Editoriales Avvenire

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Fin de año: agradecimientos e historias que contar

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 31/12/2013

El mundo griego, para referirse a lo que nosotros hoy llamamos tiempo, usaba dos palabras: chronos y kairos. Para el tiempo-chronos el día de San Silvestre es un día como cualquier otro. En cambio, para el tiempo-kairos, las horas y los años son distintos: el día en que murió Nelson Mandela (el 4 de diciembre) o el día en que fue elegido Francisco (el 13 de marzo) son días cualitativamente distintos, que quedan grabados en la tablilla plana del tiempo. Chronos es cantidad homogénea, kairos cualidad y diversidad, algo parecido a la diferencia que existe entre espacio y lugar. La dinámica chronos-kairos marca el ritmo del tiempo de nuestra vida diaria. El nacimiento de los hijos, un acontecimiento luctuoso, el trabajo encontrado y perdido, dan color y vida a los números del calendario.

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Este 2013 ha sido un año más largo para los que más han sufrido, muchos de ellos por la falta de empleo, demasiados de ellos jóvenes. Nos hemos despertado bruscamente y nos hemos dado cuenta de que no hemos perdido millones de puestos de trabajo por las hipotecas sub-prime norteamericanas ni por la prima de riesgo, y que no es culpa de Europa que nuestros jóvenes ya no tengan un buen trabajo. Sabemos que deberíamos levantarnos con nuestras propias fuerzas, pero no podemos por una grave carestía de capitales morales. El mundo ha cambiado verdaderamente, ya no lo comprendemos, y todos sufrimos por la 'falta de pensamiento' (Pablo VI). Sufrimos dolores de parto. Algo nuevo está naciendo, pero todavía no nos damos cuenta. Sufrimos también porque colectivamente no conseguimos ver ningún niño detrás del suplicio. Y cuando no vemos al niño, no vemos la salvación, el esfuerzo no tiene premio, nos falta la alegría. Deberíamos entrenar la mirada para ver más lejos y de otro modo, vislumbrar dentro de nosotros y entre nosotros las personas y los lugares donde están sucediendo cosas nuevas, descubrir dónde están ‘naciendo niños. Y aprender a decir “gracias”, una palabra a redescubrir a partir de su raíz charis.

El 31 de diciembre es sobre todo el día del agradecimiento, también civil. El ejercicio de la virtud de la gratitud siempre es importante, pero en el éxodo por el desierto es esencial. Decir gracias, sobre todo cuando cuesta y se hace seriamente, es un recurso extraordinario para seguir esperando y caminando. Son muchas las personas a las que quiero dar hoy las gracias. Quiero empezar por los empresarios, que siguen arriesgando recursos, energías y talentos para salvar el trabajo y siguen adelante a pesar de todo; esos empresarios que construyen bienestar y pagan los impuestos. Son muchos, aunque no se hable de ellos, y nadie les da las gracias. Cuando un empresario decide pagar los impuestos sabe que, en un mundo como el nuestro, con una alta evasión, está pagando mucho más que lo que le correspondería en justicia. Sabe que está pagando también por sus “colegas” que han puesto su sede fiscal en Montecarlo pero usan los mismos bienes públicos. Muchos, ante el espectáculo de esta injusticia se pervierten y comienzan a evadir. Otros empresarios, trabajadores y ciudadanos se indignan y piden justicia. Pero no se envilecen y siguen adelante. Y no sólo por cumplir obligación fiscal. Saben que están haciendo también un don. Y el don hay que agradecerlo. Si no existieran estos “pocos justos” (que por otra parte no son tan pocos), la ciudad ya se habría autodestruido. Un gracias doloroso, que se convierte también en “perdón”, debe llegar a los empresarios que no han conseguido salir adelante y han tenido que cerrar la empresa, dejando en casa a muchos trabajadores, en medio de grandes sufrimientos y angustias (conozco muchos de ellos). “El hombre no es su error”, he leído en una comunidad de Don Oreste Benzi. "El empresario no es el fracaso de su empresa", siempre se puede volver a empezar.

Gracias también a todas las personas que acompañan a los pobres y a los que están solos, y que, con la fuerza del agape, curan la desesperación. A muchos administradores públicos honrados, que no tiran la toalla cuando les sobrarían razones para hacerlo. A las maestras y a los educadores que, en una escuela herida, empobrecida y despreciada, siguen amando a nuestros hijos. Para terminar (aunque habría que seguir mucho más) gracias a las familias, a las madres y a los padres y más aún a los ancianos, que siguen remendando la fides, esa fe y esa cuerda que todavía nos mantiene juntos. Ellos remiendan el tejido social y nos recuerdan nuestras raíces y nuestras historias.

En “Las mil y una noches”, Sharazad para no morir tenía que dejar de contar historias. Si hoy queremos vivir y transmitir vida debemos contarnos más historias de vida verdadera, encontrar juntos nuevos motivos de auténtica esperanza y repetirnos continuamente unos a otros “no tires la toalla”. Y no dejar de agradecer.

Los comentarios de Luigino Bruni pubicados en Avvenire se encuentran en el menú Editoriales Avvenire  

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Fin de año: agradecimientos e historias que contar

por Luigino Bruni

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Entrenemos la mirada

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Las raíces, la intuición y la lección actual de la «empresa civil»

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 29/10/2013

logo avvenireA Italia le falta desde hace demasiado tiempo un código simbólico e ideal compartido capaz de reconstituir una unidad civil, ideal y espiritual en la que basar un nuevo desarrollo, también económico. Hace demasiado tiempo que las historias colectivas que contamos, incluidas las historias políticas, han dejado de convencernos. Son demasiado frágiles, superficiales, miopes y carentes de carga simbólica, porque les falta el soplo vital que es capaz de reanimar los huesos que pueblan los modernos pero áridos valles de nuestra vida civil y económica.

Y sin embargo a Italia no le faltan historias, narrativas ni mitos, grandes, populares y cargados de símbolos vitales (adjetivos de todas las historias capaces de generar resurrección) y por tanto capaces de futuro. La aventura humana, económica, espiritual e industrial de Adriano Olivetti (a la que Rai1 dedica, entre ayer y hoy, una mini-serie de dos capítulos) es una de ellas.

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Olivetti no es una gloriosa excepción en una historia económica italiana distinta, ni tampoco un héroe o un caballero solitario. Muy al contrario, fue una expresión del mejor genio italiano. Nos mostró que la empresa puede ser al mismo tiempo solidaria y situarse en la frontera de la innovación tecnológica, puede ser líder mundial y estar radicada en un territorio y en una comunidad, puede ser de gran tamaño y estar centrada en las personas, puede ser un laboratorio intelectual y hablar en dialecto, puede incluir a los pobres y generar muchos beneficios. La tradición económica italiana a la que algunos llamamos Economía Civil, fue excelente y un faro para el mundo entero, al saber conjugar estos elementos que el capitalismo actual, incluso el nuestro, tiende a contraponer deliberada y sistemáticamente.

Efectivamente, en estas últimas décadas hemos dado vida a un sistema económico y social dicotómico y separado, es decir, literalmente dia-bólico. Y así hoy tenemos grandes empresas que ven al territorio y a sus instancias como una amenaza para su propia eficiencia (y se deslocalizan), mientras que la economía social se ve relegada, muchas veces segregada, al mundo de “lo pequeño es hermoso”. En las grandes empresas ya no se habla en dialecto, ni tampoco en inglés auténtico ni en italiano, porque se han perdido las lenguas vitales antiguas, las de la economía campesina y artesana y no hay tiempo ni cultura para aprender (bien) otras.

Finalmente, aunque podríamos añadir muchas más cosas, quienes trabajan en los sectores de la gran innovación tecnológica (y son muchos, también en Italia) no tienen ningún contacto con quienes trabajan en el ámbito social y tienen que enfrentarse a la pobreza. Eso es exactamente lo contrario a lo que hizo, pensó, vivió y soñó Adriano Olivetti, junto con los demás empresarios civiles de su generación, que la gravemente herida Italia de la posguerra, fue capaz de generar.

Hay muchas y complejas razones (todavía poco exploradas) para explicar por qué la economía italiana traicionó el paradigma de Olivetti. Las vicisitudes de la empresa Olivetti después de Adriano jugaron sin duda un papel importante. Pero a la Italia de las últimas décadas le ha faltado también capacidad cultural y de pensamiento para concebir y reconstruir una vía civil a la empresa y a la economía. Las ideologías de derecha y de izquierda han sido culturalmente incapaces de entender que detrás del experimento de Adriano Olivetti se escondía algo de extrema importancia para Italia: la posibilidad de idear y poner en práctica una economía de mercado que no fuera la capitalista que se estaba consolidando en los Estados Unidos ni tampoco la colectivista rusa, ni la sueca, ni la japonesa, ni la alemana.

La economía de Olivetti era sencillamente la economía italiana, es decir, la heredera de la economía de los Comunes, del Humanismo Civil, de los artesanos artistas, de los cooperadores… La “tercera vía” de Olivetti era demasiado italiana para ser reconocida por los italianos, porque ponía a producir en plena post-modernidad los rasgos más típicos y mejores de nuestra vocación: creatividad, inteligencia, comunidad, relaciones, territorios. Un “espíritu del capitalismo” italiano y europeo, distinto del americano que estaba ya dominando el mundo, donde lo social empieza fuera de las puertas de la empresa y el empresario crea una fundación filantrópica “para” los pobres. El capitalismo de Olivetti se ocupaba de lo social y de los pobres durante la actividad de la empresa. La inclusión productiva es una de las palabras clave del humanismo olivettiano, una palabra hoy casi inexplorada.

Así, el capitalismo italiano después de Olivetti se perdió. Una parte de él se apropió del alma social y solidaria (la que hoy llamamos economía non-profit o tercer sector, expresiones ajenas a nuestra historia) y los empresarios industriales se convirtieron con demasiada frecuencia en pálidas imitaciones, a veces caricaturas, de sus colegas de ultramar, porque carecían de las virtudes calvinistas esenciales para hacer funcionar, a su manera, ese capitalismo distinto. Tal vez hayan pasado ya demasiados años desde la prematura muerte, en el lejano 1960, de Adriano.

Demasiados años como para pretender retomar hoy el hilo de un discurso económico y civil interrumpido, que llegó vivo a lo largo de los siglos desde los mercaderes medievales hasta Ivrea. Nuestra historia es la que conocemos y no la que imaginó y realizó Adriano. Pero un pueblo puede salir del desierto si sabe mantener viva la memoria, recordar y reconocer antes que nada la existencia y la enseñanza de sus patriarcas. Aunque la historia no va hacia atrás, siempre podemos corregir o invertir la ruta.

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Las raíces, la intuición y la lección actual de la «empresa civil»

por Luigino Bruni

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Olivetti, una historia italiana que hay que entender para volver a empezar

Olivetti, una historia italiana que hay que entender para volver a empezar

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Comentario – Virtudes para recuperar y vivir/7

por Luigino Bruni 

publicado en Avvenire el 22/09/2013 

logo_avvenireLa reciprocidad es la regla de oro de la sociabilidad humana. Reciprocidad es una palabra que explica mucho mejor que cualquier otra la gramática fundamental de la sociedad, incluida la indignación, la venganza o las interminables causas en los juzgados. El ADN del animal político es una hélice formada por un entramado de dar y recibir. También el amor humano es esencialmente reciprocidad, desde el primer instante de la vida hasta el último, cuando al abandonar esta tierra estrechamos la mano de un ser querido y, cuando eso no es posible, la estrechamos interiormente con las últimas energías de la mente y del corazón. Esta dimensión de reciprocidad del amor, que consiste en amar a quienes nos aman, las culturas humanas la han expresado de muchas maneras y con distintas palabras.

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Las palabras más conocidas de la cultura griega son eros y philia, dos formas distintas de amor que tienen en común la reciprocidad, la necesidad fundamental de la respuesta del otro. La reciprocidad del eros es directa, biunívoca, exclusiva: amamos al otro porque colma una necesidad, nos sacia apagando en nosotros un deseo vital. En la philia griega (que se parece a lo que hoy llamamos amistad), la reciprocidad está más articulada: se tolera la falta de respuesta del otro, no siempre se lleva la cuenta de cuánto se da y cuánto se recibe y se perdona muchas veces. Mientras que el eros no es una virtud, la philia puede serlo, porque comporta fidelidad al amigo que temporalmente nos traiciona o no responde a nuestro amor con reciprocidad. Pero el amor-philia no es un amor incondicional, porque se interrumpe cuando el otro o la otra, con su falta de reciprocidad, nos hace entender que ya no quiere ser nuestro amigo.

El eros y la philia son esenciales y espléndidos para la vida buena, pero no suficientes. La persona es grande porque no le basta la reciprocidad, ya de por sí grande, sino que quiere el infinito. Así, en un momento determinado de la historia, cuando los tiempos estuvieron maduros, surgió la necesidad de encontrar otra palabra que expresara una dimensión del amor no contenida en esas dos semánticas del amor, que ya eran ricas y elevadas. Esta nueva palabra fue agape, no del todo inédita en el vocabulario griego, aunque nuevo era el uso y el significado que le atribuyeron “los de los caminos”, el primer (y hermoso) nombre de los cristianos. Pero el agape no fue una invención; fue una revelación de una dimensión presente, en potencia, en el ser de toda persona, incluso cuando queda enterrada esperando que alguien le diga “sal fuera”. El agape no empieza donde terminan las otras formas de amor, no es el no-eros o la no-philia, puesto que es su presencia la que hace que todo amor sea pleno y maduro. El agape le da al amor humano la dimensión de gratuidad que ni la philia, ni mucho menos el eros pueden garantizar. Y así, abriéndolas, realiza todas las virtudes, que en su ausencia son solo egoísmo sutil. Por eso cuando los latinos tradujeron el agape, eligieron la palabra charitas, que en los primeros tiempos se escribía con una hache intercalada, que para ser una letra muda decía muchas cosas.

