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[introtext] => Comentario - El trabajo, sus no-lugares y su valor
Luigino Bruni
Publicado en
pdf
Avvenire
(23 KB)
el 01/05/2016
Una de las grandes utopías de nuestro capitalismo es la construcción de una sociedad en la que el trabajo humano deje de ser necesario. Determinada economía siempre ha soñado con empresas y mercados tan “perfectos” que permitieran prescindir de los seres humanos. Dirigir y controlar hombres y mujeres es mucho más difícil que gestionar dóciles máquinas y obedientes algoritmos. Las personas concretas tienen crisis, protestan, entran en conflicto unas con otras y siempre hacen cosas distintas de las que deberían hacer según la descripción de su puesto de trabajo, muchas veces cosas mejores.
[fulltext] => Es que sencillamente somos seres espirituales, libres, y por consiguiente sobrepasamos los deberes, los contratos y los incentivos. Un mercado verdaderamente perfecto sería aquel sistema de técnicas, controles, incentivos e instrumentos, capaz de garantizar la máxima eficiencia y la máxima producción de riqueza, reduciendo, hasta eliminarla, la presencia humana en las nuevas ciudades de la nueva economía.
Hoy, gracias a las extraordinarias metas alcanzadas por la automatización y la digitalización, existe un serio peligro de que esta antigua utopía se haga realidad. Si observamos atentamente el clima que se respira dentro de las grandes empresas, nos daremos cuenta de que el objetivo que oculta la retórica de una determinada cultura de la dirección (que afirma exactamente lo contrario) es el de estandarizar, prever y formatear los comportamientos de los trabajadores, para debilitar esa carga de libertad que no tiene cabida en la racionalidad de la técnica. Lo deseable serían prestaciones laborales sin trabajadores, trabajo sin personas, donde la acción humana se limitara a los actos perfectamente alineados con los objetivos de la propiedad. En su esencia más pura, esta es la naturaleza de la sofisticada ideología del incentivo, que es la nueva religión del capitalismo post-moderno.
Pero si el trabajo quedara reducido a una técnica y a una prestación, si las organizaciones fueran tan racionales que llegaran a “construir” trabajadores que imitaran la lógica de las máquinas, entonces no quedaría nada de esa actividad antropológica primaria que es el trabajo humano, ni de su misterio. Si los hombres y las mujeres perdieran su capacidad de trabajar, perderían mucho, demasiado. Perderían casi toda la dignidad que les da haber sido hechos "poco menos que Elohim" (Salmo 8). La realización de la utopía del trabajo-sin-humanos no sería más que la actualización de la perfecta deshumanización de la vida en común. Para seguir viviendo, nos veríamos obligados a emigrar en masa otra tierras y a otros planetas donde todavía fuera posible trabajar de verdad.
Esta fiesta del trabajo puede ser un momento propicio para recordar y recordarnos qué es el trabajo y qué son los trabajadores. Por ejemplo, deberíamos recordar que para conocer de verdad a una persona es necesario verla trabajar. Ahí es donde se nos revela en toda su humanidad. Ahí se encuentran su ambivalencia y sus limitaciones, pero también, sobre todo, su capacidad de don y su excedencia. Podemos hacer fiesta juntos, salir a cenar o a jugar al fútbol con los amigos, pero la mejor ventana antropológica y espiritual para saber quién es el que está a nuestro lado es el trabajo. Muchas veces creemos conocer a un amigo, a un padre o a un hijo, hasta que de repente un día les vemos trabajar y nos damos cuenta de que no era así. Había una dimensión esencial de su persona que nos estaba velada, y que sólo se desvela cuando les vemos trabajar arreglando un un automóvil, limpiando un baño, dando clase o preparando una comida. Todos nosotros estamos presentes en la mano que aprieta el tornillo, en la pluma que escribe y en el trapo que seca. Ahí es donde encontramos nuestra humanidad y la de los otros. Y casi siempre nace en nosotros una nueva estima y una nueva gratitud por el trabajo que vemos y descubrimos como don. Pocas realidades proporcionan más alegría que el trabajo bien hecho y, por consiguiente, muy pocas cosas causan más infelicidad que trabajar mal, aun cuando no podamos hacer otra cosa. Nos hacemos mayores viendo trabajar a los mayores.
