Trabajo y pobreza: la verdadera lección de los franciscanos

Trabajo y pobreza: la verdadera lección de los franciscanos

Opinión – La economía que pone en el centro la dignidad de la persona. No con rentas y asistencia, sino con reciprocidad y responsabilidad

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 24/05/2017

Sul confine e oltre 07 ridSalir de las trampas de la pobreza ha sido siempre enormemente difícil. La razón fundamental es que la pobreza económica se manifiesta como una falta de ingresos, pero esa falta de ingresos depende de una escasez de capitales: capitales sociales, relacionales, familiares, educativos, etc. Por consiguiente, si no se actúa en el plano de los capitales, los flujos de ingresos no llegan y, cuando llegan, se derrochan sin sacar a la persona de su condición de pobreza. Con frecuencia incluso empeoran la situación, como cuando ese dinero acaba en los peores lugares, como máquinas tragaperras y otros juegos de azar.

El carisma franciscano siempre supo esto y lo sabe también hoy. Para curar las distintas pobrezas, los franciscanos siempre han prestado una gran atención a los capitales de las personas y de las comunidades, sabiendo que se trata de acciones, inversiones y acumulaciones que duran años, cuestan mucho y su resultado siempre es incierto. Si no tomamos en serio esta dimensión de la sabiduría franciscana, no entenderemos cómo es que los Montes de Piedad, que eran unos proto-bancos de microcrédito cuyo objetivo era sacar a los pobres de la condición de vulnerabilidad económica, nacieron en la segunda mitad del siglo XV de los Frailes de la Observancia. Merece la pena hablar de ello y hacer alguna aportación al debate sobre la “renta de ciudadanía”, ahora que el Movimiento 5 Estrellas, en Italia, recurre a los franciscanos para apoyarla. Aquellos franciscanos no crearon entes asistenciales (podían haberlo hecho y muchos lo hicieron) sino contratos, préstamos, en los que sus beneficiarios se comprometían con responsabilidad a devolver el dinero. Ciertamente eran instituciones humanitarias, porque tenían como objetivo la lucha contra la pobreza y la inclusión social, pero su carisma les sugirió instrumentos más sofisticados que la limosna, instrumentos basados en el registro de la reciprocidad.

La reciprocidad es precisamente la cuestión decisiva, que involucra tanto a la pobreza como al trabajo. Cuando una persona sale de la red de relaciones de reciprocidad que conforman la vida civil y económica y se encuentra sin trabajo y por tanto sin ingresos, la enfermedad que se crea en el cuerpo social es la ruptura de relaciones de reciprocidad. La renta del trabajo (sueldo, salario) es el resultado de una relación entre personas e instituciones ligadas por vínculos recíprocos: A ofrece una prestación de trabajo a B, y B corresponde dando dinero a A. En cambio, cuando los ingresos no nacen de relaciones mutuamente provechosas, se producen relaciones sociales enfermizas o al menos parciales, que reciben el nombre de rentas o asistencia, donde los flujos de ingresos están desconectados de relaciones recíprocas. Por eso la tradición franciscana afirmaba que “cuando hay un pobre en la ciudad, toda la ciudad está enferma”, porque cuando un miembro del cuerpo social queda aislado del flujo que le une a todos los demás, comienza la gangrena.

Así pues, el principal peligro en los procesos de lucha contra la pobreza anida precisamente en el olvido de la dimensión de la reciprocidad. Cuando percibo un renta sin que antes o simultáneamente haya una prestación mía en provecho de otro, esa renta es raro que me ayude a salir de las trampas en las que me encuentro, porque sigo siendo un pobre aunque con un poco de renta para sobrevivir. Para salir de la condición de pobreza, para liberarme de la indigencia, debo reinsertarme en unas relaciones sociales de mutuo provecho. Todos sabemos que 500 euros obtenidos trabajando y 500 euros obtenidos gracias a un cheque social son dos cosas totalmente distintas. Parecen iguales pero el sabor de la dignidad y del respeto las hacen distintas. Los primeros ingresos son expresión de una relación que el economista napolitano Antonio Genovesi llamaba de “mutua asistencia”. Los segundos se parece mucho a la paga que le damos a un hijo antes de que empiece a trabajar, y ningún padre responsable quiere que el hijo sobreviva mucho tiempo con la paga que le da. Por eso, es muy franciscano el artículo 1 de la Constitución Italiana, que fundamenta la democracia en el trabajo. En una sociedad en la que había muchos más pobres que hoy, la Constitución quiso señalar la única vía civil posible para luchar contra la pobreza: el trabajo, la gran red que nos une unos a otros en relaciones de igual dignidad.

Además, si la pobreza es una carencia de capitales que se expresa en una falta de ingresos, los capitales más importantes no son los individuales sino los comunitarios y sociales. Por consiguiente, los bienes públicos y los bienes comunes son parte integrante de la riqueza y de los capitales de las personas, y tienen más peso que la cuenta corriente.

Cuando veo a una persona que vive en condiciones de pobreza, si verdaderamente quiero curarla, debo sanar sus relaciones, porque la pobreza es una serie de relaciones enfermas. El trabajo para todos es la tierra prometida de la Constitución, mucho más exigente que la renta para todos. Una promesa-profecía que hoy asume un significado aún más importante que entonces, porque hay una ideología global que va en aumento y niega la posibilidad de trabajo para todos, en el tiempo de la robótica y de la informática. La verdadera amenaza que tenemos ante nosotros está en renunciar a fundamentar las democracias en el trabajo, conformándonos con sociedades en las que trabajen el 50% o el 60% de las personas en edad de trabajar y a todos los demás se les permita sobrevivir con una renta de ciudadanía, creando una verdadera sociedad del descarte, “vendida” tal vez como solidaridad. Esta tierra del trabajo parcial no puede ni debe ser la tierra prometida.

Aquellos que hoy siguen pensando que es posible luchar contra la pobreza dando algunos centenares de euros a cada individuo, se olvidan de la naturaleza social y política de la pobreza y caen en visiones individualistas y no-relacionales. Para luchar contra las antiguas y nuevas pobrezas debemos reactivar las comunidades, las asociaciones de la sociedad civil, la cooperación social y todos esos mundos vitales en los que las personas viven y florecen.

Para terminar, tal vez Francisco de Asís nos diría hoy otras dos cosas. La primera se refiere a la palabra pobreza. Francisco la llamaba “hermana”, la veía como un camino de felicidad y de vida buena. Los franciscanos elegían libremente la pobreza para liberar a aquellos que no la habían elegido sino que la padecían. Sabían que no todas las pobrezas son malas, porque la pobreza es también una palabra del evangelio: “bienaventurados los pobres”. Y por tanto hoy usarían otras palabras distintas para la pobreza mala y no elegida (exclusión, indigencia, vulnerabilidad económica…) y nos ayudarían a apreciar la hermosa pobreza elegida en el compartir y en una vida sobria y generosa. Finalmente nos recordarían que la primera cura de la pobreza es el abrazo al pobre. Francisco comenzó su vida nueva abrazando y besando al leproso de Rivotorto. Podemos concebir mil medidas contra la “pobreza”, podemos darles renta y crear nuevas instituciones que se encarguen de los pobres, pero si no volvemos a ver y abrazar a los pobres de nuestras ciudades, estaremos muy lejos de Francisco y de su fraternidad.


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