En primer lugar decía que esa charitas no era ni amor ni amititia, sino otra cosa. Decía además que esa charitas tampoco era la caritas de los comerciantes romanos, que usaban ese término para expresar el valor de los bienes (lo que cuesta mucho, lo “caro”). La hache quería recordar que charitas hacía referencia a otra gran palabra griega: charis, gracia, gratuidad (“Ave Maria, llena de charis”). No hay agape sin charis, ni charis sin agape. Así, la philia puede perdonar hasta siete veces, el agape hasta setenta veces siete; la philia regala la túnica, el agape también el manto; la philia camina una milla con el amigo, el agape dos, incluso con quien no es amigo. El eros soporta, espera y cubre poco; la philia cubre, soporta y espera mucho; el agape lo espera, cubre y soporta todo.

La forma de amor del agape es también una gran fuerza de acción y de transformación económica y civil. Cada vez que una persona actúa por el bien y encuentra dentro de sí y en la acción misma los recursos para seguir adelante incluso sin reciprocidad, allí está actuando el agape. El agape es el amor típico de los fundadores, de los que inician un movimiento o una cooperativa sin tener la posibilidad de contar con la reciprocidad de los demás y necesitan fortaleza y perseverancia en su larga soledad. El agape no condiciona la decisión de amar a la respuesta del otro. Pero sufre cuando esta respuesta falta, porque el agape se realiza en la reciprocidad (<un mandamiento nuevo os doy: amaos unos a otros>), aunque no se siente tan mal como para interrumpir el amor no correspondido. La plenitud de la reciprocidad agápica se expresa también en una relación triangular: A se dona a B, y B se dona a C. El agape tiene esta propiedad transitiva que no está presente ni en la philia, ni mucho menos en el eros. Es más, esta dimensión ternaria de apertura al otro es esencial para que se de el agape.

Incluso el amor materno y paterno hacia un hijo no sería agápico y por lo tanto maduro y pleno, si se agotara en la relación A => B, B => A, sin la dimensión B => C que supera toda tentación de amor incestuoso o narcisista. Esta necesidad de reciprocidad, este seguir adelante incluso cuando no hay respuesta, hacen del agape una experiencia relacional al mismo tiempo vulnerable y fértil. El agape es una herida fecundísima. El agape hace que las comunidades sean lugares acogedores e inclusivos, de puertas abiertas y nunca cerradas, y echa por tierra jerarquías sagradas, órdenes de castas y cualquier otra tentación de poder. El agape es además esencial para el bien común, porque conoce un tipo de perdón que es capaz de borrar el mal recibido. Cualquiera que haya sido víctima del mal, de cualquier mal, sabe que el mal causado y recibido no puede ser plenamente compensado ni reparado por una condena ni por una indemnización civil. El mal sigue actuando, es una herida que permanece, a menos que un día encuentre el perdón del agape que, a diferencia del perdón del eros y de la philia, tiene la capacidad de sanar las heridas, incluso mortales, transformándolas en el alba de una resurrección.

Pero hay una tesis que ha atravesado la historia de nuestra cultura. El agape, se dice, no puede ser una forma de amor civil porque, a causa de su vulnerabilidad, no sería prudente. Únicamente se podría vivir en la vida y espiritual y familiar y a lo mejor en el voluntariado; pero en las plazas y en las empresas deberíamos conformarnos con los registros del eros (incentivos) y, como mucho, de la philia. Una tesis muy arraigada, entre otras cosas, porque se basa en la evidencia histórica de muchas experiencias que nacieron del agape y después retrocedieron hacia la jerarquía o el comunitarismo. Es la historia de muchas comunidades que empezaron con el agape y frente a las primeras heridas se transformaron en sistemas muy jerárquicos y formalistas. O experiencias que nacieron abiertas e inclusivas y después de los primeros fracasos cerraron sus puertas expulsando a los distintos. La historia es también la secuencia de estos “retrocesos” que, sin embargo, no reducen el valor civil del agape, y deberían impulsarnos a poner más agape y no menos en la política, en las empresas y en el trabajo. Porque cada vez que el agape aparece en la historia humana, incluso aunque dure poco o muy poco tiempo, nunca deja el mundo como lo había encontrado. Eleva para siempre la temperatura de lo humano, coloca un nuevo clavo en la roca para que quienes el día de mañana retomen la escalada puedan comenzar unos centímetros más arriba.

Ninguna gota de agape se pierde en la tierra. El agape ensancha el horizonte de posibilidad de bien de la humanidad. Es la levadura y la sal de todo pan bueno. El mundo no se acaba y la vida vuelve a empezar cada mañana porque hay personas capaces de agape: <Tres son las cosas que perduran: la fe, la esperanza, y el agape. La más grande de todas es el agape>.

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Comentario – Virtudes para recuperar y vivir/7

por Luigino Bruni 

publicado en Avvenire el 22/09/2013 

logo_avvenireLa reciprocidad es la regla de oro de la sociabilidad humana. Reciprocidad es una palabra que explica mucho mejor que cualquier otra la gramática fundamental de la sociedad, incluida la indignación, la venganza o las interminables causas en los juzgados. El ADN del animal político es una hélice formada por un entramado de dar y recibir. También el amor humano es esencialmente reciprocidad, desde el primer instante de la vida hasta el último, cuando al abandonar esta tierra estrechamos la mano de un ser querido y, cuando eso no es posible, la estrechamos interiormente con las últimas energías de la mente y del corazón. Esta dimensión de reciprocidad del amor, que consiste en amar a quienes nos aman, las culturas humanas la han expresado de muchas maneras y con distintas palabras.

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Agape (La gran alborada)

Agape (La gran alborada)

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Comentario – Virtudes para recuperar y vivir/6

por Luigino Bruni 

publicado en Avvenire el 15/09/2013 

logo_avvenireHay palabrasque tienen la capacidad de expresarlo todo por sí solas. Justicia, belleza, verdad... tienen una fuerza y una entereza tal que no sentimos la necesidad de añadirles ningún adejtivo para completarlas. ¿Qué se le puede añadir a una persona verdadera, a un hombre justo o a una vida bella? Fe es una de esas pocas palabras grandes y absolutas. Se puede vivir mucho tiempo, a veces incluso bien, sin dinero ni bienes, pero no se puede vivir sin creer. Todos somos capaces de fe, porque en el espacio interior de cada persona hay una “ventana” que se abre hacia un “más allá”, un tragaluz que sigue ahí incluso cuando, al mirarnos por dentro, no vemos nada e incluso aunque lo tapemos poniendo delante una estantería o el televisor. Precisamente por ser una palabra grande de la humanidad, la fe es también una palabra de la economía.

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La historia económica y civil de Europa es sobre todo una historia de fe. Lo que hace espléndida nuestra tierra son sobre todo las obras de arte y arquitectura nacidas de la fe de nuestros antepasados, que fueron capaces de dar comienzo a obras verdaderamente grandes porque estaban animados por la fe en cosas más grandes que su exitencia terrenal.

Iglesias, abadías, la capilla Baglioni, Mantua, Lisboa… florecieron a partir de una fe que hoy sigue creando puestos de trabajo en sectores que nos están salvando. Hoy recogemos los frutos de las semillas que otros sembraron en el pasado para nosotros, porque desde las ventanas de sus almas y de su tiempo supieron ver algo más grande. Así, hoy muchas personas consiguen trabajar y vivir bien gracias a todos los que en el pasado invirtieron su riqueza pensando también en un futuro lejano habitado por otros seres humanos a los que, gracias a la fe (no sólo religiosa) sintieron verdaderamente cercanos. Por este motivo, entre otros, la fe es cuerda (fides), el hilo que une entre sí a los ciudadanos y a las generaciones. Es tradición, es decir, transmisión de una alianza, de un pacto, que vive en el tiempo y en la historia. Es un hilo de oro. ¿Qué semillas estamos sembrando hoy pensando en la cosecha de las generaciones venideras? Sin fides un viejo no siembra la semilla de una encina; sin fides el horizonte del mundo se reduce al techo de la casa o la oficina, demasiado bajo para ese ser enfermo de infinito que es la persona, que desde la época de las chozas y las nuragas sentía la necesidad de agujerear las cubiertas, no sólo para que saliera el humo del fuego, sino también para que su cielo fuera más alto que su casa. A falta de esta mirada profunda que nos eleva, nos conformamos con los escenarios de la televisión, con sus cielos virtuales, que no tienen ni el calor del sol ni la profunidad del horizonte ni la brisa del aire, que entran sólo cuando abrimos la ventana de la casa. Lo contrario de la fe siempre ha sido la idolatría, que no es la actitud de quien no cree en nada, sino de quien cree en demasiadas cosas, falsas y artificiales.

Pero la fides-fe fue también esencial para el nacimiento de los mercados. Proporcionó la base para el comercio, respondiendo a la pregunta principal de toda economía de mercado: ¿por qué debería fiarme de un desconocido? En el alba de nuetra economía, cuando los mercaderes pasaban de una ciudad a otra o se encontraban en las ferias a lo largo de los grandes ríos europeos, los sistemas jurídicos, los tribunales y las penas eran muy frágiles, muchas veces inexistentes. Para realizar operaciones comerciales complejas, arriesgadas, largas y costosas, hacía falta un verdadero acto de confianza en la otra parte. La principal garantía para creer que el otro haría su parte y enviaría la mercancía la proporcionaba la fe:; era posible fiarse de un desconocido porque en el fondo no era del todo desconocido. Tenía la misma fe (cristiana), y por ello podía darle confianza, porque era fiel. Así la fides (fe y confianza) hizo de la gran Europa una comunidad parecida a la polis griega de Pericles y se convirtió en una nueva forma de philia para poder realizar intercambios. Pero era una polis muchísimo más amplia, con mercados muy extensos que multiplicaron la riqueza y los encuentros comerciales, civiles y religiosos. La fe se convirtió en confianza y la confianza generó mercados y riqueza. Europa fue el fruto de esta fides-confianza-cuerda-creer-crédito. Pero cuando, con la reforma protestante y la contrarreforma católica, esta fides se rompió, nació el capitalismo, que inventó poco a poco una nueva fides, la de los bancos centrales y las finanzas. Esta revoluión cultural refundó Europa y después los Estados Unidos, que la encarnaron en plenitud, dando vida a un capitalismo de la nueva “sola fides”. Pero entre la primera y la segunda fides hay diferencias cruciales.

La primera fides, por ejemplo, era un bien relacional, porque – aunque existían monedas, títulos y bancos – Niccolò se fiaba de Miguel, y el intercambio se producía gracias a una apertura de crédito a una persona de carne y hueso. Era una experiencia intrínsecamente frágil y vulnerable, expuesta al abuso y por ello humana. La invención de la nueva fe-religión capitalista ya no tuvo necesidad de esta confianza relacional y personal. Desencadenó la despersonalización de las relaciones económicas, que creció hasta explotar literalmente en la última crisis de nuestro tiempo, que tiene mucho que ver con la construcción de un sistema financiero muy lejano e independiente de las relaciones humanas de confianza que generan los bienes económicos. Así, la respuesta de un banco capitalista a la petición de financiación de una buena empresa con dificultades la da muchas veces un índice resultante un algoritmo, sin ningún “crédito” y ningún encuentro entre personas, de forma in–humana. Nuestra crisis nos está diciendo que debemos volver a encontrarnos y a fiarnos de las personas y de su vulnerabilidad, porque cuando la economía y las finanzas pierden contacto con el rostro del otro, se convierten en lugares inhumanos. Si hoy no conseguimos reencontrar y reactivar todas las dimensiones de la fides, empezando por el territorio, no habrá plan gubernamental que nos pueda salvar de verdad.

Pero el lazo fundamental entre fe y confianza no es el único. Hay otra declinación o dimensión esencial de la fe que es la fidelidad, como nos recuerda el anillo de bodas (alianza). La fe tiene mucho que ver con la fidelidad, porque toda experiencia auténtica de fe es en primer lugar una historia de amor, la adhesión a un pacto,  y por tanto es también virtud. La fe florece plenamente cuando somos fieles en la noche de la fe, cuando nos agarramos a esa cuerda, cuando seguimos confiando en un encuentro-alianza que aparece muy lejano y desenfocado, casi como un autoengaño consolador o cuando llevamos demasiado tiempo viendo la niebla al otro lado de la ventana y dejamos de recordar las formas del antiguo paisaje y nos entran ganas de no abrirla más y encender la televisión del falso cielo. Después descubrimos que en esas noches hemos sido fieles gracias sobre todo a la parte más verdadera y profunda de nosotros mismos. Es posible llegar a ser justos y verdaderos sin fe, pero nunca sin fidelidad.

