stdClass Object ( [id] => 17246 [title] => Detrás de la ideología del incentivo [alias] => detras-de-la-ideologia-del-incentivo [introtext] =>Comentario – Virtudes en las que no es ningún lujo invertir
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 04/08/2013
En el ámbito político rechazamos radicalmente las actitudes despóticas y de control, actitudes que, por el contrario, aceptamos pacíficamente en el mundo de las empresas y las organizaciones. Esta es una de las paradojas centrales de nuestro sistema económico y social. Luchamos y hacemos revoluciones contra tiranos y dictadores, pero en cuanto salimos de la plaza y atravesamos la puerta de la empresa, colgamos en el perchero nuestro traje de ciudadano democrático y dócilmente nos ponemos el traje de súbdito regulado y controlado.
[fulltext] =>Esta paradoja depende en buena medida de algunos equívocos sobre el término “incentivo”, que se está convirtiendo en el principal instrumento de culto capitalista. Una palabra mágica que invocan muchos, a todos los niveles, hasta tal punto que podemos hablar de una auténtica “ideología del incentivo" que está ocupando parte de nuestra vida.
En realidad, la palabra incentivo es antigua. Durante la Edad Media, el incentivus (que viene de incinere = cantar y encantar) era el instrumento de viento, por lo general una flauta, a cuyo sonido debían acomodarse los instrumentos y las voces del coro. La flauta es también el instrumento del encantador de serpientes, que, hechizadas por su dulce sonido, van dóciles donde la melodía las conduce. Después, el uso del incentivus se extendió de la flauta a la trompeta que animaba y marcaba el ritmo de la carrera de los solados en el campo de batalla. El incentivo, pues, es lo que nos estimula, nos hace solícitos, nos impulsa a realizar acciones audaces. Encantándonos con su melodía, nos lleva donde el músico quiere. El incentivo se presenta como un contrato libre y por ello nos fascina. La empresa capitalista nos propone un esquema retributivo o de carrera y nosotros, los trabajadores, lo aceptamos “libremente”. Su objetivo, como dice su antigua raíz, es alinear el comportamiento de los distintos miembros de la empresa, hacer que el comportamiento del empleado esté alineado con el objetivo de la propiedad de la empresa, ya que si faltara esta alineación los objetivos y las acciones serían naturalmente divergentes, discordantes y desafinados.
Pero para entender la naturaleza de la ideología del incentivo es necesario conocer su historia, que no nace de la tradición de la ciencia económica sino de las teorías científicas de la dirección que se desarrollaron en los Estados Unidos en los años 20, es decir entre las dos guerras mundiales y con la presencia de fascismos, totalitarismos y colectivismos. Una fase de pesimismo civil y antropológico que, como en Machiavelli y Hobbes, generó una teoría basada en una concepción pesimista y reduccionista de la naturaleza humana. Al principio, la lógica del incentivo originó fuertes polémicas y discusiones éticas que, sin embargo, pronto fueron silenciadas. Durante la guerra fría el control de las personas mediante el incentivo se presentó como una forma de vacuna contra una enfermedad que parecía mucho más grave. El control y la planificación dentro de las organizaciones fueron la pequeña dosis de veneno ingerida para protegerse del posible virus mortal de la planificación y del control total del sistema no liberal que se estaba consolidando en la otra parte del mundo. Así la renuncia a la libertad y a la igualdad dentro de las empresas apareció como un mal necesario para mantener en pie el sistema capitalista y la democracia. Se defendió la democracia política sacrificando la económica. Libertad en lo social y planificación en la empresa. Hoy los sistemas colectivistas han pasado a la historia y sin embargo la vacuna se sigue inyectando en nuestros cuerpos y ha traspasado ampliamente el ámbito de la gran empresa industrial para la cual fue pensada al principio.
El principal efecto colateral, grande y nocivo, de la ideología del incentivo, es que realiza un reino de relaciones humanas en las que no hay nada con valor intrínseco, nada que tenga valor antes del cálculo coste-beneficio. Hay un segundo elemento crucial que se llama poder. La alineación producida por el incentivo no es recíproca. Quien detenta el poder fija los objetivos y diseña el esquema del incentivo y a la parte débil solo se le pide que se alinee a través del canto mágico del encantador. Así pues el incentivo se lo ofrece quien tiene poder a quienes carecen de él, para controlar sus acciones, sus motivaciones y su libertad. La naturaleza del incentivo es permitir la gestión unilateral del poder, no la reciprocidad entre iguales. Su función es el control, no la libertad. Los sindicatos, por ejemplo, no podrán entender muchas de las razones de su actual crisis ni redescubrir su vocación, mientras no lean el mundo del trabajo dentro de esta nueva ideología.
Finalmente, la cultura del incentivo reduce la complejidad antropológica y espiritual de la persona. La gran cultura clásica sabía que las motivaciones humanas son muchas y no pueden reconducirse a un único canon de medida, tanto menos el monetario. También sabía que cuando se usa el dinero para motivar a la gente, con el tiempo inevitablemente las motivaciones intrínsecas tienden a reducirse y se empobrecen mucho las organizaciones, la sociedad y las personas, que tienen un valor infinito, entre otras cosas porque sabemos encontrar otras formas de valor en las cosas y en nosotros mismos. Para que las personas estén bien entonadas dentro de las organizaciones y sean con-cordes, hacen falta muchos instrumentos, incluida la flauta del incentivo, pero sólo en consonancia con el violín de la estima, el oboe de la philia y la viola del reconocimiento. Porque si sólo suena un instrumento, en los lugares de trabajo, se pierde biodiversidad, creatividad, gratuidad, abundancia y libertad y se acaba por arrancar de las personas las notas menos altas y las melodías menos originales y más tristes.
Sabemos bien lo necesaria que es en la vida diaria de las familias y de la sociedad civil la multidimensionalidad de los incentivos y de los premios (que son más importantes, ya que, a diferencia de los incentivos, reconocen la virtud, en lugar de intentar crearla artificialmente y controlarla). Pero cometemos el error de pensar que en las empresas no cuentan los otros valores, porque son demasiado altos para malgastarlos en el vulgar mundo de la economía. Si así fuera, no tendría explicación el pasado y el presente de tanta economía cooperativa, social y civil, ni la acción de todos los empresarios y trabajadores italianos y europeos que, hijos e hijas de otra cultura económica, espiritual y civil, en estos años están saliendo adelante reaccionando por instinto ante la lógica de los incentivos que sigue siendo propuesta y aplicada por consultores, bancos e instituciones que los leen con las gafas de la ideología del incentivo.
A lo largo de nuestra vida, todos hemos tomado opciones, tanto pequeñas y ordinarias como decisivas, en contra de la lógica del incentivo, eligiendo otros valores por encima del dinero y la carrera. Y lo hemos hecho y muchos seguimos haciéndolo, no por heroísmo sino por dignidad y por fidelidad a esa parte que-no-está-en-venta y nos habita en lo profundo de todos nosotros. En las páginas de la vida de toda persona y de toda organización hay muchas palabras escritas con tinta simpática, que la fría lógica del incentivo no puede ver, porque necesitaría para ello del calor de otros registros relacionales. Pero mientras estas frases sigan siendo invisibles, no seremos capaces de contar qué es lo que ocurre de verdad en el mundo del trabajo y mucho menos seremos capaces de mejorarlo.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 04/08/2013
En el ámbito político rechazamos radicalmente las actitudes despóticas y de control, actitudes que, por el contrario, aceptamos pacíficamente en el mundo de las empresas y las organizaciones. Esta es una de las paradojas centrales de nuestro sistema económico y social. Luchamos y hacemos revoluciones contra tiranos y dictadores, pero en cuanto salimos de la plaza y atravesamos la puerta de la empresa, colgamos en el perchero nuestro traje de ciudadano democrático y dócilmente nos ponemos el traje de súbdito regulado y controlado.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 16/06/2013
Cuando un país no crea trabajo, los que tienen trabajo también sufren. El bienestar laboral está disminuyendo, sobre todo en el Sur de Europa (Ipsos, TNS-sofres). Por ejemplo, el 68% de los franceses dice que entre 2008 y 2012 la calidad de su vida laboral se ha degradado. El porcentaje alcanza el 75% cuando quienes responden son los trabajadores de edad comprendida entre los 35 y los 49 años. Es cierto que hay un sufrimiento típico de los trabajadores de mediana edad, que no están ni al principio ni al final de su carrera.
[fulltext] =>La motivación en el trabajo crece con nosotros. Cuando empezamos a trabajar de jóvenes, por lo general la motivación es fuerte. Pero después de 20 años trabajando en la misma organización, incluso en la misma oficina, aquella motivación primera tiende a debilitarse y el entusiasmo de los primeros años puede verse reemplazado por el cansancio, cuando no por un cierto cinismo, si no somos capaces de encontrar una nueva motivación, si es posible más profunda y elevada que la primera, pero en todo caso distinta. Esto es especialmente cierto, como se desprende de esos mismos datos, en el caso de los funcionarios públicos y los empleados de nivel medio.
No hay más que mirar alrededor o hacia el interior para darse cuenta de cuánta insatisfacción existe en los lugares de trabajo, sobre todo entre las personas de mediana edad. No es casualidad que los estudios que se realizan sobre la felicidad muestren una curva en “U” en relación con la edad. La felicidad alcanza su nivel más bajo en torno a los 45 años y después vuelve a ascender si hay salud y buenas relaciones.
Hemos construido organizaciones y reglas de gobierno que ignoran o al menos no tienen muy en cuenta las distintas edades de la vida, olvidando que la trabajadora de veinte años y la de sesenta tienen poco en común. Nosotros crecemos, evolucionamos, pero la empresa no crece ni cambia como nosotros ni con nosotros. Así que a mitad del camino nos encontramos muchas veces con crisis profundas que superan con mucho la dimensión meramente profesional. El trabajo forma parte de la vida.
El mundo de la empresa invierte demasiado poco en el cuidado de las relaciones humanas. Es más, la cultura relacional dentro de las empresas privadas y públicas se basa demasiadas veces en la desconfianza y en un pesimismo antropológico que nos quiere convencer de que la gente sólo trabaja cuando se la controla o se la incentiva. Hay demasiadas personas que se encuentran a disgusto en el trabajo. ¿Cuándo crearemos un indicador nacional para el bienestar o el malestar laboral? Cada vez gastamos más tiempo y dinero buscando el bienestar, muchas veces ilusorio, fuera del trabajo (wellness, spa), tratando de escapar del malestar laboral. ¿Es este un humanismo sabio y sostenible? ¿No sería más inteligente socialmente aumentar el bienestar y con él la calidad de las relaciones durante el trabajo?
En este cambio de paradigma podríamos echar mano, por ejemplo, de la historia y la cultura de las instituciones carismáticas que son, ¡qué casualidad!, las instituciones más longevas de Occidente. La vida media de una abadía benedictina europea ronda los cinco siglos. Esta duración tiene que ver también con las reglas de gobierno que han permitido y siguen permitiendo una vida larga y buena. Hay algunos instrumentos de esas comunidades carismáticas que deberíamos imitar, con las necesarias mediaciones, también en las empresas, puesto que tienen una dimensión antropológica universal.
Tomemos como ejemplo la práctica del coloquio periódico entre cada miembro de la comunidad y su responsable directo, un instrumento crucial para cuidar las relaciones en la comunidad. Hay muchas empresas donde los empleados se jubilan sin haber tenido nunca un verdadero coloquio personal con su jefe. Por el contrario, también conozco algunas empresas y cooperativas donde se realizan estas prácticas, aunque es verdad que no son muchas.
El coloquio trabajador/responsable, que no hay que confundir con el ‘coaching’ que está tan de moda, tiene una importancia crucial, sobre todo hoy. La práctica sistemática del coloquio (¿dos veces al año?) produciría muchos beneficios individuales y organizativos.
