Editoriales Avvenire

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Editoriales - La fiesta, la persona y la dignidad

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 01/05/2018

Lavoro Avvenire 2018 ridHoy es la fiesta de los trabajadores, de todos los trabajadores. Es también la fiesta del trabajo. Pero no de todo el trabajo, porque no todo el trabajo ni todos los trabajos merecen ser celebrados. El trabajo sin adjetivos calificativos no nos da suficiente información para saber si merece o no ser celebrado.

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El “hijo pródigo” también encontró trabajo después de haber dilapidado la herencia. Pero incluso trabajando como porquero no ganaba lo suficiente para vivir. Su trabajo no era digno ni decente, como el de la mayor parte de los trabajadores de la antigüedad, hasta tiempos muy recientes, y como el de muchos trabajos que seguimos haciendo. Por este motivo, el primero de mayo es también memoria de muchas batallas civiles y políticas para hacer del trabajo una actividad humana digna y, por consiguiente, para eliminar condiciones de trabajo que se parecen demasiado a la esclavitud y a la servidumbre. El primero de mayo nos recuerda que el trabajo es antes que nada una cuestión política y social, que tiene mucho que ver con las relaciones de poder (palabra que ha desaparecido del vocabulario del capitalismo del siglo XXI) y que cuando lo convertimos en un asunto individual, en un contrato como cualquier otro, perdemos siglos de civilización y de equilibrio en las relaciones de fuerza. La historia de las civilizaciones es también una “destrucción creadora” de trabajo: trabajos indignos sustituidos por trabajos más dignos.

Hoy muchos trabajadores con trabajos indignos no hacen fiesta porque están coaccionados por unos patrones despiadados o por sus necesidades primarias. Y no podemos ser moralistas y pretender que aquellos que se encuentran encadenados a estos trabajos indignos tengan que plantearse la cuestión de la dignidad de su propio trabajo para actuar en consecuencia y dejarlos. Estas cuestiones son un lujo que no pueden permitirse casi nunca quienes están preocupados por qué van a comer y qué van a dar de comer a sus hijos. Las condiciones materiales y sociales en que vivimos plasman nuestras conciencias. Generalmente, unas condiciones de vida indignas nos impiden adquirir conciencia de la falta de dignidad de nuestro trabajo. Por eso siempre habrá pocos trabajadores con trabajos indignos capaces de despedirse poniendo en peligro su propia vida y la de sus familiares. También por eso, la calidad moral y cívica de un pueblo se mide por la capacidad que tiene para no obligar a sus trabajadores a elegir entre conciencia y pan, para no dejarles solos en sus propios infiernos confiando únicamente en su heroísmo ético individual.

Los pueblos civiles combaten los trabajos inciviles a nivel civil y político. Hoy, en nuestros países y en el mundo entero, hay muchos trabajadores, demasiados, en trabajos erróneos e inciviles – en salas de juego, en muchos oficios de armas, siendo “guardianes” de cerdos y de pocilgas – que han aumentado durante estos diez años de crisis (las crisis graves y largas reducen los trabajos dignos y aumentan los indignos). Estos trabajadores son verdaderamente pobres, en ingresos y también en libertad, porque la primera forma de pobreza, como nos recuerda Amartya Sen, es la falta de libertad para poder llevar la vida que nos gustaría llevar. A muchísimos trabajadores no les gusta su trabajo indigno, pero carece de las condiciones de libertad para poder dejarlo. Necesitamos una nueva conciencia colectiva, más atenta al trabajo y a su dignidad, para rescatarlos de sus esclavitudes. Pero este tipo de conciencia colectiva del trabajo y sobre el trabajo es precisamente la que más nos falta en estos tiempos de globalización de los mercados y de la indiferencia.

Estamos rodeados de trabajo humano, pero lo “vemos” demasiado poco, porque civil y éticamente estamos distraídos o somos miopes. El trabajo es el principal ambiente donde se desarrolla nuestra existencia, desde el primer aliento hasta el último día. Pero no siempre estamos suficientemente atentos a la calidad moral y a la naturaleza ética de este trabajo.

Prestamos una atención cada vez mayor a las etiquetas de los productos de alimentación y cosmética para conocer sus calorías y sus propiedades químicas, pero estamos menos interesados que hace treinta años en las “etiquetas morales” de las cosas, en los “azúcares de justicia” y en “las calorías éticas”. En las tres últimas décadas nos hemos dejado convencer con demasiada rapidez de que la democracia tenía poco que ver con las mercancías y con los mercados. Hemos cedido ante aquellos que nos decían que las técnicas y los instrumentos podían gestionar la economía. No hemos dejado entrar a la democracia dentro de las fábricas, de las oficinas, de los bancos, de los supermercados y de la compra online y hemos ido reduciendo progresivamente su espacio hasta hacerlo ínfimo. También tienen derechos y libertades, sobre todo, los trabajadores que fabrican la ropa que nos ponemos, los agricultores que cultivan la fruta y los tomates que comemos, los soldados que combaten las guerras del petróleo (y pronto del agua) que consumimos.

Debemos comenzar a ver de otra manera nuestro trabajo y el de los demás, para aprender a hacerle preguntas nuevas al trabajo, preguntas más cívicas, más políticas y más éticas. Sin conformarnos con respuestas demasiado fáciles. La humanidad ha crecido cada vez que alguien ha comenzado a dirigir preguntas nuevas a las personas y a las cosas, y ha sabido convertirlas en preguntas colectivas. Estas preguntas colectivas generaban respuestas que, cuando eran banales, se devolvían al remitente. Hasta que nos convencían, a veces siglos después de la primera pregunta, e inmediatamente volvían a generar nuevas preguntas.

Hoy es la fiesta de todos los trabajadores y por consiguiente es también la fiesta de los trabajadores de los trabajos indignos, porque la falta de dignidad de un trabajo no siempre hace indignos a sus trabajadores. Y porque cada día se realizan acciones buenas y luminosas que logran aclarar, durante algunos instantes, la oscuridad de muchos trabajos pésimos. Incluso en Auschwitz, como nos recordará para siempre Primo Levi, un albañil fue capaz de levantar un muro recto. La persona es más grande que su trabajo, siempre y en cualquier trabajo. Sobre todo es más grande y digna que el trabajo no elegido, sino padecido por simple supervivencia.

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Editoriales - La fiesta, la persona y la dignidad

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 01/05/2018

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Si esto es un trabajo

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Para el economista Luigino Bruni, el diálogo con la Escritura se convierte en un baño de concreción en un mundo cuyos bienes e intereses económicos son cada vez más inmateriales.

Publicado en Avvenire el 13/01/2017

Mondo2 58723852 ridMercado, moneda, deuda, beneficios: en el gran relato bíblico están presentes la mayor parte de las categorías que han fundado nuestra civilización, también las económicas. De este código simbólico, a lo largo de milenios, han bebido la poesía, la literatura y el arte, por no hablar de la filosofía o de la teoría política. Incluso el psicoanálisis, en tiempos recientes, se ha servido de la potencia generativa de los arquetipos veterotestamentarios, ampliando el terreno de la sabiduría griega, como diría Charles Moeller, gracias a la paradoja cristiana. Pero la economía no. Hace demasiado tiempo que la Biblia y la economía no se encuentran. Por este motivo Luigino Bruni ha decidido dedicar una parte relevante de su investigación más reciente al tema. En 2018 la experiencia que comenzó en junio en el Polo Lionello Bonfanti con la “Semana de Economía Bíblica” tendrá continuidad: del 15 al 17 de febrero Bruni interrogará como economista al libro del Éxodo y del 14 al 16 de junio de 2018 al del profeta Isaías.

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¿Cómo es posible que uno de los códigos simbólicos más fecundos de la cultura humana haya despertado tan poca curiosidad en los economistas?

«El encuentro entre Biblia y economía es efectivamente tardío. En los años 30 Emanuele Sella escribió un libro, que no tuvo mucho éxito, titulado La doctrina de los tres principios, donde teorizaba una especie de trinidad de la economía. Aparte de esto, si somos sinceros, no hay mucho más».

¿Temor reverencial o simple desinterés?

«Por desgracia la cultura económica de los teólogos es tan escasa como la cultura teológica de los economistas. Así ha sido desde los albores de la economía moderna. En el siglo XVIII el abad Genovesi y el mismo Adam Smith hicieron alguna reflexión al respecto. En el siglo XIX, más que nada la curiosidad de Kierkegaard exploró un potencial acercamiento. Y llegamos al siglo XX con una disciplina económica tan matematizada que ha educado generaciones enteras de especialistas sin ninguna preparación para encarar el lenguaje bíblico».

En los manuales habrá al menos una metáfora…

«Recuerdo el “Dilema del buen samaritano” que se remonta a los años 70 (sostiene que la beneficencia desincentiva la búsqueda del sustento por parte de los individuos, ndr). Y después algo más reciente en los años 90. Pero no puede considerarse satisfactorio».

¿Usted, como economista, cuándo se ha encontrado con la Biblia?

«También en mi caso ha sido un encuentro tardío. Hace 25 años, cuando comenzaba, el tema me atrajo, pero encontré trabajos tan poco rigurosos que se me quitó el deseo de hacer algo serio. Para entendernos: la única cita veterotestamentaria recurrente era la de los “siete años de vacas flacas y gordas”. Y algunas figuras del Nuevo Testamento, descontextualizadas además, sin conocimiento. En cambio sí que había relación, y de gran densidad, con la filosofía, la literatura y la poesía. Me sentía fascinado por las reflexiones de Salvatore Natoli y los libros de Erri De Luca. Entonces hablé con el director de “Avvenire”, Marco Tarquinio, quien me propuso que intentara tender un puente entre los dos mundos en el periódico. Con una perspectiva de largo plazo. Así es como comenzó esta aventura».

Empezando por el principio.

«Por el Génesis y el Éxodo. Releer la Biblia como economista se ha convertido en uno de los trabajos de investigación que me ha producido más satisfacción profesional. Las reflexiones publicadas semanalmente en Avvenire se han convertido en libros que se han traducido al español, al inglés y ahora también al francés. TV 2000 ha emitido un ciclo de 8 capítulos titulado “¡Bendita economía!”, donde hemos podido hablar de este tema con protagonistas de la economía, el sindicato y las finanzas».

¿Qué reto se encuentra a la base de este recorrido intelectual?

«Aplicar el mismo rigor del economista al texto bíblico. El mismo enfoque científico. Naturalmente hay una diferencia de fondo entre mi trabajo y el de un biblista: yo no tengo las mismas competencias exegéticas. Pero las preguntas son diferentes. Puesto que la Biblia es un libro vivo, a preguntas distintas les corresponden respuestas distintas. Las respuestas sobre la economía son nuevas y permiten explorar una perspectiva teórica inédita, capaz de conjugar mercado y justicia, beneficio y bien común, ocupación y solidaridad».

La comparación entre la Fenomenología de la religión y la Economía está a la base del sistema económico contemporáneo o al menos del capitalismo clásico, según el conocido análisis de Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo.

«Hay que entender la mentalidad religiosa calvinista como una pre-condición para el desarrollo del la mentalidad capitalista. Afortunadamente la Biblia, que como decíamos es un texto vivo, no es ideología y por tanto no es un dogma, puesto que es intrínsecamente pluralista. Ciertamente, también hay linfa para la lectura sociológica weberiana, que ve en el trabajo el instrumento para conquistar la salvación y pagar la deuda. Con el sacrificio compro un crédito, un débito para Dios, que por consiguieente me premiará. Acerca de nuestro inevitable destino de endeudamiento colectivo e individual Giorgio Agamben ha escrito páginas fundamentales».

El capitalismo como religión es también el título de uno de los más interesantes escritos póstumos de Benjamin, para quien el capitalismo no representa solo, como para Weber, una secularización de la fe protestante, sino que es en sí mismo un fenómeno religioso.

«Dentro de la Biblia hay lecturas sociológicas, económicas y político-económicas profundamente distintas, que estoy intentando sacar a la luz. Job y Qohélet, cuando se les “pregunta” sobre hechos económicos, responden con una lógica distinta a la weberiana. Una lógica no comercial, no deudora. Las categorías económicas son las de la misericordia y el amor. Las del don. Sin este tipo de respuestas, por ejemplo, no lograremos entender la idea del retorno contemporáneo a la pobreza. Corremos el peligro de no darnos cuenta de que está prevaleciendo la idea de que el pobre es culpable de serlo. Cada hay vez más teólogos y cristianos que en nombre del evangelio, muchas veces incluso de buena fe, contribuyen a culpabilizar a los pobres por su pobreza, a veces en nombre de la meritocracia, siguiendo una tradición de pensamiento norteamericana y desconociendo por el contrario el gran humanismo de la Biblia. Como sostenía Karl Smith, todas las ideas políticas tienen una base teológica. Lo mismo puede decirse de la economía. Cuando se desprecia la pobreza, se vuelve a las teologías económicas de la antigüedad, contra las que lucharon con todas sus fuerzas Job y Jesús».

