder mundial y no podemos permitirnos ignorarlo o dejarlo únicamente en manos de los especialistas (que, entre otras cosas, llevaban meses dando la voz de alarma sobre las bolsas chinas), porque cuando las grandes burbujas financieras estallan siempre es demasiado tarde.
El segundo mensaje tiene que ver con la suerte del capitalismo global. Aunque la retórica de las grandes potencias enfatice la salud de las economías occidentales, en realidad nuestro sistema global es extremadamente vulnerable, porque lo estamos alejando progresivamente del trabajo humano y de la economía real para basarlo en riquezas demasiado abstractas y virtuales. Preguntémonos: ¿qué valor ha creado la economía china este último año, si ha quedado destruido en unas cuantas sesiones de la bolsa? ¿Sobre qué valor y sobre qué valores se apoya nuestro nuevo mundo?
Desde estas páginas, mientras arreciaban nuestras crisis económicas y financieras, varias veces y con distintas voces hemos recordado que las grandes burbujas especulativas se convertirían en la norma y no en la excepción del nuevo capitalismo financiero. Si nuestras economías producen bienestar desconectadas de nuestro trabajo, es probable que la burbuja china de hoy o una mega-burbuja financiera mañana destruyan en pocos días la pseudo-riqueza en la que creíamos que se basaban nuestros consumos y nuestras hipotecas. Para evitar este triste escenario, no demasiado improbable, es necesario un nuevo protagonismo de la política local y global. En el fondo, los torpes intentos del gobierno chino para gobernar una finanzas que se han convertido en ingobernables, nos dicen también que una economía y unas finanzas totalmente fuera de las dinámicas democráticas se transforman en máquinas incontrolables, que hoy nos hacen exultar por unas ganancias sin esfuerzo y mañana llorar por unas pérdidas que recaen mayoritariamente sobre los que nunca habían disfrutado de las primeras y fáciles ganancias.
Mientras todos contenemos la respiración en espera de los acontecimientos de los próximos días, volvamos a ocuparnos de las finanzas, a estudiarlas más; ejerzamos nuestra soberanía de ciudadanos, pidamos más democracia económica y financiera, si no queremos resignarnos a convertirnos cada vez más en súbditos de un imperio invisible.
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Luigino Bruni
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (41 KB) el 19/08/2015
El deber de la hospitalidad es el muro de carga de la civilización occidental y el ABC de una buena humanidad. En el mundo griego, el forastero era portador de una presencia divina. Son muchos los mitos en los que los dioses adquieren la semblanza de un extranjero de paso. La Odisea es, entre otras cosas, una gran enseñanza sobre el valor de la hospitalidad (Nausícaa, Circe…) y sobre la gravedad de su profanación (Polifemo, Antínoo). En la antigüedad, la hospitalidad estaba regulada por auténticos ritos sagrados, expresión de la reciprocidad de dones. El que ofrecía hospitalidad realizaba un primer gesto de acogida y, al despedir al huésped, le entregaba un “regalo de despedida”. Éste, por su parte, debía ser discreto y sobre todo agradecido.
[fulltext] =>La hospitalidad es una relación. En realidad, la palabra huésped designa tanto a la persona hospedada como a la que hospeda (aunque esta segunda acepción se use poco, ndt). Al forastero no se le preguntaba el nombre ni la identidad antes de acogerlo en casa. Ser extranjero y necesitado eran suficientes razones para que se pusiera en marcha la gramática de la hospitalidad. La reciprocidad en las relaciones de acogida se encontraba en la base de las alianzas entre personas y comunidades, que conformaban la gramática fundamental de la convivencia pacífica entre los pueblos.
La guerra de Troya, icono mítico de todas las guerras, nació de una violación de la hospitalidad (por parte de Paris). La civilización romana mantuvo el reconocimiento del carácter sagrado de la hospitalidad y también la reguló jurídicamente. La Biblia, por su parte, es un continuo canto al valor absoluto de la hospitalidad y la acogida de los forasteros, a los que con frecuencia se les ve como “ángeles”. El primer gran pecado de Sodoma consistió en negar la hospitalidad a dos de los hombres que fueron huéspedes de Abraham y Sara en el encinar de Mambré (Génesis, 18-19). Uno de los episodios bíblicos más espeluznantes es otra profanación de la hospitalidad: la violación homicida de los benjaminitas de Guibeá (Libro de los Jueces, 19). El cristianismo recogió estas tradiciones sobre la hospitalidad y las interpretó como una declinación del mandamiento del agape y como expresión directa de la predilección de Jesús por los últimos y los pobres: “Era extranjero y me acogisteis” (Mateo 25,35).
En aquellas culturas antiguas, en las que que seguía vigente la “ley del talión” y aún no se habían reconocido casi ninguno de los derechos humanos que Occidente ha conquistado y proclamado en estos últimos siglos, la hospitalidad fue elegida como la primera piedra de una civilización de la que después florecería la nuestra. En un mundo mucho más inseguro, indigente y violento que el nuestro, aquellos hombres antiguos comprendieron que el deber de hospitalidad era esencial para salir de la barbarie. Los pueblos bárbaros y poco civilizados no conocen ni reconocen al huésped. Polifemo es la imagen perfecta de la falta de civilización y la deshumanización, porque devora a sus huéspedes en lugar de acogerlos. La hospitalidad es la primera palabra de la civilización, porque donde no se practica la hospitalidad se practica la guerra y se impide la paz (shalom) y el bienestar.
Así pues, cuando interrumpimos la antiquísima práctica de la hospitalidad, olvidamos que somos cívicos, humanos e inteligentes. Si la hospitalidad es el primer paso para entrar en el territorio de la civilización, su negación automáticamente se convierte en el primer paso para volver hacia atrás, al mundo de los cíclopes, donde sólo reinan la fuerza física y la altura.
Los pueblos sabios saben que la hospitalidad nos conviene a todos, aunque nos cueste a cada uno individualmente. Por eso es necesario protegerla y hablar muy bien de ella, si queremos que resista cuando los costes son elevados. La reciprocidad de la hospitalidad no es un contrato, porque no hay equivalencia entre lo que damos y lo que recibimos y, sobre todo, porque el hecho de ser acogedores hoy no genera ningún tipo de garantía de que encontraremos acogida mañana, cuando la necesitemos. No existe un contrato de seguro que cubra la falta de acogida mañana de los que hoy han sido acogedores. Por eso la hospitalidad es un bien común y, en consecuencia, frágil. Como todos los bienes comunes, se destruye si no está sostenido por una inteligencia colectiva más grande que los intereses individuales y de parte. Pero, como ocurre con todos los bienes comunes, una vez que se ha destruido el bien ya nadie puede disfrutar de él y es casi imposible reconstruirlo.
Europa nació del encuentro entre el humanismo judeocristiano y los humanismos griego y romano basados en la hospitalidad. Pero Occidente ha mantenido también siempre viva un alma benjaminita y polifémica, que ha llegado a ser dominante durante largos periodos, siempre oscuros. Es el alma que ve a los huéspedes sólo como amenazas o como presas. Hoy este espíritu oscuro, incivil y nada inteligente está aflorando de nuevo, y es urgente ejercitar el valioso discernimiento de los espíritus. Evitando, por ejemplo, dar crédito a quien nos cuenta que Polifemo ha devorado a los compañeros de Ulises porque eran demasiados a bordo y la nave podía hundirse de regreso a Itaca, o que los benjaminitas querían encontrar a los huéspedes de Lot sólo para revisar sus documentos. El reconocimiento del valor y del derecho de la hospitalidad es anterior a todas las políticas y las técnicas para gestionarla y hacerla sostenible.
La hospitalidad es un espíritu, un espíritu bueno. Se nota cuando falta. Hay que conocer los espíritus, reconocerlos y llamarlos por su nombre, y a los malos espíritus simplemente hay que echarlos.
En la casa de la humanidad, si no hay sitio para el otro tampoco hay sitio para mí. Está escrito: "No os olvidéis de la hospitalidad; gracias a ella hospedaron algunos, sin saberlo, a ángeles" (Carta a los Hebreos).
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (41 KB) el 19/08/2015
El deber de la hospitalidad es el muro de carga de la civilización occidental y el ABC de una buena humanidad. En el mundo griego, el forastero era portador de una presencia divina. Son muchos los mitos en los que los dioses adquieren la semblanza de un extranjero de paso. La Odisea es, entre otras cosas, una gran enseñanza sobre el valor de la hospitalidad (Nausícaa, Circe…) y sobre la gravedad de su profanación (Polifemo, Antínoo). En la antigüedad, la hospitalidad estaba regulada por auténticos ritos sagrados, expresión de la reciprocidad de dones. El que ofrecía hospitalidad realizaba un primer gesto de acogida y, al despedir al huésped, le entregaba un “regalo de despedida”. Éste, por su parte, debía ser discreto y sobre todo agradecido.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 15/07/2015
La comunidad europea, al igual que cualquier otra comunidad, es una forma de bien común. La ciencia económica nos enseña que los bienes comunes, por su naturaleza, son susceptibles de ser destruidos. Es de sobra conocida la ‘Tragedia de los bienes comunes’ (Garrett Hardin, 1968), que ocurre cuando los usuarios de un bien común tratan de maximizar su interés individual, olvidando, o poniendo muy en segundo plano, el hecho de que ese bien común se deteriora por el consumo. Según el conocido ejemplo, cuando los usuarios de un prado comunal sólo ven sus costes y beneficios subjetivos, se sienten incentivados a llevar a pastar al mayor número posible de vacas, y el resultado final del proceso es la destrucción del pasto.
[fulltext] =>El principal mensaje de la teoría de los bienes comunes es la destrucción del bien como efecto no intencionado: nadie lo desea, pero todos contribuyen a destruirlo.
La crisis de Grecia nos muestra que los distintos países que dieron vida a la Unión hoy corren el peligro de destruir el bien común que construyeron en décadas pasadas. La premio Nobel de economía Elinor Ostrom decía que sólo es posible evitar la tragedia de los bienes comunes cambiando la perspectiva cultural: hay que pasar de la lógica del “yo” a la del “nosotros”, y empezar a ver el bien común como un ‘bien de todos’ y no como un ‘bien de nadie’.