En primer lugar, el coloquio crea un espacio idóneo para expresar la protesta, el sufrimiento, el desacuerdo y el disgusto. Cuando no existe este espacio, corren ríos de comentarios, habladurías y deudas psicológicas que alimentan la división y pueden convertirse en un verdadero cáncer para la organización. La murmuración de bíblica memoria no es siempre cosa de personas malhabladas y chismosas; también pueden ser producto de una institución que no ha previsto ningún instrumento para orientar constructivamente la protesta, la crítica y el malestar de las personas, o para dar las gracias, que es un acto fundamental en toda comunidad, también en el trabajo.
Hay responsables y directivos que creen que muestran agradecimiento a un trabajador simplemente porque le lanzan un “gracias” o un “muy bien” al cruzarse por las escaleras o en una conversación telefónica. Las palabras como “gracias”, “perdona” o “muy bien” son valiosas si se usan con sobriedad.
Además, la práctica del coloquio aumenta la “philia” que necesitan todas las organizaciones, porque, si está bien hecho, el coloquio no es un instrumento de jerarquía sino de fraternidad, puesto que en él ambos hablan y escuchan, dan y reciben. Y no es extraño que un trabajador pueda ayudar a un responsable a verse con la mirada de sus empleados, un don inmenso cuando se quiere y se sabe aceptar. El error más grave que puede cometer un responsable durante un coloquio es rechazar las críticas o dar respuestas expeditivas (“no me has entendido…”, “te faltan elementos…”, “te explico…”).
La eficacia de un coloquio no está tanto en las respuestas que se obtienen como en la posibilidad de expresar un malestar, una crítica, y encontrar en el otro a alguien que sabe acogerla y que sabe escuchar. ¡Cuánto deberíamos invertir en el arte de la escucha auténtica!
Uno de los deberes más importantes de un responsable es acoger las críticas: encajarlas, elaborarlas y no devolvérselas al remitente. El derecho al desahogo es un derecho del trabajador. Y la escucha del desahogo es un deber del directivo. Para eso hace falta disponer de lugares adecuados e invertir tiempo en la preparación, también ética, de ambas partes. Desde luego no es fácil hacer un buen coloquio, pero es posible intentarlo, ejercitarse, aprender de los errores. Los frutos son abundantes.
Para terminar, hay dos coloquios especialmente importantes para un trabajador: el primero y el último. En el primero debería entregársele al recién contratado la tradición de la empresa, la historia de sus fundadores, incluyendo la pasión humana y a veces los ideales que la construyeron. Y deberían escucharse las aspiraciones y la pasión del nuevo trabajador y, a lo mejor, presentárselo a toda la comunidad en un momento de fiesta.
No es menos decisivo el último coloquio, cuando se deja un trabajo en el que han transcurrido los mejores años de la vida. Un “gracias” o un “perdona” dichos en ese último ‘encuentro’ pueden dar sentido y calidad espiritual a uno de los pasos más delicados de la existencia. Imitemos a los carismas, maestros en humanidad, si queremos aumentar la calidad de las relaciones en nuestras organizaciones. Es urgente.
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La importancia de las relaciones humanas en la empresa
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 16/06/2013
Cuando un país no crea trabajo, los que tienen trabajo también sufren. El bienestar laboral está disminuyendo, sobre todo en el Sur de Europa (Ipsos, TNS-sofres). Por ejemplo, el 68% de los franceses dice que entre 2008 y 2012 la calidad de su vida laboral se ha degradado. El porcentaje alcanza el 75% cuando quienes responden son los trabajadores de edad comprendida entre los 35 y los 49 años. Es cierto que hay un sufrimiento típico de los trabajadores de mediana edad, que no están ni al principio ni al final de su carrera.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 12/05/2013
Hay un vicio que está tomando auge en este tiempo de crisis y que amenaza con convertirse en una auténtica enfermedad social. Es la pereza, una especie de enfermedad del carácter, el espíritu y la voluntad. A pesar de lo extendida que está, de la pereza se habla hoy demasiado poco, por considerarla una palabra arcaica y en desuso. A los pocos que aún comprenden su significado, les cuesta considerarla un vicio. En efecto, ¿por qué razones deberíamos considerar un vicio el desánimo, la tristeza o el aburrimiento?
[fulltext] =>Los fundadores del ethos occidental, desde los griegos hasta los filósofos medievales, creían unánimes que la pereza era un gran vicio, es decir, un vicio capital, porque está en el origen de otros desórdenes derivados o de otras enfermedades del vivir, como la vagancia, la inconstancia, la indolencia, la falta del sentido de la vida, la resignación, la depresión y a veces incluso la depresión clínica. Para entenderlo hay que volver a aquellas civilizaciones y recordar que para el humanismo de aquel entonces la pereza representaba una amenaza, no sólo para el individuo sino también, como cualquier otro vicio, para el bien común y la felicidad pública, que son fruto de la acción de personas laboriosas y comprometidas.
La vida buena es vida activa, es tarea, dinamismo y compromiso cívico, político, económico y laboral. Por eso, cuando en el cuerpo social se instala el virus de la pereza, hay que luchar contra él, rechazarlo y expulsarlo para no morir. El vicio, como la virtud, es antes que nada una categoría cívica. Las virtudes son caminos buenos que conducen al desarrollo humano y a la felicidad. Los vicios nos desvían y hacen que la vida languidezca. Con vicios y sin virtudes la vida no funciona. El peligro no está en realizar una acción individual equivocada, sino en caer poco a poco en un estado moral y existencial, que no siempre es consecuencia de una decisión intencionada y consciente de tomar un determinado camino (por eso, entre otras cosas, el vicio y el pecado son cosas distintas). El vicio, además, es un placer erróneo y pequeño, que impide al individuo y a la comunidad alcanzar el placer bueno y grande que va unido al uso correcto (virtuoso) del cuerpo y el espíritu. Es contentarse con las algarrobas de los cerdos y perderse la comida de la mesa de casa.
Esta búsqueda de un placer pequeño y equivocado también está presente en la pereza, aunque nos pueda parecer menos evidente que en el caso de la gula, la avaricia o la lujuria. La pereza llega después de un trauma, una crisis, una desilusión, un acontecimiento luctuoso, un fracaso o una herida. En lugar de echar el resto para recuperarnos y ponernos de nuevo en pie, nos deleitamos en nuestro propio mal, nos compadecemos y nos lamemos las heridas. En este deleite perezoso conseguimos experimentar un cierto consuelo e incluso una forma de placer, un dulce naufragar que nos permite sobrevivir, que no vivir, después de la crisis. Hoy nuestra civilización consumista nos ofrece muchas cosas que hacen más agradable cultivar la pereza (pensemos una vez más en la televisión), amplificando sus trampas. Pero este placer perezoso es un placer equivocado, miope y muy pequeño, porque la pasividad narcisista de la pereza no es la forma adecuada de elaborar nuestros fracasos, que se encuentra más bien, como nos recuerda la sabiduría antigua, en la vida activa, en salir de casa y ponerse en marcha solícitamente...
Por eso, hay otra enfermedad actual, también endémica y social, que se parece mucho a la antigua pereza. Es el narcisismo. La pereza es un gran vicio, porque cuando se apodera de nosotros nos hace vivir mal y, si no se cura, puede llevarnos a una auténtica muerte espiritual. Es lo que les ocurre hoy a muchas personas en el mundo de la empresa y el trabajo, que, después de una gran crisis, renuncian a vivir y tampoco dejan vivir a los que están a su lado. Ni más ni menos que por no ser capaces de volver a vivir y a dar vida.
Para saber en qué consiste la pereza o la melancolía, podemos recurrir a la fuerza típica del arte, como en el misterioso grabado de Durero, donde la melancolía (sinónimo entonces de pereza y tristeza) está representada por un pequeño ser monstruoso que impide al autor usar sus instrumentos de trabajo, que yacen abandonados en tierra. Y al fondo, un cielo estrellado. Trabajo y estrellas, dos elementos que caen juntos cuando domina la pereza. Como ocurrió en los tiempos en los que se creó esta obra maestra, tiempos del Príncipe de Machiavelli, del ocaso del humanismo civil, de guerras civiles en Italia y de luchas de religión en Europa. La pereza era compañera de aquellos tiempos de crisis igual que hoy acompaña a los nuestros.
La cura más eficaz de la pereza, como de cualquier vicio, consiste en parar de inmediato el proceso rápido y acumulativo, en cuanto se reconocen los primeros síntomas: no terminar los procesos, dejar los trabajos a medias, no repasar el último borrador de un artículo, experimentar hastío por el trabajo bien hecho, repetirse con frecuencia: “¿quién me mandará a mí hacer esto?” o “no merece la pena”.
La sabiduría antigua de la ética y de las virtudes y los vicios, nos sugiere que cuando advirtamos las primeras señales debemos reaccionar inmediatamente y «sin demora». El vicio consiste en la ausencia de esta reacción decidida, no en el hecho de experimentar los síntomas. ”Me levantaré y volveré donde mi padre”: esta es la respuesta virtuosa a una pereza que, en cambio, se conformaría con las algarrobas.
En el grabado de Durero, junto a los instrumentos de trabajo abandonados se encuentra el cielo estrellado. Pero el hombre melancólico mira hacia otro lado. La crisis es catastrófica cuando consigue apagar el deseo en el alma. El deseo necesita crisis, porque nace de la caída de las estrellas (de-sidera significa etimológicamente falta de estrellas) y de las ganas de reencontrarlas. Quien cae en la pereza y se contenta con un cielo oscurecido, ya no quiere ver las estrellas. Demasiadas veces esta triste conformidad deriva de la soledad, cuando no tenemos a nadie que sepa estar a nuestro lado y nos lleve a ver de nuevo las estrellas.
Sólo saldremos de esta crisis, demasiado seria como para dejarla en manos únicamente de las decisiones económicas y financieras, transformando la resignación, el abatimiento y la pereza de muchos ciudadanos y de países enteros en nuevos proyectos políticos y en nuevo entusiasmo ciudadano, reuniendo soledades en un destino social común, transformando pasiones tristes y estériles en pasiones alegres y generadoras, vicios en virtudes cívicas. ¿Lo conseguiremos?
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 12/05/2013
Hay un vicio que está tomando auge en este tiempo de crisis y que amenaza con convertirse en una auténtica enfermedad social. Es la pereza, una especie de enfermedad del carácter, el espíritu y la voluntad. A pesar de lo extendida que está, de la pereza se habla hoy demasiado poco, por considerarla una palabra arcaica y en desuso. A los pocos que aún comprenden su significado, les cuesta considerarla un vicio. En efecto, ¿por qué razones deberíamos considerar un vicio el desánimo, la tristeza o el aburrimiento?
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 01/05/2013
Este primero de mayo es una fiesta doliente. Pero no deja de ser fiesta y eso es bueno. Una fiesta con ropa de trabajo y también con la de la falta de trabajo. Una fiesta acompañada por las lágrimas (y a veces por la depresión) de los parados, de quienes han perdido el trabajo o de quienes siendo jóvenes no lo encuentran. Hoy deberíamos escucharles más y mejor, estar a su lado. Es bueno celebrar el trabajo, sobre todo cuando está en crisis, cuando duele, porque las fiestas son muy valiosas en tiempos de prueba, cuando hay que cruzar el desierto, cuando surge la nostalgia de las ‘cebollas’ de la esclavitud en Egipto.
[fulltext] =>Pero no olvidemos las lágrimas de quienes no pueden trabajar ni el día anterior ni el día siguiente a la fiesta, si queremos que el día de hoy sea de verdad fiesta de todos. La única reducción aceptable de días festivos sería tal vez la resultante de la fusión entre el primero de mayo y del dos de junio (fiesta de la República Italiana), porque cuando falta el trabajo o éste es malo, demasiado precario e inseguro, cede el muro maestro de la República, que es el primer muro de cada casa. La indecente tasa de paro que tenemos es la primera tasa de nuestra Casa común; una tasa inhumana que deberíamos abolir. La falta de trabajo se está convirtiendo en la principal carestía de nuestra sociedad. Una carestía que convive, como todas las carestías de la historia, con la opulencia de otros, para quienes las crisis de los pobres, o simplemente de las personas corrientes, no empiezan ni acaban nunca, porque no les afectan y a veces incluso les favorecen.
