stdClass Object ( [id] => 16880 [title] => Los pobres y los «teoremas de la culpa» [alias] => los-pobres-y-los-teoremas-de-la-culpa [introtext] =>Editorial – A la raíz del ataque a las redes de solidaridad
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 30/04/2019
Una de las mayores novedades morales que trajo consigo el humanismo cristiano y europeo fue la liberación de los pobres de la culpabilidad por su pobreza. El mundo antiguo nos había dejado en herencia la idea, muy radicada y extendida, de que la pobreza no era sino una maldición divina merecida por alguna culpa cometida por el pobre o por sus antepasados. De este modo, los pobres eran condenados dos veces: una por la vida y otra por la religión (el libro de Job es una de las cimas éticas de la antigüedad precisamente porque es una reacción contra la idea de la pobreza como culpa), y los ricos se sentían tranquilos, justificados y doblemente bendecidos.
[fulltext] =>Sin embargo, en Europa no fueron las ciudades ni los estados, con sus instituciones políticas, las que liberaron a los pobres de su maldición. Es más, desde los tiempos del Imperio Romano hasta la Edad Moderna, pasando por la Edad Media, los estatutos y las leyes ciudadanas tuvieron mucho cuidado de señalar a los pobres y mendigos voluntarios y por tanto culpables, para expulsarlos fuera de los muros de la ciudad. No debemos olvidar que la historia política de las ciudades europeas es también (a veces sobre todo) una historia de exclusión de pobres, judíos, migrantes, heréticos y vagabundos, a los que no se les consideraba dignos de la “confianza” necesaria para entrar en el club de los mercados de las nuevas ciudades. Pero, gracias a Dios, las instituciones políticas de las ciudades burguesas y mercantiles no eran las únicas instituciones europeas. Estaban también las instituciones surgidas de la fe religiosa. El cristianismo aportó una gran innovación en el campo de la pobreza.
Era una religión fundada por un hombre no rico, al que seguían muchos apóstoles y discípulos pobres, que osaba llamar “bienaventurados” a los pobres, en un contexto religioso y cultural que descartaba y maldecía a los pobres; y que a lo largo de su vida hizo de todo para mostrar que los enfermos y los pobres no eran culpables de su enfermedad ni de su pobreza (como el ciego de nacimiento, el paralítico, los leprosos…). La Iglesia de los primeros tiempos continuó esta revolución ética y por eso San Ambrosio pudo escribir: «No es cierto que los pobres sean malditos» (La viña de Nabot). Debía decirlo con fuerza, porque era muy consciente de que iba en contra de la mentalidad corriente. Esta gran novedad religiosa y social dio paso, siglos después, a Francisco y a las órdenes mendicantes, que vivieron y mostraron una idea de la pobreza como camino de liberación y felicidad que irrigó todo el segundo milenio y los grandes carismas sociales de la modernidad, que vieron a los pobres no como malditos sino como imagen del Cristo pobre y sufriente.
Esta cancelación del estigma de maldición se encuentra en la raíz de muchos hospitales, escuelas y orfanatos que constituyeron el fundamento del estado europeo del bienestar. Mientras los políticos de ayer discutían, como los de hoy, acerca de las distintas categorías de pobres (voluntarios e involuntarios, merecedores o no merecedores…), aquellos carismas sociales nos decían que el pobre es solo pobre y que su condición objetiva de necesidad es la que lo hace prójimo y por tanto merecedor de ayuda. El samaritano no ayuda al hombre víctima de los bandidos porque fuera portador de ningún mérito, sino porque era una víctima y era un hombre (“Un hombre bajaba…”). La culpa no ha sido nunca una buena clave de lectura para entender y sanar la pobreza, porque cada vez que se empieza a analizar las culpas siempre se encuentra alguna para condenar a un débil.
Fueron los carismas y no las instituciones políticas de las ciudades y de los estados modernos, las que superaron la tremenda distinción entre pobres buenos y pobres malditos, las que cerraron los “hospitales” donde los pobres culpables eran encerrados y sometidos a verdaderos trabajos forzados de reinserción social, bien conocidos en muchas ciudades europeas de los siglos pasados. Sin la mirada distinta sobre la pobreza y sobre los pobres de cientos y miles de sacerdotes, laicos, monjas y frailes, Europa habría sido distinta y ciertamente peor para los pobres y por tanto para todos, porque la condición de los más pobres y su consideración social son los primeros indicadores de la moralidad de una civilización.
Hace algunos años que esta cultura europea distinta de la pobreza ha entrado en una crisis profunda. Hay muchas causas, pero ciertamente uno de los factores decisivos se encuentra en la cultura del business, que se está conviertiendo en la cultura dominante en todos los ámbitos de la vida en común. Una cultura económica de matriz prevalentemente anglosajona, que, en nombre de la meritocracia está volviendo a introducir en todas partes la arcaica tesis de la pobreza como maldición y culpa. ¿Por qué? La lógica económica está en el origen de las religiones antiguas, que nacen en torno a la idea mercantil del intercambio entre los hombres y sus divinidades.
El primer homo oeconomicus fue el homo religiosus, que interpretó la fe como un comercio, como un toma y daca con la divinidad, como un sistema de deudas y créditos a gestionar mediante ofrendas y sacrificios. La Biblia y después el cristianismo lucharon con todas sus fuerzas para liberar a los hombres de la idea económica de Dios. Hoy, con el debilitamiento cultural de la religión judeo-cristiana, por el horizonte secularizado vuelve a asomar la antigua idea del dios económico y por tanto de las culpas, los méritos y deméritos, los sacrificios y los nuevos ídolos. En el “crepúsculo de los dioses” nos hemos despertado encadenados por una religión-idolatría que lleva consigo la idea arcaica del pobre como culpable. Pero su mejor golpe, el más genial, es que ha conseguido presentárnoslo como una innovación moral, como una forma elevada de justicia, sencillamente llamándolo con un nombre evocador: meritocracia. La meritocracia se está convirtiendo en una legitimación ética de la condena moral al pobre, que primero interpreta la falta de (algunos tipos de) talento como culpa, después condena al pobre como carente de méritos y finalmente lo descarta junto con aquellos que cuidan de él.
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Editorial – A la raíz del ataque a las redes de solidaridad
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 30/04/2019
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 23/11/2018
Si a alguien le quedan dudas de que nuestro capitalismo se ha convertido en algo muy parecido a una religión, solo tiene que darse una vuelta hoy por la web y por los principales centros comerciales, mirar bien a su alrededor y tratar de entender qué es lo que está ocurriendo verdaderamente. Lo que está ocurriendo en los lugares donde se celebra el Black Friday se parece mucho a un fenómeno religioso, que nos recuerda a las funciones de las religiones tradicionales.
[fulltext] =>Este capitalismo tiene una necesidad cada vez mayor de ritos, liturgias, iglesias, fiestas, procesiones, cantos, palabras sagradas, sacerdotes y comunidades. Como toda religión, quiere traspasar el umbral del templo para introducirse en otro tiempo en el que saborear dimensiones no ordinarias de la vida. Pero si nos fijamos bien, nos daremos cuenta de que a cada uno de estos elementos “sagrados” se le ha amputado uno o varios componentes esenciales. Esta amputación es precisamente la que aleja al capitalismo consumista de las religiones “verdaderas” (en particular del horizonte bíblico judeocristiano) y lo acerca a los cultos idolátricos típicos de las primeras formas religiosas arcaicas, pero sin la pureza de la mirada de los hombres antiguos. De este modo, el hombre contemporáneo, en el crepúsculo de los dioses de las religiones tradicionales, se encuentra con un mundo liberado del Dios bíblico y repoblado por infinitos ídolos, menos interesantes que los egipcios o babilonios.
Para entenderlo, pensemos en los descuentos, que son el centro a cuyo alrededor gira el rito del Black Friday. Aunque cada año surgen dudas acerca de su “verdad”, en general se trata de descuentos reales. Lo son porque el descuento de verdad es un elemento esencial del culto. Los descuentos deben ser reales, porque no existe religión sin alguna forma de don, gracia y sacrificio. Pero hay una diferencia fundamental, enormemente reveladora de la naturaleza sagrada de este día. En las religiones tradicionales es el fiel quien ofrece dones a Dios. En cambio, en la “religión” capitalista es la empresa-dios quien ofrece “dones” a sus fieles. La dirección cambia porque también el sentido del culto es contrario. En la religión del consumo el ídolo no es el objeto de consumo sino el consumidor, a quien las empresas tratan de fidelizar (otra palabra religiosa) con su sacrificio-descuento. Don sin gratuidad y, por consiguiente, no religión sino idolatría..
Pero hay más. El don de este día es un don homeopático, es decir en base a que lo semejante cura lo semejante. Este es también un concepto muy arcaico. En el don homeopático se toma una pequeñísima parte de la enfermedad que se quiere curar y se introduce en el cuerpo con el fin de inmunizarlo. El capitalismo sabe muy bien que el don verdadero y libre sería subversivo y desestabilizador para los equilibrios empresariales y financieros, entre otras cosas porque no tiene precio, no está en venta, no puede ser incentivado. Por eso, lo esteriliza introduciendo en el cuerpo una especie de “donúnculos”. En su esencia, el Black Friday es un gran intento del mercado por inmunizarse del don por medio del descuento, para tratar de mantener la gratuidad auténtica muy lejos de sus templos.
No es casualidad que el Black Friday se celebre al día siguiente del día de Acción de gracias. El Thanksgiving day es el memorial de la gran abundancia de la primera cosecha, cuando los peregrinos llegaron al Nuevo Mundo. Es la fiesta de la gratitud y de la gratuidad, que hoy el día siguiente trata de neutralizar. Debemos hacer todo lo posible para que no lo consiga. Porque si un día la gratuidad fuera definitivamente expulsada de los mercados y de las empresas, la economía entera implosionaría. El magnífico sistema económico vive y se regenera cada día porque millones de personas dan a sus empresas más de lo que están obligadas a dar por contrato y por incentivo. Y lo hacen sencillamente trabajando, entrando cada mañana en la oficina y en la tienda como personas completas y por tanto también con capacidad de dar y de darse, porque es ahí donde se juega gran parte de nuestra dignidad y libertad. La principal defensa de la guerra constante, tenaz y creciente, desencadenada contra la gratuidad está sobre todo en tratar de conservar la capacidad moral y espiritual para distinguir el don del descuento. Debemos salvar esta distinción sobre todo para los niños de hoy, los “nativos” del Black Friday, porque el día que comiencen a confundir el don con el descuento se encontrarán en un mundo infinitamente más pobre. El precio de la gratuidad es infinito, ningún descuento puede reducir su valor.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 09/10/2018
El primer problema, radical, que tienen aquellos que se dedican a estudiar, a escribir o a legislar sobre la pobreza es la incompetencia. Dado que no somos generalmente pobres, no poseemos ese conocimiento específico que solo tienen quienes viven en condiciones de pobreza. Los discursos y las acciones sobre la pobreza son a menudo ineficaces, cuando no dañinos, porque son abstractos precisamente por falta de competencia. No es casualidad que dos de los mayores estudiosos de la pobreza, Muhammad Yunus (premio Nobel de la paz) y Amartya Sen (premio Nobel de economía) sean originarios de Bangladesh e India, respectivamente. Ambos proceden de experiencias de contacto con la pobreza de verdad y no han dudado en “mojarse” contribuyendo a crear instituciones y proyectos para aliviar la pobreza (Grameen Bank y el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas). Para entender la pobreza e intervenir en ella no basta el sentido común, que con frecuencia causa muchos daños. Por el contrario, hay que trabajar mucho, haciendo todo lo posible para adquirir, con el estudio y el contacto frecuente con las personas a las que se quiere ayudar, las competencias que faltan y son necesarias.