Quienes viven esta dimensión fiel de la fe son capaces de un verdadero diálogo y de una verdadera fraternidad con quienes no tienen fe, con quienes la han perdido o con quienes tienen otras fes, e incluso saben mover montañas porque no las mueven para sí mismos. Esta es la fe que conduce a cumbres altísimas de humanidad, de economía y de empresa, donde la fe sigue todavía generando cosas extraordinarias. Las personas fieles son siempre importantes para el bien común y para la belleza de la tierra, pero son indispensables para salir de cualquier crisis, porque saben señalar un horizonte más grande. Saben abrir agujeros en el techo de la casa común y mostrar un cielo más alto, para volver a empezar.

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Comentario – Virtudes para recuperar y vivir/6

por Luigino Bruni 

publicado en Avvenire el 15/09/2013 

logo_avvenireHay palabrasque tienen la capacidad de expresarlo todo por sí solas. Justicia, belleza, verdad... tienen una fuerza y una entereza tal que no sentimos la necesidad de añadirles ningún adejtivo para completarlas. ¿Qué se le puede añadir a una persona verdadera, a un hombre justo o a una vida bella? Fe es una de esas pocas palabras grandes y absolutas. Se puede vivir mucho tiempo, a veces incluso bien, sin dinero ni bienes, pero no se puede vivir sin creer. Todos somos capaces de fe, porque en el espacio interior de cada persona hay una “ventana” que se abre hacia un “más allá”, un tragaluz que sigue ahí incluso cuando, al mirarnos por dentro, no vemos nada e incluso aunque lo tapemos poniendo delante una estantería o el televisor. Precisamente por ser una palabra grande de la humanidad, la fe es también una palabra de la economía.

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Fe (Agujeros en el tejado)

Fe (Agujeros en el tejado)

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Comentario – Virtudes para recuperar y vivir/5

por Luigino Bruni 

publicado en Avvenire  el 08/09/2013 

logo_avvenireEl recurso más escaso de nuestra civilización en realidad es la esperanza. No hay duda de que la esperanza es una virtud, pero tras esta gran palabra se esconden muchas cosas, algunas más grandes que la virtud y otras más pequeñas. Como cualquier otra palabra noble y antigua, la esperanza se parece a esas ciudades esrtratificadas por las que a lo largo de los siglos han pasado varias civilizaciones y muchas vidas. Así, podemos encontrar con facilidad un primer estrato, muy superficial, de la esperanza, que no es una virtud sino un mal. Es la esperanza que la mitología griega ponía dentro de la caja de Pandora (la caja que contenía todos los males) y que misteriosa y ambiguamente, no salía a inundar el mundo junto con los demás males, sino que se quedaba encerrada dentro de la caja.

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Es la esperanza que San Pablo califica como “vana”, a la que recurren muchas veces los poderosos cuando invitan a los ciudadanos a esperar en una recuperación imaginaria y en un futuro mejor, mientras ellos no hacen nada o hacen demasiado poco para mejorar las condiciones de vida del presente. Es la esperanza de ganar la lotería o la actitud de quien responde “esperemos que todo vaya bien” ante una petición de ayuda; una frase que no cuesta nada (y que tampoco tiene ningún valor) y que señala el final del encuentro y la renuncia al compromiso de buscar juntos una solución concreta. Esta esperanza es ‘opio de los pueblos’ y muchas veces se ha convertido y se sigue convirtiendo en instrumento de dominio, sobre todo de los pobres, víctimas de ilusiones creadas para mantenerlos en su indigencia o en su miseria. Esta esperanza es un mal, porque puede impulsarnos a vivir (o más bien a sobrevivir) sin asumir el compromiso de convertirnos en protagonistas de nuestra propia felicidad, esperando pasivamente que la salvación nos venga de la suerte, de los dioses o del estado. Contra esta esperanza vana e ilusoria libraron una dura batalla primero la filosofía griega y después, con determinación, el cristianismo, para liberar a las personas de esperanzas malévolas y engañadoras y permitir que se abrieran a la esperanza que no defrauda. Una batalla que, debemos reconocerlo, prácticamente se ha perdido. Al menos eso parece, si atendemos a la cantidad de ilusiones y falsas esperanzas que produce nuestra cultura del consumo y la televisión (los datos sobre las horas que pasamos, cada vez más solos, ante el televisor son abrumadores; hemos vuelto a los altísimos niveles de los años 80).

Si hurgamos un poco más en profundidad, encontraremos un segundo nivel o estrato de una esperanza que ya empieza a ser virtuosa. Es esa actitud espiritual y moral gracias a la cual encontramos verdaderas razones para esperar que el futuro próximo sea mejor que el presente y ejercitarnos para que el “todavía no” se convierta en el esperado “ya”. Es la esperanza que empujó a las generaciones anteriores a luchar contra un presente pobre y escaso en bienes y derechos para construir un futuro mejor para sus hijos y nietos. Esta esperanza es la que hizo soportables y a veces incluso alegres los trabajos de muchos de nuestros abuelos y abuelas, empleados como semi-siervos en el campo o en la mina, porque detrás de aquellas lágrimas intuían futuros diplomas, licenciaturas, casas, trabajos y campos. Era la esperanza de las novias, esposas y madres, pero también la de muchos aparceros y pequeños artesanos que se convirtieron en empresarios, más que por amor al dinero, buscando un futuro mejor en dignidad y libertad.

Hay un tercer nivel de esperanza. Al llegar a él comienzan a desvelarse los rasgos de una ciudad antigua muy noble y bella. Es la esperanza de quienes han luchado hasta dar la vida para construir un futuro mejor no sólo para sus hijos, sino para los hijos de todos. Es la esperanza cívica, social y política que ha movido a miles de trabajadores, sindicalistas, políticos, cooperativistas, ciudadanos, hombes y sobre todo muchas mujeres (demasiadas veces olvidadas), que han querido y sabido dedicar su vida a mejorar el mundo. Esta esperanza es la que amplía las fronteras de lo humano, la que sustenta todas las virtudes, regándolas y dándoles valor, sentido y dirección. Y esta es la esperanza que hoy debemos ejercitar diariamente y reactivar, sobre todo juntos, para recomenzar en la politica, en los mercados y en las empresas, que no pueden serguir más tiempo des-esperadas. Es necesario aumentar los actos y los ejercicios virtuosos de esperanza. Debemos ponerlos en el candelero y contárnoslos unos a otros, amplificándolos con los medios de comunicación, porque la esperanza es contagiosa, más que el desánimo y la desesperación cívica.

Pero el descubrimiento de las dimensiones de la esperanza no termina en este tercer nivel, que ya es alto y noble. Hay una cuarta forma de esperanza, que se encuentra a un nivel muy profundo y que es distinta de las otras porque no está contenida dentro del registro semántico de la palabra virtud. A diferencia de las virtudes, no se alcanza con el ejercicio, la disciplina y el esfuerzo. Esta esperanza es sencillamente don, gratuidad, charis. Siempre que llega nos sorprende y nos quita el aliento. Hemos llegado a la sala del tesoro. Esta esperanza no puede calcularse ni preverse, sólo esperarse y desearse. Cuando llega, es causa de gran alegría, de paraíso, como ocurre con el regreso tan esperado del amigo lejano que un día, de improviso, vuelve por fin. Tal vez haya algo de esta esperanza en el misterioso final del Conde de Montecristoo: “toda la sabiduría humana está resumida en estas dos palabras: confiar y esperar". Es la espera confiada del esposo con las lámparas encendidas de esperanza. Esta esperanza llega, como todo don verdadero y grande, sin previo aviso y sin pedir permiso, cuando hemos agotado los recursos naturales para esperar y nos encontramos en unas condicionas en las que no habría ninguna razón razonable para esperar, ni siquiera en el Paraíso. Y sin embargo llega. Después del anuncio de una enfermedad seria, de una traición grave, después de infinitas soledades, cuando menos te lo esperas, aflora en el alma algo delicado, una brisa ligera y sentimos que podemos esperar de nuevo, esperar y confiar, pero de otra manera. Sentimos que se nos da una nueva oportunidad, una nueva razón para esperar de verdad, no por un autoengaño consolador sino porque renace la fuerza de esperar más alla de la desesperación. Y así, después de llevar los libros al juzgado, después de la enésima ilusión por la promesa de un aval bancario, después de la enésima entrevista de trabajo sin resultado, he aquí que con los ojos todavía lúcidos vuelve a florecer dentro la esperanza. Nos sorprende y nos hace volver a empezar la carrera y la lucha. No somos nosotros quienes generamos esta esperanza. Llega y por eso es don, como bien sabía la tradición cristiana que llamó a la esperanza ‘virtud’ poniéndole el adjetivo de ‘teologal’, para poner de relieve su dimensión de gratuidad, de excedencia sobre cualquier mérito, y que ninguna tristeza ni desesperación del presente nos puede robar. Si en la tierra no existiera esta cuarta (o enésima) esperanza, la vida sería insoportable – y en eso se convierte cuando esta esperanza no llega, o no se percibe porque hay demasiados ruidos que la tapan. Sobre todo sería insoportable la vida de los pobres, que, sin embargo, como en la Cabiria di Fellini, consiguen ponerse en camino, sonreir, bailar y esperar de nuevo más allá de la desventura. Esta es la esperanza que hace que, también hoy, miles de trabajadores, empresarios, cooperadores sociales, políticos y funcionarios públicos se pongan de nuevo en pie y, spes contra spem, sigan adelante y relancen su buena carrera y la de todos.

 

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Comentario – Virtudes para recuperar y vivir/5

por Luigino Bruni 

publicado en Avvenire  el 08/09/2013 

logo_avvenireEl recurso más escaso de nuestra civilización en realidad es la esperanza. No hay duda de que la esperanza es una virtud, pero tras esta gran palabra se esconden muchas cosas, algunas más grandes que la virtud y otras más pequeñas. Como cualquier otra palabra noble y antigua, la esperanza se parece a esas ciudades esrtratificadas por las que a lo largo de los siglos han pasado varias civilizaciones y muchas vidas. Así, podemos encontrar con facilidad un primer estrato, muy superficial, de la esperanza, que no es una virtud sino un mal. Es la esperanza que la mitología griega ponía dentro de la caja de Pandora (la caja que contenía todos los males) y que misteriosa y ambiguamente, no salía a inundar el mundo junto con los demás males, sino que se quedaba encerrada dentro de la caja.

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Esperanza (la sala del tesoro)

Esperanza (la sala del tesoro)

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Comentario – Virtudes para recuperar y vivir/4

por Luigino Bruni 

publicado en Avvenire el 01/09/2013 

logo_avvenireSi hay una virtud especialmente valiosa para los tiempos de crisis, esa es la fortaleza. Fortaleza es la capacidad de seguir viviendo, resistiendo a las largas y duras adversidades. Es una fuerza espiritual y moral a la que las generaciones pasadas atribuían una enorme importancia, hasta el punto de llamarla virtud cardinal.

La fortaleza hace que no nos abandonemos a pesar de que se den todas las condiciones para ello y resistamos en la búsqueda de la justicia donde hay corrupción. Es la que nos impulsa a seguir pagando los impuestos cuando muchos dejan de hacerlo, a respetar a los demás cuando no somos respetados; a ser no violentos en ambientes violentos.

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Es la que nos hace mantener la moderación cuando estamos inmersos en la intemperancia, la que nos hace resistir durante años en un puesto de trabajo equivocado, la que nos hace seguir en la familia o en la comunidad cuando todo y todos (excepto nuestra alma) nos dicen que nos vayamos.

Es una virtud como las otras, pero a la vez es una precondición para poder vivir las demás virtudes, cuando se vive en contextos difíciles y sobre todo cuando las condiciones difíciles duran mucho tiempo. Es una virtud al servicio de las demás virtudes, porque nos permite seguir adelante cuando no hay reciprocidad. Hay una hermosa y actual palabra que recoge muchos de los significados de la fortaleza: resiliencia. La resiliencia expresa la capacidad que tiene la persona de no ceder a las adversidades, de seguir agarrado al clavo ardiendo, de no resbalar por las pendientes de las que está hecha la vida personal y cívica. Por este motivo, la fortaleza ha sido y es la salvación sobre todo de los pobres, que gracias a esta virtud consiguen muchas veces compensar la injusta falta de recursos, derechos, libertades y respeto, evitando la muerte. Gracias a ella pueden resistir las largas carestías y las interminables ausencias de los maridos y los hijos emigrados o dispersos en las muchas guerras (existe una relación especial entre la fortaleza y las mujeres). Los que se ven encerrados en la cárcel durante décadas por ser pobres, como Edmundo Dantés, encuentran en ella la fuerza para seguir esperando.

La fortaleza no escapa a la lógica paradójica de toda virtud. Hay momentos decisivos en la vida en los que la fortaleza debe saber trasnformarse en debilidad para ser verdaderamente virtuosa. Es la aceptación dócil de una desventura, una enfermedad grave, un fracaso o una viudedad. O tal vez la reconciliación con la última etapa de la vida cuando alguien (quizá una voz interior) nos dice que ha llegado nuestra hora. La dignidad y la fuerza moral en estos momentos de debilidad-virtuosa dependen  mucho de cuánta fortaleza hayamos sabido acumular durante el resto de nuestra vida.

La fortaleza es además esencial para resistir y vencer las tentaciones, una palabra que ha salido del horizonte de nuestras ciudades porque es demasiado verdadera para ser comprendida por nuestra incivilizacion del consumo y las apuestas en las finanzas y en los juegos. En cambio, las tentaciones existen y saber reconocerlas y superarlas significa no perderse en la vida. La fortaleza es la que nos hace rechazar donaciones de empresas inmorales, la que nos impide especular con la venta de una buena empresa familiar en la que hay generaciones de amor y de dolor, la que nos hace capaces de no seguir un enamoramiento equivocado y volver, fieles, a casa.

