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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 01/12/2024
«Me acuerdo de un atardecer recorriendo en auto un camino de la Calabria. No estábamos seguros de la ruta y fue un alivio enorme para nosotros encontrar a un viejo pastor. Se subió al auto con algo de desconfianza, porque ahora, desde la ventana por la que no dejaba de mirar, había perdido de vista el campanario de Marcellinara. Por ese campanario desaparecido, el pobre viejo se sentía totalmente desarraigado. Lo regresamos rápido: y siempre estaba con la cabeza afuera de la ventanilla, escrutando el horizonte, para ver reaparecer el campanario de Marcellinara».
Ernesto De Martino, La fine del mondo, 2002
Después de Silone y de Levi, comienzan algunos artículos sobre ‘Un mundo pequeño’ de Guareschi, otra gran mirada sobre el mundo popular de ayer, y sobre su alma.
Un mundo pequeño es el mundo contado por Guareschi, aquella “lonja de llanura que se asienta entre el Po y los Apeninos” (Don Camilo: Un mundo pequeño, 1948, p. 11). Un mundo muy pequeño, demasiado pequeño para nosotros, pero un mundo que todavía nos fascina, nos llama y nos interroga en un momento en el que el mundo se ha vuelto grande, muy grande, ciertamente demasiado grande como para sentirse bien y no sufrir la angustia del ‘desarraigado’. El desarraigo es la gran marca antropológica y espiritual del tercer milenio – hemos globalizado el mundo, hemos derribado todos los campanarios, y nos estamos perdiendo. Don Camilo y Pepón tienen muchos defectos, y algunas virtudes, pero no están desarraigados: viven bajo el mismo campanario simbólico.
[fulltext] =>“Un mundo pequeño” nació a finales de 1946, y durante unos veinte años más de trescientos episodios han alegrado al mundo – en la edición de 1953 de ‘Un mundo pequeño. Don Camillo e il suo gregge’, Rizzoli contaba 27 países a los que Don Camilo había sido traducido. El mismo Guareschi nos cuenta aquel nacimiento providencial: “¿Por qué siempre te reduces al último minuto? Nunca me he arrepentido en mi vida de haber hecho al día siguiente lo que pude haber hecho hoy… Yo lo recuerdo, la víspera de Navidad de 1946. Por las fiestas era necesario terminar el trabajo antes de lo habitual… Entonces, además de completar el ‘Candido’, escribía cuentos para el ‘Hoy’: era tarde y todavía no había escrito el pedazo que faltaba para completar la última página de mi diario… ‘Hay que cerrar ya el Cándido’, me dijo el impresor. Así que agarré un pedazo del ‘Hoy’, lo hice recomponer en caractéres más grandes y lo puse dentro del ‘Candido’… Si hubiera hecho caso a los ‘funcionarios’ y hubiera preparado mi trabajo a tiempo, Don Camilo, Pepón y las otras cosas de “Un Mundo Pequeño” habrían nacido y muerto en la Nochebuena de 1946… Y sin embargo, entre broma y broma, hace dos horas firmé (a último momento y entre el disgusto de los ‘funcionarios’) la aventura n° 200 de “Un Mundo Pequeño” (Don Camillo e il suo gregge, 1953, pp. 12-13).
Giovannino Guareschi (1908-1968) es uno de los pocos clásicos de la literatura popular, y el adjetivo ‘popular’ amplifica el sustantivo. En Italia, su vida y su obra fueron muy agitadas. Nació en Fontanelle (Parma), un pueblo de la Bassa. Hijo de una maestra y un comerciante de bicicletas: “Cuando era chico me sentaba mucho a orillas del gran río y decía: ‘¡quién sabe si, cuando sea grande, logre cruzar a la otra orilla!’… Ahora tengo cuarenta y cinco y a menudo voy, como en aquel entonces, a sentarme a orillas del gran río y, mientras mastico una fibra de pasto, pienso: ‘acá se está bien, de este lado de la orilla’” (Don Camillo e il suo gregge, p. 14).
Empezó temprano a trabajar como viñetista y como cronista. En 1942 fue arrestado por haber dicho palabras insultantes contra Mussolini y el fascismo. El 9 de septiembre de 1943 fue detenido por los alemanes, por lo tanto, llevado a los campos de Alemania y de Polonia, hasta septiembre de 1945. Así cuenta él aquella experiencia decisiva: “Estaba envuelto en la guerra en calidad de italiano aliado de los alemanes, primero, y en calidad de italiano prisionero de los alemanes, al final. Los angloamericanos bombardearon mi casa en 1943, y en 1945 vinieron a liberarme de la prisión… En cuanto a mí se refiere, toda la historia es esta. Una historia banal en la que tuve el peso de una cáscara de nuez en un océano tempestuoso, y de la que salí sin distintivos ni medallas pero victorioso, porque a pesar de todo y de todos, logré pasar a través de este cataclismo sin odiar a nadie. Incluso conseguí encontrar un precioso amigo: yo mismo” (Diario clandestino, 1949, p. 9). Palabras de una inmensa intensidad y profundidad que uno no espera del autor de Pepón y Don Camilo, porque no lo hemos leído atentamente y porque, al no conocer la Biblia, pensamos que los discursos profundos y el humor nunca pueden ir juntos.
Durante la posguerra su crítica pública continuó, pero no solo contra el comunismo, como es ya ampliamente (y demasiado) conocido. Guareschi, en verdad, era un crítico radical y severo contra todo lo que le parecía fingido, falso, ideológico, conformista, hipócrita y oportunista. De hecho, fue muy criticado por Togliatti (‘el tres narices’), pero los que lo sentenciaron fueron un liberal y un democristiano. En 1950 fue condenado a ocho meses de cárcel por difamación (no cumplidos por falta de antecedentes) por una viñeta de ‘Il Candido’ en la que había criticado el uso mercantil que Luigi Einaudi, entonces Jefe de Estado, había hecho de su función pública al promover un vino suyo - ‘Nebbiolo, el vino del Presidente’. Más conocida fue la demanda de Alcide de Gasperi, por haber publicado en 1954 dos cartas (que luego resultaron ser falsas) en las que Gasperi habría pedido a los Aliados que bombardearan Roma. Pasó 409 días encarcelado en Parma, y no quiso recurrir a una apelación. “Acepto la condena como aceptaría un puño en la cara”, dijo. De esta experiencia devastadora nunca se recuperó. Y se agudizó su aislamiento. En 1957 deja la dirección de ‘Il Candido’ y en 1961 tendrá un primer infarto; el segundo, en 1968, será fatal.
La suya no fue una vida exitosa, a pesar del gran éxito internacional de sus obras. Fue, por el contrario, una vida cubierta de críticas malvadas e injustas, de marginación, de reducción de sus obras a simples historias para reir, y de reducción de su persona a una caricatura.
Guareschi nunca se dio aires de escritor. No frecuentaba los ambientes literarios que importaban, no ganó el Nobel (incluso si en 1965 alguien trató de candidatearlo): “Yo, en mi vocabulario, tendré si acaso doscientas palabras… Por lo tanto, nada de literatura ni otra mercancía por el estilo” (Don Camilo, p. 9). Pero basta con leer sus relatos para entender que se está ante un grandísimo escritor. Lo es porque presenta (al menos) tres talentos que conviven solamente en los grandes escritores.
El primero es la capacidad de captar el alma de una época y un lugar. Nos ha revelado (como mínimo) la Bassa, así como Levi la Lucania y Silone la Marsica. Pero más que Silone y que Levi, Guareschi está realmene adentro de sus historias. Está en muchas de las palabras y de los gestos de Don Camilo, pero también de Pepón, de la señora Cristina, o del Crucifijo: “Los personajes principales son tres: el padre Don Camilo, el comunista Pepón y Cristo crucificado. Ahora bien, es conveniente explicar: si los sacerdotes se sienten ofendidos a causa de Don Camilo, son dueños de romperme en la cabeza la vela más grande; si los comunistas se sienten ofendidos a causa de Pepón, también son muy dueños de darme con un palo en el lomo. Pero si algún otro se siente ofendido por los discursos del Cristo, no hay nada que hacer, porque el que habla en mis historias no es Cristo, sino mi Cristo: o sea, la voz de mi conciencia. Asunto mío personal, cosas íntimas mías” (Don Camilo, pp. 36-37).
El segundo talento es el don (porque no es virtud: ningún talento es virtud) de no quedar atrapado en la jaula de acero del propio temperamento ni de las propias ideologías, convicciones y fe, de la cual no se liberan los escritores medios y pequeños. Guareschi, hasta el segundo antes de escribir su historia y el segundo después de haberlas escrito, no era capaz de pensar en las palabras de sus personajes. Sobre todo en algunas historias, las palabras de Pepón, de Don Camilo y de Jesús son más grandes, mucho más grandes que las palabras de Guareschi: “Yo no tengo más nada que decir sobre “Un Mundo Pequeño”. Nadie puede pretender de un pobre caballero que después de haber escrito un libro también lo deba entender” (Don Camillo della Bassa, Introducción).
Y así llegamos directamente al tercer talento, el que tiene que ver con la relación entre el escritor y sus creaciones. Guareschi es de los pocos escritores que no son titiriteros de sus personajes: “Ahora, no es que me dé aires de creador: no diría que soy el que los ha creado. Yo les di una voz. El que los creó fue la Bassa. Yo los encontré, los tomé del brazo y los hice caminar de un lado a otro por el alfabeto” (Don Camillo e il suo gregge, p. 14). Al comienzo de “Un Mundo Pequeño” fue Giovannino el que llevaba de la mano a sus protagonistas; después fueron Pepón y Don Camilo los que llevaron de la mano a Guareschi, en historias, emociones y palabras que Giovannino no sabía ni imaginaba en aquella Nochebuena de 1946. Guareschi no habría bautizado al hijo de Pepón con el nombre de ‘Lenin’: Don Camilo sí (Don Camilo, p. 7); Guareschi no habría corregido el italiano del discurso de Pepón, Don Camilo sí (p. 17); Guareschi no se arrepentiría de haber escrito ‘Pepón burro’, Don Camilo sí (p. 12). Toda gran obra es, para los lectores, catarsis y metanoia; para su autor es también, casi siempre, resurrección.
Entre las palabras que, probablemente, Guareschi no quería escribir, y que sin embargo escribió, está el mensaje principal y quizás el más lindo del libro: Don Camilo y Pepón discuten todo el tiempo, se pelean, son diferentes en todo pero… en las inundaciones del gran río van juntos por el terraplén para salvar al pueblo – como veremos. Es exactamente lo que hoy le falta a nuestra política y a nuestra sociedad. Y también nos conmovemos al leer: “Y, a finales de 1951, cuando el gran río desbordó e inundó los felices campos de la Bassa y llegaron paquetes de ropa y de mantas por parte de lectores extranjeros ‘para la gente de Don Camilo y Pepón’, entonces me emocioné” (Don Camillo e il suo gregge, p. 14).
Por todas estas razones decidí comentar Don Camilo de Guareschi. Pero la razón más profunda es otra. Fui seducido por los diálogos entre Camilo y Jesús. Pepón aparece casi siempre junto a sus compañeros y su familia. Don Camilo está solo. Su único compañero es Cristo, con él sabe hablar, dialogar. Aquel pequeñísimo mundo se vuelve infinito en ese cara a cara, simplemente maravilloso. ¿Seremos capaces de volver a hablar con Jesús?
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 24/11/2024
“Yo vivía en el Boscaccio, en el Bajo, con mi padre, mi madre y mis once hermanos. Mamá me daba todas las mañanas una cesta de pan, una bolsa de miel o de castañas dulces, mi padre nos ponía en fila en el patio y nos hacía decir el Padre Nuestro en voz alta: después ibamos con Dios y volvíamos al atardecer. Nuestros campos no se acababan nunca, podíamos correr un día entero sin traspasarlos”.
Giovannino Guareschi, Mondo piccoloEl encuentro de Levi con los niños nos revela el alma del escritor y una dimensión esencial de cualquier civilización: la amistad entre adultos y niños.