En las comunidades, nos lo dice incluso su raíz etimológica (cum-munus), los dones y las obligaciones se encuentran entrelazados. La palabra latina munus significa don y obligación, ambas cosas. Sabemos que el don por sí solo no es suficiente, pero tampoco lo es la obligación; ambos son co-esenciales. Los contratos y las reglas son una de las dos caras de la moneda de las comunidades. Cuando falta la otra cara, la del don, las comunidades implosionan, se colapsan, se autodestruyen. Hoy en Europa falta la cara del don, un don que, sin embargo, fue un elemento fundamental de su creación en la postguerra. Ahora las reglas han ocupado todos los espacios, y el pacto fundacional se está viendo reducido a simple contrato. Pero en los contratos, a diferencia de lo que ocurre en los pactos, no hay espacio para el don. Las comunidades desaparecen y en su lugar surgen los clubs.
Una solución posible y sostenible de la crisis griega debería haber contemplado la con-donación parcial de la deuda, porque, dadas las condiciones económicas, psicológicas y sociales en las que se encuentra Grecia, es impensable que pueda devolver una deuda tan elevada generando más deuda mediante nuevos préstamos despiadados. En realidad, la paradoja más desconcertante de estos años de crisis financiera y económica es cómo se aplica el registro del don a las deudas de las finanzas mientras se niega a los pueblos y a los ciudadanos. ¿Cuántos miles de millones de deuda se han condonado a las instituciones financieras?
El grave error de la Europa de hoy o, mejor dicho, de algunos de sus gobernantes más poderosos, está en pensar que pueden resolver la crisis del pacto recurriendo únicamente al registro del contrato. De toda gran crisis se sale con una buena combinación de reglas y dones, nunca con el simple endurecimiento de las reglas. Los dones se fortalecen con la educación a la responsabilidad ante las reglas, y las reglas se humanizan cuando van acompañadas de la gratuidad del don. Pero, antes de dar a los que han cometido errores (y también los griegos los han cometido), es necesario mostrar aprecio y confianza en que ese pueblo y sus ciudadanos cuentan con las energías morales necesarias para volver a empezar y ser dignos de una nueva confianza. La confianza verdadera es antes que nada don, porque cuando la confianza se basa únicamente en los contratos, éstos acaban por destruir la confianza que intentaban regenerar.
Las reglas sin perdón, las obligaciones sin don, nunca son capaces de mantener los bienes comunes, en particular los bienes primarios sobre los que se apoya nuestra frágil democracia.
Hemos llegado a Plutón, hemos hecho progresos extraordinarios y maravillosos en ciencia y tecnología. Esta crisis nos está mostrando que en la capacidad relacional y ética para gestionar grandes crisis colectivas nos parecemos todavía demasiado a los hombres del Neolítico y que probablemente hayamos perdido algunas de las habilidades y sabidurías que el Medievo cristiano y la modernidad nos dejaron en herencia.
La oikonomia, es decir las reglas de la casa, no son suficientes para edificar una buena polis. En Europa hoy hace falta don y per-dón, una palabra extraña a la economía capitalista, que nadie tiene el valor de evocar en las mesas importantes, entre otras cosas porque la hemos gastado, devaluado y reducido a fruslería y a filantropía privada. Pero si no recuperamos esta gran palabra, fundamento de la comunidad, estamos condenados a asistir al inexorable declive de una tierra común que todavía puede tener recursos para nutrirnos.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 15/07/2015
La comunidad europea, al igual que cualquier otra comunidad, es una forma de bien común. La ciencia económica nos enseña que los bienes comunes, por su naturaleza, son susceptibles de ser destruidos. Es de sobra conocida la ‘Tragedia de los bienes comunes’ (Garrett Hardin, 1968), que ocurre cuando los usuarios de un bien común tratan de maximizar su interés individual, olvidando, o poniendo muy en segundo plano, el hecho de que ese bien común se deteriora por el consumo. Según el conocido ejemplo, cuando los usuarios de un prado comunal sólo ven sus costes y beneficios subjetivos, se sienten incentivados a llevar a pastar al mayor número posible de vacas, y el resultado final del proceso es la destrucción del pasto.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 2/07/2015
Antes de convertirse en ministro de economía del actual gobierno griego, Yanis Varufakis era ya muy conocido entre los economistas por sus trabajos sobre ‘Teoría de juegos’. Varufakis estudia las decisiones racionales que toman, en una situación determinada, dos o más agentes obedeciendo a una lógica estratégica, es decir tratando de anticipar sus recíprocos movimientos. Así pues, el ministro griego conoce muy bien el llamado “juego de la gallina” (o, mejor dicho, del gallina), que describe una situación muy parecida a la de una conocida escena de la película “Rebelde sin causa”.
[fulltext] =>Jim (James Dean) reta a Buzz a una loca competición: ambos conducirán sus automóviles a toda velocidad hacia un precipicio y ganará aquel que salga más tarde del automóvil, justo antes de caer por el barranco. El peor resultado posible del “juego del gallina” es la caída de ambos pilotos al precipicio, si, para ganar la competición, tardan demasiado en salir del automóvil.
Imaginar hoy que el gobierno griego y sus contrapartes están jugando a un juego parecido al del ‘gallina’, puede alentar la esperanza de que el juego aún no ha terminado y los jugadores siguen en la carrera. Esperemos que el resultado sea el que dicta la razón y no las emociones o las pasiones.
La salida de Grecia del euro no le conviene a nadie, se entienda lo que se entienda por convenir. Sería malo para todos y no sería bueno para nadie.
, me acaba de escribir un compañero economista de la Universidad de Atenas. Desde luego, sería mucho peor para los pobres, los jóvenes y los niños griegos, que nunca han firmado ningún contrato y a lo mejor nunca han obtenido beneficio alguno del dinero que sus gobernantes han despilfarrado en el pasado. Se trata de un escenario oscuro y tremendamente confuso, del que se desprende una recomendación general de método para aquellos que en estos días tienen que hablar y escribir: evitar concebir soluciones sencillas para una situación enormemente compleja; no dividir la escena en buenos y malos, a favor o en contra de Grecia.
Un primer elemento de complejidad viene de los datos históricos. La economía griega fue una de las más afectadas por la crisis financiera de 2007. Hasta entonces, Grecia crecía y atraía a muchos inversores internacionales. Entre 2007 y 2012 su deuda pública se duplicó. La relación deuda/PIB en 2007 apenas llegaba al 95.59%, pero en 2010 pasó a ser del 130.2% y después, en 2012, al 143.5%. Grecia se endeudó con la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional entre 2010 y 2012, obligada por una situación económico-financiera que la crisis hizo insostenible. Las olas provocadas por el tsunami financiero de Estados Unidos llegaron a las costas griegas y provocaron ingentes daños. Sin la crisis de 2007 el escenario actual sería completamente distinto.
Pero los datos y las cifras no ayudan a encontrar soluciones si no se leen e interpretan dentro de un contexto relacional idóneo. Son innumerables los conflictos generados y alimentados por lecturas contrapuestas de unos mismos datos. El entorno humano en el que se desarrollan desde hace años las negociaciones sobre el caso griego es muy negativo, por no decir pésimo. Las crisis, todas las crisis, son un ‘test de estrés’ de la calidad de las relaciones entre las personas e instituciones. Por ejemplo, habría que purificar radicalmente el lenguaje que se usa a todos los niveles. Es urgente que la UE, el FMI y también el gobierno griego dejen de culpabilizar a la otra parte.
Sobre todo, es fundamental cambiar el lenguaje sobre las ‘culpas’ de los griegos. Muchas veces, a lo largo de la historia, hemos visto cómo se buscaba una solución inmediata y fácil a problemas complejos creando alguna teoría que demostrara que el otro merecía su desgracia por ser culpable. El libro de Job, por ejemplo, lucha sobre todo contra esta ideología. Se oyen y se leen demasiados razonamientos muy peligrosos acerca de las culpas de los griegos. ‘Merecen lo que les pasa porque han tenido gobiernos corruptos y también porque los ciudadanos son vagos, dependientes del estado y grandes evasores fiscales’. Estos comentarios y discursos ideológicos son graves, ya vengan de países como Italia, que en estos temas no puede dar lecciones morales a nadie, ya vengan de periodistas o políticos alemanes y franceses, porque olvidan las grandes y graves lecciones de la historia y porque eclipsan las otras razones de la crisis, razones de mucho peso incluso cuantitativamente. Atribuyendo las causas de los problemas que hay que resolver al ‘carácter’ nacional o a la ‘mentalidad’ de los pueblos, lo único que se consigue es alejar la solución, porque el ‘carácter’ y la ‘mentalidad’ son variables que escapan al control de aquellos que tienen que tomar las decisiones. Repartir culpas y apelar al carácter y a la mentalidad puede ser útil, y a veces funciona, si lo que se desea es reducir el coste ético de unas decisiones difíciles.
Deuda y culpa son dos palabras que, en algunos idiomas, tienen la misma raíz. Hubo un tiempo en que las deudas convertían a uno en esclavo y a veces implicaban incluso la condena a muerte. Generaciones enteras dieron su vida y su sangre para que la democracia pusiera fin a la esclavitud por las deudas, afirmando que ninguna deuda es tan grande como para reducir a nadie, incluso a una sola persona, a la esclavitud. No digamos si se trata de un pueblo entero.
Debería elaborarse un verdadero plan responsable para relanzar Grecia en un periodo de tiempo de cinco o diez años, durante el cual se suspenda el reembolso de la deuda exterior. Debemos trabajar todos juntos y a todos los niveles para crear las inversiones y las condiciones necesarias para que la deuda de los estados no se convierta en una vía postmoderna hacia nuevas formas de esclavitud de los pueblos. Nos lo pide incluso la Laudato si’. Debe encontrarse una solución, para evitar que esta ‘competición’ acabe como la de “Rebelde sin causa”.