Hay una pregunta difícil, poco popular pero edificante, en esta bonita fiesta del trabajo: ¿Fiesta de qué trabajo? ¿Y de qué trabajadores? El trabajo es el gran denominador común de la democracia. Es un elemento que tenemos en común y que nos hace iguales (en cierto sentido), más allá de las diferencias de salario, de función y de clase social. Para señalar, entre otras cosas, esta dimensión de igualdad entre los ciudadanos que el trabajo crea – y que la falta de trabajo y las rentas destruyen – hemos querido escribirla (y nos gustaría seguir escribiéndola) como la primera palabra de la República.
Por esta razón hoy pueden hacer fiesta, y la hacen, los obreros y los ejecutivos millonarios; las mujeres que mantienen con su trabajo a sus maridos desempleados a veces con la vida arruinada por las máquinas tragaperras y los empleados de esas mismas salas de juegos; los gestores de 'hedge funds' y los trabajadores que están perdiendo el trabajo porque la propiedad está en crisis y ha vendido la empresa a esos mismos fondos especulativos. Todos son trabajadores. Todos hacen fiesta hoy. Pero si nos quedáramos únicamente con esta dimensión del trabajo y de la fiesta, aun siendo real y verdadera, no captaríamos el alma más profunda de esta jornada ni del trabajo mismo.
Si es cierto que el trabajo de Carlos, un ejecutivo muy bien pagado, y el de Ana, una trabajadora de temporada, tienen algo en común, no es menos cierto que estas dos actividades humanas tienen muchas más cosas que no están en común e incluso son contrapuestas. Igualmente, hay algo en común pero sobre todo mucha diversidad, entre Juana, que en estos tiempos de crisis está gastando los ahorros de toda una vida para no cerrar el negocio y no despedir a sus dos empleados, y los propietarios del hipermercado del extrarradio. Lo primero que es verdaderamente diferente entre Ana, Juana y Carlos se llama poder, y después vienen los privilegios, los derechos, las oportunidades, las libertades, la nómina y tal vez la alegría de vivir (a saber quién tendrá más).
El trabajo expresa la esencia de la democracia porque encarna las diferencias reales entre las personas, las que son importantes para la calidad de vida y la dignidad. Y lo expresa mucho mejor que las finanzas o el consumo. Cuando Lucas, obrero, entra en un concesionario a consumir y se compra un coche deportivo (probablemente a crédito), el vendedor le trata de forma muy parecida, casi igual, al ricachón o al ‘patrón’ en la empresa. Lucas conduce por la ciudad y se siente, en su precioso automóvil, igual a sus jefes, a su alcalde o a sus gobernantes. Esta es una dimensión que la democracia confía al consumo, esencial para entender el mundo moderno y la fuerza simbólica y evocadora de las mercancías, pero muy frágil y superficial. De hecho, cuando ese obrero se baja del coche y entra en su puesto de trabajo, en seguida se da cuenta de que no es igual que su ‘jefe’ y si no tiene un puesto de trabajo seguro o si lo pierde, la actitud del concesionario y de la financiera cambia radicalmente y Lucas vuelve a parecerse a los antiguos siervos.
En el día de hoy debemos recordar que una de las principales esperanzas y promesas de la civilización moderna ha consistido en confiar sobre todo al (justo) trabajo la reducción de las distancias entre derechos, oportunidades, libertades efectivas y dignidad entre las personas. Hasta hace algunos años incluso lo había logrado, al menos en parte, puesto que la distancia entre el obrero de la fábrica y su patrón era menor que la que existía entre el siervo de la gleba y su señor.
Los contratos de trabajo enlazan clases, intereses y personas, creando una red de solidaridad que envuelve – o debería envolver – a toda la sociedad y algún día al mundo entero. Esta es también la verdadera vocación social del trabajo, su más alta dignidad: ser cemento de la sociedad, vínculo de reciprocidad que une a los distintos, que nos acerca unos a otros en relaciones de mutuo provecho y de amistad civil. Pero en este tiempo de capitalismo financiero, estas distancias sociales y económicas han vuelto a crecer y los nuevos patrones se están peligrosamente pareciendo mucho, demasiado, a los viejos señores feudales. Por estas razones la fiesta del trabajo es sobre todo la fiesta de Ana, Juana y Lucas.
Una fiesta de todos, pero sobre todo de quienes todavía están muy lejos de Carlos, a quien esta fiesta tal vez le plantee alguna pregunta difícil y le invite a una conversión individual y de sistema. Una fiesta que nos dice que no debemos quedarnos tranquilos mientras las distancias medidas con el metro de las libertades efectivas, los derechos, las oportunidades y la dignidad no se reduzcan y en muchos casos se anulen. Italia es una República democrática basada en el trabajo.
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Este primero de mayo en esta Italia
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 01/05/2013
Este primero de mayo es una fiesta doliente. Pero no deja de ser fiesta y eso es bueno. Una fiesta con ropa de trabajo y también con la de la falta de trabajo. Una fiesta acompañada por las lágrimas (y a veces por la depresión) de los parados, de quienes han perdido el trabajo o de quienes siendo jóvenes no lo encuentran. Hoy deberíamos escucharles más y mejor, estar a su lado. Es bueno celebrar el trabajo, sobre todo cuando está en crisis, cuando duele, porque las fiestas son muy valiosas en tiempos de prueba, cuando hay que cruzar el desierto, cuando surge la nostalgia de las ‘cebollas’ de la esclavitud en Egipto.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 21/04/2013
La crónica sigue dando noticia del suicidio de empresarios y trabajadores. Pero también hay muchos, demasiados, suicidios propiamente de empresas, de los que, en cambio, se habla muy poco. Esta crisis es verdaderamente una “gran depresión”. En ella podemos reconocer todos los síntomas de cualquier depresión seria: tristeza constante, falta de entusiasmo, ganas de dejarse llevar, el deseo que se apaga y, sobre todo, falta de ganas de vivir, de levantarse con gusto por la mañana para estrenar una nueva jornada y encontrar personas, de tener algo que contarnos a nosotros mismos, a nuestra familia y a los demás.
[fulltext] =>El sentido de la vida no puede ni debe radicar únicamente en el trabajo, pero el sentido del trabajo y de la empresa también forman parte del sentido de la vida. En China he descubierto con asombro que la palabra que utilizan para designar lo que en occidente llamamos “business” (negocio) está compuesta por la unión de dos ideogramas, vida y significado: el sentido de la vida. “Creé esta empresa porque tenía algo bello que decir”, me contó un día un empresario.
Haciendo empresa y trabajando también se adquiere sentido, significado y dirección. Y cuando el trabajo y la empresa entran en crisis, puede ocurrir que no sepamos dónde ir, que nos sintamos perdidos y por lo tanto perdamos también de vista el porqué del camino y su cansancio.
Hay un cansancio típico de estos tiempos. Es el que viven los empresarios que tratan de vencer la fuerte tentación de vender su empresa o de cerrarla, dándose por vencidos. Hay empresas que es bueno que se vendan, por distintos motivos. Bien porque la propiedad haya agotado su fuerza vital innovadora, o porque el empresario se jubile y los hijos no tengan intención de continuar su obra, o tal vez porque la empresa no nació de un proyecto de vida sino para aprovechar una oportunidad y al igual que se aprovechó para entrar se puede aprovechar – a lo mejor en condiciones menos favorables – para salir. Podríamos seguir dando “buenas” razones para vender una empresa. Incluso a veces produce los mismos efectos que la venta de una antigua y rica biblioteca por sus herederos: no es agradable, pero los libros se liberan para revivir en otros lectores, en nuevas bibliotecas.
Hay empresas que incluso es bueno que cierren, algunas simplemente porque han terminado su ciclo de vida y su función, otras porque probablemente sería demasiado caro e ineficiente invertir para darles una segunda vida y otras porque nacieron mal, por puros fines especulativos. A estas empresas se les pueden aplicar las palabras de Manzoni sobre doña Práxedes: “cuando se dice que estaba muerta, ya se ha dicho todo”. La responsabilidad de los propietarios y de las instituciones consiste en evitar el daño a los trabajadores o en limitarlo al máximo, cosa que desgraciadamente en épocas de recesión no ocurre casi nunca.
Pero hay empresas que no deberían venderse ni cerrarse, porque todavía tienen algo que decir, historias que contar, potencialidades que expresar, buenos productos. Hoy muchas de estas empresas están llegando a este triste final. Detrás de la venta o el cierre de estas empresas muchas veces está la crisis personal de un empresario, de una empresaria, de una familia, de un grupo de personas que, en un momento determinado, dejan de creer que su “criatura” tenga futuro. Estas crisis forman parte de la vida, pero en las fases de depresión colectiva, como la que atravesamos, estas crisis se multiplican y se endurecen, amplificadas por una sensación de abandono por parte de los mercados, los bancos y las instituciones.
En muchos casos, estos empresarios pasan por una verdadera prueba moral o espiritual y tienen la impresión de haber llevado a su familia, a sus trabajadores, a la comunidad que les rodea y a ellos mismos, a una aventura ingenua y equivocada, debida tal vez (piensan ellos) a la soberbia, al orgullo y a no ser conscientes de sus limitaciones y de sus verdaderos medios. A veces esta experiencia va acompañada de cansancio y enfermedad, o de calumnias y denuncias. Entonces se anhela la liquidación o la venta, como única salida para la salvación de la empresa. Y así, sobre todo cuando la facturación y los márgenes se ven reducidos por la crisis, no vemos la hora de que venga alguien y nos quite lo que ha pasado de ser el “sentido” de la vida a ser únicamente un peso, cuando no una pesadilla.
En esos momentos no importa quién sea el nuevo empresario/especulador ni con qué capitales o con qué proyectos venga, con tal de que sea capaz de convencer a los bancos y a los sindicatos. De esta manera una historia familiar, comunitaria, de capitales intelectuales, de conocimientos, forjada durante décadas o tal vez siglos, corre peligro de desaparecer, por falta de fuerzas, porque no se dan las condiciones para superar la prueba y porque demasiadas veces se experimenta la soledad y el abandono de las instituciones. Es el suicidio de la empresa, que a veces arrastra al empresario con ella. Los datos sobre el mal traspaso de estas buenas empresas son impresionantes y preocupantes. Tenemos una enorme necesidad de crear “lugares” para acompañar a estos empresarios y trabajadores que tienen que afrontar estas pruebas individuales y colectivas.
Las civilizaciones han conocido otras enfermedades sociales parecidas y han sabido curarlas (con ritos, arte, mitos…). Unos lugares y una cura que también nosotros debemos aprestarnos a buscar. En estos nuevos lugares, más que asesores fiscales o economistas e incluso más que instituciones (necesarias), hacen falta expertos en humanidad, hombres y mujeres capaces de esperanza, conocedores del alma humana y dispuestos a curarla con la escucha de la historia y con (pocas) palabras.
Sobre todo hacen falta comunidades curativas. Pero en nuestra cultura hemos separado demasiado los negocios del resto de la vida, el contrato del don, el eros del ágape. Y así hemos dejado de entender que una empresaria o un empresario son antes que nada personas y que detrás de una crisis empresarial se puede esconder una verdadera prueba moral y espiritual, que hay que curar a este nivel, mucho más profundo y vital que el plan de negocio o los préstamos bancarios (que hoy de todos modos serían de gran ayuda). Para revitalizar nuestras empresas enfermas hay que ayudar a muchos empresarios y trabajadores a recuperar el “sentido de la vida” y de la empresa que están perdiendo.
