Editoriales Avvenire

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Tercera entrega de los comentarios de Luigino Bruni sobre "Economía y Adviento"

Comentario – Un tiempo para entender también las diferentes «pobrezas»

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 16/12/2012

logo_avvenireCuando regreso a Europa después de un viaje a Africa, Filipinas o Brasil, me llama mucho la atención lo poco que se canta ya en nuestras ciudades, comunidades y familias. Pero sobre todo, al contrario de lo que ocurre en esos pueblos más jóvenes, en nuestra tierra cantan poco los adultos y los ancianos. Y es grave que los mayores no canten, porque un anciano feliz, alegre, es un mensaje de esperanza y de vida para todos, pero sobre todo para los jóvenes a los que hay que ayudar a crecer con el ejercicio de la alegría de los adultos. Esa es la importancia, también cívica, de la frase: ‘estad siempre alegres'.

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Pero ¿cómo estar alegres en tiempos de crisis? Para intuirlo hay que recordar en primer lugar que la alegría no es una palabra arcaica, sino muy actual: es palabra de futuro, si éste es mejor que el presente. Una palabra que tiene mucho que ver con las relaciones, puesto que es necesario que nos alegremos unos a otros. La alegría profunda está ligada por naturaleza a la gratuidad y a la reciprocidad. La alegría no es una palabra de la sociedad del consumo, el juego y las finanzas. No estamos más alegres cuando vamos a un centro comercial o cuando compramos lotería o cuando obtenemos grandes beneficios a través de las rentas o la especulación. La palabra alegría no encaja con estas experiencias y emociones, entre otras cosas porque la alegría no es una emoción.

La verdadera alegría se experimenta cuando se recibe la noticia de un nuevo puesto de trabajo, la curación de un familiar, un diagnóstico positivo; cuando se vuelve al hogar después de un largo viaje, sabiendo que alguien te espera y está preparando una fiesta; cuando uno se gradúa tras muchos sacrificios; cuando llega la reconciliación después de años de conflicto; cuando se espera la llegada de una nueva vida. Quien no conozca estas experiencias no necesita la palabra alegría y puede conformarse con diversión, entretenimiento, placer o happiness. Así pues, la alegría es una palabra fundamental para los tiempos de crisis, de cualquier tipo de crisis, porque nace de las buenas relaciones y las hace fecundas, fértiles, generadoras. La alegría es como un fertilizante, porque para crear empresas, trabajo, proyectos, familia y vida es esencial estar alegres. Un empresario ue pierde la alegría deja de innovar.

La creatividad, en la economía como en el arte, es casi siempre el fruto de unas personas adultas que, con gran esfuerzo, han sabido mantener al niño que llevan dentro. La alegría es una virtud que, como ocurre con todas las virtudes, hay que cultivar y cuidar toda la vida. La «perfecta alegría», además, nace de las heridas amadas, en uno mismo y en los demás, que de este modo se convierten en bendiciones para uno mismo o, lo que es más frecuente, para los demás. Finalmente, para conocer la alegría hay que ser pobres. Los pobres son los destinatarios del «alegre anuncio», porque la pobreza elegida, que no es ni la indigencia ni la miseria, es una precondición para poder estar alegres. Hoy en Italia y en Occidente hay muchos, demasiados, indigentes, excluidos de la vida económica y social (por ejemplo, por estar en paro), pero cada vez hay menos pobres en el sentido más alto y auténtico, aunque muchas veces olvidado, del término. Es la pobreza de la que habla el economista iraní Majid Rahnema, que, en un libro estupendo (que podría ser un buen regalo para esta Navidad), nos muestra una «miseria» que «hace imposible la pobreza», es decir: una pobreza mala (no elegida sino padecida) que hace muy difícil vivir la virtud-bienaventuranza de la pobreza elegida. Cuando se vive una vida de miseria, sin medios para que los seres queridos lleven una vida digna, no es posible elegir libremente una vida pobre. La pobreza buena y elegida, la única que da alegría, se llama austeridad, gratuidad, reciprocidad y nace de la conciencia espiritual y ética de que los bienes que tenemos sólo se convierten en bienestar cuando se comparten y cuando no se tratan como sustitutivos de las relaciones con los demás.

Esto las familias lo saben muy bien. Quien no conoce esta pobreza elegida y compartida no está alegre, porque no es capaz de distinguir la alegría del placer, la fiesta de la diversión, la pobreza de la miseria. La Navidad sólo es fiesta de verdad para estos pobres. Aprendamos entonces a desearnos una ‘Alegre Navidad'.

 

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Tercera entrega de los comentarios de Luigino Bruni sobre "Economía y Adviento"

Comentario – Un tiempo para entender también las diferentes «pobrezas»

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 16/12/2012

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La fuerza de la alegría

La fuerza de la alegría

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Segunda parte del Comentario de Luigino Bruni sobre "Economía y Adviento"

Comentario – Un tiempo para preparar una nueva siega

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 09/12/2012

logo_avvenireSerá por el aumento de los impuestos sobre los inmuebles o por los dos millones y medio de ciudadanos que han tenido que vender oro y joyas para vivir o tal vez por el espectáculo que ofrecen diariamente los políticos que no consiguen estar a la altura de la seriedad y gravedad de los tiempos. Será por estos o por muchos otros motivos, pero lo cierto es que este tiempo de adviento está marcado por las lágrimas. Y sin embargo podemos y debemos esperar que llegue de nuevo la siega, también en esta Italia nuestra: «Quien siembra entre lágrimas, recogerá entre cantares».

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Quién sabe cuántas lágrimas del trabajo de los hombres y sobre todo de las mujeres, han dado lugar a las oraciones, cantos y gritos recogidos y custodiados en este salmo y en muchos otros. Las lágrimas son parte del trabajo, son el acompañamiento del pan nuestro de cada día, hasta tal punto que si en el trabajo no hay lágrimas, es decir sudor y esfuerzo, es probable que no sea trabajo sino otra cosa, desde luego no mejor. Trabajar con esfuerzo sencillamente forma parte de la condición humana.

Por eso, quien no experimenta el cansancio del trabajo, porque vive de rentas y privilegios, está privado o se priva por autoengaño de una de las experiencias éticas y espirituales más auténticas de la condición humana. Los que trabajan saben que cuando se sintieron de verdad trabajadores no fue tanto el día en que recibieron la primera paga, sino cuando tuvieron la primera experiencia del cansancio, la dureza y las dificultades del trabajo y las superaron. Si nos detenemos ante el umbral del esfuerzo, no entramos en el territorio del trabajo y tampoco podemos recoger sus mejores frutos, ya que la felicitas no es la ausencia del sufrimiento y del cansancio, sino su salario. A pesar de que la cultura utilitarista nos quiera convencer de que el objetivo de las sociedades buenas es ‘minimizar las penas’ y ‘maximizar los placeres’, en realidad existen ‘penas buenas’ y ‘placeres malos’.

Las penas buenas son las que nacen de cultivar las virtudes y el trabajo, los placeres malos son la mayor parte de los que hoy se nos muestran como una felicidad hedonista y fácil sin esfuerzo.

Toda excelencia, ya sea en la ciencia, en el deporte, en el arte o en el amor, comporta en algunos momentos decisivos las ‘lágrimas’. Una cultura que no aprecie y valore el esfuerzo del trabajo, tampoco puede entender ni apreciar las cosechas verdaderas y las confunde con las falsas (como los beneficios excesivos que rezuman injusticia y saqueos medioambientales y de vidas humanas). Pero tampoco todas las fatigas y lágrimas del trabajo son buenas. Es más, algunas son malísimas, como las de los siervos y los esclavos y todas las que no van acompañadas de la esperanza en la cosecha. Cuando no se ve el ‘niño’ al final de los ‘dolores de parto’. Son muy malas las lágrimas derramadas por los millones de trabajadores y trabajadoras que todavía hoy trabajan sin derechos, sin seguridad, sin salubridad, sin respeto y sin dignidad en demasiados lugares del mundo. O las de tantos que no tienen trabajo porque lo han perdido o porque (tal vez peor aún) nunca lo han tenido; un sufrimiento que aumenta en los días de fiesta, porque cuando falta el trabajo el día de fiesta duele más que el día laborable.

Las lágrimas sin pan y sin sal (sin salario...) son lágrimas y nada más. Pero aquel antiguo cántico del trabajo nos dice otra cosa muy importante: para tener esperanza en la cosecha no es suficiente llorar, hay que sembrar mientras se llora. Si pienso en los jóvenes, en los estudiantes, sembrar mientras se llora significa estudiar bien y estudiar cosas difíciles. El mundo universitario en estos últimos veinte años de profunda crisis ética ha producido demasiadas licenciaturas sin lágrimas (o con pocas), que se elegían porque eran fáciles, pero que han generado y siguen generando pocas ‘cosechas’ y demasiado paro. Un joven se forma estudiando cosas difíciles, sobre todo estudiando bien y estudiando más en los tiempos de crisis, como un signo de reciprocidad con la comunidad que le permite estudiar a pesar de la escasez de recursos. Los estudios sobre el bienestar subjetivo de las personas ya dicen con extrema claridad que uno de los principales factores de la felicidad (y de la depresión) es sentirse competentes en el propio oficio, y la competencia requiere disciplina y lágrimas, sobre todo en la juventud.

En el mundo de la economía también hay muchos sembradores, como los empresarios que invierten en tiempos de crisis, que sufren pero viven el sufrimiento como una experiencia fecunda, como un muelle para innovar y caminar con paso rápido, mejor junto a otros. Pero para que el esfuerzo del trabajador y el empresario conduzcan a la alegría de la cosecha, las instituciones juegan un papel esencial. El proceso que va del trabajo a la cosecha nunca es un asunto privado, sino siempre social, colectivo y político: nosotros podemos y debemos sembrar con seriedad y compromiso, pero sólo controlamos en parte la alegría de la siega, que depende también de todos aquellos a los que estamos directa o indirectamente unidos. Y así hay demasiadas siembras entre lágrimas que no conocen el canto de la siega. En Italia es necesario reconstruir la correa de transmisión que une la siembra con la siega

Un indicador de la calidad civil y moral de un país debería ser la relación entre las cosechas que llegan a los graneros y el buen cansancio del trabajo: «Al ir se va llorando, llevando las semillas, pero al volver, se viene cantando, trayendo las gavillas».

 

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Segunda parte del Comentario de Luigino Bruni sobre "Economía y Adviento"

Comentario – Un tiempo para preparar una nueva siega

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 09/12/2012

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Las buenas lágrimas de la siembra

Las buenas lágrimas de la siembra

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Comentario – El Adviento y la crisis

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 02/12/2012

logo_avvenireEl Adviento – todo advenimiento y toda esperanza auténtica de salvación – es una experiencia fundamental, sobre todo en tiempos de crisis. No se puede salir de ninguna crisis sin ejercitarse en el arte de esperar la salvación, un arte gozoso y doloroso a la vez. Querer la salvación para terminar anhelándola. Nuestra crisis está adquiriendo dimensiones de cambio de época porque no hay anhelo de salvación y no lo hay porque colectivamente ni siquiera tenemos ojos capaces de verla o al menos de intuirla.