Por último, la moralidad y la justicia de una decisión dramática pueden juzgarse desde muchas perspectivas. Una de las mejores es ver sus costes y beneficios desde el punto de vista de los niños. Es un ejercicio que siempre ayuda y a veces puede ser decisivo.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 2/07/2015
Antes de convertirse en ministro de economía del actual gobierno griego, Yanis Varufakis era ya muy conocido entre los economistas por sus trabajos sobre ‘Teoría de juegos’. Varufakis estudia las decisiones racionales que toman, en una situación determinada, dos o más agentes obedeciendo a una lógica estratégica, es decir tratando de anticipar sus recíprocos movimientos. Así pues, el ministro griego conoce muy bien el llamado “juego de la gallina” (o, mejor dicho, del gallina), que describe una situación muy parecida a la de una conocida escena de la película “Rebelde sin causa”.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 24/06/2015
Sobre nuestro sistema capitalista se cierne una enorme demanda de justicia, que se eleva desde las víctimas y los excluidos. Una demanda que ya no se ve ni se oye y por eso es especialmente grave. El Papa Francisco es hoy la única autoridad moral global capaz, antes que nada, de ver y oír esta gran demanda ética sobre el mundo (esto depende de su propio carisma) para, después, plantear preguntas radicales (esto nace de su ágape).
[fulltext] =>No hay ninguna “agencia” mundial tan libre como él de los poderes fuertes de la economía y la política. Por desgracia, ni la ONU ni la Comisión Europea ni, mucho menos, los políticos nacionales demuestran tener una libertad semejante, hasta el punto de que siguen «vendiendo al pobre por un par de sandalias» (Amós). Véase lo que está ocurriendo en Italia con la nueva regulación de los juegos de azar.
Algunos comentaristas, sedicentes amantes del libre mercado, han escrito que la encíclica Laudato si’ va contra el mercado y contra la libertad económica; que es una expresión del anti-modernismo e incluso marxismo de este Papa «venido casi del fin del mundo». En la encíclica no hay nada de eso, todo lo contrario. Francisco nos recuerda que el mercado y la empresa son valiosos aliados del bien común mientras no se conviertan en ideología, mientras la parte (el mercado) no se convierta en el todo (la vida). El mercado es una dimensión de la vida social esencial para todo bien común (son muchas las palabras de la encíclica que elogian a los empresarios responsables y a las tecnologías puestas al servicio de un mercado que incluye y crea trabajo). Pero esta dimensión no es la única, ni siquiera la primera.
El Papa, en primer lugar, le recuerda al mercado su vocación de reciprocidad y de «mutuo provecho». En base a esto, critica a las empresas que depredan a las personas y a la tierra (y lo hacen a menudo), porque con ello niegan la naturaleza misma del mercado, enriqueciéndose gracias al empobrecimiento de la parte más débil.
En un segundo nivel, Francisco nos recuerda algo fundamental que hoy se olvida sistemáticamente. La tan cacareada «eficiencia», palabra clave de la nueva ideología global, no es nunca un asunto meramente técnico y por tanto éticamente neutral (34). El cálculo coste-beneficio, que se encuentra en la base de todas las elecciones “racionales” de las empresas y las administraciones públicas, depende claramente de qué se consideren costes y de qué se consideren beneficios. Durante décadas hemos pensado que eran eficientes las empresas que no incluían entre sus costes el daño que causaban a los mares, a los ríos o a la atmósfera. Pero el Papa nos invita a ampliar el cálculo a todas las especies, incluyéndolas en una fraternidad cósmica, extendiendo la reciprocidad también a los seres vivos no humanos, dándoles voz en nuestros balances económicos y políticos.
Pero hay todavía un tercer nivel. Aunque se reconozca el «mutuo provecho» como ley fundamental del mercado civil e incluso se extienda a la relación con otras especies vivas y con la tierra, el «mutuo provecho» no puede y no debe ser la única ley de la vida. Es importante, pero no la única. También existe lo que el economista y filósofo indio Amartya Sen llama «obligaciones de poder». Debemos actuar responsablemente con la creación porque hoy la técnica ha puesto en nuestras manos un poder que nos permite originar unilateralmente consecuencias muy graves para otros seres vivos con los que estamos vinculados. Todo en el universo está vivo, y todo nos llama a la responsabilidad. Tenemos obligaciones morales que no nos generan ningún provecho. El «mutuo provecho» del buen mercado no es suficiente para cubrir todo el espectro de la responsabilidad y de la justicia. Incluso el mejor mercado, si se convierte en el único criterio, se transforma en un monstruo. No hay ninguna lógica económica que nos impulse a dejar bosques en herencia a los que vivirán dentro de mil años, y sin embargo tenemos obligaciones morales para con esos futuros habitantes de la tierra.
Otra cuestión muy importante es la de la «deuda ecológica» (51), que representa uno de los puntos más elevados y proféticos de la encíclica. La despiadada lógica de la deuda de los estados domina la tierra, pone de rodillas a pueblos enteros (como en el caso de Grecia) y a muchos otros los tiene bajo chantaje. En el mundo, se ejerce mucho poder en nombre de la deuda y el crédito. Pero también existe una gran «deuda ecológica» del Norte del mundo con respecto al Sur. Un 10% de la humanidad ha construido su propio bienestar descargando los costes en la atmósfera de todos, y sigue produciendo “cambios climáticos ".
La expresión “cambios” despista, porque es éticamente neutral. El Papa, en cambio, habla de «contaminación» y de deterioro de ese bien común llamado clima (23). El deterioro del clima contribuye a la desertificación de regiones enteras, que influye decisivamente en la miseria, la muerte y la migración de los pueblos (25). Esta inmensa «deuda ecológica» y de justicia global no la tenemos en cuenta cuando cerramos nuestras fronteras a los que vienen hasta nosotros porque estamos quemando su casa. Esta deuda ecológica no tiene ningún peso en el orden político mundial. Ninguna Troika condena a un país porque haya contaminado o desertificado otro país, y así la «deuda ecológica» sigue creciendo ante la indiferencia de los grandes y poderosos.
Termino con un consejo para aquellos que todavía no hayan leído esta maravillosa encíclica. No empiecen a leerla en su estudio o sentados en el sofá. Salgan de casa, vayan a un prado o a un bosque y empiecen allí a meditar el cántico del Papa Francisco. La tierra de la que nos habla es una tierra real, que se puede tocar, sentir, oler, ver y amar. Y terminen después la lectura en alguna periferia real, entre los pobres. Vean el mundo de los ricos epulones desde los lázaros y abracen al menos a uno de ellos, como Francisco. En estos lugares podremos aprender de nuevo a «sorprendernos» (11) por las maravillas de la tierra y de los hombres, y así tal vez podamos comprender y rezar Laudato si’.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 24/06/2015
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por Luigino Bruni
publicado en pdf Avvenire (201 KB) el 12/05/2015
La protección es una vocación universal de todos y de cada uno. La economía, pese a que su etimología (oikos nomos) evoca el oikos, el medio ambiente, la casa, en las últimas décadas está traicionando esta vocación de protección porque está demasiado condicionada por los rendimientos y los beneficios a corto plazo. El homo oeconomicus, tal y como lo ha pensado hasta ahora la ciencia y la praxis económica, no tiene lugares donde vivir sino espacios que ocupar. El lugar, lo sabemos, tiene que ver con la identidad, la especificidad, las raíces. El espacio es la dimensión racional de los lugares: es uniforme, sin raíces ni destino. Y así, nuestro capitalismo especulativo está eliminando las especificidades y las identidades de los lugares, de sus tradiciones sociales y económicas, para poderlos controlar y orientar al mercado, dando vida a un mundo uniforme, sin biodiversidad en cuanto a formas de empresa, de trabajo, de vida.
[fulltext] =>La lógica económica imperante no comprende la protección, la custodia, porque no comprende la gratuidad. El mercado tal y como lo conocemos hoy está cada vez más definido por la lógica del incentivo y, por tanto, del cálculo coste-beneficio. Tratamos de convencernos de que, para actuar en el ámbito económico y, por tanto, laboral, debemos ser incentivados, porque las personas sólo responden a intereses. Pero para proteger la creación, la tierra, los bienes comunes, las relaciones, para cuidar de los demás y de nosotros mismos, es esencial la dimensión de la gratuidad o, al menos, una lógica más compleja que la mera razón económica, que es demasiado simple. La única razón para no contaminar un lago no puede ser la conveniencia de tenerlo limpio, sino, antes que nada, el respeto a una realidad viva como nosotros. El respeto, la dignidad, la gratitud no son categorías económicas pero son palabras fundamentales para vivir y dar vida. Las razones que llevaron a nuestros abuelos a cuidar los ríos y los valles no fueron solo ni principalmente económicas: existía un instinto ancestral, incluso religioso, que los llevaba a comportarse de una manera no depredadora con el medio ambiente que los acogía. Una relación no depredadora que también otras culturas no occidentales han sabido salvaguardar a través de los siglos. La protección forma parte de la condición humana. Pero es ajena a nuestro capitalismo, que sigue cuidando a los hijos de Abel con fundaciones creadas por los hijos de Caín, como cuando las multinacionales de los juegos de apuestas patrocinan a asociaciones que tratan a jugadores patológicos. O cuando las multinacionales del armamento ‘protegen’ a los huérfanos de las guerras. Esta protección es lo opuesto a lo que aparece en la tradición bíblica y en cualquier humanismo verdadero, que nos recuerdan que el ser humano es un animal capaz de proteger, de cuidar. Y, por tanto, capaz de cuidar de sí mismo, de los demás y de la naturaleza.
No es casualidad que en el libro del Génesis encontramos la misma palabra, shamar, cuando se habla del Adam como ‘protector’ del jardín (capítulo 1), y cuando Caín homicida-fratricida vuelve de los campos y se declara no guardián, shamar, de su hermano (capítulo 4).
La custodia es una expresión directa de otra gran palabra humana: responsabilidad. Caín no se sentía guardián y, por tanto, no se sentía responsable. De hecho, ante la pregunta de Dios: “¿Dónde está tu hermano?”, no responde sino que plantea otra pregunta: “No lo sé. ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”. De nuevo, shamar: Adán se sentía el guardián del Edén, Caín no se sentía guardián de su hermano y, por tanto, no había custodiado ni las relaciones ni la tierra de los hombres. Tras cada una de estas solicitudes de protección se esconde la pregunta radical de la fraternidad, inter-humana y cósmica (los seres humanos no agotan la vocación universal a la fraternidad, como comprendieron muy bien Job o San Francisco).
