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Análisis – Un cambio de época como el actual sugiere cambios valientes para encarnar la vida monástica en formas nuevas

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 13/12/2024

El monasticismo fue durante la Edad Media el fenómeno cultural y económico más importante de muchas regiones de Europa. No tendríamos – o serían más pobres – la farmacia natural, la gran biodiversidad enogastronómica, la silvicultura, muchas innovaciones técnicas y tecnológicas, la cultura del trabajo, las escuelas y los libros, sin los monasterios y las abadías. Un componente importante de la economía europea maduró y creció dentro de los monasterios y en sus largas cadenas externas, sin olvidarse de la fuertísima red de ferias que tenían lugar casi siempre en las plazas de las abadías, que garantizaban la fides (fe y confianza) necesaria para los mercados de ayer, y quizás de hoy. El ‘Ora et Labora’ fue también un espíritu cultural, económico y social de Europa. La primera unión europea floreció de una constelación de abadías y monasterios, masculinos y femeninos, donde se cuidaba la fe cristiana, la civilización clásica, y donde se innovaba en casi todos los ámbitos de la vida.

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Muchas de esas antiguas instituciones todavía están presentes en los países europeos, no obstante el profundo cambio en el escenario religioso y civil del último siglo y medio. Las abadías y los monasterios sobreviven con sus hermosas iglesias y otros edificios y terrenos anexos, pero la vida por dentro se está apagando progresivamente. Todavía hay, en varios lugares, comunidades monásticas que experimentan nuevas primaveras de creatividad y nuevas vocaciones, pero son luminosas excepciones en una oscura noche. Viendo los datos demográficos, en un par de décadas cerca del 90% de los actuales monasterios europeos estarán vacíos. El futuro queda confiado al mercado, si algunas multinacionales ven en ellos una buena inversión; el resto terminará en alguna rara institución pública particularmente visionaria (y rica) que los transformará en museo, y lo que no encuentre interés ni del sector público ni del privado simplemente desaparecerá. ¿Este es el único destino? Tal vez no.

La situación es grave tanto como sobrevalorada. No tiene mucho que ver, única o principalmente, con la suerte de los inmuebles y del patrimonio: el centro de la cuestión es teológico y espiritual, no económico – la economía, en la vida religiosa, se parece a la luz roja en la guantera del auto: es la primera en encenderse ante una ‘crisis’, pero se apaga arreglando el ‘motor’. En estos años tuve la oportunidad de acompañar diferentes realidades monásticas, todas en dificultad por falta de futuro, acentuada por la riqueza del pasado. Aparece la dificultad de imaginar escenarios realmente distintos de los conocidos hasta ahora (toda crisis profunda es crisis de la imaginación del futuro), sumado a la experiencia de una escucha no adecuada por parte de las instituciones diocesanas o vaticanas que, tal vez con buenas intenciones, responden a los gritos de ayuda con el código de derecho canónico y con los documentos para la vida monástica y consagrada, escritos claramente en y para un mundo que ya casi no existe; también porque en cierta parte de la iglesia sigue vivo y operativo el recuerdo de los tiempos en que los monasterios eran fuertes y poderosos. ¿Qué hacer entonces?

En los tiempos de cambio de época los pequeños ajustes al margen, o el gradualismo, no solo no funcionan sino que son el camino perfecto para chocarse contra un muro. Es necesaria una refundación radical y rápida de la vida monástica (y de la vida religiosa consagrada en general) masculina y femenina.

Sigamos un razonamiento lateral, una suerte de ejercicio alegórico. Imaginemos una empresa que a mitad del siglo XX empieza a construir centros de esquí en los Apeninos, primero en Romagna, después poco a poco en Toscana, en Marche, en Lazio, en Abruzzo, hasta construir un imperio. Hace algunos años llegó el cambio climático: cada vez menos nieve, cada vez más nieve artificial, más costos, menos beneficios, menos empleados calificados que se trasladen a los Alpes. Las crecientes pérdidas son el resultado de esta policrisis, que ya se ha convertido también en malestar laboral y en aumento de los conflictos. ¿Qué puede hacer esta empresa? Puede cerrar, obviamente; puede también intentar seguir adelante algunos años más, disparando nieve con los cañones, levantando las manos al cielo para que las temperaturas no sean demasiado altas. Pero también puede hacer otra cosa: puede decidir usar sus últimos recursos para intentar un cambio radical. Tener en cuenta que el clima del mundo ha cambiado, y que no va a volver; ganarle por lo tanto a la nostalgia de los buenos tiempos, dejar de maldecir el mundo malvado que ha causado el calentamiento global, y luego orientar el deseo hacia el futuro. Y luego, una linda mañana, empezar a transformar las instalaciones de esquí en una red de parques ecológicos, con programas de formación en bosques, con caminatas, bicis, mucho deporte y cultura ecológica, invirtiendo quizás en la formación de los niños y en los restaurantes y hoteles de impacto cero. Cierto, este empresario también se preguntará: ¿habrá un mercado?, ¿encontraré nuevos socios y personal de calidad?

La iglesia no es una empresa, lo sabemos. Tampoco los monasterios, incluso si, históricamente, desarrollaron funciones de respuesta a necesidades sociales y económicas, no solo espirituales – Vallombrosa en Toscana o Aderbode en Flandes eran en la Edad Media algo parecido al Harvard o al MIT de hoy: al entrar uno no quedaba atraído por lo sagrado (había muchísimo de eso afuera), sino por las bibliotecas, los scriptorium, las viñas, las farmacias.

El paso de los centros de esquí a los parques ecológicos, en el campo de la vida monástica significaría empezar a pensar que el carisma monástico se puede encarnar hoy en algo distinto al pasado, porque el ‘clima espiritual’ del mundo realmente cambió. Empezar a incluir en los monasterios a familias, jóvenes, personas de cualquier edad o estado civil, no como ‘huéspedes’ sino como habitantes comunes, para tratar de continuar de otra manera el carisma del monasticismo y por ende de hacerlo vivir. Para imaginar algo así sería necesaria una revolución copernicana. Antes que nada empezar a diferenciar el estado de vida (matrimonio, celibato) de la vocación monástica, por lo tanto, creer que el carisma monástico es superior respecto al celibato o a la consagración que hasta ahora lo han caracterizado. Hoy, la pareja monasticismo/celibato, que cuando nació en la Edad Media encontraba su sentido, resulta en muchos aspectos una herencia inadecuada para salvar la experiencia y el carisma del monasticismo. En los monasterios puede siempre haber personas célibes, pero el desafío está en superar esa asociación exclusiva entre el celibato y el monasticismo.