Ahora se está desarrollando con fuerza un pensamiento económico basado en el paradigma de la sostenibilidad. Un enfoque teórico que incluye instrumentos econométricos de evaluación del impacto medioambiental y social. ¿Qué contribución puede dar la Biblia en este campo?

«La Biblia propone el gran tema de la alianza. En la economía clásica teníamos tres pilares fundamentales: tierra, capital y trabajo. Con la revolución industrial comenzó el eclipse de la tierra y se hizo hegemónica la combinación capital-trabajo, desde un perspectiva cada vez más cuantitativa y matematizadora. El pensamiento bíblico recuerda el lazo indisoluble con la creación y vuelve a proponer la tierra dentro de una relación. Si acudimos al Génesis, el arco iris de Noé es el primer símbolo arquetípico de la alianza fundamental hombre-naturaleza en una actitud no depredadora».

Otra idea que pueda aportar la Economía Bíblica al el debate contemporáneo?

«El tema de los cuidados, una tendencia opuesta a la de delegar en las máquinas y en lo virtual la relación con los demás y con la realidad misma. La Biblia propone con fuerza el nudo de la corporeidad en la época de la desmaterialización, también de las relaciones económicas, además de en términos antropológicos. Vivimos en un periodo de fuerte ambivalencia, donde el otro nos fascina pero al mismo tiempo nos da miedo. Por eso nos relacionamos con él, muchas veces, solo gracias a la cercanía virtual. El humanismo bíblico nos recuerda que el hombre es cuerpo y para entrar verdaderamente en relación, como exige el hecho de cuidar de alguien, no se puede prescindir del cuerpo.

 

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Editorial – Estado y mercado: viejos tics, nuevos retos

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 12/12/2017

Democrazia economica ridEl mercado es uno, pero mercados hay muchos. Cuando hablamos y debatimos seriamente acerca del mercado y del estado – polos de un debate que vuelve a la actualidad aunque a veces usando lentes de antiguo foco – antes deberíamos especificar de qué mercado y de qué estado estamos hablando. Pues solamente el Mercado con mayúscula, creación irreal y abstracta de las ideologías, es uno solo. Pero si queremos entender qué está ocurriendo en la economía mundial y en la de nuestros países, para intentar mejorarla, debemos salir fuera del mundo encantado de los mercados y los estados irreales.

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Estado y Mercado son categorías típicas de las ideologías del siglo XX, que inventaron un Estado y un Mercado que nadie ha conocido nunca de verdad, y después los pusieron en contraposición. Sin embargo, las personas que trabajaban y trabajan en las empresas de verdad, los empresarios con nombre y apellidos, las personas que gestionan instituciones políticas, nunca se han encontrado con el “Estado” ni con el “Mercado”, sino con cosas que son muy distintas porque son reales. Se han encontrado y conocen normas regionales, leyes estatales, funcionarios europeos, sindicatos, aduanas… Con estas realidades han tenido que luchar, dialogar y vivir.

Las personas que ven y viven el mundo concreto y real saben muy bien que algunas instituciones y algunos mercados son buenos, otros son menos buenos y otros son pésimos. Saben que algunos son buenos para unos y otros lo son para otros, y que pocos son buenos para todos. Saben muy bien que hay mercados muy eficientes que gozan de buena salud pero están empobreciendo el país y la democracia. El Mercado, por ejemplo, no reduce el juego de azar ni el armamento. Los potencia y los aumenta. Si la sociedad civil quisiera reducir estos bienes demeritorios no debería recurrir al Mercado. Una sociedad civil madura no piensa que “privatizar” sea sinónimo de democracia y civilización. En el caso concreto del juego de azar, hemos dejado su gestión en manos privadas y los desastrosos resultados están a la vista de todo aquel que quiera verlos.

Estas cosas las saben perfectamente las personas que habitan los mercados cada día. Personas, intelectuales, trabajadores, que tratan de discernir “los espíritus del mercado”, criticando algunos de ellos y alentando otros. Personas a las que los teóricos del Mercado con mayúscula consideran anti-sistema, poco liberales e incluso “populistas”. Como todas las ideologías, también la del Mercado tiene sus sacerdotes, sus guardianes del templo y de los dogmas y sus excomuniones.

Si miramos con atención lo que ocurre de verdad en las modernas democracias de mercado que tanto evocan los amantes del Mercado, encontraremos un elemento común. El mercado funciona cuando va acompañado de instituciones fuertes. Y dentro de ellas, las instituciones públicas estatales desempeñan un papel crucial. No es casual que los editoriales que estos días dicen que vuelve el coco del «estatalismo» en contra del Mercado, estén repletos de citas y comentarios de leyes producidas por el propio Estado.

Los mercados y las democracias que funcionan son fruto de la cooperación y la alianza entre instituciones políticas, sociales, culturales, económicas y universitarias. El conjunto que emerge de estas alianzas es demasiado complejo como para explicarlo simplemente mediante los dos ejes del Estado y el Mercado. Si nos gustan los buenos frutos de civilización y queremos obtenerlos de los mercados civiles, de lo que Carlo Cattaneo llamaba «competencia civil», debemos concebir y hacer realidad instituciones públicas buenas y eficientes que funcionen, sirvan a los mercados y se encarguen de los bienes comunes que el mercado no sabe producir.

No hay otro camino. Aquellos que se obstinan en pensar por una parte el Mercado como lugar ideal de la justicia, el mérito, la eficiencia y la libertad, y por otra parte el Estado como icono de la corrupción, la ineficiencia y el oscurantismo, en realidad están olvidando que los mercados reales están llenos de instituciones económicas que no son menos ineficientes que las instituciones políticas y públicas (no olvidemos cómo y por qué estalló la crisis financiera de 2007). Muchas instituciones públicas son mucho más eficientes que las económicas, porque la frontera entre lo civil y lo incivil pasa tanto por las instituciones como por los mercados reales.

Si hoy queremos imaginar un futuro civil y económico distinto para las zonas más deprimidas de nuestro país, deberíamos pensar en una nueva alianza entre empresas, bancos, “mercados”, instituciones, política y sociedad civil. Fuera de esta cooperación global solo hay ideologías abstractas y dañinas. El siglo XX nos ha mostrado en todos los países que la cultura política y la cultura económica son expresiones de la misma cultura. En América y en Europa no ha habido nunca periodos históricos caracterizados por una política corrupta y unos mercados eficientes, y viceversa.

En cambio, siempre hemos visto lo mismo: las épocas de buena política han ido acompañadas de buena economía y de buenas finanzas. En las etapas de cultura incivil, decadente y corrupta, hemos tenido instituciones políticas corruptas y empresas y bancos ineficientes y corruptos. El ciclo económico no es inverso al ciclo político, sencillamente es la otra cara de la misma medalla. Las democracias funcionan cuando los mercados ven a las instituciones como aliadas, en un juego que es al mismo tiempo competitivo y cooperativo. Y entran en declive cuando hacen lo contrario. Hoy necesitamos menos ideología y más «competencia civil».

 

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Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 12/12/2017

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Que no vuelvan los ideólogos

Que no vuelvan los ideólogos

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AGORÁ – Debido a su alianza con la técnica, al capitalismo de hoy le gusta presentarse como una civilización laica y post-ideológica. Sin embargo tiene raíces religiosas… Diálogo entre el economista Luigino Bruni y el teólogo anglicano.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 29/11/2017

John Milbank rid«El capitalismo es una religión… En el futuro lo veremos con más claridad», escribía en 1922 el filósofo Walter Benjamin. Sus palabras pueden considerarse proféticas, pues hoy más que nunca el capitalismo de las finanzas y el consumo “24 horas 7 días a la semana” está revelando su naturaleza religiosa o, mejor dicho, idolátrica. Una idea tan relevante como infravalorada por los pensadores de nuestro tiempo. Aunque este no es el caso de John Milbank, anglicano, uno de los teólogos contemporáneos más profundos e influyentes. En noviembre de 2017 ha visitado la Universidad Lumsa de Roma para participar en el congreso internacional “La herencia de Martin Lutero en las modernas ciencias económicas y sociales”.

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Entremos directamente en materia. ¿En su opinión, el capitalismo del siglo XXI es más o menos “religioso” que el primer capitalismo de los pasados siglos? Si vemos lo que está ocurriendo en nuestra sociedad, nos damos cuenta de que se presenta como algo enteramente secular y sin embargo parece tener raíces religiosas. Aunque al capitalismo de hoy, debido a su alianza con la técnica, le gusta presentarse como uno de los lugares de mayor racionalidad, como una civilización totalmente laica y post-ideológica.

«Es una pregunta interesante. El capitalismo que tenemos hoy es un capitalismo extremo, en el sentido de que está dominado cada vez más por las finanzas y la deuda, aunque se puede sostener que estos factores ya estaban en el capitalismo desde siempre. Por otro lado, la mercantilización se ha extendido: el conocimiento, por ejemplo, se ha mercantilizado en forma de información. La economía de la información, la reproducción, que siempre ha sido increíblemente importante para la tecnología capitalista, ha aumentado exponencialmente. Hoy es posible reproducir las cosas con un coste muy bajo y eso facilita que se compartan con mayor facilidad. Por tanto no se trata solo de una cuestión de compra y venta de información, sino que, de algún modo, la información se presenta como gratuita, como un bien libre. Los monopolios de la distribución de la información, como Google y Amazon, utilizan la información que reciben gratuitamente para obtener beneficios y comercializarla a un nivel completamente distinto y tremendamente invasivo. Pienso que estas mismas tendencias alimentan la fusión de los poderes de mercado con los poderes políticos, de los propietarios con los gobernantes, para construir una oligarquía internacional cada vez más rica y alejada de la gente»

¿Considera que es esencial para el capitalismo una visión antropológica negativa y pesimista, como la calvinista-agustiniana, según la conocida tesis de Max Weber? Muchas veces se quiere ver un optimismo antropológico en Adam Smith, quien, a diferencia del pesimismo de Hobbes, fundó el capitalismo sobre la simpatía y los sentimientos morales. A mí, en cambio, me parece que detrás de la visión del mercado de Smith, basada en la “mano invisible”, hay un profundo pesimismo: puesto que no podemos garantizar las virtudes debemos conformarnos con los intereses…

«Parece que existen buenos argumentos para afirmar que determinados factores religiosos, tanto protestantes como católicos, han alentado el capitalismo, sobre todo al principio. En particular, el capitalismo se desarrolló a partir de unas teologías que tenían una visión muy triste de la naturaleza humana. Tendían a sostener la idea de que la economía podía estar gobernada por principios amorales, y que una economía basada en principios amorales era el modo que tenía Dios para mantener el orden en un mundo pecaminoso. Además, veían el ejercicio de la bondad natural como algo cada vez más irrelevante para la salvación humana. Así pues, estas teologías, que alientan un proceso amoral y la idea de que la naturaleza y nuestra vida en este mundo no son relevantes en términos religiosos, conducen a la secularización. Las personas se olvidan de los preceptos de Dios y la sociedad, la economía y la política se hacen independientes y heredan este sentido de autorregulación amoral.

Por tanto la pregunta interesante es: ¿la religión, por este camino, simplemente queda atrás, de lado, olvidada? Hoy hay pruebas de que no es eso lo que está ocurriendo. Hay un retorno del Evangelio, también en varias sectas. En los países en vías de desarrollo vemos personas que se convierten a formas de cristianismo protestante y pentecostal. En los Estados Unidos, el país capitalista más avanzado, el cristianismo está muy vivo y hay muchos protestantes (y algunos católicos) que hacen una apología teológica del capitalismo, viéndolo como la más alta realización del cristianismo. Si existe un lazo entre teología y capitalismo – y existe – cada vez es más probable que con el avance del capitalismo extremo se produzca un retorno de las religiones. Esto es una paradoja que nos dice que la legitimación puramente secular de la economía capitalista es una operación muy débil».