La protección del mundo y la protección de los demás son lo mismo. Cuando falta, prevalece la muerte. Muere Abel y junto a él mueren también los animales, las plantas, la creación que, al igual que el hermano, nos pide protección.
La protección nos obliga a salir de nosotros mismos para ocuparnos del otro. Por lo tanto, por naturaleza, es anti-narcisista, en cuanto a que nos descentra. Y en una civilización donde el narcisismo se está convirtiendo en una enfermedad endémica, la protección no se comprende y no se ve.
Se dan algunos desafíos culturales y sociales de los que dependen la calidad, la cantidad y, quizás, la supervivencia de lo que conocemos como protección de nuestra sociedad. El primero se refiere a los niños y ancianos. Las familias, donde aún siguen existiendo, ya no son capaces, a grandes rasgos, de asegurar la protección y el cuidado del despertar y el ocaso de la vida. Debemos reinventar nuevas formas de protección de las relaciones y de las personas en estas fases fundamentales, porque no puede ser el mercado, junto con lo que queda del estado social, los que protejan nuestras relaciones primarias. Es necesaria, como recuerda la filósofa Jennifer Nedelsky, una revolución en la cultura del cuidado, que lleve a toda persona adulta a cuidar de sus propias comunidades y sus propios lugares, si queremos salvarnos.
El segundo tiene que ver con los bienes comunes. No se pueden salvar los mares, los glaciares, los bosques, los espacios verdes y la biodiversidad, dejando su gestión y su ‘custodia’ en manos de la mera lógica económica, como viene ocurriendo. Entre otras cosas, porque estamos descargando sobre los pobres muchos de los costes de nuestras ‘soluciones’.
Es necesario hablar más de protección, es necesario hablar más de gratuidad, es necesario hablar más de vida. Y pedir más. Quizás haya alguien que responda.
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por Luigino Bruni
publicado en pdf Avvenire (201 KB) el 12/05/2015
La protección es una vocación universal de todos y de cada uno. La economía, pese a que su etimología (oikos nomos) evoca el oikos, el medio ambiente, la casa, en las últimas décadas está traicionando esta vocación de protección porque está demasiado condicionada por los rendimientos y los beneficios a corto plazo. El homo oeconomicus, tal y como lo ha pensado hasta ahora la ciencia y la praxis económica, no tiene lugares donde vivir sino espacios que ocupar. El lugar, lo sabemos, tiene que ver con la identidad, la especificidad, las raíces. El espacio es la dimensión racional de los lugares: es uniforme, sin raíces ni destino. Y así, nuestro capitalismo especulativo está eliminando las especificidades y las identidades de los lugares, de sus tradiciones sociales y económicas, para poderlos controlar y orientar al mercado, dando vida a un mundo uniforme, sin biodiversidad en cuanto a formas de empresa, de trabajo, de vida.
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Luigino Bruni
pulicado en Avvenire el 1/05/2015
Cada Primero de Mayo lleva un mensaje que hay que buscar, descubrir y descifrar entre los pliegues de nuestro presente, entre sus contradicciones, dolo-res y esperanzas.
Tras unos años muy duros, estamos intentando volver a crecer. Debemos ser conscientes de que el primer indicador que nos dirá si ha llegado de verdad el alba de un nuevo día es nuestra capacidad de volver a crear trabajo para todos, en primer lugar para los jóvenes. Cuando un país no logra dar ocupación a sus jóvenes, que son su parte mejor y más creativa, sufre dos daños muy graves: pierde la energía más poderosa que posee y priva a su mejor presente y a su futuro de la posibilidad de fructificar.
[fulltext] =>Cuando una joven o un joven, después de completar su formación, no encuentran pronto una oportunidad concreta para hacer fructificar su formación en un trabajo, ven con tristeza cómo su potencial creativo se marchita y su capital humano se deteriora. No olvidemos nunca que los capitales de un país están formados ciertamente por su tecnología, su patrimonio natural y cultural, y sus medios financieros y económicos; pero su capital más productivo y valioso son las personas, especialmente los jóvenes. Dejar que estos capitales personales se marchiten es un delito cívico y moral que nunca queda impune. Despilfarrar hoy estos capitales hace que mañana (un mañana muy cercano) la competitividad económica y la robustez ética y social se vean reducidas, el vínculo social debilitado y todos estemos más empobrecidos. Es un delito que llevamos ya demasiado tiempo perpetrando y que debemos definitivamente detener. A todos los niveles.
Empezando por el plano político, institucional y sindical. Debemos llevar a la práctica con carácter inmediato una redistribución del trabajo que existe. Debemos incentivar el trabajo a tiempo parcial para los mayores de 55 (con las oportunas medidas fiscales y de seguridad social que no penalicen demasiado a quienes tomen esta decisión), de forma que una cantidad significativa de jóvenes pueda disfrutar de este “trabajo liberado”. Un país en el que los adultos no sientan la urgencia ética de dejar espacio a los jóvenes es estúpido y carente de futuro. Se trata de una aplicación concreta de la fraternidad civil que pusimos en el centro del humanismo moderno, un principio esencial en tiempos de crisis. Hemos sido capaces de hacerlo después de terremotos y catástrofes naturales y civiles; hoy debemos serlo de nuevo, para salir de esta crisis de trabajo que no está causando menos víctimas.
Por otra parte, queda mucho trabajo por hacer en el ámbito de la enseñanza y la educación. No podemos reformar el sistema educativo haciendo palanca en el incentivo y la profesionalización de la dirección de los centros. Hace falta más innovación y visión. Italia inventó hace siglos las universidades, las escuelas y las academias. El mundo entero aprendió de nosotros. Hoy, en cambio, no sólo hemos dejado de innovar, sino que estamos servilmente importando lógicas e instrumentos de gestión de otros universos culturales que interpretan la escuela y la enseñanza dentro de la “lógica de mercado” inventada por ellos. La escuela y la universidad deben actualizarse para seguir el paso de un mundo y un trabajo que cambian muy rápidamente, tal vez demasiado. Pero no lo lograremos transformando las escuelas en empresas. Es demasiado fácil y demasiado poco. Los niños y los jóvenes son demasiado valiosos como para dejarlos en manos de la lógica del coste-beneficio. Todo proceso educativo es un entramado de bienes relacionales, confianza, aprecio, reconocimiento, reciprocidad y gratitud. También de incentivos, pero éstos sólo funcionan si están incluidos dentro de esta gramática más grande. Hay demasiada economía y demasiado lenguaje económico dentro de los lugares de la educación. El presupuesto y los recursos financieros no son fines, sino vínculos y medios de la educación. Cuando se convierten en fines, la escuela fracasa, aunque sus cuentas estén saneadas.
Finalmente, la Fiesta de hoy debe recordarnos que sin trabajo no sabemos hablar bien unos con otros. El trabajo es el “verbo” de la gramática social, lo que une y da sentido a nuestras relaciones. Todos los días nos encontramos, hablamos y cooperamos gracias a nuestro trabajo. En nuestra sociedad, cuando demasiada gente se queda fuera del mundo del trabajo, muchas “palabras” pierden significado social, nuestro discurso colectivo se queda cojo, nuestra democracia y nuestra república pierden su primer fundamento. Italia es una república democrática porque está fundada en el trabajo.
Para terminar, es muy significativo e importante que nuestra civilización honre el trabajo con un día de fiesta, con un día de no trabajo. El trabajo es necesario para la buena fiesta, y viceversa. Cuando, queriendo y debiendo trabajar, no hay trabajo, también la fiesta se entristece. Privar a una persona del trabajo significa privarla también de la alegría de la fiesta. Demasiados trabajadores han perdido en estos años difíciles su Primero de Mayo. Es hora de que vuelvan a hacer fiesta.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 15/04/2015
Son muchos los que hablan de la recuperación de la economía y del PIB (Producto Interior Bruto), como si el PIB fuese capaz de hablar por sí mismo de cosas buenas. La verdadera realidad de nuestra economía dice que las empresas lo pasan mal y seguirán haciéndolo durante mucho tiempo, y con ellas el mundo del trabajo. Lo pasan mal y cierran no sólo por falta de mercados y ventas. Una causa común de sufrimiento y fracaso se encuentra en algunos errores típicos en la gestión de los trabajadores durante las crisis. Cuando se atraviesan fases difíciles y largas, es más fácil cometer errores graves en la relación entre la clase dirigente y los trabajadores.
[fulltext] =>Cada vez hay más empresas grandes que, cuando tienen que enfrentarse a una crisis con reducción de personal (no olvidemos que reducir el personal durante las crisis no es un dogma, sino, casi siempre, una elección), se mueven enteramente en el plano 'político': la propiedad se reúne con los sindicatos, propone un plan de viabilidad y la crisis se negocia 'políticamente', decidiendo cuántos trabajadores hay que sacrificar en aras de la supervivencia; trabajadores a los que, de manera intencionada, nunca se les considera ni se les escucha.
Otras empresas, por su parte, cuando tienen que despedir siguen el camino del mercado, y ofrecen incentivos individuales y compensaciones monetarias a los despedidos. Pero en ambos casos falta el sujeto principal: la comunidad de trabajadores. En el primer caso hay una mediación, están representados, y en el segundo caso sólo hay individuos (muchas veces en conflicto entre ellos). Sin embargo, una empresa no es ni un pequeño parlamento ni un conjunto de individuos separados, vinculados por un contrato con la propiedad. Las empresas reales tienen vida si son capaces de crear un organismo vivo de relaciones virtuosas entre todos los distintos componentes de la organización. Cuando comienza una crisis seria en una empresa, se deben seguir algunas reglas fundamentales, si se desea que los trabajadores se involucren de verdad en la búsqueda de soluciones para superarla, a veces incluso saliendo en mejor posición.