En realidad, si vamos más en profundidad, nos damos cuenta de que el desafío es aún más radical. Lo descubrimos si tratamos de responder esta pregunta: ¿por qué la esencia del monasticismo – comunidad, rezo, liturgia, trabajo, contemplación, Palabra – debe ser un monopolio de una élite de célibes y vírgenes? ¿Por qué no extender la herencia espiritual de San Benito, San Agustín, San Bruno, Santa Teresa de Ávila a familias, jóvenes y ancianos? Nuestro tiempo, que se parece mucho a aquel mundo romano en el que nació el primer monasticismo, tiene todas las condiciones para una nueva primavera del carisma monacal. Pero es necesaria una democratización del monasticismo. La comunidad, la contemplación y la mística pueden volverse experiencias populares, potencialmente abiertas a todas las condiciones de vida, porque forman parte del repertorio de base de cualquier persona. Podemos empezar entonces a imaginar antiguos y nuevos monasterios, donde al núcleo de célibes se suman, con igual dignidad y derecho, otras personas, diferentes pero iguales. Lugares plenos de humanidad, de niños, de vida en todos los sentidos. Y así superar, en el plano teológico y antropológico, la vieja idea de una superioridad ética y espiritual del celibato sobre los otros estados de vida. También porque, dicho sea de paso, la misma gran cuestión femenina en la iglesia católica no se resolverá mientras haya una jerarquía sagrada entre las diversas vocaciones y los ministerios. La llegada de personas diferentes unidas por la misma vocación monástica llevará inevitablemente a cambios en las formas de gobierno, en la práxis concreta y en las responsabilidades, y el desafío será la fidelidad creativa al enorme pasado junto a la apertura al espíritu que sopla en el presente. Ya existen nuevas comunidades monásticas que están ensayando algo parecido; pero ahora se trata de imaginar una reforma general del monasticismo tradicional que considere esos experimentos como una cosa común y no como excepciones marginales (vistas a menudo con recelo).

Un tema específico es el de los ancianos. Hoy hay, y habrá todavía más mañana, muchos ancianos con familia o solos (viudos, separados), que quisieran pasar sus años de envejecimiento activo en un ambiente comunitario y espiritual, como respuesta a una auténtica vocación – conozco a algunos. Pero no para vivir en residencias de ancianos, alojados en las instalaciones del monasterio, sino como miembros comunes y activos, que pueden pasar una, dos o más décadas de su madura existencia junto a todos los demás.

Estoy convencido de que el ‘mercado’, las ‘necesidades’ y los ‘trabajadores’ (vocaciones), están ahí, pero están todavía latentes, por lo tanto hay que descubrirlos y activarlos. Sin dudas hay una creciente demanda de espiritualidad en Europa, que, tristemente, encuentra casi siempre una oferta equivocada, por parte de sectas emocionales, meditaciones bricolaje o neo-chamanismo.

La gran tradición monástica todavía puede intentar un nuevo encuentro con el espíritu de nuestra época. Sería necesario ‘solo’ una nueva capacidad de arriesgar, un mayor pensamiento teológico, generosidad por parte de las órdenes monásticas, más deseo de futuro, muchísimas confianza en los seres humanos, un granito de mostaza de fe – todos ingredientes que el evangelio siempre ha tenido, y tiene todavía.

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Luigino Bruni

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Opinión - El Black Friday y los dones homeopáticos

Luigino Bruni

pubicado en Avvenire el 29/11/2024

Entre las muchas fiestas de la religión capitalista el black friday es la que presenta una “pureza cultual” perfecta, que nos deja ver ciertas dimensiones de esta nueva religión de manera más clara que en otras fiestas ya asimiladas y transformadas, como la nueva Navidad o el viejo Halloween.

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Antes que nada, hay que tener presente que la mentalidad del consumo forma parte de cualquier experiencia religiosa. El culto y la liturgia siempre fueron experiencias de satisfacción de necesidades corporales, no solo del alma. Basta con pensar en la misa católica, donde todos los sentidos se estimulan: auditivo (canto), visual (arte), olfativo (incienso), gusto (pan y vino), tacto (estatuas de santos). La espiritual es una de las tantas dimensiones que tienen las religiones, y no es la más importante. Nuestros abuelos, que llenaban las iglesias (sobre todo las abuelas) y que participaban de las fiestas religiosas, no estaban interesados ni en la mística ni en la ascética. No buscaban contemplar las realidades celestiales. La misa dominical y las fiestas de precepto eran sobre todo la celebración del vínculo social y de la vida, una explosión de cuerpos, de abrazos, de danzas, de grandes comidas comunes, de exceso, de despilfarro, de gastos (dépense, diría Bataille), de transgresión, de necesidad de un día diferente. Los santos y Dios eran la excusa para la fiesta y las procesiones, pero los protagonistas principales de la fiesta eran otros.

De hecho, si lo miramos bien, el black friday tiene todas las características antropológicas y sociales de los antiguos cultos religiosos. La primera tiene que ver con la importancia esencial de las fiestas. El cristianismo no se convierte en christianitas con el Edicto de Milán de 313. Tampoco por la teología, ni por los libros, ni por los dogmas. La operación decisiva fue la ocupación de los viejos templos greco-romanos y, más tarde, la sustitución de las viejas fiestas populares romanas, célticas, etruscas, picenas, sabinas… La cultura nace del culto, nos recordaba Pavel Florenskij en 1922. Y cultura significa procesiones con baldaquinos y con bengalas, objetos para tocar con las manos y estatuas para bañar con lágrimas, con su repetición cíclica anual.

También el black friday nació como fiesta de procesiones (en la puerta de los negocios), con la necesidad de tocar el objeto y con las lágrimas por haber obtenido el objeto deseado, una fiesta popular muy concurrida. Sin embargo, en los últimos años, se están produciendo novedades importantes que están cambiando rápidamente su naturaleza. Pero antes detengámonos en un elemento que no se puede subestimar.