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La pregunta '¿cuánto falta para que llegue el día?' sólo es posible si se desea el alba y se saben reconocer sus señales. En estos años se anuncian demasiadas ‘albas’, porque cada uno ve las señales de su propia alba allí donde los demás sólo ven noche cerrada. Unos creen reconocerla en la recuperación del PIB y esperan ver sus primeras señales en la recuperación del consumo (la enfermedad que se convierte en cura); otros en una ecuménica pero vaga ‘economía social de mercado’, y otros en la eliminación de los partidos para confiar la cosa pública a empresas con ánimo de lucro, eficientes y responsables al fin. Pero todas estas ‘albas’ no son lo bastante fuertes ni están tan cargadas de símbolos como para mover las pasiones humanas más altas y reunir en torno a ellas grandes acciones colectivas y populares. Y así, cuanto más tiempo pasa, más se aleja el final de la noche. Una economía de la espera debería hoy contener algunas palabras fundamentales. Además de ‘trabajo’ y ‘jóvenes’, sobre las que nunca se escribirá bastante, hay al menos otras tres palabras que, cuando faltan en el vocabulario y la gramática civil, hacen ilusoria cualquier espera.

La primera de estas palabras es virtud, concretamente virtud cívica. Sin embargo hay toda una antigua e incluso gloriosa tradición que ha teorizado que lo que permite salir de las crisis son los vicios y no las virtudes. Pero la espera es una virtud, puesto que hay que cultivarla, mimarla y mantenerla sobre todo en tiempos difíciles. Bernard de Mandeville nos contó hace trescientos años 'La fábula de las abejas', donde la conversión de la colmena viciosa (pero opulenta) en virtuosa trajo miseria para todos. La tesis es clara: sólo los vicios crean desarrollo, porque si a la gente deja de gustarle el lujo, la comodidad, el hedonismo y los juegos, la economía se bloquea por falta de demanda. Y esto vale sobre todo para un país como el nuestro, cuya economía depende mucho, tal vez demasiado, del consumo de estos bienes. Por desgracia, esta idea está muy radicada en buena parte de la clase dirigente italiana, que ya sólo invoca las virtudes cívicas en relación con la evasión fiscal, sin comprender la regla elemental que está a la base de la vida en común. Si se emite un anuncio condenando a los «parásitos sociales» pero el siguiente invita a los juegos de azar, las dos señales se anulan una a otra. La verdadera lucha contra la evasión se llama coherencia ética, que se convierte en fuerza política y administrativa.

La segunda gran palabra de la espera es 'relaciones'. Son impresionantes los datos sobre el aumento de litigios en nuestro país durante esta crisis. Desde las comunidades de vecinos hasta las relaciones con los compañeros, pasando por el tráfico y las denuncias contra profesores y médicos, la crisis está maleando las relaciones de proximidad. Aunque, como ocurre siempre, en estos años asistimos también al florecimiento de nuevas experiencias de relaciones virtuosas y productivas. El empeoramiento de las relaciones es un dato preocupante. En otras graves crisis que atravesamos (pensemos en las grandes guerras y en la dictadura), se restablecieron en el sufrimiento los vínculos sociales y se recrearon la amistad y la concordia civil, esenciales para la recuperación económica. Si no somos capaces de curar nuestras antiguas y nuevas enfermedades relacionales (¿qué es la corrupción sino unas relaciones enfermas que crean instituciones enfermas que a su vez reproducen relaciones aún más enfermas?), ninguna economía, que es antes que nada un entramado de relaciones, podrá recuperarse.

La última palabra es ‘empresario'. Los grandes maestros de la espera fueron y siguen siendo los campesinos, los artistas, los científicos y sobre todo las madres. Pero también los empresarios. Los verdaderos empresarios, sobre todo los pequeños y medianos, los cooperadores y los emprendedores civiles y sociales, hoy están sufriendo mucho, más de lo que se dice. Hace años estos empresarios fueron capaces de crear valor a partir de los valores, ‘poniendo a trabajar’ las vocaciones productivas y cooperativas de nuestros valles, barrios, montañas, costas y mares y hoy ven cómo se desvanece la riqueza por la falta de crédito, por la ausencia de políticas de sistema y por la invasión de los especuladores que muchas veces desplazan e incluso se comen a sus empresas.

Los empresarios son los hombres y mujeres de la espera, porque sólo pueden vivir si son capaces de esperar (la esperanza, otra virtud cívica), ya que si no esperaran que el mundo de mañana sea mejor que el de hoy, se dedicarían a disfrutar de sus recursos o a especular en búsqueda de beneficios (sólo unos especuladores sin escrúpulos pueden ganar miles de millones contaminando y matando territorios y personas). Quienes han creado y hecho crecer una empresa saben que los momentos más importantes de su historia fueron aquellos en los que fueron capaces de esperar su salvación y de mantener la esperanza en contra de los acontecimientos, de los consejos prudentes de los amigos (‘¿pero qué necesidad tienes tú…?’) y de las previsiones de los expertos (‘¿pero por qué no vendes?’), cuando encontraron fuerzas para insistir y creer en su proyecto. El mundo –e Italia en él – sigue viviendo porque existen personas capaces de mantener la esperanza en la salvación, de esperar el alba, la Navidad.

 

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Comentario – El Adviento y la crisis

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 02/12/2012

logo_avvenireEl Adviento – todo advenimiento y toda esperanza auténtica de salvación – es una experiencia fundamental, sobre todo en tiempos de crisis. No se puede salir de ninguna crisis sin ejercitarse en el arte de esperar la salvación, un arte gozoso y doloroso a la vez. Querer la salvación para terminar anhelándola. Nuestra crisis está adquiriendo dimensiones de cambio de época porque no hay anhelo de salvación y no lo hay porque colectivamente ni siquiera tenemos ojos capaces de verla o al menos de intuirla.

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Economía y espera

Economía y espera

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Comentario – Nueva normalidad: la crisis nos lleva a recuperar el valor de compartir bienes y servicios.

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 28/10/2012

logo_avvenireLos "new normal", los nuevos normales: así es como llaman en Norteamérica a la parte de la población que pertenecía a la clase media y que ahora, a causa de la crisis, está cambiando de estilo de vida y hace cosas que hace tan solo unos años se consideraban anormales o típicas de las clases más pobres. Estos nuevos comportamientos ‘normales’ no sólo incluyen una reducción del consumo de bienes y servicios que hasta hace poco se consideraban casi indispensables, sino también nuevas formas de compartir, que están creciendo rápidamente en la sociedad norteamericana y en todo el occidente en crisis.

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Una de ellas es el gran desarrollo de los Bancos de Tiempo, una importante innovación (muy anterior a la crisis) que consiste en crear una red de intercambios en los que la moneda, es decir la unidad de cuenta y de cálculo de las equivalencias, no es el dinero sino el tiempo. Por ejemplo, se ofrece una hora de jardinería a cambio de una hora de otra actividad, en base a normas de reciprocidad tanto directa como indirecta (donde el crédito o el débito de A hacia B puede ser correspondido también por C).

En los verdaderos bancos de tiempo, la economía recupera su naturaleza originaria de encuentro entre personas, donde el intercambio de bienes y servicios era subsidiario de los bienes relacionales, que hoy, por el contrario, cada vez están más contaminados por unos mercados demasiado anónimos y despersonalizados. Los bancos de tiempo también están presentes en nuestro territorio, promovidos habitualmente por asociaciones de la sociedad civil, casi siempre dentro de un entramado bien articulado que, en algunos casos, adquiere la forma de un auténtico sistema de intercambio y desarrollo local, con redes de grupos de compra solidaria, cooperativas, administraciones públicas con amplitud de miras, bancos territoriales, asociaciones, Caritas, etc.

De este modo, las antiguas virtudes cívicas y los oficios están viviendo hoy una nueva primavera, con el añadido de un protagonismo relevante de las mujeres y los ancianos. Son señales positivas de la crisis que, si estuvieran más extendidas y apoyadas por una buena política, podrían hacer que fueran de nuevo ‘normales’ algunas prácticas comunitarias y solidarias sobre las que se ha fundado nuestra cultura occidental y cristiana y que fueron en buena parte destruidas en la era de la opulencia y el derroche insostenible. Detrás de este fenómeno de los bancos de tiempo, que va en aumento,  hay que reconocer un proceso más general y más estructural, que podría ofrecer elementos capaces de producir un cambio profundo en nuestro modelo económico capitalista.

Pero para comprender el reto que se esconde detrás de estas experiencias, aparentemente sencillas y todavía poco conocidas, hay que tener una mirada más profunda. En primer lugar, hay que ver la creciente desigualdad y hay que verla desde un punto de vista no demasiado conocido y bastante infravalorado. Es la tendencia radical de nuestro sistema capitalista a una progresiva ampliación de la zona cubierta por los intercambios monetarios. En Norteamérica (y no sólo allí) ya se considera ‘normal’ pagar un extra en los teatros y museos para no hacer cola; o pagar a los estudiantes para incentivar su desempeño; por no hablar de la ya habitual penetración de la lógica monetaria en la sanidad, en la cultura e incluso en la familia, donde ya es habitual incentivar a los adolescentes pagándoles por realizar las tareas domésticas.

Sin entrar en cuestiones éticas fundamentales que tienen que ver con la ampliación del uso de la moneda en esos ámbitos de la vida civil (¿estamos seguros de que evitar la cola en un teatro, en un hospital o en un aeropuerto por ser más ricos es compatible con la democracia?), todo eso tiene una consecuencia directa en la vida diaria de las personas, sobre todo en la de los pobres de siempre y en la de los nuevos normales. Si la moneda cada vez cubre más necesidades, es decir si tengo que pagar par obtener bienes y servicios que antes ofrecía la comunidad (cuidados, educación, escuela, sanidad...), hay una consecuencia evidente pero de la que no se habla, que es el agravamiento de las condiciones de vida y la exclusión social de quienes no tienen esa moneda o tienen muy poca. Por eso, un mundo que, además de ser desigual en la renta, aumenta el recurso a la moneda para nuevas actividades, algunas de las cuales son esenciales para vivir, hace que la vida de los más pobres sea tremendamente dura.

Aquí es donde adquiere pleno sentido cívico y económico estos movimientos de reciprocidad no mercantil, como los bancos de tiempo y similares. Una forma eficaz de luchar contra la falta de renta es reducir el recurso a la moneda para obtener bienes y servicios. Si fuéramos capaces de organizar nuestra vida diaria aprovechando más el principio de reciprocidad, incluyéndolo dentro del sistema, podríamos gestionar una parte significativa de los servicios asistenciales, oficios y competencias, sin tener que recurrir al instrumento monetario. Entre otras cosas, porque muchos de los nuevos ‘normales’, que son jóvenes, mujeres y ancianos, tienen menos ingresos pero más tiempo y muchas veces competencias que el mercado de trabajo no requiere hoy pero que son muy útiles para la gente. Entonces ¿por qué no hacer que surja en Italia una nueva era de sistemas locales de intercambio basados en el principio de reciprocidad? Como ciudadanos volveríamos a apropiarnos de partes importantes de la vida asociada, de la democracia y por lo tanto también de la libertad y pondríamos en marcha la creatividad, innovación, protagonismo, trabajo, nueva confianza y capitales cívicos cuya carencia es la auténtica pobreza de la Italia de hoy.

