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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 29/05/2014
Siempre hemos sabido que el Producto Interior Bruto no mide mucho y que muchas de las cosas que mide las mide mal. Desde estas páginas lo hemos repetido a menudo y gustosamente. Pero a nadie se le ha ocurrido eliminar el PIB para dar lugar a otros indicadores de bienestar, porque si bien la democracia tiene una creciente necesidad de más indicadores económico-sociales, sigue siendo importante tener un indicador de la producción de bienes y servicios de un país. El PIB está lleno de datos que dicen poco sobre nuestro bienestar o dicen exactamente lo contrario (por ejemplo, en los juegos de azar).
[fulltext] =>Pero, hasta ahora, toda esta gran cantidad de datos de signo ético contradictorio, se movía (o al menos así queríamos que fuera) dentro de los limites marcados por la legalidad. Según lo anunciado esta semana, si se avanza en la dirección indicada por Eurostat, además de la conocida ambivalencia de esos datos tendremos también un cambio de naturaleza: el PIB dejará de tener vínculos con la vida civil y con la esfera moral.
Si de veras se incorporan al PIB actividades criminales (como el tráfico de drogas, la explotación de la prostitución y el contrabando), la variación de este indicador no nos dará ninguna indicación sustancial y será ejercicio inútil alegrarse porque vuelva a estar en zona positiva. Los primeros que deberíamos entristecernos por este importante cambio somos nosotros, los economistas, una categoría que, en cambio, brilla muchas veces por su cinismo y por considerar que estos temas son cosas de moralistas nostálgicos, un poco ingenuos y tal vez no demasiado inteligentes. Por el contrario, deberíamos entristecernos y protestar mucho, porque un PIB así pierde todo contacto con la gran tradición de la ciencia económica. Y no sólo con la Economía Civil de Antonio Genovesi, esto es obvio, sino también con la de Adam Smith, una tradición que ha considerado siempre la producción de bienes y servicios como algo éticamente bueno en su conjunto. No protestar hoy con fuerza contra esta innovación incivil implica de hecho ratificar y aprobar la salida de la economía de las cosas buenas de la vida en común. Es muy triste constatar lo bajo que ha caído, con este “vuelco”, la cultura civil y económica de nuestros técnicos y funcionarios.
La estadística, noble arte de la vida social buena, siempre ha tenido en Italia una riquísima tradición humanista, porque era considerada parte integrante de la civilización, por usar una expresión de uno de los fundadores de la estadística moderna, el milanés Melchiorre Gioja. Por eso, hay que tratar de que el ISTAT promueva una protesta y de una acción a nivel europeo, a partir de sus raíces y de su propia historia. La estadística es el espejo de la cultura de un país, porque mide algo que ya de antemano conocemos y queremos “ver” en base a una civilización y a una idea de bien común. Aquellos que hoy quieren introducir esta modificación en el PI están diciendo que ya no hay diferencia de naturaleza entre un empresario que produce y paga los impuestos y un empresario mafioso; entre los que contratan y los que dan trabajo en negro; entre los que respetan la ley los que la niegan. Esta noticia reniega de siglos de tradición y de estadística humanista y ofende a los que trabajan y viven en la legalidad. Y así seguimos humillando la honradez y la virtud y poniéndonos al servicio de los deshonestos, dándoles dignidad civil y económica. ¿Hasta cuándo y hasta dónde queremos seguir por este camino?
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Comentario – Decisión que reniega de los fines de la economía
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 29/05/2014
Siempre hemos sabido que el Producto Interior Bruto no mide mucho y que muchas de las cosas que mide las mide mal. Desde estas páginas lo hemos repetido a menudo y gustosamente. Pero a nadie se le ha ocurrido eliminar el PIB para dar lugar a otros indicadores de bienestar, porque si bien la democracia tiene una creciente necesidad de más indicadores económico-sociales, sigue siendo importante tener un indicador de la producción de bienes y servicios de un país. El PIB está lleno de datos que dicen poco sobre nuestro bienestar o dicen exactamente lo contrario (por ejemplo, en los juegos de azar).
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por Diego Motta
publicado en Avvenire el 3/04/2014
El Premio Nobel Amartya Sen decía que «el homo oeconomicus puro está muy cerca del idiota social». Estas palabras podrían ser suficientes para presentar la Escuela de Economía Civil de Loppiano, un proyecto que se propone como un laboratorio de formación permanente para aquellos que tienen en el corazón una visión "alta" del hombre y de su acción social y económica.
Tras los empresarios y directivos, ahora el reto es poner en el centro de los programas de formación a los centros educativos, empezando por el escalón más alto: los profesores. Hasta el 10 de abril estará abierto el plazo de inscripción en el primer curso dirigido a profesores de secundaria y bachillerato que quieran introducir la economía civil dentro de sus programas educativos.
[fulltext] =>«En un mundo en el que las finanzas y la economía tienen un peso enorme, como demuestra la crisis que todavía estamos viviendo, es necesario estudiar para ser libres» sostiene uno de los fundadores de la escuela, el profesor Luigino Bruni.
Estudiar no es sólo para los jóvenes estudiantes, sino también para los profesores...
Exacto. Este es el primer curso que organizamos para profesores de secundaria y bachillerato interesados en la economía civil. Estamos preparando un manual ad hoc para los libros de texto y queremos hacer partícipe al público más amplio posible. No sólo a los que enseñan economía sino también a los profesores de lengua, historia y religión. Nuestro reto es el humanismo civil.
¿Por qué empezar precisamente por la escuela?
Después de la segunda guerra mundial, Italia sólo salió de los escombros gracias a un gran proyecto educativo. Del mismo modo, hoy no conseguiremos salir de esta crisis sin un nuevo y gran proyecto que vuelva a poner en el centro la dimensión educativa, apostando en primer lugar por la comunidad educativa. Para hablar de finanzas los conocimientos técnicos no bastan. Hace falta una visión nueva. Debemos crear desde abajo una vía italiana a la economía.
En las universidades en las que usted enseña, ¿qué sensibilidad hay hacia estos temas?
Cada vez más. Por fin nos sentimos escuchados. No hay duda de que es necesario seguir trabajando mucho, pero en un momento como este quienes quieran colaborar en Italia, desde una cátedra universitaria hasta el departamento de producción de una empresa, saben que el camino pasa por juntar piezas e historias distintas. Construir y no destruir. La tentación de encerrarse en modernas torres de Babel puede ser fuerte para algunos, pero para ganar hace falta que los talentos se dispersen de forma fecunda.
Es una respuesta a la cerrazón muchas veces autorreferencial de muchas élites pequeñas...
Nuestro sueño es volver a las plazas. El tercer pilar de nuestra escuela, después de la formación y la empresa, tiene que ver con el mundo de los jóvenes. Queremos abrir una escuela popular de economía para todos. Hay que construir una alianza con las nuevas generaciones, que sepa valorar de verdad el "genius loci" de este país.
El programa es muy denso y no contiene sólo teoría. La cita es para los días 8 y 9 de mayo en la sede de la Escuela de Economía Civil en Incisa Val D’Arno. Pero antes es necesario inscribirse antes del 10 de abril (para más información visitar la web www.scuoladieconomiacivile.it). Abrirá los trabajos Silvia Vacca, presidenta del consejo de administración de la escuela. Después será el turno de Luigino Bruni, quien ilustrará las raíces históricas de a economía civil desde el monacato hasta los distritos industriales. Por la tarde Stefano Zamagni abordará las perspectivas de esta nueva vía al desarrollo. La fórmula será el diálogo entre el público y los profesores. Al día siguiente, sor Alessandra Smerilli introducirá la necesidad de formas de cooperación, mediante un innovador experimento didáctico. El curso intensivo va dirigido a profesores de secundaria y bachillerato de toda Italia.
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Entrevista a Luigino Bruni
por Diego Motta
publicado en Avvenire el 3/04/2014
El Premio Nobel Amartya Sen decía que «el homo oeconomicus puro está muy cerca del idiota social». Estas palabras podrían ser suficientes para presentar la Escuela de Economía Civil de Loppiano, un proyecto que se propone como un laboratorio de formación permanente para aquellos que tienen en el corazón una visión "alta" del hombre y de su acción social y económica.
Tras los empresarios y directivos, ahora el reto es poner en el centro de los programas de formación a los centros educativos, empezando por el escalón más alto: los profesores. Hasta el 10 de abril estará abierto el plazo de inscripción en el primer curso dirigido a profesores de secundaria y bachillerato que quieran introducir la economía civil dentro de sus programas educativos.
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por Luigino Bruni
publicado por Avvenire el 20/03/2014
Cuando en 2012 la Asamblea de la ONU instituyó el «Día Internacional de la Felicidad» probablemente no fue consciente de que Italia era la patria de la felicidad que los gobiernos y los pueblos se planteaban como un objetivo. La idea de la felicidad como objetivo de la vida es tan antigua como la humanidad (o al menos como la filosofía griega). Pero el reto de hacer de la felicidad «el objeto de los buenos principios», como dice el subtítulo del libro de Ludovico Antonio Muratori "De la felicidad pública" (1749), es latino, italiano. El mismo «derecho a la felicidad» (1776), que la ONU pone en el centro de este Día Internacional, fue un brote americano de un movimiento europeo, sobre todo latino y más concretamente napolitano.
[fulltext] =>Thomas Paine, uno de los padres de la revolución americana, reconoce a Giacinto Dragonetti, discípulo de Antonio Genovesi y autor del importante aunque olvidado tratado "De las virtudes y de los premios" (1766), la paternidad de la idea fundamental sobre la relación entre felicidad y libertad. En su influyente libro "Common sense" (1776), Paine cita la siguiente frase de Dragonetti: «La ciencia de los políticos consiste en encontrar el verdadero punto a partir del cual los hombres puedan ser felices y libres».
Así pues, este Día Internacional debería ser una ocasión para reflexionar sobre la tradición civil y económica italiana y sobre nuestra vocación como país. Italia comenzó la reflexión moderna sobre la economía y sobre el progreso poniendo en el centro de la nueva sociedad moderna precisamente la felicidad, a la que inmediatamente le añadió el adjetivo «pública», un adjetivo calificativo importante, que unía a la Italia moderna con la tradición medieval del bien común. Pero la felicidad pública también puede ser interpretada como una declinación moderna del bien común, alrededor del cual se construyó toda la civilización medieval, humanismo incluido.
¿Qué pistas nos ofrece hoy esta antigua y moderna tradición? En primer lugar, la vía latina a la felicidad (pública) nos dice que los símbolos de la felicidad no son ni el “smile” ni la cometa, sino otros más profundos y relevantes que ya usaban los romanos en el reverso de las monedas, donde grababan la expresión felicitas publica: las mujeres, las fértiles campiñas, los instrumentos de trabajo y sobre todo los niños. Hoy debemos proteger a la felicidad, esa gran palabra, de una happiness demasiado vinculada al placer y a la diversión, cuando no a la frivolidad. Algunos filósofos de lengua inglesa han dejado de usar la palabra happiness y en su lugar usan human flourishing (florecimiento humano) para expresar lo que quería decir la antigua palabra latina felicitas o la griega eudaimonia.
Esta felicidad está en el corazón del pacto político y se refiere al florecimiento de las personas y de los pueblos, a su vida buena. Tiene poco que ver con los centros de wellness y los masajes y mucho que ver con los parlamentos, las escuelas, las familias y las virtudes civiles. No olvidemos que felicidad tiene la misma raíz que fértil, femenina y feto.
Otro mensaje es el relativo al trabajo. La felicidad sin trabajo muchas veces no es más que una ilusión, incluso opio del pueblo o un engaño, cuando es una promesa de ganancia fácil en los juegos de azar o en la especulación financiera. La patria de la nueva búsqueda de la felicidad pública fue al principio el Reino de Nápoles, una provincia periférica del gran y multinacional Reino de los Borbones. La nueva felicidad pública también tiene que pasar por el Sur y por las periferias del nuevo Reino-Imperio, aprendiendo a crear trabajo. Sólo nos salvaremos trabajando.