Yo “conocí” a mi abuelo Domingo cuando, de pequeño, vi cómo construía con sus manos, en su taller, un pequeño banco para mí. Sólo entonces comprendí de verdad el significado de sus grandes, callosas y sabias manos. Desde entonces lo sé. Hoy lo único que me queda de él es este banco, que guardo en mi estudio al lado de los libros. En esos trozos de madera está su alma, a la que un día vi encarnarse en aquel objeto, construido como regalo para mí.
Muchos de nuestros hijos ya no pueden ver el trabajo de los adultos y eso es una grave forma de pobreza. Hay demasiados trabajos abstractos, invisibles, desterrados a no-lugares lejanos e inaccesibles sobre todo para niños y jóvenes. ¿Qué trabajo van a crear mañana si hoy viven inmersos en mil espectáculos pero se ven privados del mayor espectáculo de la tierra, que es el trabajo? Dar a los hijos la posibilidad de ver el trabajo verdadero y concreto, para que puedan empezar a ver el mundo desde allí, es un gran don.
Pasar por la ciudad y ver a la gente trabajando es una de las experiencias humanas y espirituales más verdaderas. La mejor manera de festejar el trabajo es mirarlo, verlo y reconocerlo de nuevo, para estar agradecidos. La primera y verdadera reforma que necesita el mundo del trabajo es nuestra estima, personal y colectiva, por el trabajo y los trabajadores. A lo mejor, en este día de no-trabajo, podríamos volver a leer algunas páginas de los clásicos de la economía civil sobre el trabajo: "No hay trabajo ni capital - escribía Carlo Cattaneo - que no comience con un acto de la inteligencia. Antes de cualquier trabajo, antes de cualquier capital, está la inteligencia, que comienza la obra e imprime en ella por vez primera el carácter de riqueza".
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Resurrección es una de las grandes palabras de esta tierra. La vida que renace de la muerte es la primera ley de la naturaleza, las plantas y las flores, que llenan de colores y belleza el mundo y nos dicen que la vida es más grande que la muerte que la nutre. Las mujeres y los hombres renacen muchas veces a lo largo de su existencia. Se encuentran resucitados después de haber sido crucificados por un luto, un abandono, una depresión o una enfermedad. A veces resucitamos resucitando a otros de sus sepulcros. Esas son las resurrecciones más hermosas y verdaderas. Si la resurrección no fuera una palabra humana, amiga y de casa, aquellas mujeres y hombres de Galilea no hubieran sido capaces de intuir algo del misterio, único, que se realizó entre la cruz y el día posterior al sábado.
El deber de la hospitalidad es el muro de carga de la civilización occidental y el ABC de una buena humanidad. En el mundo griego, el forastero era portador de una presencia divina. Son muchos los mitos en los que los dioses adquieren la semblanza de un extranjero de paso. La Odisea es, entre otras cosas, una gran enseñanza sobre el valor de la hospitalidad (Nausícaa, Circe…) y sobre la gravedad de su profanación (Polifemo, Antínoo). En la antigüedad, la hospitalidad estaba regulada por auténticos ritos sagrados, expresión de la reciprocidad de dones. El que ofrecía hospitalidad realizaba un primer gesto de acogida y, al despedir al huésped, le entregaba un “regalo de despedida”. Éste, por su parte, debía ser discreto y sobre todo agradecido.
La comunidad europea, al igual que cualquier otra comunidad, es una forma de bien común. La ciencia económica nos enseña que los bienes comunes, por su naturaleza, son susceptibles de ser destruidos. Es de sobra conocida la ‘Tragedia de los bienes comunes’ (Garrett Hardin, 1968), que ocurre cuando los usuarios de un bien común tratan de maximizar su interés individual, olvidando, o poniendo muy en segundo plano, el hecho de que ese bien común se deteriora por el consumo. Según el conocido ejemplo, cuando los usuarios de un prado comunal sólo ven sus costes y beneficios subjetivos, se sienten incentivados a llevar a pastar al mayor número posible de vacas, y el resultado final del proceso es la destrucción del pasto.