Sería una era parecida al nacimiento del movimiento cooperativo a finales del siglo XIX, cuando, en tiempos de profunda crisis industrial y rural, Italia supo realizar un verdadero milagro económico-civil, creando decenas de miles de nuevas empresas en todo el país. Pero haría falta también una política de amplias miras que, por ejemplo, no viera estas transacciones como una forma de evasión fiscal sino como una expresión del principio de subsidiariedad, del que muchos hablan pero pocos concretan. De esta crisis seguramente saldrá una nueva ‘normalidad’. Hoy nos encontramos en una encrucijada entre una nueva normalidad hecha de miseria para muchos y grandes privilegios para unos pocos y una nueva normalidad en la que se comparta más y en la que haya democracia y oportunidades para todos.

Debemos tener esperanza y actuar para que la dirección que tomemos sea la segunda.

 

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Comentario – Nueva normalidad: la crisis nos lleva a recuperar el valor de compartir bienes y servicios.

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 28/10/2012

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Más tiempo, menos moneda

Más tiempo, menos moneda

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Comentario – Es importante qué se hace. Pero más aún cómo se hace.

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 14/10/2012

logo_avvenireEn Europa hay 25 millones de desempleados. Una cifra que, con toda probabilidad, está destinada a aumentar en los próximos años, a menos que haya un vuelco que hoy por hoy está sólo en el reino de los deseos. Deberíamos pararnos a reflexionar sobre estas cifras, hechas de carne y sangre, que tienen mucho que decir y que pueden impulsarnos a la acción para cambiarlas, mejorándolas. Si viéramos en profundidad estos números, sin quedarnos en la superficie del fenómeno, inmediatamente nos daríamos cuenta de que el principal coste de las crisis económicas, sobre todo si son profundas y duraderas, como la actual, siempre es el coste humano. Pero el primer obstáculo es la falta de índices contables o monetarios capaces de medirlo, compensarlo e incluso simplemente verlo. Este coste no entra en el PIB y únicamente la observación de la vida real de las personas y del mundo del trabajo nos lo puede revelar, al menos en parte.

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Este coste humano, invisible pero muy real, tiene dos componentes principales y ambos aumentan en tiempos de crisis: el desempleo en sentido estricto y el sufrimiento que comporta la necesidad de realizar el trabajo equivocado para vivir. Del primer componente, los costes del desempleo, sabemos muchas cosas pero no lo sabemos todo o, al menos, no lo decimos. Por ejemplo, se pone poco de relieve el daño que comporta la creciente cantidad de jóvenes que se quedan fuera del mundo del trabajo. Cuando los jóvenes no trabajan, ellos son los primeros que pierden mucho, muchísimo, por la falta de ingresos y por no poder invertir los mejores y más creativos años de la vida trabajando; pero también pierde muchísimo el mundo de la empresa que, si no tiene suficientes trabajadores jóvenes, no puede innovar de verdad y carece de entusiasmo, gratuidad, ganas de futuro y esperanza.

Un país como el nuestro y como muchos otros en Europa (aunque no en el resto del planeta), que deja a demasiados jóvenes fuera del mundo productivo, genera un doble y grave daño: a los jóvenes (y en consecuencia a todos) y a las empresas (y en consecuencia a todos). Pero hay más, y para entenderlo debemos considerar el segundo componente del coste humano del desempleo: el profundo sufrimiento de aquellas personas que se ven obligadas por falta de trabajo a aceptar trabajos que no se corresponden con su vocación ni sus talentos. ¿Por qué y en qué sentido? Un día me encontré con una compañera de estudios que, después de graduarse, trabajaba de cajera en un supermercado. Al verme se sonrojó, incómoda al saber, ella mejor que nadie, que el trabajo que estaba realizando no era el que había deseado, soñado y por el que había estudiado y se había esforzado durante años. Lo primero que me hubiera gustado decirle y hacerle llegar de algún modo era el valor ético del trabajo, incluso cuando se realiza “simplemente” para ganarse la vida, sin depender de los demás e incluso procurando bienestar a las personas que queremos y de las que a lo mejor somos responsables.

Hay millones de personas que van a trabajar cada día por este motivo y al trabajar para vivir y para proporcionar a otros la mejor vida posible, ennoblecen el trabajo, se ennoblecen a sí mismos y ennoblecen la sociedad. Todo esto puede ser ya mucho; pero el trabajo siempre es mucho más, porque ese ser simbólico al que llamamos “persona” siempre está en busca del sentido de lo que hace. Y si, además de permitirle vivir, no le da sentido (es decir, significado y dirección), el trabajo procurará un bien (salario, identidad social) pero también mucho sufrimiento al trabajador y a las relaciones con su entorno dentro y fuera de la empresa. Pero hay una posibilidad – me hubiera gustado añadir al diálogo silencioso entre dos antiguos compañeros de clase – para redimir y dar sentido a ese sufrimiento: intentar hacer bien lo que se hace. Es más, estoy convencido de que esta es una especie de regla de oro: «Cuanto más equivocado es el trabajo que realizamos, mejor debemos hacerlo, si no queremos morir».

Si tengo que trabajar en el lugar equivocado, haciendo cosas que están muy alejadas de la profesión que elegí para desarrollarme, la única manera de salvarme es trabajar bien. Porque si trabajo mal en un trabajo equivocado, me apago por dentro. Porque no queda ya nada auténtico a lo que agarrarme para seguir viviendo y creciendo. Una ayuda para hacer bien cualquier trabajo es considerarlo y vivirlo como un “servicio”, una palabra que ya no está de moda porque la vida no está de moda, pero que es necesaria para fundar cualquier civilización auténtica.

Pero todos, ciudadanos, empresas e instituciones, debemos hacer más para que cada vez haya más personas (sobre todo jóvenes) que trabajen y si es posible en el lugar adecuado. Esto era lo que me hubiera gustado decir a mi compañera de clase y esto es lo que habría que decir a tantos conciudadanos nuestros que hoy, para vivir o sobrevivir, siguen haciendo sagrado y digno su trabajo, cualquier trabajo. También puede ocurrir, no sería de extrañar, que a fuerza de hacer bien un trabajo que no gusta, un día se termine amándolo.

 

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Comentario – Es importante qué se hace. Pero más aún cómo se hace.

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 14/10/2012

logo_avvenireEn Europa hay 25 millones de desempleados. Una cifra que, con toda probabilidad, está destinada a aumentar en los próximos años, a menos que haya un vuelco que hoy por hoy está sólo en el reino de los deseos. Deberíamos pararnos a reflexionar sobre estas cifras, hechas de carne y sangre, que tienen mucho que decir y que pueden impulsarnos a la acción para cambiarlas, mejorándolas. Si viéramos en profundidad estos números, sin quedarnos en la superficie del fenómeno, inmediatamente nos daríamos cuenta de que el principal coste de las crisis económicas, sobre todo si son profundas y duraderas, como la actual, siempre es el coste humano. Pero el primer obstáculo es la falta de índices contables o monetarios capaces de medirlo, compensarlo e incluso simplemente verlo. Este coste no entra en el PIB y únicamente la observación de la vida real de las personas y del mundo del trabajo nos lo puede revelar, al menos en parte.

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El trabajo que salva

El trabajo que salva

Comentario – Es importante qué se hace. Pero más aún cómo se hace. por Luigino Bruni publicado en Avvenire el 14/10/2012 En Europa hay 25 millones de desempleados. Una cifra que, con toda probabilidad, está destinada a aumentar en los próximos años, a menos que haya un vuelco que hoy por hoy es...
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Comentario - El tardo-capitalismo cada vez se parece más al tardo-feudalismo

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 16/09/2012

logo_avvenireEl crecimiento es un desafío, pero aún lo es más el aumento de la desigualdad, que se está convirtiendo en el primer y más importante obstáculo para el desarrollo económico y social. A causa de la gran desigualdad que existe en cuanto a oportunidades, derechos y libertades, la riqueza dopada que hemos creado no es fecunda ni genera trabajo ni desarrollo auténtico. Por otra parte, ¿cómo cabría esperar que lo fuera?  Sólo el trabajo genera trabajo. Si repasamos el camino que hemos andado desde la revolución industrial hasta hoy, nos daremos cuenta de cuán preocupantes son para las economías de mercado los índices de desigualdad. Después de una importante disminución de las desigualdades en las economías occidentales del siglo XX, debida al paso de unas economías y estructuras sociales feudales a una economía de mercado mucho más dinámica, en las últimas décadas el capitalismo triunfante está haciendo que aumente de nuevo la desigualdad hasta niveles muy cercanos a los iniciales.

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En los Estados Unidos, los primeros 500 altos ejecutivos del ranking ganan de media 10 millones de dólares al año y los 20 administradores más ricos de hedge funds (los fondos de inversión más especulativos) ganan en total más que entre todos esos 500 ejecutivos. Es más: la desigualdad de hoy dentro de los Estados Unidos es muy parecida a la de los países que están saliendo actualmente de estructuras sociales feudales. En definitiva, nuestro tardo-capitalismo se parece demasiado al tardo-feudalismo, como si dos siglos de desarrollo económico y de derechos no hubieran servido para nada o para demasiado poco, en términos de desigualdades. El exceso de mercado está produciendo los mismos frutos inciviles que la ausencia de mercado. Este es un mensaje urgente y grave, entre otras cosas, porque contradice la utopía reformista profundamente asociada al nacimiento de la economía política moderna, cuando los ilustrados veían el desarrollo de los mercados como el principal instrumento para superar el mundo feudal y encaminarse hacia la sociedad democrática de personas libres e iguales que ellos anhelaron, aunque no llegaran a verla.

Mientras que el desarrollo de los mercados supuso también el desarrollo del trabajo y de los derechos, la economía se mantuvo en su conjunto fiel a su vocación originaria; pero un capitalismo de última generación, basado en los rendimientos financieros y en la deuda, está llevando al mundo hacia una rígida polarización de clases que creíamos superada. ¿Por qué? En primer lugar, porque cuatro quintas partes de los llamados pobres absolutos (los casi 2.000 millones de personas que viven con menos de 2 dólares al día) ya no están en los llamados “países pobres”, sino en países de renta media y alta. Esto expresa un hecho nuevo y de enorme alcance: la línea de demarcación entre ricos y pobres ya no está tan ligada a la geografía (norte-sur) , sino que se ha desplazado al interior de cada país. La globalización ha cambiado profundamente la morfología de la pobreza.