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Esta crisis es una «gran depresión», una enfermedad social
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 21/04/2013
La crónica sigue dando noticia del suicidio de empresarios y trabajadores. Pero también hay muchos, demasiados, suicidios propiamente de empresas, de los que, en cambio, se habla muy poco. Esta crisis es verdaderamente una “gran depresión”. En ella podemos reconocer todos los síntomas de cualquier depresión seria: tristeza constante, falta de entusiasmo, ganas de dejarse llevar, el deseo que se apaga y, sobre todo, falta de ganas de vivir, de levantarse con gusto por la mañana para estrenar una nueva jornada y encontrar personas, de tener algo que contarnos a nosotros mismos, a nuestra familia y a los demás.
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stdClass Object ( [id] => 17252 [title] => El ciento y el cinco [alias] => el-ciento-y-el-cinco [introtext] =>Comentario – Superar la crisis recuperando la visión y la capacidad generadora también de los capitales
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 14/04/2013
Las crisis, sobre todo cuando son profundas y graves, son señal de que una comunidad civil o económica está agotando su capacidad generadora y empieza a no ser capaz de crear verdadero valor económico, civil, político, cultural y científico, porque ha perdido sus valores y ya no sabe qué es lo que vale. Hay una regla general en el corazón de la ley que rige la evolución de las civilizaciones y su economía: la fuerza generadora del uso cívico de la riqueza se apaga cuando llega a su culmen, porque los éxitos y los frutos con el tiempo terminan por apagar el hambre de vida y la esperanza que la originaron.
[fulltext] =>Esto es evidente no sólo en el análisis histórico. Basta viajar de vez en cuando a China – donde me encuentro ahora –, a Filipinas o a Brasil para ver que la raíz de su (actual) desarrollo económico y cívico se nutre de la linfa vital del entusiasmo civil y del deseo de liberación individual y social, que se expresan también en las ganas de vivir que se respira en las calles, sobre todo entre los pobres y los niños.
Estos recursos morales y espirituales se consumen pero no se regeneran por sí solos y así, tras un periodo más o menos largo, se acaban. Es una ley despiadada pero también providencial, porque a la vez es un gran mecanismo que permite que quienes montan en el tiovivo del bienestar y la prosperidad no seamos siempre los mismos. En el plano económico-civil todo eso hace que en las fases civilmente positivas y expansivas, los capitales (stocks) estén al servicio de las rentas (flujos): los terrenos, las casas, los inmuebles, los ahorros y los títulos accionariales están en función de las rentas del trabajo (salarios) y de la empresa (beneficios). En estas fases felices, los capitales existen y son importantes, pero a esos capitales se les pone a producir rentas para el desarrollo y el bien común.
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La virtud dominante en estos periodos civilmente fecundos es la esperanza, que permite ver los capitales (reales y financieros) como instrumentos a poner en juego, como talentos con los que negociar para hacerlos fructificar. Los stocks se ven en función de los flujos. Se ven los “cien” del valor del capital de hoy, pero se ven más los “cinco” que esos cien pueden producir si están bien invertidos, porque esa renta/flujo es una señal de la capacidad generadora de mi empresa o de mi vida. El primer sentido del buen grano no es nunca la acumulación en el granero. Ahí radica también la diferencia entre el campesino y el mercenario, entre la inversión y la pura acumulación y entre el empresario, protagonista de las fases expansivas, y el especulador, protagonista de todo declive.
La riqueza que genera rentas causa felicidad y fecundidad, mientras que la riqueza acumulada por sí misma causa miseria y esterilidad. Cuando la cultura latina quería representar la felicitas, sus símbolos y sus imágenes eran las cosechas fecundas (Campania felix), las herramientas de trabajo y los niños, que hoy igual que ayer son el primer signo de feliz fecundidad para las familias y los pueblos. Todo esto lo conoce muy bien la cultura popular con su arte, que, para representar el icono de la infelicidad, elige al avaro antes que al pobre, porque el avaro es un rico mísero que, con todas sus posesiones, no conoce el florecimiento y la fecundidad, igual que los capitales que hoy son llevados a los paraísos fiscales.
Una empresa, un sistema económico o una civilización comienzan su decadencia cuando el nexo entre capitales y frutos se invierte y el objetivo del capital es el capital. A la esperanza le sustituye el miedo, el grano encuentra su sentido en el granero, olvidándonos de aquellos que necesitan ese grano para vivir y para trabajar. En el lenguaje de la economía, la gran crisis comienza cuando las rentas (flujos) empiezan a estar en función de los capitales (stocks), y los beneficios y los salarios en función de las rentas. Así, los empresarios se transforman en especuladores, las élites que habían determinado la fase virtuosa del ciclo económico-civil se convierten en castas, que dedican sus energías a conservar los privilegios adquiridos en tiempos pasados. En los periodos felices predominan la confianza y la cooperación y se ve a los otros como potenciales aliados con los que acometer nuevas empresas. En las fases de declive nos miramos unos a otros con sospecha y el vecino se convierte en un rival, en un enemigo que puede restarnos una parte de renta. Las relaciones sociales se pervierten, los otros (nosotros no) son todos evasores y deshonestos y su bienestar se convierte en una amenaza para el nuestro. En cambio, en los periodos mejores, «el mercado nos enseña a ver con benevolencia la riqueza y el bienestar de los otros» (John Stuart Mill, 1848), porque lo que importan son las nuevas tartas y no el tamaño de los trozos de las tartas que creamos en el pasado. En Italia hoy es aún peor: «Conseguimos pelearnos por el reparto de futuras tartas que no llegaremos a crear nunca», me confiaba un empresario siciliano.
Nuestra crisis dice que estamos dilapidando los capitales de valores cívicos y religiosos responsables de los milagros económicos y sociales de hace décadas. Necesitamos un nuevo milagro económico, civil y moral. Después de la segunda guerra mundial nuestros padres y abuelos tomaron los escombros producidos por humanismos fratricidas y, con sus valores, los transformaron en ladrillos, en piedras angulares de sus nuevas casas y de la casa común europea. Si hoy queremos ver un presente y un futuro posibles e incluso tal vez mejores, debemos encontrar los recursos necesarios para transformar nuestros escombros en una nueva casa y en una nueva eco-nomía. Nuestros escombros no están hechos de cemento y cal, pero, a su manera, esta crisis también está destruyendo casas, fábricas e iglesias, está cosechando sus víctimas y tiene sus héroes y su Resistencia. Debemos encontrar los recursos necesarios para recoger los escombros y transformarlos en ladrillos. Y debemos excavar mucho, porque las piedras mejores no están en la superficie, en parte están sepultadas o ignoradas porque – al igual que nuestra vocación comunitaria – se las considera piedras de tropiezo y se las desecha. Hay que rescatarlas y convertirlas en las piedras angulares de la nueva casa, de la nueva economía y del nuevo trabajo.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 14/04/2013
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 30/03/2013
Cada día resulta más evidente que el mundo político, civil y económico que construimos en el siglo XX ha muerto, sin que de momento consigamos atisbar la resurrección. Estamos en el sábado. Un ‘todavía no’ sin ‘ya’. La historia humana ha conocido y conoce muchos sábados santos, algunos de los cuales han marcado un cambio de época. Por eso también es importante que en la raíz del acontecimiento cristiano y, con él, del humanismo europeo, esté el sábado santo, el tiempo histórico entre la muerte y la resurrección, que forma parte también de la historia de la salvación. El sábado santo no es sólo un vacío, una ausencia, una pausa, un sueño, ni sólo una espera.
[fulltext] =>Es también el comienzo de un paso, una actividad, una vigilia, una presencia. Allí encontramos a los apóstoles, que, desilusionados y atemorizados, se retiran desanimados y bloqueados por la gran crisis. Pero también hay algunas presencias, sobre todo de mujeres. Tal y como nos recordó Carlo Maria Martini, en una carta del año 2000, en el sábado está la presencia de María, la madre de Jesús. Mientras los hombres huyen, las mujeres se quedan, están, habitan el sábado, actúan, esperan activas. La presencia de aquellas mujeres, en aquella cultura, nos dice al menos tres cosas. En primer lugar, nos recuerda el valor de la vida y del cuerpo, incluso del cuerpo herido, sin vida. Van al sepulcro a ungir un cuerpo y no se dejan bloquear por la gran piedra colocada en la entrada. El segundo mensaje se refiere a los pobres: las mujeres no eran importantes en aquella cultura, se encontraban por naturaleza entre los últimos de la sociedad, eran frágiles y vulnerables. Pero son ellas las que no huyen, las resilientes ante la gran prueba, las que esperan activamente.
Las mujeres y María – tercer mensaje – son también la presencia de los carismas, porque tienen una familiaridad espiritual y una especial consustancialidad con ellos. «Ave María, llena de charis», de caris-ma y de gratuidad. No es casual que el gran teólogo Hans Urs Von Balthasar utilizara casi como sinónimos las expresiones «principio carismático» y «principio mariano». Y los carismas, como sabemos, son dones que permiten ver más allá, ver de forma distinta, ver cosas que otros – en este caso los apóstoles – no ven. Y al ver de forma distinta, actúan y obran también de forma distinta. Nuestra sociedad y nuestra economía podrán ver el alba de la resurrección si sabemos vivir bien este tiempo del sábado.
Hoy también, ante nuestras crisis, son muchos los que huyen de distintas maneras (a paraísos fiscales, a una web carente de verdaderos cuerpos, a un cinismo sin compromiso cívico). Y también hoy tenemos gran necesidad de los ‘habitantes del sábado’: de las mujeres, que siguen estando demasiado alejadas de los lugares importantes, y sobre todo de los carismas. En los sábados de la historia, mientras las instituciones sufrían, huían y morían, la humanidad se salvó porque los carismas y muchas veces las mujeres fueron capaces de quedarse, bajo las cruces y ante los sepulcros de su tiempo. Esperaron activamente. Entre la muerte del imperio romano y el renacimiento de la civilización ciudadana en Italia y en Europa, no hubo sólo un vacío y una ausencia: en el vado entre uno y otro mundo estuvo la presencia de muchos carismas monásticos, que en la espera salvaron e inventaron la nueva Europa, supliendo la muerte de las viejas instituciones e inventando otras nuevas.
Entre el final del “ancien régime” y los modernos estados sociales, florecieron cientos, miles, de carismas e instituciones carismáticas que inventaron, con la creatividad típica de la charis/charitas, la cura para las nuevas y viejas formas de miseria y exclusión, que formaron e instruyeron a generaciones enteras de hombres y mujeres. Lo mismo podríamos de la revolución industrial y el estado social, del fascismo y la democracia, y podríamos ampliar nuestra mirada a la India de Gandhi y de la Madre Teresa, o a las instituciones de microcrédito de Sor Nancy Pereira. Los carismas, como María en las bodas de Caná, ven por adelantado y hablan, a veces gritan: "No tienen vino". Los carismas son los protagonistas de los sábados santos de la historia, que hacen de puente entre los viernes y los domingos y acompañan el camino. A nuestro sábado le faltan los carismas y su mirada, que están demasiado ausentes o marginados de la esfera pública, económica y política.
Es emblemático que busquemos las personalidades capaces de sacarnos del pantano político-económico irresponsable en el que estamos metidos, entre los técnicos, profesores e intelectuales, sin darnos cuenta de que estas categorías ya no tienen, desde hace tiempo, los recursos morales necesarios para mover la gran piedra que hay delante del sepulcro… Para quitar esa piedra no hace falta técnica, sino ojos de resurrección. Necesitamos místicos, carismas, profetas, personas capaces de ver que falta ‘el vino’ y después hacer que llegue pronto y de verdad. Pero los nombres de estos hombres y, mejor aún, mujeres espirituales no se dicen ni se piensan. Al mismo tiempo, el mundo de los carismas, todavía vivo y fecundo, debe hacer más y debe alzar su voz, que siempre es la voz de los pobres y para los pobres. Y después debe también hacer propuestas políticas, porque los carismas son dones para el bien común y por lo tanto son asuntos laicos, civiles y políticos.