¿Qué cuestiones le parecen más relevantes en la relación entre economía y religión hoy, o, más concretamente, en la relación entre economía y teología? ¿Qué cuestiones considera que son verdaderamente cruciales para la calidad de nuestra democracia hoy? ¿Solo debemos preocuparnos por el terrorismo de matriz islámica?

«La cuestión central es la posibilidad teológica de una adecuada legitimación secular del capitalismo. Hay personas que consideran que el proceso de crecimiento del capitalismo es un acontecimiento providencial, y tratan de buscar explicaciones cuentas cuasi-teológicas a la consolidación y crecimiento del capitalismo. Algunos piensan que el capitalismo es la forma que más en consonancia está con el desarrollo de la naturaleza humana, del hombre tal y como es. Relacionan el capitalismo con la libertad humana y ven la libertad humana como sagrada. Esto ocurre hoy sobre todo en América y en la raíz hay una antropología más bien negativa. La cuestión que se plantea es si los fundamentos antropológicos del capitalismo tienen una necesidad esencial de una antropología negativa [protestante, jansenista y agustiniana] y en qué se convertiría el capitalismo si lo pensáramos a partir de una visión de la naturaleza humana menos lúgubre, si partiéramos de la “libertad para” en lugar de la “libertad de”. Libertad para descubrir la verdad, libertad para desarrollar por nosotros mismos una vida humana buena».

¿Cómo ve usted la relación entre el desencanto del mundo y el capitalismo?

«Pienso que, en el fondo, la cuestión es si el capitalismo está intrínsecamente ligado con el desencanto del mundo y la secularización. Sería irónico que ese desencanto del mundo estuviera alentado por determinada teología, que lo ve simplemente como un instrumento de Dios. Una teología que piensa que el mundo es como es porque Dios lo ha hecho arbitrariamente así y lo dirige según ciertos procesos mecánicos, pero en sí mismo el mundo carece de significado simbólico. Entonces, si la realidad es completamente desencantada, todo puede reducirse a mercancía. Nada es sagrado, todo puede ser circunscrito, alterado, comprado y vendido. Se puede hacer lo que se quiera con cualquier cosa. Las únicas restricciones, la única forma de controlar esta anarquía, es el orden de los mercados. Pero después, una vez que el desencanto se ha hecho completamente laico y nos hemos olvidado de la teología subyacente, es casi inevitable que la gente descubra en cosas como los movimientos ecologistas y new age que el mundo es fuente de encanto. La gente desea atribuir cierta sacralidad a algunas cosas. Hay cosas que tienen un valor más allá de su precio de mercado o de su contribución a la satisfacción de necesidades privadas. Las personas comienzan a descubrir por sí solas el efecto intrínseco de la sacralidad y como resultado se obtiene una especie de paganismo».

Esta era exactamente la condición en que se encontraban las civilizaciones y las religiones anteriores a la aparición de la religión judeo-cristiana.

«Corremos el peligro de perder el trabajo realizado por la Biblia, la sacralidad única de la persona humana. El resultado es que varias ideologías quieren subordinar al hombre a la tierra, como cualquier otro tipo de animal, y eso conduce a un “revival” de laicidad pagana. Pienso que, en cierto sentido, el desafío está en recuperar lo que yo llamaría, en sentido más amplio, “equilibrio católico”, que no considera al mundo sagrado de por sí, pero sí sacramental con una jerarquía tal dentro de la naturaleza que valora todas las formas de vida. Por supuesto la vida humana, pero al mismo tiempo también otras formas de vida distintas de la humana, porque sin ellas no tendríamos una existencia plena y al final acabaríamos quitando valor a la vida humana misma».

¿Qué diferencias hay entre una visión “sacramental” del mundo y el mercado de nuestro tiempo, que se le quiere parecer cuando “sacraliza” las cosas y las mercancías?

«Una parte del capitalismo es un espectáculo. No solo mercantiliza las cosas, sino que las transforma en espectáculo y estas se convierten en realidades casi icónicas. En lugar de estar rodeados de estatuas de santos y héroes, estamos rodeados de imágenes de cosas y personas a la moda. Estas imágenes en realidad no nos presentan nada superior a nosotros y tampoco representan algo a lo que podamos aspirar. De hecho, nos sitúan ante una derrota continua, porque, para hacernos desear más, nos presentan siempre lo inalcanzable y no un objetivo deseable o algo que pueda mejorar la calidad real de nuestra vida humana. No son símbolos de esperanza como la estatua del héroe o del santo. Una vez que se ha comprendido todo esto  - la forma en que el capitalismo calcula y desacraliza, la forma en que produce imitaciones casi sagradas – las personas que tienen un sentido religioso deberían preguntar: “¿Es posible una crítica puramente secular al orden capitalista?” Este es un punto muy débil de la crítica al capitalismo desde la izquierda secular de nuestro tiempo. Porque si todo es solo material, si todo es desencantado, entonces el capitalismo será siempre la forma más avanzada de modernidad emancipada. Este es el problema».

Max Weber y Amintore Fanfani, pero también Karl Marx, nos decían que el capitalismo nace de un espíritu. ¿Usted piensa que es posible concebir hoy un capitalismo sin espíritu, un capitalismo que no tenga ninguna dimensión religiosa? ¿Puede sostenerse un capitalismo vaciado de cualquier espíritu y reducido a pura materia?

«Los procesos del capitalismo y el espíritu del capitalismo son lo mismo. Por eso Marx hablaba del fetichismo de las mercancías, el capitalismo no es solo una economía sino una cuasi-religión. No se trata solo de explotar el trabajo, sino intrínsecamente de explotar el deseo de las personas, aunque en esta dimensión Marx no se detuvo demasiado. El beneficio deriva no solo de no pagar lo justo a las personas, sino también de aplicar un sobreprecio puesto que las personas desean continuamente bienes que superan sus necesidades. La manipulación del deseo y la atracción tanto por la acumulación como por la fascinación es un elemento cuasi-religioso. El capitalismo, en este sentido, sigue siendo una cuestión de espíritu».

 

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Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 29/11/2017

John Milbank rid«El capitalismo es una religión… En el futuro lo veremos con más claridad», escribía en 1922 el filósofo Walter Benjamin. Sus palabras pueden considerarse proféticas, pues hoy más que nunca el capitalismo de las finanzas y el consumo “24 horas 7 días a la semana” está revelando su naturaleza religiosa o, mejor dicho, idolátrica. Una idea tan relevante como infravalorada por los pensadores de nuestro tiempo. Aunque este no es el caso de John Milbank, anglicano, uno de los teólogos contemporáneos más profundos e influyentes. En noviembre de 2017 ha visitado la Universidad Lumsa de Roma para participar en el congreso internacional “La herencia de Martin Lutero en las modernas ciencias económicas y sociales”.

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Milbank y el capitalismo «cuasi-sagrado»

Milbank y el capitalismo «cuasi-sagrado»

AGORÁ – Debido a su alianza con la técnica, al capitalismo de hoy le gusta presentarse como una civilización laica y post-ideológica. Sin embargo tiene raíces religiosas… Diálogo entre el economista Luigino Bruni y el teólogo anglicano. L...
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El trabajo no puede acabarse ni reducirse, porque es amor y cooperación. Cuando trabajamos, nuestra inteligencia se acentúa. Y seguiremos basando nuestra democracia en el trabajo.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 19/10/2017

Lavoro di domani Avvenire ridÈsbozar escenarios sombríos acerca del trabajo de mañana se ha convertido en algo muy común. Es urgente hablar de ellos y, si es posible, enriquecerlos y rectificarlos, porque hoy el trabajo necesita sobre todo miradas generosas y palabras realistas pero llenas de esperanza. Muchos sociólogos, filósofos, periodistas y futurólogos nos siguen repitiendo que cada vez habrá menos trabajo y que en la era de Internet y de la inteligencia artificial debemos resignarnos a dejar fuera del trabajo más o menos a la mitad de las personas en edad de trabajar. Las máquinas trabajarán por nosotros y nosotros sencillamente nos dedicaremos a otras cosas y sobreviviremos gracias a la gran productividad de los robots, que nos permitirá a todos recibir una cantidad de dinero suficiente para vivir. Los más hábiles y mejor formados trabajarán en sinergia con los ordenadores y harán que el sistema económico funcione perfectamente, de una forma tan perfecta que ya no nos necesitará.

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En el fondo, añade alguien, en civilizaciones pasadas los trabajadores de verdad no eran muchos: la mayor parte de la población estaba formada por cortesanos, nobles, monjes y religiosos, mendigos, enfermos, siervos, esclavos o mujeres que no estaban en el “mercado de trabajo” (aunque siempre hayan trabajado más que los demás).

Otros escenarios más positivos imaginan – aunque siempre dentro de un cuadro en el que el trabajo escasea – que deberíamos redistribuir el trabajo que queda, trabajando menos para trabajar todos. La semana laboral se reduciría a 15 horas o 20 como máximo.

El trabajo como actividad predominante de las personas adultas sería una fase histórica con una duración de un siglo y medio, más o menos, en Occidente. Pronto volveríamos a la situación que ha caracterizado a la humanidad durante milenios: una excepción, un paréntesis, una anomalía.

Si este paisaje fuera el único o siquiera el más probable, deberíamos estar verdaderamente muy preocupados. Pero, gracias a Dios, en el horizonte hay colores menos tenebrosos, que permiten pensar y esperar que el tiempo de mañana sea bueno.

En primer lugar, deberíamos entender un poco mejor en qué se ha convertido el trabajo en este siglo y medio distinto en la trayectoria de Occidente. El trabajo, tal y como lo conocemos hoy, no es fruto de una evolución gradual en siglos pasados. No, el trabajo moderno es sobre todo una invención, una inmensa innovación a partir de una conjunción astral de muchos elementos: el humanismo, el catolicismo social, la reforma protestante, el movimiento socialista, la cooperación, los movimientos sindicales, las heridas de los fascismos y de las guerras. Gracias a todo eso, en ese breve lapso de tiempo, el trabajo ha producido la mayor cooperación que la aventura humana haya construido nunca en su larga historia. Trabajando y llenando el mundo del trabajo de derechos y deberes, hemos ido creando una red cada vez más amplia, hasta cubrir casi todo el mundo. Los productos y servicios que pueblan nuestra vida son fruto de una cooperación de millones y millones de personas. Para que yo pueda escribir y vosotros leer este artículo, es necesaria la cooperación de decenas de miles de personas, o tal vez más. La redacción del periódico, la tipografía, el almacén, los aviones y trenes que transportan los ejemplares, toda la red de distribución, la energía eléctrica, la red de Internet, la industria del papel… No es una cooperación romántica. A veces trabajar resulta duro, muy duro. La muerte llega también en el trabajo, entre otras cosas porque el trabajo es tan serio y tremendo como la vida.

La democracia es también una inmensa, implícita, fuerte y capilar acción conjunta, que multiplica las oportunidades y la biodiversidad económica y civil de la tierra. El mercado es esta gran cooperación, incluso cuando adquiere forma de competencia. También cooperamos compitiendo de forma correcta y leal en los mercados: uno de los errores teóricos y prácticos más graves consiste en contraponer competencia y cooperación.

Aprendiendo a trabajar y a trabajar con otros, hemos orientado nuestras energías y nuestra creatividad de forma que pudieran florecer plenamente, para llegar y servir a una cantidad cada vez mayor de personas. Tenemos muchas formas de expresar nuestra inteligencia, creatividad y amor; pero cuando trabajamos nuestra inteligencia-creatividad-amor se eleva, se sublima. Se convierte en algo maravilloso.

Mozart hizo muchas cosas en su vida, pero cuando componía Mozart era de verdad Mozart. Mi amigo Vittorio hacía muchas cosas, con distinta calidad, pero cuando reparaba el coche era de verdad Vittorio. Yo aprendí a conocerle cuando empecé a verle trabajar, porque cuando trabajaba, sudando y con los dedos negros, su personalidad florecía y se desvelaba su alma más verdadera. Trabajar es también una forma adulta de amar, una forma seria y verdadera de contribuir a nuestro bien y al bien de los demás. Si un día alguien volviera del pasado y me pidiera: “muéstrame en un par de horas lo mejor que habéis hecho los humanos en estos siglos”, no le llevaría a un museo ni a una iglesia; le llevaría conmigo a una empresa, a una fábrica, donde la gente está realizando una gran acción colectiva generativa (y después al despedirle le leería una poesía que no conozca: el arte es una forma elevada de trabajo). Hemos derrotado mil enfermedades, hemos llegado hasta Marte, sencillamente trabajando y trabajando mucho. Si mañana logramos derrotar otras mil enfermedades, erradicar el hambre, dar estudios a todos los niños y jóvenes de la tierra, lo haremos únicamente trabajando, trabajando mucho, trabajando mejor, trabajando juntos.