La primera se llama oportunidad: para afrontar bien una crisis es fundamental intervenir a tiempo, no cuando el proceso ya ha avanzado y se ha agravado. Una buena clase dirigente debe adelantarse a las crisis importantes, y por tanto, entender cuál es el momento adecuado para intervenir, interpretando las débiles señales que permiten prever cuándo va a estallar. Después, es necesario comenzar a escuchar a los trabajadores al principio de la crisis (externa o interna) y no al final, cuando a veces la única comunicación que queda es la de una solución ya decidida a otro nivel. ‘Involucrar’ a los trabajadores en esta fase terminal, además de no ser de utilidad, sólo sirve para aumentar el sufrimiento.
Segunda regla: si se quiere escuchar a los trabajadores, hay que escucharles de verdad. Es necesario crear un contexto de confianza, en el que los trabajadores puedan decir lo que piensan, y puedan percibir que se les escucha de verdad. Es un proceso que requiere sus espacios y sus lugares, pero sobretodo requiere tiempo (no se pueden hacer reuniones de una hora para empezar a hablar de una crisis seria). Una involucración falsa hace más daño que la falta de involucración. Y hay que escuchar a los verdaderos trabajadores, si es posible a todos, no solo a sus representantes.
Tercero: Es necesario presentarse a los trabajadores cuando el tema está en sus comienzos y todavía totalmente abierto, diciéndoles que hay muchas posibles soluciones e involucrándoles en su búsqueda. He conocido trabajadores que juntos han sido capaces de realizar actos heroicos (como una reducción significativa del salario durante años, para salvar algún puesto de trabajo), que la dirección no había ni siquiera imaginado. Porque se les tomó en serio desde el comienzo de la crisis, y se les consideró como el gran valor de la empresa y no como el principal problema. Se entiende que en estos casos el lenguaje y la elección de las palabras es muy importante.
El cuarto principio se llama subsidiariedad. Cualquier terapia que se proponga llegar a la curación de una crisis (en muchas crisis empresariales de estos tiempos, lamentablemente, lo único que se busca es vender la empresa a los fondos de inversión o liquidarla), debe partir del supuesto de que las personas que pueden señalar posibles soluciones son sobre todo las que están en contacto todos los días con el trabajo, y no los miembros del Consejo de Administración que casi siempre están lejos y, por tanto, son 'incompetentes' en ese trabajo específico, por muy competentes que sean en estrategia y finanzas. Sin la estrecha colaboración de los que trabajan de verdad dentro de la empresa, no se pueden encontrar soluciones buenas y verdaderas, porque la competencia más preciosa es siempre la que llevan en las manos y en las mentes los que viven el trabajo y no los que lo conocen por lo que han oído contar al gerente o por lo que representan los números.
Para terminar, el principal error que hay que evitar es dividir a la comunidad de los trabajadores. El verdadero arte de aquellos que deben administrar una crisis difícil en una empresa consiste en no dividir, en mantener compacta a toda la comunidad del trabajo, en crear un ambiente parecido al que viven los marineros cuando tienen que hacer frente a una tempestad. Pero para hacer esto es necesario que se desencadene la lógica del «nosotros» y no sólo la lógica del «yo», y esto sólo es posible si los gerentes son capaces de hacer que cada trabajador se sienta en el centro de la solución, tratado como si todo dependiera de él o de ella. Es un arte raro y muy difícil, sobre todo en nuestro capitalismo financiero. Cada uno de nosotros es una mezcla de motivaciones, intereses, vicios y virtudes. Sobre todo en tiempos de crisis, es la cultura organizativa, en la que los gerentes tienen un papel clave, la que favorece que en el puesto de trabajo surja lo mejor de nosotros o lo peor. Todo proceso positivo de participación de los trabajadores es siempre muy arriesgado, y exige una mirada justa y buena, la capacidad de mirar los trabajadores, a todos los trabajadores, como algo positivo y bueno y no como holgazanes y oportunistas. Si el empresario, el gerente e incluso las mismas organizaciones sindicales parten de la hipótesis que los trabajadores son gandules y oportunistas, es cierto que verán confirmada su hipótesis, porque habrán creado un clima de desconfianza y de negatividad que sacará la parte menos cooperativa y más egoísta de las personas. La primera riqueza de toda empresa y de toda organización son las personas, su competencia, su energía moral, su corazón. Las crisis se superan cuando se tienen la sabiduría y el coraje de volver a empezar desde esta antigua, grande y olvidada verdad.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 15/04/2015
Son muchos los que hablan de la recuperación de la economía y del PIB (Producto Interior Bruto), como si el PIB fuese capaz de hablar por sí mismo de cosas buenas. La verdadera realidad de nuestra economía dice que las empresas lo pasan mal y seguirán haciéndolo durante mucho tiempo, y con ellas el mundo del trabajo. Lo pasan mal y cierran no sólo por falta de mercados y ventas. Una causa común de sufrimiento y fracaso se encuentra en algunos errores típicos en la gestión de los trabajadores durante las crisis. Cuando se atraviesan fases difíciles y largas, es más fácil cometer errores graves en la relación entre la clase dirigente y los trabajadores.
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por Alessandro Zaccuri
publicado en Avvenire el 18/12/2014
El cocinero del mundo, las lentejas de Esaú y el desdén hacia los chefs estrellas que, quién sabe por qué, son todos hombres. «Y las mujeres que cada noche llevan la cena a la mesa, ¿eh? A ellas no les da nadie las gracias, y sin embargo son ellas las que conservan el verdadero valor de la comida», dice Carlin Petrini, fundador de Slow Food y de Terra Madre. Milán, una mañana un poco gris de mediados de diciembre.
Estamos en la sede de Avvenire, a pocos kilómetros de distancia de las obras de la Expo 2015, hablando de cómo debería ser – y de cómo aún puede ser – el acontecimiento planetario sobre el que en los últimos meses se han cernido los nubarrones del escándalo y la criminalidad. Un motivo más para volver a las raíces de la cuestión y redescubrir la importancia de un tema tan sugerente como el que en 2008 hizo que Italia ganara el concurso internacional para organizar la Expo: “Nutrir el planeta, energía para la vida”. Con Petrini dialogan dos prestigiosas firmas de Avvenire: Luigino Bruni, teórico de la economía de comunión y el crítico enogastronómico Paolo Massobrio.
[fulltext] =>Hasta ahora, la opinión pública se ha concentrado más en las noticias de actualidad, no siempre halagüeñas, que en los contenidos de la Expo 2015. ¿Cuáles son y cuáles deberían ser estos contenidos?
Petrini: «Yo diría que los mismos que nos habíamos marcado en la fase preparatoria. Yo formé parte del comité que apoyaba la candidatura de Italia, promoviendo una Expo caracterizada por la sostenibilidad. Costes muy bajos, estructuras ligeras y el compromiso de devolver los terrenos a la agricultura una vez terminada la muestra. De este planteamiento, por desgracia, no queda nada. Pero quedan dos aspectos que todavía pueden ser puestos en valor. El primero es una mayor sensibilidad con respecto a las distorsiones del sistema alimentario, tan injusto que perjudica tanto a la humanidad como al planeta. A la humanidad, porque la muerte de hambre y la desnutrición van de la mano con las patologías de la hiperalimentación y con el escándalo del despilfarro de recursos. En la Tierra viven 7.300 millones de seres humanos, la comida que se produce actualmente permitiría alimentar a 12.000 millones, pero el 40% no se utiliza y hay 850 millones de personas que padecen malnutrición. Además, se hace daño al planeta por esta tendencia a pedirle a la tierra siempre más, recurriendo a ayudas químicas y utilizando el agua con desmesura. Los resultados están a la vista de todo el mundo: desde 1900 hasta hoy se ha perdido el 70% de la biodiversidad. El segundo aspecto se refiere a la concepción de la gastronomía, que no es la de los espectáculos televisivos de cocina, sino una ciencia holística, en la que confluyen distintos saberes, como la física, la antropología, la química y la economía política».
Bruni: «Es verdad, la comida es una realidad que engloba muchas otras. Un buen resultado para la Expo sería despertar la conciencia acerca de esta complejidad. Desde mi punto de vista, considero que es urgente reconocer que el acceso a la comida constituye un derecho fundamental de la persona. Más aún, es un derecho que precede a todos los demás derechos, una forma de libertad de la necesidad que es la premisa de toda libertad civil. En este sentido, me parece que hay espacio para conjugar el tema de la biodiversidad, evocado con razón por Petrini, en términos todavía más amplios. Debemos evitar el reduccionismo alimentario, de acuerdo, pero al mismo tiempo debemos hacer que se preserve la biodiversidad económica y social. Quiero decir que no puede existir un único modo de hacer empresa, de gestionar un banco o de constituir una comunidad. Es una cuestión de democracia en la que, una vez más, la comida juega un papel fundamental. Hay que redescubrir, por ejemplo, el valor de la subsidiariedad: las decisiones que tienen que ver con la comida hay que tomarlas cerca, sobre el terreno, mientras que desde lejos se puede actuar pero de forma subsidiaria. Sobre todo hay que recuperar una costumbre totalmente abandonada en occidente. Me refiero al barbecho, al descanso sabático de la tierra. Porque la tierra, como el tiempo, no pertenece a nadie ni puede ser objeto de intercambio. El motivo por el que no se puede reducir la comida a simple mercancía es su naturaleza relacional. En todas las culturas se come en compañía, porque el “pan de cada día”, como recuerda Enzo Bianchi, es siempre “nuestro”, funda la comunidad, reorganiza las relaciones. No es un razonamiento abstracto: pienso en la lección de Amartya Sen sobre las carestías, cuya verdadera causa no está tanto en la penuria de alimentos sino en la ruptura de relaciones sociales. Comida hay, incluso en abundancia, pero lo que falta es compartirla. Es exactamente lo que está ocurriendo hoy a escala mundial».