El mundo católico, sobre todo con la Contrareforma, ha acentuado mucho la dimensión de consumo en el culto y en la liturgia – piénsese en la misa, donde el sacerdote “produce” el bien (eucaristía) que el pueblo “consume’’. La llamada “cultura de la vergüenza”, siempre dominante y activa en los
países latinos, creó un ambiente económico en el que las personas compiten sobre todo a través de los bienes de consumo “vistosos’’ (ropa, casas, autos…), y no a través del trabajo, como sucedía, en cambio, en los países protestantes. Esto creó una predisposición particular del mundo católico a la nueva religión del capitalismo, desde que en las últimas décadas dejó de centrarse en el trabajo y pasó a centrarse en el consumo.

He aquí una nueva paradoja: la religión capitalista nació en los países calvinistas pero está conquistando principalmente a los católicos – y cada vez más rápido a todos los sur comunitarios del mundo. El black friday nos gusta más a nosotros que a los holandeses o los suizos. Se entiende entonces dónde está el primer problema decisivo. El mundo católico está menos preparado para reconocer el engaño de estas fiestas de la nueva religión fundada en el consumo, que está derribando los últimos vestigios del cristianismo, particularmente del catolicismo – me pregunto cuántos praticantes católicos hicieron “objeción de conciencia” al rito de este viernes.

¿Cuántos comercios de la economía social o cooperativa resistieron a la seducción del nuevo culto? El culto consumista está vaciando el alma de los cristianos mucho más radicalmente de cuanto no lo han hecho todos los comunismos y socialismos de la historia.

El black friday tiene además sus singularidades, viejas y nuevas. En primer lugar, una forma inédita de politeísmo. Para entenderlo hay que tomar consciencia de que el dios-ídolo adorado es el consumidor, no el objeto que se compra. Por lo tanto, los “dioses”, los consumidores soberanos e ídolos, son millones, ya miles de millones. Esto lo revela un elemento fundador de toda religión: el sacrificio. Los descuentos del black friday son casi siempre verdaderos, no son falsos. De esa manera, nos dice que en este día no es el consumidor el que se sacrifica por la empresa, sino la empresa que, en ventaja de su dios-consumidor, realiza la oferta (nótese el lenguaje). Un sacrificio controlado, pequeño y homeopático que, como toda homeopatía, tiene como objetivo inmunizar la enfermedad: un pequeño sacrificio que se parece al don, un donzuelo, para que el capitalismo se pueda inmunizar del verdadero don, que es el virus al que le tiene un miedo terrible.

La segunda novedad tiene que ver con el fin de la dimensión comunitaria de esta nueva religión. Hasta el momento, solo habíamos conocido religiones comunitarias. Pero el objeto ya no lo compramos en los negocios-templos abarrotados, en una procesión, como sucedía al principio; ahora nos llega a casa, dócil y veloz, con un simple clic (y una tarjeta de crédito), sin encontrar a ningún humano en el camino. Con la inteligencia artificial este individualismo será total.

Por último, la tercera novedad. Este año, durante la novena previa a la fiesta, era muy común leer: “Hazte un regalo para el black friday”. Las fiestas cristianas estaban centradas en regalos para darle a alguien y para recibir de otro; hoy es la celebración del self-love, el fin del humanismo cristiano del don. El self-regalo es la apoteosis de la idea arcaica de regalo (de rex, regis), o sea, ofrendas a darle al rey, con un elemento verdaderamente inédito: el único soberano es el individuo que se hace ofrendas a sí mismo, el donador coincide con el donatario.

En esta cancelación de verdaderos dones está el talón de Aquiles de la religión del consumo: el deseo. Ningún deseo puede quedar satisfecho con mercancías, y mucho menos con auto-regalos, porque la esencia del deseo es desear a alguien que nos desea, desear un deseo, que en la fe cristiana alcanza su apoteosis en un Dios que nos desea. Los bienes que se convierten en don nos gustan mucho porque son sacramento de una persona que nos ama y nos desea; y cada vez que miramos ese objeto, nos encontramos con los ojos, el olor y el sabor de quien nos ha amado: en el self-regalo solamente sentimos el olor y el sabor de nosotros mismos, una tristeza infinita.

Gracias a Dios, las mercancías tienen muchas virtudes, pero no saben desear. Y va a ser una escasez de deseos lo que prepare, tarde o temprano, el fin de este nuevo culto global. La esperanza es que mientras tanto, en algún lugar, hayan sobrevivido verdaderas comunidades, dones no homeopáticos, grandes deseos, Dios.

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Opinión - El Black Friday y los dones homeopáticos

Luigino Bruni

pubicado en Avvenire el 29/11/2024

Entre las muchas fiestas de la religión capitalista el black friday es la que presenta una “pureza cultual” perfecta, que nos deja ver ciertas dimensiones de esta nueva religión de manera más clara que en otras fiestas ya asimiladas y transformadas, como la nueva Navidad o el viejo Halloween.

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El nuevo culto del self-regalo

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Hace trescientos años el gran intelectual católico publicaba la edición veneciana de la “Carità Cristiana”, texto fundador de una visión económica centrada en la reciprocidad como clave virtuosa.

Luigino Bruni

publicado en Agorà di Avvenire el 15/08/2024

En 1724, hace exactamente trescientos años, se publicaba en Venecia De la carità cristiana in quanto essa è Amore del Prossimo, de Antonio Ludovico Muratori, una edición veneciana anticipada unos meses antes por la edición modenés de diciembre de 1723. Es una ocasión para reflexionar hoy sobre un autor olvidado por una generación de italianos, católicos incluidos, que decidió cortar sus raíces, indiferente al destino de los árboles después de semejante operación. Muratori (1672, Vignola - 1750, Modena) fue una figura inmensa como intelectual cristiano, sacerdote, filósofo, teólogo, historiador, filólogo y biblista – un antiguo fragmento latino descubierto por él (de finales del siglo II) lleva su nombre, el fragmento Muratoriano, que contiene una lista de los libros del Nuevo Testamento.