Por este motivo, la relación entre el PIB de cada país y los distintos indicadores de bienestar y malestar cada vez es menos significativa y útil. Si tomamos el PIB de los países con renta per capita media-alta (por ejemplo, los países de la OCDE) y los cruzamos con índices fundamentales para la vida de las personas como la expectativa de vida, el bienestar de los niños, las enfermedades mentales, la obesidad, la criminalidad, los resultados escolares de los jóvenes o la movilidad social, descubrimos que la información que podemos extraer no es muy relevante, ya que los datos se parecen demasiado unos a otros. Pero las cosas cambian tremendamente si en lugar del PIB tomamos los indicadores de desigualdad (el famoso “Indice de Gini” es uno de ellos), ya que encontramos grandes diferencias en esos índices fundamentales dentro de estos mismos países.

En otras palabras, en términos de esperanza de vida, salud, capital humano o capabilities (como diría Amartya Sen), hay mucha más diferencia entre un oficinista inglés y una mujer inglesa de origen caribeño con trabajo precario y escasa educación, que vive en los barrios pobres de Londres y a lo mejor es madre soltera, que entre un oficinista inglés y otro peruano. Una diferencia que se hace aún más pequeña cuando comparamos un alto directivo inglés con otro sudamericano. La desigualdad es un grave mal público, padecido por toda la población de un país, incluida – como dicen muchos datos recientes – la clase más rica, porque con la desigualdad aumenta la envidia social, la mentalidad posicional, la inseguridad y la infelicidad de todos.

Así pues, volviendo a la actualidad de Italia y Europa, quienes amen de verdad el bien común y quieran trabajar por la auténtica recuperación económica, deben preocuparse un poco menos del PIB y mucho más de hacer que se reduzca la desigualdad. Si seguimos aumentando los impuestos sobre el trabajo, la gasolina, la primera vivienda, aumentando los impuestos indirectos sin gravar los grandes patrimonios, las rentas financieras y las rentas de cualquier naturaleza (incluidas las rentas de posición de las muchas categorías feudales protegidas), seguiremos atendiendo a los indicadores equivocados, confundiendo los efectos con las causas y midiendo cosas que nos distraen de los grandes retos de este momento crucial que estamos viviendo.

La esperanza está sobre todo en los jóvenes, que tienen una menor tolerancia hacia la desigualdad. A partir de su indignación y su falta de resignación, puede comenzar una nueva era económica y social, donde la igualdad, no sólo formal sino sustancial, vuelva a ser uno de los grandes valores de nuestra civilización.

 

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Comentario - El tardo-capitalismo cada vez se parece más al tardo-feudalismo

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 16/09/2012

logo_avvenireEl crecimiento es un desafío, pero aún lo es más el aumento de la desigualdad, que se está convirtiendo en el primer y más importante obstáculo para el desarrollo económico y social. A causa de la gran desigualdad que existe en cuanto a oportunidades, derechos y libertades, la riqueza dopada que hemos creado no es fecunda ni genera trabajo ni desarrollo auténtico. Por otra parte, ¿cómo cabría esperar que lo fuera?  Sólo el trabajo genera trabajo. Si repasamos el camino que hemos andado desde la revolución industrial hasta hoy, nos daremos cuenta de cuán preocupantes son para las economías de mercado los índices de desigualdad. Después de una importante disminución de las desigualdades en las economías occidentales del siglo XX, debida al paso de unas economías y estructuras sociales feudales a una economía de mercado mucho más dinámica, en las últimas décadas el capitalismo triunfante está haciendo que aumente de nuevo la desigualdad hasta niveles muy cercanos a los iniciales.

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El desafío más urgente es el de la desigualdad

El desafío más urgente es el de la desigualdad

Comentario - El tardo-capitalismo cada vez se parece más al tardo-feudalismo por Luigino Bruni publicado en Avvenire el 16/09/2012 El crecimiento es un desafío, pero aún lo es más el aumento de la desigualdad, que se está convirtiendo en el primer y más importante obstáculo para el desarrollo e...
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Comentario - Economía, democracia y «poderes»

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 19/08/2012

logo_avvenire La dificultad para entender la crisis económica, financiera, cívica y política que estamos viviendo, radica, sobre todo, en que nuestro capitalismo financiero-individualista presenta algunos rasgos inéditos, junto a otros ya conocidos, que a muchos se les escapan e impiden entender lo que está ocurriendo. La lectura clásica del sistema económico y social moderno o democrático se basaba en las clases sociales, expresión a su vez de las clases económicas. La minoría que detenta la riqueza – se decía – tiene también en sus manos el poder político y lo ejerce con el consenso de la mayoría de los ciudadanos-trabajadores que aceptan ser gobernados por los intereses de los ricos y poderosos, ya que, en definitiva, o no se ve una alternativa mejor o se considera que sería demasiado arriesgada y costosa.

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A propósito de esto, escribía el economi­sta Achille Loria en 1902: «Cualquiera que observe desapasionadamente la sociedad humana (…) descubrirá en ella el extraño fenómeno de una absoluta e irrevocable escisión en dos clases rigurosamente separadas. Una de ellas, sin hacer nada, se apropia de rentas enormes y crecientes, mientras que la otra, mucho más numerosa, trabaja de la mañana a la noche de su vida a cambio de una mísera paga. O sea: una vive sin trabajar, mientras que la otra trabaja sin vivir o, cuanto menos, sin vivir humanamente».

El marxismo, el socialismo, el catolicismo social y el cooperativismo, sin olvidar el pensamiento liberal (ayer, John Stuart Mill y, hoy, A­martya Sen) compartían este diagnóstico, aunque diferían en la naturaleza de la relación que existía entre las clases, que para unos era de tipo cooperativo y armónico y para otros antagonista y violento. Algunos autores, como el italiano Vilfredo Pareto, el más conocido de ellos, teorizaron que esta distinción en dos o más clases contrapuestas no se limitaba a la economía y a la política, sino que se extendía a la inteligencia, a los talentos, hasta representar una especie de ley general natural, inmodificable en la práctica. Otros, en cambio, mantenían una opinión distinta. La historia de la democracia de los dos últimos siglos puede ser entendida como una lucha para reducir progresivamente o eliminar la rígida división de la sociedad en ricos/poderosos contra pobres/débiles, aunque hubiera y sigue habiendo grandes diferencias sobre cómo lograrlo.

La hipótesis de las teorías liberales era que el mercado mismo, a medida que evolucionara y madurara, haría más igualitario y democrático el capitalismo, mientras que las teorías marxistas propugnaban la revolución. En todo caso, ambas eran ‘teorías de progreso’, basadas en la convicción de que la sociedad moderna de algún modo superaría la opresión de una clase por otra. Pero la historia reciente ha demostrado que estos dos humanismos han traicionado su gran promesa, porque las sociedades modernas (incluidas las colectivistas del pasado reciente y del presente) no se encuentran, retóricas aparte, en una situación sustancialmente distinta de la descrita hace 110 años por Loria. La contraposición entre clases no tiene hoy menos raíces que en la era típica del capitalismo industrial o la sociedad feudal. Pero hay algunas novedades, que si no se ven y se comprenden, pueden escondernos la forma real que adquiere hoy la división en clases y las consecuencias que se derivan de ello.

La principal novedad consiste en la invisibilidad de la clase dominante actual. En anteriores sociedades, los ricos y poderosos eran bien conocidos y estaban presentes: eran los señores, los nobles, los patricios. Se les veía e incluso se les podía combatir y echar del trono en sus lugares concretos (palacios, castillos, la última planta de las oficinas…). Hoy los verdaderos ricos y los verdaderos poderosos viven en ciudades invisibles aunque muy reales, en no-lugares: ¿alguien se cruza por la calle de su ciudad con los verdaderos ricos (altos ejecutivos, financieros…)? A diferencia de lo que ocurría en el pasado, no se visten de manera (demasiado) diferente a nosotros, no tienen vehículos demasiado distintos de los nuestros y, aunque no tengan casas muy distintas de las nuestras, no las vemos salvo en televisión o en las revistas. Pero en el plano cívico es como si no existieran.

Por todo ello, es difícil interceptar a la nueva clase dominante y así se piensa y se escribe que las clases sociales, los señores y los súbditos, han desaparecido; y cuando aumenta la frustración, se les va a buscar en los lugares equivocados (pequeños y verdaderos empresarios, administradores locales, parlamentarios…). En cambio, la clase dominante sigue existiendo y sus miembros actúan a todos los niveles para consolidar privilegios, poder y, sobre todo, rentas de posición. Que quede claro: no se trata de recurrir al socorrido cuento de los complots, sino únicamente de tomarse en serio la categoría del poder, de la que se habla cada vez menos. Es demasiado evidente que a una exigua minoría de la población esta crisis no le ha causado ningún problema, antes bien: ha fortalecido su riqueza y su poder. La inseguridad, la vulnerabilidad, el miedo al presente y al futuro – señales típicas que, ayer como hoy, indican indigencia – no le afectan a la clase dominante, pero sí a todos los demás. Excepto, claro está, en las fases agudas de la crisis (el otoño pasado, por ejemplo), cuando ante el peligro de que saltase la banca (y los bancos), también la clase dominante sintió miedo y reaccionó inmediatamente, poniendo “comisarios” (con una exigente lista de deberes) en nuestras democracias, que no opusieron resistencia porque eran débiles, algunas estaban infiltradas y a todas les faltaba visión. Por si aún no nos habíamos dado cuenta, quien paga la cuenta para volver a poner el sistema bajo control no es la clase dominante, sino la otra: todos los demás. Por eso, bajo esta crisis se esconde una cuestión fundamental para la democracia: debemos tomar conciencia de que detrás de lo que está sucediendo no está el destino, ni hay nada inevitable: únicamente decisiones concretas que hay que entender, discutir y después votar democráticamente.

Hoy hay, no menos que ayer sino incluso más, una élite de población, cada vez más transnacional, asociada pero sin rostro, que quiere evitar la «quiebra» del sistema sin poner en discusión sus propios privilegios, riqueza y poder, sino lisa y llanamente la democracia. El pasado mes de enero exponía, con motivada y sabia alarma, un observador “no técnico” pero sí atento, como el presidente de la CEI, el cardenal Angelo Bagnasco, que tras clamorosas faltas de atención, cortinas de humo y modas culturales, se está favoreciendo «la formación de coágulos supranacionales tan poderosos y faltos de escrúpulos que hacen que la política cada vez esté más débil y sometida». Y así, mientras «debería ser decisiva», la política está arrinconada. Porque la (casi) invisible clase dominante ha decidido «dejarla fuera y hacerla irrelevante, casi inútil». Entonces ¿qué podemos hacer? En primer lugar, tomar conciencia del problema económico, social y democrático que se plantea y después actuar también políticamente. Pero usando, eso sí, categorías culturales que estén a la altura de la fase histórica que estamos atravesando.