[fulltext] =>Lo primero que se entiende cuando se dejan los despachos y los estudios de televisión para entrar en la pobreza concreta, es hasta qué punto resulta inadecuada una de las ideas más radicadas de la sociología del siglo XX, conocida como "pirámide de Maslow", demasiado abstracta para ser verdadera. ¡Cómo pensar que las personas tenemos necesidades ordenadas por una jerarquía piramidal, en cuya base se encuentran las necesidades fisiológicas (hambre, sed, calor y frío…) y solo una vez satisfechas estas podemos permitirnos el lujo de pasar a las necesidades de orden superior (seguridad y protección), y después a las de pertenencia y luego a las necesidades de estima, para terminar, una vez saciados, calientes y estimados, dándonos el lujo de dedicarnos a las necesidades de autorrealización que ocupan el vértice de la pirámide! Como si las personas no murieran también por falta de estima y de sentido, o como si la visita cada noche de una nieta al abuelo hospitalizado alimentara menos que la sopa. Esta antigua teoría (de 1954) ha sufrido muchas críticas, desarrollos y rectificaciones, pero la idea de que existen necesidades primarias y esenciales vinculadas al cuerpo, al vestido, al techo y solo después necesidades más “altas”, sigue estando muy radicada en las políticas públicas y en la cultura media de la población. De hecho, la encontramos también, implícita, en el debate actual sobre la renta de ciudadanía.
Cuando yo era niño, la renta de mi padre (vendedor ambulante de pollos y gallinas) durante muchos años no llegaba al equivalente a los 780 euros de los que se habla hoy, y nadie sabía si el dinero llegaría todos los meses a casa, donde lo esperábamos mi madre y los cuatro hijos. Pero en los cumpleaños y en los Reyes Magos nuestros regalos tenían que ser tan bonitos como los de nuestros compañeros de escuela más ricos. Mi padre renunciaba incluso a algunos bienes primarios, pero no ahorraba en aquellos juguetes porque no quería que nos avergonzáramos en la escuela. Estaba en juego su dignidad y la nuestra. Mis abuelos eran agricultores y tuvieron que alimentar a siete hijas, pero en las fiestas importantes tenía que haber comida y vino de sobra. Aquellas comidas excesivas no eran menos esenciales que las patatas y el pan de cada día, porque eran momentos decisivos donde se recreaban y cuidaban los vínculos sociales que unían a los miembros de la comunidad e impedían que cayeran todos en los días difíciles, cuando la falta de bienes primarios se suplía con estos otros bienes igual de primarios. Cuando fui a estudiar al extranjero, el dinero no me llegaba para pagar el tren y comprar un periódico en italiano. Le pedí a un amigo que me dejara una bicicleta, de modo que me ahorraba el billete del tren y con esos dos francos podía leer artículos que están en la raíz de lo que he escrito muchos años después y de lo que escribo ahora.
La teoría de la pobreza de Amartya Sen se basa en un axioma fundamental, una especie de piedra angular de su edificio científico: la pobreza es la imposibilidad que tiene una persona para llevar la vida que le gustaría vivir. Por tanto, la pobreza es una carestía de libertad efectiva, porque la falta de lo que él llama capabilities (capacidad de hacer y de ser) se convierte en un obstáculo, muchas veces insuperable, para llevar la vida que nos gustaría.
Una de las capacidades fundamentales para Sen consiste en poder salir en público sin avergonzarse (de sí mismo y de los juguetes de los niños). Es una de las ideas económico-sociales más revolucionarias y humanísticas del último siglo.
El primer mensaje, serio y preocupante, es esta visión competente de la pobreza es el relativo a la dificultad de aumentar las libertades con dinero. Algunos de estos obstáculos, generalmente la mayoría, no son consecuencia de la falta de renta, sino de la falta de capabilities, que son una especie de bien capital (stock). Esta ausencia se crea a lo largo de los años, con frecuencia ya desde la infancia. La falta de renta es un efecto de la ausencia de capitales. Estos bienes capitales son la enseñanza, la salud, la familia, la comunidad, los talentos laborales, las redes sociales. Para cuidarlos es necesario realizar intervenciones estructurales que requieren mucho tiempo, voluntad política y el compromiso serio de la sociedad civil. Si las personas no usan la renta que reciban del gobierno para fortalecer o crear algunos de estos capitales, ese dinero no reducirá la pobreza, porque las personas seguirán siendo pobres aunque con un poco más de consumo. El primer bien capital a partir del cual puede una persona volver a empezar tiene un nombre antiguo pero muy hermoso: trabajo.
Pero hay un segundo mensaje. Si estos 780 euros (como máximo) no se convierten en una mayor libertad para comprar libros o periódicos, para organizar una fiesta o un viaje, para comprarle un juguete a un niño o una pulsera a la novia, para preparar una cena abundante con los amigos más queridos con la que decirles que finalmente nuestra vida está cambiando y que hemos comenzado de nuevo a tener esperanza…, esa renta no reducirá ninguna pobreza o reducirá sus aspectos menos importantes.
Todos sabemos, o deberíamos saber, que debido a la misma naturaleza “capital” de muchas formas de pobreza, el peligro de que el dinero de la renta de ciudadanía acabe en los lugares equivocados es muy alto. Por eso debemos hacer todo lo posible para eliminar y reducir algunos de estos lugares equivocados (empezando por los juegos de azar). Pero si es cierto que la pobreza es falta de libertad, entonces no ofendamos a la libertad con listas de “bienes primarios” escritas en un despacho, o con controladores que deberían decirnos si un libro o un juguete cuestan demasiado para que un “pobre” se lo pueda permitir. La primera “renta” que necesitan muchos pobres de nuestros países es darles una señal de confianza y dignidad. Que alguien les diga que son pobres, pero antes son personas adultas y pueden decidir, también ellos, si es más primario un vestido o un regalo para una persona querida..
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 09/10/2018
El primer problema, radical, que tienen aquellos que se dedican a estudiar, a escribir o a legislar sobre la pobreza es la incompetencia. Dado que no somos generalmente pobres, no poseemos ese conocimiento específico que solo tienen quienes viven en condiciones de pobreza. Los discursos y las acciones sobre la pobreza son a menudo ineficaces, cuando no dañinos, porque son abstractos precisamente por falta de competencia. No es casualidad que dos de los mayores estudiosos de la pobreza, Muhammad Yunus (premio Nobel de la paz) y Amartya Sen (premio Nobel de economía) sean originarios de Bangladesh e India, respectivamente. Ambos proceden de experiencias de contacto con la pobreza de verdad y no han dudado en “mojarse” contribuyendo a crear instituciones y proyectos para aliviar la pobreza (Grameen Bank y el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas). Para entender la pobreza e intervenir en ella no basta el sentido común, que con frecuencia causa muchos daños. Por el contrario, hay que trabajar mucho, haciendo todo lo posible para adquirir, con el estudio y el contacto frecuente con las personas a las que se quiere ayudar, las competencias que faltan y son necesarias.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 23/08/2018
La palabra economía tiene su origen en un término griego que hace referencia directamente a la casa y por tanto a la familia (oikos nomos = normas para gestionar la casa). Sin embargo, la economía moderna, y la contemporánea más aún, fue pensada como un ámbito regido por otros principios distintos, en buena parte opuestos, a los principios y valores que siempre han regido la familia y lo siguen haciendo. Un principio fundamental para la familia, tal vez el primero en el que se sustentan todos los demás, es la gratuidad. Es un principio que se sitúa en las antípodas de la economía capitalista, que solo conoce sucedáneos de la gratuidad (descuentos, filantropía, rebajas) que tienen la función de inmunizar a los mercados de la gratuidad verdadera.
[fulltext] =>La familia es el principal lugar donde aprendemos, durante toda la vida, pero de modo especial en la infancia, lo que Pavel Florensky llamaba "el arte de la gratuidad". Sobre todo cuando somos niños, allí es donde aprendemos a trabajar, porque no hay trabajo bien hecho sin gratuidad. Sin embargo, nuestra cultura ha asociado la gratuidad a lo que se da gratis, al artículo promocional, al descuento, a la media hora no remunerada que hacemos de más en el trabajo, al precio cero (San Francisco decía que la gratuidad tiene un precio infinito: no se puede comprar ni vender porque es impagable). En realidad, la gratuidad es importantísima, como nos ha explicado con enorme claridad también la Caritas in veritate, que reivindica para la gratuidad el estatus de principio económico. La gratuidad es charis, gracia, pero también agape, como bien sabían los primeros cristianos, que traducían la palabra griega agape con la expresión latina charitas (con h), precisamente para indicar que esa palabra latina traducía al mismo tiempo el agape y la charis, y por eso aquel amor distinto no era ni solo eros ni solo philia (amistad). La gratuidad, esta gratuidad, es una forma de actuar y un estilo de vida que consiste en acercarse a los demás, a uno mismo, a la naturaleza, a Dios y a las cosas, no para usarlas de forma utilitarista en provecho propio, sino para reconocerlas en su alteridad y en su misterio, para respetarlas y servirlas. Así pues, decir gratuidad significa reconocer que debemos comportarnos de una determinada manera porque es bueno y no porque lleve aparejada una recompensa o sanción. De este modo, la gratuidad nos salva de la tendencia depredadora que existe en cada persona, impide que nos comamos unos a otros y a nosotros mismos. Es lo que distingue la oración de la magia y la fe de la idolatría. Es lo que nos salva del narcisismo, que es la gran enfermedad de masa de nuestro tiempo debida a la falta de gratuidad.
Si la familia quiere cultivar el arte de la gratuidad, y debe hacerlo, tiene que estar muy atenta para no importar dentro de casa la lógica del incentivo que se ha puesto de moda en todos lados. Es importante que no se use la lógica del incentivo por ejemplo en las relaciones familiares. Dentro de la familia hay que recurrir muy poco el dinero, sobre todo con los niños y adolescentes (con todos). Y si se usa, debe hacerse como un premio o un reconocimiento de una acción bien hecha, nunca como un precio. Uno de los deberes típicos de la familia consiste en formar en las personas la ética del trabajo bien hecho, una ética que surge precisamente del principio de gratuidad. En cambio, si se comienza a practicar también en la familia la lógica y la cultura del incentivo, si el dinero se convierte en la razón por la que se hacen las tareas y los trabajos domésticos, los niños de hoy difícilmente serán buenos trabajadores de adultos, porque el trabajo bien hecho de mañana se sustenta siempre en esta gratuidad que se aprende sobre todo en los primeros años de vida y sobre todo en casa.
La ausencia del principio de gratuidad en la economía depende también, en gran medida, de la ausencia de una mirada femenina. La casa, el oikos, siempre ha sido un lugar habitado y gobernado por las mujeres. Pero paradójicamente la economía siempre se ha jugado en un registro completamente masculino. Hoy también. No es que los hombres no hayan desempeñado un papel importante en la casa. Pero su mirada se ha concentrado más en proveer los medios para el sustento, en el trabajo exterior, en los bienes, en el dinero. Cuando la economía salió de la vida doméstica y se hizo política, social y civil, la mirada y el genio femenino se quedaron en casa, y la única perspectiva que quedó sobre la práctica y especialmente sobre la teoría económica y administrativa fue la masculina. Cuando las mujeres dirigen su mirada a la casa y a la economía, lo primero que ven es el nexo de relaciones humanas que en ellas se produce. Los primeros bienes que ven son los bienes relacionales y los bienes comunes, y dentro de ese contexto ven también los bienes económicos. Ciertamente, no es casualidad que la Economía de Comunión naciera de la mirada de una mujer (Chiara Lubich), ni que la primera teórica de los bienes comunes fuera Katherine Coman (en 1911), ni que Elinor Ostrom fuera galardonada con el premio Nobel en economía (única mujer hasta la fecha) precisamente por su trabajo sobre los bienes comunes. En el origen de la teoría de los bienes relacionales hay también dos mujeres: Martha Nussbaum y Carol Uhlaner. Cuando falta la mirada femenina sobre la economía, las únicas relaciones que se ven son las instrumentales, donde la relación no es el bien, sino que las relaciones humanas y con la naturaleza son consideradas como medios a usar para conseguir los bienes.