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Después del siglo XVII, que fue también el siglo de oro de la Contrareforma, y por lo tanto de las penitencias y las aclamaciones religiosas al dolor, empezó en Europa, al comienzo del siglo XVIII, un movimiento de reforma civil. Al final de su vida, Muratori publicó Della pubblica felicità (1749) para decir que esa felicidad (eudaimonia), que los griegos veían como un reflejarse recíprocamente en la pupila de los ojos del amigo, podía y debía volverse un asunto civil, público y político. La pupila del ojo del philos se convierte así en la ciudad, en el buen lugar a donde vivir en su máxima expresión la reciprocidad de las buenas miradas de los amigos. Y así, mientras en 1776 Adam Smith publicaba en su Escocia calvinista la Wealth of Nations y los revolucionarios norteamericanos escribían la Declaration of Philadelphia anunciando entre los derechos fundamentales del individuo la “pursuit of happiness”, en Italia se abría paso con Muratori a la ‘Pubblica felicità’, que se convertiría en las primeras notas de la tradición italiana de Economía civil entre los siglos XVIII y XIX.      

Pero mientras del mundo reformado se podía esperar una nueva ciencia de la riqueza, el hecho de que el “valle de lágrimas’’ de la Contrareforma diera a luz a la ‘pubblica felicità’ fue verdaderamente una vuelta de tuerca, un loco jaque mate en nuestra historia, una visión social del buen vivir que no era ya la antigua comunidad sacral y desigual. Era simplemente el anuncio profético de una ‘tierra del nosotros’, compuesta por personas al fin libres, iguales y fraternas; una tierra soñada en un sueño breve que se derrumbó en el despertar del siglo XIX.

La Carità Cristiana es un texto importante donde Muratori logra una síntesis de unas de sus grandes líneas de investigación, incluyendo la económica, que había seguido en su extraordinario trabajo sobre la historia de Italia, que produjo, entre otras cosas, su Rerum Italicarum Scriptores, una obra monumental de 27 volúmenes.

En La Carità Cristiana son mencionados los Montes de Piedad franciscanos, “los sagrados montes de empeño, formados por la piedad de los fieles en este último siglo…Y por Dios bendito”. Los montes nacieron, recuerda Muratori, juntando las “limosnas’’ de los ciudadanos. Para obtener el préstamo no había ‘‘otra obligación que dar en empeño, o sea dar al lugar Pío la seguridad de la restitución del capital recibido (ya que de otro modo caería rápidamente en desgracia) y de pagar un ligero reconocimiento”. Se observa el lenguaje: no se trata de interés (ilícito para los teólogos) sino de reconocimiento o de “regalo para el usurero”, como escribe en otra obra. En aquellos siglos no se podía pronunciar con tranquilidad la palabra “interés”, y mucho menos “usura” (que era el precio a pagar por el uso del dinero) porque estaban dura y tenazmente condenados por las autoridades eclesiásticas. Por eso Muratori, y después de él Maffei, en lugar de una palabra correcta como “interés”, introdujeron ‘reconocimiento’, ‘fruto’, ‘pro’, ‘ganancia’, ‘mérito’. También los Montes eran llamados bancos sine merito. Las prohibiciones abstractas casi siempre tienden a la manipulación de las palabras más bellas, que son obligadas a prostituirse, como Fantine, con tal de no dejar morir de hambre a su hija Cosette.

Dar como garantía una prenda era la forma más aceptada y más común de obtener un préstamo, como lo sabía también Zio Crocifisso: “Quien concede crédito sin prenda, pierde amigo, ingenio y hacienda” (Giovanni Verga, I Malavoglia, cap. IV). Por eso Muratori continuaba, desde los Montes de Piedad, los Montes Frumentarios y los de la Farina, con otra herencia franciscana, de los Menores primero y de los Capuchinos después: "La labor de los directores de estos Montes debe consistir en comprar grano de buena calidad con la mayor ventaja posible y en un plazo conveniente, y no emplear menos diligencia que si se tratara de un negocio propio, para revenderlo, sin interés alguno, convertido en harina, a quienes en el pueblo lo necesiten... A demasiada gente le gusta el negocio fácil de hacer fortuna chupando la sangre de los pobres, sobre cuyas vidas recae comúnmente este negocio" (Della carità cristiana, pp. 360-365). La naturaleza solidaria de esas instituciones no creaba una excusa para poner en sus trabajos menos cuidado y eficiencia. Del lado de la oferta, quien prestaba dinero lo hacía “con la intención de recuperar nada más que el capital prestado…, y pretender más sería Usura, condenada por la Ley de Cristo…, o sea, sería buscar solo nuestro interés, y ya no el beneficio de nuestro Prójimo”. El único interés lícito de los Montes de los pobres era por lo tanto aquel que servía “para el reembolso de los gastos necesarios por el mantenimiento de los Oficiales” (pp. 360-362). Hoy serían llamadas ‘organizaciones sin fines de lucro’ por quienes estudiaron con libros norteamericanos y que olvidaron, o nunca conocieron, la tradición latina.

Cabe destacar que Muratori defendía en sus obras, junto a Scipione Maffei y a otros pocos audaces, la legalidad del préstamo con interés: “el interés propio siempre fue y siempre será el gran motor de las naciones humanas” (Della Pubblica felicità, p. 330). Al mismo tiempo, el humanista modenés reconocía que en algunos ámbitos de la vida económica y social también se necesitan recursos diferentes al don. La regla de oro del beneficio mutuo basada en intereses legítimos, y que constituye el cimiento de la sociedad, es insuficiente cuando se está tratando con los pobres, es inadecuada: para que el contrato funcione, hace falta, en cualquier nivel del intercambio, incluir el don – pero no después del mercado: durante.

Muratori es uno de los primeros en manifestar una diferencia entre la Political Economy que estaba naciendo en la Escocia calvinista y la Economía Civile italiana. El humanismo protestante estaba construyendo, a la luz de una extensión de la luterana y agustiniana ‘Doctrina de los dos reinos’, un capitalismo donde, por un lado “business is business” y, por el otro, “don es don”.

El empresario, por lo tanto, mientras trabaja debe obtener las mayores ganancias posibles, luego se quita el traje de empresario, se pone el de filántropo y con una pequeña parte de esas ganancias da vida a su fundación benéfica. Pero durante los negocios comunes, cuidado con contaminar el mercado con el don, y viceversa, ya que ambos se desnaturalizarían.