La economía es un trozo de vida y por eso necesita también de la fortaleza para ser vida buena. Pero hay dos ámbitos en los que la fortaleza desempeña un papel esencial. El primero se refiere directamente a la vida y a la vocación del empresario. Aunque mucha gente piense (y escriba) exactamente lo contrario, la economía de mercado no es un sistema que recompensa regularmente el mérito ni el talento. O al menos no lo recompensa mejor que otros sistemas (el deporte, las sociedades científicas, la familia…). En la dinámica de mercado no existe una relación cierta entre el comportamiento virtuoso del empresario (innovación, lealtad, corrección, legalidad...) y su éxito en el mercado. Esta relación muchas veces existe pero puede también no existir. Los resultados de una empresa dependen de innumerables circunstancias, que pueden cambiar independientemente del control y del mérito del empresario o empresaria. Y así puede ocurrir que esfuerzos meritorios se queden sin recompensa y que el premio vaya a quienes tienen menos mérito o menos talento. La desventura puede golpear (y de vez en cuando lo hace) también al justo, al empresario virtuoso, sobre todo en tiempos de crisis. Cultivar la virtud de la fortaleza le puede salvar y le puede ayudar a no rendirse y a relanzar la carrera.

El segundo ámbito es el interior de las organizaciones. Hay momentos en los que las empresas atraviesan verdaderas crisis, sobre todo cuando afectan a las motivaciones profundas de las personas. Su superación depende de que haya en esos lugares una determinada cantidad de personas con suficiente resiliencia. Si no hay nadie (al menos uno) que, superando la lógica de los incentivos, siga resistiendo y luchando sin tener en cuenta el horario y el desgaste de recursos, las crisis empresariales no se superan. El arte del gobierno de una empresa consite principalmente en saber atraer personas con altos valores de resiliencia, en no dejar que se vayan y en hacer que la resiliencia-fortaleza aumente con el transcurso de la experiencia laboral. La fortaleza necesita ser constantemente alimentada, porque si bien es cierto que se aprende a ser fuertes practicándola, no es menos cierto que al ser una virtud ‘de largo recorrido’, la fortaleza está especialmente sujeta al riesgo del agotamiento. Una señal inequívoca de que la fortaleza se está acabando (o se ha acabado) es esa frase tan común, “ya no merece la pena”, que se dice cuando ya no se ve ningún valor en el sufrimiento de la resistencia. Por eso es muy importante no considerar nunca la fortaleza de los otros (ni la nuestra) como un rasgo inalterable o como un stock, porque puede languidecer e incluso morir si la persona no la cultiva (con la vida interior, con la poesía, con la oración…) y quienes la rodean no la refuerzan con expresiones de aprecio, cariño y reconocimiento. Podemos permanecer mucho tiempo en condiciones de gran dificultad si no estamos solos, si tenemos la compañía de las virtudes de los otros y de la propia interioridad habitada.

Para terminar, la fortaleza es indispensable para mantener la alegría de vivir en dificultades duraderas, enfermedades o traiciones. Una de las cosas más sublimes del mundo es la existencia de personas capaces de mantenener una alegría auténtica en condiciones objetivas de gran adversidad. Este tipo de alegría virtuosa es un himno a la vida, un bien común que enriquece a todos los que se ven contagiados por ella. La fortaleza que necesitamos para mantener la alegría no es menos valiosa ni poderosa que la que nos permite soportar las dificultades y el dolor. Esta alegría es el sacramento de autenticidad de toda virtud, una alegría frágil y fuerte que hace el yugo de las largas adversidades más ligero, incluso suave.

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Comentario – Virtudes para recuperar y vivir/4

por Luigino Bruni 

publicado en Avvenire el 01/09/2013 

logo_avvenireSi hay una virtud especialmente valiosa para los tiempos de crisis, esa es la fortaleza. Fortaleza es la capacidad de seguir viviendo, resistiendo a las largas y duras adversidades. Es una fuerza espiritual y moral a la que las generaciones pasadas atribuían una enorme importancia, hasta el punto de llamarla virtud cardinal.

La fortaleza hace que no nos abandonemos a pesar de que se den todas las condiciones para ello y resistamos en la búsqueda de la justicia donde hay corrupción. Es la que nos impulsa a seguir pagando los impuestos cuando muchos dejan de hacerlo, a respetar a los demás cuando no somos respetados; a ser no violentos en ambientes violentos.

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Fortaleza (más allá de la crisis)

Fortaleza (más allá de la crisis)

Comentario – Virtudes para recuperar y vivir/4 por Luigino Bruni  publicado en Avvenire el 01/09/2013  Si hay una virtud especialmente valiosa para los tiempos de crisis, esa es la fortaleza. Fortaleza es la capacidad de seguir viviendo, resistiendo a las largas y duras adversidades. Es un...
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Comentario – Virtudes para recuperar y vivir/3

por Luigino Bruni 

publicado en Avvenire el 25/08/2013 

logo_avvenireLa virtud de la prudencia siempre ha sido profundamente amiga de la vida buena y la buena economía. Pero es muy importante saber reconocer la prudencia no virtuosa así como una cierta imprudencia que puede considerarse virtud.

Al alba de la modernidad se planteó el debate sobre qué mecanismos (providenciales para algunos) podrían orientar hacia el bienestar social no solo las escasas virtudes sino sobre todo los abundantes vicios de las personas reales, los vicios del <hombre tal y como es, para hacer buen uso de ellos en la humana sociedad> (Vico, “La ciencia nueva”, 1744).

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En este contexto, Adam Smith demostró (convenciendo con ello a no pocos) que el desarrollo y la riqueza de las naciones no nacía del vicio de la avaricia ni de la pasión triste del egoísmo, sino de la virtud cardinal de la prudencia, de <cuidar los bienes, la clase y la reputación del individuo> (Smith, “Teoría de los Sentimientos Morales”, 1759). Así pues, es prudente el buen padre (o madre) de familia que se ocupa de su patrimonio, manteniéndolo y aumentándolo, y cuando le regala un coche al hijo mayor de edad le dice: <Ten mucho cuidado>. Todo eso es sin duda virtud, bien individual y bien común. Si repasamos nuestra historia nos daremos cuenta de que la virtud de la prudencia estaba en la raíz de nuestra civilización campesina y artesana, donde se educaba al buen uso de los bienes, al mantenimiento de las pocas cosas que había, y al desarrollo prudente de patrimonios, sueños y proyectos de vida. Una historia que nos recuerda que los comportamientos viciosos contra la prudencia son el despilfarro, la dejadez y la estupidez de quienes derrochan sus bienes (o los de sus padres), y que nuestro bienestar depende ante todo de la virtud de nuestros conciudadanos, de si el vecino cuida su jardín y paga los impuestos, de la virtud de los clientes y también de las administraciones públicas.

Aquel primer optimismo ilustrado de la transformación de la prudencia de los individuos en virtud pública duró poco, aunque algunos sigan, ideológica e ingenuamente, invocándolo. No hay más que leer las novelas de Giovanni Verga para darse cuenta de que el escenario ya había cambiado radicalmente. Los vicios privados dejaban ya demasiados <vencidos> a lo largo de la <riada del progreso>, y la Providencia se convirtió en la barcaza naufragada de Patron ‘Ntoni. La esperada y por muchos invocada economía de mercado, armoniosa y mutuamente provechosa, se estaba convirtiendo en capitalismo. Sus estructuras de poder estaban creando nuevas formas de feudalismo, nuevas desigualdades, nuevas rentas y nuevos nobles distinguidos por una distinta pero no menos eficaz sangre azul. En particular, cada vez somos más conscientes de que los procesos más importantes de la economía tienen lugar dentro de las instituciones, en las organizaciones (el Estado entre ellas), en los bancos y en las empresas, donde la prudencia y las virtudes de los individuos no producen vida buena si dan lugar a relaciones de poder asimétricas que refuerzan las desigualdades de todo tipo.

He aquí que el escenario cambia radicalmente y a la persona prudente ya no se le pide sólo que oriente con la virtud su propia vida y la de su familia, sino que actúe para cambiar leyes, estructuras y sistemas de gobierno de las empresas y de muchos bienes comunes. Así se empieza a escribir un nuevo-antiguo capítulo moral de crucial relevancia: si una persona virtuosa vive dentro de instituciones viciosas, para poder vivir de verdad la virtud de la prudencia debe saber actuar también de forma imprudente. Si quiere ser verdaderamente virtuoso y prudente, debe saber poner en segundo plano el cuidado de sí mismo y de sus propios intereses, patrimonios e incluso afectos. Quienes quieren y deben denunciar injusticias manifiestas y mentiras, no pueden callar “prudentemente” frente a chantajes y represalias, no viven la dimensión de la prudencia que llamamos virtud. Ciertamente, algún filósofo podría sostener que deberíamos ampliar el concepto de prudencia hasta incluir un yo meta-individual, así como los bienes espirituales e incluso los ultraterrenales. Yo personalmente prefiero pensar que para entender el valor y la lógica de las virtudes, es necesario tomarse en serio su naturaleza paradójica. La virtud es verdaderamente virtuosa cuando muere y se abre a un “más allá” más grande, en una relación nueva con las demás virtudes, sin rendirse ante las pseudovirtudes de lo “políticamente correcto”. Así la prudencia es justa cuando es capaz de hacerse imprudente, la fortaleza es prudente cuando sabe convertirse en debilidad humilde y cada virtud se realiza cuando florece en agape, allí donde reina una justicia que puede hacer que quien, sin tener culpa, ha trabajado sólo la última hora pueda recibir el salario diario. Fuera de este horizonte, el comportamiento prudente de por sí pierde contacto con la virtud, como quien aparca en doble fila y “prudentemente” repliega el retrovisor. Si no nos tomamos en serio esta paradoja crucial y (al menos para mí) formidable, la virtud termina por transformarse en el vicio más grande, porque se convierte en un ejercicio egoísta que tiende a la perfección individual pero olvidándose del otro.

El ágape es el cumplimiento de toda acción moral, que nunca está definida ni completa dentro de ningún horizonte de ley, ni siquiera del de las virtudes, a las que el ágape llama a transcenderse para que puedan convertirse (paradójicamente) en ellas mismas. Si quienes tienen que ir a las periferias morales y antropológicas del mundo no tocan e incluso no sobrepasan de vez en cuando los límites de la justicia trazados por las leyes de la ciudad, no pueden ser verdaderamente justo. Si cuando Alí llamó a la puerta de mi amigo siciliano y párroco, éste se hubiera quedado prudentemente en la puerta sin acogerle en su casa (pensando en las consecuencias penales que hubiera podido tener y efectivamente tuvo), no habría sido verdaderamente virtuoso. Una dinámica paradójica que conocen bien quienes trabajan en las comunidades de rehabilitación y en las cárceles de menores, así como todas las personas que siguen arriesgando su carrera, sus bienes, su facturación, sus puestos de trabajo y la quiebra de su empresa.

No se les pide a todos en todo momento que vivan esta dimensión paradójica de la virtud. Pero si no respondemos cuando llega la llamada, comprometeremos la calidad ética y espiritual de nuestra existencia. Porque no se trata de actos extraordinarios de unos cuantos héroes, sino acciones de la que todos en potencia somos capaces. Esta virtud-que-va-más-allá-de-la-virtud es la levadura que eleva el pan de una vida ya virtuosa y le da la fuerza para mover montañas. Gandhi no habría liberado la India si no hubiera sido virtuosamente imprudente, ni Francisco nos habría enseñado la fraternidad si no hubiera besado imprudentemente al leproso, ni muchas mujeres y muchos vagabundos habrían sido liberados y llamados a la vida si no hubieran encontrado en el camino personas agápicamente imprudentes que han querido y sabido abrazarles, sin conformarse con la solidaridad inmune que está llenando nuestra economía y, por desgracia, también la parte no lucrativa de ella. El territorio de las virtudes – que coincide con el territorio de lo humano – se extiende y se humaniza cada vez que alguien tiene la imprudencia de superar los límites asignados a las virtudes, pagando en primer persona y casi siempre sin descuento. Benditas imprudencias, que impulsan hacia delante la civilización y hacen del mundo un lugar digno y bello para vivir.

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Comentario – Virtudes para recuperar y vivir/3

por Luigino Bruni 

publicado en Avvenire el 25/08/2013 

logo_avvenireLa virtud de la prudencia siempre ha sido profundamente amiga de la vida buena y la buena economía. Pero es muy importante saber reconocer la prudencia no virtuosa así como una cierta imprudencia que puede considerarse virtud.

Al alba de la modernidad se planteó el debate sobre qué mecanismos (providenciales para algunos) podrían orientar hacia el bienestar social no solo las escasas virtudes sino sobre todo los abundantes vicios de las personas reales, los vicios del <hombre tal y como es, para hacer buen uso de ellos en la humana sociedad> (Vico, “La ciencia nueva”, 1744).