Cuando falta la voz y la presencia de los carismas, las instituciones no saben ver ni obrar por el bien común, sobre todo en el tiempo del sábado. Nuestra crisis es sobre todo una crisis espiritual, porque con el fin de las ideologías se han apagado los motores simbólicos de nuestra fábrica cívica y económica. Y cuando se apaga el Paraíso grande, llegan otros pequeños y artificiales que pronto se revelan como grandes infiernos. Volvamos a darle a nuestro sábado los ojos de los carismas.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 30/03/2013
Cada día resulta más evidente que el mundo político, civil y económico que construimos en el siglo XX ha muerto, sin que de momento consigamos atisbar la resurrección. Estamos en el sábado. Un ‘todavía no’ sin ‘ya’. La historia humana ha conocido y conoce muchos sábados santos, algunos de los cuales han marcado un cambio de época. Por eso también es importante que en la raíz del acontecimiento cristiano y, con él, del humanismo europeo, esté el sábado santo, el tiempo histórico entre la muerte y la resurrección, que forma parte también de la historia de la salvación. El sábado santo no es sólo un vacío, una ausencia, una pausa, un sueño, ni sólo una espera.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 24/03/2013
Francisco es un nombre que dice mucho, incluso a la economía y a las finanzas. Si sabemos y queremos escuchar, veremos que nos lanza mensajes esenciales para sanar, verdaderamente y profundamente, nuestras crisis. Francisco de Asís, amante de la ‘señora pobreza’, está en el origen de importantes cambios económicos, teóricos y prácticos. El movimiento franciscano dio vida a la primera escuela importante de pensamiento económico y está también en el origen de la banca y las finanzas (los famosos Montes de Piedad, precursores de las finanzas populares y solidarias en Italia).
[fulltext] =>Pero pocas veces se recuerda que estas instituciones bancarias populares surgieron después de dos siglos de una profunda y sistemática reflexión cultural y filosófica sobre la economía, la moneda y el mercado.
Olivi, Scoto, Occam y decenas de maestros franciscanos fueron también doctores en economía, porque entendieron, por instinto carismático, que debían estudiar las ‘cosas nuevas’ de su tiempo y reflexionar profundamente sobre los grandes cambios de su época, en la que estaba comenzando una gran revolución comercial y ciudadana que desembocó después en el Humanismo civil. Estudiaron economía por amor a su gente, sobre todo a los pobres.
El primer mensaje que nos viene de Francisco y de su movimiento carismático es el significado moral y cívico del estudio y la ciencia. Esta crisis nos está diciendo cada día con más fuerza que la economía y las finanzas unidimensionales (con la única dimensión del beneficio a corto plazo) producen desastres e in-humanismo (Chipre es la enésima señal). Pero mientras la crisis sigue cosechando víctimas, en todas las universidades se siguen enseñando y aprendiendo la economía y las finanzas regidas por los mismos principios que han causado esta crisis. Los mismos libros de texto, los mismos dogmas y la misma altanería imperialista de nosotros, los economistas. Nuestros mejores estudiantes se siguen formando en cursos de doctorado con los mismos programas del año 2007.
Francesco invita a los verdaderos amantes del bien común y de la ‘señora pobreza’ (la primera medida del bien común siempre son las condiciones en que viven los pobres), a invertir mucho más en el estudio de las res novae de nuestro tiempo, que son los temas del trabajo, la gestión de las empresas, la economía y de las finanzas, que hoy se resienten también por esta ‘falta de pensamiento’. Según el ejemplo de los antiguos Montes de Piedad, el mundo se cambia dando vida no sólo a libros y conferencias, sino a nuevas instituciones.
Los carismas, entre otras cosas, produjeron universidades, que se situaron en la frontera de la innovación cultural de su tiempo, porque la capacidad de ver antes y más lejos es típica de los carismas. Hoy nuestra cultura y nuestra ciencia sufren por la falta de carismas, que deben volver a desempeñar su tarea, que es también tarea civil, científica y cultural. Hay una enorme y vital necesidad de dar vida a nuevos institutos de investigación y a nuevas universidades en las que se puedan estudiar de otra forma contenidos distintos a los que se siguen enseñando en los templos del saber, muchos de los cuales están financiados por estas (malas) finanzas. Hacen falta nuevos studia y nuevas scholae donde se elabore, a un alto nivel, un pensamiento económico y social distinto, así como escuelas populares que difundan y alimenten con la vida ese nuevo pensamiento a todos los niveles. ¿Dónde están estas instituciones? Si no las creamos, seguiremos quejándonos de la crisis y el paro, pero no estaremos a la altura de Francisco y los franciscanos que trabajaron para orientar la sociedad de su tiempo, con nuevas ideas y nuevas ciencias.
Otro mensaje de Francisco es, como no podría ser de otro modo, la pobreza. Este mensaje está muy unido al primero, pues no es casual que la ciencia sea un fruto del Espíritu, del mismo Espíritu que es ‘padre de los pobres’.
Hay palabra que siempre son negativas: mentira, esclavitud, racismo... Pero la pobreza no es una de ellas, porque después de Francisco (y por ende después del cristianismo) cuando se habla de pobreza siempre deberíamos especificar de qué pobreza estamos hablando. Esta gran palabra abarca un amplio campo semántico, que va desde el drama de quienes sufren la pobreza hasta la bienaventuranza de quienes la eligen libremente, muchas veces para rescatar a otros de la pobreza no elegida, sufrida. Nuestra cultura no tiene instrumentos adecuados para hacer frente a las antiguas y nuevas pobrezas no elegidas porque ha perdido el contacto con la semántica de las pobrezas elegidas, que se llaman un estilo de vida sobrio, solidario, y sobre todo una comunión festiva y fraterna. Francisco nos recuerda que solo quien ama la pobreza buena sabe primero ver y después combatir la pobreza mala.
Mientras los programas gubernamentales, públicos y privados de lucha contra la pobreza estén pensados e implementados por políticos y funcionarios que alternan los congresos sobre la pobreza con vacaciones propias el rico Epulón, la pobreza seguirá siendo objeto de estudios (muchas veces inútiles), informes y congresos, pero no será vista, ni comprendida, ni sanada. Para curar la pobreza hacen falta los carismas, hacen falta pobres que cuiden de los pobres. El capitalismo filantrópico está aumentando las instituciones que se ocupan de la pobreza, pero sin crear un verdadero encuentro entre quien ayuda y quien recibe la ayuda.
Francesco curó, al menos en el alma, a los leprosos de Asís (en Rivotorto), abrazándoles y besándoles. El abrazo es la primera cura. Francisco nos lo recuerda hoy, advirtiéndonos de que no caigamos en las trampas de nuestra cultura dominada por la inmunidad, una cultura del no-abrazo que se está gestando también dentro de nuestras instituciones nacidas para ‘curar’ la pobreza, donde cada vez hay más profesionales de la asistencia (y eso es bueno), pero tal vez menos abrazos. El índice de fraternidad – otra espléndida palabra franciscana – se mide por el grado de inclusión comunitaria de los pobres, que puede ser inverso a la creación de entes especializados para atenderles. A veces se subcontrata con estos entes el ‘cuidado de los pobres’ con el fin de mantenerlos bien lejos de nuestras ciudades, inmunes e inmunizadoras.
Volvamos, pues, a escuchar a Francisco y sus mensajes antiguos, sus mensajes de futuro.
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Comentario – Ideas y obras, más allá de la cultura del no-abrazo
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 24/03/2013
Francisco es un nombre que dice mucho, incluso a la economía y a las finanzas. Si sabemos y queremos escuchar, veremos que nos lanza mensajes esenciales para sanar, verdaderamente y profundamente, nuestras crisis. Francisco de Asís, amante de la ‘señora pobreza’, está en el origen de importantes cambios económicos, teóricos y prácticos. El movimiento franciscano dio vida a la primera escuela importante de pensamiento económico y está también en el origen de la banca y las finanzas (los famosos Montes de Piedad, precursores de las finanzas populares y solidarias en Italia).
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stdClass Object ( [id] => 17255 [title] => Hijos nuestros, extranjeros [alias] => hijos-nuestros-extranjeros [introtext] =>Comentario - El tiempo de los cíclopes: la falta de acogida en el mundo del trabajo
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 10/03/2013
Tenemos una necesidad vital de redescubrir la virtud de la hospitalidad. Sobre todo con respecto a los jóvenes, que se están convirtiendo cada día más en extranjeros en una sociedad de adultos a la que no entienden, que no les da espacio y que les ha endeudado sin pedirles consenso. Unos jóvenes que ven cómo sus lugares típicos se degradan, sobre todo el colegio. El mundo ha cambiado demasiado rápidamente. Si hasta nosotros, los adultos, nos damos cuenta con claridad que estamos ante el final de un sistema, no es difícil imaginar cuan distante y extraño le debe parecer este nuestro viejo mundo a un joven de 20 años o a una muchacha de 15. Hay generaciones que envejecen antes que otras, como nos enseña la historia. La nuestra es una de ellas.
[fulltext] =>“Sí funciona, pero no da dinero”, exclamaba ayer un chico de unos 10 años en el metro de Roma. Intentaba corregir a su madre, que le había respondido secamente “no” a un señor que le había preguntado: “¿funciona el cajero automático?”. En realidad tanto la madre como el niño tenían razón, porque cada uno veía la misma máquina pero de forma distinta: una como un instrumento para obtener dinero (madre) y el otro como una pantalla táctil de color con muchos botones (niño).
Diálogos como este, aunque mucho más relevantes cívicamente, se producen con demasiada frecuencia en el mundo de la educación y el trabajo, donde cuesta entenderse, hablarse y estimarse. La cifra de un 43% de desempleo juvenil nos dice sin mucha filosofía que los jóvenes son unos extraños, extranjeros en su tierra. Es una cifra que no debería dejarnos dormir por la noche. Pero sin embargo dormimos, porque ya nos hemos acostumbrado a las cifras negativas. Más aún, porque nos estamos olvidando de que cada joven no es sólo hijo de sus padres sino hijo de todos.
Es posible que hubiera algo de esta filiación (y de esta fraternidad) universal en la base de la regla de oro de la hospitalidad que encontramos en las raíces de nuestra historia. Una hospitalidad que llevaba a considerar sagrado al huésped/extranjero, a quien había que honrar con regalos. Las grandes civilizaciones ya intuyeron que nadie puede ser verdaderamente extraño ni extranjero. Eso mismo es lo que nos sugiere la conocida frase de Terencio: “Soy hombre y considero que nada humano me es ajeno”.
En todo ser humano y, en cierto sentido, también en toda la creación, vive y revive algo de mí, algo mío en ellos, como si en el genoma de todo ser viviente hubiera una huella de todos los demás. Creo que Francisco nos quería decir algo parecido, aunque con otra belleza y otra fuerza, con su “Cántico de las creaturas”. Entonces, la naturaleza más profunda de la norma de la hospitalidad no es el altruismo sino la reciprocidad: “Recuerda que tú también fuiste extranjero” (Éxodo). Debemos ser hospitalarios con el extranjero (que, como tal extranjero, se encuentra en una condición de fragilidad y vulnerabilidad), entre otras cosas porque también lo fuimos nosotros y nuestros abuelos y lo podrán ser nuestros hijos. Es la condición humana. Es esta hospitalidad-reciprocidad la que se echa de menos en nuestra cultura. Y sobre todo la echan en falta los jóvenes, que son, junto con los ancianos, los que tienen más necesidad de ella para vivir bien o, en muchos casos, simplemente para vivir.