Massobrio: «Yo también participé, como Petrini, en la fase preparatoria de la Expo 2015. También recuerdo el entusiasmo de entonces y comparto el temor de que ahora no se logre hacer la síntesis de las innumerables riquezas que Italia tiene. Pero no quiero ser pesimista. Al contrario, considero que es oportuno recordar los motivos de la concesión. La Expo 2015 se realiza en Milán porque nuestro país ha sido reconocido como un terreno de experiencias. Un país de fronteras frágiles, invadido varias veces por otros pueblos a lo largo de los siglos, pero precisamente por eso capaz de elaborar una extraordinaria diversidad de núcleos de población, tradiciones y saberes que se han extendido por todo el mundo. Italia fue elegida para esto. Fue elegida para una exposición universal, no para una sesión de la FAO. De Milán no se esperan respuestas inmediatas, pero sí que sea una ocasión de encuentro y contaminación entre las culturas alimentarias del planeta. Una vez dicho esto, hay un contenido que debería quedar de manifiesto y sin embargo continuamente se aparta la mirada de él. Es el gran tema del orden que preside la vida en general y la comida en particular. La alternancia entre noche y día, las estaciones, el ambiente al que pertenecemos: todo está regulado por un orden fuera del cual no puede haber más que desorden. Con esto vuelvo a la espinosa cuestión de las patologías de la alimentación, cada más extendidas y paradójicas. Tomemos como ejemplo la obesidad, que ya está presente también en muchos países pobres, en los que se han sustituido las dietas tradicionales por el menú impuesto por lo que yo llamaría el “cocinero del mundo”, una entidad impersonal que el día de mañana podría decidir que nos alimentemos con una píldora, siempre que resulte conveniente y permita ganar más. Pero Dios, cuando creó al hombre, no lo preparó para tragar píldoras, sino para experimentar placer gracias a la comida. Esto es un misterio, pero es de ese misterio de lo que debería ocuparse la Expo».
En las últimas décadas ha aumentado mucho la sensibilidad teológica y eclesial con respecto a la ecología. ¿En la Expo 2015 habrá espacio para la dimensión espiritual?
Bruni: «No hay duda de que la Expo puede ser una oportunidad para poner de relieve la visión cristiana de la conservación de la creación, una posible tercera vía entre el ecologismo extremo y el antropocentrismo exclusivo. El mandato de Dios a Adán de ser guardián de la naturaleza se expresa en hebreo con el mismo verbo, shamàr, que utilizará Caín para protestar a propósito de Abel: ‘¿soy yo el guardián de mi hermano?’. En la Biblia “guardar” contempla el matiz de “cuidar” y remite siempre a la necesidad de hacerse cargo del otro en cuanto alteridad. El otro es la naturaleza y el ser humano, el hermano y la tierra. La disciplina del descanso sabático es la misma que la del barbecho, en ambas actúa la misma necesidad de dar y encontrar aliento. Estoy convencido de que el lenguaje del humanismo bíblico es perfectamente adecuado para nuestra condición postmoderna. Intento argumentarlo remitiéndome a tres imágenes, a tres episodios que todos conocemos. El primero es la parábola evangélica de Lázaro y el rico Epulón, que invita a dar un vuelco a la forma en que habitualmente vemos el hambre y la malnutrición. La mirada no puede ser la del que se harta de comida y, como mucho, deja caer algunas migajas bajo la mesa. No, la mirada cristiana coincide con la del que recoge las migajas, como muchos mendigos de comida que llenan las calles del mundo. También aquí, en Milán, en la ciudad que está preparando la Expo y que no puede olvidarse de sus pobres. La segunda imagen es del mismo tenor. El intercambio entre Jacob y Esaú representa el primer contrato documentado por la Biblia, y es un contrato inicuo. No se hacen acuerdos con quien tiene hambre, porque a cambio de la comida (el famoso pacto de las lentejas) está dispuesto a ceder en todo, incluso en la posesión más preciada (la primogenitura). Esta es también la gran lección del Éxodo, el tercer texto al que quiero aludir. En el desierto, el pueblo se queja porque le falta pan y agua y Dios le escucha, interviene, porque una oración así no puede quedar sin ser escuchada. De no ser así, a la queja le sustituye la nostalgia de la esclavitud, donde al menos se comía carne y cebollas. Una advertencia hoy más actual que nunca: no es la abundancia de comida la que nos hace libres, porque hay una esclavitud moral que pasa también y especialmente por las necesidades primarias. La libertad, lo repito, es el primer alimento del que debemos nutrirnos».
Petrini:
«Me remito a la experiencia de Terra Madre, la red que reúne desde hace diez años a las comunidades alimentarias de todo el mundo. En ella hay ya 175 países, cada uno con su cultura, también religiosa. Todos están de acuerdo en una convicción fundamental: la tierra es nuestra madre. Para todos no será la Pachamama venerada por las poblaciones de América Central, pero todos tienen muy presente este elemento femenino. Nada que ver con los chefs estrellas, todos masculinos, de la televisión. En todos los lugares del planeta son las mujeres las que tienen viva la dimensión sagrada de la comida. Silenciosamente, fielmente, sin que nadie les de nunca las gracias. No es casualidad que todas las cosmogonías concuerden en el dato primordial de la maternidad de la tierra, capaz de generar y nutrir a la vez. Son visiones diferentes a la cristiana, pero igualmente dignas de respeto y comprensión. Si tuviera que señalar un valor común del que partir para recuperar este patrimonio olvidado, elegiría la fraternidad, la Cenicienta de la Revolución Francesa. En nombre de la libertad hemos hecho toda clase de barbaridades, y ¡cuántos muertos en nombre de la igualdad! Pero nos hemos olvidado de la fraternidad, que significa escucha, comprensión del otro, más allá de las diferencias, reconocimiento de que somos hermanos por haber nacido de la misma tierra. De ahí se deriva el concepto mismo de “comunidad”, central en Terra Madre. Los pilares de nuestra historia hasta ahora han sido la inteligencia afectiva, que viene en ayuda de las capacidades exclusivamente racionales, y algo que me gusta definir como “austera anarquía”. Cada uno respeta la soberanía alimentaria del otro, nadie se hace ilusiones de poseer soluciones adaptables a cualquier circunstancia. Un campesino de Patagonia no necesita un experto occidental que le sugiera la simiente. Él ya sabe qué cultivar, tiene una tradición milenaria que, en todo caso, hay que fortalecer y redescubrir. Por eso, yo sería un poco más prudente que el amigo Massobrio en lo que se refiere al énfasis sobre la italianidad que Italia debería expresar en la Expo 2015. Es un punto de vista que comparto, siempre que sea conjugada de forma acogedora: nosotros mostramos nuestros saberes y el resto del mundo hace lo mismo. Con igualdad, con espíritu de fraternidad. Por desgracia, esa no es la impresión que Italia está dando en estos momentos. Nos seguimos creyendo los más listos, anhelamos la llegada de turistas que, según se dice, vendrán a millones, estamos preparando una kermesse que relanzará el crecimiento. ¿Pero qué crecimiento? Las vicisitudes de la Expo giran alrededor de esta pregunta, que es económica y espiritual al mismo tiempo».
Massobrio: «Como cristiano, creo observar que el gran enemigo contra el que estamos llamados a combatir hoy es la homologación. La homogeneización es la operación diabólica por excelencia, porque quita la memoria y hace imposible reconstruir el camino de la existencia. De dónde venimos, a dónde vamos, de quién lo hemos recibido todo. Entre otras cosas, nuestra sociedad no reconoce ya el valor altamente religioso de la comida de temporada. Pensad en la fuerza del gesto que hacían nuestras madres cuando llevaban a la mesa las cerezas, las fresas o los kakis. Era una forma de recordar que en ese tiempo la tierra daba esos frutos, y era la misma visión mística que Santa Hildegarda von Bingen guardaba en el corazón de la Edad Media. En Europa toda la historia de la comida es historia espiritual, estrechamente entretejida con el monacato, al cual debemos la arquitectura global de la moderna cultura de la comida, desde el saneamiento agrícola de las ciénagas hasta las maravillas del vino de Borgoña, pasando por la asignación del lugar en la mesa. Desde el momento en que intenta borrar este origen, Europa pierde de vista los motivos profundos de la empresa monástica, que se basaba en la voluntad de respetar y exaltar la tierra en todas sus expresiones. No pienso en los monasterios como tales, sino en las comunidades, con frecuencia populosas, que se reunían alrededor de los monasterios. Todo esto no puede olvidarse, esta raíz no puede arrancarse. Pero hay que prestar atención, porque la verdadera memoria se realiza en el reconocimiento del otro. Europa debe recordarse a sí misma y, mientras tanto, mirar a otras tradiciones, asimilar la riqueza. Pero sin caer nunca en la homologación. Para mí es decisivo el principio de restitución que, en este sentido y sólo en este sentido, es tarea de Italia. No debemos imponernos como modelo, es cierto, pero tampoco podemos permitir que los modelos sean dictados por las multinacionales».
Queda claro que la comida sugiere muchas cosas de tipo simbólico y en relación con los valores. Una perspectiva así es indispensable, pero la Expo 2015 no será sólo eso. ¿Qué falta hoy concretamente?
Petrini: «Falta la política, pero ésta no es una carencia sólo milanesa o italiana. Sufrimos por la falta de un gobierno planetario, que sepa gestionar de forma adecuada un drama como el del hambre. Bastarían 34.000 millones de euros para parar este flagelo. ¿Por qué se encuentra dinero para salvar a los bancos y no para salvar vidas humanas? El Papa Francisco es hoy la única autoridad a nivel mundial que tiene el valor de hacer frente con claridad a estos temas. Su discurso en la FAO de noviembre pasado es un documento de una fuerza política explosiva. Es una pena que pocos se hayan dado cuenta».
Massobrio: «No debemos rendirnos ante la ausencia de la política. La Expo del año próximo nos afecta directamente, es algo que ocurre en nuestro país, en nuestro presente. Como si no fuera suficiente, el tema de la muestra gira en torno a una palabra crucial: “vida”. Como hombres y como país, no podemos correr el riesgo de representar ante el mundo entero nuestras habituales divisiones. Debemos levantar la mirada para actuar de inmediato, mientras siga habiendo tiempo, en el plano de la reflexión y la comunicación».