Para terminar, en estos momentos en los que el narcisismo se está convirtiendo en una auténtica pandemia en Occidente, la tradición de la felicidad pública nos recuerda que existe un nexo imprescindible entre la vida buena y las relaciones sociales: no es posible ser felices en solitario, porque la felicidad en su esencia más profunda es un bien relacional. Así se comprende que la felicidad se invoque sobre todo como instrumento de crítica al status quo y a la vena hedonista que desde la antigüedad ha atravesado nuestra civilización y se ha hecho dominante en los tiempos del declive y la decadencia. Debemos tomar conciencia de que no basta que la variación del PIB vuelva a ser positiva para que podamos decir de verdad que «la mala noche ha pasado».
Sólo cuando volvamos a crear buen trabajo, sobre todo para los jóvenes, la mala noche se encaminará hacia el alba. Todos los demás indicadores hay que tomárselos con un fuerte sentido crítico, porque muchas veces esconden manipulaciones. Incluidos los indicadores de la felicidad individual que están apareciendo aquí y allá, siempre que no vayan acompañados de indicadores de felicidad pública, que se mide con la calidad de las relaciones en nuestras ciudades, con el estado de salud de nuestros territorios, con la custodia de los bienes comunes, con la calidad de las escuelas y más aún con la cantidad y la calidad del trabajo (no todo trabajo es bueno).
Finalmente, pero no en último lugar, los niños. La felicidad pública necesita de los niños. Porque la primera señal de un pueblo deprimido y triste es renunciar a traer al mundo hijos e hijas por miedo a la falta de trabajo, al futuro. Pero el amor es más fuerte que la muerte. Feliz fiesta de la felicidad pública a todos.
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Comentario – Un Día Internacional de la ONU que dice mucho de nosotros
por Luigino Bruni
publicado por Avvenire el 20/03/2014
Cuando en 2012 la Asamblea de la ONU instituyó el «Día Internacional de la Felicidad» probablemente no fue consciente de que Italia era la patria de la felicidad que los gobiernos y los pueblos se planteaban como un objetivo. La idea de la felicidad como objetivo de la vida es tan antigua como la humanidad (o al menos como la filosofía griega). Pero el reto de hacer de la felicidad «el objeto de los buenos principios», como dice el subtítulo del libro de Ludovico Antonio Muratori "De la felicidad pública" (1749), es latino, italiano. El mismo «derecho a la felicidad» (1776), que la ONU pone en el centro de este Día Internacional, fue un brote americano de un movimiento europeo, sobre todo latino y más concretamente napolitano.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 30/01/2014
”Exhortación apostólica” es la definición que mejor le cuadra a la Evangelii gaudium del Papa Francisco. Exhortación viene del verbo latino ex-hortari, que tiene un doble significado: “inducir, incitar a hacer algo” y también “consolar, levantar” (tiene la misma raíz que confortar). La Evangelii gaudium es efectivamente un documento que nos incita con fuerza a cambiar de dirección, y lo hace con la misma fuerza con la que los apóstoles se dirigían a sus Iglesias (pensemos en Pablo), usando un tono fuerte y duro cuando era necesario. Pero, emulando la actitud apostólica, esta exhortación a la vez que nos incita y nos impulsa a rectificar, nos conforta y nos ayuda en el acto de levantarnos.
[fulltext] =>El Papa Francisco nos ha regalado un texto al mismo tiempo fuerte y consolatorio. En él nos invita a cambiar con palabras fuertes, pero entre palabra y palabra se percibe el buen olor del pastor al que le importa, antes que cualquier otra cosa, el bien del rebaño. Sobre todo cuando teme que el rebaño se esté acercando peligrosamente a un barranco, aún más peligroso por estar precedido de verdes pastos que ocultan detrás de las hojas un escarpado y mortal despeñadero. Por eso, el primer y grave error que hay que evitar al leer la exhortación es reducir su magnitud mediante una lectura falsamente irenista y tranquilizadora que suavice las tesis más fuertes, normalizándolas y reduciendo la carga profética de incitación al cambio.
Decir, por poner un ejemplo ilustre e influyente, que la Evangelii gaudium hay que leerla «a través de la mirada del profesor-obispo-papa nacido y crecido en Argentina» (Michael Novak, “Corriere della sera”, 12 de diciembre de 2013), significa querer debilitar la carga cultural universal y general de la exhortación y calificarla en la práctica de irrelevante. Por el contario, estoy convencido de que el único modo de apreciar la exhortación y acogerla como don de bien común, pasa precisamente por no apagar su grave crítica (reconfortante para aquellos que la entienden) a la fase actual del sistema capitalista. ¿Qué capitalismo es el que critica el Papa? Sabemos que en el pasado ha habido distintos capitalismos, pero también sabemos que en la fase actual de desarrollo de la economía mundial, el capitalismo de matriz individualista que ha puesto al frente a las finanzas se está convirtiendo en el único capitalismo. Con ello se olvida toda la biodiversidad cultural y económica del siglo XX, cuando los capitalismos eran muchos y respondían a distintas antropologías y concepciones del mundo.
Así pues, la crítica que el Papa Bergoglio dirige a la versión actual del capitalismo individualista y financiero es de carácter general, y toca una idea clave de la ideología que está en la base de nuestro modelo de desarrollo, que se articula en dos puntos: la naturaleza excluyente de nuestro sistema económico (nº 53), y la idea que él llama del “derrame” (nº 54). La economía de mercado conquistó su estatuto ético y fue moralmente aceptada en la Edad Media por los franciscanos, por los dominicos (con alguna reserva) y por toda la comunidad cristiana (aunque con variaciones y acentos diversos al pasar del mundo católico al protestante), precisamente por su capacidad de incluir a los excluidos y no sólo de crear riqueza. Si comparamos el origen de la economía de mercado con el feudalismo, es decir con la única alternativa históricamente disponible, es innegable que el desarrollo histórico de la economía de mercado ha llevado consigo la inclusión productiva primero de millones de siervos de la gleba, después de los campesinos y desde hace unas décadas también de las mujeres, que tras milenios al margen de la vida civil, se han convertido en ciudadanas libres trabajando y consumiendo.
El desarrollo de la libertad de mercado fue la otra cara, inseparable, del desarrollo de la democracia, los derechos y las libertades. Esta es la historia. ¿Y hoy? No olvidemos que el Papa escribe en 2013, en un periodo histórico en el que esa economía de mercado (si queremos podemos llamarla también capitalismo, aunque no es necesario) está conociendo una enfermedad grave, con dos grandes síntomas: la deriva solitaria, infeliz y consumista de los individuos («El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada», nº 2); y la financiarización de la economía.
No podemos olvidar que cuando las finanzas especulativas se hacen con la propiedad y el control de los bancos y las empresas (y del trabajo y las familias junto con ellos), se producen al menos dos graves patologías civiles: las rentas domina sobre los beneficios de los empresarios y sobre los trabajadores, y las relaciones entre los agentes se parecen cada vez más a los llamados “juegos de suma cero”. Cada vez son más las transacciones financieras (no todas) que se configuran como una apuesta, donde las ganancias de una parte se corresponden exactamente con las pérdidas de la otra (como en toda apuesta). Cuando la economía asume este cariz de tragaperras (un cariz hoy muy visible y esperemos que reversible), el mercado traiciona su naturaleza inclusiva y deja de estar basado en la regla de oro del “provecho mutuo” (el de Smith o el de Genovesi). Por eso hay que criticarlo. El “derrame”, más allá de las exégesis y traducciones lingüísticas, es un pilar de la ideología capitalista, según la cual cuando sube la marea todos los barcos se elevan, también los más pequeños: la riqueza de los ricos beneficia también a los pobres, que recogen las migajas que involuntariamente caen de la mesa de los poderosos.
Esta es una versión del capitalismo que podríamos llamar del “rico Epulón”, que mientras come opíparamente deja caer, sin quererlo, las migajas a los perros que están debajo de la mesa. Al Papa Francisco no le basta que la justicia y la lucha contra la pobreza y la exclusión se deje en manos de los efectos “no intencionales” de unos comportamientos intencionalmente tendentes a intereses meramente individuales. Quiere poner en discusión el banquete entero y no sólo las migajas. Discutir quién y cómo come, quién se queda fuera de la mesa, qué relaciones sociales se esconden tras las personas. La suya es una legítima y necesaria crítica a una idea de solidaridad de mercado y de bien común que queda en manos principalmente de los efectos indirectos.
Las virtudes sociales (la justicia es siempre la reina de las virtudes sociales) nacen de las virtudes individuales, que son muy intencionales, de las virtudes de aquellos que ven hoy a los nuevos Lázaros y no les dejan bajo la mesa donde ya no tienen ni siquiera la compañía de los perros (que hoy reciben por fin un trato respetuoso y digno). La Evangelii gaudium es un documento que hay que leer dentro de la gran tradición clásica del bien común, humanista y cristiana (desde Aristóteles, Tomás y los franciscanos hasta Genovesi o Toniolo) que nunca ha concebido el bien común como un efecto positivo no intencionado de acciones encaminadas al propio interés, sino que lo ha relacionado con las virtudes privadas y públicas. Esta tradición considera el bien común como fruto de acciones públicas y civiles correctivas, tendentes a mitigar las pasiones sobre todo a través de instituciones justas, y no lo ve como un efecto indirecto de las acciones “naturales” y espontáneas de los individuos, como dirían Amintore Fanfani o Federico Caffé. No todas las formas de buscar el interés personal son buenas, justas y ecuánimes.
La idea de mercado que nace de esta tradición, de la que Francisco es intérprete y continuador creativo, es la de una gran operación de cooperación internacional, un ejercicio de las virtudes sociales, un asunto comunitario y personal: «Ya no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado» (nº 204). Tomémoslo en serio, y demos vida a una nueva etapa de pensamiento económico a la altura de la exhortación de Francisco.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 30/01/2014
”Exhortación apostólica” es la definición que mejor le cuadra a la Evangelii gaudium del Papa Francisco. Exhortación viene del verbo latino ex-hortari, que tiene un doble significado: “inducir, incitar a hacer algo” y también “consolar, levantar” (tiene la misma raíz que confortar). La Evangelii gaudium es efectivamente un documento que nos incita con fuerza a cambiar de dirección, y lo hace con la misma fuerza con la que los apóstoles se dirigían a sus Iglesias (pensemos en Pablo), usando un tono fuerte y duro cuando era necesario. Pero, emulando la actitud apostólica, esta exhortación a la vez que nos incita y nos impulsa a rectificar, nos conforta y nos ayuda en el acto de levantarnos.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 23/01/2014
Se respira optimismo en Davos 2014. La crisis que comenzó en 2008 ya se intuye superada y son muchos los que se aprestan a archivarla en los libros de historia y en el cajón de los recuerdos tristes de las familias y los pueblos. Lástima que ese optimismo no pueda apoyarse en bases sólidas. Entonces la pregunta que surge es: ¿Por qué motivos quiere Davos ofrecer a la opinión pública un cuadro económico tan distinto del que bien ve la mayor parte de la gente?
[fulltext] =>La respuesta está en la lista de los protagonistas del “World Economic Forum”, compuesta por líderes de las finanzas mundiales y de grandes lobbies transnacionales, con los representantes políticos e institucionales en el papel fundamentalmente de espectadores, cuando no de clientes. Son élites con una representatividad mínima. La economía capitalista no es democrática: no votan las personas (una persona, un voto) sino los capitales. En este tipo de simposios se puede palpar cuánta verdad había en las palabras de Federico Caffè, cuando decía hace años que los mercados no son anónimos, sino que tienen "nombre, apellidos y sobrenombre".