Los niños son el patrimonio más grande de la humanidad. No solo porque son la primera fuente de alegría de las mujeres y las familias, o por ser la prueba de que Dios no nos ha olvidado, ni solo porque son para nosotros la única posibilidad de un buen futuro. Los niños y las niñas son patrimonio universal por el solo hecho de estar en el mundo. Con cada niño que nace se renueva la alianza de Elohim y vuelve a resplandecer el arcoíris de Noé sobre la tierra, que deja de ser la misma con cada nacimiento de un niño que puede ser el mesías, el goel, el redentor del dolor y de las injusticias. La primera señal, y la decisiva, de que una civilización ha iniciado su decadencia es la ausencia de niños en nuestras ciudades. La tasa de natalidad vale mil veces más que el PIB, porque incluso podemos reducir el PIB (eliminando la producción de armamento y de apuestas) y vivir bien, o mejor, pero cuando de nuestras casas desaparecen los niños, solo podemos llorar o rezar. A lo largo de la vía dolorosa, Jesús expresó ante las mujeres de Jerusalén su profecía de desventura con estas tremendas palabras: «Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no engendraron, y los pechos que no amamantaron» (Lucas 23:29). Una bienaventuranza al revés – la resurrección es también el cumplimiento de la profecía del niño: el Emanuel de Isaías.
[fulltext] =>Los niños son co-protagonistas de Cristo se detuvo en Éboli. Los encontramos junto a las figuras míticas de los ‘monachicchi’, que aparecen con frecuencia en el mundo mágico descrito por Carlo Levi. Los “monachicchi” eran los espíritus de la Lucania, las almas de los niños muertos sin bautismo, que seguían viviendo entre la gente. Son seres simpáticos y traviesos, pero no malos. No hacen daño, solo son pícaros e inocentes. Grandes amigos de los niños, con quienes pasan muchas horas persiguiéndose y atrapándose: “Los monachicchi son seres pequeños, alegres, aéreos: corren rápido por todos lados, y la mayor diversión que tienen es hacerle a los cristianos todo tipo de travesuras. Les hacen cosquillas en los pies a los hombres dormidos, arrancan las sábanas de las camas, tiran arena en los ojos, vuelcan copas llenas de vino,… hacen cuajar la leche, pellizcan, tiran del pelo, pican y silban como mosquitos” (p. 136). Los monachicchi siempre corren, como cualquier niño.
Las carreras continuas de los niños es algo que se que comparte en todos los países del mundo. Si tienen que ir de la casa a la tienda no caminan, ellos corren. En los pueblos donde hay muchos niños, muchísimos, esa carrera continua colma el paisaje, se vuelve el ambiente dentro del cual se desarrolla la vida de los adultos. Cuando fui a África por primera vez lo que más me chocó no fue la pobreza, sino los caudales de niños que corrían juntos y rápido por la calle, muchos para ir a la escuela – una de las buenas caras de la pobreza es el apuro de los niños por llegar pronto a la escuela. Una escena estupenda del deseo de vida y de futuro que todavía hay en esos países, y que los europeos hemos perdido – cuando vino a verme Corneille, un amigo congoleño, después de dar unas vueltas por la ciudad, me dijo triste: ‘¿y los niños dónde están?’. Mientras los niños corran libres y salvajes, mientras haya al menos uno, se puede esperar, porque esas carreras alimentan los grandes sueños. El número de niños es siempre un indicador de cosas decisivas. Miden la pobreza y la miseria, ayer y, tristemente, todavía hoy; pero indican muchas otras cosas hermosas. La verdadera señal que nos dirá cuándo va a empezar en Europa una primavera civil va a ser una nube de niños corriendo otra vez con… los monachicchi.
Los niños de Gagliano también frecuentan habitualmente la casa de Carlo: “Si no contaba con la compañía de los señores, tenía la de los niños. Había muchísimos, de todas las edades, y solían tocarme a la puerta a cualquier hora del día. Lo que al principio les llamaba la atención era Barón [el perro], este ser infantil y maravilloso. Después les impresionaba mi pintura, y no dejaban de sorprenderse por las imágenes que aparecían, como por arte de magia, sobre la tela, y que eran las casas, las colinas y los rostros de los campesinos”. Levi se refiere a esos niños con una palabra hermosa: amigos: “Se habían vuelto mis amigos, entraban libremente en casa, posaban para mis cuadros, orgullosos de verse pintados… Siempre había una veintena, y para todos era el máximo honor llevarme la caja, el caballete, la tela: por ese honor competían y se peleaban” (p. 192). Se habían vuelto por lo tanto sus amigos…
Uno de los espectáculos espirituales más lindos sobre la tierra es la amistad entre los adultos y los niños. Hoy nos hemos acostumbrado a hablar casi únicamente de los peligros, los riesgos y los abusos en las relaciones entre adultos y niños, y tristemente debemos hacerlo. Pero nunca hay que olvidar que el mundo vive y renace todos los días gracias a la amistad entre las maestras y sus niños, entre los padres y sus hijos e hijas, entre los entrenadores y sus equipos, entre los educadores y los que asisten a los oratorios, a las parroquias, a los campamentos, a las excursiones en autobús… La vida, la civilización y la fe se transmiten dentro de estas relaciones que son asimétricas, pero maravillosas y necesarias. Aunque Aristóteles y muchos otros filósofos negaban que fuese posible la amistad entre adultos y chicos – por el exceso de asimetría – estoy convencido de que entre ellos hay algo muy similar a lo que llamamos amistad, porque puede darse una verdadera reciprocidad, el ingrediente esencial de toda amistad. El primer maestro de esta amistad especial y delicadísima fue Jesús, que también nos dio su amistad con los niños. En los evangelios hay demasiadas palabras maravillosas sobre los niños como para no pensar que Jesús era verdaderamente un amigo de los niños (porque frecuentaba las casas en donde había aprendido a conocer y a amar mujeres y niños), con quienes vivía una misteriosa reciprocidad. De otra manera, nunca habría dicho: “En verdad les digo que si no se convierten y se vuelven como niños, no entrarán nunca en el reino de los cielos” (Mateo 18:3). Y después agregaba: “Cuidado con despreciar a cualquiera de estos pequeños, porque les digo que sus ángeles en el cielo contemplan siempre el rostro de mi Padre celestial” (18:10). Sus ángeles en el cielo… es decir, los primos de los monachicchi.
En el Evangelio hay una teología y una pedagogía de la infancia que espera todavía ser tomada en serio. El mensaje de Jesús sobre los niños es realmente fuerte y revolucionario: los niños son maestros en la fe, hay que mirar a ellos para convertirnos de adultos. Y quizás no hay nada más lindo en la tierra que un niño con fe. Después de casi dos mil años de esta pedagogía evangélica, a nivel civil las sociedades han hecho grandes progresos en el reconocimiento y en el respeto por los niños, pero a nivel económico y comercial los estamos protegiendo poco, y cada vez menos, y estamos perdiendo algunas conquistas del siglo pasado. Los dejamos cada vez más expuestos, y a solas, ante el imperio de la publicidad, ante los comerciantes seriales de las ganancias, ante las técnicas del marketing, hoy cada vez más penetrantes a través de los smartphones que se convirtieron en su entorno natural – estoy convencido de que deberíamos pedir pronto, y con mucha fuerza, una moratoria al uso de los niños en las publicidades.
En la novela hay un episodio particularmente conmovedor con uno de ellos: “Un chico de ocho o diez años, Giovanni Fanelli… se había entusiasmado más que nadie por la pintura… Estaba muy atento a todo lo que yo hacía: me veía preparar la tela con el gesso, ponerla en el marco: todas operaciones que, como las hacía yo, le parecían tan importantes al arte como el hecho mismo de pintar”. Así lo describe: “Era un niño tímido, se sonrojaba fácilmente, nunca se hubiese animado, aunque tuviera muchas ganas, a mostrarme sus obras. Prevenido por los otros, las pude ver. No eran las pinturas infantiles corrientes, ni eran imitaciones. Eran cosas informes, manchas de color, no excentas de encanto”. Y concluye: “No sé si Giovanni Fanelli se ha convertido o pueda convertirse en un pintor: pero es seguro que nunca vi en nadie esa confianza en una revelación que llegaría sola del trabajo; ese creer en la repetición de la técnica como una infalible fórmula mágica, o como un trabajo de la tierra, que, arada y sembrada, da sus frutos” (pp. 192-193). No parece – al menos según una primera e improvisada investigación de mi parte – que Giovanni Fanelli se haya vuelto un pintor; pero cualquier trabajo que haya hecho de grande, esa experiencia en casa de Carlo lo cambió para siempre. Una verdadera experiencia artística, sobre todo a los ocho o diez años, imprime un molde en el alma, cambia la percepción del mundo, da otro punto de vista sobre la vida. Agrega una cuarta dimensión a la mirada, aumenta el espacio de la imaginación y de la creatividad – una sociedad menos pan-mercantil que la nuestra habría inventado, junto o en lugar de la alternancia ‘escuela-trabajo’, la alternancia ‘escuela-arte’, quizás más esencial para el crecimiento.
Por último, Levi nos deja otras palabras sobre la amistad con aquellos niños campesinos: “Estos chicos,… eran vivaces, inteligentes y tristes. Casi todos estaban vestidos con harapos mal remendados, con las viejas chaquetas de los hermanos más grandes, de mangas demasiado largas arremangadas en las muñecas: descalzos o con grandes zapatos de hombre agujereados… Todos animados por una vida precoz, que se apagaría después con los años en la monotona prisión del tiempo. Enérgicos y silenciosos, los veía aparecer a mi alrededor en todas partes, plenos de una fidelidad mutua, y de deseos no expresados… Eran mis amigos, pero llenos de pudor, de reticencia y de desconfianza, tan habituados naturalmente al silencio, y a ocultar sus pensamientos; inmersos en ese misterioso mundo animal en el que vivían, siempre listos a huir, como pequeñas cabras ágiles y rápidas” (pp. 193-194).
Eran sus amigos, pequeños y rápidos, pero… con características de niños amigos de los grandes, ayer y tal vez todavía hoy: pudor, reserva, silencio, tristeza e incluso desconfianza. Me parece volver a verlos ahora, esos hermosos encuentros en Gagliano, tal vez porque de niño también fueron mis encuentros. En mi pueblo fui querido y formado por mi familia, por la escuela, por la parroquia; pero no menos por amigos y amigas ‘adultos’, que muy alegremente se dejaron robar el ‘oficio de vivir’.
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de Gagliano, una escena espiritual que hace renacer el mundo
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 24/11/2024
“Yo vivía en el Boscaccio, en el Bajo, con mi padre, mi madre y mis once hermanos. Mamá me daba todas las mañanas una cesta de pan, una bolsa de miel o de castañas dulces, mi padre nos ponía en fila en el patio y nos hacía decir el Padre Nuestro en voz alta: después ibamos con Dios y volvíamos al atardecer. Nuestros campos no se acababan nunca, podíamos correr un día entero sin traspasarlos”.
Giovannino Guareschi, Mondo piccoloEl encuentro de Levi con los niños nos revela el alma del escritor y una dimensión esencial de cualquier civilización: la amistad entre adultos y niños.
Los niños son el patrimonio más grande de la humanidad. No solo porque son la primera fuente de alegría de las mujeres y las familias, o por ser la prueba de que Dios no nos ha olvidado, ni solo porque son para nosotros la única posibilidad de un buen futuro. Los niños y las niñas son patrimonio universal por el solo hecho de estar en el mundo. Con cada niño que nace se renueva la alianza de Elohim y vuelve a resplandecer el arcoíris de Noé sobre la tierra, que deja de ser la misma con cada nacimiento de un niño que puede ser el mesías, el goel, el redentor del dolor y de las injusticias. La primera señal, y la decisiva, de que una civilización ha iniciado su decadencia es la ausencia de niños en nuestras ciudades. La tasa de natalidad vale mil veces más que el PIB, porque incluso podemos reducir el PIB (eliminando la producción de armamento y de apuestas) y vivir bien, o mejor, pero cuando de nuestras casas desaparecen los niños, solo podemos llorar o rezar. A lo largo de la vía dolorosa, Jesús expresó ante las mujeres de Jerusalén su profecía de desventura con estas tremendas palabras: «Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no engendraron, y los pechos que no amamantaron» (Lucas 23:29). Una bienaventuranza al revés – la resurrección es también el cumplimiento de la profecía del niño: el Emanuel de Isaías.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 17/11/2024
“Se me dirá: no concluyo. Respondo: la inteligencia no concluye nada: ve. Si es que ve”.