Muratori lo pensaba de manera diferente – y en este diferentemente hay mucho del genio del capitalismo meridional e italiano. Por un lado, reconocía que en la vida hay una necesidad esencial de reciprocidad y de asistencia mutua, porque tanto el altruismo como el egoismo son asuntos individuales muy similares entre sí, incluso si parecen opuestos (y en ciertos aspectos lo son). El egoísmo es un +1 para A y un - 1 para B; el altruismo es un - 1 para A y un + 1 para B: ambos son por lo tanto juegos de suma cero, porque solo la reciprocidad da +1 para ambos. Pero cuando decían esto afirmaban también la importancia del don, que es mucho más que el altruismo. La caridad cristiana, que los Evangelios y Pablo llamaron ágape, no son simplemente altruismo, sino una manera de vivir cada acción, incluyendo el contrato. Y cuando está en juego el bien común, y por ende la mejora en las condiciones de los pobres, el contrato debe ser rociado y humanizado con el ágape, porque cuando son demasiadas las asimetrías en los puntos de partida hace falta un gesto de gratuidad que pueda activar hoy procesos de beneficio mutuo. La reciprocidad sigue siendo el punto de llegada, pero no es siempre el de partida. Y si el contrato se deja contaminar, desde un principio, por el fermento del don, cuando mañana nazca la reciprocidad, será un encuentro diferente al de un mero cruce de intereses entre individuos indiferentes el uno con el otro.

¿Qué entiende Muratori por reciprocidad? Lo vemos en La Carità Cristiana: “El hombre es un animal social, y hecho para convivir con los otros, sus pares” (p.5). La desigualdad entre los hombres genera la necesidad mutua: “No a todos la Naturaleza concede, aunque es Madre común, los mismos dotes y medidas de Entendimiento, Juicio e Ingenio. Y por esta constante universal Desigualdad está necesariamente lleno de Necesidad, no encontrándose persona que por alta, por robusta o por ingeniosa que sea, no necesite de la ayuda del ministerio o de los bienes de otro hombre”. Es una visión de la sociedad civil como una gran red de reciprocidad, que Muratori ve como charitas, como ágape, como una realización civil del mandamiento cristiano del amor mutuo. Y agrega luego: “Esto es o parece un desorden”, pero un desorden providencial porque, “tal desorden ha servido a la Naturaleza, o mejor dicho a Dios sapientísimo para conseguir un bello orden, o sea para establecer y extender más ampliamente al hombre la necesidad de la caridad y del amor mutuo”, porque “el amor es aquello que ha de igualar la partida” de manera tal que “todo el mundo bajo esta guía se convierta en una exhibición de Beneficio y de Amor” (p.5). Es una maravillosa definición de la convivencia humana civil, una feria de beneficios mutuos, una especie de gran mercado, como los que hay en la fiesta del santo patrono, una feria de olores, sabores, colores, sonidos, de todos y todas intercambiando palabras, portando sus mejores vestidos.

Muratori no habla aquí solo de la limosna a los pobres, ni habla solo del don. De hecho, en la segunda parte del libro agrega algo esencial: “los pobres son una semilla de la Providencia, que no dejan nunca de estar, y por garantía del Salvador siempre los tendremos con nosotros; pero por consejo del mismo Dios debe procurarse la Caridad Cristiana, a fin de que no haya uno entre nosotros” (pp. 271-272). Importante, y muy hermoso. La visión de Muratori no es una invitación consoladora a asistir a los pobres y, en el mejor de los casos, amarlos y ganar así el paraíso. El suyo es un llamamiento civil y económico, y religioso, para reducir el número hasta eliminarlos.

En 1723 todavía no era explícita en Muratori la referencia al mercado y al trabajo como los principales mecanismos para concretar esta “caridad recíproca”, como unos años más tarde encontraremos en Genovesi; pero el paso que falta es realmente pequeño, y lo va a dejar muy claro 25 años después, en Della pubblica felicità. Aquí hay un elogio hecho a los comerciantes y a su arte, necesario para la felicidad pública, el mejor remedio contra ‘‘el ocio’’, e invita por eso al príncipe a “hacer florecer la agricultura y el comercio’’ (p. 230).

El Bien común bueno no nace solo de los intereses: nace también del don, que es el fermento de la masa de los intereses. Un pan de único fermento es incomible, como sería la vida civil sin la masa de los intereses naturales y legítimos. Del deseo del bien privado nacen muchos bienes, pero no todos los bienes, porque hay algunos que solo nacen del contacto con el principio activo del don. Por una buena tierra del nosotros: bienes diversos y co-esenciales. 

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Hace trescientos años el gran intelectual católico publicaba la edición veneciana de la “Carità Cristiana”, texto fundador de una visión económica centrada en la reciprocidad como clave virtuosa.

Luigino Bruni

publicado en Agorà di Avvenire el 15/08/2024

En 1724, hace exactamente trescientos años, se publicaba en Venecia De la carità cristiana in quanto essa è Amore del Prossimo, de Antonio Ludovico Muratori, una edición veneciana anticipada unos meses antes por la edición modenés de diciembre de 1723. Es una ocasión para reflexionar hoy sobre un autor olvidado por una generación de italianos, católicos incluidos, que decidió cortar sus raíces, indiferente al destino de los árboles después de semejante operación. Muratori (1672, Vignola - 1750, Modena) fue una figura inmensa como intelectual cristiano, sacerdote, filósofo, teólogo, historiador, filólogo y biblista – un antiguo fragmento latino descubierto por él (de finales del siglo II) lleva su nombre, el fragmento Muratoriano, que contiene una lista de los libros del Nuevo Testamento.

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Muratori, el padre de la economía civil

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Católicos y cultura. Para una reflexión crítica sobre el presente es necesario redescubrir la comunidad y encontrar nuevos códigos narrativos. Y releer mecanismos y dinámicas del pasado de la Iglesia renegados por la historia.

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 24/06/2024

Continúa el debate sobre catolicismo y cultura, iniciado por PierAngelo Sequeri y Roberto Righetto.En las últimas semanas, intervinieron Gabriel, Forte, Petrosino, Ossola, Spadaro, Giaccardi, Lorizio, Massironi, Giovagnoli, Santerini, Cosentino, Zanchi, Possenti, Alici, Ornaghi, Rondoni, Esposito, Sabatini, Cacciari, Nembrini, Gabellini, Vigini, Timossi, Colombo, De Simone y Arnone.