Para entender un poco este optimismo, hay que tener en cuenta que para estas élites y paras las personas físicas y jurídicas a las que representan, la economía en definitiva no va tan mal; digamos que en realidad va bastante bien. Una vez conjurado (de momento) el peligro de bancarrota del sistema financiero global, que hace un par de años no estaba tan lejos, las operaciones de las finanzas especulativas siguen dando pingües beneficios y sobre todo rentas doradas. Para entender lo que de verdad está sucediendo en Davos deberíamos leer a la vez el informe presentado hace unos días por Oxfam (Working for the few), donde, entre otras cosas, se afirma que las 85 personas más ricas poseen lo equivalente a la mitad de la población mundial. Estos 85, y con ellos algunos millones de personas más repartidos por todos los países (en la India el número de supermillonarios se ha multiplicado por 10 en la última década), están muy bien representados en Davos. Los que faltan son los otros y no sólo los que viven en situación de pobreza extrema en países africanos devastados por muchas de las multinacionales que hoy, entre las montañas suizas, exhiben sus refulgentes balances sociales, sino también muchas familias europeas que se están empobreciendo por una crisis del trabajo cuyo precedente más parecido habría que buscarlo al comienzo de la revolución industrial.
El segundo motivo para este extraño “optimismo de unos pocos” tiene que ver con la distancia creciente entre los representantes reunidos en Davos y la vida de la gente común, sobre todo de los pobres. ¿Qué saben esas élites de la vida de una familia en un poblado del Sur de Sudán o de una familia europea con dos o tres niños pequeños y un cónyuge en el paro? Prácticamente nada. Una de las enfermedades más graves del capitalismo actual es la total separación entre los top managers de las grandes empresas, bancos y fondos (incluidas algunas organizaciones humanitarias globales) y la gente corriente. Cuando los que gobiernan dejan de sentir el olor de la gente que hace fila en las tiendas, en el metro o en los trenes de cercanías, estos poderosos ya no saben si manejan personas o máquinas, almas o centros de costes e ingresos. El metro y el tráfico urbano normal (no el de los coches con sirenas ni el de los helicópteros privados) son los primeros lugares donde hoy se ejerce la ciudadanía y donde se comprenden sus paradojas y su valor. El pacto social se romperá antes o después si durante demasiado tiempo no respiramos todos los mismos olores de la vida, los malos y los buenos.
El Papa con su mensaje ha querido lanzar, en nombre de las no-élites, un grito de alarma a estas élites que están a punto de perder el contacto con los lugares auténticos de la vida social. Pero el peligro más grande es que a esta advertencia le ocurra lo que le ocurrió al director del relato de Søren Kierkegaard: "Un director de teatro se presenta en el escenario para advertir al público de que ha estallado un incendio; pero los espectadores creen que su aparición forma parte de la representación y así, cuanto más grita, con más fuerza suenan los aplausos". Para que las palabras de Francisco dieran todo su fruto, harían falta otros Forum, en los que los pobres y los países periféricos excluidos de Davos pudieran contar otras historias sobre este capitalismo financiero y los políticos y los poderosos las escucharan sentados en silencio.
La sede más natural para un Forum alternativo como este sería la Roma de Francisco, el único que hoy cuenta con la autoridad y la credibilidad suficientes para reunir a todos en torno a él. La nueva economía que muchos deseamos llegará, invirtiendo la mirada y los protagonistas, si volvemos a empezar desde los pobres y desde las periferias. Una realidad inmensa que hoy es “la más pequeña de las ciudades”.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 23/01/2014
Se respira optimismo en Davos 2014. La crisis que comenzó en 2008 ya se intuye superada y son muchos los que se aprestan a archivarla en los libros de historia y en el cajón de los recuerdos tristes de las familias y los pueblos. Lástima que ese optimismo no pueda apoyarse en bases sólidas. Entonces la pregunta que surge es: ¿Por qué motivos quiere Davos ofrecer a la opinión pública un cuadro económico tan distinto del que bien ve la mayor parte de la gente?
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 31/12/2013
El mundo griego, para referirse a lo que nosotros hoy llamamos tiempo, usaba dos palabras: chronos y kairos. Para el tiempo-chronos el día de San Silvestre es un día como cualquier otro. En cambio, para el tiempo-kairos, las horas y los años son distintos: el día en que murió Nelson Mandela (el 4 de diciembre) o el día en que fue elegido Francisco (el 13 de marzo) son días cualitativamente distintos, que quedan grabados en la tablilla plana del tiempo. Chronos es cantidad homogénea, kairos cualidad y diversidad, algo parecido a la diferencia que existe entre espacio y lugar. La dinámica chronos-kairos marca el ritmo del tiempo de nuestra vida diaria. El nacimiento de los hijos, un acontecimiento luctuoso, el trabajo encontrado y perdido, dan color y vida a los números del calendario.
[fulltext] =>Este 2013 ha sido un año más largo para los que más han sufrido, muchos de ellos por la falta de empleo, demasiados de ellos jóvenes. Nos hemos despertado bruscamente y nos hemos dado cuenta de que no hemos perdido millones de puestos de trabajo por las hipotecas sub-prime norteamericanas ni por la prima de riesgo, y que no es culpa de Europa que nuestros jóvenes ya no tengan un buen trabajo. Sabemos que deberíamos levantarnos con nuestras propias fuerzas, pero no podemos por una grave carestía de capitales morales. El mundo ha cambiado verdaderamente, ya no lo comprendemos, y todos sufrimos por la 'falta de pensamiento' (Pablo VI). Sufrimos dolores de parto. Algo nuevo está naciendo, pero todavía no nos damos cuenta. Sufrimos también porque colectivamente no conseguimos ver ningún niño detrás del suplicio. Y cuando no vemos al niño, no vemos la salvación, el esfuerzo no tiene premio, nos falta la alegría. Deberíamos entrenar la mirada para ver más lejos y de otro modo, vislumbrar dentro de nosotros y entre nosotros las personas y los lugares donde están sucediendo cosas nuevas, descubrir dónde están ‘naciendo niños’. Y aprender a decir “gracias”, una palabra a redescubrir a partir de su raíz charis.
El 31 de diciembre es sobre todo el día del agradecimiento, también civil. El ejercicio de la virtud de la gratitud siempre es importante, pero en el éxodo por el desierto es esencial. Decir gracias, sobre todo cuando cuesta y se hace seriamente, es un recurso extraordinario para seguir esperando y caminando. Son muchas las personas a las que quiero dar hoy las gracias. Quiero empezar por los empresarios, que siguen arriesgando recursos, energías y talentos para salvar el trabajo y siguen adelante a pesar de todo; esos empresarios que construyen bienestar y pagan los impuestos. Son muchos, aunque no se hable de ellos, y nadie les da las gracias. Cuando un empresario decide pagar los impuestos sabe que, en un mundo como el nuestro, con una alta evasión, está pagando mucho más que lo que le correspondería en justicia. Sabe que está pagando también por sus “colegas” que han puesto su sede fiscal en Montecarlo pero usan los mismos bienes públicos. Muchos, ante el espectáculo de esta injusticia se pervierten y comienzan a evadir. Otros empresarios, trabajadores y ciudadanos se indignan y piden justicia. Pero no se envilecen y siguen adelante. Y no sólo por cumplir obligación fiscal. Saben que están haciendo también un don. Y el don hay que agradecerlo. Si no existieran estos “pocos justos” (que por otra parte no son tan pocos), la ciudad ya se habría autodestruido. Un gracias doloroso, que se convierte también en “perdón”, debe llegar a los empresarios que no han conseguido salir adelante y han tenido que cerrar la empresa, dejando en casa a muchos trabajadores, en medio de grandes sufrimientos y angustias (conozco muchos de ellos). “El hombre no es su error”, he leído en una comunidad de Don Oreste Benzi. "El empresario no es el fracaso de su empresa", siempre se puede volver a empezar.
Gracias también a todas las personas que acompañan a los pobres y a los que están solos, y que, con la fuerza del agape, curan la desesperación. A muchos administradores públicos honrados, que no tiran la toalla cuando les sobrarían razones para hacerlo. A las maestras y a los educadores que, en una escuela herida, empobrecida y despreciada, siguen amando a nuestros hijos. Para terminar (aunque habría que seguir mucho más) gracias a las familias, a las madres y a los padres y más aún a los ancianos, que siguen remendando la fides, esa fe y esa cuerda que todavía nos mantiene juntos. Ellos remiendan el tejido social y nos recuerdan nuestras raíces y nuestras historias.
En “Las mil y una noches”, Sharazad para no morir tenía que dejar de contar historias. Si hoy queremos vivir y transmitir vida debemos contarnos más historias de vida verdadera, encontrar juntos nuevos motivos de auténtica esperanza y repetirnos continuamente unos a otros “no tires la toalla”. Y no dejar de agradecer.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 31/12/2013
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 29/10/2013
A Italia le falta desde hace demasiado tiempo un código simbólico e ideal compartido capaz de reconstituir una unidad civil, ideal y espiritual en la que basar un nuevo desarrollo, también económico. Hace demasiado tiempo que las historias colectivas que contamos, incluidas las historias políticas, han dejado de convencernos. Son demasiado frágiles, superficiales, miopes y carentes de carga simbólica, porque les falta el soplo vital que es capaz de reanimar los huesos que pueblan los modernos pero áridos valles de nuestra vida civil y económica.
Y sin embargo a Italia no le faltan historias, narrativas ni mitos, grandes, populares y cargados de símbolos vitales (adjetivos de todas las historias capaces de generar resurrección) y por tanto capaces de futuro. La aventura humana, económica, espiritual e industrial de Adriano Olivetti (a la que Rai1 dedica, entre ayer y hoy, una mini-serie de dos capítulos) es una de ellas.
[fulltext] =>Olivetti no es una gloriosa excepción en una historia económica italiana distinta, ni tampoco un héroe o un caballero solitario. Muy al contrario, fue una expresión del mejor genio italiano. Nos mostró que la empresa puede ser al mismo tiempo solidaria y situarse en la frontera de la innovación tecnológica, puede ser líder mundial y estar radicada en un territorio y en una comunidad, puede ser de gran tamaño y estar centrada en las personas, puede ser un laboratorio intelectual y hablar en dialecto, puede incluir a los pobres y generar muchos beneficios. La tradición económica italiana a la que algunos llamamos Economía Civil, fue excelente y un faro para el mundo entero, al saber conjugar estos elementos que el capitalismo actual, incluso el nuestro, tiende a contraponer deliberada y sistemáticamente.
Efectivamente, en estas últimas décadas hemos dado vida a un sistema económico y social dicotómico y separado, es decir, literalmente dia-bólico. Y así hoy tenemos grandes empresas que ven al territorio y a sus instancias como una amenaza para su propia eficiencia (y se deslocalizan), mientras que la economía social se ve relegada, muchas veces segregada, al mundo de “lo pequeño es hermoso”. En las grandes empresas ya no se habla en dialecto, ni tampoco en inglés auténtico ni en italiano, porque se han perdido las lenguas vitales antiguas, las de la economía campesina y artesana y no hay tiempo ni cultura para aprender (bien) otras.
Finalmente, aunque podríamos añadir muchas más cosas, quienes trabajan en los sectores de la gran innovación tecnológica (y son muchos, también en Italia) no tienen ningún contacto con quienes trabajan en el ámbito social y tienen que enfrentarse a la pobreza. Eso es exactamente lo contrario a lo que hizo, pensó, vivió y soñó Adriano Olivetti, junto con los demás empresarios civiles de su generación, que la gravemente herida Italia de la posguerra, fue capaz de generar.