Don Giuseppe De Luca, Intorno al ManzoniLa democracia es una destrucción de dones-obligaciones para crear las condiciones de dones-gratuidad, que no aparecen en el Cristo de Levi.
Los escritores, sobre todo los más grandes, ven primero los personajes, las escenas, los paisajes, los diálogos, los espacios en blanco, y luego los escriben. No se puede narrar sin antes ver. También en esto el escritor se parece al profeta bíblico, que antes de escuchar la palabra, la ve: “Palabra que vio Isaías” (Is 2:1), “Palabras que Amos vio” (Am 1:1). “Llegó la víspera de Navidad… Los campesinos y las mujeres daban vueltas llevando regalos a las casas de los señores; acá es una antigua costumbre que los pobres rindan homenaje a los ricos y les den regalos, que son recibidos como algo debido, con suficiencia, y sin dar nada a cambio” (Cristo si è fermato a Eboli, p. 181).
[fulltext] =>Carlo Levi nos muestra aquí una práctica diferente a la de las teorías del don que habían sido elaboradas unas décadas antes por el antropólogo Marcel Mauss y sus colegas. Mientras los estudiosos nos explicaban que el circuito del don tiene una estructura ternaria compuesta por el dar-recibir-devolver, Levi nos contaba, en cambio, acerca de un don que era solo obligación: munus, decían los romanos, o regalo, que deriva de rey (rex, regis), o sea, las ofrendas obligatorias al rey, a los señores, a los superiores, a la divinidad. En la sociedad de la Italia campesina descrita por Levi, los dones-regalos de los pobres no conocían la reciprocidad: debían hacerse a los señores y punto. El dar-recibir-devolver se reducía al dar; es cierto que algunas veces los señores no aceptaban los dones, pero no para no quedar con la obligación de devolver a los pobres (esta obligación no estaba); si no los aceptaban era únicamente porque no eran apropiados ni bienvenidos: y esto era una verdadera desgracia. La de los campesinos era una obligación unilateral, sin retorno. El mundo pre-moderno no conocía lo que era el don-gratuidad: conocía solo los regalos, las obligaciones, pero el don gratuito no estaba entre los instrumentos del hombre, y menos todavía de la mujer antigua. Levi siente el deber de violar esa vieja liturgia que, como hombre moderno y liberal, veía como un legado feudal: “Yo también tuve que recibir ese día botellas de aceite, de vino, huevos y canastas de higos secos, y los donadores se asombraban de que yo no los aceptase como un diezmo obligatorio, sino que los esquivara y que hiciera como podía, en cambio, algún don. ¿Qué señor raro era yo entonces, si para mí no cabía invertir, como para la tradición, la fábula de los Reyes Magos, y se podía entrar a mi casa con las manos vacías?” (pp. 181-182). Es hermosa la referencia a “la inversión” de la tradición (la ‘fábula’) de los Magos: estos señores del evangelio de Mateo llevaban regalos a una madre y a un niño pobres, en cambio los señores cristianos de Gagliano pretendían los dones-regalos de las mujeres y los pobres. Mis abuelas, mi madre y mi padre no conocieron los dones. Tuvieron, alguna vez, un poco de fruta seca en Navidad y en la Befana, pero dones como los entendemos nosotros (libres y gratuitos) no había casi nunca, ni para un cumpleaños ni para nada. Los dones se vivían (casi) siempre como destino, sin la experiencia de la libertad. Había, en cambio, ofrendas necesarias para los santos y para la misa, regalos de los poderosos en momentos especiales para reforzar las jerarquías.
Estas antiguas prácticas de don-sin-gratuidad estaban ligadas a una idea religiosa del sacrificio, desarrollada durante la Contrareforma católica: los campesinos, los pobres, las mujeres debían sacrificarse por la familia, por la Iglesia, por Dios, pero del otro lado no había nadie que debiese sacrificarse por ellos. También el sacrificio a Dios se vivía como regalo, como ofrenda a hacerle al más poderoso de los poderosos, regalos que no liberaban a los pobres, sino que los amarraban más a su triste destino. Aunque el ser humano, como sabemos, siempre es más grande que su destino y que el mundo de la sola obligación, siempre también han florecido – y siguen floreciendo – los dones.
El camino de la democracia ha sido una destrucción creadora de regalos para poder empezar a hacer dones, porque el don es el otro nombre de la libertad, no es el registro de los siervos y los esclavos. Y cada vez que en nuestras relaciones sociales y religiosas vuelven los regalos-obligaciones, estamos retrocediendo al mundo feudal.
Estos regalos sin gratuidad están presentes también en la figura de Don Trajella, el párroco de Gagliano. Don Giuseppe Trajella de Tricarico es un ‘vencido’ del ciclo del Cristo. El primer encuentro entre Carlo Levi y el arcipreste compone una de las acuarelas más lindas de la novela: “Era un pequeño viejo magro, con anteojos de hierro y nariz afilada… Todo lo suyo desprendía un aire cansado de miseria mal llevada; como las ruinas de una choza incendiada, negra y llena de malezas”. De joven había sido profesor de teología en los seminarios de Nápoles y de Melfi, escritor, autor de biografías de santos, escultor y pintor. Lo mandaron a Gagliano “como castigo”, y no era muy querido en ese pueblo, donde se decía “que estaba siempre borracho”. Ya no era “más que un pobre sacerdote perseguido y amargado, una oveja negra y enferma entre una manada de lobos”. La desgracia “lo había sacudido, lo había apartado de todo y lo había arrojado, como en un naufragio, sobre esas lejanas playas inhóspitas. Él se había dejado caer hasta lo más bajo, disfrutando amargamente hacer más grande su miseria. No volvió a tocar un libro ni un pincel… Trajella odiaba el mundo, porque el mundo lo acosaba” (pp. 42-43). Por este viejo cura desgraciado Levi tiene también una mirada de pietas: lo ve en su desgracia, lo mira y a su modo lo redime y lo salva con sus ojos buenos. Es otro compañero de desventura, de exilios diferentes pero parecidos, otro derrotado por la vida y por aquel tiempo infeliz. Y Levi sabe muy bien estar en esta incómoda compañía, en la ‘corte de los milagros’ de su Cristo, de la que Carlo no es el rey sino simplemente uno de ellos.
Don Trajella es el protagonista de la divertida misa de la noche de Navidad de 1935. Los fieles estaban en la iglesia, pero “de Don Trajella no se sabía nada”. Después de media hora de espera, Don Luigino, el jefe de los fascistas locales, pensó que el sacerdote estaba otra vez borracho: envía a un muchacho a buscarlo y finalmente el párroco llega. Al final de la misa, después de la ite missa est, Don Trajella sube al púlpito para proclamar su prédica y, después de algunos minutos de medias palabras y excusas, al fin habla: “Queridos hermanos… había preparado una prédica que era, permítanme decirlo con toda humildad, bellísima: la había escrito para leerla porque no tengo mucha memoria. La puse en el bolsillo. Y ahora, desgraciadamente, no la encuentro, la perdí; y ya no me acuerdo de nada. ¿Qué hago?” (p. 183). Don Luigino no le cree, y no aguanta su bronca: “Esto es un escándalo, es una profanación de la casa de Dios. Fascistas, conmigo”. Pero mientras el padre yace postrado, de rodillas, sucede algo extraordinario: “¡Milagro, milagro! ¡Jesús me escuchó!… Había perdido mi sermón, y él me hizo encontrar algo mejor”. Bajo el crucifijo de madera apareció una hoja con la carta de un sargento de Gagliano, proveniente de la guerra de Abisinia. Y esa carta se convierte en su nueva prédica sobre la guerra y la paz, señalando que “esta guerra no es una guerra, sino una acción de paz”. Mientras tanto, cuando Don Trajella predicaba, Don Luigino y sus fascistas empezaron en la iglesia a cantar “Faccetta nera” y luego “Giovinezza”. Pero Trajella, indiferente al desorden, continúa decidido con su prédica, deja de lado la carta del sargento y concluye: “El Divino Niño nació precisamente a esta hora para traer estas palabras de paz. Pax in terra hominibus… Pero ustedes son malvados, son pecadores, ustedes no vienen nunca a la iglesia, no practican la devoción, cantan malas canciones, blasfeman, no bautizan a sus hijos, no se confiesan, no comulgan… Por eso la paz no está con ustedes. Pax in terra hominibus: ustedes no saben latin. ¿Qué quiere decir Pax in terra hominibus? Quiere decir que hoy, en la víspera de Navidad, debieron haber traído, según la costumbre, un cabrito como regalo para vuestro pastor. Pero no lo hicieron. Porque son incrédulos; y como no son bonae voluntatis, no tienen la buena voluntad, no tienen entonces la paz, ni la bendición del Señor. Entonces piénsenlo, tráiganle a vuestro párroco el cabrito, paguen las deudas que le deben por sus terrenos del año pasado, si quieren que Dios los mire con misericordia, mantenga su mano sobre sus cabezas, inspire paz en sus corazones, si quieren que vuelva la paz al mundo y se acabe la guerra” (p. 183). Un ‘cordero’ diferente que traerá otra paz; otras ‘deudas’ perdonadas por otros deudores.
Esa misma noche, Don Luigino denunció a don Trajella en la alcaldía, y rápidamente fue transferido. Y esa misma noche, Julia, su sirivienta, le reveló a Carlo los hechizos más potentes, “aquellos que pueden hacer que la gente se enferme y se muera – Solamente en Navidad se pueden decir, en el mayor secreto, y bajo juramento de no repetirlas a nadie más… En los demás días es pecado mortal” (p. 187). Yo me acuerdo también de Pierina, una señora anciana de mi pueblo, amiga de la familia, que solo en la noche de Navidad podía revelar las fórmulas secretas para quitar la envidia (a través de un rito con aceite); nunca lo aprendí, era muy chico para un juramento, pero ese mundo mágico-religioso me encantaba, y me ha dejado, como un don, el sentido del misterio que fluye por la vida.
La economía, la miseria y la explotación de los campesinos, son el horizonte de Cristo, a veces son su contenido: “A los campesinos les pagaban salarios de hambre. Me acuerdo del día en que llegué, en plena cosecha, de las enormes filas de mujeres, que subían con un saco de trigo en la cabeza, como condenadas del infierno, bajo el sol feroz… El mejor y más humano pensador de esta tierra, Giustino Fortunato, se llamaba a sí mismo ‘el político de la nada’. Yo pensaba cuántas veces al día escuchaba usar esta palabra, en todos los discursos de los campesinos. - Ninte - como dicen en Gagliano: ‘¿qué comiste?’. - Nada -. ‘¿Qué cosa esperas?’ - Nada -. ‘¿Qué se puede hacer?’ - Nada -. Y con los ojos, en un gesto de negación, alzándose al cielo” (p. 169). Un nihilismo diferente al de los filósofos. La escuela pública, la salud universal, el trabajo para todos, los profesores de educación especial, fueron y son las herramientas y los lugares donde hemos intentado superar aquel ‘nada’. Hoy, otros ‘nada’ están ocupando las almas y los corazones de nuestra gente, de muchos jóvenes. Un nada de paz, nada de esperanza, nada de comunidad, de relaciones, de encuentros, de Dios.
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reflexiona sobre la auténtica aspiración del humano
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 17/11/2024
“Se me dirá: no concluyo. Respondo: la inteligencia no concluye nada: ve. Si es que ve”.
Don Giuseppe De Luca, Intorno al ManzoniLa democracia es una destrucción de dones-obligaciones para crear las condiciones de dones-gratuidad, que no aparecen en el Cristo de Levi.
Los escritores, sobre todo los más grandes, ven primero los personajes, las escenas, los paisajes, los diálogos, los espacios en blanco, y luego los escriben. No se puede narrar sin antes ver. También en esto el escritor se parece al profeta bíblico, que antes de escuchar la palabra, la ve: “Palabra que vio Isaías” (Is 2:1), “Palabras que Amos vio” (Am 1:1). “Llegó la víspera de Navidad… Los campesinos y las mujeres daban vueltas llevando regalos a las casas de los señores; acá es una antigua costumbre que los pobres rindan homenaje a los ricos y les den regalos, que son recibidos como algo debido, con suficiencia, y sin dar nada a cambio” (Cristo si è fermato a Eboli, p. 181).