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Prudencia (y algo más)

Prudencia (y algo más)

Comentario – Virtudes para recuperar y vivir/3 por Luigino Bruni  publicado en Avvenire el 25/08/2013  La virtud de la prudencia siempre ha sido profundamente amiga de la vida buena y la buena economía. Pero es muy importante saber reconocer la prudencia no virtuosa así como una cierta imp...
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Comentario – Virtudes para recuperar y vivir/2

por Luigino Bruni 

publicado en Avvenire  el 18/08/2013 

logo_avvenireHay un fuerte contraste entre el profundo sentido de la justicia que todos, incluso los malvados, llevamos dentro, y el mundo que se nos muestra como un espectáculo de injusticia generalizada. <El hombre nace libre, pero en todos lados está encadenado> (J.J. Rousseau). Para muchas injusticias no bastan los tribunales y los abogados. No son suficientes porque los aspectos legales, conmutativos y comprensibles sólo cubren una pequeña parte del territorio de la justicia, cuya extensión coincide con la de la entera vida en común. Una respuesta equivocada a la cuestión de la justicia es la tendencia, hoy creciente, a “judicializar” toda la vida social, codificando en la medida de lo posible todas las relaciones interpersonales y transformando todas las relaciones humanas en contratos.

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Una tendencia-tentación que, en lugar de aumentar la justicia, está bloqueando escuelas, comunidades de vecinos y hospitales, con trampas de desconfianza recíproca, puesto que muchas relaciones humanas se desnaturalizan cuando se “contractualizan”. 

El humanismo europeo nos dió una lección distinta sobre la justicia. En primer lugar consideró a la justicia como una virtud cardinal, diciéndonos que ésta es, antes que nada, fruto de un ejercicio continuo de la persona. Antes de invocar la justicia como principio, hay que practicarla, vivirla, buscarla y cultivarla como las demás grandes virtudes de la existencia. La justicia de los ciudadanos es la que genera la justicia de la ciudad, como simbólicamente expresaba la cultura griega a través de Dike, la diosa de la justicia de la polis, que era hija de Themis, la diosa de la Justicia anterior a cualquier sistema jurídico histórico y concreto, que hace justo a quien la sigue. Por eso Themis puede incluso entrar en conflicto con Dike, como ocurre en la gran tragedia de Antígona, quien, en nombre de una justicia más grande, entierra en contra de la justicia de la polis al hermano muerto Polinice. También los escribas y fariseos tenían su justicia, en base a la cual condenaron a Cristo. Ninguna invocación a la justicia es justa si viene de ciudadanos injustos que usan la justicia-Dike contra la justicia-Themis, muchas veces oprimiendo a los pobres y a los justos para sacar provecho. Si faltan ciudadanos amantes y practicantes de la virtud de la justicia, las leyes que se elaboren están condenadas a ser injustas, tanto más injustas cuanto más democrática sea la forma de gobierno. La necesidad de ciudadanos virtuosos es la principal fragilidad de las democracias, como bien sabían Montesquieu o Filangeri. Al mismo tiempo, las leyes justas refuerzan, premiándolas, las virtudes cívicas de los ciudadanos.

Por este motivo las declinaciones de la virtud de la justicia son abiertas y voluntariamente vagas: nos invitan a reconocer y a dar “a cada uno lo suyo” pero no nos dicen cómo se mide “lo suyo” ni quién debe medirlo. Aunque la justicia-Dike está llamada a dar contenido y límite a “lo suyo” de cada uno, no es menos cierto que la indeterminación de la virtud de la justicia es expresión de su ser relación entre personas. Reconocemos y damos al otro lo que le corresponde en justicia, siempre que entre nosotros exista una pertenencia común, siempre que el otro me interese de verdad, le considere asunto mío  y aunque le llame tercera persona, en realidad, a un nivel más profundo, es segunda (un “tú”). Y mientras que la justicia-Dike puede conformarse con dar a cada uno lo suyo, la virtud de la justicia va más allá del cálculo de “lo suyo”. El cristianismo nos ha dicho que la diferencia entre su justicia y la de los escribas y fariseos se llama agape, y no empieza donde acaba la justicia, sino que es su cumplimiento y su forma.

La economía no se ha tomado nunca en serio el tema de la justicia, a excepción del economista y filósofo indio Amartya Sen y pocos más. Para la ideología-religión capitalista, la justicia forma parte de los vínculos que hay que respetar, pero no pertenece a los objetivos que hay que alcanzar. Justicia es sinónimo, en el mejor de los casos, de respeto forzoso de las leyes sobre el trabajo, el medio ambiente o la seguridad, o sinónimo de pagar los impuestos. Todos estos vínculos son vividos como limitaciones del único y verdadero objetivo de la empresa capitalista: la maximización del beneficio o más propiamente y más gravemente, de las rentas. Pero al principio no era así. El “justo precio” fue uno de los grandes temas de la economía medieval, y Antonio Genovesi, paralelamente a su tratado de economía (“Lecciones de economía civil”), escribió en 1766 la “Diceosina”, un tratado sobre la justicia, que era el alma de toda su producción económica y ética. La justicia que conoce – cuando la conoce – nuestro capitalismo se parece a la de los escribas y fariseos: es la justicia de los vínculos y el respeto formal y ritual de la ley. La cuestión de la justicia afecta y juzga a todo el sistema capitalista actual, pero es una cuestión que hemos dejado de lado durante demasiado tiempo, sobre todo a causa de una crisis de pensamiento crítico.

No se trata simplemente de denunciar (justamente) como injustos fenómenos aislados del capitalismo (como los vergonzosos sueldos y pensiones de muchos altos cargos públicos y privados, los paraísos fiscales, la especulación que no crea trabajo sino que lo destruye, las multinacionales de las apuestas que causan hambre a los pobres con la connivencia de las instituciones…). Se trata de ser conscientes de que existe una enemistad muy profunda y radical entre nuestro capitalismo financiero y la virtud cardinal de la justicia. Eso no significa negar que muchas personas practiquen cada día la virtud de la justicia en la vida económica, sino únicamente reconocer que un sistema basado en la búsqueda del máximo beneficio de los propietarios de los grandes bancos, de las aseguradoras y de las empresas multinacionales, está en conflicto, como sistema ético, con las exigencias de la virtud de la justicia. Para juzgar la justicia de este capitalismo, no hay que compararla con la del feudalismo, que todavía era menor, sino con la que podíamos haber hecho realidad si no hubiéramos traicionado la vocación social y civil de Europa para seguir los cantos de sirena del consumismo y las finanzas especulativas. Este capitalismo, que sigue produciendo rentas y privilegios para unos pocos y desempleo y marginación para muchos, que redacta leyes que refuerzan esos privilegios y desalinean cada vez más los puntos de partida para desventaja de los débiles y los pobres, no puede tener a la justicia de su parte. Debe conformarse con la eficiencia, cuando la consigue.

Si quisiéramos superar este modelo de desarrollo y adentrarnos con decisión por el camino de la justicia, deberíamos tener un valor cívico y una fuerza de pensamiento al menos iguales a las que generaron el movimiento cooperativo europeo, que en el alba del capitalismo intentó otra vía al mercado y a la empresa y por ello puso en discusión los derechos de propiedad, la distribución de la renta (un tema que ya ha salido de los libros de economía), el poder y la igualdad de oportunidades entre los sujetos económicos, sin negar la libertad ni el mercado. En cambio, la historia del siglo XX ha producido un capitalismo que es esencialmente la imagen a contraluz de nuestros vicios y nuestras pocas virtudes. Por eso siempre puede cambiar y evolucionar, si así lo queremos.

El espectáculo de la injusticia y la iniquidad sigue dominando la escena de este mundo. Muchos se han hecho adictos a los privilegios y al confort injusto del capitalismo actual y lo alimentan con sus decisiones cotidianas. Otros, demasiado pocos todavía, siguen pensando y diciendo que muchas de las grandes injusticias manifiestas pueden ser eliminadas de nuestra sociedad y actúan en consecuencia como pueden. Y así siguen, con testarudez, teniendo “hambre y sed de justicia” y de vez en cuando sienten que alguien les llama “bienaventurados”.

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Comentario – Virtudes para recuperar y vivir/2

por Luigino Bruni 

publicado en Avvenire  el 18/08/2013 

logo_avvenireHay un fuerte contraste entre el profundo sentido de la justicia que todos, incluso los malvados, llevamos dentro, y el mundo que se nos muestra como un espectáculo de injusticia generalizada. <El hombre nace libre, pero en todos lados está encadenado> (J.J. Rousseau). Para muchas injusticias no bastan los tribunales y los abogados. No son suficientes porque los aspectos legales, conmutativos y comprensibles sólo cubren una pequeña parte del territorio de la justicia, cuya extensión coincide con la de la entera vida en común. Una respuesta equivocada a la cuestión de la justicia es la tendencia, hoy creciente, a “judicializar” toda la vida social, codificando en la medida de lo posible todas las relaciones interpersonales y transformando todas las relaciones humanas en contratos.

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Justicia (más allá de la iniquidad)

Justicia (más allá de la iniquidad)

Comentario – Virtudes para recuperar y vivir/2 por Luigino Bruni  publicado en Avvenire  el 18/08/2013  Hay un fuerte contraste entre el profundo sentido de la justicia que todos, incluso los malvados, llevamos dentro, y el mundo que se nos muestra como un espectáculo de injusticia ge...
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Comentario – Virtudes para recuperar y vivir

por Luigino Bruni 

publicado en Avvenire el 11/08/2013 

logo_avvenireLa templanza es una palabra que está saliendo de nuestro vocabulario ciudadano. Del lenguaje económico ya salió hace mucho, cediéndole el puesto a su contraria. Junto con la templanza, todo el léxico de la ética de las virtudes tiende a desaparecer de la gramática de la vida en común. Y las consecuencias políticas, cívicas y económicas de este ocaso están, por desgracia, están a la vista de todo el mundo.

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Nuestra civilización (al menos la occidental) corre el peligro de dejar de entender el mensaje de vida buena que se contiene en la ética de las virtudes, por muchas razones, pero especialmente por dos.

La primera es la desaparición de la categoría de la “educación del carácter”, empezando por la educación de los niños. Lo natural y espontáneo inmediatamente se convierte en bueno, sin que se advierta la necesidad de corregir u orientar comportamientos o inclinaciones que pueden ser espontáneos pero no buenos. Conozco padres que, en nombre de presuntas teorías pedagógicas neo-roussonianas, no dejan que sus hijos les llamen mamá o papá, sino Luisa y Marcos. "Les resulta natural", argumentan ante mi perplejidad, "¿por qué forzarles?!". La ética de las virtudes, en cambio, vive de una tensión dinámica entre naturaleza  (todos somos capaces de virtud) y cultura (es necesario un ejercicio, disciplina y voluntad, para convertirnos en lo que ya potencialmente somos). Por eso unos grandes cultivadores (a veces inconscientemente) de la ética de las virtudes son los verdaderos atletas y los verdaderos científicos. La segunda razón es la falta de reconocimiento del valor que tiene la experiencia del límite. Y si no somos capaces de ver lo positivo del límite es imposible que entendamos y apreciemos las virtudes, en particular la de la templanza, que consiste precisamente en valorar el límite. Es posible que la escritura en tablillas de arcilla surgiera en Mesopotamia porque un mensajero del señor de Uruk no podía hablar.

Ya no se habla de la templanza, pero son muchos, muchísimos, los malos frutos de su carestía entre nosotros: la destrucción del medio ambiente, el estilo de vida de los nuevos ricos y poderosos, la forma de hablar y de escribir emails, las tragedias familiares y la infinita infelicidad causada demasiadas veces por hombres y mujeres que ya no están educados en el dominio de sí mismos y en el control de sus pasiones, es decir, en la templanza.

La templanza fue una gran virtud económica de generaciones pasadas. Orientó el consumo y sobre todo generó el ahorro que permitió el desarrollo económico de la postguerra. Era una virtud que informaba también la vida de los empresarios (aunque no de los rentistas, que nunca me cansaré de distinguirlos de los empresarios y de reconocer en su proliferación la primera enfermedad de toda sociedad decadente), que aun conociendo la abundancia educaban a sus hijos y a sí mismos en el buen uso de las cosas y en una cierta sobriedad que podía no humillar a los pobres. La virtud de la templanza me lleva a no consumir hoy una parte de la renta para tenerla a disposición mía o de mi familia, el día de mañana y permitir que otros conciudadanos míos puedan usar esa riqueza para inversiones durante mi abstinencia. Es significativo que la teoría económica clásica utilizara la misma palabra “abstinencia” para justificar el ahorro y también para el ayuno y la castidad, recordándonos que estos tres fenómenos son todos hijos de la Señora Templanza.

Nuestra cultura económica, que se basa en el mayor consumo posible aquí y ahora, mejor aún si es a crédito, necesita por el contrario del vicio de la intemperancia (mezcla de avaricia y gula) para poder auto-alimentarse. Para comprender la naturaleza de la virtud de la templanza pensemos que ésta se desarrolla en un mundo caracterizado por la escasez absoluta de recursos. Está bien no abusar de los bienes, puesto que lo que yo consumo como superfluo es lo que al otro le falta como necesario. Todas las enseñanzas de los Padres de la Iglesia sobre el uso de los bienes y la pobreza hay que leerlas y comprenderlas en este contexto de recursos limitados y de relaciones económicas como “juegos de suma cero”. También hay que considerar en este horizonte de escasez la ética campesina centrada en la virtud de la templanza, incluyendo su fruto más típico que fue el movimiento de las Cajas Rurales, sobre todo en el Noreste de Italia (no es ciertamente casualidad que la región del Trentino Alto Adige ocupe hoy el último lugar en Italia por cuota de población víctima de esa grave falta de templanza que se llama “juegos de azar”).