Hay muchas y complejas razones (todavía poco exploradas) para explicar por qué la economía italiana traicionó el paradigma de Olivetti. Las vicisitudes de la empresa Olivetti después de Adriano jugaron sin duda un papel importante. Pero a la Italia de las últimas décadas le ha faltado también capacidad cultural y de pensamiento para concebir y reconstruir una vía civil a la empresa y a la economía. Las ideologías de derecha y de izquierda han sido culturalmente incapaces de entender que detrás del experimento de Adriano Olivetti se escondía algo de extrema importancia para Italia: la posibilidad de idear y poner en práctica una economía de mercado que no fuera la capitalista que se estaba consolidando en los Estados Unidos ni tampoco la colectivista rusa, ni la sueca, ni la japonesa, ni la alemana.
La economía de Olivetti era sencillamente la economía italiana, es decir, la heredera de la economía de los Comunes, del Humanismo Civil, de los artesanos artistas, de los cooperadores… La “tercera vía” de Olivetti era demasiado italiana para ser reconocida por los italianos, porque ponía a producir en plena post-modernidad los rasgos más típicos y mejores de nuestra vocación: creatividad, inteligencia, comunidad, relaciones, territorios. Un “espíritu del capitalismo” italiano y europeo, distinto del americano que estaba ya dominando el mundo, donde lo social empieza fuera de las puertas de la empresa y el empresario crea una fundación filantrópica “para” los pobres. El capitalismo de Olivetti se ocupaba de lo social y de los pobres durante la actividad de la empresa. La inclusión productiva es una de las palabras clave del humanismo olivettiano, una palabra hoy casi inexplorada.
Así, el capitalismo italiano después de Olivetti se perdió. Una parte de él se apropió del alma social y solidaria (la que hoy llamamos economía non-profit o tercer sector, expresiones ajenas a nuestra historia) y los empresarios industriales se convirtieron con demasiada frecuencia en pálidas imitaciones, a veces caricaturas, de sus colegas de ultramar, porque carecían de las virtudes calvinistas esenciales para hacer funcionar, a su manera, ese capitalismo distinto. Tal vez hayan pasado ya demasiados años desde la prematura muerte, en el lejano 1960, de Adriano.
Demasiados años como para pretender retomar hoy el hilo de un discurso económico y civil interrumpido, que llegó vivo a lo largo de los siglos desde los mercaderes medievales hasta Ivrea. Nuestra historia es la que conocemos y no la que imaginó y realizó Adriano. Pero un pueblo puede salir del desierto si sabe mantener viva la memoria, recordar y reconocer antes que nada la existencia y la enseñanza de sus patriarcas. Aunque la historia no va hacia atrás, siempre podemos corregir o invertir la ruta.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 29/10/2013
A Italia le falta desde hace demasiado tiempo un código simbólico e ideal compartido capaz de reconstituir una unidad civil, ideal y espiritual en la que basar un nuevo desarrollo, también económico. Hace demasiado tiempo que las historias colectivas que contamos, incluidas las historias políticas, han dejado de convencernos. Son demasiado frágiles, superficiales, miopes y carentes de carga simbólica, porque les falta el soplo vital que es capaz de reanimar los huesos que pueblan los modernos pero áridos valles de nuestra vida civil y económica.
Y sin embargo a Italia no le faltan historias, narrativas ni mitos, grandes, populares y cargados de símbolos vitales (adjetivos de todas las historias capaces de generar resurrección) y por tanto capaces de futuro. La aventura humana, económica, espiritual e industrial de Adriano Olivetti (a la que Rai1 dedica, entre ayer y hoy, una mini-serie de dos capítulos) es una de ellas.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 22/09/2013
La reciprocidad es la regla de oro de la sociabilidad humana. Reciprocidad es una palabra que explica mucho mejor que cualquier otra la gramática fundamental de la sociedad, incluida la indignación, la venganza o las interminables causas en los juzgados. El ADN del animal político es una hélice formada por un entramado de dar y recibir. También el amor humano es esencialmente reciprocidad, desde el primer instante de la vida hasta el último, cuando al abandonar esta tierra estrechamos la mano de un ser querido y, cuando eso no es posible, la estrechamos interiormente con las últimas energías de la mente y del corazón. Esta dimensión de reciprocidad del amor, que consiste en amar a quienes nos aman, las culturas humanas la han expresado de muchas maneras y con distintas palabras.
[fulltext] =>Las palabras más conocidas de la cultura griega son eros y philia, dos formas distintas de amor que tienen en común la reciprocidad, la necesidad fundamental de la respuesta del otro. La reciprocidad del eros es directa, biunívoca, exclusiva: amamos al otro porque colma una necesidad, nos sacia apagando en nosotros un deseo vital. En la philia griega (que se parece a lo que hoy llamamos amistad), la reciprocidad está más articulada: se tolera la falta de respuesta del otro, no siempre se lleva la cuenta de cuánto se da y cuánto se recibe y se perdona muchas veces. Mientras que el eros no es una virtud, la philia puede serlo, porque comporta fidelidad al amigo que temporalmente nos traiciona o no responde a nuestro amor con reciprocidad. Pero el amor-philia no es un amor incondicional, porque se interrumpe cuando el otro o la otra, con su falta de reciprocidad, nos hace entender que ya no quiere ser nuestro amigo.
El eros y la philia son esenciales y espléndidos para la vida buena, pero no suficientes. La persona es grande porque no le basta la reciprocidad, ya de por sí grande, sino que quiere el infinito. Así, en un momento determinado de la historia, cuando los tiempos estuvieron maduros, surgió la necesidad de encontrar otra palabra que expresara una dimensión del amor no contenida en esas dos semánticas del amor, que ya eran ricas y elevadas. Esta nueva palabra fue agape, no del todo inédita en el vocabulario griego, aunque nuevo era el uso y el significado que le atribuyeron “los de los caminos”, el primer (y hermoso) nombre de los cristianos. Pero el agape no fue una invención; fue una revelación de una dimensión presente, en potencia, en el ser de toda persona, incluso cuando queda enterrada esperando que alguien le diga “sal fuera”. El agape no empieza donde terminan las otras formas de amor, no es el no-eros o la no-philia, puesto que es su presencia la que hace que todo amor sea pleno y maduro. El agape le da al amor humano la dimensión de gratuidad que ni la philia, ni mucho menos el eros pueden garantizar. Y así, abriéndolas, realiza todas las virtudes, que en su ausencia son solo egoísmo sutil. Por eso cuando los latinos tradujeron el agape, eligieron la palabra charitas, que en los primeros tiempos se escribía con una hache intercalada, que para ser una letra muda decía muchas cosas.
En primer lugar decía que esa charitas no era ni amor ni amititia, sino otra cosa. Decía además que esa charitas tampoco era la caritas de los comerciantes romanos, que usaban ese término para expresar el valor de los bienes (lo que cuesta mucho, lo “caro”). La hache quería recordar que charitas hacía referencia a otra gran palabra griega: charis, gracia, gratuidad (“Ave Maria, llena de charis”). No hay agape sin charis, ni charis sin agape. Así, la philia puede perdonar hasta siete veces, el agape hasta setenta veces siete; la philia regala la túnica, el agape también el manto; la philia camina una milla con el amigo, el agape dos, incluso con quien no es amigo. El eros soporta, espera y cubre poco; la philia cubre, soporta y espera mucho; el agape lo espera, cubre y soporta todo.
La forma de amor del agape es también una gran fuerza de acción y de transformación económica y civil. Cada vez que una persona actúa por el bien y encuentra dentro de sí y en la acción misma los recursos para seguir adelante incluso sin reciprocidad, allí está actuando el agape. El agape es el amor típico de los fundadores, de los que inician un movimiento o una cooperativa sin tener la posibilidad de contar con la reciprocidad de los demás y necesitan fortaleza y perseverancia en su larga soledad. El agape no condiciona la decisión de amar a la respuesta del otro. Pero sufre cuando esta respuesta falta, porque el agape se realiza en la reciprocidad (<un mandamiento nuevo os doy: amaos unos a otros>), aunque no se siente tan mal como para interrumpir el amor no correspondido. La plenitud de la reciprocidad agápica se expresa también en una relación triangular: A se dona a B, y B se dona a C. El agape tiene esta propiedad transitiva que no está presente ni en la philia, ni mucho menos en el eros. Es más, esta dimensión ternaria de apertura al otro es esencial para que se de el agape.
Incluso el amor materno y paterno hacia un hijo no sería agápico y por lo tanto maduro y pleno, si se agotara en la relación A => B, B => A, sin la dimensión B => C que supera toda tentación de amor incestuoso o narcisista. Esta necesidad de reciprocidad, este seguir adelante incluso cuando no hay respuesta, hacen del agape una experiencia relacional al mismo tiempo vulnerable y fértil. El agape es una herida fecundísima. El agape hace que las comunidades sean lugares acogedores e inclusivos, de puertas abiertas y nunca cerradas, y echa por tierra jerarquías sagradas, órdenes de castas y cualquier otra tentación de poder. El agape es además esencial para el bien común, porque conoce un tipo de perdón que es capaz de borrar el mal recibido. Cualquiera que haya sido víctima del mal, de cualquier mal, sabe que el mal causado y recibido no puede ser plenamente compensado ni reparado por una condena ni por una indemnización civil. El mal sigue actuando, es una herida que permanece, a menos que un día encuentre el perdón del agape que, a diferencia del perdón del eros y de la philia, tiene la capacidad de sanar las heridas, incluso mortales, transformándolas en el alba de una resurrección.
Pero hay una tesis que ha atravesado la historia de nuestra cultura. El agape, se dice, no puede ser una forma de amor civil porque, a causa de su vulnerabilidad, no sería prudente. Únicamente se podría vivir en la vida y espiritual y familiar y a lo mejor en el voluntariado; pero en las plazas y en las empresas deberíamos conformarnos con los registros del eros (incentivos) y, como mucho, de la philia. Una tesis muy arraigada, entre otras cosas, porque se basa en la evidencia histórica de muchas experiencias que nacieron del agape y después retrocedieron hacia la jerarquía o el comunitarismo. Es la historia de muchas comunidades que empezaron con el agape y frente a las primeras heridas se transformaron en sistemas muy jerárquicos y formalistas. O experiencias que nacieron abiertas e inclusivas y después de los primeros fracasos cerraron sus puertas expulsando a los distintos. La historia es también la secuencia de estos “retrocesos” que, sin embargo, no reducen el valor civil del agape, y deberían impulsarnos a poner más agape y no menos en la política, en las empresas y en el trabajo. Porque cada vez que el agape aparece en la historia humana, incluso aunque dure poco o muy poco tiempo, nunca deja el mundo como lo había encontrado. Eleva para siempre la temperatura de lo humano, coloca un nuevo clavo en la roca para que quienes el día de mañana retomen la escalada puedan comenzar unos centímetros más arriba.
Ninguna gota de agape se pierde en la tierra. El agape ensancha el horizonte de posibilidad de bien de la humanidad. Es la levadura y la sal de todo pan bueno. El mundo no se acaba y la vida vuelve a empezar cada mañana porque hay personas capaces de agape: <Tres son las cosas que perduran: la fe, la esperanza, y el agape. La más grande de todas es el agape>.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 22/09/2013
La reciprocidad es la regla de oro de la sociabilidad humana. Reciprocidad es una palabra que explica mucho mejor que cualquier otra la gramática fundamental de la sociedad, incluida la indignación, la venganza o las interminables causas en los juzgados. El ADN del animal político es una hélice formada por un entramado de dar y recibir. También el amor humano es esencialmente reciprocidad, desde el primer instante de la vida hasta el último, cuando al abandonar esta tierra estrechamos la mano de un ser querido y, cuando eso no es posible, la estrechamos interiormente con las últimas energías de la mente y del corazón. Esta dimensión de reciprocidad del amor, que consiste en amar a quienes nos aman, las culturas humanas la han expresado de muchas maneras y con distintas palabras.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 15/09/2013
Hay palabrasque tienen la capacidad de expresarlo todo por sí solas. Justicia, belleza, verdad... tienen una fuerza y una entereza tal que no sentimos la necesidad de añadirles ningún adejtivo para completarlas. ¿Qué se le puede añadir a una persona verdadera, a un hombre justo o a una vida bella? Fe es una de esas pocas palabras grandes y absolutas. Se puede vivir mucho tiempo, a veces incluso bien, sin dinero ni bienes, pero no se puede vivir sin creer. Todos somos capaces de fe, porque en el espacio interior de cada persona hay una “ventana” que se abre hacia un “más allá”, un tragaluz que sigue ahí incluso cuando, al mirarnos por dentro, no vemos nada e incluso aunque lo tapemos poniendo delante una estantería o el televisor. Precisamente por ser una palabra grande de la humanidad, la fe es también una palabra de la economía.