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire El 10/11/2024
“Agradecer deseo por el hecho de tener una hermana”.
Mariangela Gualtieri, Ringraziare desidero
Dos episodios del Cristo de Carlo Levi, el encuentro con su hermana y el niño salvado por la Vírgen de Viggiano, nos introducen a un mundo que todavía tiene mucho para decirnos.
Cristo se detuvo en Éboli es, antes que nada, un libro lleno de escenas escritas con una prosa bellísima, capaz de regalarnos fragmentos de una humanidad tan linda como hoy tan perdida. En la primera parte de la novela, tenemos la visita de Luisa a su hermano, Carlo Levi. Luisa era una célebre neuropsiquiatra infantil, conocida por sus estudios pioneros en educación sexual de los niños. Luisa era cuatro años más grande que Carlo (nació en 1898), y su hermano nos da una hermosa descripción suya entre las páginas más intensas de la novela. A su llegada, la vio bajar del auto del ‘taxista’ de Gagliano: “Sus gestos claros, su vestido sencillo, su sonrisa descubierta, el tono franco de su voz, eran lo que yo conocía, lo que siempre había conocido: pero después de largos meses de soledad… su llegada fue como la de una embajadora de otro Estado a un país extranjero” (p. 78). Y es gracias al relato que Luisa le hace a su hermano sobre su arribo en tren a Matera que tenemos quizás las páginas más famosas del Cristo: “Niños había infinitamente… He visto niños sentados en el umbral de la casa, las moscas se les posaban en los ojos, y ellos se quedaban inmóviles… Pero la mayoría tenía gordas panzas infladas, enormes, y las caras sufridas y amarillas por la malaria” (p. 82). Una descripción tremenda que contrasta, y esta vez el contraste es bueno, con la estupenda Matera de la actualidad, convertida en una de las ciudades europeas más lindas. Italia fue también capaz de estas metamorfosis civiles, que no deben, sin embargo, hacernos olvidar que la Basilicata y el Sur no son solo la luminosa Matera.
[fulltext] =>El relato de la llegada de Luisa a Gagliano está cargado de emociones, sobre todo cuando Carlo describe cómo el pueblo recibe y entiende esa visita sororal: “Para ellos, yo era hasta el momento alguien caído del cielo, me faltaba algo: estaba sólo. Haber descubierto que también yo tenía lazos de sangre en esta tierra, parecía colmar adorablemente, a sus ojos, una laguna. El verme con una hermana removía en ellos uno de sus sentimientos más profundos… Cuando por la tarde paseábamos, mi hermana y yo cogidos del brazo, por la única calle del pueblo, los campesinos desde los umbrales nos miraban dichosos. Las mujeres nos saludaban y nos cubrían de bendiciones: - Bendito el vientre que los ha llevado -… - ¡Benditos los senos que los han amamantado! - … Una esposa es algo hermoso: pero una hermana lo es mucho más. - Frate e sore, cuore e cuore” (pp. 84-85). Palabras que recuerdan a las de las mujeres al paso de Jesús (Lc 11:27).
El mundo griego conocía muchas más palabras para decir lo que hoy nosotros llamamos ‘amor’. Philadelphia y storgé se usaban para expresar la forma particular de amor que es típica de los vínculos familiares. Pablo, en la Epístola a los Romanos (12:10), usa la rara palabra philostorgos – compuesta por la unión de philos (amigo) y storgé – para decir: “Ámense los unos a los otros con amor fraternal”. El amor entre hermanos y hermanas es una forma de amor entre las más fuertes y más profundas, diferente al amor conyugal y también al amor a (y de) los padres. Está hecho de pocas palabras y de mucha sustancia silenciosa, de libertades, de peleas que a menudo se recomponen al minuto de surgir. El amor entre hermanas es también diferente al amor entre hermanos, pero el amor entre un hermano y una hermana es aún más particular, quizás el más delicado y hermoso. Vive de gracia, de dulzura, de larguísimos abrazos, de mucha emoción. Porque diversamente al de hombres y mujeres, el afecto entre un hermano y una hermana es de una típica ternura y complicidad unidas a la delicadeza, el respeto, la confianza, el pudor. Hay algunos grandes dolores íntimos que los hombres los decimos a veces más fácilmente – y otras exclusivamente – a una hermana. No es un amor elegido como el de la amistad (la philia); las hermanas (y los hermanos) nos suceden, se encuentran en la casa antes que nosotros o llegan después, pero esta no elección en lugar de reducir el afecto y la libertad los acrecienta, es fermento de muchas otras libertades buscadas y conquistadas. El don de tener una hermana cambia y crece con nosotros, los años lo revelan, muestran todos los tesoros que permanecen escondidos desde niños. Pocos dolores son tan grandes como los que nacen de una hermana gravemente enferma, o humillada y ofendida, y la muerte joven de una hermana es quizás, con el de la muerte de un hijo, el dolor más grande sobre la tierra. Hoy, en un tiempo de familias frágiles y efímeras, y de demasiadas soledades, el amor sororal sigue siendo un ancla para nuestra felicidad. Fraternidad es una hermosa palabra, pero sola no basta para expresar la emoción sentida por las mujeres al ver a Carlo y a Luisa tomados del brazo. Se necesitaría una palabra distinta, ‘hermano y hermana’ juntos, la fraternidad y la sororidad; una palabra que no existe, pero que no debemos dejar nunca de buscar, hasta quizás un día encontrarla.
También son particularmente delicadas las páginas sobre otra mujer, Margherita, que cumplía con las tareas domésticas en donde Carlo: “Una vieja con una cara de pura bondad”, que “era considerada una de las mujeres más inteligentes y cultas del pueblo” – las páginas más lindas del Cristo son las que tienen a las mujeres como protagonistas. Margherita había hecho “hasta quinto grado, y recordaba perfectamente todo lo que había aprendido. Cuando venía a mi habitación, me repetía los poemas de sus viejos tiempos en la escuela: la Spedizione di Sapri, la Morte di Ermengarda. Los repetía parada en medio de la habitación, con los brazos rígidos y colgantes del cuerpo, recitándolos como cánticos” (p. 165). En aquel mundo la inteligencia era algo diferente a lo que llegaría a ser después. Tenía que ver con la bondad, porque nadie que no fuese bueno podía ser llamado inteligente. Algo parecido a lo que la Biblia llama sabiduría. También la escuela, aunque no fuera esencial, era importante para la inteligencia, porque la escuela era escasa y por lo tanto preciosa como el oro. En el mundo campesino, poder ir a la escuela, sobre todo para las niñas, era siempre día de fiesta, un oasis de belleza en una cotidianidad difícil, hecha de sacrificio y dolor. Para los campesinos de ayer, las palabras que escuchaban de la maestra en las aulas era el lugar de las verdaderas novedades: la historia con sus pueblos misteriosos, la geografía con sus capitales del mundo. Hoy descubrían a los asirios, mañana a los babilonios, pasado mañana Madrid: todos habitantes de su mundo mágico. Pero amaban sobre todo la poesía. No las entendían, pero las aprendían de memoria como se aprendían las plegarias, porque eran tan lindas como las estatuas de la vírgen y de los santos, llenas de colores y cubiertas de oro. Esos niños sabían que los años escolares eran pocos, dos o tal vez cinco, y por eso no faltaban ni a una sola palabra de la maestra. Para sentir un poco qué era la palabra en la Biblia, deberíamos volver con la memoria a las escuelas de niños pobres de ayer, o a una clase africana de hoy: cada palabra era un adelanto de la tierra prometida. En Margherita recitando poesía, volví a ver a mi madre, que también llegó hasta quinto de primaria, y que el 10 de agosto nos recitaba de memoria (y todavía recita) con la misma pose de niña, el poema ‘San Lorenzo’, al que se sumaban en los días especiales ‘Breus’ y ‘La cavallina Storna’. A su querida maestra Anna Filippini le gustaba mucho Pascoli.
Un día Margherita le contó a Carlo, “entre lágrimas”, la historia de su tercer hijo: “Este era el niño más lindo de todos… Un día de invierno, Margherita se lo había confiado a una comadre y vecina, que lo había llevado al campo mientras se ocupaba de la leña. A la tarde la vecina volvió sola y desesperada. Había dejado al niño, que apenas caminaba, durante unos minutos, mientras recogía ramas en el sendero del bosque: pero, de regreso, el niño ya no estaba. Dio vueltas por todos lados, y ningún rastro del niño… El cuarto día, a la mañana, Margherita, que daba vueltas desconsolada por el campo, encontró en la curva de un sendero a una mujer grande y hermosa, con la cara negra. Era la Vírgen de Viggiano. Le dijo:- Margherita, no llores. Tu hijo está vivo. Está allí, en el bosque, en una fosa de lobo. Ve a casa, pide que te acompañen, y lo encontrarás -. Margherita corrió, y, escoltada por campesinos y policías, llegó al lugar señalado por la Vírgen. En la fosa de lobo, entre la nieve, yacía su hijo, tranquilamente adormentado, todo rosa y tibio en ese frío. La madre lo abrazó, lo despertó. Todos lloraban, hasta los policías. El niño contó que había venido una mujer con la cara negra, y que durante cuatro días estuvo con ella, que le había dado leche, ahí en esa fosa, y lo había mantenido caliente” (pp. 165-166). Luego el niño morirá unos años después, al caer de una escalera, pero aquella leche que había recibido de la vírgen de Viggiano lo había hecho especial para siempre. Nosotros hoy a “las mujeres grandes y hermosas, con la cara negra” que encontramos en los senderos, les cerramos las puertas, las rechazamos, no creemos en sus historias de la vida. ¡Pero quién sabe cuántos niños en nuestras ‘fosas de lobo’ siguen siendo ‘amamantados’ por la ‘Vírgen de Viggiano’, y que no mueren!
En el mundo narrado por Levi las mujeres eran las primeras administradoras de lo sagrado, mezclado siempre con lo mágico. Era una gestión compartida entre muchas personas. En el mundo protestante lo sagrado popular fue combatido, en el católico institucional, por el contrario, se mantuvo femenino, plural y popular, por ende, salvaje e indomable, y sobrevivió, mezclado con la magia pero vivo. En ese campo mestizo la fe encontró un terreno fértil, la humildad natural alimentó el humus cristiano. Si el cristianismo, después de esta noche oscura, tendrá una nueva época, esta va a ser anunciada por un amanecer popular, campesino, femenino y espurio. No será el cristianismo de los teólogos ni el del templo, el jardín en el que la piedra pueda aún rodar.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 03/11/2024
“De la experiencia de destierro de otro antifascista, Levi, nació ‘Cristo se detuvo en Éboli’, que quiere ser y es la obra de un literato, a la que todos, sin embargo, le debemos algo más que una simple sugestión literaria”.
Ernesto de Martino, La tierra del remordimiento, 1961, p. 28
Con Cristo detenido en Éboli, Carlo Levi nos revela el alma del pueblo lucano y nos adentra en su religiosidad, quizá más cristiana de lo que Levi pensaba.
Cristo se detuvo en Éboli forma parte de la consciencia moral de la segunda mitad del siglo XX en Italia y Europa. Carlo Levi e Ignazio Silone nos mostraron un alma popular de la Italia sureña, campesina y pobre, mucho más compleja y rica de como la habían descrito los primeros historiadores modernos e ilustrados, para quienes los campesinos italianos eran simplemente ‘paganos’, parecidos, o idénticos, a los primeros habitantes pre-cristianos de la Magna Grecia; como si el cristianismo nunca hubiese pasado por aquellas zonas rurales del sur, que por la poca o inexistente cultura cristiana ya habían sido definidas por los jesuitas del siglo XVII como las ‘Indias de Italia’. Cristo no se detuvo solo en Éboli: nunca había salido de las murallas aurelianas de Roma, de los seminarios y de los tratados de teología.