Si la mirada y el genio femenino de la oikos-casa hubieran estado más presentes en la fundación teórica de la economía moderna, hoy tendríamos una economía más atenta a las relaciones, a la redistribución de la renta, al medio ambiente y tal vez a la comunión. La comunión efectivamente es una gran palabra que puede pasar de la familia a la economía de hoy. Y aquí se abre un discurso específico para los cristianos. La Iglesia hoy está llamada a ser cada vez más profecía, si quiere salvarse y salvar a otros. La profecía es también una palabra de la familia. La mayor parte de los profetas bíblicos estaban casados, y muchas palabras y gestos proféticos de la Biblia son palabras de mujeres. Isaías llamó a su hijo Sear Yasub, que significa “un resto volverá”, que es uno de los grandes mensajes de su profecía. No encontró mejor manera para lanzar su mensaje profético que convertirlo en el nombre de su hijo. Cada hijo es un mensaje profético, porque dice, con su simple existencia, que la tierra tendrá futuro y que este puede ser mejor que el presente. La profecía de la familia hoy, para ser creíble, debe tomar la forma de los hijos y la forma de la economía y por consiguiente la forma de la acogida, de la comunión, del compartir. Porque tanto los hijos como la economía no son sino parte de la vida ordinaria de todos y cada uno de nosotros, que es el único lugar donde la profecía se alimenta y crece.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 23/08/2018
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 18/5/2018
«Las cuestiones económicas y financieras, nunca como hoy, atraen nuestra atención, debido a la creciente influencia de los mercados sobre el bienestar material de la mayor parte de la humanidad». Así comienza el documento ”Oeconomicae et pecuniariae quaestiones – Consideraciones para un discernimiento ético sobre algunos aspectos del actual sistema económico y financiero”'. La economía y las finanzas siempre han sido decisivas para la vida de las personas. La riqueza y la pobreza, el ahorro, los bancos y el trabajo han sido en todas las épocas el marco dentro del cual acontecían muchas de las cosas más importantes de la vida.
[fulltext] =>¿Por qué, entonces, la Iglesia siente ahora que «nunca como hoy» la economía y las finanzas son importantes y decisivas para el bienestar humano? Porque la política está cada vez más ausente de la vida económica y financiera, y está dejando en manos de las empresas y los bancos el gobierno de nuestras sociedades globalizadas. Hay mucha economía, demasiada, en el paisaje de nuestro mundo. La lógica empresarial se está convirtiendo en la lógica de toda la vida social de los pueblos. Es importante que este documento sobre economía y finanzas haya sido emitido conjuntamente por la Congregación para la doctrina de la fe y por el Dicasterio para el servicio del desarrollo humano integral. Es una expresión de que la economía y las finanzas tienen que ver directamente con la realización y la actualización de la fe cristiana, y que las empresas y los bancos también son asuntos teológicos. Expresa que una vida individual y colectiva vivida con fidelidad al Evangelio hoy no puede prescindir de la fe, y la fe no puede prescindir de la economía y las finanzas, que son lugares espirituales y teológicos.
Son muchos los puntos del texto que merecen un análisis profundo. En primer lugar, es importante que el documento hable de las finanzas y haga advertencias sobre este sector concreto, cuando hoy muchos hablan de la crisis financiera como si fuera algo del pasado. En realidad, diez años después del estallido de la crisis, todo parece seguir como antes del 2007. Los productos financieros son cada vez más innovadores y “creativos”, las normas que regulan el sector siguen siendo (casi) las mismas, y sobre todo los comportamientos de los ahorradores siguen estando demasiado orientados a la maximización de las rentas financieras. Es significativo el énfasis que el documento pone en la responsabilidad cívica y social de los ciudadanos consumidores y ahorradores.
Durante demasiado tiempo hemos dicho y pensado que los responsables de la crisis financiera eran las instituciones y los bancos, olvidando la otra cara de la verdad: que si ha habido una oferta de finanzas altamente especulativas y sin prejuicios es porque al otro lado ha habido una demanda de este tipo de productos que, en gran medida, procede de las familias, de nosotros.
No entraremos en una nueva fase económica y financiera sin una nueva cultura individual, que empiece a ver de una forma más crítica, y tal vez un poco profética, las decisiones financieras y económicas cotidianas. Se trata de una invitación a la sociedad civil a prestar atención a las finanzas y a la economía, que son demasiado importantes como para dejarlas en manos de los expertos. Nos hemos distraído demasiado, y en esta distracción han ocurrido cosas feas, a veces muy feas, sobre todo para los más pobres y para los descartados. Además, nos llama a ocuparnos de la casa y de sus reglas – oikos nomos: economía –, a estar más presentes dentro de los procesos de los mercados, a habitar más los lugares económicos, porque en los lugares abandonados y desiertos se esconden bandidos y fieras.
La crítica a las finanzas nace de una lectura profunda de su patología antigua y nueva: las rentas: «Lo que había sido tristemente vaticinado hace más de un siglo, por desgracia, ahora se ha hecho realidad: las rentas del capital acecha de cerca y amenaza con suplantar la renta del trabajo, confinado a menudo al margen de los principales intereses del sistema económico» (nº15). El dominio de las rentas financieras es la neurosis de las finanzas. La Biblia y el Medievo lo sabían bien, cuando condenaban el préstamo con interés y la usura, porque era expresión del dominio de las rentas: alguien detentaba un poder – el dinero – y esta condición de dominio le permitía percibir rentas sin trabajar. El conflicto principal de nuestro tiempo ya no está entre el capital y el trabajo, más típico de los siglos XIX y XX, sino entre rentas y trabajo: las rentas financieras aplastan hacia abajo los beneficios y los salarios.
La crítica, que es una constante del documento, en todo caso va precedida y acompañada por una mirada positiva acerca de la vida económica: «Toda realidad y actividad humana (…) es positiva. Esto se aplica a todas las instituciones que genera la dimensión social humana y también a los mercados, a todos los niveles, incluyendo los financieros » (nº 8). La economía y las finanzas siguen siendo algo bueno, realidades imperfectas y mejorables, pero esenciales para concebir y realizar una sociedad buena. A partir de esta mirada buena debemos empezar de nuevo a esperar, a vigilar, a actuar.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 18/5/2018
«Las cuestiones económicas y financieras, nunca como hoy, atraen nuestra atención, debido a la creciente influencia de los mercados sobre el bienestar material de la mayor parte de la humanidad». Así comienza el documento ”Oeconomicae et pecuniariae quaestiones – Consideraciones para un discernimiento ético sobre algunos aspectos del actual sistema económico y financiero”'. La economía y las finanzas siempre han sido decisivas para la vida de las personas. La riqueza y la pobreza, el ahorro, los bancos y el trabajo han sido en todas las épocas el marco dentro del cual acontecían muchas de las cosas más importantes de la vida.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 01/05/2018
Hoy es la fiesta de los trabajadores, de todos los trabajadores. Es también la fiesta del trabajo. Pero no de todo el trabajo, porque no todo el trabajo ni todos los trabajos merecen ser celebrados. El trabajo sin adjetivos calificativos no nos da suficiente información para saber si merece o no ser celebrado.
[fulltext] =>El “hijo pródigo” también encontró trabajo después de haber dilapidado la herencia. Pero incluso trabajando como porquero no ganaba lo suficiente para vivir. Su trabajo no era digno ni decente, como el de la mayor parte de los trabajadores de la antigüedad, hasta tiempos muy recientes, y como el de muchos trabajos que seguimos haciendo. Por este motivo, el primero de mayo es también memoria de muchas batallas civiles y políticas para hacer del trabajo una actividad humana digna y, por consiguiente, para eliminar condiciones de trabajo que se parecen demasiado a la esclavitud y a la servidumbre. El primero de mayo nos recuerda que el trabajo es antes que nada una cuestión política y social, que tiene mucho que ver con las relaciones de poder (palabra que ha desaparecido del vocabulario del capitalismo del siglo XXI) y que cuando lo convertimos en un asunto individual, en un contrato como cualquier otro, perdemos siglos de civilización y de equilibrio en las relaciones de fuerza. La historia de las civilizaciones es también una “destrucción creadora” de trabajo: trabajos indignos sustituidos por trabajos más dignos.
Hoy muchos trabajadores con trabajos indignos no hacen fiesta porque están coaccionados por unos patrones despiadados o por sus necesidades primarias. Y no podemos ser moralistas y pretender que aquellos que se encuentran encadenados a estos trabajos indignos tengan que plantearse la cuestión de la dignidad de su propio trabajo para actuar en consecuencia y dejarlos. Estas cuestiones son un lujo que no pueden permitirse casi nunca quienes están preocupados por qué van a comer y qué van a dar de comer a sus hijos. Las condiciones materiales y sociales en que vivimos plasman nuestras conciencias. Generalmente, unas condiciones de vida indignas nos impiden adquirir conciencia de la falta de dignidad de nuestro trabajo. Por eso siempre habrá pocos trabajadores con trabajos indignos capaces de despedirse poniendo en peligro su propia vida y la de sus familiares. También por eso, la calidad moral y cívica de un pueblo se mide por la capacidad que tiene para no obligar a sus trabajadores a elegir entre conciencia y pan, para no dejarles solos en sus propios infiernos confiando únicamente en su heroísmo ético individual.
Los pueblos civiles combaten los trabajos inciviles a nivel civil y político. Hoy, en nuestros países y en el mundo entero, hay muchos trabajadores, demasiados, en trabajos erróneos e inciviles – en salas de juego, en muchos oficios de armas, siendo “guardianes” de cerdos y de pocilgas – que han aumentado durante estos diez años de crisis (las crisis graves y largas reducen los trabajos dignos y aumentan los indignos). Estos trabajadores son verdaderamente pobres, en ingresos y también en libertad, porque la primera forma de pobreza, como nos recuerda Amartya Sen, es la falta de libertad para poder llevar la vida que nos gustaría llevar. A muchísimos trabajadores no les gusta su trabajo indigno, pero carece de las condiciones de libertad para poder dejarlo. Necesitamos una nueva conciencia colectiva, más atenta al trabajo y a su dignidad, para rescatarlos de sus esclavitudes. Pero este tipo de conciencia colectiva del trabajo y sobre el trabajo es precisamente la que más nos falta en estos tiempos de globalización de los mercados y de la indiferencia.
Estamos rodeados de trabajo humano, pero lo “vemos” demasiado poco, porque civil y éticamente estamos distraídos o somos miopes. El trabajo es el principal ambiente donde se desarrolla nuestra existencia, desde el primer aliento hasta el último día. Pero no siempre estamos suficientemente atentos a la calidad moral y a la naturaleza ética de este trabajo.