[fulltext] =>La historia económica y civil de Europa es sobre todo una historia de fe. Lo que hace espléndida nuestra tierra son sobre todo las obras de arte y arquitectura nacidas de la fe de nuestros antepasados, que fueron capaces de dar comienzo a obras verdaderamente grandes porque estaban animados por la fe en cosas más grandes que su exitencia terrenal.
Iglesias, abadías, la capilla Baglioni, Mantua, Lisboa… florecieron a partir de una fe que hoy sigue creando puestos de trabajo en sectores que nos están salvando. Hoy recogemos los frutos de las semillas que otros sembraron en el pasado para nosotros, porque desde las ventanas de sus almas y de su tiempo supieron ver algo más grande. Así, hoy muchas personas consiguen trabajar y vivir bien gracias a todos los que en el pasado invirtieron su riqueza pensando también en un futuro lejano habitado por otros seres humanos a los que, gracias a la fe (no sólo religiosa) sintieron verdaderamente cercanos. Por este motivo, entre otros, la fe es cuerda (fides), el hilo que une entre sí a los ciudadanos y a las generaciones. Es tradición, es decir, transmisión de una alianza, de un pacto, que vive en el tiempo y en la historia. Es un hilo de oro. ¿Qué semillas estamos sembrando hoy pensando en la cosecha de las generaciones venideras? Sin fides un viejo no siembra la semilla de una encina; sin fides el horizonte del mundo se reduce al techo de la casa o la oficina, demasiado bajo para ese ser enfermo de infinito que es la persona, que desde la época de las chozas y las nuragas sentía la necesidad de agujerear las cubiertas, no sólo para que saliera el humo del fuego, sino también para que su cielo fuera más alto que su casa. A falta de esta mirada profunda que nos eleva, nos conformamos con los escenarios de la televisión, con sus cielos virtuales, que no tienen ni el calor del sol ni la profunidad del horizonte ni la brisa del aire, que entran sólo cuando abrimos la ventana de la casa. Lo contrario de la fe siempre ha sido la idolatría, que no es la actitud de quien no cree en nada, sino de quien cree en demasiadas cosas, falsas y artificiales.
Pero la fides-fe fue también esencial para el nacimiento de los mercados. Proporcionó la base para el comercio, respondiendo a la pregunta principal de toda economía de mercado: ¿por qué debería fiarme de un desconocido? En el alba de nuetra economía, cuando los mercaderes pasaban de una ciudad a otra o se encontraban en las ferias a lo largo de los grandes ríos europeos, los sistemas jurídicos, los tribunales y las penas eran muy frágiles, muchas veces inexistentes. Para realizar operaciones comerciales complejas, arriesgadas, largas y costosas, hacía falta un verdadero acto de confianza en la otra parte. La principal garantía para creer que el otro haría su parte y enviaría la mercancía la proporcionaba la fe:; era posible fiarse de un desconocido porque en el fondo no era del todo desconocido. Tenía la misma fe (cristiana), y por ello podía darle confianza, porque era fiel. Así la fides (fe y confianza) hizo de la gran Europa una comunidad parecida a la polis griega de Pericles y se convirtió en una nueva forma de philia para poder realizar intercambios. Pero era una polis muchísimo más amplia, con mercados muy extensos que multiplicaron la riqueza y los encuentros comerciales, civiles y religiosos. La fe se convirtió en confianza y la confianza generó mercados y riqueza. Europa fue el fruto de esta fides-confianza-cuerda-creer-crédito. Pero cuando, con la reforma protestante y la contrarreforma católica, esta fides se rompió, nació el capitalismo, que inventó poco a poco una nueva fides, la de los bancos centrales y las finanzas. Esta revoluión cultural refundó Europa y después los Estados Unidos, que la encarnaron en plenitud, dando vida a un capitalismo de la nueva “sola fides”. Pero entre la primera y la segunda fides hay diferencias cruciales.
La primera fides, por ejemplo, era un bien relacional, porque – aunque existían monedas, títulos y bancos – Niccolò se fiaba de Miguel, y el intercambio se producía gracias a una apertura de crédito a una persona de carne y hueso. Era una experiencia intrínsecamente frágil y vulnerable, expuesta al abuso y por ello humana. La invención de la nueva fe-religión capitalista ya no tuvo necesidad de esta confianza relacional y personal. Desencadenó la despersonalización de las relaciones económicas, que creció hasta explotar literalmente en la última crisis de nuestro tiempo, que tiene mucho que ver con la construcción de un sistema financiero muy lejano e independiente de las relaciones humanas de confianza que generan los bienes económicos. Así, la respuesta de un banco capitalista a la petición de financiación de una buena empresa con dificultades la da muchas veces un índice resultante un algoritmo, sin ningún “crédito” y ningún encuentro entre personas, de forma in–humana. Nuestra crisis nos está diciendo que debemos volver a encontrarnos y a fiarnos de las personas y de su vulnerabilidad, porque cuando la economía y las finanzas pierden contacto con el rostro del otro, se convierten en lugares inhumanos. Si hoy no conseguimos reencontrar y reactivar todas las dimensiones de la fides, empezando por el territorio, no habrá plan gubernamental que nos pueda salvar de verdad.
Pero el lazo fundamental entre fe y confianza no es el único. Hay otra declinación o dimensión esencial de la fe que es la fidelidad, como nos recuerda el anillo de bodas (alianza). La fe tiene mucho que ver con la fidelidad, porque toda experiencia auténtica de fe es en primer lugar una historia de amor, la adhesión a un pacto, y por tanto es también virtud. La fe florece plenamente cuando somos fieles en la noche de la fe, cuando nos agarramos a esa cuerda, cuando seguimos confiando en un encuentro-alianza que aparece muy lejano y desenfocado, casi como un autoengaño consolador o cuando llevamos demasiado tiempo viendo la niebla al otro lado de la ventana y dejamos de recordar las formas del antiguo paisaje y nos entran ganas de no abrirla más y encender la televisión del falso cielo. Después descubrimos que en esas noches hemos sido fieles gracias sobre todo a la parte más verdadera y profunda de nosotros mismos. Es posible llegar a ser justos y verdaderos sin fe, pero nunca sin fidelidad.
Quienes viven esta dimensión fiel de la fe son capaces de un verdadero diálogo y de una verdadera fraternidad con quienes no tienen fe, con quienes la han perdido o con quienes tienen otras fes, e incluso saben mover montañas porque no las mueven para sí mismos. Esta es la fe que conduce a cumbres altísimas de humanidad, de economía y de empresa, donde la fe sigue todavía generando cosas extraordinarias. Las personas fieles son siempre importantes para el bien común y para la belleza de la tierra, pero son indispensables para salir de cualquier crisis, porque saben señalar un horizonte más grande. Saben abrir agujeros en el techo de la casa común y mostrar un cielo más alto, para volver a empezar.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 15/09/2013
Hay palabrasque tienen la capacidad de expresarlo todo por sí solas. Justicia, belleza, verdad... tienen una fuerza y una entereza tal que no sentimos la necesidad de añadirles ningún adejtivo para completarlas. ¿Qué se le puede añadir a una persona verdadera, a un hombre justo o a una vida bella? Fe es una de esas pocas palabras grandes y absolutas. Se puede vivir mucho tiempo, a veces incluso bien, sin dinero ni bienes, pero no se puede vivir sin creer. Todos somos capaces de fe, porque en el espacio interior de cada persona hay una “ventana” que se abre hacia un “más allá”, un tragaluz que sigue ahí incluso cuando, al mirarnos por dentro, no vemos nada e incluso aunque lo tapemos poniendo delante una estantería o el televisor. Precisamente por ser una palabra grande de la humanidad, la fe es también una palabra de la economía.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 08/09/2013
El recurso más escaso de nuestra civilización en realidad es la esperanza. No hay duda de que la esperanza es una virtud, pero tras esta gran palabra se esconden muchas cosas, algunas más grandes que la virtud y otras más pequeñas. Como cualquier otra palabra noble y antigua, la esperanza se parece a esas ciudades esrtratificadas por las que a lo largo de los siglos han pasado varias civilizaciones y muchas vidas. Así, podemos encontrar con facilidad un primer estrato, muy superficial, de la esperanza, que no es una virtud sino un mal. Es la esperanza que la mitología griega ponía dentro de la caja de Pandora (la caja que contenía todos los males) y que misteriosa y ambiguamente, no salía a inundar el mundo junto con los demás males, sino que se quedaba encerrada dentro de la caja.
[fulltext] =>Es la esperanza que San Pablo califica como “vana”, a la que recurren muchas veces los poderosos cuando invitan a los ciudadanos a esperar en una recuperación imaginaria y en un futuro mejor, mientras ellos no hacen nada o hacen demasiado poco para mejorar las condiciones de vida del presente. Es la esperanza de ganar la lotería o la actitud de quien responde “esperemos que todo vaya bien” ante una petición de ayuda; una frase que no cuesta nada (y que tampoco tiene ningún valor) y que señala el final del encuentro y la renuncia al compromiso de buscar juntos una solución concreta. Esta esperanza es ‘opio de los pueblos’ y muchas veces se ha convertido y se sigue convirtiendo en instrumento de dominio, sobre todo de los pobres, víctimas de ilusiones creadas para mantenerlos en su indigencia o en su miseria. Esta esperanza es un mal, porque puede impulsarnos a vivir (o más bien a sobrevivir) sin asumir el compromiso de convertirnos en protagonistas de nuestra propia felicidad, esperando pasivamente que la salvación nos venga de la suerte, de los dioses o del estado. Contra esta esperanza vana e ilusoria libraron una dura batalla primero la filosofía griega y después, con determinación, el cristianismo, para liberar a las personas de esperanzas malévolas y engañadoras y permitir que se abrieran a la esperanza que no defrauda. Una batalla que, debemos reconocerlo, prácticamente se ha perdido. Al menos eso parece, si atendemos a la cantidad de ilusiones y falsas esperanzas que produce nuestra cultura del consumo y la televisión (los datos sobre las horas que pasamos, cada vez más solos, ante el televisor son abrumadores; hemos vuelto a los altísimos niveles de los años 80).
Si hurgamos un poco más en profundidad, encontraremos un segundo nivel o estrato de una esperanza que ya empieza a ser virtuosa. Es esa actitud espiritual y moral gracias a la cual encontramos verdaderas razones para esperar que el futuro próximo sea mejor que el presente y ejercitarnos para que el “todavía no” se convierta en el esperado “ya”. Es la esperanza que empujó a las generaciones anteriores a luchar contra un presente pobre y escaso en bienes y derechos para construir un futuro mejor para sus hijos y nietos. Esta esperanza es la que hizo soportables y a veces incluso alegres los trabajos de muchos de nuestros abuelos y abuelas, empleados como semi-siervos en el campo o en la mina, porque detrás de aquellas lágrimas intuían futuros diplomas, licenciaturas, casas, trabajos y campos. Era la esperanza de las novias, esposas y madres, pero también la de muchos aparceros y pequeños artesanos que se convirtieron en empresarios, más que por amor al dinero, buscando un futuro mejor en dignidad y libertad.