[fulltext] =>Cristo se detuvo en Éboli está ambientado entre Grassano y Aliano (Gagliano, en el libro), dos comunas de la provincia de Matera. El tema religioso en relación con la magia es un elemento esencial de la novela: “el otro mundo de los campesinos, al que no se entra sin una clave mágica” (Cristo si è fermato ad Eboli, Einaudi, 1947, p. 20). Este verano estuve unos días entre esos dos pueblos, para respirar su espíritu, y entre lecturas y una peregrinación a pie a la Virgen de Viggiano, decidí escribir estos artículos sobre el Cristo de Carlo Levi. La presencia de Levi en esas tierras todavía está muy viva, revelándonos la capacidad de la literatura de cambiar la historia y la geografía de los lugares al desvelarnos su alma profunda. El mundo cambia todo los días mientras tratamos de contarlo.
El Cristo de Levi es muchas cosas. A primera vista es una novela autobiográfica, una suerte de diario antropológico y social escrito en Florencia entre 1943 y 1944, que cuenta el período del exilio lucano (1935-1936) del antifascista Carlo Levi, pintor, médico, activista político y escritor. La novela es también una denuncia contra las condiciones inhumanas de los habitantes y los niños de Matera que sufren malaria y desnutrición. Pero sus páginas más hermosas son otras. Son las descripciones de los sentimientos de los pobres, de sus muchos miedos, de las mezquindades morales de todos los fascismos y de todas las censuras, del sentido religioso y mágico de un mundo popular y campesino del que subsiste un verdadero y vivo reclamo. Pero el Cristo es sobre todo un libro escrito con una prosa maravillosa. Levi era un pintor, y pinta también cuando escribe; usa la pluma para dibujar paisajes y pequeños detalles, rostros de hombres, de mujeres, de niños, de pobres.
‘‘Cristo’ no es solamente la primera palabra de uno de los títulos más geniales en la historia de la literatura; es también uno de los protagonistas centrales en la novela, protagonista en su ausencia: “Nosotros no somos cristianos, dicen ellos - Cristo se detuvo en Éboli -. Cristiano quiere decir, en su lengua, hombre… Nosotros no somos cristianos, no somos hombres, no somos considerados hombres sino bestias, bestias de carga, y menos todavía que las bestias”. Y luego precisa: “Pero la frase tiene un sentido más profundo, que es, como siempre en todo lo simbólico, el literal: Cristo de verdad se detuvo en Éboli, donde la ruta y el tren dejan el mar y la costa de Salerno, para adentrarse en las desoladas tierras de Lucania. Cristo nunca llegó hasta acá” (pp. 9-10).
Para Levi, Cristo y su fe diferente no se encuentran en esas tierras, no se bajaron ahí; en su lugar estaba la magia, la brujería, los monachicchi (los espíritus traviesos de los niños muertos sin bautismo), los muertos: “Para el viejo, los huesos, los muertos, los animales y los diablos eran cosas familiares, todas relacionadas, como por otra parte aquí lo es para todos, en la simple vida de todos los días - El pueblo está hecho de los huesos de los muertos -, me decía en su oscura jerga, gorgoteante como el agua subterránea que sale de repente por entre las piedras” (p. 67). Había algunos santos y la Vírgen de Viggiano que para Levi, sin embargo, de cristiano tenían poco y nada: “La Vírgen de Viggiano era, aquí, la feroz, despiadada y oscura diosa arcaica de la tierra” (p. 113).
La visión que Levi nos da de los campesinos de la Basilicata es parecida, y diferente también, a la que Ernesto de Martino hizo emerger con sus estudios etno-antropológicos subre Lucania y el sur, emprendidos más o menos en los mismos años de Levi. Según de Martino, entre religión católica popular y magia hubo una contaminación mutua, aunque el elemento dominante siguiese siendo la magia, que era mucho más arraigada, popular y expandida que la fe cristiana, que llegó al sur desde afuera, desde arriba y hablando una lengua incomprensible. De Martino estaba convencido de que cierto elemento mágico era intrínseco al mismo catolicismo: “Del exorcismo extra-canónico de brujas y hechiceros se pasa a los exorcismos del misal (bendición del agua, de la sal, oración contra Satanás y otros espíritus malignos al final de la misa, etc.), del pontifical, del ritual romano…, de las medallas de San Benito y sobre todo a los exorcismos obsessis a demonio” (Sud e Magia, 1959, p. 120). Contrariamente a Levi, para De Martino, laico y comunista, algo de Cristo y del cristianismo había llegado más allá de Éboli, formando una parte, quizás no la más importante, de la religión mestiza de esa gente. En esos mismos años, don Giuseppe de Luca, uno de los intelectuales más grandes del siglo XX y un gran historiador de la piedad popular, va un poco más lejos que Levi al hablarnos de una fe del pueblo católico, ciertamente mestiza, pero también cristiana, aunque se trate de un cristianismo diferente al de los catecismos (Introduzione alla storia della pietà, 1951). Para De luca también la pietà del pueblo meridiano y campesino era un mestizaje de cristianismo y de otras cosas. Cristianismo mezclado, impuro, contaminado, pero siempre cristianismo, no menos verdadero que el de los teólogos de la Contrareforma.
En el mundo que describe Levi, no muy diferente al de mis abuelos, había espíritus, santos, muchos muertos, todo estaba envuelto en una atmósfera espiritual más negativa y aterradora que positiva y tranquilizadora; una presencia sobrenatural constante, compuesta de elementos arcaicos, mucha magia y algún injerto cristiano absorvido rápidamente por el antiguo humus animista. No lo podemos negar. La Europa cristiana, la Christianitas medieval y pre-moderna son fruto, de hecho, sobre todo de la imaginación de los teólogos y de los eclesiásticos que confundían la fe de las élites urbanas y de las casas aristocráticas con la de todo el pueblo cristiano. En realidad, en el campo y en las montañas, los pobres y los analfabetos vivieron en una espera del mesías muy similar a la del pueblo bíblico, que todavía continúa. Aún así, no obstante todo eso, Cristo atravesó Éboli, llegó a esas poblaciones campesinas y mágicas, que verdaderamente lo encontraron dentro de las oraciones latinas reescritas en dialecto, en las estatuas de los santos bañadas de lágrimas, en la prédica de los misioneros itinerantes, incluso en aquella prédica descabellada de Don Trajella para la víspera de Navidad. El cristianismo no fue la masa de la fe de nuestro pueblo, sino que un pequeño granito de su levadura la hizo crecer, y sigue creciendo.
La religión cristiana se había detenido en Éboli, o mucho antes, pero Cristo no: él había llegado a Basilicata y a Sicilia, se había mezclado y recubierto de muchas otras cosas para poder penetrar más dulcemente en la vida de la gente, y ahí se quedó. Ese mágico pueblo campesino encontró entonces de verdad a Cristo, un Cristo popular, dialectal, niño, disfrazado con ropas tradicionales y folclóricas; pero ahí estaba Cristo, en Gagliano, dentro del amor y sobre todo del dolor de los pobres, de los hombres y sobre todo de las mujeres, para las cuales los abrazos y los besos a las estatuas de los santos y la vírgen eran los pocos momentos de ternura y belleza en un mundo que era para ellas casi siempre de servitud. Mujeres analfabetas, un poco cristianas y un poco brujas, todas hermosas, algunas descritas magistralmente en el Cristo de Levi; mujeres del pueblo con la misma fe de los pastores del pesebre, la misma fe de las mujeres siro-fenicias y de la hemorroísa, la de Magdalena, la de Marta, la de María. Todas fes teológicamente imperfectas, populares, hechas de lágrimas, de carne y de cuerpos, pero verdaderas.
Carlo Levi no vio esta piedad cristiana en Lucania. No la vio porque no la buscó. No le interesaba. Por eso tenemos que leer a de Luca. Aunque Levi encontró otra cosa, no menos interesante. La joya del Cristo de Levi es la mirada del autor. Una mirada bondadosa que no critica nunca la vida de los campesinos a los que encuentra. Aún siendo hijo de otro mundo (el de la ciencia) y parte de otro universo religioso (era laico y de una familia judía adinerada de Turín), Levi no expresa ningún juicio de valor sobre las condiciones morales de sus protagonistas: registra sus pasiones, sus gestos, sus creencias, sus grandes y desesperados dolores, pero no los juzga nunca. No juzga a su sirvienta, Giulia, que tuvo 17 niños con otro tanto de hombres, ni los exorcismos de las otras ‘brujas’, ni tampoco a Don Trajella, el párroco confinado en Gagliano, alcohólico y avaro. Por el contrario, aquí y allá, llega incluso a expresar palabras positivas sobre esos métodos mágicos de ‘gestión’ de las enfermedades y los malestares de la vida, revelando incluso cierto escepticismo hacia la ciencia positivista de su época, que trataba todo el conocimiento popular como una superstición a eliminar: “La razón y la ciencia pueden asumir el mismo carácter mágico que la magia vulgar… Por eso yo respetaba los abracadabra, honoraba la antigüedad y la oscura y misteriosa simpleza, prefería ser un aliado y no un enemigo”. También porque, agregaba Levi, “la mayoría de las recetas bastarían para curar a los enfermos si, en lugar de seguirlas, se las colgaran al cuello con un hilo, como un abracadabra” (p. 215). Respeto y honor, entonces. No se entra al mundo campesino sin una ‘clave de magia’, por supuesto; pero no se entra en su misterio sin además ‘respetarlos y honrarlos’ – ayer y hoy.
Levi escribió páginas sobre los campesinos que todavía nos conmueven, porque los honró y los respetó, porque dejó su cómoda condición burguesa y se metió debajo de la mesa del rico epulón, en compañía de Lázaro. Y de ahí, desde lo bajo, vio panoramas diferentes. En este ejercicio ético y espiritual, lo ayudó su condición de exiliado, su pobreza política y civil le dio una auténtica fraternidad con la pobreza natural de los campesinos. Y de este encuentro entre personas diferentes, iguales en la desgracia, nació la obra maestra.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 03/11/2024
“De la experiencia de destierro de otro antifascista, Levi, nació ‘Cristo se detuvo en Éboli’, que quiere ser y es la obra de un literato, a la que todos, sin embargo, le debemos algo más que una simple sugestión literaria”.
Ernesto de Martino, La tierra del remordimiento, 1961, p. 28
Con Cristo detenido en Éboli, Carlo Levi nos revela el alma del pueblo lucano y nos adentra en su religiosidad, quizá más cristiana de lo que Levi pensaba.
Cristo se detuvo en Éboli forma parte de la consciencia moral de la segunda mitad del siglo XX en Italia y Europa. Carlo Levi e Ignazio Silone nos mostraron un alma popular de la Italia sureña, campesina y pobre, mucho más compleja y rica de como la habían descrito los primeros historiadores modernos e ilustrados, para quienes los campesinos italianos eran simplemente ‘paganos’, parecidos, o idénticos, a los primeros habitantes pre-cristianos de la Magna Grecia; como si el cristianismo nunca hubiese pasado por aquellas zonas rurales del sur, que por la poca o inexistente cultura cristiana ya habían sido definidas por los jesuitas del siglo XVII como las ‘Indias de Italia’. Cristo no se detuvo solo en Éboli: nunca había salido de las murallas aurelianas de Roma, de los seminarios y de los tratados de teología.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 27/10/2024
“Son realmente preciosos los dones que la vida nos da; preciosos y extraños, responde Marta. El que quiere disfrutarlos, y se afana por disfrutarlos, y se angustia de la mañana a la noche por disfrutarlos, no los disfruta para nada, los consume y los incinera rápido. Extraños dones. Por el contrario, el que los olvida y se olvida de sí mismo, y se consagra entera y perdidamente a alguien y a algo, ese recibe mil veces más de lo que da, y al final de su vida esos dones de la naturaleza todavía están florecientes en él, como grandes rosas de mayo”.
Ignazio Silone, Vino e Pane, 1937, p. 18
La aventura de un pobre cristiano de Ignazio Silone es una reflexión profunda sobre la naturaleza del poder, y una meditación sobre la fe como la espera de un Reino que no puede tardar.
Aquel que atraviesa con atención los libros de Ignazio Silone y que conoce su biografía no puede no reconocer algo del autor - a veces mucho - en sus personajes Berardo Viola (Fontamara), Pietro Spina (La semilla bajo la nieve), Don Paolo Spada (Pan y Vino), Lucas Sabatini (El secreto de Lucas), y, por último, el papa Celestino V (La aventura de un pobre cristiano). Porque, “si un escritor pone todo su ser en su trabajo (¿y qué otra cosa puede poner?) su obra no puede no constituir un único libro” (I. Silone, La aventura de un pobre cristiano, p. 6).