Los seres humanos no sabemos hacer nada mejor bajo el sol. Si tuviéramos que dejar de trabajar o tuviéramos que trabajar demasiado poco, el verdadero peligro estaría en que orientáramos nuestras energías hacia actividades menos apasionantes, serias, responsables, difíciles y desafiantes que el trabajo. Tal vez, volveríamos a ejercitarnos demasiado en el arte de la guerra.

No es cierto que el trabajo se vaya a acabar. Quienes lo dicen infravaloran la inteligencia, la creatividad y el amor de las mujeres y de los hombres. Haremos trabajos distintos, muchos más servicios y menos cadenas de montaje, pero seguiremos trabajando, cooperando y queriéndonos trabajando. Y mañana bendeciremos la tecnología que nos liberado de trabajos poco interesantes para poder realizar otros mejores. Hemos sido capaces de producir máquinas y robots tan inteligentes que pueden (casi) prescindir de nosotros, porque hemos trabajado mucho, juntos, y hemos puesto en el trabajo nuestra mejor inteligencia. Mientras haya alguien que invente algo para satisfacer las necesidades de otro, mientras creemos ocasiones siempre nuevas de mutuo provecho, el trabajo no terminará. Y nuestra verdadera riqueza de las naciones seguirá siendo la suma de las relaciones mutuamente provechosas que logremos imaginar y después realizar. Mientras nos veamos unos a otros como portadores de necesidades y deseos aún no expresados y utilicemos nuestra maravillosa inteligencia y nuestro amor creativo, habrá trabajo. Para muchos, quizá para todos.

Trabajaremos de otro modo, pero seguiremos trabajando. No tenemos nada mejor que hacer.

Seguiremos fundando nuestra sociedad y nuestra democracia en el trabajo.

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Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 19/10/2017

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El trabajo de mañana será bueno

El trabajo de mañana será bueno

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Opinión – La economía que pone en el centro la dignidad de la persona. No con rentas y asistencia, sino con reciprocidad y responsabilidad

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 24/05/2017

Sul confine e oltre 07 ridSalir de las trampas de la pobreza ha sido siempre enormemente difícil. La razón fundamental es que la pobreza económica se manifiesta como una falta de ingresos, pero esa falta de ingresos depende de una escasez de capitales: capitales sociales, relacionales, familiares, educativos, etc. Por consiguiente, si no se actúa en el plano de los capitales, los flujos de ingresos no llegan y, cuando llegan, se derrochan sin sacar a la persona de su condición de pobreza. Con frecuencia incluso empeoran la situación, como cuando ese dinero acaba en los peores lugares, como máquinas tragaperras y otros juegos de azar.

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El carisma franciscano siempre supo esto y lo sabe también hoy. Para curar las distintas pobrezas, los franciscanos siempre han prestado una gran atención a los capitales de las personas y de las comunidades, sabiendo que se trata de acciones, inversiones y acumulaciones que duran años, cuestan mucho y su resultado siempre es incierto. Si no tomamos en serio esta dimensión de la sabiduría franciscana, no entenderemos cómo es que los Montes de Piedad, que eran unos proto-bancos de microcrédito cuyo objetivo era sacar a los pobres de la condición de vulnerabilidad económica, nacieron en la segunda mitad del siglo XV de los Frailes de la Observancia. Merece la pena hablar de ello y hacer alguna aportación al debate sobre la “renta de ciudadanía”, ahora que el Movimiento 5 Estrellas, en Italia, recurre a los franciscanos para apoyarla. Aquellos franciscanos no crearon entes asistenciales (podían haberlo hecho y muchos lo hicieron) sino contratos, préstamos, en los que sus beneficiarios se comprometían con responsabilidad a devolver el dinero. Ciertamente eran instituciones humanitarias, porque tenían como objetivo la lucha contra la pobreza y la inclusión social, pero su carisma les sugirió instrumentos más sofisticados que la limosna, instrumentos basados en el registro de la reciprocidad.

La reciprocidad es precisamente la cuestión decisiva, que involucra tanto a la pobreza como al trabajo. Cuando una persona sale de la red de relaciones de reciprocidad que conforman la vida civil y económica y se encuentra sin trabajo y por tanto sin ingresos, la enfermedad que se crea en el cuerpo social es la ruptura de relaciones de reciprocidad. La renta del trabajo (sueldo, salario) es el resultado de una relación entre personas e instituciones ligadas por vínculos recíprocos: A ofrece una prestación de trabajo a B, y B corresponde dando dinero a A. En cambio, cuando los ingresos no nacen de relaciones mutuamente provechosas, se producen relaciones sociales enfermizas o al menos parciales, que reciben el nombre de rentas o asistencia, donde los flujos de ingresos están desconectados de relaciones recíprocas. Por eso la tradición franciscana afirmaba que “cuando hay un pobre en la ciudad, toda la ciudad está enferma”, porque cuando un miembro del cuerpo social queda aislado del flujo que le une a todos los demás, comienza la gangrena.

Así pues, el principal peligro en los procesos de lucha contra la pobreza anida precisamente en el olvido de la dimensión de la reciprocidad. Cuando percibo un renta sin que antes o simultáneamente haya una prestación mía en provecho de otro, esa renta es raro que me ayude a salir de las trampas en las que me encuentro, porque sigo siendo un pobre aunque con un poco de renta para sobrevivir. Para salir de la condición de pobreza, para liberarme de la indigencia, debo reinsertarme en unas relaciones sociales de mutuo provecho. Todos sabemos que 500 euros obtenidos trabajando y 500 euros obtenidos gracias a un cheque social son dos cosas totalmente distintas. Parecen iguales pero el sabor de la dignidad y del respeto las hacen distintas. Los primeros ingresos son expresión de una relación que el economista napolitano Antonio Genovesi llamaba de “mutua asistencia”. Los segundos se parece mucho a la paga que le damos a un hijo antes de que empiece a trabajar, y ningún padre responsable quiere que el hijo sobreviva mucho tiempo con la paga que le da. Por eso, es muy franciscano el artículo 1 de la Constitución Italiana, que fundamenta la democracia en el trabajo. En una sociedad en la que había muchos más pobres que hoy, la Constitución quiso señalar la única vía civil posible para luchar contra la pobreza: el trabajo, la gran red que nos une unos a otros en relaciones de igual dignidad.

Además, si la pobreza es una carencia de capitales que se expresa en una falta de ingresos, los capitales más importantes no son los individuales sino los comunitarios y sociales. Por consiguiente, los bienes públicos y los bienes comunes son parte integrante de la riqueza y de los capitales de las personas, y tienen más peso que la cuenta corriente.

Cuando veo a una persona que vive en condiciones de pobreza, si verdaderamente quiero curarla, debo sanar sus relaciones, porque la pobreza es una serie de relaciones enfermas. El trabajo para todos es la tierra prometida de la Constitución, mucho más exigente que la renta para todos. Una promesa-profecía que hoy asume un significado aún más importante que entonces, porque hay una ideología global que va en aumento y niega la posibilidad de trabajo para todos, en el tiempo de la robótica y de la informática. La verdadera amenaza que tenemos ante nosotros está en renunciar a fundamentar las democracias en el trabajo, conformándonos con sociedades en las que trabajen el 50% o el 60% de las personas en edad de trabajar y a todos los demás se les permita sobrevivir con una renta de ciudadanía, creando una verdadera sociedad del descarte, “vendida” tal vez como solidaridad. Esta tierra del trabajo parcial no puede ni debe ser la tierra prometida.

Aquellos que hoy siguen pensando que es posible luchar contra la pobreza dando algunos centenares de euros a cada individuo, se olvidan de la naturaleza social y política de la pobreza y caen en visiones individualistas y no-relacionales. Para luchar contra las antiguas y nuevas pobrezas debemos reactivar las comunidades, las asociaciones de la sociedad civil, la cooperación social y todos esos mundos vitales en los que las personas viven y florecen.

Para terminar, tal vez Francisco de Asís nos diría hoy otras dos cosas. La primera se refiere a la palabra pobreza. Francisco la llamaba “hermana”, la veía como un camino de felicidad y de vida buena. Los franciscanos elegían libremente la pobreza para liberar a aquellos que no la habían elegido sino que la padecían. Sabían que no todas las pobrezas son malas, porque la pobreza es también una palabra del evangelio: “bienaventurados los pobres”. Y por tanto hoy usarían otras palabras distintas para la pobreza mala y no elegida (exclusión, indigencia, vulnerabilidad económica…) y nos ayudarían a apreciar la hermosa pobreza elegida en el compartir y en una vida sobria y generosa. Finalmente nos recordarían que la primera cura de la pobreza es el abrazo al pobre. Francisco comenzó su vida nueva abrazando y besando al leproso de Rivotorto. Podemos concebir mil medidas contra la “pobreza”, podemos darles renta y crear nuevas instituciones que se encarguen de los pobres, pero si no volvemos a ver y abrazar a los pobres de nuestras ciudades, estaremos muy lejos de Francisco y de su fraternidad.

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Publicado en Avvenire el 24/05/2017

Sul confine e oltre 07 ridSalir de las trampas de la pobreza ha sido siempre enormemente difícil. La razón fundamental es que la pobreza económica se manifiesta como una falta de ingresos, pero esa falta de ingresos depende de una escasez de capitales: capitales sociales, relacionales, familiares, educativos, etc. Por consiguiente, si no se actúa en el plano de los capitales, los flujos de ingresos no llegan y, cuando llegan, se derrochan sin sacar a la persona de su condición de pobreza. Con frecuencia incluso empeoran la situación, como cuando ese dinero acaba en los peores lugares, como máquinas tragaperras y otros juegos de azar.

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Trabajo y pobreza: la verdadera lección de los franciscanos

Trabajo y pobreza: la verdadera lección de los franciscanos

Opinión – La economía que pone en el centro la dignidad de la persona. No con rentas y asistencia, sino con reciprocidad y responsabilidad Luigino Bruni Publicado en Avvenire el 24/05/2017 Salir de las trampas de la pobreza ha sido siempre enormemente difícil. La raz&oacut...
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Premio a la simple y desastrosa «teoría de los contratos»

de Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 11/10/2016

Oliver Hart Bengt Holmstroem ridLa cultura del contrato es la gran triunfadora de un tiempo como el nuestro, donde hay demasiados perdedores pobres. Se ha desarrollado sobre las cenizas de la cultura del pacto, que fue uno de los pilares del edificio familiar, cívico y político de las generaciones anteriores. Hasta hace unas décadas, el reino del contrato, aun siendo importante, era limitado, porque la mayor parte de la vida de la gente estaba regida por el registro del pacto (familia, amistad, política, religión, trabajo...).

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Los pactos y los contratos han convivido durante muchos siglos. Eran instrumentos complementarios para la vida social. Pero la globalización de los mercados y las finanzas, junto con la emersión de un ethos donde todo vínculo se vive como un lazo para el individuo, decretaron la transformación progresiva de todos los pactos en contratos. El pacto es (era) un hecho comunitario y simbólico. No surge sólo del registro del interés personal, sino que encuentra en la gratuidad, en el perdón y en los vínculos e intereses colectivos, sus elementos constitutivos. El matrimonio, las cooperativas, las ciudades, la constitución y el trabajo eran pactos y no contratos. Y mientras estén “vivos” lo siguen siendo. Al individuo postmoderno le gustan mucho los contratos, porque se le presentan como “relaciones humanas sin herida”, es decir relaciones con costes “de activación” y “de salida” muy bajos, desde luego más bajos que los costes de los pactos.

Así pues, el contrato está sustituyendo muy rápidamente al pacto en la familia, en la escuela, en la sanidad y en el “mercado de trabajo”, presentándose como el único instrumento verdaderamente liberal y cívico para regular las relaciones humanas, todas ellas si es posible. Así se comprende por qué el Comité del premio Nobel de Economía, al premiar ayer a los economistas Oliver Hart y Bengt Holmström, motivó su decisión diciendo que su trabajo sobre la teoría de los contratos abarca hoy un área cada vez más extensa, que va «desde la regulación de las quiebras empresariales hasta el diseño de las constituciones».