Prestamos una atención cada vez mayor a las etiquetas de los productos de alimentación y cosmética para conocer sus calorías y sus propiedades químicas, pero estamos menos interesados que hace treinta años en las “etiquetas morales” de las cosas, en los “azúcares de justicia” y en “las calorías éticas”. En las tres últimas décadas nos hemos dejado convencer con demasiada rapidez de que la democracia tenía poco que ver con las mercancías y con los mercados. Hemos cedido ante aquellos que nos decían que las técnicas y los instrumentos podían gestionar la economía. No hemos dejado entrar a la democracia dentro de las fábricas, de las oficinas, de los bancos, de los supermercados y de la compra online y hemos ido reduciendo progresivamente su espacio hasta hacerlo ínfimo. También tienen derechos y libertades, sobre todo, los trabajadores que fabrican la ropa que nos ponemos, los agricultores que cultivan la fruta y los tomates que comemos, los soldados que combaten las guerras del petróleo (y pronto del agua) que consumimos.
Debemos comenzar a ver de otra manera nuestro trabajo y el de los demás, para aprender a hacerle preguntas nuevas al trabajo, preguntas más cívicas, más políticas y más éticas. Sin conformarnos con respuestas demasiado fáciles. La humanidad ha crecido cada vez que alguien ha comenzado a dirigir preguntas nuevas a las personas y a las cosas, y ha sabido convertirlas en preguntas colectivas. Estas preguntas colectivas generaban respuestas que, cuando eran banales, se devolvían al remitente. Hasta que nos convencían, a veces siglos después de la primera pregunta, e inmediatamente volvían a generar nuevas preguntas.
Hoy es la fiesta de todos los trabajadores y por consiguiente es también la fiesta de los trabajadores de los trabajos indignos, porque la falta de dignidad de un trabajo no siempre hace indignos a sus trabajadores. Y porque cada día se realizan acciones buenas y luminosas que logran aclarar, durante algunos instantes, la oscuridad de muchos trabajos pésimos. Incluso en Auschwitz, como nos recordará para siempre Primo Levi, un albañil fue capaz de levantar un muro recto. La persona es más grande que su trabajo, siempre y en cualquier trabajo. Sobre todo es más grande y digna que el trabajo no elegido, sino padecido por simple supervivencia.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 01/05/2018
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Marco Girardo
Publicado en Avvenire el 13/01/2017
Mercado, moneda, deuda, beneficios: en el gran relato bíblico están presentes la mayor parte de las categorías que han fundado nuestra civilización, también las económicas. De este código simbólico, a lo largo de milenios, han bebido la poesía, la literatura y el arte, por no hablar de la filosofía o de la teoría política. Incluso el psicoanálisis, en tiempos recientes, se ha servido de la potencia generativa de los arquetipos veterotestamentarios, ampliando el terreno de la sabiduría griega, como diría Charles Moeller, gracias a la paradoja cristiana. Pero la economía no. Hace demasiado tiempo que la Biblia y la economía no se encuentran. Por este motivo Luigino Bruni ha decidido dedicar una parte relevante de su investigación más reciente al tema. En 2018 la experiencia que comenzó en junio en el Polo Lionello Bonfanti con la “Semana de Economía Bíblica” tendrá continuidad: del 15 al 17 de febrero Bruni interrogará como economista al libro del Éxodo y del 14 al 16 de junio de 2018 al del profeta Isaías.
[fulltext] =>¿Cómo es posible que uno de los códigos simbólicos más fecundos de la cultura humana haya despertado tan poca curiosidad en los economistas?
«El encuentro entre Biblia y economía es efectivamente tardío. En los años 30 Emanuele Sella escribió un libro, que no tuvo mucho éxito, titulado La doctrina de los tres principios, donde teorizaba una especie de trinidad de la economía. Aparte de esto, si somos sinceros, no hay mucho más».
¿Temor reverencial o simple desinterés?
«Por desgracia la cultura económica de los teólogos es tan escasa como la cultura teológica de los economistas. Así ha sido desde los albores de la economía moderna. En el siglo XVIII el abad Genovesi y el mismo Adam Smith hicieron alguna reflexión al respecto. En el siglo XIX, más que nada la curiosidad de Kierkegaard exploró un potencial acercamiento. Y llegamos al siglo XX con una disciplina económica tan matematizada que ha educado generaciones enteras de especialistas sin ninguna preparación para encarar el lenguaje bíblico».
En los manuales habrá al menos una metáfora…
«Recuerdo el “Dilema del buen samaritano” que se remonta a los años 70 (sostiene que la beneficencia desincentiva la búsqueda del sustento por parte de los individuos, ndr). Y después algo más reciente en los años 90. Pero no puede considerarse satisfactorio».
¿Usted, como economista, cuándo se ha encontrado con la Biblia?
«También en mi caso ha sido un encuentro tardío. Hace 25 años, cuando comenzaba, el tema me atrajo, pero encontré trabajos tan poco rigurosos que se me quitó el deseo de hacer algo serio. Para entendernos: la única cita veterotestamentaria recurrente era la de los “siete años de vacas flacas y gordas”. Y algunas figuras del Nuevo Testamento, descontextualizadas además, sin conocimiento. En cambio sí que había relación, y de gran densidad, con la filosofía, la literatura y la poesía. Me sentía fascinado por las reflexiones de Salvatore Natoli y los libros de Erri De Luca. Entonces hablé con el director de “Avvenire”, Marco Tarquinio, quien me propuso que intentara tender un puente entre los dos mundos en el periódico. Con una perspectiva de largo plazo. Así es como comenzó esta aventura».
Empezando por el principio.
«Por el Génesis y el Éxodo. Releer la Biblia como economista se ha convertido en uno de los trabajos de investigación que me ha producido más satisfacción profesional. Las reflexiones publicadas semanalmente en Avvenire se han convertido en libros que se han traducido al español, al inglés y ahora también al francés. TV 2000 ha emitido un ciclo de 8 capítulos titulado “¡Bendita economía!”, donde hemos podido hablar de este tema con protagonistas de la economía, el sindicato y las finanzas».
¿Qué reto se encuentra a la base de este recorrido intelectual?
«Aplicar el mismo rigor del economista al texto bíblico. El mismo enfoque científico. Naturalmente hay una diferencia de fondo entre mi trabajo y el de un biblista: yo no tengo las mismas competencias exegéticas. Pero las preguntas son diferentes. Puesto que la Biblia es un libro vivo, a preguntas distintas les corresponden respuestas distintas. Las respuestas sobre la economía son nuevas y permiten explorar una perspectiva teórica inédita, capaz de conjugar mercado y justicia, beneficio y bien común, ocupación y solidaridad».
La comparación entre la Fenomenología de la religión y la Economía está a la base del sistema económico contemporáneo o al menos del capitalismo clásico, según el conocido análisis de Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo.
«Hay que entender la mentalidad religiosa calvinista como una pre-condición para el desarrollo del la mentalidad capitalista. Afortunadamente la Biblia, que como decíamos es un texto vivo, no es ideología y por tanto no es un dogma, puesto que es intrínsecamente pluralista. Ciertamente, también hay linfa para la lectura sociológica weberiana, que ve en el trabajo el instrumento para conquistar la salvación y pagar la deuda. Con el sacrificio compro un crédito, un débito para Dios, que por consiguieente me premiará. Acerca de nuestro inevitable destino de endeudamiento colectivo e individual Giorgio Agamben ha escrito páginas fundamentales».
El capitalismo como religión es también el título de uno de los más interesantes escritos póstumos de Benjamin, para quien el capitalismo no representa solo, como para Weber, una secularización de la fe protestante, sino que es en sí mismo un fenómeno religioso.
«Dentro de la Biblia hay lecturas sociológicas, económicas y político-económicas profundamente distintas, que estoy intentando sacar a la luz. Job y Qohélet, cuando se les “pregunta” sobre hechos económicos, responden con una lógica distinta a la weberiana. Una lógica no comercial, no deudora. Las categorías económicas son las de la misericordia y el amor. Las del don. Sin este tipo de respuestas, por ejemplo, no lograremos entender la idea del retorno contemporáneo a la pobreza. Corremos el peligro de no darnos cuenta de que está prevaleciendo la idea de que el pobre es culpable de serlo. Cada hay vez más teólogos y cristianos que en nombre del evangelio, muchas veces incluso de buena fe, contribuyen a culpabilizar a los pobres por su pobreza, a veces en nombre de la meritocracia, siguiendo una tradición de pensamiento norteamericana y desconociendo por el contrario el gran humanismo de la Biblia. Como sostenía Karl Smith, todas las ideas políticas tienen una base teológica. Lo mismo puede decirse de la economía. Cuando se desprecia la pobreza, se vuelve a las teologías económicas de la antigüedad, contra las que lucharon con todas sus fuerzas Job y Jesús».
Ahora se está desarrollando con fuerza un pensamiento económico basado en el paradigma de la sostenibilidad. Un enfoque teórico que incluye instrumentos econométricos de evaluación del impacto medioambiental y social. ¿Qué contribución puede dar la Biblia en este campo?
«La Biblia propone el gran tema de la alianza. En la economía clásica teníamos tres pilares fundamentales: tierra, capital y trabajo. Con la revolución industrial comenzó el eclipse de la tierra y se hizo hegemónica la combinación capital-trabajo, desde un perspectiva cada vez más cuantitativa y matematizadora. El pensamiento bíblico recuerda el lazo indisoluble con la creación y vuelve a proponer la tierra dentro de una relación. Si acudimos al Génesis, el arco iris de Noé es el primer símbolo arquetípico de la alianza fundamental hombre-naturaleza en una actitud no depredadora».
Otra idea que pueda aportar la Economía Bíblica al el debate contemporáneo?
«El tema de los cuidados, una tendencia opuesta a la de delegar en las máquinas y en lo virtual la relación con los demás y con la realidad misma. La Biblia propone con fuerza el nudo de la corporeidad en la época de la desmaterialización, también de las relaciones económicas, además de en términos antropológicos. Vivimos en un periodo de fuerte ambivalencia, donde el otro nos fascina pero al mismo tiempo nos da miedo. Por eso nos relacionamos con él, muchas veces, solo gracias a la cercanía virtual. El humanismo bíblico nos recuerda que el hombre es cuerpo y para entrar verdaderamente en relación, como exige el hecho de cuidar de alguien, no se puede prescindir del cuerpo.
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Para el economista Luigino Bruni, el diálogo con la Escritura se convierte en un baño de concreción en un mundo cuyos bienes e intereses económicos son cada vez más inmateriales.
Marco Girardo
Publicado en Avvenire el 13/01/2017
Mercado, moneda, deuda, beneficios: en el gran relato bíblico están presentes la mayor parte de las categorías que han fundado nuestra civilización, también las económicas. De este código simbólico, a lo largo de milenios, han bebido la poesía, la literatura y el arte, por no hablar de la filosofía o de la teoría política. Incluso el psicoanálisis, en tiempos recientes, se ha servido de la potencia generativa de los arquetipos veterotestamentarios, ampliando el terreno de la sabiduría griega, como diría Charles Moeller, gracias a la paradoja cristiana. Pero la economía no. Hace demasiado tiempo que la Biblia y la economía no se encuentran. Por este motivo Luigino Bruni ha decidido dedicar una parte relevante de su investigación más reciente al tema. En 2018 la experiencia que comenzó en junio en el Polo Lionello Bonfanti con la “Semana de Economía Bíblica” tendrá continuidad: del 15 al 17 de febrero Bruni interrogará como economista al libro del Éxodo y del 14 al 16 de junio de 2018 al del profeta Isaías.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 12/12/2017
El mercado es uno, pero mercados hay muchos. Cuando hablamos y debatimos seriamente acerca del mercado y del estado – polos de un debate que vuelve a la actualidad aunque a veces usando lentes de antiguo foco – antes deberíamos especificar de qué mercado y de qué estado estamos hablando. Pues solamente el Mercado con mayúscula, creación irreal y abstracta de las ideologías, es uno solo. Pero si queremos entender qué está ocurriendo en la economía mundial y en la de nuestros países, para intentar mejorarla, debemos salir fuera del mundo encantado de los mercados y los estados irreales.