Antes de convertirse en ministro de economía del actual gobierno griego, Yanis Varufakis era ya muy conocido entre los economistas por sus trabajos sobre ‘Teoría de juegos’. Varufakis estudia las decisiones racionales que toman, en una situación determinada, dos o más agentes obedeciendo a una lógica estratégica, es decir tratando de anticipar sus recíprocos movimientos. Así pues, el ministro griego conoce muy bien el llamado “juego de la gallina” (o, mejor dicho, del gallina), que describe una situación muy parecida a la de una conocida escena de la película “Rebelde sin causa”.
La protección es una vocación universal de todos y de cada uno. La economía, pese a que su etimología (oikos nomos) evoca el oikos, el medio ambiente, la casa, en las últimas décadas está traicionando esta vocación de protección porque está demasiado condicionada por los rendimientos y los beneficios a corto plazo. El homo oeconomicus, tal y como lo ha pensado hasta ahora la ciencia y la praxis económica, no tiene lugares donde vivir sino espacios que ocupar. El lugar, lo sabemos, tiene que ver con la identidad, la especificidad, las raíces. El espacio es la dimensión racional de los lugares: es uniforme, sin raíces ni destino. Y así, nuestro capitalismo especulativo está eliminando las especificidades y las identidades de los lugares, de sus tradiciones sociales y económicas, para poderlos controlar y orientar al mercado, dando vida a un mundo uniforme, sin biodiversidad en cuanto a formas de empresa, de trabajo, de vida.
Cada Primero de Mayo lleva un mensaje que hay que buscar, descubrir y descifrar entre los pliegues de nuestro presente, entre sus contradicciones, dolo-res y esperanzas.
El cocinero del mundo, las lentejas de Esaú y el desdén hacia los chefs estrellas que, quién sabe por qué, son todos hombres. «Y las mujeres que cada noche llevan la cena a la mesa, ¿eh? A ellas no les da nadie las gracias, y sin embargo son ellas las que conservan el verdadero valor de la comida», dice Carlin Petrini, fundador de Slow Food y de Terra Madre. Milán, una mañana un poco gris de mediados de diciembre.
La canadiense Jennifer Nedelsky, profesora de filosofía política en la Universidad de Toronto, es una de las voces más innovadoras en el debate actual sobre la atención a las personas, los derechos y las relaciones sociales. Está convencida de que en nuestra época hay una gran prioridad que, por desgracia, nuestras democracias dejan en segundo plano: la revisión profunda de la relación que debe existir entre el trabajo y el cuidado de las personas, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, ricos y pobres. Un tema esencial en un mundo en el que cada vez hay más ancianos que, gracias a Dios, viven más tiempo. Si no cambia, de forma colectiva y profunda, la cultura del cuidado de las personas en relación con la cultura del trabajo, al final lo que se niega es la democracia y la igualdad sustancial entre las personas. Hace años que la conozco (por eso en la conversación que sigue he traducido la palabra inglesa “you” por tú) y me he reunido con ella en el
«A medida que la crisis ha ido ganando en intensidad, hemos ido observado una mayor propagación del fenómeno de la usura, como atestigua el hecho de que el número de denuncias se haya duplicado en 2013 con respecto al año anteriores». Hay documentos, como este que acaba de publicar la Unidad de Información Financiera de la Banca de Italia, que todo ciudadano responsable y maduro debería leer y meditar, para actuar en consecuencia. La usura es una enfermedad típica de toda sociedad monetaria, puesto que es el fenómeno visible de las relaciones de fuerza y de poder que se esconde bajo la aparente neutralidad de la moneda. La existencia de la moneda produce muchos beneficios, pero también genera altos costes, que crecen en intensidad y relevancia al ampliarse el área cubierta por la moneda dentro de la sociedad.