En el siglo XX, con la segunda revolución industrial, pensamos que se había terminado la era de la escasez y que habíamos llegado al Edén de la infinita reproducibilidad de los bienes. Y así empezamos a ver el mundo como un lugar de recursos potencialmente ilimitados. Ahí comenzó el ocaso de la templanza como virtud. Lástima que este tiempo de lo ilimitado no haya durado mucho más que un destello. Primero el medio ambiente, después la energía y el agua, y más tarde el deterioro de los capitales civiles, relacionales y espirituales, nos han ido mostrando poco a poco otros límites no menos apremiantes y graves que los de la edad de la escasez de mercancías privadas y la abundancia de capitales colectivos. Hoy, en efecto, los nuevos límites son sobre todo límites sociales y globales, que piden una recuperación inmediata de la virtud de la templanza como nueva virtud social y económica.

La interiorización del valor del límite es inaplazable, pero sólo una nueva ética de las virtudes  puede hacerlo, puesto que toda interiorización exige saber atribuir un valor intrínseco a las cosas por encima del cálculo utilitarista coste-beneficio que hoy domina todos los ámbitos de nuestra cultura. Pero mientras que ayer existía una clara relación entre mi templanza, mi bienestar personal y nuestro bien común, hoy, en la era de la complejidad, este nexo se ha oscurecido. Ya no resulta inmediato asociar el uso del aire acondicionado en mi habitación con el aumento de la temperatura en la ciudad (y con el consiguiente aumento del uso de aire acondicionado, en una espiral de tenebroso escenario futuro). La racionalidad económica por sí sola no ayuda en esta toma de conciencia (todo lo contrario), porque para realizar una acción por haber interiorizado su valor intrínseco hace falta el registro lógico de la virtud. Si no des-mercantilizamos nuestra sociedad, es decir, si no liberamos de la lógica de los precios y los incentivos zonas importantes de la vida ciudadana que hoy están ocupadas y colonizadas por ellos, cada vez será más difícil entender el valor de la sobriedad, la abstinencia y el autocontrol, para nosotros y para nuestros hijos.

Para terminar, hoy como ayer, sin templanza no se comparten los bienes ni se da la alegría de la comunión. Si no nos educamos continuamente en los límites del yo, sólo compartiremos con los otros las migajas de opíparos banquetes. Pero así no experimentaremos la verdadera fraternidad, que es fruto de decisiones costosas de personas que saben reducir las razones y los motivos de lo “propio” para edificar lo “nuestro” y lo de todos.

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Comentario – Virtudes para recuperar y vivir

por Luigino Bruni 

publicado en Avvenire el 11/08/2013 

logo_avvenireLa templanza es una palabra que está saliendo de nuestro vocabulario ciudadano. Del lenguaje económico ya salió hace mucho, cediéndole el puesto a su contraria. Junto con la templanza, todo el léxico de la ética de las virtudes tiende a desaparecer de la gramática de la vida en común. Y las consecuencias políticas, cívicas y económicas de este ocaso están, por desgracia, están a la vista de todo el mundo.

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Templanza (más allá de la carestía)

Templanza (más allá de la carestía)

Comentario – Virtudes para recuperar y vivir por Luigino Bruni  publicado en Avvenire el 11/08/2013  La templanza es una palabra que está saliendo de nuestro vocabulario ciudadano. Del lenguaje económico ya salió hace mucho, cediéndole el puesto a su contraria. Junto con la templanza, todo...
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Comentario – Virtudes en las que no es ningún lujo invertir

por Luigino Bruni 

publicado en Avvenire el 04/08/2013 

logo_avvenireEn el ámbito político rechazamos radicalmente las actitudes despóticas y de control, actitudes que, por el contrario, aceptamos pacíficamente en el mundo de las empresas y las organizaciones. Esta es una de las paradojas centrales de nuestro sistema económico y social. Luchamos y hacemos revoluciones contra tiranos y dictadores, pero en cuanto salimos de la plaza y atravesamos la puerta de la empresa, colgamos en el perchero nuestro traje de ciudadano democrático y dócilmente nos ponemos el traje de súbdito regulado y controlado.

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Esta paradoja depende en buena medida de algunos equívocos sobre el término “incentivo”, que se está convirtiendo en el principal instrumento de culto capitalista. Una palabra mágica que invocan muchos, a todos los niveles, hasta tal punto que podemos hablar de una auténtica “ideología del incentivo" que está ocupando parte de nuestra vida.

En realidad, la palabra incentivo es antigua. Durante la Edad Media, el incentivus (que viene de incinere = cantar y encantar) era el instrumento de viento, por lo general una flauta, a cuyo sonido debían acomodarse los instrumentos y las voces del coro. La flauta es también el instrumento del encantador de serpientes, que, hechizadas por su dulce sonido, van dóciles donde la melodía las conduce. Después, el uso del incentivus se extendió de la flauta a la trompeta que animaba y marcaba el ritmo de la carrera de los solados en el campo de batalla. El incentivo, pues, es lo que nos estimula, nos hace solícitos, nos impulsa a realizar acciones audaces. Encantándonos con su melodía, nos lleva donde el músico quiere. El incentivo se presenta como un contrato libre y por ello nos fascina. La empresa capitalista nos propone un esquema retributivo o de carrera y nosotros, los trabajadores, lo aceptamos “libremente”. Su objetivo, como dice su antigua raíz, es alinear el comportamiento de los distintos miembros de la empresa, hacer que el comportamiento del empleado esté alineado con el objetivo de la propiedad de la empresa, ya que si faltara esta alineación los objetivos y las acciones serían naturalmente divergentes, discordantes y desafinados.

Pero para entender la naturaleza de la ideología del incentivo es necesario conocer su historia, que no nace de la tradición de la ciencia económica sino de las teorías científicas de la dirección que se desarrollaron en los Estados Unidos en los años 20, es decir entre las dos guerras mundiales y con la presencia de fascismos, totalitarismos y colectivismos. Una fase de pesimismo civil y antropológico que, como en Machiavelli y Hobbes, generó una teoría basada en una concepción pesimista y reduccionista de la naturaleza humana. Al principio, la lógica del incentivo originó fuertes polémicas y discusiones éticas que, sin embargo, pronto fueron silenciadas. Durante la guerra fría el control de las personas mediante el incentivo se presentó como una forma de vacuna contra una enfermedad que parecía mucho más grave. El control y la planificación dentro de las organizaciones fueron la pequeña dosis de veneno ingerida para protegerse del posible virus mortal de la planificación y del control total del sistema no liberal que se estaba consolidando en la otra parte del mundo. Así la renuncia a la libertad y a la igualdad dentro de las empresas apareció como un mal necesario para mantener en pie el sistema capitalista y la democracia. Se defendió la democracia política sacrificando la económica. Libertad en lo social y planificación en la empresa. Hoy los sistemas colectivistas han pasado a la historia y sin embargo la vacuna se sigue inyectando en nuestros cuerpos y ha traspasado ampliamente el ámbito de la gran empresa industrial para la cual fue pensada al principio.

El principal efecto colateral, grande y nocivo, de la ideología del incentivo, es que realiza un reino de relaciones humanas en las que no hay nada con valor intrínseco, nada que tenga valor antes del cálculo coste-beneficio. Hay un segundo elemento crucial que se llama poder. La alineación producida por el incentivo no es recíproca. Quien detenta el poder fija los objetivos y diseña el esquema del incentivo y a la parte débil solo se le pide que se alinee a través del canto mágico del encantador. Así pues el incentivo se lo ofrece quien tiene poder a quienes carecen de él, para controlar sus acciones, sus motivaciones y su libertad. La naturaleza del incentivo es permitir la gestión unilateral del poder, no la reciprocidad entre iguales. Su función es el control, no la libertad. Los sindicatos, por ejemplo, no podrán entender muchas de las razones de su actual crisis ni redescubrir su vocación, mientras no lean el mundo del trabajo dentro de esta nueva ideología.

Finalmente, la cultura del incentivo reduce la complejidad antropológica y espiritual de la persona. La gran cultura clásica sabía que las motivaciones humanas son muchas y no pueden reconducirse a un único canon de medida, tanto menos el monetario. También sabía que cuando se usa el dinero para motivar a la gente, con el tiempo inevitablemente las motivaciones intrínsecas tienden a reducirse y se empobrecen mucho las organizaciones, la sociedad y las personas, que tienen un valor infinito, entre otras cosas porque sabemos encontrar otras formas de valor en las cosas y en nosotros mismos. Para que las personas estén bien entonadas dentro de las organizaciones y sean con-cordes, hacen falta muchos instrumentos, incluida la flauta del incentivo, pero sólo en consonancia con el violín de la estima, el oboe de la philia y la viola del reconocimiento. Porque si sólo suena un instrumento, en los lugares de trabajo, se pierde biodiversidad, creatividad, gratuidad, abundancia y libertad y se acaba por arrancar de las personas las notas menos altas y las melodías menos originales y más tristes.

Sabemos bien lo necesaria que es en la vida diaria de las familias y de la sociedad civil la multidimensionalidad de los incentivos y de los premios (que son más importantes, ya que, a diferencia de los incentivos, reconocen la virtud, en lugar de intentar crearla artificialmente y controlarla). Pero cometemos el error de pensar que en las empresas no cuentan los otros valores, porque son demasiado altos para malgastarlos en el vulgar mundo de la economía. Si así fuera, no tendría explicación el pasado y el presente de tanta economía cooperativa, social y civil, ni la acción de todos los empresarios y trabajadores italianos y europeos que, hijos e hijas de otra cultura económica, espiritual y civil, en estos años están saliendo adelante reaccionando por instinto ante la lógica de los incentivos que sigue siendo propuesta y aplicada por consultores, bancos e instituciones que los leen con las gafas de la ideología del incentivo.

A lo largo de nuestra vida, todos hemos tomado opciones, tanto pequeñas y ordinarias como decisivas, en contra de la lógica del incentivo, eligiendo otros valores por encima del dinero y la carrera. Y lo hemos hecho y muchos seguimos haciéndolo, no por heroísmo sino por dignidad y por fidelidad a esa parte que-no-está-en-venta y nos habita en lo profundo de todos nosotros. En las páginas de la vida de toda persona y de toda organización hay muchas palabras escritas con tinta simpática, que la fría lógica del incentivo no puede ver, porque necesitaría para ello del calor de otros registros relacionales. Pero mientras estas frases sigan siendo invisibles, no seremos capaces de contar qué es lo que ocurre de verdad en el mundo del trabajo y mucho menos seremos capaces de mejorarlo.

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Comentario – Virtudes en las que no es ningún lujo invertir

por Luigino Bruni 

publicado en Avvenire el 04/08/2013 

logo_avvenireEn el ámbito político rechazamos radicalmente las actitudes despóticas y de control, actitudes que, por el contrario, aceptamos pacíficamente en el mundo de las empresas y las organizaciones. Esta es una de las paradojas centrales de nuestro sistema económico y social. Luchamos y hacemos revoluciones contra tiranos y dictadores, pero en cuanto salimos de la plaza y atravesamos la puerta de la empresa, colgamos en el perchero nuestro traje de ciudadano democrático y dócilmente nos ponemos el traje de súbdito regulado y controlado.

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Detrás de la ideología del incentivo

Detrás de la ideología del incentivo

Comentario – Virtudes en las que no es ningún lujo invertir por Luigino Bruni  publicado en Avvenire el 04/08/2013  En el ámbito político rechazamos radicalmente las actitudes despóticas y de control, actitudes que, por el contrario, aceptamos pacíficamente en el mundo de las empresas y la...
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Comentario - La importancia de las relaciones humanas en la empresa

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 16/06/2013

logo_avvenireCuando un país no crea trabajo, los que tienen trabajo también sufren. El bienestar laboral está disminuyendo, sobre todo en el Sur de Europa (Ipsos, TNS-sofres). Por ejemplo, el 68% de los franceses dice que entre 2008 y 2012 la calidad de su vida laboral se ha degradado. El porcentaje alcanza el 75% cuando quienes responden son los trabajadores de edad comprendida entre los 35 y los 49 años. Es cierto que hay un sufrimiento típico de los trabajadores de mediana edad, que no están ni al principio ni al final de su carrera.

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La motivación en el trabajo crece con nosotros. Cuando empezamos a trabajar de jóvenes, por lo general la motivación es fuerte. Pero después de 20 años trabajando en la misma organización, incluso en la misma oficina, aquella motivación primera tiende a debilitarse y el entusiasmo de los primeros años puede verse reemplazado por el cansancio, cuando no por un cierto cinismo, si no somos capaces de encontrar una nueva motivación, si es posible más profunda y elevada que la primera, pero en todo caso distinta. Esto es especialmente cierto, como se desprende de esos mismos datos, en el caso de los funcionarios públicos y los empleados de nivel medio.

No hay más que mirar alrededor o hacia el interior para darse cuenta de cuánta insatisfacción existe en los lugares de trabajo, sobre todo entre las personas de mediana edad. No es casualidad que los estudios que se realizan sobre la felicidad muestren una curva en “U” en relación con la edad. La felicidad alcanza su nivel más bajo en torno a los 45 años y después vuelve a ascender si hay salud y buenas relaciones.

Hemos construido organizaciones y reglas de gobierno que ignoran o al menos no tienen muy en cuenta las distintas edades de la vida, olvidando que la trabajadora de veinte años y la de sesenta tienen poco en común. Nosotros crecemos, evolucionamos, pero la empresa no crece ni cambia como nosotros ni con nosotros. Así que a mitad del camino nos encontramos muchas veces con crisis profundas que superan con mucho la dimensión meramente profesional. El trabajo forma parte de la vida.