 

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Comentario - Economía, democracia y «poderes»

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 19/08/2012

logo_avvenire La dificultad para entender la crisis económica, financiera, cívica y política que estamos viviendo, radica, sobre todo, en que nuestro capitalismo financiero-individualista presenta algunos rasgos inéditos, junto a otros ya conocidos, que a muchos se les escapan e impiden entender lo que está ocurriendo. La lectura clásica del sistema económico y social moderno o democrático se basaba en las clases sociales, expresión a su vez de las clases económicas. La minoría que detenta la riqueza – se decía – tiene también en sus manos el poder político y lo ejerce con el consenso de la mayoría de los ciudadanos-trabajadores que aceptan ser gobernados por los intereses de los ricos y poderosos, ya que, en definitiva, o no se ve una alternativa mejor o se considera que sería demasiado arriesgada y costosa.

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Los invisibles y todos los demás

Los invisibles y todos los demás

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Comentario – Los alimentos y una cultura que recuperar

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 14/08/2012

logo_avvenireEstá apareciendo por el horizonte una nueva crisis de los precios de las materias primas de los alimentos. El precio del pan siempre ha sido algo más que un juego entre demanda y oferta. El pan es ciertamente un bien, pero no es automáticamente una mercancía que pueda dejarse simplemente en manos de la dinámica del mercado. En eso el pan se parece al trabajo, con el que no por casualidad se le relaciona muchas veces. La comida, el acto de comer, no es privativo de los seres humanos, sino que es común a todas las especies vivientes. Pero los seres humanos le dan a la comida un significado simbólico y a su alrededor se articula la trama de las relaciones sociales más importantes, empezando por las comidas diarias en familia, donde se producen y reconstruyen los bienes relacionales primarios.

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Por eso, entre otras cosas, en todas las civilizaciones, el consumo de alimentos y la comida son actos que se realizan en comunidad o por lo menos así ha sido durante milenios, hasta la invención de la “cultura” de la comida rápida. Por eso, detrás de esta inminente escalada del precio de los cereales y de otras materias primas no está solo la sequía y el calentamiento global, sino que se esconde una crisis de las relaciones sociales y por ello una pregunta de fondo sobre nuestro modelo de desarrollo.

Si observamos los datos a largo y a muy largo plazo, notaremos que en los últimos 20 años los precios de las materias primas han comenzado a crecer progresivamente hasta anular la disminución que estos mismos precios habían experimentado desde la revolución industrial hasta los años 90. Estos datos nos dicen, si queremos escucharlo, que estamos entrando en una nueva era (la «era de los bienes comunes») donde la gestión de las materias primas, incluido el alimento, se convertirá en un reto crucial para el desarrollo económico y para la paz entre los pueblos. El mensaje, tan fuerte como poco escuchado, es bastante claro: debemos frenar. Hace décadas que el planeta no puede seguir el paso del ansia de bienestar de una minoría de la humanidad. Hemos entrado en una dinámica parecida a la del famoso juego que los economistas llaman “Dilema del prisionero”: todos los países quieren crecer, pero el crecimiento de todos los países produce una insostenibilidad global, es decir para todos y cada uno. La teoría nos enseña que, en estos casos, la vía maestra para evitar la implosión social es un pacto social mundial donde cada sujeto se auto-limite y cree un sistema que le impida cambiar de opinión a lo largo del tiempo; a nivel individual hay que desarrollar una ‘ética del límite’ interiorizada por cada uno de los ciudadanos del planeta.

Dentro de este contexto es como hay que leer la crisis de los precios de los productos agrícolas, que no son sino una fotografía de una crisis más profunda de relaciones. Las grandes civilizaciones de la historia llegaron a comprender que los recursos más valioso para la vida individual y colectiva no hay que dejarlos en manos de los buscadores de ganancias y por ello se crearon sistemas sociales y jurídicos muy articulados, para gestionar, sobre todo en tiempos de crisis, el agua, los molinos y la tierra, que eran fuente de alimento, de energía y de materias primas.

En esta era nuestra, virtual y tecnológica, debemos hallar una nueva relación de reciprocidad y amistad con la tierra (y con el alimento, las materias primas y la energía), si queremos evitar convertirnos en rehenes de los especuladores, que utilizan en su provecho los grandes cambios medioambientales y sociales. Porque – ya lo vimos en los comienzos de la “primavera árabe” – cuando se alcanza un punto en el que no son sólo ya algunos especuladores aislados sino todo un sistema económico-financiero quien especula con los alimentos y con la tierra, sobre todo a costa de los más pobres, tenemos que pararnos todos y volver a empezar. Tenemos que dar descanso a la tierra, como bien sabía la tradición campesina basada en la cultura del barbecho. Si no cuidamos y conservamos la tierra, no habrá cuidado ni conservación de la convivencia humana: no en vano el Génesis utiliza el mismo verbo (shamar) para referirse a Adán como "guardián” de la tierra (2,15) y a Caín, que no fue “guardián” de su hermano (4,9).

Nuestro modelo económico necesita con urgencia una cultura donde se cuide del otro, porque donde no se cuida del otro, de la tierra, del pan, se esconde y se prepara el fratricidio.

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Comentario – Los alimentos y una cultura que recuperar

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 14/08/2012

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El precio más injusto

El precio más injusto

Comentario – Los alimentos y una cultura que recuperar por Luigino Bruni publicado en Avvenire el 14/08/2012 Está apareciendo por el horizonte una nueva crisis de los precios de las materias primas de los alimentos. El precio del pan siempre ha sido algo más que un juego entre demanda y oferta. El p...
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Comentario - Reinventar la vida adulta

por Luigino Bruni

publicado e Avvenire el 12/08/2012

logo_avvenire Si comparamos el espectáculo de las Olimpiadas con los datos sobre el desempleo juvenil, inmediatamente nos daremos cuenta de que a nuestra sociedad le gusta la juventud, pero no los jóvenes. Y mientras aprecia cada vez más los valores asociados a la juventud, a la salud y a la forma física, cada vez comprende menos, incluso despreciándolos, los muchos valores que tiene la vejez, a la que trata de eclipsar a toda costa, alejándola de un horizonte que con ello se ve empobrecido y entristecido. Una civilización que no valora a los ancianos y no sabe envejecer es tan estúpida como la que no comprende ni valora a los verdaderos jóvenes. Nuestra sociedad es la primera que está sumando estas dos insensateces. Que nuestra cultura no ama a los jóvenes se ve por cómo les trata en el mundo del trabajo, en las instituciones y en los partidos políticos, donde los jóvenes están cada vez más ausentes y se les mantiene a distancia.

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Esta es la paradoja de un mundo adulto que quisiera ser siempre joven y de unos jóvenes que no consiguen convertirse en adultos, dando lugar a una patología social que complica la vida de los adultos y de los jóvenes. Mi madre no vivió el 68, aunque por entonces tenía 25 años, porque en la campiña de Las Marcas todavía no existía la juventud. Es cierto que existía la edad biológica correspondiente, en la que los jóvenes se enamoraban y soñaban; pero no existía esa especie de categoría o grupo social que hoy llamamos "juventud". En cierto sentido, la “juventud” la inventaron el rock, los Beatles y el 68. Antes, con el matrimonio y con el servicio militar, se pasaba directamente de muchachos a adultos. La juventud ha sido una de las más grandes invenciones sociales de la historia, que ha cambiado la sociedad, la política y la economía. Hoy, sin embargo, es urgente reinventar la vida adulta, porque una persona no se hace plenamente adulta hasta que no trabaja de verdad, hasta que no comienza efectivamente la edad de la responsabilidad, comprendida esa alta forma de responsabilidad individual y social que se asume con el matrimonio. Pero un trabajo que llega tarde, y que – si llega – es demasiadas veces inseguro, fragmentario, precario y frágil, no hace otra cosa que alimentar artificialmente y prolongar la juventud más allá de su horizonte biológico. Todo ello causa una pérdida importante para la economía y las instituciones: la falta de la energía vital y moral fundamental que proviene de los jóvenes, a quienes les resulta demasiado accidentado y peligroso el proceso fundamental que debería conducir con rapidez del estudio al trabajo de verdad.

No es sencillo salir de esta trampa colectiva de nuestra época. Ante todo debemos verla y, después, reflexionar más, adultos y jóvenes juntos, a todos los niveles. Es necesario repensar profundamente el sentido del trabajo y lo que para un joven significa hoy trabajar. Hay que cambiar dos tradiciones consolidadas. La primera está muy enraizada y es la convicción de que cuando un joven decide qué estudios emprender debería preguntarse qué necesita el mercado de trabajo y actuar en consecuencia. Esta práctica de sentido común, que a lo mejor funcionaba en un mundo más estático y tradicional, está perdiendo poco a poco relevancia efectiva, aunque a las empresas y a las familias nos cueste darnos cuenta de ello. La probabilidad de que exista una correlación significativa entre mi elección de hoy y el trabajo que tendré dentro de 5-7 años es cada vez más baja, por la sencilla razón de que en ese lapso de tiempo el mundo económico habrá cambiado demasiado velozmente y yo también. Cuando un amigo me pregunta cuál es la mejor facultad para su hijo, le respondo con una convicción cada vez mayor: «La que más le guste, la que más le atraiga; y si tu hijo/a todavía no lo sabe, dedícale más tiempo, escúchale, escúchala, y sobre todo invítale a escucharse con más atención y más profundidad. Y después, cualquiera que sea su elección, lo único importante de verdad es que estudie bien y con seriedad». No se puede decidir emprender una profesión solamente, o sobre todo, porque a lo mejor el mercado dentro de algunos tiene necesidad de algo, Cuando pensamos y actuamos así acabamos por parecernos sin querer a los siervos, cuando no a los esclavos. La búsqueda genuina de la propia vocación en la vida y en el trabajo es la búsqueda más importante de toda la existencia.

Pero aquí es donde hay que introducir el segundo cambio cultural que completa lo que hemos dicho antes y que se refiere a la relación que debemos aprender a tener con los estudios y con los títulos. Un consejo que deberíamos dar a un recién graduado, sobre todo en estos tiempos de crisis, es el siguiente: «No dejes que el título que acabas de conseguir se convierta en un obstáculo. Considera lo que has estudiado sobre todo como una inversión en ti mismo, que te será muy útil para tu libertad y tu felicidad, pero no dejes que se convierta en una pretensión para aceptar sólo los trabajos que consideres adecuados. Si logras encontrar pronto el trabajo que sientes como tuyo y para el cual has estudiado, bien; pero si no lo encuentras de inmediato, acepta cualquier trabajo que sea útil para la sociedad y para quien te paga; pero mientras trabajas con seriedad y esfuerzo, no dejes de cultivar tus esperanzas profundas, tus sueños, tu daimon».

El "mercado de trabajo" del mañana cada vez estará menos ligado a los títulos académicos y más a nuestra capacidad de responder y adelantarnos a las necesidades y a los gustos de los demás, demostrando a nuestros interlocutores que, aquí y ahora, tenemos algo valioso y útil para intercambiar con ellos, en relaciones de mutuo provecho, dignidad y reciprocidad.