Hay un tercer nivel de esperanza. Al llegar a él comienzan a desvelarse los rasgos de una ciudad antigua muy noble y bella. Es la esperanza de quienes han luchado hasta dar la vida para construir un futuro mejor no sólo para sus hijos, sino para los hijos de todos. Es la esperanza cívica, social y política que ha movido a miles de trabajadores, sindicalistas, políticos, cooperativistas, ciudadanos, hombes y sobre todo muchas mujeres (demasiadas veces olvidadas), que han querido y sabido dedicar su vida a mejorar el mundo. Esta esperanza es la que amplía las fronteras de lo humano, la que sustenta todas las virtudes, regándolas y dándoles valor, sentido y dirección. Y esta es la esperanza que hoy debemos ejercitar diariamente y reactivar, sobre todo juntos, para recomenzar en la politica, en los mercados y en las empresas, que no pueden serguir más tiempo des-esperadas. Es necesario aumentar los actos y los ejercicios virtuosos de esperanza. Debemos ponerlos en el candelero y contárnoslos unos a otros, amplificándolos con los medios de comunicación, porque la esperanza es contagiosa, más que el desánimo y la desesperación cívica.
Pero el descubrimiento de las dimensiones de la esperanza no termina en este tercer nivel, que ya es alto y noble. Hay una cuarta forma de esperanza, que se encuentra a un nivel muy profundo y que es distinta de las otras porque no está contenida dentro del registro semántico de la palabra virtud. A diferencia de las virtudes, no se alcanza con el ejercicio, la disciplina y el esfuerzo. Esta esperanza es sencillamente don, gratuidad, charis. Siempre que llega nos sorprende y nos quita el aliento. Hemos llegado a la sala del tesoro. Esta esperanza no puede calcularse ni preverse, sólo esperarse y desearse. Cuando llega, es causa de gran alegría, de paraíso, como ocurre con el regreso tan esperado del amigo lejano que un día, de improviso, vuelve por fin. Tal vez haya algo de esta esperanza en el misterioso final del Conde de Montecristoo: “toda la sabiduría humana está resumida en estas dos palabras: confiar y esperar". Es la espera confiada del esposo con las lámparas encendidas de esperanza. Esta esperanza llega, como todo don verdadero y grande, sin previo aviso y sin pedir permiso, cuando hemos agotado los recursos naturales para esperar y nos encontramos en unas condicionas en las que no habría ninguna razón razonable para esperar, ni siquiera en el Paraíso. Y sin embargo llega. Después del anuncio de una enfermedad seria, de una traición grave, después de infinitas soledades, cuando menos te lo esperas, aflora en el alma algo delicado, una brisa ligera y sentimos que podemos esperar de nuevo, esperar y confiar, pero de otra manera. Sentimos que se nos da una nueva oportunidad, una nueva razón para esperar de verdad, no por un autoengaño consolador sino porque renace la fuerza de esperar más alla de la desesperación. Y así, después de llevar los libros al juzgado, después de la enésima ilusión por la promesa de un aval bancario, después de la enésima entrevista de trabajo sin resultado, he aquí que con los ojos todavía lúcidos vuelve a florecer dentro la esperanza. Nos sorprende y nos hace volver a empezar la carrera y la lucha. No somos nosotros quienes generamos esta esperanza. Llega y por eso es don, como bien sabía la tradición cristiana que llamó a la esperanza ‘virtud’ poniéndole el adjetivo de ‘teologal’, para poner de relieve su dimensión de gratuidad, de excedencia sobre cualquier mérito, y que ninguna tristeza ni desesperación del presente nos puede robar. Si en la tierra no existiera esta cuarta (o enésima) esperanza, la vida sería insoportable – y en eso se convierte cuando esta esperanza no llega, o no se percibe porque hay demasiados ruidos que la tapan. Sobre todo sería insoportable la vida de los pobres, que, sin embargo, como en la Cabiria di Fellini, consiguen ponerse en camino, sonreir, bailar y esperar de nuevo más allá de la desventura. Esta es la esperanza que hace que, también hoy, miles de trabajadores, empresarios, cooperadores sociales, políticos y funcionarios públicos se pongan de nuevo en pie y, spes contra spem, sigan adelante y relancen su buena carrera y la de todos.
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Comentario – Virtudes para recuperar y vivir/5
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 08/09/2013
El recurso más escaso de nuestra civilización en realidad es la esperanza. No hay duda de que la esperanza es una virtud, pero tras esta gran palabra se esconden muchas cosas, algunas más grandes que la virtud y otras más pequeñas. Como cualquier otra palabra noble y antigua, la esperanza se parece a esas ciudades esrtratificadas por las que a lo largo de los siglos han pasado varias civilizaciones y muchas vidas. Así, podemos encontrar con facilidad un primer estrato, muy superficial, de la esperanza, que no es una virtud sino un mal. Es la esperanza que la mitología griega ponía dentro de la caja de Pandora (la caja que contenía todos los males) y que misteriosa y ambiguamente, no salía a inundar el mundo junto con los demás males, sino que se quedaba encerrada dentro de la caja.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 01/09/2013
Si hay una virtud especialmente valiosa para los tiempos de crisis, esa es la fortaleza. Fortaleza es la capacidad de seguir viviendo, resistiendo a las largas y duras adversidades. Es una fuerza espiritual y moral a la que las generaciones pasadas atribuían una enorme importancia, hasta el punto de llamarla virtud cardinal.
La fortaleza hace que no nos abandonemos a pesar de que se den todas las condiciones para ello y resistamos en la búsqueda de la justicia donde hay corrupción. Es la que nos impulsa a seguir pagando los impuestos cuando muchos dejan de hacerlo, a respetar a los demás cuando no somos respetados; a ser no violentos en ambientes violentos.
[fulltext] =>Es la que nos hace mantener la moderación cuando estamos inmersos en la intemperancia, la que nos hace resistir durante años en un puesto de trabajo equivocado, la que nos hace seguir en la familia o en la comunidad cuando todo y todos (excepto nuestra alma) nos dicen que nos vayamos.
Es una virtud como las otras, pero a la vez es una precondición para poder vivir las demás virtudes, cuando se vive en contextos difíciles y sobre todo cuando las condiciones difíciles duran mucho tiempo. Es una virtud al servicio de las demás virtudes, porque nos permite seguir adelante cuando no hay reciprocidad. Hay una hermosa y actual palabra que recoge muchos de los significados de la fortaleza: resiliencia. La resiliencia expresa la capacidad que tiene la persona de no ceder a las adversidades, de seguir agarrado al clavo ardiendo, de no resbalar por las pendientes de las que está hecha la vida personal y cívica. Por este motivo, la fortaleza ha sido y es la salvación sobre todo de los pobres, que gracias a esta virtud consiguen muchas veces compensar la injusta falta de recursos, derechos, libertades y respeto, evitando la muerte. Gracias a ella pueden resistir las largas carestías y las interminables ausencias de los maridos y los hijos emigrados o dispersos en las muchas guerras (existe una relación especial entre la fortaleza y las mujeres). Los que se ven encerrados en la cárcel durante décadas por ser pobres, como Edmundo Dantés, encuentran en ella la fuerza para seguir esperando.
La fortaleza no escapa a la lógica paradójica de toda virtud. Hay momentos decisivos en la vida en los que la fortaleza debe saber trasnformarse en debilidad para ser verdaderamente virtuosa. Es la aceptación dócil de una desventura, una enfermedad grave, un fracaso o una viudedad. O tal vez la reconciliación con la última etapa de la vida cuando alguien (quizá una voz interior) nos dice que ha llegado nuestra hora. La dignidad y la fuerza moral en estos momentos de debilidad-virtuosa dependen mucho de cuánta fortaleza hayamos sabido acumular durante el resto de nuestra vida.
La fortaleza es además esencial para resistir y vencer las tentaciones, una palabra que ha salido del horizonte de nuestras ciudades porque es demasiado verdadera para ser comprendida por nuestra incivilizacion del consumo y las apuestas en las finanzas y en los juegos. En cambio, las tentaciones existen y saber reconocerlas y superarlas significa no perderse en la vida. La fortaleza es la que nos hace rechazar donaciones de empresas inmorales, la que nos impide especular con la venta de una buena empresa familiar en la que hay generaciones de amor y de dolor, la que nos hace capaces de no seguir un enamoramiento equivocado y volver, fieles, a casa.
La economía es un trozo de vida y por eso necesita también de la fortaleza para ser vida buena. Pero hay dos ámbitos en los que la fortaleza desempeña un papel esencial. El primero se refiere directamente a la vida y a la vocación del empresario. Aunque mucha gente piense (y escriba) exactamente lo contrario, la economía de mercado no es un sistema que recompensa regularmente el mérito ni el talento. O al menos no lo recompensa mejor que otros sistemas (el deporte, las sociedades científicas, la familia…). En la dinámica de mercado no existe una relación cierta entre el comportamiento virtuoso del empresario (innovación, lealtad, corrección, legalidad...) y su éxito en el mercado. Esta relación muchas veces existe pero puede también no existir. Los resultados de una empresa dependen de innumerables circunstancias, que pueden cambiar independientemente del control y del mérito del empresario o empresaria. Y así puede ocurrir que esfuerzos meritorios se queden sin recompensa y que el premio vaya a quienes tienen menos mérito o menos talento. La desventura puede golpear (y de vez en cuando lo hace) también al justo, al empresario virtuoso, sobre todo en tiempos de crisis. Cultivar la virtud de la fortaleza le puede salvar y le puede ayudar a no rendirse y a relanzar la carrera.
El segundo ámbito es el interior de las organizaciones. Hay momentos en los que las empresas atraviesan verdaderas crisis, sobre todo cuando afectan a las motivaciones profundas de las personas. Su superación depende de que haya en esos lugares una determinada cantidad de personas con suficiente resiliencia. Si no hay nadie (al menos uno) que, superando la lógica de los incentivos, siga resistiendo y luchando sin tener en cuenta el horario y el desgaste de recursos, las crisis empresariales no se superan. El arte del gobierno de una empresa consite principalmente en saber atraer personas con altos valores de resiliencia, en no dejar que se vayan y en hacer que la resiliencia-fortaleza aumente con el transcurso de la experiencia laboral. La fortaleza necesita ser constantemente alimentada, porque si bien es cierto que se aprende a ser fuertes practicándola, no es menos cierto que al ser una virtud ‘de largo recorrido’, la fortaleza está especialmente sujeta al riesgo del agotamiento. Una señal inequívoca de que la fortaleza se está acabando (o se ha acabado) es esa frase tan común, “ya no merece la pena”, que se dice cuando ya no se ve ningún valor en el sufrimiento de la resistencia. Por eso es muy importante no considerar nunca la fortaleza de los otros (ni la nuestra) como un rasgo inalterable o como un stock, porque puede languidecer e incluso morir si la persona no la cultiva (con la vida interior, con la poesía, con la oración…) y quienes la rodean no la refuerzan con expresiones de aprecio, cariño y reconocimiento. Podemos permanecer mucho tiempo en condiciones de gran dificultad si no estamos solos, si tenemos la compañía de las virtudes de los otros y de la propia interioridad habitada.
Para terminar, la fortaleza es indispensable para mantener la alegría de vivir en dificultades duraderas, enfermedades o traiciones. Una de las cosas más sublimes del mundo es la existencia de personas capaces de mantenener una alegría auténtica en condiciones objetivas de gran adversidad. Este tipo de alegría virtuosa es un himno a la vida, un bien común que enriquece a todos los que se ven contagiados por ella. La fortaleza que necesitamos para mantener la alegría no es menos valiosa ni poderosa que la que nos permite soportar las dificultades y el dolor. Esta alegría es el sacramento de autenticidad de toda virtud, una alegría frágil y fuerte que hace el yugo de las largas adversidades más ligero, incluso suave.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 01/09/2013
Si hay una virtud especialmente valiosa para los tiempos de crisis, esa es la fortaleza. Fortaleza es la capacidad de seguir viviendo, resistiendo a las largas y duras adversidades. Es una fuerza espiritual y moral a la que las generaciones pasadas atribuían una enorme importancia, hasta el punto de llamarla virtud cardinal.