El mundo de la empresa invierte demasiado poco en el cuidado de las relaciones humanas. Es más, la cultura relacional dentro de las empresas privadas y públicas se basa demasiadas veces en la desconfianza y en un pesimismo antropológico que nos quiere convencer de que la gente sólo trabaja cuando se la controla o se la incentiva. Hay demasiadas personas que se encuentran a disgusto en el trabajo. ¿Cuándo crearemos un indicador nacional para el bienestar o el malestar laboral? Cada vez gastamos más tiempo y dinero buscando el bienestar, muchas veces ilusorio, fuera del trabajo (wellness, spa), tratando de escapar del malestar laboral. ¿Es este un humanismo sabio y sostenible? ¿No sería más inteligente socialmente aumentar el bienestar y con él la calidad de las relaciones durante el trabajo?

En este cambio de paradigma podríamos echar mano, por ejemplo, de la historia y la cultura de las instituciones carismáticas que son, ¡qué casualidad!, las instituciones más longevas de Occidente. La vida media de una abadía benedictina europea ronda los cinco siglos. Esta duración tiene que ver también con las reglas de gobierno que han permitido y siguen permitiendo una vida larga y buena. Hay algunos instrumentos de esas comunidades carismáticas que deberíamos imitar, con las necesarias mediaciones, también en las empresas, puesto que tienen una dimensión antropológica universal.

Tomemos como ejemplo la práctica del coloquio periódico entre cada miembro de la comunidad y su responsable directo, un instrumento crucial para cuidar las relaciones en la comunidad. Hay muchas empresas donde los empleados se jubilan sin haber tenido nunca un verdadero coloquio personal con su jefe. Por el contrario, también conozco algunas empresas y cooperativas donde se realizan estas prácticas, aunque es verdad que no son muchas.

El coloquio trabajador/responsable, que no hay que confundir con el ‘coaching’ que está tan de moda, tiene una importancia crucial, sobre todo hoy. La práctica sistemática del coloquio (¿dos veces al año?) produciría muchos beneficios individuales y organizativos.

En primer lugar, el coloquio crea un espacio idóneo para expresar la protesta, el sufrimiento, el desacuerdo y el disgusto. Cuando no existe este espacio, corren ríos de comentarios, habladurías y deudas psicológicas que alimentan la división y pueden convertirse en un verdadero cáncer para la organización. La murmuración de bíblica memoria no es siempre cosa de personas malhabladas y chismosas; también pueden ser producto de una institución que no ha previsto ningún instrumento para orientar constructivamente la protesta, la crítica y el malestar de las personas, o para dar las gracias, que es un acto fundamental en toda comunidad, también en el trabajo.

Hay responsables y directivos que creen  que muestran agradecimiento a un trabajador simplemente porque le lanzan un “gracias” o un “muy bien” al cruzarse por las escaleras o en una conversación telefónica. Las palabras como “gracias”, “perdona” o “muy bien” son valiosas si se usan con sobriedad.

Además, la práctica del coloquio aumenta la “philia” que necesitan todas las organizaciones, porque, si está bien hecho, el coloquio no es un instrumento de jerarquía sino de fraternidad, puesto que en él ambos hablan y escuchan, dan y reciben. Y no es extraño que un trabajador pueda ayudar a un responsable a verse con la mirada de sus empleados, un don inmenso cuando se quiere y se sabe aceptar. El error más grave que puede cometer un responsable durante un coloquio es rechazar las críticas o dar respuestas expeditivas (“no me has entendido…”, “te faltan elementos…”, “te explico…”).

La eficacia de un coloquio no está tanto en las respuestas que se obtienen como en la posibilidad de expresar un malestar, una crítica, y encontrar en el otro a alguien que sabe acogerla y que sabe escuchar. ¡Cuánto deberíamos invertir en el arte de la escucha auténtica!

Uno de los deberes más importantes de un responsable es acoger las críticas: encajarlas, elaborarlas y no devolvérselas al remitente. El derecho al desahogo es un derecho del trabajador. Y la escucha del desahogo es un deber del directivo. Para eso hace falta disponer de lugares adecuados e invertir tiempo en la preparación, también ética, de ambas partes. Desde luego no es fácil hacer un buen coloquio, pero es posible intentarlo, ejercitarse, aprender de los errores. Los frutos son abundantes.

Para terminar, hay dos coloquios especialmente importantes para un trabajador: el primero y el último. En el primero debería entregársele al recién contratado la tradición de la empresa, la historia de sus fundadores, incluyendo la pasión humana y a veces los ideales que la construyeron. Y deberían escucharse las aspiraciones y la pasión del nuevo trabajador y, a lo mejor, presentárselo a toda la comunidad en un momento de fiesta.

No es menos decisivo el último coloquio, cuando se deja un trabajo en el que han transcurrido los mejores años de la vida. Un “gracias” o un “perdona” dichos en ese último ‘encuentro’ pueden dar sentido y calidad espiritual a uno de los pasos más delicados de la existencia. Imitemos a los carismas, maestros en humanidad, si queremos aumentar la calidad de las relaciones en nuestras organizaciones. Es urgente.

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Comentario - La importancia de las relaciones humanas en la empresa

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 16/06/2013

logo_avvenireCuando un país no crea trabajo, los que tienen trabajo también sufren. El bienestar laboral está disminuyendo, sobre todo en el Sur de Europa (Ipsos, TNS-sofres). Por ejemplo, el 68% de los franceses dice que entre 2008 y 2012 la calidad de su vida laboral se ha degradado. El porcentaje alcanza el 75% cuando quienes responden son los trabajadores de edad comprendida entre los 35 y los 49 años. Es cierto que hay un sufrimiento típico de los trabajadores de mediana edad, que no están ni al principio ni al final de su carrera.

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Vamos a hablar, pero de verdad

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Comentario – El gran vicio de los tiempos de crisis

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 12/05/2013

logo_avvenireHay un vicio que está tomando auge en este tiempo de crisis y que amenaza con convertirse en una auténtica enfermedad social. Es la pereza, una especie de enfermedad del carácter, el espíritu y la voluntad. A pesar de lo extendida que está, de la pereza se habla hoy demasiado poco, por considerarla una palabra arcaica y en desuso. A los pocos que aún comprenden su significado, les cuesta considerarla un vicio. En efecto, ¿por qué razones deberíamos considerar un vicio el desánimo, la tristeza o el aburrimiento?

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Los fundadores del ethos occidental, desde los griegos hasta los filósofos medievales, creían unánimes que la pereza era un gran vicio, es decir, un vicio capital, porque está en el origen de otros desórdenes derivados o de otras enfermedades del vivir, como la vagancia, la inconstancia, la indolencia, la falta del sentido de la vida, la resignación, la depresión y a veces incluso la depresión clínica. Para entenderlo hay que volver a aquellas civilizaciones y recordar que para el humanismo de aquel entonces la pereza representaba una amenaza, no sólo para el individuo sino también, como cualquier otro vicio, para el bien común y la felicidad pública, que son fruto de la acción de personas laboriosas y comprometidas.

La vida buena es vida activa, es tarea, dinamismo y compromiso cívico, político, económico y laboral. Por eso, cuando en el cuerpo social se instala el virus de la pereza, hay que luchar contra él, rechazarlo y expulsarlo para no morir. El vicio, como la virtud, es antes que nada una categoría cívica. Las virtudes son caminos buenos que conducen al desarrollo humano y a la felicidad. Los vicios nos desvían y hacen que la vida languidezca. Con vicios y sin virtudes la vida no funciona. El peligro no está en realizar una acción individual equivocada, sino en caer poco a poco en un estado moral y existencial, que no siempre es consecuencia de una decisión intencionada y consciente de tomar un determinado camino (por eso, entre otras cosas, el vicio y el pecado son cosas distintas). El vicio, además, es un placer erróneo y pequeño, que impide al individuo y a la comunidad alcanzar el placer bueno y grande que va unido al uso correcto (virtuoso) del cuerpo y el espíritu. Es contentarse con las algarrobas de los cerdos y perderse la comida de la mesa de casa.

Esta búsqueda de un placer pequeño y equivocado también está presente en la pereza, aunque nos pueda parecer menos evidente que en el caso de la gula, la avaricia o la lujuria. La pereza llega después de un trauma, una crisis, una desilusión, un acontecimiento luctuoso, un fracaso o una herida. En lugar de echar el resto para recuperarnos y ponernos de nuevo en pie, nos deleitamos en nuestro propio mal, nos compadecemos y nos lamemos las heridas. En este deleite perezoso conseguimos experimentar un cierto consuelo e incluso una forma de placer, un dulce naufragar que nos permite sobrevivir, que no vivir, después de la crisis. Hoy nuestra civilización consumista nos ofrece muchas cosas que hacen más agradable cultivar la pereza (pensemos una vez más en la televisión), amplificando sus trampas. Pero este placer perezoso es un placer equivocado, miope y muy pequeño, porque la pasividad narcisista de la pereza no es la forma adecuada de elaborar nuestros fracasos, que se encuentra más bien, como nos recuerda la sabiduría antigua, en la vida activa, en salir de casa y ponerse en marcha solícitamente...

Por eso, hay otra enfermedad actual, también endémica y social, que se parece mucho a la antigua pereza. Es el narcisismo. La pereza es un gran vicio, porque cuando se apodera de nosotros nos hace vivir mal y, si no se cura, puede llevarnos a una auténtica muerte espiritual. Es lo que les ocurre hoy a muchas personas en el mundo de la empresa y el trabajo, que, después de una gran crisis, renuncian a vivir y tampoco dejan vivir a los que están a su lado. Ni más ni menos que por no ser capaces de volver a vivir y a dar vida.

Para saber en qué consiste la pereza o la melancolía, podemos recurrir a la fuerza típica del arte, como en el misterioso grabado de Durero, donde la melancolía (sinónimo entonces de pereza y tristeza) está representada por un pequeño ser monstruoso que impide al autor usar sus instrumentos de trabajo, que yacen abandonados en tierra. Y al fondo, un cielo estrellado. Trabajo y estrellas, dos elementos que caen juntos cuando domina la pereza. Como ocurrió en los tiempos en los que se creó esta obra maestra, tiempos del Príncipe de Machiavelli, del ocaso del humanismo civil, de guerras civiles en Italia y de luchas de religión en Europa. La pereza era compañera de aquellos tiempos de crisis igual que hoy acompaña a los nuestros.

La cura más eficaz de la pereza, como de cualquier vicio, consiste en parar de inmediato el proceso rápido y acumulativo, en cuanto se reconocen los primeros síntomas: no terminar los procesos, dejar los trabajos a medias, no repasar el último borrador de un artículo, experimentar hastío por el trabajo bien hecho, repetirse con frecuencia: “¿quién me mandará a mí hacer esto?” o “no merece la pena”.

La sabiduría antigua de la ética y de las virtudes y los vicios, nos sugiere que cuando advirtamos las primeras señales debemos reaccionar inmediatamente y «sin demora». El vicio consiste en la ausencia de esta reacción decidida, no en el hecho de experimentar los síntomas. ”Me levantaré y volveré donde mi padre”: esta es la respuesta virtuosa a una pereza que, en cambio, se conformaría con las algarrobas.

En el grabado de Durero, junto a los instrumentos de trabajo abandonados se encuentra el cielo estrellado. Pero el hombre melancólico mira hacia otro lado. La crisis es catastrófica cuando consigue apagar el deseo en el alma. El deseo necesita crisis, porque nace de la caída de las estrellas (de-sidera significa etimológicamente falta de estrellas) y de las ganas de reencontrarlas. Quien cae en la pereza y se contenta con un cielo oscurecido, ya no quiere ver las estrellas. Demasiadas veces esta triste conformidad deriva de la soledad, cuando no tenemos a nadie que sepa estar a nuestro lado y nos lleve a ver de nuevo las estrellas.

Sólo saldremos de esta crisis, demasiado seria como para dejarla en manos únicamente de las decisiones económicas y financieras, transformando la resignación, el abatimiento y la pereza de muchos ciudadanos y de países enteros en nuevos proyectos políticos y en nuevo entusiasmo ciudadano, reuniendo soledades en un destino social común, transformando pasiones tristes y estériles en pasiones alegres y generadoras, vicios en virtudes cívicas. ¿Lo conseguiremos?

Los comentarios de Luigino Bruni publicados en Avvenire se encuentran en el menú Editoriales Avvenire  

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Comentario – El gran vicio de los tiempos de crisis

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 12/05/2013

logo_avvenireHay un vicio que está tomando auge en este tiempo de crisis y que amenaza con convertirse en una auténtica enfermedad social. Es la pereza, una especie de enfermedad del carácter, el espíritu y la voluntad. A pesar de lo extendida que está, de la pereza se habla hoy demasiado poco, por considerarla una palabra arcaica y en desuso. A los pocos que aún comprenden su significado, les cuesta considerarla un vicio. En efecto, ¿por qué razones deberíamos considerar un vicio el desánimo, la tristeza o el aburrimiento?