Pronto tendremos jardineros humanistas, artesanos con un doctorado y empresarios filósofos y los años de estudio y los títulos serán sobre todo inversiones en libertad, oportunidades y cultura, y cada vez estarán menos asociados al "papel" y al puesto de trabajo. Estas transformaciones son muy profundas y complejas, y no debemos dejar solos a los jóvenes a la hora de cruzar este vado. En caso contrario, nos seguirá gustando la juventud, pero haremos muy difícil el presente y el futuro de nuestros jóvenes.

 

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Comentario - Reinventar la vida adulta

por Luigino Bruni

publicado e Avvenire el 12/08/2012

logo_avvenire Si comparamos el espectáculo de las Olimpiadas con los datos sobre el desempleo juvenil, inmediatamente nos daremos cuenta de que a nuestra sociedad le gusta la juventud, pero no los jóvenes. Y mientras aprecia cada vez más los valores asociados a la juventud, a la salud y a la forma física, cada vez comprende menos, incluso despreciándolos, los muchos valores que tiene la vejez, a la que trata de eclipsar a toda costa, alejándola de un horizonte que con ello se ve empobrecido y entristecido. Una civilización que no valora a los ancianos y no sabe envejecer es tan estúpida como la que no comprende ni valora a los verdaderos jóvenes. Nuestra sociedad es la primera que está sumando estas dos insensateces. Que nuestra cultura no ama a los jóvenes se ve por cómo les trata en el mundo del trabajo, en las instituciones y en los partidos políticos, donde los jóvenes están cada vez más ausentes y se les mantiene a distancia.

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Respetar a los jóvenes

Respetar a los jóvenes

Comentario - Reinventar la vida adulta por Luigino Bruni publicado e Avvenire el 12/08/2012 Si comparamos el espectáculo de las Olimpiadas con los datos sobre el desempleo juvenil, inmediatamente nos daremos cuenta de que a nuestra sociedad le gusta la juventud, pero no los jóvenes. Y mientras...
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Comentarios - Italia y la Unión Europea, prima de riesgo y valores

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 05/08/2012

logo_avvenire Imaginemos, con un experimento mental, que las regiones de Sicilia, Lacio y Lombardía pudieran emitir BRD (Bonos Regionales Decenales), totalmente independientes, y luego introducirlos en el mercado internacional. ¿Deberíamos esperar que los mercados ofrecieran los mismos intereses para los tres títulos? ¿Por qué entonces nos sorprende el diferencial (prima de riesgo) que existe entre los Bonos alemanes y los BTP italianos? La prima de riesgo, sustancialmente, representa un cambio lira/marco en la sombra y sigue estando muy presente en los operadores de los mercados (este largo periodo de especulación ha aumentado la prima de riesgo, pero no la ha creado).

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En una Europa con una política confusa y débil, habría que poner en marcha un verdadero proceso político que dijese con la fuerza de los hechos que Italia, Alemania y  España son regiones de una Unión – o mejor, como deseaba recientemente el presidente de la CEI, cardenal Bagnasco, una verdadera Comunidad – que no es solo una "expresión geográfica", sino una realidad económica, financiera y por lo tanto política.

Todo eso es lo que se esconde detrás de los controvertidos "eurobonos", es decir, volviendo a la metáfora, la decisión política de superar los BRD de Sicilia, Lacio y Lombardía. Pero para ello haría falta una acción política extremadamente valiente y de amplias miras sobre todo por parte de Alemania. Algo similar a lo que se hizo en los años noventa con Alemania del Este, cuando se decidió la unificación política no sólo por razones de económicas sino también, tal vez en primer lugar, por ese principio de fraternidad que debería estar siempre en el corazón de la Europa moderna. Habría que hacer otro tanto con toda Europa, dando así un paso decisivo en la dirección de la "europeización de Alemania" (y no de la "germanización de Europa"), que Helmut Kohl anunció cuando nació el euro. Hoy carecemos de esa valentía. Pero cuando hablamos de la prima de riesgo entre Alemania y los países mediterráneos, Italia incluida, no debemos olvidar las razones profundas que hacen muy difícil, si no imposible, orientar la política europea hacia una mayor unidad.

Estas razones son muchas y de tipo estructural. Como Avvenire recuerda de vez en cuando, el modelo económico italiano (y de otros países de matriz católica) tiene elementos de diversidad respecto a los anglosajones o nórdicos, elementos que en los últimos decenios no logramos traducir en desarrollo económico. El modelo económico italiano ha funcionado cuando ha juntado sus grandes “almas” culturales, sostenidas desde abajo por la familia y desde arriba por el Estado: el made in Italy y el movimiento cooperativo, así como algunas grandes empresas, han sido sobre todo fruto de ese modelo integrado. La crisis de las ideologías (y con ellas de los grandes partidos de masas) y la crisis de la familia, amplificadas por un notable envejecimiento del país, han alimentado una decadencia estructural de nuestro modelo de desarrollo, que es, antes que nada, decadencia ética y moral. Una crisis que se manifiesta en demasiados empresarios transformados en especuladores, que han perdido así su vocación territorial y social, y en una creciente desconfianza hacia la clase dirigente, que está en la base también de la parte más preocupante y grave de la evasión fiscal.

La aventura del euro, iniciada cuando esta crisis social y ética de nuestro país acababa de comenzar, ha sido un importante intento de dar vida a una nueva era, ampliando la mirada hacia el Norte (y tal vez demasiado poco hacia el Sur, hacia el Mediterráneo). Hoy podemos y debemos decir que el proyecto de Eurolandia no es por sí solo suficiente para reencontrar una vocación económica en un mundo que en los últimos treinta años ha cambiado muy rápidamente, tal vez demasiado. Si queremos reducir la prima de riesgo financiera, una seria enfermedad que si no se cura puede pronto convertirse en fatal, debemos poner más decisión en reducir los otros diferenciales que Italia ha acumulado en relación con los demás grandes países.

El primer diferencial, que es la base de todos los demás, es siempre de carácter moral o ético. Quien viaje por el mundo sabrá que Alemania, Inglaterra y Estados Unidos tienen tasas más altas de virtudes cívicas, de lealtad hacia sus propias instituciones, de honestidad. Los valores sobre los que Italia ha fundado su propia identidad y sus éxitos - laboriosidad, cooperación, creatividad – se han debilitado, si es que no han llegado a desparecer por el horizonte, sin que se vean aparecer otros nuevos. Pero sin valores no se genera ni siquiera valor económico, como nos recordaba en 1927 el economista civil Luigi Einaudi: «Antes de cualquier riqueza material y en el fondo de ella, existe un factor moral. Los genoveses y los venecianos no dominaron durante siglos el comercio del Mediterráneo y del Levante porque fuesen ricos. ¿Qué riqueza había en las estériles rocas de Génova o en los palafitos de la laguna véneta? Pero entre aquellas rocas y entre aquellas lagunas vivían hombres laboriosos, tenaces y osados, que fueron adquiriendo poder y con el tiempo también riqueza». Este puede y debe ser nuestro punto de partida.

 

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Comentarios - Italia y la Unión Europea, prima de riesgo y valores

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 05/08/2012

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Salgamos de la sombra

Salgamos de la sombra

Comentarios - Italia y la Unión Europea, prima de riesgo y valores por Luigino Bruni publicado en Avvenire el 05/08/2012 Imaginemos, con un experimento mental, que las regiones de Sicilia, Lacio y Lombardía pudieran emitir BRD (Bonos Regionales Decenales), totalmente independientes, y luego in...
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Comentario – Escuelas populares de economía ya

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 24/07/2012

logo_avvenire Para ver claramente lo que está ocurriendo estos días en los mercados financieros, debemos dotarnos de unas gafas con las lentes adecuadas, mejor si son bifocales. Es necesario ver mejor de cerca lo que en estos días (meses) está desestabilizando y perturbando los mercados de las economías europeas más frágiles (en estas mismas páginas han aparecido muchos análisis, algunos de ellos verdaderamente originales). Pero también hay que corregir la miopía que muchas veces hace que veamos mal o no veamos en absoluto los grandes cambios de largo alcance, de los que se derivan estos del corto plazo. Nunca entenderemos, por ejemplo, lo que está ocurriendo en España si no vemos la grave crisis moral y social que atraviesa el país desde hace décadas, un país que ha crecido demasiado y mal, apostando por el turismo y los servicios y olvidando (también a causa de una política europea corta de miras) los sectores primario (agricultura) y secundario (industria).

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Las economías basadas en el sector terciario y en el comercio son y siempre serán más frágiles e inestables. Esta crisis debe hacernos reflexionar sobre la vocación económico-productiva de los países mediterráneos, si no queremos convertirnos simplemente en un enorme parque temático al que los ciudadanos de otros países, los verdaderamente ricos, vengan de vacaciones y a descansar.

Si viéramos mejor de lejos, entenderíamos que la operación euro – tal y como se ha llevado institucionalmente – ha acabado por debilitar a los estados europeos más débiles, que hoy no deberían esperar a que Alemania les ponga en una “Eurolandia de segunda división”, sino jugar por adelantado y pedir ya una revisión de los Tratados que impida ataques especulativos como los de estos días.

También entenderíamos – ya lo hemos dicho demasiadas veces – que Europa sólo salvará a sus países en crisis y por lo tanto a sí misma, invirtiendo sus energías políticas en una revisión de la arquitectura financiera mundial que, cinco años después de la crisis, sigue siendo prácticamente la misma. Y eso es demasiado grave.

Estoy convencido de que la opinión pública debe hacer más: el bombardeo de los índices bursátiles y la prima de riesgo, cifras que están dominando el horizonte de nuestra civilización, surte un efecto hipnótico que bloquea de raíz cualquier iniciativa ciudadana y popular tendente a pedir más participación en las decisiones y medidas, más democracia. Creo que uno de los motivos es la casi total ignorancia de los ciudadanos en materia económico-financiera, que crea inseguridad frente a la clásica respuesta del experto: "La cuestión es mucho más compleja". Pero la complejidad no hay que padecerla, sino afrontarla. Es cierto que en el mundo contemporáneo se ha producido un cambio radical, tal vez sustancial, de la economía y por lo tanto del mundo.

La vida económica tal y como la conocemos hoy es profundamente distinta de la que conocimos hasta los años setenta. El mercado se está convirtiendo cada vez más en la gramática principal de las relaciones sociales (para darnos cuenta de lo que supone hoy el mercado bastaría que comparásemos el lenguaje y la cultura en los colegios, en los hospitales y en la política).

Empeñarnos en interpretar el mundo sin entender la centralidad de esta nueva economía es algo simplemente equivocado y conduce a diagnósticos y tratamientos equivocados, como son la mayoría de los que escuchamos estos días. Seguimos considerando la economía, su lenguaje y sus técnicas, como un ámbito separado de la vida ciudadana, propio de expertos, para sumergirnos después diariamente en todo un cúmulo de informaciones económicas (y símbolos) que llena nuestros desayunos, comidas y cenas.