[fulltext] =>Estado y Mercado son categorías típicas de las ideologías del siglo XX, que inventaron un Estado y un Mercado que nadie ha conocido nunca de verdad, y después los pusieron en contraposición. Sin embargo, las personas que trabajaban y trabajan en las empresas de verdad, los empresarios con nombre y apellidos, las personas que gestionan instituciones políticas, nunca se han encontrado con el “Estado” ni con el “Mercado”, sino con cosas que son muy distintas porque son reales. Se han encontrado y conocen normas regionales, leyes estatales, funcionarios europeos, sindicatos, aduanas… Con estas realidades han tenido que luchar, dialogar y vivir.
Las personas que ven y viven el mundo concreto y real saben muy bien que algunas instituciones y algunos mercados son buenos, otros son menos buenos y otros son pésimos. Saben que algunos son buenos para unos y otros lo son para otros, y que pocos son buenos para todos. Saben muy bien que hay mercados muy eficientes que gozan de buena salud pero están empobreciendo el país y la democracia. El Mercado, por ejemplo, no reduce el juego de azar ni el armamento. Los potencia y los aumenta. Si la sociedad civil quisiera reducir estos bienes demeritorios no debería recurrir al Mercado. Una sociedad civil madura no piensa que “privatizar” sea sinónimo de democracia y civilización. En el caso concreto del juego de azar, hemos dejado su gestión en manos privadas y los desastrosos resultados están a la vista de todo aquel que quiera verlos.
Estas cosas las saben perfectamente las personas que habitan los mercados cada día. Personas, intelectuales, trabajadores, que tratan de discernir “los espíritus del mercado”, criticando algunos de ellos y alentando otros. Personas a las que los teóricos del Mercado con mayúscula consideran anti-sistema, poco liberales e incluso “populistas”. Como todas las ideologías, también la del Mercado tiene sus sacerdotes, sus guardianes del templo y de los dogmas y sus excomuniones.
Si miramos con atención lo que ocurre de verdad en las modernas democracias de mercado que tanto evocan los amantes del Mercado, encontraremos un elemento común. El mercado funciona cuando va acompañado de instituciones fuertes. Y dentro de ellas, las instituciones públicas estatales desempeñan un papel crucial. No es casual que los editoriales que estos días dicen que vuelve el coco del «estatalismo» en contra del Mercado, estén repletos de citas y comentarios de leyes producidas por el propio Estado.
Los mercados y las democracias que funcionan son fruto de la cooperación y la alianza entre instituciones políticas, sociales, culturales, económicas y universitarias. El conjunto que emerge de estas alianzas es demasiado complejo como para explicarlo simplemente mediante los dos ejes del Estado y el Mercado. Si nos gustan los buenos frutos de civilización y queremos obtenerlos de los mercados civiles, de lo que Carlo Cattaneo llamaba «competencia civil», debemos concebir y hacer realidad instituciones públicas buenas y eficientes que funcionen, sirvan a los mercados y se encarguen de los bienes comunes que el mercado no sabe producir.
No hay otro camino. Aquellos que se obstinan en pensar por una parte el Mercado como lugar ideal de la justicia, el mérito, la eficiencia y la libertad, y por otra parte el Estado como icono de la corrupción, la ineficiencia y el oscurantismo, en realidad están olvidando que los mercados reales están llenos de instituciones económicas que no son menos ineficientes que las instituciones políticas y públicas (no olvidemos cómo y por qué estalló la crisis financiera de 2007). Muchas instituciones públicas son mucho más eficientes que las económicas, porque la frontera entre lo civil y lo incivil pasa tanto por las instituciones como por los mercados reales.
Si hoy queremos imaginar un futuro civil y económico distinto para las zonas más deprimidas de nuestro país, deberíamos pensar en una nueva alianza entre empresas, bancos, “mercados”, instituciones, política y sociedad civil. Fuera de esta cooperación global solo hay ideologías abstractas y dañinas. El siglo XX nos ha mostrado en todos los países que la cultura política y la cultura económica son expresiones de la misma cultura. En América y en Europa no ha habido nunca periodos históricos caracterizados por una política corrupta y unos mercados eficientes, y viceversa.
En cambio, siempre hemos visto lo mismo: las épocas de buena política han ido acompañadas de buena economía y de buenas finanzas. En las etapas de cultura incivil, decadente y corrupta, hemos tenido instituciones políticas corruptas y empresas y bancos ineficientes y corruptos. El ciclo económico no es inverso al ciclo político, sencillamente es la otra cara de la misma medalla. Las democracias funcionan cuando los mercados ven a las instituciones como aliadas, en un juego que es al mismo tiempo competitivo y cooperativo. Y entran en declive cuando hacen lo contrario. Hoy necesitamos menos ideología y más «competencia civil».
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Editorial – Estado y mercado: viejos tics, nuevos retos
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 12/12/2017
El mercado es uno, pero mercados hay muchos. Cuando hablamos y debatimos seriamente acerca del mercado y del estado – polos de un debate que vuelve a la actualidad aunque a veces usando lentes de antiguo foco – antes deberíamos especificar de qué mercado y de qué estado estamos hablando. Pues solamente el Mercado con mayúscula, creación irreal y abstracta de las ideologías, es uno solo. Pero si queremos entender qué está ocurriendo en la economía mundial y en la de nuestros países, para intentar mejorarla, debemos salir fuera del mundo encantado de los mercados y los estados irreales.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 29/11/2017
«El capitalismo es una religión… En el futuro lo veremos con más claridad», escribía en 1922 el filósofo Walter Benjamin. Sus palabras pueden considerarse proféticas, pues hoy más que nunca el capitalismo de las finanzas y el consumo “24 horas 7 días a la semana” está revelando su naturaleza religiosa o, mejor dicho, idolátrica. Una idea tan relevante como infravalorada por los pensadores de nuestro tiempo. Aunque este no es el caso de John Milbank, anglicano, uno de los teólogos contemporáneos más profundos e influyentes. En noviembre de 2017 ha visitado la Universidad Lumsa de Roma para participar en el congreso internacional “La herencia de Martin Lutero en las modernas ciencias económicas y sociales”.
[fulltext] =>Entremos directamente en materia. ¿En su opinión, el capitalismo del siglo XXI es más o menos “religioso” que el primer capitalismo de los pasados siglos? Si vemos lo que está ocurriendo en nuestra sociedad, nos damos cuenta de que se presenta como algo enteramente secular y sin embargo parece tener raíces religiosas. Aunque al capitalismo de hoy, debido a su alianza con la técnica, le gusta presentarse como uno de los lugares de mayor racionalidad, como una civilización totalmente laica y post-ideológica.
«Es una pregunta interesante. El capitalismo que tenemos hoy es un capitalismo extremo, en el sentido de que está dominado cada vez más por las finanzas y la deuda, aunque se puede sostener que estos factores ya estaban en el capitalismo desde siempre. Por otro lado, la mercantilización se ha extendido: el conocimiento, por ejemplo, se ha mercantilizado en forma de información. La economía de la información, la reproducción, que siempre ha sido increíblemente importante para la tecnología capitalista, ha aumentado exponencialmente. Hoy es posible reproducir las cosas con un coste muy bajo y eso facilita que se compartan con mayor facilidad. Por tanto no se trata solo de una cuestión de compra y venta de información, sino que, de algún modo, la información se presenta como gratuita, como un bien libre. Los monopolios de la distribución de la información, como Google y Amazon, utilizan la información que reciben gratuitamente para obtener beneficios y comercializarla a un nivel completamente distinto y tremendamente invasivo. Pienso que estas mismas tendencias alimentan la fusión de los poderes de mercado con los poderes políticos, de los propietarios con los gobernantes, para construir una oligarquía internacional cada vez más rica y alejada de la gente»
¿Considera que es esencial para el capitalismo una visión antropológica negativa y pesimista, como la calvinista-agustiniana, según la conocida tesis de Max Weber? Muchas veces se quiere ver un optimismo antropológico en Adam Smith, quien, a diferencia del pesimismo de Hobbes, fundó el capitalismo sobre la simpatía y los sentimientos morales. A mí, en cambio, me parece que detrás de la visión del mercado de Smith, basada en la “mano invisible”, hay un profundo pesimismo: puesto que no podemos garantizar las virtudes debemos conformarnos con los intereses…
«Parece que existen buenos argumentos para afirmar que determinados factores religiosos, tanto protestantes como católicos, han alentado el capitalismo, sobre todo al principio. En particular, el capitalismo se desarrolló a partir de unas teologías que tenían una visión muy triste de la naturaleza humana. Tendían a sostener la idea de que la economía podía estar gobernada por principios amorales, y que una economía basada en principios amorales era el modo que tenía Dios para mantener el orden en un mundo pecaminoso. Además, veían el ejercicio de la bondad natural como algo cada vez más irrelevante para la salvación humana. Así pues, estas teologías, que alientan un proceso amoral y la idea de que la naturaleza y nuestra vida en este mundo no son relevantes en términos religiosos, conducen a la secularización. Las personas se olvidan de los preceptos de Dios y la sociedad, la economía y la política se hacen independientes y heredan este sentido de autorregulación amoral.
Por tanto la pregunta interesante es: ¿la religión, por este camino, simplemente queda atrás, de lado, olvidada? Hoy hay pruebas de que no es eso lo que está ocurriendo. Hay un retorno del Evangelio, también en varias sectas. En los países en vías de desarrollo vemos personas que se convierten a formas de cristianismo protestante y pentecostal. En los Estados Unidos, el país capitalista más avanzado, el cristianismo está muy vivo y hay muchos protestantes (y algunos católicos) que hacen una apología teológica del capitalismo, viéndolo como la más alta realización del cristianismo. Si existe un lazo entre teología y capitalismo – y existe – cada vez es más probable que con el avance del capitalismo extremo se produzca un retorno de las religiones. Esto es una paradoja que nos dice que la legitimación puramente secular de la economía capitalista es una operación muy débil».
¿Qué cuestiones le parecen más relevantes en la relación entre economía y religión hoy, o, más concretamente, en la relación entre economía y teología? ¿Qué cuestiones considera que son verdaderamente cruciales para la calidad de nuestra democracia hoy? ¿Solo debemos preocuparnos por el terrorismo de matriz islámica?
«La cuestión central es la posibilidad teológica de una adecuada legitimación secular del capitalismo. Hay personas que consideran que el proceso de crecimiento del capitalismo es un acontecimiento providencial, y tratan de buscar explicaciones cuentas cuasi-teológicas a la consolidación y crecimiento del capitalismo. Algunos piensan que el capitalismo es la forma que más en consonancia está con el desarrollo de la naturaleza humana, del hombre tal y como es. Relacionan el capitalismo con la libertad humana y ven la libertad humana como sagrada. Esto ocurre hoy sobre todo en América y en la raíz hay una antropología más bien negativa. La cuestión que se plantea es si los fundamentos antropológicos del capitalismo tienen una necesidad esencial de una antropología negativa [protestante, jansenista y agustiniana] y en qué se convertiría el capitalismo si lo pensáramos a partir de una visión de la naturaleza humana menos lúgubre, si partiéramos de la “libertad para” en lugar de la “libertad de”. Libertad para descubrir la verdad, libertad para desarrollar por nosotros mismos una vida humana buena».
¿Cómo ve usted la relación entre el desencanto del mundo y el capitalismo?