En cambio, cuando un joven se enfrenta hoy al mundo del trabajo, demasiadas veces hace la misma experiencia que hizo Ulises con Polifemo, el cíclope que para Homero representa lo no civilizado, precisamente porque practicaba la anti-acogida: en lugar de hacer regalos a sus invitados, los devoraba. En lugar del pan, la piedra; en lugar del huevo, el escorpión. Estamos viendo demasiados jóvenes devorados por años de no-trabajo, de un ocio no elegido y no merecido, que se va comiendo día a día el capital humano que adquirieron estudiando, junto al capital no renovable de la juventud. Muchos otros jóvenes son devorados por un trabajo equivocado, impuesto por las grandes empresas, por la banca o por las empresas de consultoría capitalistas, que contratan jóvenes sin la gratuidad de la hospitalidad: los usan, los exprimen, no les dan tiempo para crecer bien, les imponen obligaciones sin dones. Los devoran poco a poco.
Y los “afortunados” que logran acceder a estos trabajos-caverna, se encuentran con enormes rocas que obstruyen la salida. La roca más pesada es la crisis que estamos viviendo, que les lleva a aceptar estos trabajos equivocados o a no dejarlos, asumiendo la cruda realidad, porque tienen que vivir, por hambre. De este modo, nos parece normal que las grandes empresas, en lugar de “regalos de bienvenida”, hagan firmar a estos jóvenes contratos-yugo, en los que el joven, como “contra-regalo” a la empresa que le paga el master, se compromete a permanecer en ella unos años determinados. Prácticas serviles, casi esclavistas.
Estoy seguro de que de esos master-yugo nunca podrá hacer que crezca la humanidad de las personas, que necesita siempre el agua de la libertad y la luz de la gratuidad. Pero en la economía compleja de hoy y de mañana, sin personas libres que hayan crecido en humanidad, tampoco llegará el crecimiento ni los beneficios empresariales. Por eso hay que relanzar una nueva cultura de la hospitalidad laboral, donde las empresas aprendan a dar e inviertan verdaderamente en los primeros años de trabajo de los jóvenes a los que acogen. En estos días en los que se habla mucho, en muchos casos oportunamente, del ‘salario de ciudadanía’, no debemos olvidar nunca que el primer don que la sociedad civil y las instituciones deben hacer a sus jóvenes es el don del trabajo, poniéndoles en condiciones, a partir de una mejor educación, de trabajar y posiblemente de trabajar bien.
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Comentario - El tiempo de los cíclopes: la falta de acogida en el mundo del trabajo
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 10/03/2013
Tenemos una necesidad vital de redescubrir la virtud de la hospitalidad. Sobre todo con respecto a los jóvenes, que se están convirtiendo cada día más en extranjeros en una sociedad de adultos a la que no entienden, que no les da espacio y que les ha endeudado sin pedirles consenso. Unos jóvenes que ven cómo sus lugares típicos se degradan, sobre todo el colegio. El mundo ha cambiado demasiado rápidamente. Si hasta nosotros, los adultos, nos damos cuenta con claridad que estamos ante el final de un sistema, no es difícil imaginar cuan distante y extraño le debe parecer este nuestro viejo mundo a un joven de 20 años o a una muchacha de 15. Hay generaciones que envejecen antes que otras, como nos enseña la historia. La nuestra es una de ellas.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 03/03/2013
En Suiza se celebra hoy un referéndum para poner freno a la remuneración de los ejecutivos de las sociedades que cotizan en bolsa. Es una buena ocasión para que también nosotros abramos el tema de la remuneración de los altos ejecutivos y el de la democracia económica, que es aún más importante, puesto que es raíz del primero. ¿E Italia? ¿Y Europa? Un motivo para esta ausencia o retraso (esperemos que no sea más que eso), es la incapacidad de Europa, y aún más de Italia, para proponer en las últimas décadas una cultura económica y empresarial distinta.
[fulltext] =>Hoy las escuelas de negocios son todas iguales. En Harvard, Nairobi, Sao Paulo, Berlín, Pequín o Milán se enseñan las mismas cosas, se utilizan los mismos libros de texto y a veces incluso las mismas presentaciones que pueden descargarse en la red. He visto cursos de ‘responsabilidad social de la empresa’ en aulas donde había directores de cooperativas sentados al lado de directivos de fondos de inversión especulativos, porque, según se decía, “los negocios son los negocios”. Por eso no sorprende, aunque sí es triste, que poco a poco se vayan acercando la cultura y los sueldos de las grandes cooperativas a los de las empresas capitalistas, un acercamiento que haría removerse en su tumba a los fundadores del movimiento cooperativo, que concibieron y crearon empresas distintas, entre otras cosas, porque eran capaces de traducir los principios de fraternidad e igualdad en las nóminas y no sólo en los estatutos.
Sin embargo, Europa e Italia tenían, y todavía conservan un poco, una forma distinta de hacer empresa y sociedad, un ‘espíritu diferente del capitalismo’, que en Alemania recibía el nombre de “economía social de mercado”, en Francia “economía social”, en Italia “economía civil” y en España y Portugal “economía solidaria”. Una cooperativa social no es una institución filantrópica, sino algo que tiene que ver con la reciprocidad y la inclusión productiva, es un “hacer con” antes que “hacer por”. Una fundación bancaria tampoco es una foundation americana, y las pequeñas y medianas empresas de naturaleza familiar, el pilar de nuestra economía, no tienen ni la misma cultura ni los mismos instrumentos que las corporaciones anónimas, aunque muchas de nuestras empresas se hayan perdido por seguir esos modelos que les son extraños. En Italia teníamos también la gloriosa tradición de la economía empresarial, hoy por desgracia en vías de extinción, que era un feliz intento de traducir el modelo comunitario y relacional italiano en una cultura organizativa donde el objetivo de la empresa no era la maximización del beneficio, sino el equilibrio entre todos los componentes de una institución cuyo principio básico era “la satisfacción de las necesidades humanas” (Gino Zappa, 1927).
La crisis económica es también fruto de una cultura de dirección que se ha revelado inadecuada, debido ciertamente a una legislación insuficiente y equivocada, pero también a una forma de pensar que empieza en las facultades de economía y continúa con los masters; una formación equivocada que se encuentra en la base de la justificación de los altísimos salarios. En los actuales planes de estudios de economía, a nivel mundial, cada vez está menos presente la dimensión humanística e histórica. Pensar que reduciendo el pensamiento económico a números, tablas, gráficos y algoritmos (cada vez más sencillos, además), podamos formar personas capaces de pensar, crear e innovar de verdad o de coordinar a otras personas con su misterio antropológico y espiritual, que siguen siendo tales también cuando trabajan, no deja de ser una ilusión. Desde luego, en Italia los futuros trabajos vendrán de la cultura, el arte, el turismo y las relaciones, y para desempeñar bien esos oficios será muy útil conocer la historia, la cultura o el arte, tal vez más que las técnicas de registro contable, valoración y control.
Es necesario abrir un debate público sobre estos temas cruciales, que no pueden dejarse en manos de los “expertos”. Eso ya lo hemos hecho en los años pasados y los resultados están a la vista. La cultura democrática moderna ha puesto en el centro a la política y al gobierno del Estado. Muy bien. Pero el mundo ha cambiado mucho y hoy sabemos, o deberíamos saber, que el buen gobierno pasa también, cada vez más, por el buen gobierno de los mercados, las empresas y las organizaciones. Solo hay un Parlamento (en Italia), pero hay decenas de miles de consejos de administración de bancos y empresas. La calidad de nuestra vida, de nuestra dignidad y de nuestra libertad depende también de ellos y no podemos seguir ignorándolo. La democracia económica será el reto del siglo XXI, si queremos evitar que el área democrática se reduzca a sectores cada vez menos relevantes para la vida de las personas, a sentirnos soberanos solamente el día de las elecciones y súbditos los demás días de tantos reinos no democráticos. En el siglo XX se ha creado y fortalecido la frontera que separa el ámbito de acción de la democracia del regido por otros principios no democráticos.
El ámbito no democrático más importante y relevante ha sido y sigue siendo el de las empresas capitalistas. La nueva era de los bienes comunes nos obliga a revisar en profundidad la frontera de la democracia, si no queremos perderla o reducirla a una región en asfixia, un día incluso irrelevante. El mercado y las empresas no son un asunto privado ni nunca lo han sido (pensemos en los sindicatos de trabajadores y en quienes hacen empresa). Pero esta crisis nos ha hecho ver con extrema fuerza y claridad que también la economía, las finanzas y el mercado son verdaderamente ‘cosa pública’, con sus delicias y sus cruces, de las que tenemos el deber y derecho de ocuparnos, aunque sólo sea porque quien paga todas las consecuencias de su mal gobierno somos nosotros. Hay que inventar nuevos instrumentos de democracia económica, que no pueden ser los mismos de la democracia política. Y hay que pensarlos a escala global. Pero hay que hacerlo pronto, pues es demasiado importante.
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Comentario – Necesitamos más democracia
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 03/03/2013
En Suiza se celebra hoy un referéndum para poner freno a la remuneración de los ejecutivos de las sociedades que cotizan en bolsa. Es una buena ocasión para que también nosotros abramos el tema de la remuneración de los altos ejecutivos y el de la democracia económica, que es aún más importante, puesto que es raíz del primero. ¿E Italia? ¿Y Europa? Un motivo para esta ausencia o retraso (esperemos que no sea más que eso), es la incapacidad de Europa, y aún más de Italia, para proponer en las últimas décadas una cultura económica y empresarial distinta.
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stdClass Object ( [id] => 17257 [title] => El mapa que necesitamos [alias] => el-mapa-que-necesitamos [introtext] =>Comentario - Somos como Colón antes de su viaje hacia el nuevo mundo
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 24/02/2013
Para poder ponernos de nuevo en marcha necesitamos, entre otras cosas, un mapa. En la segunda mitad del siglo XV muchos marineros intentaban explorar el océano hacia occidente. Debían atravesar un mar inexplorado, para el cual no podían evidentemente existir cartas de navegación. Sin embargo, aquellos navegantes, para partir, necesitaban un mapa. Los marineros no parten sin un mapa del mar. Cristóbal Colón decidió partir no sólo cuando encontró financiación para su empresa (como todos los empresarios), sino sobre todo cuando consiguió un mapa del océano. [fulltext] => Se lo proporcionó el florentino Paolo dal Pozzo Toscanelli, gran humanista, astrónomo y mercader de especias (también por esto le interesaba encontrar un camino más corto hacia las Indias).
Este fundador de la geografía moderna y observador de cometas, mantuvo (tal vez) correspondencia con Colón, y con toda probabilidad le hizo llegar una de sus cartas de navegación, un mapa del océano hasta las Indias. Una carta necesariamente imprecisa e incompleta, pero decisiva para que Colón se atreviera a realizar una de las acciones más extraordinarias de la historia humana. Dal Pozzo Toscanelli no era un navegante, es posible que ni siquiera saliera nunca de Italia, pero componía sus mapas en base a los relatos de los viajeros, con los que mantenía en Florencia largas conversaciones, entremezcladas de hechos reales y fantásticos (entre los cuales el legendario reino del sacerdote Juan). Aquel mundo nuevo – como todo mundo nuevo – fue primero deseado, soñado, casi visto, y sólo después alcanzado. Así pues, aquel mapa nació escuchando las aventuras de los marineros portugueses, venecianos y españoles que decían haber “visto” tierra, tal vez por el efecto óptico de Fata Morgana, hacia occidente, más al oeste de las islas ya conocidas. El mapa y la empresa de Colón fueron ciertamente fruto de dos genios, pero también fruto de una extraordinaria sinergia de teoría, espíritu, arte, oficio, ciencia y economía, de Florencia y Lisboa, de Italia y Europa.