Tenemos una urgente necesidad de invertir en educación económico-financiera, porque la única manera de reducir la invasión de la economía y las finanzas en nuestras vidas y tal vez gobernarlas con más democracia, es conocerlas bien o, por lo menos, mejor. Deberíamos introducir el conocimiento de la economía y las finanzas en las escuelas de todo tipo y grado y transformar profundamente el que ya existe en las facultades de economía, donde se estudia demasiado sobre los negocios pero no se proporcionan instrumentos adecuados para orientarse en el mundo, para aprender a «hablar economía», como dice el economista americano Robert Frank. Nuestros graduados en economía hacen una experiencia parecida a la que hacía mi generación con el estudio del inglés: en la primera excursión escolar al extranjero descubríamos con horror que tras años de gramática y sintaxis, éramos totalmente incapaces de mantener un diálogo primitivo con los ingleses de verdad. Es muy amargo constatar que hoy es posible graduarse en economía sin haber oído hablar nunca, salvo alguna fugaz referencia, de las cosas más importantes de los últimos cuarenta años de investigación en esta ciencia: la asimetría informativa, las finanzas comportamentales, los bienes comunes, que son instrumentos esenciales, no sólo útiles, para entender lo que está ocurriendo hoy en el mundo y en Europa (¿qué está causando la escalada de la prima de riesgo estos días sino el uso de asimetrías informativas por parte de algunos grandes especuladores?).

Esta crisis debería llevarnos a reescribir completamente los manuales de economía y finanzas, actualizándolos, pero también borrando teoremas y dogmas equivocados que están en la base de la crisis de este tiempo. Pero no basta: es necesario poner en marcha escuelas populares de economía y finanzas (pero de las “buenas”, no de las viejas y equivocadas) en las comunidades, en las asociaciones, en las parroquias. La democracia empezó de verdad en los pupitres de los colegios, con la literatura, con la poesía y con las matemáticas, que nos transformaron de siervos en ciudadanos. Hoy la nueva democracia exige que nos formemos también en economía y en finanzas si queremos ser verdaderamente libres y no quedar al albur de técnicos, índices y “férreas leyes”. Nuestra libertad sustancial pasa hoy también por una mayor y mejor cultura económica y financiera, si no queremos volver a ser súbditos de nuevos reyes y nuevos príncipes, sin rostro pero no por ello menos despiadados.

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Comentario – Escuelas populares de economía ya

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 24/07/2012

logo_avvenire Para ver claramente lo que está ocurriendo estos días en los mercados financieros, debemos dotarnos de unas gafas con las lentes adecuadas, mejor si son bifocales. Es necesario ver mejor de cerca lo que en estos días (meses) está desestabilizando y perturbando los mercados de las economías europeas más frágiles (en estas mismas páginas han aparecido muchos análisis, algunos de ellos verdaderamente originales). Pero también hay que corregir la miopía que muchas veces hace que veamos mal o no veamos en absoluto los grandes cambios de largo alcance, de los que se derivan estos del corto plazo. Nunca entenderemos, por ejemplo, lo que está ocurriendo en España si no vemos la grave crisis moral y social que atraviesa el país desde hace décadas, un país que ha crecido demasiado y mal, apostando por el turismo y los servicios y olvidando (también a causa de una política europea corta de miras) los sectores primario (agricultura) y secundario (industria).

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Gafas adecuadas

Gafas adecuadas

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Comentario – Ay de nosotros si triunfa de nuevo la renta (hay riqueza y riqueza)

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 17/07/2012

logo_avvenire Si queremos comprender y tal vez incluso gobernar este capitalismo en crisis, es urgente que volvamos a reflexionar sobre el significado de la riqueza, el mercado y las rentas. El juicio cívico y ético sobre la riqueza ha pasado por distintas fases a lo largo de la historia. En el mundo antiguo, la búsqueda individual de la riqueza se consideraba tanto un vicio privado (avaricia) como un vicio público del cuerpo social. En un mundo estático, sin movilidad social y sin mercados, la riqueza es esencialmente cuestión de rentas, de ventajas derivadas de estatus o posiciones de privilegio adquiridas, que no conducen ni directa ni indirectamente hacia el progreso económico y cívico.

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Desde este punto de vista, en todas las culturas tradicionales es unánime el juicio de condena sobre el amor al dinero, un juicio que sólo dejaba de ser tal cuando el rico era el Estado o la ciudad (no es casual que el primer tipo de interés legítimo fuera el de los títulos de deuda pública de las ciudades italianas).

La actitud hacia la riqueza comienza a cambiar cuando hacen su aparición las primeras proto-formas de economía de mercado en la Europa del segundo Medievo. Entonces comienza a ganar terreno la idea de que la búsqueda de la riqueza, aunque en general siga siendo un vicio individual, en determinadas circunstancias puede ser una especie de virtud pública.

Una alquimia debida sobre todo al mercado, que crea una nueva forma de riqueza no basada ya en las rentas de posición sino en los ingresos del comercio y, después, de la empresa. En efecto, cuando la riqueza nace de flujos (ingresos) y deja de estar vinculada únicamente a stocks (rentas), la búsqueda de la riqueza produce, indirectamente y sin que esté necesariamente en las intenciones de cada persona, efectos sociales positivos, puesto que hace que el dinero circule y crea trabajo y oportunidades para muchos, una característica de los mercados que los franciscanos intuyeron siglos antes de Adam Smith. En un mundo estático y feudal, por ejemplo, cuando un príncipe llevaba una vida lujosa (vicio individual), al consumir bienes no creaba ninguna economía inducida alrededor del palacio, porque tenía esclavos y siervos que le proporcionaban los bienes y servicios que necesitaba, personas que seguirían siendo esclavos y siervos para siempre. Por el contrario, cuando ese príncipe comenzaba a contratar, pagándoles, artistas, artesanos, cocineros, camareros…, ese mismo consumo de lujo empezaba a ser productivo y cívico, al menos en parte, porque la existencia de los mercados permite que la riqueza se extienda y se redistribuya mediante el trabajo.

La nueva ética del mercado legitimó entonces el intercambio económico por sus frutos económicos y cívicos de movilidad social y de extensión de las personas incluidas en el juego social, ya que quienes poseen riqueza para poderla consumir deben necesariamente compartir una parte con sus conciudadanos, no solo por los impuestos sino por la interdependencia social.

Los ricos siempre han necesitado pobres, pero en un mundo donde existe la división del trabajo, los ricos se sirven de los “pobres” a través del mercado y esto cambia profundamente el vínculo social y con ello puede dar comienzo verdaderamente la democracia. Cuando nuestros abuelos campesinos y semi-siervos del señor entraron por primera vez en una fábrica y comenzaron a percibir un sueldo, aquel día dieron un paso fundamental para sus vidas y para la democracia. Las motivaciones y las intenciones de aquellos empresarios y de aquellos comerciantes podían ser éticamente discutibles, pero lo importante, incluso moralmente, eran las consecuencias sociales de sus actos, una de las cuales era la posibilidad de que las hijas e hijos de aquellos trabajadores pudieran convertirse en ingenieros y políticos.

El capitalismo se ha mantenido en pie hasta hace pocos años precisamente gracias a este equilibrio dinámico entre ricos y pobres; se sabía que, dentro de un orden, el papel de rico y de pobre podían alternarse con el paso del tiempo, como entendió con claridad meridiana Antonio Genovesi en 1765 a propósito de los efectos del “juego” del mercado en la sociedad moderna: “Este juego, donde se protegen las artes y el tráfico es libre, genera tres efectos: I. Da la vuelta a la esclavitud feudal. II. Eleva la parte del género humano que sufre por la presión de la otra parte que está encima de ella. III. Arruina a las grandes y viejas familias y eleva a otras nuevas. No es posible burlar durante mucho tiempo a la naturaleza. El lujo viene para que los ricos devuelvan a los pobres lo que se habían llevado de más del patrimonio común”.

Pero casi un siglo después estamos volviendo a una situación demasiado parecida a la feudal, ya que en el centro del sistema vuelven a estar de nuevo las rentas. Y cuando el eje social se desplaza desde el trabajo y la empresa a las rentas, el enriquecimiento de algunos deja de producir ventajas sociales para muchos, porque es muy poco o nada lo que repercute de esa “riqueza” en el territorio y en la economía circundantes. En un mundo basado en las rentas, enriquecerse vuelve a ser un vicio privado y un vicio público. Hoy los nuevos ricos no necesitan a los “pobres” de su ciudad, porque viven en ciudades separadas, compran bienes en todo el mundo y pagan impuestos cuando quieren y donde quieren.

Se ha levantado un velo impermeable dentro de las nuevas ciudades del capitalismo financiero, que impide el paso de la riqueza y la movilidad social. Se está rompiendo la cadena de la interdependencia social, en la que se ha basado la economía de mercado de los últimos siglos, con consecuencias para la democracia que todavía no conseguimos ni intuir, pero que sin duda tendrán un enorme alcance.

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Comentario – Ay de nosotros si triunfa de nuevo la renta (hay riqueza y riqueza)

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 17/07/2012

logo_avvenire Si queremos comprender y tal vez incluso gobernar este capitalismo en crisis, es urgente que volvamos a reflexionar sobre el significado de la riqueza, el mercado y las rentas. El juicio cívico y ético sobre la riqueza ha pasado por distintas fases a lo largo de la historia. En el mundo antiguo, la búsqueda individual de la riqueza se consideraba tanto un vicio privado (avaricia) como un vicio público del cuerpo social. En un mundo estático, sin movilidad social y sin mercados, la riqueza es esencialmente cuestión de rentas, de ventajas derivadas de estatus o posiciones de privilegio adquiridas, que no conducen ni directa ni indirectamente hacia el progreso económico y cívico.

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La cadena y el velo

La cadena y el velo

Comentario – Ay de nosotros si triunfa de nuevo la renta (hay riqueza y riqueza) por Luigino Bruni publicado en Avvenire el 17/07/2012  Si queremos comprender y tal vez incluso gobernar este capitalismo en crisis, es urgente que volvamos a reflexionar sobre el significado de la riqueza, el...
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Comentario – El rechazo total de la vulnerabilidad, la extensión de los contratos y la crisis de los pactos

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 24/06/2012

logo_avvenire La principal dificultad para salir de la crisis no está en las decisiones de las instituciones ni en la política ni en Europa, sino en nuestro estilo de vida que,  en los últimos años, ha sufrido un cambio radical. Por eso es tan difícil encontrar el camino de salida: mientras nos quejamos con las palabras, con nuestros comportamientos seguimos alimentando día a día el modelo de desarrollo del que nos quejamos y que causa tantos sufrimientos a muchas personas (no a todas). Tal vez sea esta la principal paradoja de esta fase del capitalismo.

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Tomemos como ejemplo significativo los seguros. Es evidente que los seguros desempeñan una importante función en orden al bien común: la posibilidad de asegurarnos frente a determinados riesgos e incertidumbres generalmente mejora el bienestar de las personas y el bien común.

Un hipotético mundo sin seguros sería peor, desde todos los puntos de vista y, sobre todo, sería peor para los más frágiles. Pero, como en todas las cosas buenas de la vida, es crucial encontrar la justa medida, reconocer el umbral o el punto crítico que no hay que superar para que el bien no se transforme en mal.