Partamos de un dato: los temas tratados en los debates de los teólogos no parecen ser los que apasionan a la gente de nuestro tiempo ya post-religioso. Hoy suenan proféticas las preguntas radicales del último Bonhoeffer: «¿qué cosa significan una Iglesia, una comunidad, una predicación, una liturgia, una vida cristiana en un mundo no religioso? ¿Cómo hablamos de Dios sin religión? ¿Cómo hablamos “mundanamente” de “Dios”? ¿Qué significa esto? ¿Qué significado tienen el culto y el rezo en la no-religiosidad?» (Resistencia y Sumisión). Su cristianismo no-religioso todavía no ha empezado y, sin embargo, quizás esta evolución sería la única cosa necesaria para rescatarlo del reino de la irrelevancia creciente en la vida corriente de las personas. Para la casi totalidad de las poblaciones occidentales, la religión ya no cumple ni siquiera la función residual de “tapagujeros”.

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Esta falta de pasión y de interés por el cristianismo, paralela a una vaga y confusa demanda de espiritualidad, tiene claramente raíces antiguas y profundas. Aquí quiero discutir tres. La primera tiene que ver directamente con la larguísima época de la cultura de la Contrareforma y su complicada y no lograda relación con la Modernidad, una cultura y una mentalidad que duraron casi cuatro siglos. El shock de la Reforma de Lutero representó un verdadero trauma para la iglesia romana. El miedo a la caída por debajo de los Alpes de los vientos cismáticos y heréticos del Norte se entrelazó intensamente con el miedo al Humanismo y por tanto a la Modernidad, como también lo revela la incomprensión y el rechazo de Erasmo de Rotterdam y su movimiento. La Contrareforma generó también algunas luces (desde las obras sociales de los carismas a una cierta piedad popular), pero sus sombras culturales fueron muchas y muy grandes. La clausura, por ejemplo, del ejercicio de la libertad de conciencia - «La libertad de conciencia predicada por los herejes era una libertad digna de los hijos del diablo, peor que cualquier esclavitud» (Bellarmino, 1587) -, o aquella en relación con el conocimiento popular de las Escrituras, la falta de escucha ante los reclamos de igualdad y ante las críticas a las jerarquías sacras, se convirtieron inmediatamente en clausuras respecto al espíritu moderno. Como efecto colateral importante, los mejores pensadores católicos empezaron progresivamente a desplazarse de la teología (y la filosofía) hacia otros ámbitos del saber que ardían y “quemaban” menos. De hecho, después del Concilio de Trento, ocuparse con libertad de conciencia de cuestiones teológicas podía fácilmente llevar a la excomunión o a la hoguera, y la solución fue l’exit (la fuga). Los mejores talentos italianos y latinos se dedicaron a otra cosa (música, arte, literatura, ciencia, teatro, economía), y la teología y la filosofía moderna se volvieron asuntos principalmente protestantes y nórdicos. Así, la Modernidad y la Iglesia católica siguieron caminos divergentes, y en la era y en los países de la Contrareforma los teólogos-filósofos significativos se cuentan con los dedos de una mano. Este distanciamiento progresivo entre Iglesia católica y pensamiento moderno, además de generar una escasez de vocaciones en las disciplinas teológicas, no podía no generar una natural y creciente distancia entre los temas de la teología y aquellos centrales en la Modernidad.

Entre los siglos XIX y XX, una parte significativa del pensamiento católico, de Giuseppe Toniolo al padre Gemelli, seguían, alababan y celebraban la Edad Media y su Escolástica como la edad de oro del cristianismo – cuando «por encima la Iglesia, distinta e independiente del Estado, maestra y guardiana de la conciencia, defensora de la justicia social, tutora y sostén de los últimos, representante de la unidad y la universalidad del género humano» (Toniolo, Trattato di Economia Sociale, 1909). En consecuencia, la cultura católica vio el Humanismo y el Renacimiento como decadencia espiritual y ética: «¡Este es nuestro programa! Somos medievalistas. Me explico, nosotros nos sentimos profundamente distantes, incluso enemigos de la llamada “cultura moderna”, tan pobre de contenido… Tenemos miedo de esta cultura moderna porque asfixia las almas. Somos medievalistas porque hemos comprendido que es necesario que el alma que inspiraba a la cultura medieval inspire también nuestra cultura» (Agostino Gemelli, “Medioevismo”, Vita e Pensiero, Anno 1, fasc. I, 1914).

El Concilio Vaticano II y el movimiento que lo gestó tomó conciencia de esta distancia, pero habían pasado siglos de diálogos truncados y de desconfianza recíproca a los efectos grandes y profundos. Todavía en 1950, Pío XII escribía: «Dando una mirada al mundo moderno, que se halla fuera del redil de Cristo, fácilmente se descubren las principales direcciones que siguen los doctos. Algunos admiten de hecho, sin discreción y sin prudencia, el sistema evolucionista, aunque ni en el mismo campo de las ciencias naturales ha sido probado como indiscutible, y pretenden que hay que extenderlo al origen de todas las cosas, y con temeridad sostienen la hipótesis monista y panteísta de un mundo sujeto a perpetua evolución. Hipótesis, de que se valen bien los comunistas para defender y propagar su materialismo dialéctico y arrancar de las almas toda idea de Dios» (Humani Generis, Introducción).

Entre los efectos está la tristísima época de la represión del movimiento modernista católico, la última gran ola de la cultura de la Contrareforma. Cientos de teólogos, biblistas e historiadores católicos fueron marginados, perseguidos, y no pocas veces excomulgados “vitando”, expulsados y suspendidos para la enseñanza. Intelectuales italianos como Genocchi, Buonaiuti, Fracassini fueron la punta de un iceberg formado por la represión de un tardío y más que necesario diálogo teológico con las ciencias exegéticas e históricas, un diálogo con luces y sombras, con más luces que sombras. De ese modo perdimos otra vez casi un siglo de cultura bíblica, de diálogo con el método histórico-crítico, de una mirada adulta sobre la fe. Muchas vidas humanas destruidas, talentos perdidos. Sería por lo tanto urgente e importante que el próximo Jubileo sea para la Iglesia católica la ocasión para pedir perdón a todos los sacerdotes y católicos perseguidos después de la Pascendi de Pío X, por tesis que han sido aceptadas en este siglo en casi toda la Iglesia católica, y para pedir la rehabilitación.