Nuestra economía y nuestra civilización se encuentran hoy en una situación parecida a la de Colón. Pero esta vez zarpar hacia un mar desconocido no es una elección sino una urgente necesidad, porque si no nos hacemos a la mar nos esperan decenios de declive y empeoramiento de las relaciones sociales. Y no nos falta sólo el coraje cívico, espiritual y político de Colon y de sus oficiales y marineros, ni sólo la fecundidad cívica y económica de la Italia y la Europa del siglo XV. También nos falta un Paolo dal Pozzo Toscanelli, capaz de dibujarnos un nuevo mapa. Y nos falta porque aquellos que podrían dibujarlo (economistas, políticos, intelectuales…) ya no son ya capaces de escuchar las historias de los marineros, los relatos de los viajeros y las historias de nuestra gente viva y verdadera. El hombre medieval y renacentista sabía bien, como nos ha recordado también Cesare Pavese, que “los mejores poemas son los que recitan los marineros iletrados en el castillo de proa” (Introducción a Moby Dick), pero nosotros lo hemos olvidado.
En cambio, si volviéramos a escuchar nuestras historias, podríamos intentar dibujar al menos las primeras coordenadas de este mapa que nos falta. La primera coordenada es la vocación más verdadera y profunda de nuestra gente italiana y europea: la comunidad. Los tejidos comunitarios de nuestras ciudades se han empobrecido demasiado: nos hace falta un proyecto ético, político y civil para recomponerlos, regenerarlos y, en no pocos casos, reinventarlos. La soledad se está convirtiendo en una nueva epidemia, que, como la peste de Manzoni es, a su modo, democrática, porque golpea al pobre Tonio y a Don Rodrigo, al malvado Griso y al santo Fray Cristóbal. Hoy los más enfermos de soledad son altos ejecutivos y banqueros, aunque estén rodeados de aduladores y nuevos siervos con master.
La segunda coordenada es una nueva escuela. Cada vez me impresiona más cuánta profesionalidad resiste en nuestras escuelas, sobre todo en las elementales y maternas, donde los profesionales siguen enseñando por vocación y fidelidad a su (hermoso) oficio, pero no se por cuánto tiempo. Si el nuevo gobierno – en el supuesto de que logremos tenerlo – quiere salvar realmente a Italia, deberá acometer una reforma radical de la educación y la universidad, prestando especial atención al Sur.
La tercera coordenada se refiere a la pobreza. La miseria y la exclusión están aumentando en Italia y en Europa, porque están creciendo las formas de la pobreza mala, muchas de las cuales se concentran en las mismas personas. Nos daríamos cuenta de inmediato si se lo preguntásemos a la gente, en vez de derrochar dinero público en dañinos sondeos pre-electorales. En el pasado hemos sido capaces de responder a las muchas pobrezas que hemos conocido gracias a una alianza entre las instituciones y los carismas. Sin los carismas las nuevas pobrezas no se ven, o se ven demasiado tarde, cuando la enfermedad ya está avanzada. Hubiéramos necesitado ojos carismáticos, como los de Don Benzi, para comprender hace algunos años que estaba anidando un virus en los juegos y apuestas, que pronto produciría la fiebre de las finanzas especulativas y los salones de juego (dos fiebres igualmente graves, no lo olvidemos). Carismas nuevos y antiguos que hoy podrían llevarnos, siguiendo el ejemplo de Don Benzi, a recoger de las calles jóvenes y ancianos consumidos por las maquinas de juego, o amas de casa adictas al “rasca y gana”, para salvarlos y salvarnos, ante una total pasividad de las instituciones.
Necesitamos con urgencia un mapa. Y aunque no lo dibujemos, en algún momento tendremos necesariamente que partir, y el viaje no será bueno. O tal vez ya hayamos zarpado, sin mapa ni meta, y estemos vagando al abur de Sirenas y Cíclopes. Pero siempre podemos intentar dibujarlo a bordo, si en cuanto termine esta triste época electoral, hacemos silencio civil y aprendemos a escucharnos de nuevo, a oír el alma, la sangre y la carne de nuestra gente. Sólo a partir de ahí podremos encontrar una nueva tierra.
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Comentario - Somos como Colón antes de su viaje hacia el nuevo mundo
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 24/02/2013
Para poder ponernos de nuevo en marcha necesitamos, entre otras cosas, un mapa. En la segunda mitad del siglo XV muchos marineros intentaban explorar el océano hacia occidente. Debían atravesar un mar inexplorado, para el cual no podían evidentemente existir cartas de navegación. Sin embargo, aquellos navegantes, para partir, necesitaban un mapa. Los marineros no parten sin un mapa del mar. Cristóbal Colón decidió partir no sólo cuando encontró financiación para su empresa (como todos los empresarios), sino sobre todo cuando consiguió un mapa del océano. [jcfields] => Array ( ) [type] => intro [oddeven] => item-odd )
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 17/02/2013
La cuaresma tiene también una naturaleza civil, que se nos pone inmediatamente de manifiesto cuando leemos sus palabras a la luz de esta fase crucial de nuestra vida pública. Palabras que se articulan y van a conformar un auténtico mensaje de cambio de ruta, de conversión. La primera palabra es arrepentimiento, una palabra que a nuestra cultura le resulta extraña y sin embargo es fundamental para ponerse verdaderamente en marcha después de una crisis personal o colectiva. Después de haber cometido errores, sobre todo si son graves y colectivos, para poder recomenzar y reemprender la marcha antes es necesario arrepentirse, porque sin conciencia de haberse equivocado no se puede encontrar de nuevo el camino.
[fulltext] =>La primera expresión del arrepentimiento es experimentar dolor y disgusto por haber hecho cosas que no son buenas y que nos han causado mal a nosotros mismos y sobre todo a los demás. En estos años de crisis hemos visto muchas y seguimos viendo cosas graves y malas. Pero no se ve arrepentimiento en los líderes de las finanzas especulativas, en la cultura de los ejecutivos de las grandes empresas y de los bancos y mucho menos en la clase política. Sin un arrepentimiento cívico que vaya acompañado de algún gesto, como en cualquier arrepentimiento verdadero, no encontraremos fuerzas suficientes para ponernos de nuevo en marcha.
En estos errores y pecados civiles y económicos, los (más que necesarios) procesos judiciales no pueden agotar los ritos de arrepentimiento, de disculpa y, en su caso, de reconciliación. Cuando el directivo de un gran banco o de una gran empresa comete delitos, hace falta algo más que la sentencia de un tribunal (cuando llega). Estas instituciones que han traicionado la confianza y las esperanzas de sus accionistas y de todo el país, deberían ser capaces de arrepentirse, disculparse y pedir perdón a la gente. La reparación y la devolución previstas en los códigos civil y penal son demasiado pobres para estos delitos, que hieren los códigos simbólicos y éticos de las comunidades.
La segunda palabra es humildad. Una virtud fundamental para la vida buena y una palabra que no tiene cabida en una cultura que premia los “egos” hipertróficos y carece de ojos para apreciar la virtud de la humildad. Humildad viene de tierra, de humus, raíz al mismo tiempo de humildad (humilitas) y de hombre (homo). Una riqueza semántica que también aparece en la lengua hebrea, en la que el hombre y la tierra se llaman adam y adamah. La humildad es una de las palabras sobre las que se funda la humanidad, porque nos dice que las cosas grandes de la vida son las pequeñas cosas, que implican una disminución, que son polvo y tierra.
Este antiguo lazo entre humildad, hombre y tierra nos recuerda que la humildad es virtud cuando nace de haber tocado tierra, polvo, cenizas. Nos hacemos verdaderamente humildes y verdaderamente hombres cuando caemos, cuando sentimos la tierra y el polvo y después nos levantamos. Esta es la humildad de Job, pero también la de quienes conocen y trabajan la tierra, la de quienes, ante una montaña o una roca, hacen la experiencia de la propia e infinita pequeñez y a partir de ese contacto con la tierra descubren también su dignidad infinita. No nos humillamos nosotros solos (eso es narcisismo), nos humillan los demás, la vida, la tierra y el polvo, los mismos que después hacen que retomemos, mejores, el camino. Los fracasos individuales, económicos y políticos de estos años pueden convertirse en una ocasión para mejorar, pero antes es necesario querer hacer la experiencia de la humildad, que está absolutamente ausente de todos los programas, de todas las promesas y sobre todo del tono de estos tristes días preelectorales.
La tercera palabra es ayuno. Nuestro siglo tiene la obsesión de las dietas, pero no conoce el ayuno, porque el ayuno no es cosa de calorías o adelgazamiento, sino que tiene que ver con otro punto cardinal de la vida buena: la templanza. El ayuno es educación de los deseos, de las pasiones, del corazón, del espíritu, de la inteligencia. Para poder apreciar y después cultivar el ayuno y la templanza, es necesario que haya personas capaces de ver valores en cosas como la limitación, la moderación, la sobriedad. En realidad, si miramos con atención a nuestra gente, además de los espectáculos televisivos, nos daremos cuenta de que cada vez hay más personas que viven con templanza, que dan valor al límite (en el uso de los recursos, el tiempo, el trabajo, los beneficios, el consumo…), que moderan sus necesidades, que las enriquecen disminuyéndolas. Yo conozco muchas personas así, cada día más, pero de ellas no se habla en la esfera pública, porque no aumentan la audiencia ni dan votos.
La civilización que nos precedió estaba rítmicamente marcada por el ayuno, porque la aspereza de la vida solo era sostenible educando las pasiones, la inteligencia y la voluntad. La pobreza sólo puede convertirse en vida buena y digna si va acompañada del ayuno, que multiplica el valor de la comida escasa y la fiesta de los pobres. En nuestros lugares la ausencia de la cultura de la cuaresma está decretando la muerte del carnaval (y el boom de Halloween, que es su contrario), que ha vivido mientras precedía y esperaba al ayuno de comida y de fiesta. El ayuno, en fin, alimenta y refuerza, no reduce, las ganas de vivir, la capacidad de la vida para engendrar. No es casual que para la gran filosofía griega, Penia (la indigencia, la falta) fuera progenitora de Eros. Toda creatividad, desde el arte hasta la familia, pasando por la empresa, necesita el deseo de lo que aún no se tiene o no se es. La raíz de toda crisis es el apagamiento del deseo del todavía no.
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Comentario - La cultura cristiana de la cuaresma y su naturaleza civil
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 17/02/2013
La cuaresma tiene también una naturaleza civil, que se nos pone inmediatamente de manifiesto cuando leemos sus palabras a la luz de esta fase crucial de nuestra vida pública. Palabras que se articulan y van a conformar un auténtico mensaje de cambio de ruta, de conversión. La primera palabra es arrepentimiento, una palabra que a nuestra cultura le resulta extraña y sin embargo es fundamental para ponerse verdaderamente en marcha después de una crisis personal o colectiva. Después de haber cometido errores, sobre todo si son graves y colectivos, para poder recomenzar y reemprender la marcha antes es necesario arrepentirse, porque sin conciencia de haberse equivocado no se puede encontrar de nuevo el camino.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 27/01/2013
La "ludopatía", antes que una enfermedad de los jugadores, es una enfermedad del juego. Para curar la patología del jugador es necesario redescubrir la fisiología del juego, recuperando la correcta relación con esta dimensión esencial de la vida. Jugar tiene la misma raíz que jocundo, júbilo y ayuda, porque el buen juego es bueno para el cuerpo y para el alma. Es una de las experiencias humanas más universales y esenciales y conserva una dimensión de misterio (¿por qué los animales también juegan o parecen jugar?).
[fulltext] =>Cuando en una familia o en una comunidad ya no se juega, las buenas relaciones siempre entran en crisis. Y como ocurre con todas las grandes palabras de lo humano, también el juego es ambivalente, porque puede pervertirse en su contrario, sobre todo en una larga soledad.
Durante la infancia el juego lo es casi todo y hace que los niños afronten tanto su compleja edad como las grandes heridas. Siempre me ha llamado la atención y me ha sorprendido que después de un funeral, mientras los adultos seguimos llorando (y es normal que así sea), los niños vuelven a jugar y así ayudan a todos a volver a empezar. El buen juego no termina con el final de la infancia o la juventud, ya que para los adultos y para los ancianos el juego no es menos esencial que para los niños. Cuando un adulto consigue, con gran esfuerzo, no perder la capacidad de jugar, tiene un recurso moral más, que es particularmente valioso cuando llegan momentos difíciles y de prueba, porque el juego hace la vida más ligera y suave.