La teoría económica de los contratos ya se ha convertido en una gramática universal para diseñar las relaciones humanas no sólo en las empresas sino también en las universidades, en la política y en todo tipo de organizaciones. La Real Academia Sueca de Ciencias da muestras de saber muy bien todo esto. Pero lo que tal vez no sepa, o al menos no dice, es que la teoría de los contratos está cambiando profundamente nuestra forma de estar juntos en el mundo, y no para mejor. Es el vehículo de una visión muy concreta del hombre y de una ideología, cada vez más invasora e influyente, que se basa en algunos axiomas-dogmas que en absoluto son éticamente neutros. El principal y el más potente de ellos es la teoría del incentivo, según la cual puedes obtener prácticamente cualquier cosa de un ser humano si le pagas de forma adecuada y sofisticada.

Así pues, no hay que tomar en serio todas las demás motivaciones no monetarias o no auto-interesadas de los seres humanos porque no son creíbles ni dignas de confianza. Según esta teoría económica, si un trabajador o un ciudadano trabajan bien, no es porque atribuyan un valor en sí mismo al trabajo bien hecho sino sólo porque reciben una remuneración adecuada. Los economistas llevan décadas pensando, escribiendo y enseñando todo eso. Por eso, cada vez es más difícil encontrar a alguien que piense que la primera motivación que impulsa a una persona a trabajar bien es su ética profesional o su propio deber.

Un efecto colateral de esta recién premiada teoría de los contratos consiste en presentar todas las relaciones humanas como relaciones libres entre iguales (como contratos, precisamente). Nos encontramos ante el eclipse del gran tema de poder, que se interpreta como una simple cuestión de incentivos justos. Todo simple, demasiado simple. Una simplicidad basada en el gran vulnus de un fuerte reduccionismo antropológico del que la teoría de los contratos es su máxima expresión.

La complejidad motivacional, simbólica, relacional y espiritual de las personas queda en segundo plano. Los hombres y mujeres que se dibujan son demasiado simplificados, y se construyen contratos reales a la medida de estos “hombrecillos económicos”. Al final acabamos creyendo que de verdad somos como nos ve una economía que persigue la antigua utopía de reducir las relaciones humanas a una cuestión técnica y por consiguiente éticamente neutra, universal y abstracta.

E inútil, si no fuera manipuladora. La verdadera pregunta es: ¿Estamos seguros de que hoy, cuando todavía estamos pagando sus desastrosas consecuencias, es oportuno premiar a los mayores representantes de esta teoría económica y financiera que se presenta como una simple “caja de instrumentos”? Si queremos que la gente vuelva a ser amiga de la teoría económica y que la teoría económica se demuestre amiga de la gente, tal vez nos hagan falta economistas más humanistas y menos técnicos. Especialistas que a la pregunta: «¿qué te ha impulsado a ser economista?», respondan algo parecido a lo que dijo hace casi un siglo el gran (y olvidado) Achille Loria: «El dolor humano».

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Premio a la simple y desastrosa «teoría de los contratos»

de Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 11/10/2016

Oliver Hart Bengt Holmstroem ridLa cultura del contrato es la gran triunfadora de un tiempo como el nuestro, donde hay demasiados perdedores pobres. Se ha desarrollado sobre las cenizas de la cultura del pacto, que fue uno de los pilares del edificio familiar, cívico y político de las generaciones anteriores. Hasta hace unas décadas, el reino del contrato, aun siendo importante, era limitado, porque la mayor parte de la vida de la gente estaba regida por el registro del pacto (familia, amistad, política, religión, trabajo...).

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Un Nobel de economía que acumula cenizas

Un Nobel de economía que acumula cenizas

Premio a la simple y desastrosa «teoría de los contratos» de Luigino Bruni publicado en Avvenire el 11/10/2016 La cultura del contrato es la gran triunfadora de un tiempo como el nuestro, donde hay demasiados perdedores pobres. Se ha desarrollado sobre las cenizas de la cultura del pacto, ...
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Comentario – Después de las Olimpiadas

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 26/08/2016

Las Olimpiadas no son un acontecimiento deportivo como cualquier otro. Nunca lo han sido. No son los mundiales de fútbol, ni Wimbledon, ni el Tour de France. O no lo eran, porque en esta 31ª edición de Rio de Janeiro (excelente en muchos aspectos), ha comenzado, o ha prosperado mucho, el intento de asimilarlas al deporte-negocio del capitalismo actual. En una sociedad orientada cada vez más al mercado, durante mucho tiempo las Olimpiadas fueron una zona franca protegida de la lógica del beneficio. El tenis, el fútbol, el ciclismo, el baloncesto o el golf, es decir los deportes más “comerciales”, no eran los más importantes, porque las Olimpiadas eran otra cosa.

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El negocio siempre ha sido muy importante (no hay más que ver el medallero, que se corresponde casi perfectamente con el G8 o el G20), pero durante mucho tiempo estaba incluido dentro de otros símbolos y valores más grandes. La relación entre mercado y deporte es especialmente importante y delicada. El deporte es un ámbito tan limítrofe con el mercado que a veces es difícil ver la profunda diversidad que existe entre estas dos esferas de la vida. En el deporte y en el mercado capitalista se compite, hace falta innovación y excelencia, se pueden hacer trampas y se puede ser leal. Así, muchos, olvidando las diferencias radicales, cometen el grave error de usar metáforas y lenguajes deportivos para describir empresas y mercados, y viceversa. Un atleta puede ser excelente aunque no gane (por ejemplo, si compite en los cien metros lisos con Bolt). El resultado no es el primer indicador de la excelencia de un deportista.

Ciertamente la victoria es importante, entre otras cosas porque es un signo de virtud (cuando el deportista, el sistema y los competidores son leales) que genera imitación, innovación, mejores prestaciones y récords. Ganar no es la finalidad del deporte, el telos, como dirían los griegos. La medalla olímpica no es un incentivo. Es un premio, es decir un signo que reconoce y refuerza la virtud-excelencia de un deportista, que activa la emulación virtuosa. Cuando la medalla se transforma de premio en incentivo, el deporte se convierte en otra cosa peor. En esto se basa la ética originaria de las olimpiadas modernas, que son el paradigma de la práctica del deporte. Entonces, cuando el mercado capitalista se hace cargo del deporte, inevitablemente produce un cambio y una profunda deformación de su naturaleza, porque actúa sobre la finalidad, sobre la razón de ser de esta práctica, sobre su telos, y después sobre la motivación de los deportistas, los que están en activo y aún más los futuros campeones, que cada vez estarán menos interesados en los premios y más en los incentivos. Este es un asunto serio, que no tiene nada que ver con el romanticismo nostálgico del tiempo pasado.

Alguien puede incluso sentirse satisfecho con esta mercantilización del deporte (al igual que la de otros juegos, la educación, la sanidad), pero todos debemos ser conscientes de que la apuesta es muy alta. Volviendo a Rio, ha habido muchas señales de que también las Olimpiadas están sufriendo (o han sufrido ya) una mutación genética. Empezando por la ubicación del pebetero olímpico en Maracaná, mítico templo del fútbol, y no en el estadio de atletismo. Un estadio de fútbol que ha sido mucho más frecuentado que las piscinas, los gimnasios y las pistas de atletismo, y no sólo por tratarse de Brasil. Otra señal ha sido la creciente espectacularización de los acontecimientos deportivos. Algunos reglamentos (por ejemplo, el de tiro) se han modificado para hacerlos más televisivos y excitantes, ignorando las protestas de los atletas que se sentían tratados como artistas de circo o malabaristas, profesiones estupendas pero en su contexto. También ha sido impresionante la metamorfosis de las ceremonias de imposición de medallas, donde hemos sido testigos de tonos, gritos, músicas y dj’s que cada vez se parecen más a los que primero se inventaron en el fútbol americano y después se importaron a los estadios de fútbol.

Además, se ha admitido a muchos atletas profesionales, incluso en el boxeo. Por no hablar de la discutible idea de volver a introducir el golf que – colmo de la burla – no ha contado con la participación de los jugadores más famosos, sensibles a incentivos muy distintos. Pero la señal más preocupante ha llegado de Italia. El tradicional color azul de nuestros uniformes olímpicos ha sido ocultado por el gigantesco número 7 (blanco sobre fondo negro) del patrocinador. El himno nacional de nuestras (muchas) medallas se ha convertido de hecho en columna sonora de esa empresa. Verdaderamente no ha sido una gran presentación de la candidatura de Roma para el 2024. En síntesis, la delgada pero clara línea que separa el deporte-negocio del deporte-sin-más se está haciendo invisible porque el mercado capitalista no puede conocer esa gratuidad que es la naturaleza más profunda del deporte, al menos del deporte olímpico. Ahora el test definitivo serán los Juegos Paralímpicos, las Olimpiadas de “diferentes capacidades”, que corren peligro de pagar las dificultades financieras generadas por las hermanas mayores (con las que comparten presupuesto), en las que los negocios los han hecho otros sujetos distintos de los organizadores. A partir del 7 de septiembre veremos – por la presencia de espectadores y la atención de los medios – qué queda del espíritu olímpico, si su último soplo es libre para volar sin el lastre del negocio.

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Comentario – Después de las Olimpiadas

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 26/08/2016

Las Olimpiadas no son un acontecimiento deportivo como cualquier otro. Nunca lo han sido. No son los mundiales de fútbol, ni Wimbledon, ni el Tour de France. O no lo eran, porque en esta 31ª edición de Rio de Janeiro (excelente en muchos aspectos), ha comenzado, o ha prosperado mucho, el intento de asimilarlas al deporte-negocio del capitalismo actual. En una sociedad orientada cada vez más al mercado, durante mucho tiempo las Olimpiadas fueron una zona franca protegida de la lógica del beneficio. El tenis, el fútbol, el ciclismo, el baloncesto o el golf, es decir los deportes más “comerciales”, no eran los más importantes, porque las Olimpiadas eran otra cosa.

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Deporte y negocio: lo que queda de Olimpia

Deporte y negocio: lo que queda de Olimpia

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Comentario - El trabajo, sus no-lugares y su valor

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (23 KB) el 01/05/2016

Falegname ridUna de las grandes utopías de nuestro capitalismo es la construcción de una sociedad en la que el trabajo humano deje de ser necesario. Determinada economía siempre ha soñado con empresas y mercados tan “perfectos” que permitieran prescindir de los seres humanos. Dirigir y controlar hombres y mujeres es mucho más difícil que gestionar dóciles máquinas y obedientes algoritmos. Las personas concretas tienen crisis, protestan, entran en conflicto unas con otras y siempre hacen cosas distintas de las que deberían hacer según la descripción de su puesto de trabajo, muchas veces cosas mejores.

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Es que sencillamente somos seres espirituales, libres, y por consiguiente sobrepasamos los deberes, los contratos y los incentivos. Un mercado verdaderamente perfecto sería aquel sistema de técnicas, controles, incentivos e instrumentos, capaz de garantizar la máxima eficiencia y la máxima producción de riqueza, reduciendo, hasta eliminarla, la presencia humana en las nuevas ciudades de la nueva economía.

Hoy, gracias a las extraordinarias metas alcanzadas por la automatización y la digitalización, existe un serio peligro de que esta antigua utopía se haga realidad. Si observamos atentamente el clima que se respira dentro de las grandes empresas, nos daremos cuenta de que el objetivo que oculta la retórica de una determinada cultura de la dirección (que afirma exactamente lo contrario) es el de estandarizar, prever y formatear los comportamientos de los trabajadores, para debilitar esa carga de libertad que no tiene cabida en la racionalidad de la técnica. Lo deseable serían prestaciones laborales sin trabajadores, trabajo sin personas, donde la acción humana se limitara a los actos perfectamente alineados con los objetivos de la propiedad. En su esencia más pura, esta es la naturaleza de la sofisticada ideología del incentivo, que es la nueva religión del capitalismo post-moderno.

Pero si el trabajo quedara reducido a una técnica y a una prestación, si las organizaciones fueran tan racionales que llegaran a “construir” trabajadores que imitaran la lógica de las máquinas, entonces no quedaría nada de esa actividad antropológica primaria que es el trabajo humano, ni de su misterio. Si los hombres y las mujeres perdieran su capacidad de trabajar, perderían mucho, demasiado. Perderían casi toda la dignidad que les da haber sido hechos "poco menos que Elohim" (Salmo 8). La realización de la utopía del trabajo-sin-humanos no sería más que la actualización de la perfecta deshumanización de la vida en común. Para seguir viviendo, nos veríamos obligados a emigrar en masa otra tierras y a otros planetas donde todavía fuera posible trabajar de verdad.