[fulltext] =>De hecho, ¿qué otra cosa puede poner en su obra un escritor si no es “todo su ser”? En verdad, un escritor, sobre todo un gran escritor (como lo es Silone ), al momento de crear los personajes de sus novelas parte, sin dudas, desde “todo su ser”, y después llega a otro lado, a un lugar desconocido donde su ser ya no está, o hay muy poco de él. Porque los escritores y las escritoras revelan bien esa linda y misteriosa frase de Jacques Lacan: “El amor consiste en dar lo que no se tiene”: (Seminario VIII, 1960-1961). Empiezan por lo que tienen, por su alma entera, y luego nos aman verdaderamente cuando nos dan lo que no tienen, cuando sus personajes se vuelven más grandes y más libres que sus autores ya grandes y grandísimos, y empiezan a vivir una tierra del no-todavía, desconocida en principio por sus creadores. También por eso la literatura es creación, es ampliación del horizonte humano para poblarlo con otros seres vivos que enriquecen y mejoran las historias existenciales de sus autores, y la historia de todos. Se escribe también para intentar habitar, sin colmarla nunca, la distancia sideral entre la realidad y nuestros deseos, entre la tierra y el paraíso. ‘Ven aquí’ no es solo el grito que los autores susurran a sus criaturas: es él, es ella, el primer destinatario de ese grito, para intentar resucitar en sus propios personajes – porque el único verdadero deseo es resucitar.
Pietro da Morrone, el papa Celestino V, protagonista de L’Avventura di un povero cristiano (1968), es el último episodio del ‘Ciclo dei vinti’ de Silone. Y es también el último libro de Silone, escrito como una obra de teatro, que cierra sus cuarenta años de reflexión sobre la justicia social, sobre los cafoni, sobre los pobres, sobre la utopía, sobre el evangelio, sobre el cristianismo y sobre su Reino que todavía debe venir, y que quizás venga de verdad. El contexto del libro, el más explícitamente religioso de Silone, es el de las montañas de los Abruzos de finales del siglo XIII, donde eremitas y pequeñas comunidades de cenobitas vivían en un clima escatológico y apocalíptico, un ambiente espiritual hecho de franciscanismo y de profecías de Joaquín de Fiore, a la espera de “una tercera edad del género humano, la edad del Espíritu, sin Iglesia, sin Estado, sin coerción, en una sociedad igualitaria, sobria, humilde y benigna, confiada a la espontánea caridad de los hombres” (p. 23). De hecho, en ese entonces, no pocos franciscanos (el más conocido de ellos fue Pietro Olivi, conocido también por sus ideas económicas) vieron en Francisco al profeta de la nueva Edad del Espíritu anunciada por Joaquín, de la espera no vana e inminente de la llegada del Reino. Angelo Clereno, personaje presente en el texto de Silone, fue un franciscano condenado y encarcelado por adherir a las ideas joaquinistas.
También Pietro de Morrone de La aventura de un pobre cristiano es una figura del cristianismo profético, junto a Francisco y a Joaquín de Fiore, espiritual y mesiánico, en quien el último Silone confía sus esperanzas por una Iglesia y un mundo diferentes. Narrando la fallida e incierta tentativa de fray Pietro de reconciliar la Iglesia institucional (el papado) con la carismática, Silone nos anuncia su idea de Iglesia y de vida buena: “El mito del Reino nunca desapareció de la Italia del sur, esta tierra de elección de la utopía”. No podemos entender el sur de Italia sin tomar en serio esta alma utópica y mesiánica suya: el Sur es también la espera de otro mundo, una profecía incumplida de otra economía y de otra sociedad (Tommaso Campanella), la esperanza todavía viva en el cumplimiento de una promesa. El Sur, todos los Sur del mundo, con sus tierras marginales, son ante todo una espera colectiva de un no-todavía, una pregunta sobre el Reino que debe venir, que ninguna promesa de bienes y ganancias podrá jamás saciar verdaderamente – en esta sed y hambre está la salvación no vana del Sur.
El libro está lleno de reflexiones auto-biográficas de Silone, particularmente de aquel evento decisivo en su vida, la adhesión juvenil al Partido Comunista del que fue fundador en 1921, que se convirtiría más tarde en una decepción y finalmente en su salida – Silone escribió sus novelas también para hacer el duelo de la muerte del gran sueño de su juventud. Un acontecimiento existencial crucial, que con el paso de los años se convierte también en una ‘teoría’ sobre las dinámicas de los movimientos ideales e ideológicos, de lo que hablará en varios escritos (Uscita di sicurezza) y entrevistas (La aventura de un hombre libre), todavía de gran interés: “generalmente, los fundadores son águilas, y los seguidores gallinas” (p. 65). Y sobre esto también escribía en La aventura de un pobre cristiano: “La experiencia demuestra que la gran comunidad genera espontáneamente aspiraciones de poder, una voluntad nunca plenamente satisfecha de éxitos y de triunfos… A medida que una comunidad se amplía, resulta fatal, por lo tanto, que se parezca a la sociedad que la rodea [y que discutía]. ¿Y entonces? ¿A dónde va a parar la salvación del rebaño?”. Por esta misma dinámica, “incluso Joaquín de Fiore renunció como jefe de su orden. Lo mismo San Francisco. Una gran comunidad exige compromisos que, no digo un santo, sino un simple hombre honesto no puede aceptar” (p. 69).
Temas que poco a poco se tornarán centrales en el libro, cuando una vez elegido papa, fray Pietro, desde entonces Celestino V, experimentará en alma y piel las dificultades para salvar su consciencia cristiana con el ejercicio del poder. El conflicto interior se resolverá con su famosa renuncia y el (probablemente) dantesco ‘gran rechazo’. Luego de haber abdicado, dirá:“He aprendido, a mi pesar, que no es fácil ser papa y seguir siendo un buen cristiano… El ejercicio del mando esclaviza, empezando por los que lo ejercitan” (p. 130). El libro es de hecho una profunda y hermosa reflexión sobre la naturaleza y la lógica del poder: “El maldito ‘por el bien’. No lo olvidéis, hijos míos: existe solo el bien, puro y simple; no hay un ‘por el bien’… ¿Servirse del poder? Qué ilusión tan perniciosa. Es el poder el que se sirve de nosotros. El poder es un caballo difícil de guiar: va a donde debe ir o va, mejor dicho, a donde puede ir, o a donde es natural que vaya… La aspiración a mandar, la obsesión por el poder es, en cualquier nivel, una forma de locura. Consume el alma, la distorsiona, la vuelve falsa. También si se aspira al poder ‘por el bien’, sobre todo si se aspira al poder ‘por el bien’” (pp. 157-158). El poder es un amo que vuelve esclavo antes que nada a quien manda, incluso al que lo ha buscado ‘por el bien’; es un soberano despiadado que se alimenta primero de los jefes a quienes ha encantado y solo indirectamente de sus súbditos. Esta es la maldición de todo poder deseado y obtenido, que por esta dimensión bordea lo demoníaco: “La tentación del poder es la más diabólica que se le pueda tender al hombre, si Satanás se atrevió a proponérsela incluso a Cristo” (p. 158). Hermosas y proféticas son las páginas sobre otro ‘gran rechazo’ del Celestino V de Silone, el de bendecir las armas: Con el signo de la cruz y los nombres de la Trinidad, se puede bendecir el pan, la sopa, el aceite, el agua, el vino, si queréis incluso los instrumentos de trabajo, el arado, la azada del campesino, el cepillo del carpintero, y así sucesivamente, pero no las armas. Si necesitáis absolutamente un rito propiciatorio, buscad a alguien que lo haga en nombre de Satanás. Fue él quien inventó las armas” (p. 123).
Pero La aventura de un pobre cristiano es sobre todo una reflexión sobre la naturaleza de la fe y sobre la posibilidad de hacer del evangelio la carta magna para una nueva sociedad, para un Reino diferente aquí y ahora, y no solo un texto sagrado de una de las tantas religiones. De aquí nace la pregunta crucial: ¿el Reino de Cristo puede convertirse en algo histórico, o la vida en esta tierra es solo la sala de espera del paraíso? Para Silone, una dimensión esencial del espíritu evangélico de este Reino de los cielos esperado es la simplicidad. En un diálogo ambientado en Nápoles, entre Celestino V y algunos retóricos y predicadores de la corte, el nuevo papa dice: “En primer lugar, debo deciros: en la predicación, si podéis, tratad de ser simples... La verdadera simplicidad es una conquista bastante difícil”. Y termina con una bellísima frase: “Se puede decir que toda la existencia de un cristiano tiene precisamente este propósito: ser simple” (p. 100). Una intuición que es totalmente humana y totalmente bíblica. En la Biblia hay un alma profunda, la de los profetas, que ven el desarrollo de la fe como una disminución, como una reducción hacia una progresiva simplicidad y esencialidad, como un ejercicio en el arte de quitar. El camino del pueblo con su Dios diferente empezó a los pies del Sinaí, donde ‘solo había una voz’, una voz desnuda que se volvió un tabernáculo, por lo tanto un arca, una tienda, y por último un Templo y un palacio de Salomón. Los profetas no han dejado de repetir, de varias formas y con mucho ímpetu, que ese crecimiento y ese agrandamiento no habían sido buenos, porque Israel encontraría la salvación en la reducción y en el camino de regreso del palacio a la voz desnuda, que llegó gracias al exilio babilónico: “Quizás, para poder resucitar, la Iglesia tendrá primero que pudrirse íntegramente” (p. 159).
Pero inclusive el desarrollo de la vida humana es un primer crecimiento que va desde la infancia hasta la adultez, al que le sigue una segunda parte de disminución progresiva y creciente hacia lo esencial, la que conduce la vida adulta a su cumplimiento, y en la que habrá ‘solo una voz’ que pronunciará solamente nuestro nombre desnudo. El patrimonio que vamos a llevar será la mansedumbre que habremos aprendido durante esta buena disminución, para volvernos tan pequeños hasta pasar por el ojo de la aguja del ángel de la muerte.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 27/10/2024
“Son realmente preciosos los dones que la vida nos da; preciosos y extraños, responde Marta. El que quiere disfrutarlos, y se afana por disfrutarlos, y se angustia de la mañana a la noche por disfrutarlos, no los disfruta para nada, los consume y los incinera rápido. Extraños dones. Por el contrario, el que los olvida y se olvida de sí mismo, y se consagra entera y perdidamente a alguien y a algo, ese recibe mil veces más de lo que da, y al final de su vida esos dones de la naturaleza todavía están florecientes en él, como grandes rosas de mayo”.
Ignazio Silone, Vino e Pane, 1937, p. 18
La aventura de un pobre cristiano de Ignazio Silone es una reflexión profunda sobre la naturaleza del poder, y una meditación sobre la fe como la espera de un Reino que no puede tardar.
Aquel que atraviesa con atención los libros de Ignazio Silone y que conoce su biografía no puede no reconocer algo del autor - a veces mucho - en sus personajes Berardo Viola (Fontamara), Pietro Spina (La semilla bajo la nieve), Don Paolo Spada (Pan y Vino), Lucas Sabatini (El secreto de Lucas), y, por último, el papa Celestino V (La aventura de un pobre cristiano). Porque, “si un escritor pone todo su ser en su trabajo (¿y qué otra cosa puede poner?) su obra no puede no constituir un único libro” (I. Silone, La aventura de un pobre cristiano, p. 6).
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 20/10/2024
Abajo de la hoja redactada por mí minuciosamente, tu madre firmaba con una cruz. Yo sabía que era la firma normal de los analfabetos, pero aunque así no hubiera sido, ¿cómo podría imaginarse una firma más adecuada para tu madre? Una cruz pequeña. ¿Una firma más personal que esa? Me acuerdo que, al año siguiente, en el examen de catequesis Don serafino me pidió que le explicara la señal de la cruz. “Eso nos recuerda la pasión de nuestro señor”, respondí, “y es también el modo de firmar de los infelices”.
Ignazio Silone, El secreto de Luca
La escala social de Fontamara nos regala una reflexión sobre la comedia humana, sobre los pobres y sobre el cristianismo, que culmina con el desenlace de la historia Berardo, que muere como mártir para vencer a su destino.