«Pienso que, en el fondo, la cuestión es si el capitalismo está intrínsecamente ligado con el desencanto del mundo y la secularización. Sería irónico que ese desencanto del mundo estuviera alentado por determinada teología, que lo ve simplemente como un instrumento de Dios. Una teología que piensa que el mundo es como es porque Dios lo ha hecho arbitrariamente así y lo dirige según ciertos procesos mecánicos, pero en sí mismo el mundo carece de significado simbólico. Entonces, si la realidad es completamente desencantada, todo puede reducirse a mercancía. Nada es sagrado, todo puede ser circunscrito, alterado, comprado y vendido. Se puede hacer lo que se quiera con cualquier cosa. Las únicas restricciones, la única forma de controlar esta anarquía, es el orden de los mercados. Pero después, una vez que el desencanto se ha hecho completamente laico y nos hemos olvidado de la teología subyacente, es casi inevitable que la gente descubra en cosas como los movimientos ecologistas y new age que el mundo es fuente de encanto. La gente desea atribuir cierta sacralidad a algunas cosas. Hay cosas que tienen un valor más allá de su precio de mercado o de su contribución a la satisfacción de necesidades privadas. Las personas comienzan a descubrir por sí solas el efecto intrínseco de la sacralidad y como resultado se obtiene una especie de paganismo».
Esta era exactamente la condición en que se encontraban las civilizaciones y las religiones anteriores a la aparición de la religión judeo-cristiana.
«Corremos el peligro de perder el trabajo realizado por la Biblia, la sacralidad única de la persona humana. El resultado es que varias ideologías quieren subordinar al hombre a la tierra, como cualquier otro tipo de animal, y eso conduce a un “revival” de laicidad pagana. Pienso que, en cierto sentido, el desafío está en recuperar lo que yo llamaría, en sentido más amplio, “equilibrio católico”, que no considera al mundo sagrado de por sí, pero sí sacramental con una jerarquía tal dentro de la naturaleza que valora todas las formas de vida. Por supuesto la vida humana, pero al mismo tiempo también otras formas de vida distintas de la humana, porque sin ellas no tendríamos una existencia plena y al final acabaríamos quitando valor a la vida humana misma».
¿Qué diferencias hay entre una visión “sacramental” del mundo y el mercado de nuestro tiempo, que se le quiere parecer cuando “sacraliza” las cosas y las mercancías?
«Una parte del capitalismo es un espectáculo. No solo mercantiliza las cosas, sino que las transforma en espectáculo y estas se convierten en realidades casi icónicas. En lugar de estar rodeados de estatuas de santos y héroes, estamos rodeados de imágenes de cosas y personas a la moda. Estas imágenes en realidad no nos presentan nada superior a nosotros y tampoco representan algo a lo que podamos aspirar. De hecho, nos sitúan ante una derrota continua, porque, para hacernos desear más, nos presentan siempre lo inalcanzable y no un objetivo deseable o algo que pueda mejorar la calidad real de nuestra vida humana. No son símbolos de esperanza como la estatua del héroe o del santo. Una vez que se ha comprendido todo esto - la forma en que el capitalismo calcula y desacraliza, la forma en que produce imitaciones casi sagradas – las personas que tienen un sentido religioso deberían preguntar: “¿Es posible una crítica puramente secular al orden capitalista?” Este es un punto muy débil de la crítica al capitalismo desde la izquierda secular de nuestro tiempo. Porque si todo es solo material, si todo es desencantado, entonces el capitalismo será siempre la forma más avanzada de modernidad emancipada. Este es el problema».
Max Weber y Amintore Fanfani, pero también Karl Marx, nos decían que el capitalismo nace de un espíritu. ¿Usted piensa que es posible concebir hoy un capitalismo sin espíritu, un capitalismo que no tenga ninguna dimensión religiosa? ¿Puede sostenerse un capitalismo vaciado de cualquier espíritu y reducido a pura materia?
«Los procesos del capitalismo y el espíritu del capitalismo son lo mismo. Por eso Marx hablaba del fetichismo de las mercancías, el capitalismo no es solo una economía sino una cuasi-religión. No se trata solo de explotar el trabajo, sino intrínsecamente de explotar el deseo de las personas, aunque en esta dimensión Marx no se detuvo demasiado. El beneficio deriva no solo de no pagar lo justo a las personas, sino también de aplicar un sobreprecio puesto que las personas desean continuamente bienes que superan sus necesidades. La manipulación del deseo y la atracción tanto por la acumulación como por la fascinación es un elemento cuasi-religioso. El capitalismo, en este sentido, sigue siendo una cuestión de espíritu».
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AGORÁ – Debido a su alianza con la técnica, al capitalismo de hoy le gusta presentarse como una civilización laica y post-ideológica. Sin embargo tiene raíces religiosas… Diálogo entre el economista Luigino Bruni y el teólogo anglicano.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 29/11/2017
«El capitalismo es una religión… En el futuro lo veremos con más claridad», escribía en 1922 el filósofo Walter Benjamin. Sus palabras pueden considerarse proféticas, pues hoy más que nunca el capitalismo de las finanzas y el consumo “24 horas 7 días a la semana” está revelando su naturaleza religiosa o, mejor dicho, idolátrica. Una idea tan relevante como infravalorada por los pensadores de nuestro tiempo. Aunque este no es el caso de John Milbank, anglicano, uno de los teólogos contemporáneos más profundos e influyentes. En noviembre de 2017 ha visitado la Universidad Lumsa de Roma para participar en el congreso internacional “La herencia de Martin Lutero en las modernas ciencias económicas y sociales”.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 19/10/2017
Èsbozar escenarios sombríos acerca del trabajo de mañana se ha convertido en algo muy común. Es urgente hablar de ellos y, si es posible, enriquecerlos y rectificarlos, porque hoy el trabajo necesita sobre todo miradas generosas y palabras realistas pero llenas de esperanza. Muchos sociólogos, filósofos, periodistas y futurólogos nos siguen repitiendo que cada vez habrá menos trabajo y que en la era de Internet y de la inteligencia artificial debemos resignarnos a dejar fuera del trabajo más o menos a la mitad de las personas en edad de trabajar. Las máquinas trabajarán por nosotros y nosotros sencillamente nos dedicaremos a otras cosas y sobreviviremos gracias a la gran productividad de los robots, que nos permitirá a todos recibir una cantidad de dinero suficiente para vivir. Los más hábiles y mejor formados trabajarán en sinergia con los ordenadores y harán que el sistema económico funcione perfectamente, de una forma tan perfecta que ya no nos necesitará.
[fulltext] =>En el fondo, añade alguien, en civilizaciones pasadas los trabajadores de verdad no eran muchos: la mayor parte de la población estaba formada por cortesanos, nobles, monjes y religiosos, mendigos, enfermos, siervos, esclavos o mujeres que no estaban en el “mercado de trabajo” (aunque siempre hayan trabajado más que los demás).
Otros escenarios más positivos imaginan – aunque siempre dentro de un cuadro en el que el trabajo escasea – que deberíamos redistribuir el trabajo que queda, trabajando menos para trabajar todos. La semana laboral se reduciría a 15 horas o 20 como máximo.
El trabajo como actividad predominante de las personas adultas sería una fase histórica con una duración de un siglo y medio, más o menos, en Occidente. Pronto volveríamos a la situación que ha caracterizado a la humanidad durante milenios: una excepción, un paréntesis, una anomalía.
Si este paisaje fuera el único o siquiera el más probable, deberíamos estar verdaderamente muy preocupados. Pero, gracias a Dios, en el horizonte hay colores menos tenebrosos, que permiten pensar y esperar que el tiempo de mañana sea bueno.
En primer lugar, deberíamos entender un poco mejor en qué se ha convertido el trabajo en este siglo y medio distinto en la trayectoria de Occidente. El trabajo, tal y como lo conocemos hoy, no es fruto de una evolución gradual en siglos pasados. No, el trabajo moderno es sobre todo una invención, una inmensa innovación a partir de una conjunción astral de muchos elementos: el humanismo, el catolicismo social, la reforma protestante, el movimiento socialista, la cooperación, los movimientos sindicales, las heridas de los fascismos y de las guerras. Gracias a todo eso, en ese breve lapso de tiempo, el trabajo ha producido la mayor cooperación que la aventura humana haya construido nunca en su larga historia. Trabajando y llenando el mundo del trabajo de derechos y deberes, hemos ido creando una red cada vez más amplia, hasta cubrir casi todo el mundo. Los productos y servicios que pueblan nuestra vida son fruto de una cooperación de millones y millones de personas. Para que yo pueda escribir y vosotros leer este artículo, es necesaria la cooperación de decenas de miles de personas, o tal vez más. La redacción del periódico, la tipografía, el almacén, los aviones y trenes que transportan los ejemplares, toda la red de distribución, la energía eléctrica, la red de Internet, la industria del papel… No es una cooperación romántica. A veces trabajar resulta duro, muy duro. La muerte llega también en el trabajo, entre otras cosas porque el trabajo es tan serio y tremendo como la vida.
La democracia es también una inmensa, implícita, fuerte y capilar acción conjunta, que multiplica las oportunidades y la biodiversidad económica y civil de la tierra. El mercado es esta gran cooperación, incluso cuando adquiere forma de competencia. También cooperamos compitiendo de forma correcta y leal en los mercados: uno de los errores teóricos y prácticos más graves consiste en contraponer competencia y cooperación.
Aprendiendo a trabajar y a trabajar con otros, hemos orientado nuestras energías y nuestra creatividad de forma que pudieran florecer plenamente, para llegar y servir a una cantidad cada vez mayor de personas. Tenemos muchas formas de expresar nuestra inteligencia, creatividad y amor; pero cuando trabajamos nuestra inteligencia-creatividad-amor se eleva, se sublima. Se convierte en algo maravilloso.
Mozart hizo muchas cosas en su vida, pero cuando componía Mozart era de verdad Mozart. Mi amigo Vittorio hacía muchas cosas, con distinta calidad, pero cuando reparaba el coche era de verdad Vittorio. Yo aprendí a conocerle cuando empecé a verle trabajar, porque cuando trabajaba, sudando y con los dedos negros, su personalidad florecía y se desvelaba su alma más verdadera. Trabajar es también una forma adulta de amar, una forma seria y verdadera de contribuir a nuestro bien y al bien de los demás. Si un día alguien volviera del pasado y me pidiera: “muéstrame en un par de horas lo mejor que habéis hecho los humanos en estos siglos”, no le llevaría a un museo ni a una iglesia; le llevaría conmigo a una empresa, a una fábrica, donde la gente está realizando una gran acción colectiva generativa (y después al despedirle le leería una poesía que no conozca: el arte es una forma elevada de trabajo). Hemos derrotado mil enfermedades, hemos llegado hasta Marte, sencillamente trabajando y trabajando mucho. Si mañana logramos derrotar otras mil enfermedades, erradicar el hambre, dar estudios a todos los niños y jóvenes de la tierra, lo haremos únicamente trabajando, trabajando mucho, trabajando mejor, trabajando juntos.
Los seres humanos no sabemos hacer nada mejor bajo el sol. Si tuviéramos que dejar de trabajar o tuviéramos que trabajar demasiado poco, el verdadero peligro estaría en que orientáramos nuestras energías hacia actividades menos apasionantes, serias, responsables, difíciles y desafiantes que el trabajo. Tal vez, volveríamos a ejercitarnos demasiado en el arte de la guerra.