Bruni: «Hasta ahora hemos hablado de comida, pero tal vez la verdadera cuestión sea el cuerpo o, mejor dicho, la vulnerabilidad que tienen en común el cuerpo humano y la naturaleza. Algo que a nuestra sociedad le cuesta mucho aceptar y de lo que deberíamos reapropiarnos. La Expo se presenta como una gran obra, pero la primera gran obra de la que la Biblia da testimonio no es la torre de Babel, sino el arca en la cual todas las especies de la tierra encuentran refugio cuando la tierra, arrasada por el diluvio, revela su fragilidad. Y Noé, el primer constructor, es también el primer viñador, el que descubre el proceso para destilar el vino de la uva. Pero me gustaría concluir con otro primado, que me parece muy significativo. El primer salario citado en el texto bíblico se refiere, una vez más, a la comida: una nutrición esencial, femenina, materna. Es la retribución que la hija del Faraón promete a la nodriza por amamantar al pequeño Moisés. El origen de la comida siempre tiene que ver con las mujeres. Este es otro motivo por el que la Expo 2015 no puede plegarse a una lógica predominantemente comercial»
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publicado en Avvenire el 18/12/2014
El cocinero del mundo, las lentejas de Esaú y el desdén hacia los chefs estrellas que, quién sabe por qué, son todos hombres. «Y las mujeres que cada noche llevan la cena a la mesa, ¿eh? A ellas no les da nadie las gracias, y sin embargo son ellas las que conservan el verdadero valor de la comida», dice Carlin Petrini, fundador de Slow Food y de Terra Madre. Milán, una mañana un poco gris de mediados de diciembre.
Estamos en la sede de Avvenire, a pocos kilómetros de distancia de las obras de la Expo 2015, hablando de cómo debería ser – y de cómo aún puede ser – el acontecimiento planetario sobre el que en los últimos meses se han cernido los nubarrones del escándalo y la criminalidad. Un motivo más para volver a las raíces de la cuestión y redescubrir la importancia de un tema tan sugerente como el que en 2008 hizo que Italia ganara el concurso internacional para organizar la Expo: “Nutrir el planeta, energía para la vida”. Con Petrini dialogan dos prestigiosas firmas de Avvenire: Luigino Bruni, teórico de la economía de comunión y el crítico enogastronómico Paolo Massobrio.
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Entrevista a la filósofa política canadiense Jennifer Nedelsky
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 4/10/2014
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La canadiense Jennifer Nedelsky, profesora de filosofía política en la Universidad de Toronto, es una de las voces más innovadoras en el debate actual sobre la atención a las personas, los derechos y las relaciones sociales. Está convencida de que en nuestra época hay una gran prioridad que, por desgracia, nuestras democracias dejan en segundo plano: la revisión profunda de la relación que debe existir entre el trabajo y el cuidado de las personas, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, ricos y pobres. Un tema esencial en un mundo en el que cada vez hay más ancianos que, gracias a Dios, viven más tiempo. Si no cambia, de forma colectiva y profunda, la cultura del cuidado de las personas en relación con la cultura del trabajo, al final lo que se niega es la democracia y la igualdad sustancial entre las personas. Hace años que la conozco (por eso en la conversación que sigue he traducido la palabra inglesa “you” por tú) y me he reunido con ella en el Instituto Universitario Sophia de Loppiano (Italia). Le he hecho algunas preguntas sobre temas que, en mi opinión, deberían estar hoy en el centro de la agenda política y civil de nuestro país.
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En tu opinión, ¿qué hay de malo en comprar en el mercado servicios de atención a las personas, en usar la moneda para que los más ricos puedan “comprar” asistencia a los más pobres? En el fondo, lo positivo del mercado está precisamente en el encuentro entre personas distintas que intercambian “bienes” distintos en su mutuo provecho.
«Yo no estoy en absoluto en contra del "mercado de la asistencia". El sistema que propongo permitiría comprar una parte de los cuidados, porque así, por ejemplo, las mujeres tendrían más tiempo libre para sus hijos y también para trabajar. Mi propuesta es que cada persona deba donar un tiempo para cuidar de ella misma y de los demás. Lo que diferencia mi enfoque de otros (pienso en los que propone un salario para las amas de casa) es que a mí me gustaría que todos los ciudadanos adultos (hombres y mujeres, de todas las clases sociales) dedicaran un tiempo a actividades gratuitas (no retribuidas) de atención a las persona; me gustaría que se ocuparan de ellos mismos en vez de “comprar” en el mercado a alguien que lo haga por ellos, y me gustaría que se ocuparan también del cuidado de su familia, de sus padres y también de las comunidades a las que pertenecen. Como mínimo durante 12 horas a la semana».
No olvidemos que detrás del “mercado de la atención a las personas” existe también una cuestión de poder entre distintas regiones del mundo, donde los más ricos delegan los trabajos que no les gustan en los más pobres. Las democracias han luchado durante siglos para reducir o eliminar la posibilidad de que unos cuantos poderosos dispongan de las personas pobres. Hoy estamos volviendo a introducir algo parecido, a través de un “neofeudalismo” en el que el dinero ocupa el lugar de la sangre azul, pero desempeñando la misma función de dominio sobre las personas. Volvamos a las 12 horas que tú propones dedicar a cuidar de otros ¿serían dentro de la familia o también fuera de casa?.
«Sí, pienso y hablo de cualquier tipo de cuidados. Si en un momento importante de tu vida tienes responsabilidades importantes (con niños, padres, ancianos…) tal vez en esos años los cuidados se darán exclusivamente (o casi) en el ámbito de la familia. Pero cuando estas obligaciones acaben, eres libre de ocuparte de otros cuidados dentro del círculo más amplio de la comunidad a la que perteneces».
¿Te gustaría que este “cuidado para todos” fuera obligatorio?
«Toda norma es obligatoria, aunque las formas de enforcement, de aplicación, varían según el tipo de norma. Lo que me parece muy importante es que la norma que yo propongo ("cuidados a tiempo parcial para todos y trabajo a tiempo parcial para todos") no sea impuesta desde arriba por el Estado y por su ley, sino que sea eficaz como consecuencia de los poderosos mecanismos de estima y desaprobación social. Pongo un ejemplo (no casual): a causa de las normas sociales hoy vigentes a propósito de la relación entre hombre y mujer, las mujeres hacen una enorme cantidad de trabajo no retribuido dentro de casa, y esto sólo a causa de normas sociales muy eficaces y fundamentales en nuestra vida. Esto demuestra que todas las normas “obligan” y no sólo las normas de ley. Pongo otro ejemplo: si hoy un hombre de 30 años va a una fiesta y dice que no ha trabajado nunca ni piensa buscar trabajo, lo más probable es que esa afirmación reciba una fuerte desaprobación social, mientras que hace uno o dos siglos tal condición era señal de nobleza y de aprecio (y envidia) social. Yo deseo un mundo donde si eres una persona (hombre o mujer) y participas en una fiesta y al presentarte dices “nunca he trabajado en el cuidado de mí mismo ni de los demás”, termines sencillamente por avergonzarte, al recibir la desaprobación de los demás. Y lo mismo debería sucederte si dices: “No tengo tiempo para cocinar, ni para planchar, ni para ocuparme de mis padres o de mi comunidad, porque tengo un trabajo demasiado importante que me ocupa totalmente". Deberíamos llegar a decir sin tardanza que una vida hecha de “sólo trabajo y sin cuidados” es una vida socialmente inmadura, que no merece nuestro aprecio. Hay que superar esa idea como hemos superado la idea de que la nobleza va asociada a las rentas y no al trabajo».
Me parece evidente que un cambio cultural de tal calado debe partir no sólo de la familia, sino también de la escuela.
«Sí, estoy reflexionando mucho sobre la escuela. Estoy convencida, por ejemplo, de que antes de graduarse, un joven debería ser capaz de planificar el menú semanal, conocer cuánto cuesta, saber dónde hacer la compra y cómo cocinar lo que compra. Toda persona adulta debería saber hacer estas cosas, y no dejarlas únicamente en manos del mercado ni en manos de las mujeres, entre otras cosas porque nadie tiene derecho a pensar que otros deban hacer estas cosas en su lugar».
En tus libros propones algunos cambios importantes en el lugar de trabajo.
«Es cierto. Yo pienso que hay dos aspectos principales que están íntimamente relacionados. El primero es la igualdad entre sexos. Vivimos en una fase de gran estrés para las familias. Pero hay algo que no se pone suficientemente de relieve: los policy makers [podríamos traducirlo como “los interlocutores institucionales del ciudadano ", ndr] son, por lo general, personas que no han realizado ni van a realizar trabajos de cuidado personal. En general son ignorantes…».
…porque son ricos, porque son varones o por ambas cosas.
«…Son ignorantes de estas dimensiones fundamentales de la vida humana. Y así establecen las políticas de atención a las personas o de bienestar sin tener una experiencia cotidiana. Debemos eliminar o reducir el “gap” entre los que viven en lo concreto los cuidados y los que legislan sobre ellos, y, en consecuencia, debemos reajustar tanto los lugares de trabajo como las normas relativas al cuidado de las personas. En relación con el trabajo, me gustaría que nadie trabajara más de 30 horas a la semana. Y en relación con el cuidado de las personas, me gustaría que ningún adulto dedicara menos de 12 horas a la semana. Todos deben proporcionar cuidados y nadie debe estar en casa desocupado. Todos deben tener un trabajo remunerado; aunque sea a tiempo parcial debe ser un “buen” trabajo (con todos los derechos, un salario adecuado, etc.). Para ello, hay que revisar la expresión “tiempo parcial”, que no debe entenderse como se entiende hoy, sino como una nueva forma de vivir el trabajo, un nuevo “trabajo a jornada completa” para todos, sin separarlo de los cuidados. Pero, lo repito, yo creo en un cambio cultural. Si tú le dices a alguien: “Mi trabajo de médico o de ingeniero es verdaderamente importante y tengo que trabajar 80 horas a la semana”, la gente debería responderte: “No eres un buen doctor ni un buen ingeniero”. El exceso de trabajo (y la falta de cuidados) debería dejar de ser considerado como un elemento de estima para ser visto como un factor de desaprobación».
Eso sería tanto como decir que hace falta cambiar la idea de la “estima social”, para convertirla en un concepto mucho más amplio que la estima profesional. Deberíamos estimar a los trabajadores también como personas capaces de hacer algo más que trabajar, sobre todo cuidar de sí mismos y de los demás. Lo comparto plenamente. Pero ¿no crees que hay trabajos que por su naturaleza exigen mucha dedicación y muchas horas de trabajo para alcanzar la excelencia (medicina, ciencia, política, sacerdocio, deporte…)?