“Y Michele pacientemente les explicó nuestra idea: - Ante todo está Dios, padre del cielo. Esto lo sabe todo el mundo. Después viene el príncipe Torlonia, padre de la tierra. Después vienen los guardias del príncipe, después los perros de los guardias del príncipe. Después nada, después nada, despúes todavía nada y, finalmente, los cafoni. Y se puede decir que ahí termina”. Este es quizás el pasaje más famoso de Fontamara de Ignazio Silone, porque sintetiza su espíritu y posee una extraordinaria fuerza lírica y ética.
[fulltext] =>Aquel Dios imaginado a un grado por encima de los Torlonia terminaba legitimando y sacralizando, a su pesar, esa tremenda jerarquía, al poner su taburete en la cima de una pirámide más alta y más equivocada que la de los faraones, sin siquiera poder decir: “no en mi nombre”. El cristianismo había llegado a la tierra desde hacía diecinueve siglos, pero se detuvo en Eboli o en Avezzano, sin alcanzar las montañas, el campo, los pobres, los cafoni que no sabían que el Dios de Jesús no estaba sentado en la misma escala que los Torlonia. Los cafoni no conocían al Dios diferente del evangelio, porque estaba demasiado encubierto y escondido por la teología de la Contrareforma y por el latinorum de los sacerdotes. Sin embargo, algunas veces lo han encontrado, sobre todo al fondo de sus dolores, donde, bajo el semblante de la Vírgen, los ángeles o los santos, los había visitado, tocado y consolado – no sólo el Espíritu sino toda la Trinidad es ‘padre de los pobres’, porque si así no fuese también el Dios cristiano sería uno de los tantos ídolos de los míseros.
La religión es un gran tema en la novela. En el primer capítulo, Michele Zompa le cuenta su sueño a Marietta y al ‘forastero’: “Vi al papa discutir con [Jesús] el Crucificado. El Crucificado decía: para festejar esta paz [los Pactos lateranenses] estaría bueno distribuir la tierra del Fucino a los cafoni que la cultivan y a los pobres cafoni de Fontamara… Y el papa respondía: - Señor, difícilmente el príncipe Torlonia vaya a aceptar. Y el príncipe es un buen cristiano. El Crucificado decía: -para festejar esta paz estaría bien dispensar a los cafoni del pago de impuestos. Y el papa respondía: - Señor, el gobierno no va a querer. Y los gobernantes también son buenos cristianos… Entonces el papa les propone: - Señor, vamos al lugar. Quizás se puede hacer algo por los cafoni sin que disguste ni al príncipe Torlonia, ni al gobierno, ni a los ricos”. Así, los dos partieron hacia la Marsica, y el papa “se sintió afligido en lo más profundo de su corazón, cogió de la talega una nube de piojos y los lanzó sobre los pobres diciendo: - Tomen, oh amados hijos, tomen y rásquense” (pp. 31-32). El párroco le prohibió a Michele contar su sueño. El mundo católico debería empezar pronto un camino de purificación de la memoria, porque si es verdad que en sus carismas sociales hizo mucho por la suerte de las víctimas y los pobres, también es verdad que para no enfadar ‘ni al príncipe Torlonia, ni al gobierno, ni a los ricos’ muchas veces la iglesia asoció el rostro de su Dios al de los fuertes y poderosos, quizás pidiéndoles ayudar a los pobres. El cristianismo, moribundo en Occidente, todavía puede esperar una primavera si es capaz de revertir la escala de Silone, y anunciar un Cristo que está por debajo de los cafoni, desde donde descompagina cada día los planes de los fuertes y los grandes: “Ha quitado a los poderosos de sus tronos; y ha exaltado a los humildes”.
En la escala social de Silone hay además un detalle esencial. En cualquier tiempo y lugar no se pasa regular y directamente de los ‘perros de la guardia’ a los ‘cafoni’. No: en el medio hay tres lugares vacíos. Después de los perros hay tres hojas en blanco - ‘después nada, después nada, despúes todavía nada’ -. En la escala hacia lo alto, después del suelo en el que están los cafoni, faltan tres grados, hay un hueco tres veces más largo que la distancia que separa a los guardias de sus perros. Es importante y profético la referencia a los perros, que en la jerarquía de nuestra moral perversa de hoy se encuentran muy por encima de los migrantes deportados a Albania por nuestro gobierno. Con el tiempo, el espacio entre los perros y los cafoni creció mucho, las páginas vacías pasaron de tres a diez, a cien, se multiplicaron y siguen multiplicándose. En la Italia de Silone, donde todavía estaba viva y activa la piedad popular, los cafoni habitaban en los mismos pueblos de todos, eran visibles, estaban en la calle, eran parte de la gente. De ese cruce de miradas todavía horizontales podían nacer movimientos de liberación entre escritores, artistas y poetas capaces de dar voces al ‘no todavía’ de su época. Hoy a los cafoni no los vemos, los deportamos al exterior, el capitalismo los ha escondido a la vista y al corazón; hemos olvidado la pietas cristiana, la hemos ridiculizado en menos de una generación. Los cafoni de la tierra están cada vez más condenados, no nos miran y están más preocupados en “nuestros tibios hogares” (Primo Levi) – ¿donde están, si es que están, los nuevos Silone y Levi capaces de cantar el dolor infinito de los cafoni? Ese triple salto de página marca el abismo que separa al que está arriba del que está abajo, porque sin ese espacio el de abajo no estaría verdaderamente abajo y el que está arriba no estaría verdaderamente arriba. La brecha entre los perros y los cafoni dice entonces que el abismo es infranqueable, que para Silone, ya entonces desilusionado del comunismo, la miseria y el poder son para siempre: las élites circulan, el carrusel de las clases sociales gira, pero entre los cafoni y los Torlonia el surco sigue siendo infranqueable. ¿Hasta cuándo? O para decirlo con las últimas palabras de Fontamara: “Después de tantas penas y luchas, de tantas lágrimas y tantas llagas, tanta sangre, tanto odio, tantas injusticias y tanta desesperación: ¿qué hacer?” (p. 250).
La epopeya de Fontamara llega a su dramático punto cúlmine en el triste y maravilloso final de la historia de Berardo Viola. Berardo es un joven fuerte, generoso, bueno, con un agudo sentido de la justicia social; también por esto es la esperanza de liberación de sus paisanos. Nieto del último bandido de Fontamara (asesinado por los piamonteses), Silone lo presenta así: “Tenía unos ojos buenos, había conservado de adulto los ojos que tenía de niño” (p.89), lo cual es tal vez lo más lindo que se puede decir de un adulto, si es verdad que el buen trabajo de la vida está, en su mayor parte, en llegar al final con algo de esos ojos con los que llegamos a la vida. Berardo había heredado de su padre una porción de tierra, la había vendido para juntar el dinero y emigrar a América, “pero antes de viajar, una nueva ley suspendió toda emigración”. Entonces se quedó en Fontamara, sin tierra y “como un perro suelto, sin cadena, que no sabe qué hacer de la libertad y que ronda desesperado alrededor del bien perdido”. Pero agrega Silone: “¿cómo un hombre de la tierra puede resignarse a la pérdida de la tierra?” (p. 84). Porque “entre la tierra y el campesino hay una historia dura y seria… Es una especie de sacramento”. Luego añade palabras sobre la tierra que están entre las más bellas de nuestra literatura, y que solo un campesino podría todavía entender: “no basta con comprarla para que una tierra sea tuya. Se vuelve tuya con los años, con el cansancio, con el sudor, con las lágrimas, con los suspiros. Si tienes tierra, en las noches de mal tiempo no eres capaz de dormir, porque no sabes lo que a tu tierra le está pasando” (p. 85). Berardo ruega en vano al comprador de su tierra, don Circostanza, de devolvérsela. Finalmente, consigue un pedazo de tierra en la montaña, entre las rocas, en el ‘paraje de las serpientes’. La trabaja duramente - “la montaña me mata y yo mato a la montaña” (p. 87)-, planta maíz. Pero hubo una gran inundación, “se vino abajo la montaña”, y “una enorme corriente de agua se llevó la parcela de Berardo” (p. 88). Y Silone se pregunta: “¿Es posible ganar contra el destino?”, (p. 89), un destino que es el co-protagonista de la novela. Y para intentar todavía desafiar al destino, Berardo parte a Roma a buscar trabajo.
Entre una oficina de empleo y otra, “al séptimo día en Roma no nos quedaban más que cuatro liras” (p. 216). Después de tres días de ayuno, Berardo y su amigo (el narrador) no volvieron a salir de la habitación, se quedaron quietos por el hambre, acostados en la cama. Hasta que los fascistas los confunden con unos alborotadores subversivos y los detienen por error. Habían llegado para trabajar, acabaron en una cárcel – ayer y hoy. Pero es dentro de este encierro equivocado que Berardo vive su resurrección. Dice ser él “el Desconocido de siempre”, un fugitivo acusado de difundir “prensa clandestina” y de incitar “a los obreros a la huelga y a los campesinos a rebelarse” (p. 223), y con una mentira se dirige al comisario: “el Desconocido de siempre soy yo” (p. 231). Es en esa cárcel que Berardo consigue ganarle a su destino. Con un acto de sacrificio vicario se carga una culpa que no tiene, y logra llegar hasta el final, sin retractarse pese a las duras torturas. Berardo escapa del destino sellado en su vida desde la historia de su abuelo, dando la vida por una misteriosa fidelidad a sus ideales de justicia. Su martirio laico redime a Fontamara en el apogeo de su derrota. Y al final de un libro en el que el gran ganador había sido justamente el destino, nos dice: somos más grande que nuestro destino.
Aunque Silone no nos explica por qué Berardo se autoinculpa siendo inocente, no es difícil ver en él una imagen de Cristo y de su pasión: “¿Y si muero? - Seré el primer cafone que no muere por sí mismo, sino por los otros”. Sus últimas palabras: “Será algo nuevo. Un nuevo ejemplo. El principio de algo totalmente nuevo” (p. 238). Esa cosa nueva con el tiempo madurará en Silone, hasta hacer florecer su última gran obra: L’avventura di un povero cristiano, de 1968.
Cristo está resucitando hoy también en Libia, en Albania, en los barcos, en Gaza, en el Congo, en Sudán, en el Líbano. Nosotros no lo sabemos, no lo vemos, no lo reconocemos, porque lo buscamos en la tumba vacía y no en los lugares de los crucificados. ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’, fue el primer grito del Resucitado.
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para vencer a su destino
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 20/10/2024
Abajo de la hoja redactada por mí minuciosamente, tu madre firmaba con una cruz. Yo sabía que era la firma normal de los analfabetos, pero aunque así no hubiera sido, ¿cómo podría imaginarse una firma más adecuada para tu madre? Una cruz pequeña. ¿Una firma más personal que esa? Me acuerdo que, al año siguiente, en el examen de catequesis Don serafino me pidió que le explicara la señal de la cruz. “Eso nos recuerda la pasión de nuestro señor”, respondí, “y es también el modo de firmar de los infelices”.
Ignazio Silone, El secreto de Luca
La escala social de Fontamara nos regala una reflexión sobre la comedia humana, sobre los pobres y sobre el cristianismo, que culmina con el desenlace de la historia Berardo, que muere como mártir para vencer a su destino.
“Y Michele pacientemente les explicó nuestra idea: - Ante todo está Dios, padre del cielo. Esto lo sabe todo el mundo. Después viene el príncipe Torlonia, padre de la tierra. Después vienen los guardias del príncipe, después los perros de los guardias del príncipe. Después nada, después nada, despúes todavía nada y, finalmente, los cafoni. Y se puede decir que ahí termina”. Este es quizás el pasaje más famoso de Fontamara de Ignazio Silone, porque sintetiza su espíritu y posee una extraordinaria fuerza lírica y ética.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 13/10/2024
‘‘Por orden del alcalde quedan prohibidos todos los razonomientos’’.
Ignazio Silone, Fontamara, p. 89
Con Fontamara comienza una nueva serie sobre algunas obras maestras de la literatura, en busca de nuevas palabras para la economía y para nuestros tiempos difíciles.