No es cierto que el trabajo se vaya a acabar. Quienes lo dicen infravaloran la inteligencia, la creatividad y el amor de las mujeres y de los hombres. Haremos trabajos distintos, muchos más servicios y menos cadenas de montaje, pero seguiremos trabajando, cooperando y queriéndonos trabajando. Y mañana bendeciremos la tecnología que nos liberado de trabajos poco interesantes para poder realizar otros mejores. Hemos sido capaces de producir máquinas y robots tan inteligentes que pueden (casi) prescindir de nosotros, porque hemos trabajado mucho, juntos, y hemos puesto en el trabajo nuestra mejor inteligencia. Mientras haya alguien que invente algo para satisfacer las necesidades de otro, mientras creemos ocasiones siempre nuevas de mutuo provecho, el trabajo no terminará. Y nuestra verdadera riqueza de las naciones seguirá siendo la suma de las relaciones mutuamente provechosas que logremos imaginar y después realizar. Mientras nos veamos unos a otros como portadores de necesidades y deseos aún no expresados y utilicemos nuestra maravillosa inteligencia y nuestro amor creativo, habrá trabajo. Para muchos, quizá para todos.
Trabajaremos de otro modo, pero seguiremos trabajando. No tenemos nada mejor que hacer.
Seguiremos fundando nuestra sociedad y nuestra democracia en el trabajo.
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Publicado en Avvenire el 19/10/2017
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 24/05/2017
Salir de las trampas de la pobreza ha sido siempre enormemente difícil. La razón fundamental es que la pobreza económica se manifiesta como una falta de ingresos, pero esa falta de ingresos depende de una escasez de capitales: capitales sociales, relacionales, familiares, educativos, etc. Por consiguiente, si no se actúa en el plano de los capitales, los flujos de ingresos no llegan y, cuando llegan, se derrochan sin sacar a la persona de su condición de pobreza. Con frecuencia incluso empeoran la situación, como cuando ese dinero acaba en los peores lugares, como máquinas tragaperras y otros juegos de azar.
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La reciprocidad es precisamente la cuestión decisiva, que involucra tanto a la pobreza como al trabajo. Cuando una persona sale de la red de relaciones de reciprocidad que conforman la vida civil y económica y se encuentra sin trabajo y por tanto sin ingresos, la enfermedad que se crea en el cuerpo social es la ruptura de relaciones de reciprocidad. La renta del trabajo (sueldo, salario) es el resultado de una relación entre personas e instituciones ligadas por vínculos recíprocos: A ofrece una prestación de trabajo a B, y B corresponde dando dinero a A. En cambio, cuando los ingresos no nacen de relaciones mutuamente provechosas, se producen relaciones sociales enfermizas o al menos parciales, que reciben el nombre de rentas o asistencia, donde los flujos de ingresos están desconectados de relaciones recíprocas. Por eso la tradición franciscana afirmaba que “cuando hay un pobre en la ciudad, toda la ciudad está enferma”, porque cuando un miembro del cuerpo social queda aislado del flujo que le une a todos los demás, comienza la gangrena.
Así pues, el principal peligro en los procesos de lucha contra la pobreza anida precisamente en el olvido de la dimensión de la reciprocidad. Cuando percibo un renta sin que antes o simultáneamente haya una prestación mía en provecho de otro, esa renta es raro que me ayude a salir de las trampas en las que me encuentro, porque sigo siendo un pobre aunque con un poco de renta para sobrevivir. Para salir de la condición de pobreza, para liberarme de la indigencia, debo reinsertarme en unas relaciones sociales de mutuo provecho. Todos sabemos que 500 euros obtenidos trabajando y 500 euros obtenidos gracias a un cheque social son dos cosas totalmente distintas. Parecen iguales pero el sabor de la dignidad y del respeto las hacen distintas. Los primeros ingresos son expresión de una relación que el economista napolitano Antonio Genovesi llamaba de “mutua asistencia”. Los segundos se parece mucho a la paga que le damos a un hijo antes de que empiece a trabajar, y ningún padre responsable quiere que el hijo sobreviva mucho tiempo con la paga que le da. Por eso, es muy franciscano el artículo 1 de la Constitución Italiana, que fundamenta la democracia en el trabajo. En una sociedad en la que había muchos más pobres que hoy, la Constitución quiso señalar la única vía civil posible para luchar contra la pobreza: el trabajo, la gran red que nos une unos a otros en relaciones de igual dignidad.
Además, si la pobreza es una carencia de capitales que se expresa en una falta de ingresos, los capitales más importantes no son los individuales sino los comunitarios y sociales. Por consiguiente, los bienes públicos y los bienes comunes son parte integrante de la riqueza y de los capitales de las personas, y tienen más peso que la cuenta corriente.
Cuando veo a una persona que vive en condiciones de pobreza, si verdaderamente quiero curarla, debo sanar sus relaciones, porque la pobreza es una serie de relaciones enfermas. El trabajo para todos es la tierra prometida de la Constitución, mucho más exigente que la renta para todos. Una promesa-profecía que hoy asume un significado aún más importante que entonces, porque hay una ideología global que va en aumento y niega la posibilidad de trabajo para todos, en el tiempo de la robótica y de la informática. La verdadera amenaza que tenemos ante nosotros está en renunciar a fundamentar las democracias en el trabajo, conformándonos con sociedades en las que trabajen el 50% o el 60% de las personas en edad de trabajar y a todos los demás se les permita sobrevivir con una renta de ciudadanía, creando una verdadera sociedad del descarte, “vendida” tal vez como solidaridad. Esta tierra del trabajo parcial no puede ni debe ser la tierra prometida.
Aquellos que hoy siguen pensando que es posible luchar contra la pobreza dando algunos centenares de euros a cada individuo, se olvidan de la naturaleza social y política de la pobreza y caen en visiones individualistas y no-relacionales. Para luchar contra las antiguas y nuevas pobrezas debemos reactivar las comunidades, las asociaciones de la sociedad civil, la cooperación social y todos esos mundos vitales en los que las personas viven y florecen.
Para terminar, tal vez Francisco de Asís nos diría hoy otras dos cosas. La primera se refiere a la palabra pobreza. Francisco la llamaba “hermana”, la veía como un camino de felicidad y de vida buena. Los franciscanos elegían libremente la pobreza para liberar a aquellos que no la habían elegido sino que la padecían. Sabían que no todas las pobrezas son malas, porque la pobreza es también una palabra del evangelio: “bienaventurados los pobres”. Y por tanto hoy usarían otras palabras distintas para la pobreza mala y no elegida (exclusión, indigencia, vulnerabilidad económica…) y nos ayudarían a apreciar la hermosa pobreza elegida en el compartir y en una vida sobria y generosa. Finalmente nos recordarían que la primera cura de la pobreza es el abrazo al pobre. Francisco comenzó su vida nueva abrazando y besando al leproso de Rivotorto. Podemos concebir mil medidas contra la “pobreza”, podemos darles renta y crear nuevas instituciones que se encarguen de los pobres, pero si no volvemos a ver y abrazar a los pobres de nuestras ciudades, estaremos muy lejos de Francisco y de su fraternidad.
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No con rentas y asistencia, sino con reciprocidad y responsabilidad
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 24/05/2017
Salir de las trampas de la pobreza ha sido siempre enormemente difícil. La razón fundamental es que la pobreza económica se manifiesta como una falta de ingresos, pero esa falta de ingresos depende de una escasez de capitales: capitales sociales, relacionales, familiares, educativos, etc. Por consiguiente, si no se actúa en el plano de los capitales, los flujos de ingresos no llegan y, cuando llegan, se derrochan sin sacar a la persona de su condición de pobreza. Con frecuencia incluso empeoran la situación, como cuando ese dinero acaba en los peores lugares, como máquinas tragaperras y otros juegos de azar.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 11/10/2016
La cultura del contrato es la gran triunfadora de un tiempo como el nuestro, donde hay demasiados perdedores pobres. Se ha desarrollado sobre las cenizas de la cultura del pacto, que fue uno de los pilares del edificio familiar, cívico y político de las generaciones anteriores. Hasta hace unas décadas, el reino del contrato, aun siendo importante, era limitado, porque la mayor parte de la vida de la gente estaba regida por el registro del pacto (familia, amistad, política, religión, trabajo...).
[fulltext] =>Los pactos y los contratos han convivido durante muchos siglos. Eran instrumentos complementarios para la vida social. Pero la globalización de los mercados y las finanzas, junto con la emersión de un ethos donde todo vínculo se vive como un lazo para el individuo, decretaron la transformación progresiva de todos los pactos en contratos. El pacto es (era) un hecho comunitario y simbólico. No surge sólo del registro del interés personal, sino que encuentra en la gratuidad, en el perdón y en los vínculos e intereses colectivos, sus elementos constitutivos. El matrimonio, las cooperativas, las ciudades, la constitución y el trabajo eran pactos y no contratos. Y mientras estén “vivos” lo siguen siendo. Al individuo postmoderno le gustan mucho los contratos, porque se le presentan como “relaciones humanas sin herida”, es decir relaciones con costes “de activación” y “de salida” muy bajos, desde luego más bajos que los costes de los pactos.
Así pues, el contrato está sustituyendo muy rápidamente al pacto en la familia, en la escuela, en la sanidad y en el “mercado de trabajo”, presentándose como el único instrumento verdaderamente liberal y cívico para regular las relaciones humanas, todas ellas si es posible. Así se comprende por qué el Comité del premio Nobel de Economía, al premiar ayer a los economistas Oliver Hart y Bengt Holmström, motivó su decisión diciendo que su trabajo sobre la teoría de los contratos abarca hoy un área cada vez más extensa, que va «desde la regulación de las quiebras empresariales hasta el diseño de las constituciones».
La teoría económica de los contratos ya se ha convertido en una gramática universal para diseñar las relaciones humanas no sólo en las empresas sino también en las universidades, en la política y en todo tipo de organizaciones. La Real Academia Sueca de Ciencias da muestras de saber muy bien todo esto. Pero lo que tal vez no sepa, o al menos no dice, es que la teoría de los contratos está cambiando profundamente nuestra forma de estar juntos en el mundo, y no para mejor. Es el vehículo de una visión muy concreta del hombre y de una ideología, cada vez más invasora e influyente, que se basa en algunos axiomas-dogmas que en absoluto son éticamente neutros. El principal y el más potente de ellos es la teoría del incentivo, según la cual puedes obtener prácticamente cualquier cosa de un ser humano si le pagas de forma adecuada y sofisticada.
Así pues, no hay que tomar en serio todas las demás motivaciones no monetarias o no auto-interesadas de los seres humanos porque no son creíbles ni dignas de confianza. Según esta teoría económica, si un trabajador o un ciudadano trabajan bien, no es porque atribuyan un valor en sí mismo al trabajo bien hecho sino sólo porque reciben una remuneración adecuada. Los economistas llevan décadas pensando, escribiendo y enseñando todo eso. Por eso, cada vez es más difícil encontrar a alguien que piense que la primera motivación que impulsa a una persona a trabajar bien es su ética profesional o su propio deber.
Un efecto colateral de esta recién premiada teoría de los contratos consiste en presentar todas las relaciones humanas como relaciones libres entre iguales (como contratos, precisamente). Nos encontramos ante el eclipse del gran tema de poder, que se interpreta como una simple cuestión de incentivos justos. Todo simple, demasiado simple. Una simplicidad basada en el gran vulnus de un fuerte reduccionismo antropológico del que la teoría de los contratos es su máxima expresión.
La complejidad motivacional, simbólica, relacional y espiritual de las personas queda en segundo plano. Los hombres y mujeres que se dibujan son demasiado simplificados, y se construyen contratos reales a la medida de estos “hombrecillos económicos”. Al final acabamos creyendo que de verdad somos como nos ve una economía que persigue la antigua utopía de reducir las relaciones humanas a una cuestión técnica y por consiguiente éticamente neutra, universal y abstracta.