La fortaleza hace que no nos abandonemos a pesar de que se den todas las condiciones para ello y resistamos en la búsqueda de la justicia donde hay corrupción. Es la que nos impulsa a seguir pagando los impuestos cuando muchos dejan de hacerlo, a respetar a los demás cuando no somos respetados; a ser no violentos en ambientes violentos.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 25/08/2013
La virtud de la prudencia siempre ha sido profundamente amiga de la vida buena y la buena economía. Pero es muy importante saber reconocer la prudencia no virtuosa así como una cierta imprudencia que puede considerarse virtud.
Al alba de la modernidad se planteó el debate sobre qué mecanismos (providenciales para algunos) podrían orientar hacia el bienestar social no solo las escasas virtudes sino sobre todo los abundantes vicios de las personas reales, los vicios del <hombre tal y como es, para hacer buen uso de ellos en la humana sociedad> (Vico, “La ciencia nueva”, 1744).
[fulltext] =>En este contexto, Adam Smith demostró (convenciendo con ello a no pocos) que el desarrollo y la riqueza de las naciones no nacía del vicio de la avaricia ni de la pasión triste del egoísmo, sino de la virtud cardinal de la prudencia, de <cuidar los bienes, la clase y la reputación del individuo> (Smith, “Teoría de los Sentimientos Morales”, 1759). Así pues, es prudente el buen padre (o madre) de familia que se ocupa de su patrimonio, manteniéndolo y aumentándolo, y cuando le regala un coche al hijo mayor de edad le dice: <Ten mucho cuidado>. Todo eso es sin duda virtud, bien individual y bien común. Si repasamos nuestra historia nos daremos cuenta de que la virtud de la prudencia estaba en la raíz de nuestra civilización campesina y artesana, donde se educaba al buen uso de los bienes, al mantenimiento de las pocas cosas que había, y al desarrollo prudente de patrimonios, sueños y proyectos de vida. Una historia que nos recuerda que los comportamientos viciosos contra la prudencia son el despilfarro, la dejadez y la estupidez de quienes derrochan sus bienes (o los de sus padres), y que nuestro bienestar depende ante todo de la virtud de nuestros conciudadanos, de si el vecino cuida su jardín y paga los impuestos, de la virtud de los clientes y también de las administraciones públicas.
Aquel primer optimismo ilustrado de la transformación de la prudencia de los individuos en virtud pública duró poco, aunque algunos sigan, ideológica e ingenuamente, invocándolo. No hay más que leer las novelas de Giovanni Verga para darse cuenta de que el escenario ya había cambiado radicalmente. Los vicios privados dejaban ya demasiados <vencidos> a lo largo de la <riada del progreso>, y la Providencia se convirtió en la barcaza naufragada de Patron ‘Ntoni. La esperada y por muchos invocada economía de mercado, armoniosa y mutuamente provechosa, se estaba convirtiendo en capitalismo. Sus estructuras de poder estaban creando nuevas formas de feudalismo, nuevas desigualdades, nuevas rentas y nuevos nobles distinguidos por una distinta pero no menos eficaz sangre azul. En particular, cada vez somos más conscientes de que los procesos más importantes de la economía tienen lugar dentro de las instituciones, en las organizaciones (el Estado entre ellas), en los bancos y en las empresas, donde la prudencia y las virtudes de los individuos no producen vida buena si dan lugar a relaciones de poder asimétricas que refuerzan las desigualdades de todo tipo.
He aquí que el escenario cambia radicalmente y a la persona prudente ya no se le pide sólo que oriente con la virtud su propia vida y la de su familia, sino que actúe para cambiar leyes, estructuras y sistemas de gobierno de las empresas y de muchos bienes comunes. Así se empieza a escribir un nuevo-antiguo capítulo moral de crucial relevancia: si una persona virtuosa vive dentro de instituciones viciosas, para poder vivir de verdad la virtud de la prudencia debe saber actuar también de forma imprudente. Si quiere ser verdaderamente virtuoso y prudente, debe saber poner en segundo plano el cuidado de sí mismo y de sus propios intereses, patrimonios e incluso afectos. Quienes quieren y deben denunciar injusticias manifiestas y mentiras, no pueden callar “prudentemente” frente a chantajes y represalias, no viven la dimensión de la prudencia que llamamos virtud. Ciertamente, algún filósofo podría sostener que deberíamos ampliar el concepto de prudencia hasta incluir un yo meta-individual, así como los bienes espirituales e incluso los ultraterrenales. Yo personalmente prefiero pensar que para entender el valor y la lógica de las virtudes, es necesario tomarse en serio su naturaleza paradójica. La virtud es verdaderamente virtuosa cuando muere y se abre a un “más allá” más grande, en una relación nueva con las demás virtudes, sin rendirse ante las pseudovirtudes de lo “políticamente correcto”. Así la prudencia es justa cuando es capaz de hacerse imprudente, la fortaleza es prudente cuando sabe convertirse en debilidad humilde y cada virtud se realiza cuando florece en agape, allí donde reina una justicia que puede hacer que quien, sin tener culpa, ha trabajado sólo la última hora pueda recibir el salario diario. Fuera de este horizonte, el comportamiento prudente de por sí pierde contacto con la virtud, como quien aparca en doble fila y “prudentemente” repliega el retrovisor. Si no nos tomamos en serio esta paradoja crucial y (al menos para mí) formidable, la virtud termina por transformarse en el vicio más grande, porque se convierte en un ejercicio egoísta que tiende a la perfección individual pero olvidándose del otro.
El ágape es el cumplimiento de toda acción moral, que nunca está definida ni completa dentro de ningún horizonte de ley, ni siquiera del de las virtudes, a las que el ágape llama a transcenderse para que puedan convertirse (paradójicamente) en ellas mismas. Si quienes tienen que ir a las periferias morales y antropológicas del mundo no tocan e incluso no sobrepasan de vez en cuando los límites de la justicia trazados por las leyes de la ciudad, no pueden ser verdaderamente justo. Si cuando Alí llamó a la puerta de mi amigo siciliano y párroco, éste se hubiera quedado prudentemente en la puerta sin acogerle en su casa (pensando en las consecuencias penales que hubiera podido tener y efectivamente tuvo), no habría sido verdaderamente virtuoso. Una dinámica paradójica que conocen bien quienes trabajan en las comunidades de rehabilitación y en las cárceles de menores, así como todas las personas que siguen arriesgando su carrera, sus bienes, su facturación, sus puestos de trabajo y la quiebra de su empresa.
No se les pide a todos en todo momento que vivan esta dimensión paradójica de la virtud. Pero si no respondemos cuando llega la llamada, comprometeremos la calidad ética y espiritual de nuestra existencia. Porque no se trata de actos extraordinarios de unos cuantos héroes, sino acciones de la que todos en potencia somos capaces. Esta virtud-que-va-más-allá-de-la-virtud es la levadura que eleva el pan de una vida ya virtuosa y le da la fuerza para mover montañas. Gandhi no habría liberado la India si no hubiera sido virtuosamente imprudente, ni Francisco nos habría enseñado la fraternidad si no hubiera besado imprudentemente al leproso, ni muchas mujeres y muchos vagabundos habrían sido liberados y llamados a la vida si no hubieran encontrado en el camino personas agápicamente imprudentes que han querido y sabido abrazarles, sin conformarse con la solidaridad inmune que está llenando nuestra economía y, por desgracia, también la parte no lucrativa de ella. El territorio de las virtudes – que coincide con el territorio de lo humano – se extiende y se humaniza cada vez que alguien tiene la imprudencia de superar los límites asignados a las virtudes, pagando en primer persona y casi siempre sin descuento. Benditas imprudencias, que impulsan hacia delante la civilización y hacen del mundo un lugar digno y bello para vivir.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 25/08/2013
La virtud de la prudencia siempre ha sido profundamente amiga de la vida buena y la buena economía. Pero es muy importante saber reconocer la prudencia no virtuosa así como una cierta imprudencia que puede considerarse virtud.
Al alba de la modernidad se planteó el debate sobre qué mecanismos (providenciales para algunos) podrían orientar hacia el bienestar social no solo las escasas virtudes sino sobre todo los abundantes vicios de las personas reales, los vicios del <hombre tal y como es, para hacer buen uso de ellos en la humana sociedad> (Vico, “La ciencia nueva”, 1744).
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 18/08/2013
Hay un fuerte contraste entre el profundo sentido de la justicia que todos, incluso los malvados, llevamos dentro, y el mundo que se nos muestra como un espectáculo de injusticia generalizada. <El hombre nace libre, pero en todos lados está encadenado> (J.J. Rousseau). Para muchas injusticias no bastan los tribunales y los abogados. No son suficientes porque los aspectos legales, conmutativos y comprensibles sólo cubren una pequeña parte del territorio de la justicia, cuya extensión coincide con la de la entera vida en común. Una respuesta equivocada a la cuestión de la justicia es la tendencia, hoy creciente, a “judicializar” toda la vida social, codificando en la medida de lo posible todas las relaciones interpersonales y transformando todas las relaciones humanas en contratos.
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El humanismo europeo nos dió una lección distinta sobre la justicia. En primer lugar consideró a la justicia como una virtud cardinal, diciéndonos que ésta es, antes que nada, fruto de un ejercicio continuo de la persona. Antes de invocar la justicia como principio, hay que practicarla, vivirla, buscarla y cultivarla como las demás grandes virtudes de la existencia. La justicia de los ciudadanos es la que genera la justicia de la ciudad, como simbólicamente expresaba la cultura griega a través de Dike, la diosa de la justicia de la polis, que era hija de Themis, la diosa de la Justicia anterior a cualquier sistema jurídico histórico y concreto, que hace justo a quien la sigue. Por eso Themis puede incluso entrar en conflicto con Dike, como ocurre en la gran tragedia de Antígona, quien, en nombre de una justicia más grande, entierra en contra de la justicia de la polis al hermano muerto Polinice. También los escribas y fariseos tenían su justicia, en base a la cual condenaron a Cristo. Ninguna invocación a la justicia es justa si viene de ciudadanos injustos que usan la justicia-Dike contra la justicia-Themis, muchas veces oprimiendo a los pobres y a los justos para sacar provecho. Si faltan ciudadanos amantes y practicantes de la virtud de la justicia, las leyes que se elaboren están condenadas a ser injustas, tanto más injustas cuanto más democrática sea la forma de gobierno. La necesidad de ciudadanos virtuosos es la principal fragilidad de las democracias, como bien sabían Montesquieu o Filangeri. Al mismo tiempo, las leyes justas refuerzan, premiándolas, las virtudes cívicas de los ciudadanos.
Por este motivo las declinaciones de la virtud de la justicia son abiertas y voluntariamente vagas: nos invitan a reconocer y a dar “a cada uno lo suyo” pero no nos dicen cómo se mide “lo suyo” ni quién debe medirlo. Aunque la justicia-Dike está llamada a dar contenido y límite a “lo suyo” de cada uno, no es menos cierto que la indeterminación de la virtud de la justicia es expresión de su ser relación entre personas. Reconocemos y damos al otro lo que le corresponde en justicia, siempre que entre nosotros exista una pertenencia común, siempre que el otro me interese de verdad, le considere asunto mío y aunque le llame tercera persona, en realidad, a un nivel más profundo, es segunda (un “tú”). Y mientras que la justicia-Dike puede conformarse con dar a cada uno lo suyo, la virtud de la justicia va más allá del cálculo de “lo suyo”. El cristianismo nos ha dicho que la diferencia entre su justicia y la de los escribas y fariseos se llama agape, y no empieza donde acaba la justicia, sino que es su cumplimiento y su forma.