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Narciso y la pereza

Narciso y la pereza

Comentario – El gran vicio de los tiempos de crisis por Luigino Bruni publicado en Avvenire el 12/05/2013 Hay un vicio que está tomando auge en este tiempo de crisis y que amenaza con convertirse en una auténtica enfermedad social. Es la pereza, una especie de enfermedad del carácter, el espíritu y ...
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Comentario - Este primero de mayo en esta Italia

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 01/05/2013

logo_avvenireEste primero de mayo es una fiesta doliente. Pero no deja de ser fiesta y eso es bueno. Una fiesta con ropa de trabajo y también con la de la falta de trabajo. Una fiesta acompañada por las lágrimas (y a veces por la depresión) de los parados, de quienes han perdido el trabajo o de quienes siendo jóvenes no lo encuentran. Hoy deberíamos escucharles más y mejor, estar a su lado. Es bueno celebrar el trabajo, sobre todo cuando está en crisis, cuando duele, porque las fiestas son muy valiosas en tiempos de prueba, cuando hay que cruzar el desierto, cuando surge la nostalgia de las ‘cebollas’ de la esclavitud en Egipto. 

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Pero no olvidemos las lágrimas de quienes no pueden trabajar ni el día anterior ni el día siguiente a la fiesta, si queremos que el día de hoy sea de verdad fiesta de todos. La única reducción aceptable de días festivos sería tal vez la resultante de la fusión entre el primero de mayo y del dos de junio (fiesta de la República Italiana), porque cuando falta el trabajo o éste es malo, demasiado precario e inseguro, cede el muro maestro de la República, que es el primer muro de cada casa. La indecente tasa de paro que tenemos es la primera tasa de nuestra Casa común; una tasa inhumana que deberíamos abolir. La falta de trabajo se está convirtiendo en la principal carestía de nuestra sociedad. Una carestía que convive, como todas las carestías de la historia, con la opulencia de otros, para quienes las crisis de los pobres, o simplemente de las personas corrientes, no empiezan ni acaban nunca, porque no les afectan y a veces incluso les favorecen.

Hay una pregunta difícil, poco popular pero edificante, en esta bonita fiesta del trabajo: ¿Fiesta de qué trabajo? ¿Y de qué trabajadores? El trabajo es el gran denominador común de la democracia. Es un elemento que tenemos en común y que nos hace iguales (en cierto sentido), más allá de las diferencias de salario, de función y de clase social. Para señalar, entre otras cosas, esta dimensión de igualdad entre los ciudadanos que el trabajo crea – y que la falta de trabajo y las rentas destruyen – hemos querido escribirla (y nos gustaría seguir escribiéndola) como la primera palabra de la República.

Por esta razón hoy pueden hacer fiesta, y la hacen, los obreros y los ejecutivos millonarios; las mujeres que mantienen con su trabajo a sus maridos desempleados a veces con la vida arruinada por las máquinas tragaperras y los empleados de esas mismas salas de juegos; los gestores de 'hedge funds' y los trabajadores que están perdiendo el trabajo porque la propiedad está en crisis y ha vendido la empresa a esos mismos fondos especulativos. Todos son trabajadores. Todos hacen fiesta hoy. Pero si nos quedáramos únicamente con esta dimensión del trabajo y de la fiesta, aun siendo real y verdadera, no captaríamos el alma más profunda de esta jornada ni del trabajo mismo.

Si es cierto que el trabajo de Carlos, un ejecutivo muy bien pagado, y el de Ana, una trabajadora de temporada, tienen algo en común, no es menos cierto que estas dos actividades humanas tienen muchas más cosas que no están en común e incluso son contrapuestas. Igualmente, hay algo en común pero sobre todo mucha diversidad, entre Juana, que en estos tiempos de crisis está gastando los ahorros de toda una vida para no cerrar el negocio y no despedir a sus dos empleados, y los propietarios del hipermercado del extrarradio. Lo primero que es verdaderamente diferente entre Ana, Juana y Carlos se llama poder, y después vienen los privilegios, los derechos, las oportunidades, las libertades, la nómina y tal vez la alegría de vivir (a saber quién tendrá más).

El trabajo expresa la esencia de la democracia porque encarna las diferencias reales entre las personas, las que son importantes para la calidad de vida y la dignidad. Y lo expresa mucho mejor que las finanzas o el consumo. Cuando Lucas, obrero, entra en un concesionario a consumir y se compra un coche deportivo (probablemente a crédito), el vendedor le trata de forma muy parecida, casi igual, al ricachón o al ‘patrón’ en la empresa. Lucas conduce por la ciudad y se siente, en su precioso automóvil, igual a sus jefes, a su alcalde o a sus gobernantes. Esta es una dimensión que la democracia confía al consumo, esencial para entender el mundo moderno y la fuerza simbólica y evocadora de las mercancías, pero muy frágil y superficial. De hecho, cuando ese obrero se baja del coche y entra en su puesto de trabajo, en seguida se da cuenta de que no es igual que su ‘jefe’ y si no tiene un puesto de trabajo seguro o si lo pierde, la actitud del concesionario y de la financiera cambia radicalmente y Lucas vuelve a parecerse a los antiguos siervos.

En el día de hoy debemos recordar que una de las principales esperanzas y promesas de la civilización moderna ha consistido en confiar sobre todo al (justo) trabajo la reducción de las distancias entre derechos, oportunidades, libertades efectivas y dignidad entre las personas. Hasta hace algunos años incluso lo había logrado, al menos en parte, puesto que la distancia entre el obrero de la fábrica y su patrón era menor que la que existía entre el siervo de la gleba y su señor.

Los contratos de trabajo enlazan clases, intereses y personas, creando una red de solidaridad que envuelve – o debería envolver – a toda la sociedad y algún día al mundo entero. Esta es también la verdadera vocación social del trabajo, su más alta dignidad: ser cemento de la sociedad, vínculo de reciprocidad que une a los distintos, que nos acerca unos a otros en relaciones de mutuo provecho y de amistad civil. Pero en este tiempo de capitalismo financiero, estas distancias sociales y económicas han vuelto a crecer y los nuevos patrones se están peligrosamente pareciendo mucho, demasiado, a los viejos señores feudales. Por estas razones la fiesta del trabajo es sobre todo la fiesta de Ana, Juana y Lucas.

Una fiesta de todos, pero sobre todo de quienes todavía están muy lejos de Carlos, a quien esta fiesta tal vez le plantee alguna pregunta difícil y le invite a una conversión individual y de sistema. Una fiesta que nos dice que no debemos quedarnos tranquilos mientras las distancias medidas con el metro de las libertades efectivas, los derechos, las oportunidades y la dignidad no se reduzcan y en muchos casos se anulen. Italia es una República democrática basada en el trabajo.

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Comentario - Este primero de mayo en esta Italia

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 01/05/2013

logo_avvenireEste primero de mayo es una fiesta doliente. Pero no deja de ser fiesta y eso es bueno. Una fiesta con ropa de trabajo y también con la de la falta de trabajo. Una fiesta acompañada por las lágrimas (y a veces por la depresión) de los parados, de quienes han perdido el trabajo o de quienes siendo jóvenes no lo encuentran. Hoy deberíamos escucharles más y mejor, estar a su lado. Es bueno celebrar el trabajo, sobre todo cuando está en crisis, cuando duele, porque las fiestas son muy valiosas en tiempos de prueba, cuando hay que cruzar el desierto, cuando surge la nostalgia de las ‘cebollas’ de la esclavitud en Egipto. 

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Fiesta de deber y esperanza

Fiesta de deber y esperanza

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Comentario - Esta crisis es una «gran depresión», una enfermedad social

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 21/04/2013

logo_avvenireLa crónica sigue dando noticia del suicidio de empresarios y trabajadores. Pero también hay muchos, demasiados, suicidios propiamente de empresas, de los que, en cambio, se habla muy poco. Esta crisis es verdaderamente una “gran depresión”. En ella podemos reconocer todos los síntomas de cualquier depresión seria: tristeza constante, falta de entusiasmo, ganas de dejarse llevar, el deseo que se apaga y, sobre todo, falta de ganas de vivir, de levantarse con gusto por la mañana para estrenar una nueva jornada y encontrar personas, de tener algo que contarnos a nosotros mismos, a nuestra familia y a los demás.

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El sentido de la vida no puede ni debe radicar únicamente en el trabajo, pero el sentido del trabajo y de la empresa también forman parte del sentido de la vida. En China he descubierto con asombro que la palabra que utilizan para designar lo que en occidente llamamos “business” (negocio)  está compuesta por la unión de dos ideogramas, vida y significado: el sentido de la vida. “Creé esta empresa porque tenía algo bello que decir”, me contó un día un empresario.

Haciendo empresa y trabajando también se adquiere sentido, significado y dirección. Y cuando el trabajo y la empresa entran en crisis, puede ocurrir que no sepamos dónde ir, que nos sintamos perdidos y por lo tanto perdamos también de vista el porqué del camino y su cansancio.

Hay un cansancio típico de estos tiempos. Es el que viven los empresarios que tratan de vencer la fuerte tentación de vender su empresa o de cerrarla, dándose por vencidos. Hay empresas que es bueno que se vendan, por distintos motivos. Bien porque la propiedad haya agotado su fuerza vital innovadora, o porque el empresario se jubile y los hijos no tengan intención de continuar su obra, o tal vez porque la empresa no nació de un proyecto de vida sino para aprovechar una oportunidad y al igual que se aprovechó para entrar se puede aprovechar – a lo mejor en condiciones menos favorables – para salir. Podríamos seguir dando “buenas” razones para vender una empresa. Incluso a veces produce los mismos efectos que la venta de una antigua y rica biblioteca por sus herederos: no es agradable, pero los libros se liberan para revivir en otros lectores, en nuevas bibliotecas.

Hay empresas que incluso es bueno que cierren, algunas simplemente porque han terminado su ciclo de vida y su función, otras porque probablemente sería demasiado caro e ineficiente invertir para darles una segunda vida y otras porque nacieron mal, por puros fines especulativos. A estas empresas se les pueden aplicar las palabras de Manzoni sobre doña Práxedes: “cuando se dice que estaba muerta, ya se ha dicho todo”. La responsabilidad de los propietarios y de las instituciones consiste en evitar el daño a los trabajadores o en limitarlo al máximo, cosa que desgraciadamente en épocas de recesión no ocurre casi nunca.

Pero hay empresas que no deberían venderse ni cerrarse, porque todavía tienen algo que decir, historias que contar, potencialidades que expresar, buenos productos. Hoy muchas de estas empresas están llegando a este triste final. Detrás de la venta o el cierre de estas empresas muchas veces está la crisis personal de un empresario, de una empresaria, de una familia, de un grupo de personas que, en un momento determinado, dejan de creer que su “criatura” tenga futuro. Estas crisis forman parte de la vida, pero en las fases de depresión colectiva, como la que atravesamos, estas crisis se multiplican y se endurecen, amplificadas por una sensación de abandono por parte de los mercados, los bancos y las instituciones.

En muchos casos, estos empresarios pasan por una verdadera prueba moral o espiritual y tienen la impresión de haber llevado a su familia, a sus trabajadores, a la comunidad que les rodea y a ellos mismos, a una aventura ingenua y equivocada, debida tal vez (piensan ellos) a la soberbia, al orgullo y a no ser conscientes de sus limitaciones y de sus verdaderos medios. A veces esta experiencia va acompañada de cansancio y enfermedad, o de calumnias y denuncias. Entonces se anhela la liquidación o la venta, como única salida para la salvación de la empresa. Y así, sobre todo cuando la facturación y los márgenes se ven reducidos por la crisis, no vemos la hora de que venga alguien y nos quite lo que ha pasado de ser el “sentido” de la vida a ser únicamente un peso, cuando no una pesadilla.

En esos momentos no importa quién sea el nuevo empresario/especulador ni con qué capitales o con qué proyectos venga, con tal de que sea capaz de convencer a los bancos y a los sindicatos. De esta manera una historia familiar, comunitaria, de capitales intelectuales, de conocimientos, forjada durante décadas o tal vez siglos, corre peligro de desaparecer, por falta de fuerzas, porque no se dan las condiciones para superar la prueba y porque demasiadas veces se experimenta la soledad y el abandono de las instituciones. Es el suicidio de la empresa, que a veces arrastra al empresario con ella. Los datos sobre el mal traspaso de estas buenas empresas son impresionantes y preocupantes. Tenemos una enorme necesidad de crear “lugares” para acompañar a estos empresarios y trabajadores que tienen que afrontar estas pruebas individuales y colectivas.

Las civilizaciones han conocido otras enfermedades sociales parecidas y han sabido curarlas (con ritos, arte, mitos…). Unos lugares y una cura que también nosotros debemos aprestarnos a buscar. En estos nuevos lugares, más que asesores fiscales o economistas e incluso más que instituciones (necesarias), hacen falta expertos en humanidad, hombres y mujeres capaces de esperanza, conocedores del alma humana y dispuestos a curarla con la escucha de la historia y con (pocas) palabras.

Sobre todo hacen falta comunidades curativas. Pero en nuestra cultura hemos separado demasiado los negocios del resto de la vida, el contrato del don, el eros del ágape. Y así hemos dejado de entender que una empresaria o un empresario son antes que nada personas y que detrás de una crisis empresarial se puede esconder una verdadera prueba moral y espiritual, que hay que curar a este nivel, mucho más profundo y vital que el plan de negocio o los préstamos bancarios (que hoy de todos modos serían de gran ayuda). Para revitalizar nuestras empresas enfermas hay que ayudar a muchos empresarios y trabajadores a recuperar el “sentido de la vida” y de la empresa que están perdiendo

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Comentario - Esta crisis es una «gran depresión», una enfermedad social

por Luigino Bruni

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El sentido de la empresa

El sentido de la empresa

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