E inútil, si no fuera manipuladora. La verdadera pregunta es: ¿Estamos seguros de que hoy, cuando todavía estamos pagando sus desastrosas consecuencias, es oportuno premiar a los mayores representantes de esta teoría económica y financiera que se presenta como una simple “caja de instrumentos”? Si queremos que la gente vuelva a ser amiga de la teoría económica y que la teoría económica se demuestre amiga de la gente, tal vez nos hagan falta economistas más humanistas y menos técnicos. Especialistas que a la pregunta: «¿qué te ha impulsado a ser economista?», respondan algo parecido a lo que dijo hace casi un siglo el gran (y olvidado) Achille Loria: «El dolor humano».
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 11/10/2016
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 26/08/2016
Las Olimpiadas no son un acontecimiento deportivo como cualquier otro. Nunca lo han sido. No son los mundiales de fútbol, ni Wimbledon, ni el Tour de France. O no lo eran, porque en esta 31ª edición de Rio de Janeiro (excelente en muchos aspectos), ha comenzado, o ha prosperado mucho, el intento de asimilarlas al deporte-negocio del capitalismo actual. En una sociedad orientada cada vez más al mercado, durante mucho tiempo las Olimpiadas fueron una zona franca protegida de la lógica del beneficio. El tenis, el fútbol, el ciclismo, el baloncesto o el golf, es decir los deportes más “comerciales”, no eran los más importantes, porque las Olimpiadas eran otra cosa.
[fulltext] =>El negocio siempre ha sido muy importante (no hay más que ver el medallero, que se corresponde casi perfectamente con el G8 o el G20), pero durante mucho tiempo estaba incluido dentro de otros símbolos y valores más grandes. La relación entre mercado y deporte es especialmente importante y delicada. El deporte es un ámbito tan limítrofe con el mercado que a veces es difícil ver la profunda diversidad que existe entre estas dos esferas de la vida. En el deporte y en el mercado capitalista se compite, hace falta innovación y excelencia, se pueden hacer trampas y se puede ser leal. Así, muchos, olvidando las diferencias radicales, cometen el grave error de usar metáforas y lenguajes deportivos para describir empresas y mercados, y viceversa. Un atleta puede ser excelente aunque no gane (por ejemplo, si compite en los cien metros lisos con Bolt). El resultado no es el primer indicador de la excelencia de un deportista.
Ciertamente la victoria es importante, entre otras cosas porque es un signo de virtud (cuando el deportista, el sistema y los competidores son leales) que genera imitación, innovación, mejores prestaciones y récords. Ganar no es la finalidad del deporte, el telos, como dirían los griegos. La medalla olímpica no es un incentivo. Es un premio, es decir un signo que reconoce y refuerza la virtud-excelencia de un deportista, que activa la emulación virtuosa. Cuando la medalla se transforma de premio en incentivo, el deporte se convierte en otra cosa peor. En esto se basa la ética originaria de las olimpiadas modernas, que son el paradigma de la práctica del deporte. Entonces, cuando el mercado capitalista se hace cargo del deporte, inevitablemente produce un cambio y una profunda deformación de su naturaleza, porque actúa sobre la finalidad, sobre la razón de ser de esta práctica, sobre su telos, y después sobre la motivación de los deportistas, los que están en activo y aún más los futuros campeones, que cada vez estarán menos interesados en los premios y más en los incentivos. Este es un asunto serio, que no tiene nada que ver con el romanticismo nostálgico del tiempo pasado.
Alguien puede incluso sentirse satisfecho con esta mercantilización del deporte (al igual que la de otros juegos, la educación, la sanidad), pero todos debemos ser conscientes de que la apuesta es muy alta. Volviendo a Rio, ha habido muchas señales de que también las Olimpiadas están sufriendo (o han sufrido ya) una mutación genética. Empezando por la ubicación del pebetero olímpico en Maracaná, mítico templo del fútbol, y no en el estadio de atletismo. Un estadio de fútbol que ha sido mucho más frecuentado que las piscinas, los gimnasios y las pistas de atletismo, y no sólo por tratarse de Brasil. Otra señal ha sido la creciente espectacularización de los acontecimientos deportivos. Algunos reglamentos (por ejemplo, el de tiro) se han modificado para hacerlos más televisivos y excitantes, ignorando las protestas de los atletas que se sentían tratados como artistas de circo o malabaristas, profesiones estupendas pero en su contexto. También ha sido impresionante la metamorfosis de las ceremonias de imposición de medallas, donde hemos sido testigos de tonos, gritos, músicas y dj’s que cada vez se parecen más a los que primero se inventaron en el fútbol americano y después se importaron a los estadios de fútbol.
Además, se ha admitido a muchos atletas profesionales, incluso en el boxeo. Por no hablar de la discutible idea de volver a introducir el golf que – colmo de la burla – no ha contado con la participación de los jugadores más famosos, sensibles a incentivos muy distintos. Pero la señal más preocupante ha llegado de Italia. El tradicional color azul de nuestros uniformes olímpicos ha sido ocultado por el gigantesco número 7 (blanco sobre fondo negro) del patrocinador. El himno nacional de nuestras (muchas) medallas se ha convertido de hecho en columna sonora de esa empresa. Verdaderamente no ha sido una gran presentación de la candidatura de Roma para el 2024. En síntesis, la delgada pero clara línea que separa el deporte-negocio del deporte-sin-más se está haciendo invisible porque el mercado capitalista no puede conocer esa gratuidad que es la naturaleza más profunda del deporte, al menos del deporte olímpico. Ahora el test definitivo serán los Juegos Paralímpicos, las Olimpiadas de “diferentes capacidades”, que corren peligro de pagar las dificultades financieras generadas por las hermanas mayores (con las que comparten presupuesto), en las que los negocios los han hecho otros sujetos distintos de los organizadores. A partir del 7 de septiembre veremos – por la presencia de espectadores y la atención de los medios – qué queda del espíritu olímpico, si su último soplo es libre para volar sin el lastre del negocio.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 26/08/2016
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (23 KB) el 01/05/2016
Una de las grandes utopías de nuestro capitalismo es la construcción de una sociedad en la que el trabajo humano deje de ser necesario. Determinada economía siempre ha soñado con empresas y mercados tan “perfectos” que permitieran prescindir de los seres humanos. Dirigir y controlar hombres y mujeres es mucho más difícil que gestionar dóciles máquinas y obedientes algoritmos. Las personas concretas tienen crisis, protestan, entran en conflicto unas con otras y siempre hacen cosas distintas de las que deberían hacer según la descripción de su puesto de trabajo, muchas veces cosas mejores.
[fulltext] =>Es que sencillamente somos seres espirituales, libres, y por consiguiente sobrepasamos los deberes, los contratos y los incentivos. Un mercado verdaderamente perfecto sería aquel sistema de técnicas, controles, incentivos e instrumentos, capaz de garantizar la máxima eficiencia y la máxima producción de riqueza, reduciendo, hasta eliminarla, la presencia humana en las nuevas ciudades de la nueva economía.
Hoy, gracias a las extraordinarias metas alcanzadas por la automatización y la digitalización, existe un serio peligro de que esta antigua utopía se haga realidad. Si observamos atentamente el clima que se respira dentro de las grandes empresas, nos daremos cuenta de que el objetivo que oculta la retórica de una determinada cultura de la dirección (que afirma exactamente lo contrario) es el de estandarizar, prever y formatear los comportamientos de los trabajadores, para debilitar esa carga de libertad que no tiene cabida en la racionalidad de la técnica. Lo deseable serían prestaciones laborales sin trabajadores, trabajo sin personas, donde la acción humana se limitara a los actos perfectamente alineados con los objetivos de la propiedad. En su esencia más pura, esta es la naturaleza de la sofisticada ideología del incentivo, que es la nueva religión del capitalismo post-moderno.
Pero si el trabajo quedara reducido a una técnica y a una prestación, si las organizaciones fueran tan racionales que llegaran a “construir” trabajadores que imitaran la lógica de las máquinas, entonces no quedaría nada de esa actividad antropológica primaria que es el trabajo humano, ni de su misterio. Si los hombres y las mujeres perdieran su capacidad de trabajar, perderían mucho, demasiado. Perderían casi toda la dignidad que les da haber sido hechos "poco menos que Elohim" (Salmo 8). La realización de la utopía del trabajo-sin-humanos no sería más que la actualización de la perfecta deshumanización de la vida en común. Para seguir viviendo, nos veríamos obligados a emigrar en masa otra tierras y a otros planetas donde todavía fuera posible trabajar de verdad.
Esta fiesta del trabajo puede ser un momento propicio para recordar y recordarnos qué es el trabajo y qué son los trabajadores. Por ejemplo, deberíamos recordar que para conocer de verdad a una persona es necesario verla trabajar. Ahí es donde se nos revela en toda su humanidad. Ahí se encuentran su ambivalencia y sus limitaciones, pero también, sobre todo, su capacidad de don y su excedencia. Podemos hacer fiesta juntos, salir a cenar o a jugar al fútbol con los amigos, pero la mejor ventana antropológica y espiritual para saber quién es el que está a nuestro lado es el trabajo. Muchas veces creemos conocer a un amigo, a un padre o a un hijo, hasta que de repente un día les vemos trabajar y nos damos cuenta de que no era así. Había una dimensión esencial de su persona que nos estaba velada, y que sólo se desvela cuando les vemos trabajar arreglando un un automóvil, limpiando un baño, dando clase o preparando una comida. Todos nosotros estamos presentes en la mano que aprieta el tornillo, en la pluma que escribe y en el trapo que seca. Ahí es donde encontramos nuestra humanidad y la de los otros. Y casi siempre nace en nosotros una nueva estima y una nueva gratitud por el trabajo que vemos y descubrimos como don. Pocas realidades proporcionan más alegría que el trabajo bien hecho y, por consiguiente, muy pocas cosas causan más infelicidad que trabajar mal, aun cuando no podamos hacer otra cosa. Nos hacemos mayores viendo trabajar a los mayores.
Yo “conocí” a mi abuelo Domingo cuando, de pequeño, vi cómo construía con sus manos, en su taller, un pequeño banco para mí. Sólo entonces comprendí de verdad el significado de sus grandes, callosas y sabias manos. Desde entonces lo sé. Hoy lo único que me queda de él es este banco, que guardo en mi estudio al lado de los libros. En esos trozos de madera está su alma, a la que un día vi encarnarse en aquel objeto, construido como regalo para mí.
Muchos de nuestros hijos ya no pueden ver el trabajo de los adultos y eso es una grave forma de pobreza. Hay demasiados trabajos abstractos, invisibles, desterrados a no-lugares lejanos e inaccesibles sobre todo para niños y jóvenes. ¿Qué trabajo van a crear mañana si hoy viven inmersos en mil espectáculos pero se ven privados del mayor espectáculo de la tierra, que es el trabajo? Dar a los hijos la posibilidad de ver el trabajo verdadero y concreto, para que puedan empezar a ver el mundo desde allí, es un gran don.
Pasar por la ciudad y ver a la gente trabajando es una de las experiencias humanas y espirituales más verdaderas. La mejor manera de festejar el trabajo es mirarlo, verlo y reconocerlo de nuevo, para estar agradecidos. La primera y verdadera reforma que necesita el mundo del trabajo es nuestra estima, personal y colectiva, por el trabajo y los trabajadores. A lo mejor, en este día de no-trabajo, podríamos volver a leer algunas páginas de los clásicos de la economía civil sobre el trabajo: "No hay trabajo ni capital - escribía Carlo Cattaneo - que no comience con un acto de la inteligencia. Antes de cualquier trabajo, antes de cualquier capital, está la inteligencia, que comienza la obra e imprime en ella por vez primera el carácter de riqueza".
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Comentario - El trabajo, sus no-lugares y su valor
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