La economía no se ha tomado nunca en serio el tema de la justicia, a excepción del economista y filósofo indio Amartya Sen y pocos más. Para la ideología-religión capitalista, la justicia forma parte de los vínculos que hay que respetar, pero no pertenece a los objetivos que hay que alcanzar. Justicia es sinónimo, en el mejor de los casos, de respeto forzoso de las leyes sobre el trabajo, el medio ambiente o la seguridad, o sinónimo de pagar los impuestos. Todos estos vínculos son vividos como limitaciones del único y verdadero objetivo de la empresa capitalista: la maximización del beneficio o más propiamente y más gravemente, de las rentas. Pero al principio no era así. El “justo precio” fue uno de los grandes temas de la economía medieval, y Antonio Genovesi, paralelamente a su tratado de economía (“Lecciones de economía civil”), escribió en 1766 la “Diceosina”, un tratado sobre la justicia, que era el alma de toda su producción económica y ética. La justicia que conoce – cuando la conoce – nuestro capitalismo se parece a la de los escribas y fariseos: es la justicia de los vínculos y el respeto formal y ritual de la ley. La cuestión de la justicia afecta y juzga a todo el sistema capitalista actual, pero es una cuestión que hemos dejado de lado durante demasiado tiempo, sobre todo a causa de una crisis de pensamiento crítico.
No se trata simplemente de denunciar (justamente) como injustos fenómenos aislados del capitalismo (como los vergonzosos sueldos y pensiones de muchos altos cargos públicos y privados, los paraísos fiscales, la especulación que no crea trabajo sino que lo destruye, las multinacionales de las apuestas que causan hambre a los pobres con la connivencia de las instituciones…). Se trata de ser conscientes de que existe una enemistad muy profunda y radical entre nuestro capitalismo financiero y la virtud cardinal de la justicia. Eso no significa negar que muchas personas practiquen cada día la virtud de la justicia en la vida económica, sino únicamente reconocer que un sistema basado en la búsqueda del máximo beneficio de los propietarios de los grandes bancos, de las aseguradoras y de las empresas multinacionales, está en conflicto, como sistema ético, con las exigencias de la virtud de la justicia. Para juzgar la justicia de este capitalismo, no hay que compararla con la del feudalismo, que todavía era menor, sino con la que podíamos haber hecho realidad si no hubiéramos traicionado la vocación social y civil de Europa para seguir los cantos de sirena del consumismo y las finanzas especulativas. Este capitalismo, que sigue produciendo rentas y privilegios para unos pocos y desempleo y marginación para muchos, que redacta leyes que refuerzan esos privilegios y desalinean cada vez más los puntos de partida para desventaja de los débiles y los pobres, no puede tener a la justicia de su parte. Debe conformarse con la eficiencia, cuando la consigue.
Si quisiéramos superar este modelo de desarrollo y adentrarnos con decisión por el camino de la justicia, deberíamos tener un valor cívico y una fuerza de pensamiento al menos iguales a las que generaron el movimiento cooperativo europeo, que en el alba del capitalismo intentó otra vía al mercado y a la empresa y por ello puso en discusión los derechos de propiedad, la distribución de la renta (un tema que ya ha salido de los libros de economía), el poder y la igualdad de oportunidades entre los sujetos económicos, sin negar la libertad ni el mercado. En cambio, la historia del siglo XX ha producido un capitalismo que es esencialmente la imagen a contraluz de nuestros vicios y nuestras pocas virtudes. Por eso siempre puede cambiar y evolucionar, si así lo queremos.
El espectáculo de la injusticia y la iniquidad sigue dominando la escena de este mundo. Muchos se han hecho adictos a los privilegios y al confort injusto del capitalismo actual y lo alimentan con sus decisiones cotidianas. Otros, demasiado pocos todavía, siguen pensando y diciendo que muchas de las grandes injusticias manifiestas pueden ser eliminadas de nuestra sociedad y actúan en consecuencia como pueden. Y así siguen, con testarudez, teniendo “hambre y sed de justicia” y de vez en cuando sienten que alguien les llama “bienaventurados”.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 18/08/2013
Hay un fuerte contraste entre el profundo sentido de la justicia que todos, incluso los malvados, llevamos dentro, y el mundo que se nos muestra como un espectáculo de injusticia generalizada. <El hombre nace libre, pero en todos lados está encadenado> (J.J. Rousseau). Para muchas injusticias no bastan los tribunales y los abogados. No son suficientes porque los aspectos legales, conmutativos y comprensibles sólo cubren una pequeña parte del territorio de la justicia, cuya extensión coincide con la de la entera vida en común. Una respuesta equivocada a la cuestión de la justicia es la tendencia, hoy creciente, a “judicializar” toda la vida social, codificando en la medida de lo posible todas las relaciones interpersonales y transformando todas las relaciones humanas en contratos.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 11/08/2013
La templanza es una palabra que está saliendo de nuestro vocabulario ciudadano. Del lenguaje económico ya salió hace mucho, cediéndole el puesto a su contraria. Junto con la templanza, todo el léxico de la ética de las virtudes tiende a desaparecer de la gramática de la vida en común. Y las consecuencias políticas, cívicas y económicas de este ocaso están, por desgracia, están a la vista de todo el mundo.
[fulltext] =>Nuestra civilización (al menos la occidental) corre el peligro de dejar de entender el mensaje de vida buena que se contiene en la ética de las virtudes, por muchas razones, pero especialmente por dos.
La primera es la desaparición de la categoría de la “educación del carácter”, empezando por la educación de los niños. Lo natural y espontáneo inmediatamente se convierte en bueno, sin que se advierta la necesidad de corregir u orientar comportamientos o inclinaciones que pueden ser espontáneos pero no buenos. Conozco padres que, en nombre de presuntas teorías pedagógicas neo-roussonianas, no dejan que sus hijos les llamen mamá o papá, sino Luisa y Marcos. "Les resulta natural", argumentan ante mi perplejidad, "¿por qué forzarles?!". La ética de las virtudes, en cambio, vive de una tensión dinámica entre naturaleza (todos somos capaces de virtud) y cultura (es necesario un ejercicio, disciplina y voluntad, para convertirnos en lo que ya potencialmente somos). Por eso unos grandes cultivadores (a veces inconscientemente) de la ética de las virtudes son los verdaderos atletas y los verdaderos científicos. La segunda razón es la falta de reconocimiento del valor que tiene la experiencia del límite. Y si no somos capaces de ver lo positivo del límite es imposible que entendamos y apreciemos las virtudes, en particular la de la templanza, que consiste precisamente en valorar el límite. Es posible que la escritura en tablillas de arcilla surgiera en Mesopotamia porque un mensajero del señor de Uruk no podía hablar.
Ya no se habla de la templanza, pero son muchos, muchísimos, los malos frutos de su carestía entre nosotros: la destrucción del medio ambiente, el estilo de vida de los nuevos ricos y poderosos, la forma de hablar y de escribir emails, las tragedias familiares y la infinita infelicidad causada demasiadas veces por hombres y mujeres que ya no están educados en el dominio de sí mismos y en el control de sus pasiones, es decir, en la templanza.
La templanza fue una gran virtud económica de generaciones pasadas. Orientó el consumo y sobre todo generó el ahorro que permitió el desarrollo económico de la postguerra. Era una virtud que informaba también la vida de los empresarios (aunque no de los rentistas, que nunca me cansaré de distinguirlos de los empresarios y de reconocer en su proliferación la primera enfermedad de toda sociedad decadente), que aun conociendo la abundancia educaban a sus hijos y a sí mismos en el buen uso de las cosas y en una cierta sobriedad que podía no humillar a los pobres. La virtud de la templanza me lleva a no consumir hoy una parte de la renta para tenerla a disposición mía o de mi familia, el día de mañana y permitir que otros conciudadanos míos puedan usar esa riqueza para inversiones durante mi abstinencia. Es significativo que la teoría económica clásica utilizara la misma palabra “abstinencia” para justificar el ahorro y también para el ayuno y la castidad, recordándonos que estos tres fenómenos son todos hijos de la Señora Templanza.
Nuestra cultura económica, que se basa en el mayor consumo posible aquí y ahora, mejor aún si es a crédito, necesita por el contrario del vicio de la intemperancia (mezcla de avaricia y gula) para poder auto-alimentarse. Para comprender la naturaleza de la virtud de la templanza pensemos que ésta se desarrolla en un mundo caracterizado por la escasez absoluta de recursos. Está bien no abusar de los bienes, puesto que lo que yo consumo como superfluo es lo que al otro le falta como necesario. Todas las enseñanzas de los Padres de la Iglesia sobre el uso de los bienes y la pobreza hay que leerlas y comprenderlas en este contexto de recursos limitados y de relaciones económicas como “juegos de suma cero”. También hay que considerar en este horizonte de escasez la ética campesina centrada en la virtud de la templanza, incluyendo su fruto más típico que fue el movimiento de las Cajas Rurales, sobre todo en el Noreste de Italia (no es ciertamente casualidad que la región del Trentino Alto Adige ocupe hoy el último lugar en Italia por cuota de población víctima de esa grave falta de templanza que se llama “juegos de azar”).
En el siglo XX, con la segunda revolución industrial, pensamos que se había terminado la era de la escasez y que habíamos llegado al Edén de la infinita reproducibilidad de los bienes. Y así empezamos a ver el mundo como un lugar de recursos potencialmente ilimitados. Ahí comenzó el ocaso de la templanza como virtud. Lástima que este tiempo de lo ilimitado no haya durado mucho más que un destello. Primero el medio ambiente, después la energía y el agua, y más tarde el deterioro de los capitales civiles, relacionales y espirituales, nos han ido mostrando poco a poco otros límites no menos apremiantes y graves que los de la edad de la escasez de mercancías privadas y la abundancia de capitales colectivos. Hoy, en efecto, los nuevos límites son sobre todo límites sociales y globales, que piden una recuperación inmediata de la virtud de la templanza como nueva virtud social y económica.
La interiorización del valor del límite es inaplazable, pero sólo una nueva ética de las virtudes puede hacerlo, puesto que toda interiorización exige saber atribuir un valor intrínseco a las cosas por encima del cálculo utilitarista coste-beneficio que hoy domina todos los ámbitos de nuestra cultura. Pero mientras que ayer existía una clara relación entre mi templanza, mi bienestar personal y nuestro bien común, hoy, en la era de la complejidad, este nexo se ha oscurecido. Ya no resulta inmediato asociar el uso del aire acondicionado en mi habitación con el aumento de la temperatura en la ciudad (y con el consiguiente aumento del uso de aire acondicionado, en una espiral de tenebroso escenario futuro). La racionalidad económica por sí sola no ayuda en esta toma de conciencia (todo lo contrario), porque para realizar una acción por haber interiorizado su valor intrínseco hace falta el registro lógico de la virtud. Si no des-mercantilizamos nuestra sociedad, es decir, si no liberamos de la lógica de los precios y los incentivos zonas importantes de la vida ciudadana que hoy están ocupadas y colonizadas por ellos, cada vez será más difícil entender el valor de la sobriedad, la abstinencia y el autocontrol, para nosotros y para nuestros hijos.
Para terminar, hoy como ayer, sin templanza no se comparten los bienes ni se da la alegría de la comunión. Si no nos educamos continuamente en los límites del yo, sólo compartiremos con los otros las migajas de opíparos banquetes. Pero así no experimentaremos la verdadera fraternidad, que es fruto de decisiones costosas de personas que saben reducir las razones y los motivos de lo “propio” para edificar lo “nuestro” y lo de todos.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 11/08/2013
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