«Mi sistema permite desarrollar la excelencia absolutamente. Si eres un científico y estás realizando un experimento complejo, puedes y debes trabajar incluso 12 horas al día y 90 a la semana. Hay muchos trabajos que requieren períodos muy intensos. Pero después debes recuperar y tomarte días libres. Mis treinta horas son una media indicativa a largo plazo. Pero nadie debe poder decir: “Mi trabajo es muy importante y otro debe lavar mis calcetines"».
¿Así que tú criticas el capitalismo actual?
«Sí y no. Me gustaría que mi sistema se aplicara inmediatamente, sin esperar a una hipotética sociedad distinta. Desde luego estoy preocupada con nuestro capitalismo financiero, sobre todo por su desigualdad. Pensemos en las diferencias cada vez mayores entre los salarios de nuestras grandes empresas. Es un fracaso económico, pero también político y moral. No siempre ha sido así. El capitalismo ha conocido altos ejecutivos con salarios mucho más bajos y había más democracia. Así pues, la introducción de esas 12 horas gratuitas a la semana para todos sería también un eficaz camino para aumentar la democracia y la igualdad verdadera entre las personas.
Pero debemos ser conscientes de que nuestro capitalismo camina hoy en la dirección opuesta: en los Estados Unidos las horas de trabajo semanales son ya 47-48 por término medio. Yo quiero un cambio cultural en la familia, en las empresas y en la política. Pero ya, empezando a educarnos en una idea distinta de excelencia, donde la excelencia se extienda a nuestra capacidad de amar, de cuidar de los demás. En lugar de decir: “Eres un doctor excelente”, empezar a decir: “Eres una persona excelente, porque además de trabajar te ocupas de ti mismo y de tu comunidad”. Excelencia en la vida y no sólo en el trabajo.»
Es como si nos invitaras a buscar un nuevo progreso humano “relacional”.
«Sí, lo que necesitamos es una nueva idea de “éxito” o de “florecimiento humano”, donde el trabajo y el dinero sean redimensionados y los criterios de éxito sean muchos. Pero no quiero abandonar el trabajo: a mí me gusta mi trabajo, y espero que cada vez más personas puedan trabajar siguiendo su vocación, y tener tiempo para hacer juntos muchas otras cosas».
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Entrevista a la filósofa política canadiense Jennifer Nedelsky
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 4/10/2014
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La canadiense Jennifer Nedelsky, profesora de filosofía política en la Universidad de Toronto, es una de las voces más innovadoras en el debate actual sobre la atención a las personas, los derechos y las relaciones sociales. Está convencida de que en nuestra época hay una gran prioridad que, por desgracia, nuestras democracias dejan en segundo plano: la revisión profunda de la relación que debe existir entre el trabajo y el cuidado de las personas, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, ricos y pobres. Un tema esencial en un mundo en el que cada vez hay más ancianos que, gracias a Dios, viven más tiempo. Si no cambia, de forma colectiva y profunda, la cultura del cuidado de las personas en relación con la cultura del trabajo, al final lo que se niega es la democracia y la igualdad sustancial entre las personas. Hace años que la conozco (por eso en la conversación que sigue he traducido la palabra inglesa “you” por tú) y me he reunido con ella en el Instituto Universitario Sophia de Loppiano (Italia). Le he hecho algunas preguntas sobre temas que, en mi opinión, deberían estar hoy en el centro de la agenda política y civil de nuestro país.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 10/07/2014
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«A medida que la crisis ha ido ganando en intensidad, hemos ido observado una mayor propagación del fenómeno de la usura, como atestigua el hecho de que el número de denuncias se haya duplicado en 2013 con respecto al año anteriores». Hay documentos, como este que acaba de publicar la Unidad de Información Financiera de la Banca de Italia, que todo ciudadano responsable y maduro debería leer y meditar, para actuar en consecuencia. La usura es una enfermedad típica de toda sociedad monetaria, puesto que es el fenómeno visible de las relaciones de fuerza y de poder que se esconde bajo la aparente neutralidad de la moneda. La existencia de la moneda produce muchos beneficios, pero también genera altos costes, que crecen en intensidad y relevancia al ampliarse el área cubierta por la moneda dentro de la sociedad.
[fulltext] =>Así pues, la usura crece junto a la mercantilización de las relaciones sociales y, como también dice la Banca de Italia, crece en tiempos de crisis, cuando aumenta la demanda de moneda por parte de aquellos que se encuentran en los márgenes o directamente fuera de los circuitos oficiales del crédito. Ningún otro sistema social ha producido tanta usura como nuestro capitalismo financiero, donde, al poder comprar casi todo, la moneda lo es casi todo y estamos dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de poseerla. Así pues, la usura es un indicador elocuente e infalible de la “escoria” que nuestro capitalismo produce y no es capaz de reciclar, pero también de la incapacidad de los bancos y los circuitos legales y buenos del dinero para responder a la demanda de moneda que procede de las periferias del imperio (que mira hacia otro lado). Pero es también una señal de todo el dolor que se esconde detrás de las crisis de tantas empresas y de las engañosas promesas de lujo fácil para los pobres.
Sería interesante y extremadamente útil “abrir” estos datos y leer las historias que ocultan. Encontraríamos una humanidad muy variada: empresarios en crisis que han llegado a su penúltima playas, personas frágiles que han caído en la perversa rueda de los juegos de azar, las máquinas tragaperras y las trampas del crédito fácil que ofrecen ambiguas agencias que arruinan a las familias más vulnerables prometiéndoles que pueden mantener un consumo insostenible. La corrupción legal, no sólo la ilegal, es la gran enfermedad de nuestro sistema.
No debemos olvidar que las víctimas de la usura son los pobres. Siempre lo han sido, pero hoy lo son todavía más. Por eso resulta especialmente útil releer una original traducción del conocido pasaje del Evangelio de Lucas (6,35), escrita por Antonio Genovesi en sus “Lecciones de economía civil”: «Prestad sin decepcionar a los necesitados y a los pobres, que esperan en vuestra liberalidad, y no les hagais desesperar (mutuum date, neminem desperare facientes)» (1766). Genovesi, heredero e innovador de la gran visión clásica de la moneda, admitía en general que se prestara dinero con intereses, pero con una clara excepción: «que no fueran pobres». En realidad, aunque Genovesi no podía imaginarlo, el capitalismo se ha convertido a lo largo de los siglos en un sistema que presta a usura, sobre todo (aunque no sólo) a los pobres, llevándolos cada vez más a la desesperación. A los pobres de dinero y, antes que a ellos, a los pobres en relaciones, que son capturados y machacados por unos usureros sanguijuela, después de haber quedado aislados. Mientras tengamos personas amigas que nos escuchen, aconsejen y protejan, no acabaremos en las redes de la usura. La usura primero aísla, después pone contra la pared y finalmente actúa destruyendo.
¿Qué hacer? La cura de la usura, de esta enfermedad de la economía monetaria, nunca ha venido de los bancos privados que buscan rentas. Algunas curas han venido de instituciones que, bajo impulso de los ciudadanos, han redactado y mejorado las leyes anti usura; pero sobre todo, la cura radical viene de la creación de otros bancos distintos, de instituciones financieras nacidas con fines más grandes que las rentas y los beneficios. La tradición social y solidaria de la banca floreció cuando en la segunda mitad del siglo XV, en plena crisis social debida también al boom de los mercados de la usura, los franciscanos menores (Giacomo della Marca, Giovanni da Capestrano, Marco da Montegallo …) inventaron los Montes de Piedad, una de las mayores innovaciones financieras y económicas de Europa. Y lo hicieron como expresión de charitas, de amor civil hacia su gente que pedía pan y buen crédito. Frente a una grave crisis, aquellos cristianos y amigos del hombre no escribieron sólo tratados ni se limitaron a dar conferencias: fueron capaces de engendrar obras, instituciones, bancos. Si hoy queremos reducir la usura, debemos seguir actuando sobre las instituciones y pedir, como ciudadanos, leyes mejores que favorezcan a los más frágiles. Pero, sobre todo, las asociaciones y los movimientos de la sociedad civil deberían crear nuevas instituciones financieras, fondos de microfinanzas y nuevos bancos.
Nuestro sistema económico y financiero no está en condiciones de autoregenerarse, lo vemos todos los días. El mismo informe de la Banca de Italia nos dice que las sospechas de reciclaje de dinero se han multiplicado por seis desde 2007 hasta hoy. Demasiadas empresas fundadas por ex artesanos que practicaban las virtudes civiles han pasado a manos de los especuladores, y muchos bancos tradicionales responden a unos directivos puestos por una propiedad que busca la maximización de las rentas, guiados por algoritmos demasiado alejados de las personas. Hay una necesidad cada vez mayor de obras de bien común. Hay señales positivas, pero no conseguimos interpretarlas todavía, y no somos capaces de hacer con estas voces un coro.
Sin nuevas obras de bien común seguiremos comentando los informes sobre la usura y sobre la corrupción, deprimiéndonos y esperando pasiva y corresponsablemente el siguiente y triste informe o haciéndonos ilusiones de una ‘recuperación’ prometida por los nuevos adivinos. Y los pobres seguirán siendo llevados a la deseperación.
Los editoriales de Luigino Bruni publicados en Avvenire se encuentran en el menú Editoriales Avvenire
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 10/07/2014
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«A medida que la crisis ha ido ganando en intensidad, hemos ido observado una mayor propagación del fenómeno de la usura, como atestigua el hecho de que el número de denuncias se haya duplicado en 2013 con respecto al año anteriores». Hay documentos, como este que acaba de publicar la Unidad de Información Financiera de la Banca de Italia, que todo ciudadano responsable y maduro debería leer y meditar, para actuar en consecuencia. La usura es una enfermedad típica de toda sociedad monetaria, puesto que es el fenómeno visible de las relaciones de fuerza y de poder que se esconde bajo la aparente neutralidad de la moneda. La existencia de la moneda produce muchos beneficios, pero también genera altos costes, que crecen en intensidad y relevancia al ampliarse el área cubierta por la moneda dentro de la sociedad.
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