La segunda razón, profundamente ligada a la primera, tiene que ver con los códigos narrativos de la fe cristiana católica (y del cristianismo). El largo y ausente diálogo entre la Iglesia católica y la Modernidad generó una creciente dificultad narrativa del acontecimiento cristiano, que en el siglo XXI detonó una casi incomunicación. Los códigos narrativos católicos se quedaron pre-modernos, mezclados con elementos míticos, sin una verdadera inculturación en el mundo moderno (para no hablar del post-moderno). La narración de la fe y de sus fundamentos bíblicos es todavía demasiado parecida a la de nuestros bisabuelos. Mientras la Iglesia intentó en las misiones, muchas veces con éxito, la inculturación de la fe en las culturas no-occidentales, no intentó con suficiente empeño la inculturación con la Modernidad que ella misma en buena parte había generado; y así, seguimos diciendo palabras de amor en una lengua convertida en lengua muerta. No está muerto el acontecimiento, no están muertos Dios, Jesús, el Evangelio, el eschaton: están muertos sus códigos narrativos; y está bien que hayan muerto, porque la mayor parte era más herencia del mundo griego-romano que del Evangelio. El pensamiento católico es poco relevante también porque se ha vuelto incomprensible su lenguaje, fuera de la iglesia y en el pueblo creyente. Y siendo la fe un asunto de logos, y por ende de diálogos, los códigos narrativos no son un tema de especialistas (los comunicadores), sino que atañen al corazón de la experiencia cristiana. Los nuevos códigos narrativos no van a nacer de las facultades de teología ni de los congresos académicos: se encuentran ya “en la calle”, en los lugares mestizos y promiscuos, sobre todo entre los jóvenes y los pobres. La nueva narración nacerá volviéndose a los mendicantes y poniéndose a la escucha de las cuestiones de vida de la gente, dentro y sobre todo fuera de la iglesia.

Por último, el consumismo. Entre los siglos XIX y XX, la Iglesia católica ha identificado en el comunismo y en el socialismo ateo su principal enemigo global, su nuevo Gog y Magog. Pero mientras combatía en esta batalla campal no se daba cuenta de que había otro enemigo, mucho más potente que el comunismo, que estaba avanzando y entrando entre sus muros. Mientras el capitalismo siguió siendo una cuestión de trabajo y de empresarios, y por tanto algo nórdico y calvinista (y laborioso), no consiguió penetrar profundamente en el mundo católico. Para nosotros, en el Sur, el trabajo siempre ha sido esfuerzo, empeño, fatiga. Era poco convincente y poco atrayente la visión del trabajo como vocación (beruf). Pero cuando en la segunda mitad del siglo XX el centro del capitalismo se corrió progresivamente de la fábrica al consumo, los países católicos y latinos fueron totalmente conquistados y ocupados. La arcaica y nunca superada “cultura de la vergüenza” se juntó con el humanismo de las mercancías, con el consumo ostentoso. Y como había presagiado en los años setenta Pierpaolo Passolini, el consumismo, mucho más que el fascismo y el comunismo, entró en el alma de nuestra gente, vaciándola de toda la herencia clásica y cristiana. La Iglesia ha enormemente subestimado este proceso, en nombre del engaño del espíritu cristiano del capitalismo. Tuvo miedo de la Modernidad de las ideas, pero recibió con los brazos abiertos a la Modernidad de las mercancías, porque no se presentaba como el logos de la serpiente sino como praxis, y fue así que no reconoció al ídolo, al fetiche en las mercancías. De esa manera, incubó durante mucho tiempo en su nido el huevo del cuco, que una vez eclosionado tiró del nido a los otros pájaros medio hermanos, siendo ahora hijo único y soberano (la verdadera “soberanía del consumidor”). Un consumismo que hoy está respondiendo, a su modo, a la creciente y confusa demanda de espiritualidad individualista. Los mercados de la espiritualidad barata se están convirtiendo en el gran negocio del futuro, donde la profecía marxista de la mercantilización del mundo se está paradójicamente cumpliendo con la reducción a mercancía de Dios mismo, el verdadero jaque mate. Junto a Dios, la gran víctima sacrificial de la religión del consumismo es la comunidad, es la transformación de la persona en individuo consumidor, quien más sólo y más aislado se encuentra más consume para sustituir las relaciones humanas faltantes con las mercancías. Así, está eliminando la pre-condición de toda experiencia religiosa, sobre todo en la Iglesia católica: la comunidad. Un catolicismo sin comunidad es un oxímoron teológico y pragmático.

La Iglesia católica debería reabrir o empezar una reflexión profunda sobre el capitalismo individualista y consumista, un tema que, en cambio. no parece estar al centro de los trabajos sinodales. La “muerte de Dios” vista y anunciada por Nietzsche se hizo realidad en nuestro capitalismo solitario del consumo, pero nosotros distraídos no nos dimos cuenta.

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Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 24/06/2024

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Bruni: «Las tres raíces del desinterés por el cristianismo»

Bruni: «Las tres raíces del desinterés por el cristianismo»

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Editoriales – el Jubileo y la remisión de la deuda

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 09/06/2024

Publicamos aquí la versión completa del artículo reducido en el formato impreso

En la Europa cristiana la deuda ha sido durante muchísimo tiempo atacada y desalentada. Una crítica ligada al gran tema del interés del dinero, condenado en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. En más de mil años, entre el siglo IV y el XIV, se cuentan casi setenta Concilios con declaraciones en contra de la usura (es decir, contra los intereses mayores a cero), que continuaron hasta la víspera de la revolución industrial (1745). El capitalismo dejó después de criticar la usura, y la convirtió en su primer motor. La Iglesia siguió viendo la deuda y los intereses con recelo, aunque su voz no siempre es lo bastante fuerte como para ser escuchada.

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Las raíces de esta pelea contra la usura son profundas y son varias. La más importante tiene que ver con el problema de asimetría de poder, y que, por lo tanto, es un fenómeno de renta: alguien, más fuerte, retiene un recurso escaso, a menudo esencial a los demás para vivir (el dinero), y se ve entonces motivado a usar esa asimetría de poder a su favor y, en consecuencia, contra los más débiles. El que presta no tiene la misma responsabilidad moral y económica del que toma prestado: el que presta tiene más fuerza, más libertad del que se endeuda, debido a la radical diferencia entre los puntos de partida de los acredores y los deudores. Por esta razón, la condena para el que prestaba con intereses era menor que para el que se endeudaba – es por eso que Bassanio, el joven pródigo del Mercader de Venecia de Shakespeare, no es menos culpable que el usurero Shylock.