Esta fiesta del trabajo puede ser un momento propicio para recordar y recordarnos qué es el trabajo y qué son los trabajadores. Por ejemplo, deberíamos recordar que para conocer de verdad a una persona es necesario verla trabajar. Ahí es donde se nos revela en toda su humanidad. Ahí se encuentran su ambivalencia y sus limitaciones, pero también, sobre todo, su capacidad de don y su excedencia. Podemos hacer fiesta juntos, salir a cenar o a jugar al fútbol con los amigos, pero la mejor ventana antropológica y espiritual para saber quién es el que está a nuestro lado es el trabajo. Muchas veces creemos conocer a un amigo, a un padre o a un hijo, hasta que de repente un día les vemos trabajar y nos damos cuenta de que no era así. Había una dimensión esencial de su persona que nos estaba velada, y que sólo se desvela cuando les vemos trabajar arreglando un un automóvil, limpiando un baño, dando clase o preparando una comida. Todos nosotros estamos presentes en la mano que aprieta el tornillo, en la pluma que escribe y en el trapo que seca. Ahí es donde encontramos nuestra humanidad y la de los otros. Y casi siempre nace en nosotros una nueva estima y una nueva gratitud por el trabajo que vemos y descubrimos como don. Pocas realidades proporcionan más alegría que el trabajo bien hecho y, por consiguiente, muy pocas cosas causan más infelicidad que trabajar mal, aun cuando no podamos hacer otra cosa. Nos hacemos mayores viendo trabajar a los mayores.

Yo “conocí” a mi abuelo Domingo cuando, de pequeño, vi cómo construía con sus manos, en su taller, un pequeño banco para mí. Sólo entonces comprendí de verdad el significado de sus grandes, callosas y sabias manos. Desde entonces lo sé. Hoy lo único que me queda de él es este banco, que guardo en mi estudio al lado de los libros. En esos trozos de madera está su alma, a la que un día vi encarnarse en aquel objeto, construido como regalo para mí.

Muchos de nuestros hijos ya no pueden ver el trabajo de los adultos y eso es una grave forma de pobreza. Hay demasiados trabajos abstractos, invisibles, desterrados a no-lugares lejanos e inaccesibles sobre todo para niños y jóvenes. ¿Qué trabajo van a crear mañana si hoy viven inmersos en mil espectáculos pero se ven privados del mayor espectáculo de la tierra, que es el trabajo? Dar a los hijos la posibilidad de ver el trabajo verdadero y concreto, para que puedan empezar a ver el mundo desde allí, es un gran don.

Pasar por la ciudad y ver a la gente trabajando es una de las experiencias humanas y espirituales más verdaderas. La mejor manera de festejar el trabajo es mirarlo, verlo y reconocerlo de nuevo, para estar agradecidos. La primera y verdadera reforma que necesita el mundo del trabajo es nuestra estima, personal y colectiva, por el trabajo y los trabajadores. A lo mejor, en este día de no-trabajo, podríamos volver a leer algunas páginas de los clásicos de la economía civil sobre el trabajo: "No hay trabajo ni capital - escribía Carlo Cattaneo - que no comience con un acto de la inteligencia. Antes de cualquier trabajo, antes de cualquier capital, está la inteligencia, que comienza la obra e imprime en ella por vez primera el carácter de riqueza".

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Comentario - El trabajo, sus no-lugares y su valor

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (23 KB) el 01/05/2016

Falegname ridUna de las grandes utopías de nuestro capitalismo es la construcción de una sociedad en la que el trabajo humano deje de ser necesario. Determinada economía siempre ha soñado con empresas y mercados tan “perfectos” que permitieran prescindir de los seres humanos. Dirigir y controlar hombres y mujeres es mucho más difícil que gestionar dóciles máquinas y obedientes algoritmos. Las personas concretas tienen crisis, protestan, entran en conflicto unas con otras y siempre hacen cosas distintas de las que deberían hacer según la descripción de su puesto de trabajo, muchas veces cosas mejores.

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La riqueza humana

La riqueza humana

Comentario - El trabajo, sus no-lugares y su valor Luigino Bruni Publicado en pdf Avvenire (23 KB) el 01/05/2016 Una de las grandes utopías de nuestro capitalismo es la construcción de una sociedad en la que el trabajo humano deje de ser necesario. Determinada economía siempre ha soña...
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Comentario – Así las llagas y las crisis se convierten en bendiciones

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (26 KB) el 27/03/2016

Gesù Risorto Pochet 01 ridResurrección es una de las grandes palabras de esta tierra. La vida que renace de la muerte es la primera ley de la naturaleza, las plantas y las flores, que llenan de colores y belleza el mundo y nos dicen que la vida es más grande que la muerte que la nutre. Las mujeres y los hombres renacen muchas veces a lo largo de su existencia. Se encuentran resucitados después de haber sido crucificados por un luto, un abandono, una depresión o una enfermedad. A veces resucitamos resucitando a otros de sus sepulcros. Esas son las resurrecciones más hermosas y verdaderas. Si la resurrección no fuera una palabra humana, amiga y de casa, aquellas mujeres y hombres de Galilea no hubieran sido capaces de intuir algo del misterio, único, que se realizó entre la cruz y el día posterior al sábado.

Pero si la resurrección es una palabra humana, también es una palabra de la economía. Hay mucha resurrección en la economía, en las empresas, en el mundo del trabajo. Podemos verla todas las mañanas, incluso en estos tiempos de crisis, sobre todo en estos tiempos de crisis.

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Pero debemos aprender a ver y a reconocer la resurrección, mirando el mundo con “ojos de resucitado”. No es fácil ver y reconocer las resurrecciones ni a los resucitados, por muchos motivos. Sobre todo porque los cuerpos de los resucitados llevan los estigmas de la pasión. Las heridas, propias y ajenas, nos dan miedo. Huimos de ellas. No somos capaces de vivirlas como el comienzo de la resurrección y el sacramento que siempre la acompaña. Pero cuando buscamos una resurrección sin llagas ni dolor, no la encontramos e incluso podemos confundirla con el éxito. No vemos la resurrección porque pensamos que es la anti-cruz, lo contrario de la pasión, y no su cumplimiento. Huimos de los crucificados y los abandonados y así no vemos a los resucitados, que sólo se encuentran ahí. La resurrección comienza en la cruz y sus señales son para siempre.

La resurrección de Cristo es la resurrección de su cuerpo herido. La novedad de esta resurrección está, entre otras cosas, en su corporeidad. Pero la resurrección del cuerpo no es un regreso al cuerpo del jueves. El acontecimiento de la resurrección no borra las señales de la flagelación y la vía crucis. Cristo se aparece con sus llagas, la luz de la resurrección elimina los estigmas del viernes santo. La gloria del resucitado no es como la de los héroes antiguos; su gloria es humilde, herida, débil. Los resucitados que se aparecen sin llagas son fantasmas, ilusiones, sueños o ideologías y por consiguiente no tienen luz. Nuestra resurrección comienza con el grito de abandono en la cruz. Si no aprendemos a gritar, tampoco aprendemos a resurgir. La lógica de las bienaventuranzas sólo se entiende desde la perspectiva de un resucitado con estigmas.

Las llagas que perduran tras la resurrección son un elemento fundamental para entender la economía de la salvación, pero también la salvación de la economía. Si las heridas permanecen en los cuerpos resucitados, entonces no existe una economía para los crucificados y otra economía para los resucitados. La cruz y la resurrección están dentro de la misma economía, dentro de la misma vida. Si queremos encontrar las verdaderas resurrecciones de nuestra sociedad y de nuestra economía, debemos buscarlas donde ya nadie las busca: entre las muchas empresas que están naciendo de los inmigrantes con sus heridas, en las múltiples cooperativas que florecen dentro de las cárceles, entre los jóvenes que deciden no dejar su tierra y aprender humildemente los antiguos saberes de las manos, en medio de los trabajadores que no se rinden ante todas las razones de la propiedad y el mercado y hacen resurgir su empresa. Sin cometer el error de pensar que las heridas que generan la resurrección un día desaparecerán y todo será luz y sólo luz.

Si escondemos las señales de las llagas, nuestras historias de resurrección, aunque sean auténticas, no se convertirán en lugares creíbles de esperanza para otros que todavía están en la etapa de la cruz. En nuestra economía hay demasiados desmoralizados que sólo esperan poder meter sus manos en las llagas resucitadas para comprender y amar de distinta manera sus propias llagas aún no resucitadas. La resurrección no llega cuando se acaban las heridas sino dentro de ellas.

Uno de los muchos significados de la palabra pésaj, la primera pascua, es el verbo cojear (psj). Cuando el lector de la Biblia lee “cojear” piensa en Jacob, el gran cojo. En el vado nocturno del río Yaboq, Elohim le hirió en el nervio ciático, le dejó cojo y le cambió su nombre por el de Israel. Según una tradición rabínica Jacob cojeó durante el resto de su vida. En el combate nocturno, en el vado del Mar Rojo renació el nuevo pueblo, pero la señal-recuerdo de la esclavitud de Egipto no desapareció nunca de su cuerpo. Del gran combate del Gólgota brotó un cuerpo resucitado con estigmas. La resurrección no borra las heridas, sino que las transforma en bendiciones. En la resurrección, las heridas permanecen pero se hacen luminosas. Las verdaderas resurrecciones se reconocen por la luz que irradian sus llagas.

Ndr – La imagen de “Jesús Resucitado” de Michel Pochet (CentroMaria) se encuentra en la Mariápolis Faro (Križevci, Croacia).

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Comentario – Así las llagas y las crisis se convierten en bendiciones

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (26 KB) el 27/03/2016

Gesù Risorto Pochet 01 ridResurrección es una de las grandes palabras de esta tierra. La vida que renace de la muerte es la primera ley de la naturaleza, las plantas y las flores, que llenan de colores y belleza el mundo y nos dicen que la vida es más grande que la muerte que la nutre. Las mujeres y los hombres renacen muchas veces a lo largo de su existencia. Se encuentran resucitados después de haber sido crucificados por un luto, un abandono, una depresión o una enfermedad. A veces resucitamos resucitando a otros de sus sepulcros. Esas son las resurrecciones más hermosas y verdaderas. Si la resurrección no fuera una palabra humana, amiga y de casa, aquellas mujeres y hombres de Galilea no hubieran sido capaces de intuir algo del misterio, único, que se realizó entre la cruz y el día posterior al sábado.

Pero si la resurrección es una palabra humana, también es una palabra de la economía. Hay mucha resurrección en la economía, en las empresas, en el mundo del trabajo. Podemos verla todas las mañanas, incluso en estos tiempos de crisis, sobre todo en estos tiempos de crisis.

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Con ojos de resucitado

Con ojos de resucitado

Comentario – Así las llagas y las crisis se convierten en bendiciones Luigino Bruni Publicado en  pdf Avvenire (26 KB) el 27/03/2016 Resurrección es una de las grandes palabras de esta tierra. La vida que renace de la muerte es la primera ley de la naturaleza, las plantas y las f...
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Comentario - El mal que alimentamos

de Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 17/11/2015

Siria LapresseFo 48406984 300 ridEn las guerras siempre han combatido muchos inocentes, pobres y jóvenes, enviados a la muerte por unos cuantos ricos, poderosos y culpables. Así estos últimos eludían morir en unas guerras que ellos mismos buscaban y alimentaban con sus intereses. Esta antigua y profunda verdad es hoy menos evidente pero no menos cierta. Realmente estamos dentro de una guerra mundial, distinta de las guerras del siglo XX pero no menos trágica. Una guerra que no se sabe bien cuándo y dónde comenzó, ni cuándo, dónde y cómo terminará. Es una guerra líquida en una sociedad líquida. Los intereses en juego son (casi) invisibles. No sabemos bien quién quiere la guerra, quién gana con ella, quién no quiere que se acabe.

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Esta incapacidad para entender, que se da en todas las guerras complejas, es especialmente fuerte en esta guerra. Pero no por eso debemos renunciar al esfuerzo de pensar y luchar contra las tesis falsas e ideológicas que nos están inundando desde el día siguiente a la masacre de París.

