Encíclica, el mercado bueno de Francisco

Encíclica, el mercado bueno de Francisco

La encíclica «Laudato si’» es cualquier cosa menos anti-empresa. Pero leámosla en un bosque.

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 24/06/2015

Sobre nuestro sistema capitalista se cierne una enorme demanda de justicia, que se eleva desde las víctimas y los excluidos. Una demanda que ya no se ve ni se oye y por eso es especialmente grave. El Papa Francisco es hoy la única autoridad moral global capaz, antes que nada, de ver y oír esta gran demanda ética sobre el mundo (esto depende de su propio carisma) para, después, plantear preguntas radicales (esto nace de su ágape).

No hay ninguna “agencia” mundial tan libre como él de los poderes fuertes de la economía y la política. Por desgracia, ni la ONU ni la Comisión Europea ni, mucho menos, los políticos nacionales demuestran tener una libertad semejante, hasta el punto de que siguen «vendiendo al pobre por un par de sandalias» (Amós). Véase lo que está ocurriendo en Italia con la nueva regulación de los juegos de azar.

Algunos comentaristas, sedicentes amantes del libre mercado, han escrito que la encíclica Laudato si’ va contra el mercado y contra la libertad económica; que es una expresión del anti-modernismo e incluso marxismo de este Papa «venido casi del fin del mundo». En la encíclica no hay nada de eso, todo lo contrario. Francisco nos recuerda que el mercado y la empresa son valiosos aliados del bien común mientras no se conviertan en ideología, mientras la parte (el mercado) no se convierta en el todo (la vida). El mercado es una dimensión de la vida social esencial para todo bien común (son muchas las palabras de la encíclica que elogian a los empresarios responsables y a las tecnologías puestas al servicio de un mercado que incluye y crea trabajo). Pero esta dimensión no es la única, ni siquiera la primera.

El Papa, en primer lugar, le recuerda al mercado su vocación de reciprocidad y de «mutuo provecho». En base a esto, critica a las empresas que depredan a las personas y a la tierra (y lo hacen a menudo), porque con ello niegan la naturaleza misma del mercado, enriqueciéndose gracias al empobrecimiento de la parte más débil.

En un segundo nivel, Francisco nos recuerda algo fundamental que hoy se olvida sistemáticamente. La tan cacareada «eficiencia», palabra clave de la nueva ideología global, no es nunca un asunto meramente técnico y por tanto éticamente neutral (34). El cálculo coste-beneficio, que se encuentra en la base de todas las elecciones “racionales” de las empresas y las administraciones públicas, depende claramente de qué se consideren costes y de qué se consideren beneficios. Durante décadas hemos pensado que eran eficientes las empresas que no incluían entre sus costes el daño que causaban a los mares, a los ríos o a la atmósfera. Pero el Papa nos invita a ampliar el cálculo a todas las especies, incluyéndolas en una fraternidad cósmica, extendiendo la reciprocidad también a los seres vivos no humanos, dándoles voz en nuestros balances económicos y políticos.

Pero hay todavía un tercer nivel. Aunque se reconozca el «mutuo provecho» como ley fundamental del mercado civil e incluso se extienda a la relación con otras especies vivas y con la tierra, el «mutuo provecho» no puede y no debe ser la única ley de la vida. Es importante, pero no la única. También existe lo que el economista y filósofo indio Amartya Sen llama «obligaciones de poder». Debemos actuar responsablemente con la creación porque hoy la técnica ha puesto en nuestras manos un poder que nos permite originar unilateralmente consecuencias muy graves para otros seres vivos con los que estamos vinculados. Todo en el universo está vivo, y todo nos llama a la responsabilidad. Tenemos obligaciones morales que no nos generan ningún provecho. El «mutuo provecho» del buen mercado no es suficiente para cubrir todo el espectro de la responsabilidad y de la justicia. Incluso el mejor mercado, si se convierte en el único criterio, se transforma en un monstruo. No hay ninguna lógica económica que nos impulse a dejar bosques en herencia a los que vivirán dentro de mil años, y sin embargo tenemos obligaciones morales para con esos futuros habitantes de la tierra.

Otra cuestión muy importante es la de la «deuda ecológica» (51), que representa uno de los puntos más elevados y proféticos de la encíclica. La despiadada lógica de la deuda de los estados domina la tierra, pone de rodillas a pueblos enteros (como en el caso de Grecia) y a muchos otros los tiene bajo chantaje. En el mundo, se ejerce mucho poder en nombre de la deuda y el crédito. Pero también existe una gran «deuda ecológica» del Norte del mundo con respecto al Sur. Un 10% de la humanidad ha construido su propio bienestar descargando los costes en la atmósfera de todos, y sigue produciendo “cambios climáticos ".

La expresión “cambios” despista, porque es éticamente neutral. El Papa, en cambio, habla de «contaminación» y de deterioro de ese bien común llamado clima (23). El deterioro del clima contribuye a la desertificación de regiones enteras, que influye decisivamente en la miseria, la muerte y la migración de los pueblos (25). Esta inmensa «deuda ecológica» y de justicia global no la tenemos en cuenta cuando cerramos nuestras fronteras a los que vienen hasta nosotros porque estamos quemando su casa. Esta deuda ecológica no tiene ningún peso en el orden político mundial. Ninguna Troika condena a un país porque haya contaminado o desertificado otro país, y así la «deuda ecológica» sigue creciendo ante la indiferencia de los grandes y poderosos.

Termino con un consejo para aquellos que todavía no hayan leído esta maravillosa encíclica. No empiecen a leerla en su estudio o sentados en el sofá. Salgan de casa, vayan a un prado o a un bosque y empiecen allí a meditar el cántico del Papa Francisco. La tierra de la que nos habla es una tierra real, que se puede tocar, sentir, oler, ver y amar. Y terminen después la lectura en alguna periferia real, entre los pobres. Vean el mundo de los ricos epulones desde los lázaros y abracen al menos a uno de ellos, como Francisco. En estos lugares podremos aprender de nuevo a «sorprendernos» (11) por las maravillas de la tierra y de los hombres, y así tal vez podamos comprender y rezar Laudato si’.

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