Premio a la simple y desastrosa «teoría de los contratos»
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 11/10/2016
La cultura del contrato es la gran triunfadora de un tiempo como el nuestro, donde hay demasiados perdedores pobres. Se ha desarrollado sobre las cenizas de la cultura del pacto, que fue uno de los pilares del edificio familiar, cívico y político de las generaciones anteriores. Hasta hace unas décadas, el reino del contrato, aun siendo importante, era limitado, porque la mayor parte de la vida de la gente estaba regida por el registro del pacto (familia, amistad, política, religión, trabajo...).
Los pactos y los contratos han convivido durante muchos siglos. Eran instrumentos complementarios para la vida social. Pero la globalización de los mercados y las finanzas, junto con la emersión de un ethos donde todo vínculo se vive como un lazo para el individuo, decretaron la transformación progresiva de todos los pactos en contratos. El pacto es (era) un hecho comunitario y simbólico. No surge sólo del registro del interés personal, sino que encuentra en la gratuidad, en el perdón y en los vínculos e intereses colectivos, sus elementos constitutivos. El matrimonio, las cooperativas, las ciudades, la constitución y el trabajo eran pactos y no contratos. Y mientras estén “vivos” lo siguen siendo. Al individuo postmoderno le gustan mucho los contratos, porque se le presentan como “relaciones humanas sin herida”, es decir relaciones con costes “de activación” y “de salida” muy bajos, desde luego más bajos que los costes de los pactos.
Así pues, el contrato está sustituyendo muy rápidamente al pacto en la familia, en la escuela, en la sanidad y en el “mercado de trabajo”, presentándose como el único instrumento verdaderamente liberal y cívico para regular las relaciones humanas, todas ellas si es posible. Así se comprende por qué el Comité del premio Nobel de Economía, al premiar ayer a los economistas Oliver Hart y Bengt Holmström, motivó su decisión diciendo que su trabajo sobre la teoría de los contratos abarca hoy un área cada vez más extensa, que va «desde la regulación de las quiebras empresariales hasta el diseño de las constituciones».
La teoría económica de los contratos ya se ha convertido en una gramática universal para diseñar las relaciones humanas no sólo en las empresas sino también en las universidades, en la política y en todo tipo de organizaciones. La Real Academia Sueca de Ciencias da muestras de saber muy bien todo esto. Pero lo que tal vez no sepa, o al menos no dice, es que la teoría de los contratos está cambiando profundamente nuestra forma de estar juntos en el mundo, y no para mejor. Es el vehículo de una visión muy concreta del hombre y de una ideología, cada vez más invasora e influyente, que se basa en algunos axiomas-dogmas que en absoluto son éticamente neutros. El principal y el más potente de ellos es la teoría del incentivo, según la cual puedes obtener prácticamente cualquier cosa de un ser humano si le pagas de forma adecuada y sofisticada.
Así pues, no hay que tomar en serio todas las demás motivaciones no monetarias o no auto-interesadas de los seres humanos porque no son creíbles ni dignas de confianza. Según esta teoría económica, si un trabajador o un ciudadano trabajan bien, no es porque atribuyan un valor en sí mismo al trabajo bien hecho sino sólo porque reciben una remuneración adecuada. Los economistas llevan décadas pensando, escribiendo y enseñando todo eso. Por eso, cada vez es más difícil encontrar a alguien que piense que la primera motivación que impulsa a una persona a trabajar bien es su ética profesional o su propio deber.
Un efecto colateral de esta recién premiada teoría de los contratos consiste en presentar todas las relaciones humanas como relaciones libres entre iguales (como contratos, precisamente). Nos encontramos ante el eclipse del gran tema de poder, que se interpreta como una simple cuestión de incentivos justos. Todo simple, demasiado simple. Una simplicidad basada en el gran vulnus de un fuerte reduccionismo antropológico del que la teoría de los contratos es su máxima expresión.
La complejidad motivacional, simbólica, relacional y espiritual de las personas queda en segundo plano. Los hombres y mujeres que se dibujan son demasiado simplificados, y se construyen contratos reales a la medida de estos “hombrecillos económicos”. Al final acabamos creyendo que de verdad somos como nos ve una economía que persigue la antigua utopía de reducir las relaciones humanas a una cuestión técnica y por consiguiente éticamente neutra, universal y abstracta.
E inútil, si no fuera manipuladora. La verdadera pregunta es: ¿Estamos seguros de que hoy, cuando todavía estamos pagando sus desastrosas consecuencias, es oportuno premiar a los mayores representantes de esta teoría económica y financiera que se presenta como una simple “caja de instrumentos”? Si queremos que la gente vuelva a ser amiga de la teoría económica y que la teoría económica se demuestre amiga de la gente, tal vez nos hagan falta economistas más humanistas y menos técnicos. Especialistas que a la pregunta: «¿qué te ha impulsado a ser economista?», respondan algo parecido a lo que dijo hace casi un siglo el gran (y olvidado) Achille Loria: «El dolor humano».