El historiador holandés Johan Huizinga, en su clásica obra “Homo Ludens” (el hombre que juega) escribe que «la civilización humana surge y se desarrolla en el juego, como juego». Es más, los cimientos de las civilizaciones están ligados al juego (el libro de los Proverbios [cap. 8] nos deja intuir una dimensión de juego también en la Creación; y creo que Jesús sabía jugar, de otro modo no hubiera atraído a los niños), pero saber jugar es esencial también para los científicos, escritores, empresarios, investigadores, cuya creatividad está íntimamente relacionada con el juego de niños y de adultos y con la fantasía que el buen juego alimenta y recrea (en este sentido el buen juego es también re-creación).
Me gusta mucho que la filósofa norteamericana Martha Nussbaum haya considerado el juego como una de las «diez capacidades fundamentales» que toda persona debería poseer para poder llevar una vida buena. Hoy los investigadores de las llamadas “motivaciones intrínsecas”, tan importantes para el bienestar de las personas, incluido el bienestar laboral, cuando quieren señalar una actividad de pura motivación intrínseca recurren al juego, en especial al juego de los niños, ya que ahí la única motivación que hay es interna (intrínseca) a la propia actividad: la primera recompensar del juego es jugar. Quienes saben jugar bien también saben trabajar bien. Tan es así que no es equivocado decir que el juego es el trabajo del niño y que algunas dimensiones del trabajo son el juego de los adultos, hasta tal punto que cuando faltan el trabajo se hace alienante.
El buen juego necesita compañía, porque su naturaleza más auténtica es relacional. Es un bien relacional. Es cierto que los niños también saben jugar solos, pero para ellos sus muñecas y sus juguetes están vivos, como vivos y verdaderos son los cuentos y sus personajes. No se si de niño me quisieron más los personajes de mis cuentos o mis vecinos. Ambos, desde luego, pero la aldea en la que se educa bien al niño está poblada también por juguetes y cuentos, no menos vivos que los habitantes de la casa y la escuela. Así, en ellos y en nosotros revive el hombre antiguo que daba nombre a las plantas y a las piedras, porque era más capaz que nosotros de ver en ellas la misma vida que mueve el mundo.
Pero hoy debemos preocuparnos porque nuestros niños dedican demasiado tiempo al juego solitario. Jugar con los hermanos, hermanas y compañeros es el primer gran gimnasio en el que nos entrenamos para gestionar los conflictos, las desilusiones y sobre todo la cooperación. El mundo de la empresa todavía usa un patrimonio de cooperación construido por las personas de mi generación y de las generaciones anteriores, entre otras cosas, jugando juntos de niños y de jóvenes. No es raro ver hoy niños sentados en el mismo lugar, incluso en el mismo sofá, pero cada uno con su propio juguete electrónico, smartphone o tablet, sin ninguna interacción con el vecino. ¿Qué capacidad de cooperación tendrán estos futuros trabajadores? Hay actividades cuya naturaleza cambia, normalmente para mejor, cuando se realizan conjuntamente con otros. El juego es una de ellas, pero también lo son ver una película o comer: hay muchas soledades detrás de los desórdenes alimenticios. Lo que más me impresiona cuando entro en algunos bares a tomar un café es la soledad infeliz: hombres y muchas, demasiadas, mujeres, unas al lado de otras, rascando cartones o echando monedas en las tragaperras, sin decirse una palabra, consumidas, literalmente comidas, por esos juegos malos.
Así pues, tenemos una enorme necesidad de devolver al juego su naturaleza de bien relacional, de encuentro, de fiesta. Es necesario preservar, regenerar o volver a inventar “lugares de buen juego” en los locales de nuestras asociaciones, en las parroquias, en las familias. Lugares en los que reunirse para jugar refuerce los vínculos, cure las heridas de la soledad y sean un antídoto para la ‘cultura del solitario’. Ya existen instrumentos – como el Wecoop, un juego de mesa comunitario inventado por la Cooperación sarda junto a la Universidad de Cagliari – que habría que imitar y multiplicar. El azar peligroso del juego malo se combate con leyes buenas, pero también con juego bueno. Si aprendemos bien el alfabeto del jugar, aprenderemos también a trabajar. A trabajar juntos.
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Comentario - Un gran trabajo más allá de la soledad
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 27/01/2013
La "ludopatía", antes que una enfermedad de los jugadores, es una enfermedad del juego. Para curar la patología del jugador es necesario redescubrir la fisiología del juego, recuperando la correcta relación con esta dimensión esencial de la vida. Jugar tiene la misma raíz que jocundo, júbilo y ayuda, porque el buen juego es bueno para el cuerpo y para el alma. Es una de las experiencias humanas más universales y esenciales y conserva una dimensión de misterio (¿por qué los animales también juegan o parecen jugar?).
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 13/01/2013
En 2013 se celebra el tercer centenario del nacimiento del economista y filósofo Antonio Genovesi, que vino al mundo en Castiglione (Salerno) el 1 de noviembre de 1713. Un autor que tiene cosas muy importantes que decir a la Italia de hoy y de mañana. Genovesi es uno de los fundadores de la ciencia económica moderna. Fué el primer catedrático de economía de la historia, en Nápoles, en 1754. Sus “Lecciones de comercio, o bien de economía civil” (1765) tuvieron gran influencia en Italia y fueron conocidas y traducida en Europa y más allá. Genovesi vivió y trabajó en la misma época que Adam Smith, el filósofo escocés al que normalmente se le atribuye la paternidad de la economía moderna.
[fulltext] =>Los dos se parecen mucho. Ambos fueron primero filósofos y luego economistas; ambos fueron modernos y por lo tanto críticos con el mundo feudal, convencidos como estaban de que el mercado contribuiría decididamente a la construcción de un mundo más igualitario y libre. Sin embargo, la Economía Civil de Genovesi no es simplemente la versión meridional y pobre de la Political Economy del otro lado del Canal de la Mancha. La Economía Civil tiene rasgos originales en distintos frentes.
En primer lugar, el contexto cultural era distinto. Smith se movía en una cultura calvinista (enseñaba a los futuros líderes de la iglesia escocesa), mientras que Genovesi era abad en la Nápoles ilustrada y borbónica. Smith estaba profundamente vinculado a su escuela filosófica, y Genovesi era heredero del humanismo clásico de Aristóteles, de Santo Tomás, de Vico, pero también de autores modernos franceses (Descartes) e ingleses (Locke).
Estas diferencias culturales se tradujeron en una economía distinta. Para Smith el protagonista del nuevo mundo es el individuo, en el mejor de los casos virtuoso, prudente y guiado por un interés iluminado (self-interest). Smith, y después de él la economía tal y como la conocemos en todo el mundo, al concebir las acciones económicas, partía de una idea sobria del hombre, como alguien capaz de buscar su propio interés. El bien común, la riqueza y el bienestar de las naciones, según Smith, no son tareas para los individuos particulares, que hacen bien en no pensar en el bien común cuando actúan en el mercado: “nunca he visto hacer nada bueno a quienes se habían comprometido a actuar por el bien común” (1776). Palabras reales, pero ciertamente pesimistas y un poco cínicas, que dejan cualquier instancia de bien común en manos de la ‘mano invisible’ e impersonal del mercado y un poco en la mano visible del Gobierno.
Genovesi no tenía una visión ingenua del ser humano. No era menos experto que Smith en los sentimientos y pasiones humanas (a las que dedicó un tratado, la Diceosina, en 1766, que es uno de los primeros libros en los que se habla de derechos fundamentales del hombre, con importantes referencias también a los animales), pero estaba newtonianamente convencido de que la persona es un equilibrio entre dos tipos de fuerzas, las de “concentración” (auto-interesadas) y las de “difusión” (pro-sociales), ambas primitivas y siempre presentes. Así pues, para Genovesi el sujeto es persona, una realidad constitutivamente relacional, hecha para la reciprocidad. De ahí viene su idea del mercado como “asistencia mutua”, una intuición original que hoy está viviendo una nueva juventud, no sólo en Italia.
El mensaje de Genovesi es aún más actual hoy que en el siglo XVIII, cuando prevaleció la Economía Política de Smith y se eclipsó la Economía Civil de Genovesi. Son muchas, todas ellas relevantes, las palabras que el economista napolitano nos envía a la Italia de hoy. La primera es felicidad pública: nunca como en estos tiempos nos estamos dando cuenta de que la felicidad o es pública o no es, ya que la riqueza que se busca en contra de los demás produce malestar para todos.
La segunda está contenida en la misma expresión Economía Civil: si la economía no es civil, sencillamente es incivil, pero nunca éticamente neutra, puesto que es actividad humana. Si la empresa crea puestos de trabajo, respeta al medio ambiente, a los trabajadores y a la sociedad, mejora los bienes y servicios, es civil. Si no la hace, es incivil. No hay una tercera posibilidad. Para terminar, el tercer mensaje tiene que ver con el modelo económico y social de Italia. Genovesi es una de las mejores expresiones de la tradición italiana y meridional, que nos recuerda que existe una excelencia nuestra que no nace de la imitación de otros modelos y humanismos nórdicos o americanos, sino de poner en marcha y rentabilizar el genio italiano fruto de siglos de mestizaje, de cruces y encuentros entre pueblos, culturas, campanarios, monjes, monjas, artistas, comerciantes, mares, valles y montañas. Los mejores herederos de Genovesi son el mundo de la cooperación, los distritos del “made in Italy”, las finanzas éticas, el turismo sostenible y la buena agricultura, y todas esas expresiones civiles capaces de sistematizar y rentabilizar relaciones, gratuidad, historia y de generar valor a partir de los valores.
2013 es un año crucial para Italia y para Europa. El aniversario de Genovesi y sus mensajes de Economía Civil no podían llegar en mejor momento. ¿Seremos capaces de hacerlos fructificar?
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Iniciativas – Entre Nápoles, Roma y Milán
Para celebrar la figura de Antonio Genovesi y hacer presente su mensaje en la Italia de hoy, el Instituto Luigi Sturzo, el Instituto Universitario Sophia y la Universidad Bicocca de Milán, con la colaboración de BCC, la Fundación Con el Sur, Eupolis Lombardía y el Banco de Nápoles, promueven una serie de iniciativas dedicadas a Antonio Genovesi. El año genovesiano quiere ser una ocasión para redescubrir y poner en valor las raíces de una tradición económica que, debido a la riqueza de sus fundamentos antropológicos, tiene todavía mucho que decir a la economía actual. En el ámbito de diversos encuentros científicos intervendrán, entre otros, Stefano Zamagni, Mauro Magatti, Luigino Bruni y Pier Luigi Porta. El proyecto prevé también la publicación de una nueva edición de las “Lecciones de Economía Civil” de A. Genovesi, a cargo de la editorial Vita e Pensiero.
Principales Actos:
8 de Marzo - Inauguración del ‘Año Genovesiano’, Castiglione del Genovesi (SA), congreso en su lugar natal.
9 de Marzo - « Antonio Genovesi: Economic and Civil Perspective 300 Years Later », Nápoles, Congreso Internacional, Sede central del Banco de Nápoles
4-5 de Junio - « Public Happiness », Roma, Congreso Internacional, Universidad Angelicum
6 de Junio - « Razones y sentimientos civiles para una economía y una política con rostro humano: la lección de Antonio Genovesi », Roma, Congreso Internacional, Instituto L. Sturzo y LUMSA
14 de Noviembre - « Antonio Genovesi maestro de los economistas lombardos en la Ilustriación », Milán, Congreso Internacional, Instituto Lombardo - Academia de ciencias y letras
Inscripciones y reservas en los distintos actos: francesca.daldegan@gmail.com
Para más información, incluido el programa del primer congreso en Nápoles, www.sturzo.it (proyecto Genovesi)
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