Hay una tesis muy popular que pone a la religión, especialmente a la supuesta naturaleza intrínsecamente violenta del Islam, como la principal razón de esta guerra, si no la única. Es una tesis tan extendida como equivocada. Es cierto que el Corán es ambivalente con respecto a la violencia. Tiene pasajes en los que invita a la guerra santa. Pero también tiene una versión del fratricidio entre Caín y Abel que habla de no violencia con más fuerza incluso que la Biblia judeocristiana. En el relato del Corán los dos hermanos se hablan en el campo. Abel intuye que Caín está levantando su mano contra él para matarle y le dice: «Aunque uses tu mano para matarme, yo no usaré mi mano para matarte a ti» (El sagrado Corán, al-Ma’idah: Sura 5,28). Abel es presentado como el primer no violento de la historia, que muere para no convertirse en un asesino. Esto también está en el Corán. Como en la Biblia están los benjaminitas, la hija de Jefté, las páginas en las que se alaba a Dios porque estrella contra las rocas las cabezas de los hijos de los enemigos, el Señor de los ejércitos, o Jesús cuando dice que ha venido a traer “la espada y no la paz” (Mateo 10). Los libros sagrados de las religiones se escribieron en épocas en las que la guerra era parte corriente de la vida (“En un tiempo en el que los reyes solían ir a la guerra”, 2 Samuel, 11). Al mismo tiempo, las grandes religiones (el Islam es una de ellas) han desarrollado una literatura sapiencial (sirva de ejemplo toda la tradición Sufi) que ha realizado lecturas simbólicas y alegóricas también de las páginas más duras y arcaicas. En algunas épocas, de las páginas más luminosas del Corán emanaba una luz tal que oscurecía los pasajes más tenebrosos. En otras épocas, los párrafos violentos fueron instrumentalizados por los que, en nombre de la religión, simplemente buscaban poder y dinero. Hoy el Islam vive una época difícil. Sectas fundamentalistas utilizan pasajes del Corán para captar jóvenes, víctimas y verdugos de un loco sueño-pesadilla en el que han caído. Son presas en la trampa del cazador de ‘mártires’ a los que usa para fines en los que el Corán es simplemente el cebo. Para combatir este mal que hoy anida en el corazón del Islam y lo está minando desde dentro, es necesario reforzar las defensas inmunitarias para mantener el organismo, que en su conjunto está sano pero sufre. El cuerpo mismo debe expulsar con mayor decisión el virus que ha recibido, resistir contra las células enloquecidas que lo están debilitando infligiéndole mucho dolor. Pero todos los que aman la vida deben ayudar al Islam a conseguirlo. En la era de la globalización no puede lograrlo solo.

Al mismo tiempo, no debemos ser tan ingenuos como para olvidar que en esta guerra hay en juego aspectos económicos de una magnitud enorme. No es casualidad que los terroristas belgas de París vengan de la ciudad más pobre de Bélgica, con una tasa de paro juvenil cercana al 50%. La primera guerra del Golfo en 1991 ciertamente no tuvo su origen en la prevención del fundamentalismo.

En estos meses se habla mucho de las armas que alimentan esta guerra. Hay que seguir hablando de ellas, porque son un elemento decisivo. Precisamente hace pocos días en Cagliari se embarcaban con destino a Siria misiles fabricados y vendidos por empresas italianas. Francia, junto a Italia, es uno de los mayores exportadores de armas de guerra a los países árabes, a pesar de que en nuestro país hay una ley de 1990 que prohíbe la venta de armas a países en guerra. Los mismos políticos que lloran, tal vez con corazón sincero, y declaran una guerra sin cuartel al terrorismo, no hacen nada para reducir la exportación de armas y defienden estas industrias nacionales que mueven grandes cuotas del PIB y cientos de miles de puestos de trabajo. Una moratoria internacional seria que impusiera una prohibición absoluta de venta de armas a países en guerra ciertamente no supondría el fin del califato, el ISIS y el terrorismo, pero sería un movimiento decisivo en la dirección correcta. No se puede alimentar el mal que se quiere combatir. Nosotros lo estamos haciendo desde hace años. No nos damos cuenta hasta que algunas esquirlas de esas guerras entran en nuestras casas y matan a nuestros hijos. En realidad sabemos que mientras la economía y el beneficio sean las últimas palabras de las decisiones políticas, poderes tan fuertes que ninguna política consigue frenar, seguiremos llorando por el luto que contribuimos a provocar.

Hollande se ha equivocado al hablar de “venganza” al día siguiente de la masacre y al perpetrarla después el domingo bombardeando Siria, respondiendo a la sangre con más sangre. Esta no es más que la ley de Lamek, precedente de la misma ‘ley del talión’. La venganza no debe ser nunca la reacción de los pueblos cívicos, ni siquiera después de una de las noches más oscuras de la historia reciente de Europa. La derrota más grande sería el regreso de palabras como ‘venganza’ al léxico de nuestras democracias, que las eliminaron tras milenios de civilización, sangre y dolor.

Para terminar, debemos apoyar, seria y decididamente, a los que se atreven a defender la paz y el diálogo en estos tiempos tan difíciles. En primer lugar al papa Francisco, al que no podemos dejar sólo como única voz pidiendo la paz y la no-violencia. Si millones de nosotros gritáramos que la única respuesta a la muerte es la vida, y lo dijéramos junto a muchos musulmanes heridos y desgarrados como nosotros; si dijéramos ‘no’ a la producción y venta de armas a los que las usan para matarse y matarnos, entonces tal vez las palabras proféticas de Francisco tendrían más eco. Podrían incluso ser tan fuertes como para mover los bajos intereses económicos que cada vez controlan y dominan más el mundo, las religiones y la vida.

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Comentario - El mal que alimentamos

de Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 17/11/2015

Siria LapresseFo 48406984 300 ridEn las guerras siempre han combatido muchos inocentes, pobres y jóvenes, enviados a la muerte por unos cuantos ricos, poderosos y culpables. Así estos últimos eludían morir en unas guerras que ellos mismos buscaban y alimentaban con sus intereses. Esta antigua y profunda verdad es hoy menos evidente pero no menos cierta. Realmente estamos dentro de una guerra mundial, distinta de las guerras del siglo XX pero no menos trágica. Una guerra que no se sabe bien cuándo y dónde comenzó, ni cuándo, dónde y cómo terminará. Es una guerra líquida en una sociedad líquida. Los intereses en juego son (casi) invisibles. No sabemos bien quién quiere la guerra, quién gana con ella, quién no quiere que se acabe.

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Basta ya de armar la guerra

Basta ya de armar la guerra

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Comentario - Altas finanzas, alto riesgo

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (25 KB) el 25/08/2015

Sabemos todos muy poco de lo que verdaderamente está ocurriendo en los mercados y en la bolsa de Shanghai. Esto en sí ya es una mala noticia, porque si hay algo que preocupa a los mercados (y a todos nosotros) es precisamente la falta de transparencia. El temor y la incertidumbre provocan ventas y fugas de capitales que ayer causaron las mayores pérdidas desde 2007 (-8,49%), arrastrando a las bolsas europeas a su peor caída desde 2011. Sin embargo, algo sabemos.

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No hay duda de que el mercado financiero chino ha crecido demasiado y demasiado deprisa en los últimos años, mientras el crecimiento de la economía real y de la actividad manufacturera se ralentizaba. Sobre todo sabemos que en el coloso asiático capitalismo y control estatal están entrelazados de una forma misteriosa y única en la historia. En pocos años la economía china ha sufrido una transformación radical. China ha pasado de ser el país de Jauja para los empresarios occidentales que deslocalizaban sus industrias atraídos por los bajos costes del trabajo, a ser hoy uno de los principales mercados mundiales para el consumo, también de bienes de lujo (no es casualidad que los títulos italianos que más se hunden en Milán sean los de la alta moda). El sector financiero ha experimentado un crecimiento exponencial, gracias, entre otras cosas, al cambio normativo de octubre de 2014 que abrió el mercado bursátil a los inversores internacionales, convirtiendo así las bolsas chinas, que eran plazas periféricas, en el segundo mercado mundial (por detrás tan sólo de Wall Street). Cuando las finanzas crecen a tipos tan altos mientras la economía real se ralentiza, lo que se forma es una burbuja especulativa que, como nos enseña la historia económica, antes o después termina estallando.

Es todavía demasiado pronto para saber si estamos en vísperas de otro tsunami financiero mundial con epicentro en China o si únicamente se trata de un rebote y un ajuste de ciclo de las rentas financieras chinas que, después de haber crecido mucho el último año, ahora están devolviendo las ganancias (hasta hoy las pérdidas veraniegas ‘solamente’ han dejado en cero las ganancias de los últimos doce meses). Pero si nos fijamos bien en lo que está ocurriendo en el mundo (en la política monetaria de la Reserva Federal, en la caída del precio del petróleo o en las incertidumbres sobre el futuro de Grecia y de Europa), podemos intentar algunas consideraciones de carácter general sobre el estado de salud del sistema económico-financiero global.

Lo primero que esta crisis china nos dice es que, a pesar de los efectos devastadores de la última gran crisis financiera norteamericana y europea, la especulación no se ha detenido en ningún país, orientándose más hacia las economías emergentes, China en primer lugar. Las instituciones políticas, económicas y financieras no han aprendido ninguna lección de las lágrimas de estos ocho años. En cuanto las economías de Estados Unidos y de los estados europeos más fuertes han vuelto a crecer, las políticas, las leyes y sobre todo la actitud cultural de las instituciones en relación con las finanzas han vuelto a ser esencialmente las mismas que antes del 2007. En materia de economía y finanzas la historia es una maestra que sólo tiene pésimos alumnos. La crisis del euro y de Grecia ha distraído de nuevo a la opinión pública, que ha dejado de ocupare, con oportuno sentido crítico, del mundo de las grandes finanzas, las cuales han seguido, durante nuestra distracción, haciendo tranquilamente lo que mejor saben hacer.

Así pues, el primer mensaje de estas turbulencias chinas es fuerte y claro: las altas finanzas hoy son el único y verdadero poder mundial y no podemos permitirnos ignorarlo o dejarlo únicamente en manos de los especialistas (que, entre otras cosas, llevaban meses dando la voz de alarma sobre las bolsas chinas), porque cuando las grandes burbujas financieras estallan siempre es demasiado tarde.

El segundo mensaje tiene que ver con la suerte del capitalismo global. Aunque la retórica de las grandes potencias enfatice la salud de las economías occidentales, en realidad nuestro sistema global es extremadamente vulnerable, porque lo estamos alejando progresivamente del trabajo humano y de la economía real para basarlo en riquezas demasiado abstractas y virtuales. Preguntémonos: ¿qué valor ha creado la economía china este último año, si ha quedado destruido en unas cuantas sesiones de la bolsa? ¿Sobre qué valor y sobre qué valores se apoya nuestro nuevo mundo? 

Desde estas páginas, mientras arreciaban nuestras crisis económicas y financieras, varias veces y con distintas voces hemos recordado que las grandes burbujas especulativas se convertirían en la norma y no en la excepción del nuevo capitalismo financiero. Si nuestras economías producen bienestar desconectadas de nuestro trabajo, es probable que la burbuja china de hoy o una mega-burbuja financiera mañana destruyan en pocos días la pseudo-riqueza en la que creíamos que se basaban nuestros consumos y nuestras hipotecas. Para evitar este triste escenario, no demasiado improbable, es necesario un nuevo protagonismo de la política local y global. En el fondo, los torpes intentos del gobierno chino para gobernar una finanzas que se han convertido en ingobernables, nos dicen también que una economía y unas finanzas totalmente fuera de las dinámicas democráticas se transforman en máquinas incontrolables, que hoy nos hacen exultar por unas ganancias sin esfuerzo y mañana llorar por unas pérdidas que recaen mayoritariamente sobre los que nunca habían disfrutado de las primeras y fáciles ganancias.

Mientras todos contenemos la respiración en espera de los acontecimientos de los próximos días, volvamos a ocuparnos de las finanzas, a estudiarlas más; ejerzamos nuestra soberanía de ciudadanos, pidamos más democracia económica y financiera, si no queremos resignarnos a convertirnos cada vez más en súbditos de un imperio invisible.

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Comentario - Altas finanzas, alto riesgo

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (25 KB) el 25/08/2015

Sabemos todos muy poco de lo que verdaderamente está ocurriendo en los mercados y en la bolsa de Shanghai. Esto en sí ya es una mala noticia, porque si hay algo que preocupa a los mercados (y a todos nosotros) es precisamente la falta de transparencia. El temor y la incertidumbre provocan ventas y fugas de capitales que ayer causaron las mayores pérdidas desde 2007 (-8,49%), arrastrando a las bolsas europeas a su peor caída desde 2011. Sin embargo, algo sabemos.