Si la realidad nos bastase, no habría necesidad de literatura. Somos infinito, las novelas acortan la distancia entre nosotros y la eternidad; somos deseo, los escritores alargan las cosas deseables porque los sueños con los ojos cerrados son demasiado poco. La alegría se alimenta también de los mundos creados por la literatura, nuestra justicia aumenta mientras nos indignamos leyendo una novela, la pietas la aprendimos de nuestros padres y amigos pero también de las fábulas y los cuentos de los escritores. No seríamos capaces de imaginar la tierra prometida de la democracia, la libertad y los derechos si no la hubiéramos encontrado en los mitos y en las novelas, o asomada en una poesía. Conocimos a Dios porque la Biblia nos lo enseñó con sus relatos, y las palabras humanas protegieron a otra Palabra. Todas las creencias se acabarán el triste día en que dejemos de escribir historias y contárnoslas.
[fulltext] =>“Ignazio Silone hoy tiene su madurez coronada y fijada soberanamente en obras de arte que son al mismo tiempo su ‘cántico de las criaturas’ y su visión apocalíptica de la nueva espiritualidad democrática… Creemos estar haciendo algo más oportuno que nunca, ofreciendo aquí como suplemento de nuestro semanario, la primera novela suya que dio al mundo la sensación aguda del sufrimiento del pueblo italiano durante el régimen fascista” (7 de marzo de 1945). Así introducía Ernesto Buonaiuti la publicación de los primeros capítulos de Fontamara en el primer número de su semanario “Il Risveglio”. Buonaiuti, el gran y estimado profesor de historia del cristianismo en La Sapienza di Roma, fue uno de los doce académicos que no prestaron juramento al régimen fascista, sacerdote excomulgado de la Iglesia católica por sus tesis modernistas – estamos esperando todavía su reincorporación, tal vez en tiempos de Jubileo.
Fontamara fue escrita por Ignazio Silone (seudónimo de Secondino Tranquilli) en los primeros meses de 1930, durante su exilio en Suiza. Primero se publicó en alemán (Zurich, Oprecth & Helbing, abril de 1933, traducción de Nettie Sutro), a la que siguió una primera edición en italiano (Zurich-París, noviembre de 1933) reimpresa en Londres en 1943 (J. Cape, con fecha de 1933). La primera edición en Italia llegó recién en 1947 gracias al pequeño editor romano ‘Faro’, y finalmente en 1949 con Mondadori1. Su éxito internacional fue notable, pero para que fuera impresa en Italia hubo que esperar la caída del fascismo.
En 1930 Silone estaba en Suiza desde hacía dos años, entre Zurich y Davos, por su compromiso clandestino con el partido comunista, al que había ayudado con su fundación en el congreso de Livorno en 1921. Durante su estadía en Suiza comenzaron los conflictos con Togliatti por su posición anti-stalinista, a lo que siguió su expulsión del partido en 1931. En el sanatorio por el tratamiento de una enfermedad respiratoria (aparentemente tuberculosis), deprimido, angustiado por la situación de su hermano Romolo, el único de la familia que, además de él, se había salvado en 1915 del terremoto de Pescina y que había sido encarcelado por el régimen fascista, torturado y asesinado luego en 1932 – Silone le dedica Fontamara a su hermano y a su compañera Gabriella Seidenfeld, a quien conoció en 1920 y de quien se estaba separando sentimentalmente.
Fontamara es por lo tanto la síntesis de años terribles, el fruto de una metamorfosis muy dolorosa. Una profundísima crisis existencial que hizo nacer una obra maestra. Fontamara no es solo una novela que ha revelado a Italia y al planeta el alma del mundo campesino meridional, y no es solo un clásico del anti-fascismo. Fontamara es sobre todo una obra maestra de la literatura, una novela estupenda, una de esas obras que solamente un gran dolor podría producir. Silone, como él mismo dirá más tarde, encontró su salvación en la literatura, superó esa oscurísima noche convirtiéndose en escritor - ¡y qué escritor! Hay muchas medios para intentar salvarse de los agujeros negros de la vida: la escritura y el arte están entre los más poderosos y más comunes, porque se sale del agujero aprendiendo a volar.
Para entenderla y disfrutarla es necesario, de todos modos, hacer algunos ejericios ético-espirituales esenciales. El primero es el más difícil, quizás imposible, pero verdaderamente necesario: tratar de olvidar nuestro confort, el culto a las mercancías, las oficinas y los incentivos, y acercarse con el alma al mundo de Fontamara: “Primero venía la siembra, luego el sulfatado, luego la siega, luego la vendimia. ¿Y después? Después empezar de nuevo. La siembra, el deshierbe, la poda, el sulfatado, la siega, la vendimia. Siempre el mismo estribillo, la misma cantinela. Los años pasaban, los años se acumulaban, los jóvenes se volvían viejos, los viejos morían, y se sembraba, se desherbaba, se sulfataba, se segaba y se vendimiaba. ¿Y luego qué? Otra vez, todo de nuevo. Cada año como el año anterior, cada estación como la estación anterior. Cada generación como la generación anterior” (1951, p. 9). Es el reino de Sísifo, pero es distinto al Sísifo de Camus, el Sísifo de Silone no es feliz: “Al que mira Fontamara de lejos, desde el Feudo del Fucino, el pueblo le parece como cualquier otro pueblo, pero para el que ahí nace y crece es el cosmos. Toda la historia universal transcurre en ese lugar: nacimientos, muertes, amores, odios, envidias, luchas, desesperación…” (p.8). En la primera edición de “Il Risveglio”, al final de este párrafo, Silone había agregado: “El espectáculo de la vida resulta más austero, más visible y comprensible, no les falta nada esencial”, una frase que desaparece en las ediciones posteriores.
El segundo ejercicio de imaginación espiritual tiene que ver con el mundo campesino. El de Silone, como el de Carlo Levi (que veremos), es un mundo que también yo he conocido, pasándole de cerca gracias a la relación con mis abuelos, trabajadores de la tierra ascolana. Es muy probable, si no totalmente cierto, que mi generación sea la última herencia moral de milenios de historia campesina hecha de cristianismo, magia, muchísimos niños vivos y muertos, mucho amor popular y mucho dolor compartido, más para las mujeres. Ese mundo, siempre igual en sus rasgos esenciales, fue el mundo de mi infancia. Yo era todavía niño, pero también vi a aquel Sísifo campesino, de poco mito y pura carne. Es parte esencial de mi alma, y la guardo celosamente. Fontamara es mi pueblo.
Era un mundo italiano donde, sin embargo, se hablaban otras lenguas: “ninguno vaya a creer que los de Fontamara hablan italiano. La lengua italiana es para nosotros una lengua extranjera, una lengua muerta” (p.15). Cuando recuerdo o sueño con mis abuelos, para tratar de entrar en sintonía con sus corazones debo hacerlo en dialecto, porque solo en esa lengua podían y pueden decirme las palabras justas y apropiadas, y contarme las más lindas historias con una elocuencia y una riqueza que, apenas debíamos pasar al italiano, se convertían de repente en torpeza e incomodidad (la italianización de los campesinos fue también violencia): “sin embargo, si la lengua se toma prestada, la manera de contar creo que es nuestra. Es un arte fundamental. Es el mismo que se aprende de niño, sentado en la puerta de la casa o junto a la chimenea, en las largas noches de vigilia” (p. 16). Incluso mi amor por las palabras quizás nació escuchando los relatos de mis tías o esos larguísimos de ‘la vieja Caterina’, que se quedaba con nosotros, los hermanos pequeños, en las largas noches de invierno. Por lo tanto, esta serie de artículos que hoy comienza es también una contribución al cuidado de la memoria de un mundo que conocí y que se está terminando junto con sus historias: quién sabe si nuestros hijos serán todavía capaces de entender y de conmoverse con Silone o con Levi.
Por último, el tercer ejercicio es semántico, y se refiere a la palabra clave de Fontamara: cafone. Entre paréntesis, Silone escribe: «(Sé muy bien que el nombre de cafone, en la lengua corriente de mi país, tanto del campo como de la ciudad, es ahora un término de ofensa y de burla: pero yo lo utilizo en este libro con la certeza de que cuando en mi país el dolor ya no sea una deshonra, se convertirá en un nombre de respeto, y tal vez incluso de honor)” (p. 10).
Entramos a Fontamara si logramos alcanzar hoy aquel pueblo del mañana, donde ‘el dolor ya no da vergüenza’; allí ponemos nuestra carpa y con Silone usamos el nombre de cafone como ‘nombre de respeto y de honor’. Y negamos así todas las ideologías meritocráticas que están apartando a ese pueblo del mañana, introduciendo todos los días nuevos argumentos para convencernos de que el pobre debe avergonzarse de su pobreza porque es culpable de su propia desgracia – y mientras nos convence de esta desgracia, el capitalismo se libera de toda responsabilidad.
Fontamara no es un ‘burgo’, palabra que entró en los agujeros de nuestro tiempo banal que ha perdido contacto con el alma de los lugares auténticos. En Fontamara “los campesinos no cantan…y mucho menos (cosa que se entiende) yendo al trabajo. En lugar de cantar, les gusta insultar. Para expresar una gran emoción como la alegría, la ira e incluso la devoción religiosa, insultan. Pero aún en los insultos no usan mucha imaginación y se la agarran siempre con dos o tres santos que ellos conocen, los maldicen siempre con las mismas groserías” (p. 14). No se entra al mundo de los pobres teniendo miedo a los insultos y a las maldiciones, porque a menudo son palabras paradójicas de amor.
En Fontamara la economía es una constante, declinada como tierra, trabajo, obsesión por pagar, miseria, tazas, poder, etc. La injusticia social, central en la novela, es también y sobre todo una injusticia económica, la del latifundio y del empresariado apoyado en las instituciones, la de los pequeños propietarios y la del clero (Don Abbacchio). Y llega hasta la muerte de Berardo, quizás las páginas más intensas de la novela.
Fontamara es una historia de redención social fracasada, de una liberación fallida. Los cafoni, estafados por el desvío del arroyo para llevar agua al empresario, no dejan nunca de ser pobres y estafados, desde el comienzo hasta el final de la novela. Fontamara parece un viernes santo eterno, con algunos fragmentos de sábado, sin domingo. Y en esto se parece a muchas otras grandes novelas, donde Fantine vende sus dientes y muere sin resucitar, o donde el éxodo y el exilio, en la Biblia, persisten más allá del Mar Rojo y después del edicto de Ciro, ya que el arameo errante no dejó nunca de errar. La única resurrección que salva es la que empieza en el Gólgota. Y así, cuanto más nos lleva Silone a los abismos del dolor de los cafoni, más puede verse una extraña belleza y una luz resplandeciente – no podremos sacar nunca a los muchos cafoni de sus miserias hasta que no aprendamos a apreciar la belleza que la pobreza esconde y a mirar a los pobres con honor y con respeto.
Por último, el tercer ejercicio es semántico, y se refiere a la palabra clave de Fontamara: cafone. Silone escribe entre paréntesis: “(Sé muy bien que el nombre cafone en el lenguaje corriente de mi país, ya sea en el campo o en la ciudad, es ahora un término ofensivo y de burla, pero yo lo usaré en este libro con la certeza de que cuando en mi país el dolor ya no sea verguënza, será nombre de respeto, tal vez incluso de honor)” (p.10).
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Con Fontamara comienza una nueva serie sobre algunas obras maestras de la literatura, en busca de nuevas palabras para la economía y para nuestros tiempos difíciles.
Si la realidad nos bastase, no habría necesidad de literatura. Somos infinito, las novelas acortan la distancia entre nosotros y la eternidad; somos deseo, los escritores alargan las cosas deseables porque los sueños con los ojos cerrados son demasiado poco. La alegría se alimenta también de los mundos creados por la literatura, nuestra justicia aumenta mientras nos indignamos leyendo una novela, la pietas la aprendimos de nuestros padres y amigos pero también de las fábulas y los cuentos de los escritores. No seríamos capaces de imaginar la tierra prometida de la democracia, la libertad y los derechos si no la hubiéramos encontrado en los mitos y en las novelas, o asomada en una poesía. Conocimos a Dios porque la Biblia nos lo enseñó con sus relatos, y las palabras humanas protegieron a otra Palabra. Todas las creencias se acabarán el triste día en que dejemos de escribir historias y contárnoslas.
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