A este respecto, deberíamos reflexionar más acerca del creciente fenómeno que podríamos llamar ‘aseguramiento del mundo’, es decir: la progresiva y rápida ampliación de la parte de vida social cubierta por los contratos de seguro. Esto lo vemos no sólo en las pólizas de vehículos, que en pocos años han pasado de cubrir simplemente la RC a cubrir actos vandálicos, situaciones atmosféricas anormales o la necesidad de un “técnico” para poner las cadenas en caso de una nevada imprevista. Pero lo vemos cada vez más en los profesores que tienen que asegurarse contra posibles accidentes de los estudiantes durante una excursión escolar y en muchas otras situaciones. Alguien podría decir que eso es bueno porque con estos nuevos seguros podemos hacer cosas que no haríamos si no existieran estos nuevos contratos. Yo digo que hay que tener cuidado, porque este proceso, además de aumentar no poco el gasto de las familias, tiende a deteriorar las relaciones interpersonales y a crear nuevas inseguridades para las que nos propondrán nuevos contratos y así sucesivamente.

Más aún. Si el ciudadano sabe que un determinado lugar de la vida social está cubierto por un seguro, tenderá, al menos eso nos dicen los datos (y nuestra experiencia), a aumentar las peticiones de indemnización, los litigios y los conflictos. Mientras no salgamos del ámbito de los vehículos, todo eso, aunque grave (bien lo saben las aseguradoras), no siempre es central y crucial para nuestra vida. Pero si estos fenómenos (litigios, reclamaciones de daños, azar moral…) empiezan a extenderse a la sanidad, la educación y la vida civil, sus efectos pueden empezar a ser muy preocupantes, como ya está sucediendo, si queremos verlo. Por no hablar de la lógica que hay detrás de los títulos derivados (una de las principales causas de inestabilidad financiera), que son formas sofisticadas de seguro (o, mejor dicho, de apuesta) donde se obtienen ganancias de las desgracias ajenas.

La hiper-cobertura del seguro produce otro efecto que tiene que ver con el corazón de la vida social y relacional. Hace años, un amigo mío sufrió el incendio de una parte de su casa. Empezaron a llegar amigos y a ofrecerle ayuda, pero en cuanto supieron que estaba asegurado volvieron tranquilamente a casa puesto que ‘alguien’ se ocuparía del asunto. Pero el tiempo que se pasa con los amigos para reconstruir un trozo de casa es una inversión en un capital relacional que después da frutos en muchos otros ámbitos de la vida, un capital que la hipertrofia aseguradora tiende hoy a dañar y reducir. Así, nuestro capital social (y financiero) disminuye, la soledad aumenta y el mercado nos ofrece nuevos contratos para nuevos acontecimientos inciertos (¿llegará el día en que nos aseguremos contra el riesgo de no ser queridos, amados, por nuestros familiares y compañeros?), cayendo en una trampa social cuyos efectos son mucho más graves para los más pobres, que sufren como todos el deterioro del patrimonio cívico, pero sin tener la posibilidad financiera de asegurarse.

¿Qué podemos hacer? Yo veo dos caminos: uno dentro y otro fuera del mundo de los seguros. No debemos olvidar que los seguros nacieron como instrumentos en garantía sobre todo de los más frágiles y de los más vulnerables. Al principio fue así. Hoy es necesario relanzar una nueva etapa del seguro ético, siguiendo la estela del Nobel M. Yunus, que está inventando seguros para los pobres, con primas de unos pocos dólares. Las sociedades de seguros deberían ser por naturaleza empresas civiles, es decir sin ánimo de lucro, precisamente porque los contratos que venden tienen que ver con un bien primario: protegerse contra la vulnerabilidad negativa y devastadora y hacerla más sostenible. Un bien que es un derecho fundamental de toda persona. Y no debería especularse con los derechos fundamentales del hombre. Esto no es ciencia ficción (como podría pensarse viendo a quienes dirigen las grandes aseguradoras), sino democracia y libertad.

El segundo camino es más cultural y ético: debemos reaccionar ante el peligroso sueño de querer construir una vida en común ‘con riesgo relacional cero’, porque este sueño pronto se transforma en pesadilla. La vida civil está hecha de contratos (incluidos los seguros), pero también y sobre todo de pactos (en la familia, en la ciudadanía, pero también en la empresa) y el pacto no puede evitar una cierta vulnerabilidad, porque los pactos implican confianza y la confianza auténtica siempre está abierta al riesgo y a la traición. En caso contrario no sirve para nada o para muy poco. Pero la cultura dominante ha dejado de entender el sentido del riesgo y del inevitable dolor asociado a la vida con los demás (como bien saben las familias) y persigue el sueño ingenuo y monstruoso de un mundo con vulnerabilidad cero, una ilusión que nos hace verdaderamente vulnerables ante las grandes heridas de la vida.

Solo acogiendo y dando espacio a las pequeñas vulnerabilidades de la vida en común, seremos (como ocurre en la medicina homeopática) capaces de protegernos de las grandes vulnerabilidades de la existencia. Por el contrario, cuando rechazamos acoger las pequeñas vulnerabilidades y las heridas ‘buenas’, nos encontramos muy indefensos frente a las grandes vulnerabilidades que, cuando llegan, destruyen. Los buenos contratos de seguros son subsidiarios de los pactos, los malos contratos los sustituyen, los deterioran y, a la larga, los destruyen. De esta crisis saldremos con más pactos, con menos contratos malos y con más contratos buenos, también en los seguros.

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Comentario – El rechazo total de la vulnerabilidad, la extensión de los contratos y la crisis de los pactos

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 24/06/2012

logo_avvenire La principal dificultad para salir de la crisis no está en las decisiones de las instituciones ni en la política ni en Europa, sino en nuestro estilo de vida que,  en los últimos años, ha sufrido un cambio radical. Por eso es tan difícil encontrar el camino de salida: mientras nos quejamos con las palabras, con nuestros comportamientos seguimos alimentando día a día el modelo de desarrollo del que nos quejamos y que causa tantos sufrimientos a muchas personas (no a todas). Tal vez sea esta la principal paradoja de esta fase del capitalismo.

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«Asegurados» pero no seguros

«Asegurados» pero no seguros

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Comentario – Mercaderes y monjes: la lección del pasado para la crisis de hoy

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 10/06/2012

logo_avvenireA Europa le falta un proyecto grande porque le falta espíritu. Cuando nació la primera comunidad europea, después de la segunda guerra mundial, las tragedias y el enorme dolor que acompañaron y precedieron a las dos guerras mundiales habían creado las precondiciones ideales y espirituales para poder concebir y después intentar hacer realidad una tierra común de paz y prosperidad. Aquel gran proyecto europeo hoy se está alejando cada vez más de nuestro horizonte. Para entender por qué, hoy debemos hacer el ejercicio, muy difícil, de liberarnos de las crónicas cotidianas y de la lógica del corto plazo, para volver al origen y así comprender hoy nuestra naturaleza, nuestra vocación y nuestro destino. Quienes hicieron Europa fueron sobre todo los mercaderes y los monjes y la hicieron juntos. Los mercaderes, las grandes ferias, los intercambios y los tratados comerciales medievales no hubieran dado lugar a ninguna idea de Europa sin la acción conjunta, complementaria y coesencial de los monjes y, después, de Francisco y Domingo.

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El cristianismo y sus carismas (que heredaron, reelaborándola, una parte de la cultura clásica y judía) facilitaron el soplo vital y el respiro que generó y nutrió a Europa, incluyendo su economía de mercado, su sistema de bienestar (que fue inventado por los carismas religiosos, no por el Estado) y sus bancos.

En la modernidad, a este espíritu cristiano se le añadieron, en parte como brotes suyos, otras tradiciones ideales, que siguieron nutriendo y desarrollando Europa y su civilización. El nuevo proyecto europeo de la posguerra tenía raíces muy profundas: católica, socialista y liberal, tres tradiciones que aparecen, aunque en distinta proporción, en la visión económico-social en la que se apoya la Constitución italiana, que nació a la vez que el proyecto europeo y que no debe ser interpretada sin él.

Este espíritu, uno y triple, de la economía europea, fue capaz de alimentarla y vivificarla, haciéndole alcanzar resultados extraordinarios. Europa hoy está en crisis, pero no sólo por la falta de una política fiscal común y por la deuda pública, sino sobre todo por la caída de estas tres tradiciones ideales que alimentaron su espíritu durante siglos. Tradiciones que siguen vivas en el subsuelo, aunque con distinta vitalidad, pero las faldas han perdido contacto con sus canales y acuíferos y ya no sacian la sed de la tierra ni de sus habitantes. Su espíritu original es cada vez más débil y no se ven aparecer por el horizonte otros “espíritus” capaces de desempeñar la misma función vital y vivificante.

La gestión de la crisis griega es un claro signo de que el espíritu europeo es demasiado débil. Pero, como nos enseñó hace cien años MaxWeber y hoy Luc Boltanski y Mauro Magatti, también la economía de mercado moderna y postmoderna tienen una necesidad esencial de un espíritu para poder vivir y crecer. El espíritu, como nos recuerda la cultura bíblica, es el soplo vital, es lo que nos hace vivir y lo que nos dice que seguimos vivos. Por eso, cuando una cultura pierde su espíritu, su desarrollo cívico y económico se interrumpe. La carestía de espíritu es hoy la primera forma de miseria que está bloqueando Europa, apagando en sus ciudadanos el sueño y la idea misma de Europa. Hoy a Europa hoy le faltan sobre todo “nuevos monjes” y “nuevos monasterios”; le falta orar para recrear las precondiciones del trabajar. Y al faltar monjes y espíritu, el vacío dejado por ellos en el alma de las personas y de los pueblos (que hoy no son menos animales espirituales que ayer), lo llenan los magos, los horóscopos, los juegos y las apuestas; es decir la nada, pero no la nada de Juan de la Cruz, sino la nada mortal del vacío.

Sin embargo, estoy convencido de que estos nuevos monjes y monasterios existen, conozco muchos de ellos, pero ya no somos capaces de verlos ni escucharlos colectiva y políticamente, buscándolos en los lugares tradicionales (muchos monasterios y conventos siguen vivificando hoy como ayer el mundo y la vida civil) y en los muchos lugares nuevos que, desde abajo, generan y regeneran cada día también la vida civil y económica.

Nunca hubiéramos salido de la gran crisis que marcó la caída del imperio romano sin el monacato, que transformó aquella gran herida en bendición. Europa no saldrá fortalecida de esta gran crisis sin una nueva etapa espiritual, si no es capaz de encontrar ese espíritu que ayer la fundó y hoy puede refundarla: «Pero esta vez los bárbaros no esperan al otro lado de las fronteras; hace tiempo que nos gobiernan. No estamos esperando a Godot, sino a un nuevo San Benito›› (A. Mclntyre).

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Comentario – Mercaderes y monjes: la lección del pasado para la crisis de hoy

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 10/06/2012

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A Europa le falta espíritu

A Europa le falta espíritu

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