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El imperio invisible

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Comentario – La hospitalidad, fundamento de nuestra civilización

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (41 KB) el 19/08/2015

Immigrazione 02 ridEl deber de la hospitalidad es el muro de carga de la civilización occidental y el ABC de una buena humanidad. En el mundo griego, el forastero era portador de una presencia divina. Son muchos los mitos en los que los dioses adquieren la semblanza de un extranjero de paso. La Odisea es, entre otras cosas, una gran enseñanza sobre el valor de la hospitalidad (Nausícaa, Circe…) y  sobre la gravedad de su profanación (Polifemo, Antínoo). En la antigüedad, la hospitalidad estaba regulada por auténticos ritos sagrados, expresión de la reciprocidad de dones. El que ofrecía hospitalidad realizaba un primer gesto de acogida y, al despedir al huésped, le entregaba un “regalo de despedida”. Éste, por su parte, debía ser discreto y sobre todo agradecido.

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La hospitalidad es una relación. En realidad, la palabra huésped designa tanto a la persona hospedada como a la que hospeda (aunque esta segunda acepción se use poco, ndt). Al forastero no se le preguntaba el nombre ni la identidad antes de acogerlo en casa. Ser extranjero y necesitado eran suficientes razones para que se pusiera en marcha la gramática de la hospitalidad. La reciprocidad en las relaciones de acogida se encontraba en la base de las alianzas entre personas y comunidades, que conformaban la gramática fundamental de la convivencia pacífica entre los pueblos.

La guerra de Troya, icono mítico de todas las guerras, nació de una violación de la hospitalidad (por parte de Paris). La civilización romana mantuvo el reconocimiento del carácter sagrado de la hospitalidad y también la reguló jurídicamente. La Biblia, por su parte, es un continuo canto al valor absoluto de la hospitalidad y la acogida de los forasteros, a los que con frecuencia se les ve como “ángeles”. El primer gran pecado de Sodoma consistió en negar la hospitalidad a dos de los hombres que fueron huéspedes de Abraham y Sara en el encinar de Mambré (Génesis, 18-19). Uno de los episodios bíblicos más espeluznantes es otra profanación de la hospitalidad: la violación homicida de los benjaminitas de Guibeá (Libro de los Jueces, 19). El cristianismo recogió estas tradiciones sobre la hospitalidad y las interpretó como una declinación del mandamiento del agape y como expresión directa de la predilección de Jesús por los últimos y los pobres: “Era extranjero y me acogisteis” (Mateo 25,35).

En aquellas culturas antiguas, en las que que seguía vigente la “ley del talión” y aún no se habían reconocido casi ninguno de los derechos humanos que Occidente ha conquistado y proclamado en estos últimos siglos, la hospitalidad fue elegida como la primera piedra de una civilización de la que después florecería la nuestra. En un mundo mucho más inseguro, indigente y violento que el nuestro, aquellos hombres antiguos comprendieron que el deber de hospitalidad era esencial para salir de la barbarie. Los pueblos bárbaros y poco civilizados no conocen ni reconocen al huésped. Polifemo es la imagen perfecta de la falta de civilización y la deshumanización, porque devora a sus huéspedes en lugar de acogerlos. La hospitalidad es la primera palabra de la civilización, porque donde no se practica la hospitalidad se practica la guerra y se impide la paz (shalom) y el bienestar.

Así pues, cuando interrumpimos la antiquísima práctica de la hospitalidad, olvidamos que somos cívicos, humanos e inteligentes. Si la hospitalidad es el primer paso para entrar en el territorio de la civilización, su negación automáticamente se convierte en el primer paso para volver hacia atrás, al mundo de los cíclopes, donde sólo reinan la fuerza física y la altura.

Los pueblos sabios saben que la hospitalidad nos conviene a todos, aunque nos cueste a cada uno individualmente. Por eso es necesario protegerla y hablar muy bien de ella, si queremos que resista cuando los costes son elevados. La reciprocidad de la hospitalidad no es un contrato, porque no hay equivalencia entre lo que damos y lo que recibimos y, sobre todo, porque el hecho de ser acogedores hoy no genera ningún tipo de garantía de que encontraremos acogida mañana, cuando la necesitemos. No existe un contrato de seguro que cubra la falta de acogida mañana de los que hoy han sido acogedores. Por eso la hospitalidad es un bien común y, en consecuencia, frágil. Como todos los bienes comunes, se destruye si no está sostenido por una inteligencia colectiva más grande que los intereses individuales y de parte. Pero, como ocurre con todos los bienes comunes, una vez que se ha destruido el bien ya nadie puede disfrutar de él y es casi imposible reconstruirlo.

Europa nació del encuentro entre el humanismo judeocristiano y los humanismos griego y romano basados en la hospitalidad. Pero Occidente ha mantenido también siempre viva un alma benjaminita y polifémica, que ha llegado a ser dominante durante largos periodos, siempre oscuros. Es el alma que ve a los huéspedes sólo como amenazas o como presas. Hoy este espíritu oscuro, incivil y nada inteligente está aflorando de nuevo, y es urgente ejercitar el valioso discernimiento de los espíritus. Evitando, por ejemplo, dar crédito a quien nos cuenta que Polifemo ha devorado a los compañeros de Ulises porque eran demasiados a bordo y la nave podía hundirse de regreso a Itaca, o que los benjaminitas querían encontrar a los huéspedes de Lot sólo para revisar sus documentos. El reconocimiento del valor y del derecho de la hospitalidad es anterior a todas las políticas y las técnicas para gestionarla y hacerla sostenible.

La hospitalidad es un espíritu, un espíritu bueno. Se nota cuando falta. Hay que conocer los espíritus, reconocerlos y llamarlos por su nombre, y a los malos espíritus simplemente hay que echarlos.

En la casa de la humanidad, si no hay sitio para el otro tampoco hay sitio para mí. Está escrito: "No os olvidéis de la hospitalidad; gracias a ella hospedaron algunos, sin saberlo, a ángeles" (Carta a los Hebreos).

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Comentario – La hospitalidad, fundamento de nuestra civilización

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (41 KB) el 19/08/2015

Immigrazione 02 ridEl deber de la hospitalidad es el muro de carga de la civilización occidental y el ABC de una buena humanidad. En el mundo griego, el forastero era portador de una presencia divina. Son muchos los mitos en los que los dioses adquieren la semblanza de un extranjero de paso. La Odisea es, entre otras cosas, una gran enseñanza sobre el valor de la hospitalidad (Nausícaa, Circe…) y  sobre la gravedad de su profanación (Polifemo, Antínoo). En la antigüedad, la hospitalidad estaba regulada por auténticos ritos sagrados, expresión de la reciprocidad de dones. El que ofrecía hospitalidad realizaba un primer gesto de acogida y, al despedir al huésped, le entregaba un “regalo de despedida”. Éste, por su parte, debía ser discreto y sobre todo agradecido.

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No somos Cíclopes

No somos Cíclopes

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No hay perdón para los pueblos, pero sí para las instituciones financieras

de Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 15/07/2015

Comunità europeaLa comunidad europea, al igual que cualquier otra comunidad, es una forma de bien común. La ciencia económica nos enseña que los bienes comunes, por su naturaleza, son susceptibles de ser destruidos. Es de sobra conocida la ‘Tragedia de los bienes comunes’ (Garrett Hardin, 1968), que ocurre cuando los usuarios de un bien común tratan de maximizar su interés individual, olvidando, o poniendo muy en segundo plano, el hecho de que ese bien común se deteriora por el consumo. Según el conocido ejemplo, cuando los usuarios de un prado comunal sólo ven sus costes y beneficios subjetivos, se sienten incentivados a llevar a pastar al mayor número posible de vacas, y el resultado final del proceso es la destrucción del pasto.

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El principal mensaje de la teoría de los bienes comunes es la destrucción del bien como efecto no intencionado: nadie lo desea, pero todos contribuyen a destruirlo.

La crisis de Grecia nos muestra que los distintos países que dieron vida a la Unión hoy corren el peligro de destruir el bien común que construyeron en décadas pasadas. La premio Nobel de economía Elinor Ostrom decía que sólo es posible evitar la tragedia de los bienes comunes cambiando la perspectiva cultural: hay que pasar de la lógica del “yo” a la del “nosotros”, y empezar a ver el bien común como un ‘bien de todos’ y no como un ‘bien de nadie’.

En las comunidades, nos lo dice incluso su raíz etimológica (cum-munus), los dones y las obligaciones se encuentran entrelazados. La palabra latina munus significa don y obligación, ambas cosas. Sabemos que el don por sí solo no es suficiente, pero tampoco lo es la obligación; ambos son co-esenciales. Los contratos y las reglas son una de las dos caras de la moneda de las comunidades. Cuando falta la otra cara, la del don, las comunidades implosionan, se colapsan, se autodestruyen. Hoy en Europa falta la cara del don, un don que, sin embargo, fue un elemento fundamental de su creación en la postguerra. Ahora las reglas han ocupado todos los espacios, y el pacto fundacional se está viendo reducido a simple contrato. Pero en los contratos, a diferencia de lo que ocurre en los pactos, no hay espacio para el don. Las comunidades desaparecen y en su lugar surgen los clubs.

Una solución posible y sostenible de la crisis griega debería haber contemplado la con-donación parcial de la deuda, porque, dadas las condiciones económicas, psicológicas y sociales en las que se encuentra Grecia, es impensable que pueda devolver una deuda tan elevada generando más deuda mediante nuevos préstamos despiadados. En realidad, la paradoja más desconcertante de estos años de crisis financiera y económica es cómo se aplica el registro del don a las deudas de las finanzas mientras se niega a los pueblos y a los ciudadanos. ¿Cuántos miles de millones de deuda se han condonado a las instituciones financieras?

El grave error de la Europa de hoy o, mejor dicho, de algunos de sus gobernantes más poderosos, está en pensar que pueden resolver la crisis del pacto recurriendo únicamente al registro del contrato. De toda gran crisis se sale con una buena combinación de reglas y dones, nunca con el simple endurecimiento de las reglas. Los dones se fortalecen con la educación a la responsabilidad ante las reglas, y las reglas se humanizan cuando van acompañadas de la gratuidad del don. Pero, antes de dar a los que han cometido errores (y también los griegos los han cometido), es necesario mostrar aprecio y confianza en que ese pueblo y sus ciudadanos cuentan con las energías morales necesarias para volver a empezar y ser dignos de una nueva confianza. La confianza verdadera es antes que nada don, porque cuando la confianza se basa únicamente en los contratos, éstos acaban por destruir la confianza que intentaban regenerar.

Las reglas sin perdón, las obligaciones sin don, nunca son capaces de mantener los bienes comunes, en particular los bienes primarios sobre los que se apoya nuestra frágil democracia.

Hemos llegado a Plutón, hemos hecho progresos extraordinarios y maravillosos en ciencia y tecnología. Esta crisis nos está mostrando que en la capacidad relacional y ética para gestionar grandes crisis colectivas nos parecemos todavía demasiado a los hombres del Neolítico y que probablemente hayamos perdido algunas de las habilidades y sabidurías que el Medievo cristiano y la modernidad nos dejaron en herencia.

La oikonomia, es decir las reglas de la casa, no son suficientes para edificar una buena polis. En Europa hoy hace falta don y per-dón, una palabra extraña a la economía capitalista, que nadie tiene el valor de evocar en las mesas importantes, entre otras cosas porque la hemos gastado, devaluado y reducido a fruslería y a filantropía privada. Pero si no recuperamos esta gran palabra, fundamento de la comunidad, estamos condenados a asistir al inexorable declive de una tierra común que todavía puede tener recursos para nutrirnos.

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No hay perdón para los pueblos, pero sí para las instituciones financieras

de Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 15/07/2015

Comunità europeaLa comunidad europea, al igual que cualquier otra comunidad, es una forma de bien común. La ciencia económica nos enseña que los bienes comunes, por su naturaleza, son susceptibles de ser destruidos. Es de sobra conocida la ‘Tragedia de los bienes comunes’ (Garrett Hardin, 1968), que ocurre cuando los usuarios de un bien común tratan de maximizar su interés individual, olvidando, o poniendo muy en segundo plano, el hecho de que ese bien común se deteriora por el consumo. Según el conocido ejemplo, cuando los usuarios de un prado comunal sólo ven sus costes y beneficios subjetivos, se sienten incentivados a llevar a pastar al mayor número posible de vacas, y el resultado final del proceso es la destrucción del pasto.

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Las (i)lógicas insidias al bien común llamado Europa

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