El Papa Francisco relanzó recientemente el fuerte llamado a la remisión de la deuda externa de los países más pobres, que el Papa Juan Pablo II había enunciado en la vigilia del gran jubileo del año 2000: “Quisiera hacerme eco de este llamado profético, teniendo presente que la deuda ecológica y la deuda externa son dos caras de una misma moneda que hipoteca el futuro” (5/6/2024).

En la Biblia, el jubileo era también, y por sobre todas las cosas, un asunto social y económico. Ocurría cada 49 años, y estaba fundado en la estupenda institución del shabbat (“sábado”) y en el año sabático: “Contarás siete semanas de años, es decir, siete veces siete años” (Levítico 25:8). El jubileo tenía que ver con la relación del pueblo con su Dios, pero en el humanismo bíblico la fe en Dios es inmediatamente ética, la religión rápidamente se vuelve sociedad y economía, y por lo tanto, deuda, tierra, propiedad, justicia: “En este año de jubileo cada uno de vosotros volverá a su propia posesión” (Levítico 25:13). Y se liberaba a los esclavos (Isaías 61:1-3a), una liberación de esclavos convertidos en tal por deudas no pagadas. No sorprende, entonces, que la cancelación de deudas fuese el acto jubilar por excelencia.

Ese séptimo día diferente, ese séptimo año especial y ese gran jubileo diferentísimo son vocaciones y llamados de todos los días de todos los años normales. Dejar reposar la tierra y los animales, no trabajar, liberar a los esclavos y restituir la tierra, aunque ocurre un sólo día, un sólo año, tiene un valor infinito. Aunque en muchos días y en muchos años estamos bajo las leyes ordinarias y férreas del mercado y de la fuerza, aunque en casi todos los días de casi todos los años no somos capaces de igualdad, libertad y fraternidad cósmica, ese “casi” custodiado por la Biblia nos dice algo decisivo: no estamos condenados por siempre a las leyes de los más fuertes y de los más ricos, porque si somos capaces de imaginar y proclamar un “día diferente del Señor” (Isaías 61:1), entonces esa tierra prometida podrá convertirse en nuestra tierra. El shabbat no es la excepción a una regla, es su cumplimiento; el Jubileo no es el año especial, es el futuro del tiempo: es el shabbat de los shabbat. Ese “casi”, esa diferencia entre todos y muchos días es la puerta por donde en cualquier momento puede llegar (o volver) el Mesías, es la ventana por donde mirar y ver los nuevos cielos y la nueva tierra.

Entonces no hay reclamo jubilar más oportuno que el de Juan Pablo II y Francisco, no hay tiempo (kairos) más propicio para hacerlo que hoy. Sabiendo que es casi seguro – otro “casi” – que nadie lo concederá; pero sabiendo aún que la temperatura ética de la civilización humana crece por los reclamos proféticos, incluso cuando nadie responde. El jubileo no es utopía: es profecía. La utopía es el no-lugar; en cambio la profecía es un “ya” que indica un “no-todavía”, es un amanecer de un día que todavía tiene que llegar, y que sin embargo ya ha empezado. Es eschaton anticipado, un viaje al final de la noche, una danza hasta el final del amor.

Fueron los reclamos proféticos del no-todavía los que cambiaron el mundo, porque estos reclamos se convierten en estacas clavadas en la roca de la montaña de los derechos y de las libertades humanas y de los pobres. Y mañana cualquier otro podrá usar el reclamo de ayer para levantarse y seguir escalando hacia un cielo más alto en justicia. Cuando escribimos: “Italia es una república democrática fundada en el trabajo”, Italia no era todavía ni verdaderamente democrática ni fundada todavía en el trabajo, porque grandes y demasiados eran los privilegios de los no-trabajadores. Sin embargo, cuando lo escribíamos comenzaba la era del artículo 1. Cuando en los tribunales leemos que la justicia es igual para todos (y todas), sabemos que estamos frente a la tierra prometida del no-todavía, pero mirándola a los ojos vemos que se acerca cada día más.

Pero para que ese reclamo profético se convierta en una torre fuerte, es importante imaginar, pensar y luego crear instituciones financieras diferentes, a nivel local e internacional. Los grandes y poderosos del planeta no van a hacer nunca otra “arquitectura financiera internacional” en favor de los pobres y los más débiles, porque, simplemente, esas instituciones están pensadas, concebidas y gestionadas por los más grandes y los más fuertes.

La historia de la Iglesia nos dice que es posible. Mientras papas y obispos escribían bulas y documentos contra la usura, obispos y carismas creaban instituciones financieras anti-usura, desde los Montes de Piedad a los Montes Frumentarios, desde las Cajas rurales a los Bancos cooperativos. No se limitaron a criticar las instituciones equivocadas ni a esperarlas de los poderosos: hicieron obras diferentes. Cooperadores, sindicalistas, ciudadanos, acompañaron las palabras de los documentos con otras palabras encarnadas, hechas de bancos, cooperativas, instituciones anti-usura.

Por último, la usura de nuestra época no es solamente un asunto financiero, no tiene que ver únicamente con los bancos, antiguos y nuevos usureros. Estamos dentro de toda una cultura usurera, que no contempla el primer principio de cualquier civilización anti-usurera: “no puedes lucrar con el tiempo futuro, porque este es el tiempo de los hijos, de la tierra y de la descendencia”. Nuestra generación es una generación usurera, porque usurero es quien especula con el tiempo de los hijos y las hijas. La “deuda ecológica” de la que habla el Papa Francisco es deuda usurera. Nos estamos comportando como Mazzaro, el protagonista de La roba de Giovanni Verga. Después de haber acumulado objetos durante toda su vida, Mazzaro se da cuenta de que tiene que morir y que no podrá llevarse consigo sus adoradas cosas. Primero, desesperado, golpea a un muchacho con un palo, “por envidia”; luego, “salió al patio como un loco, tambaleándose y matando a bastonazos a los patos y a los pavos, mientras gritaba: ‘¡Son míos y vendrán conmigo!’”. Hemos construido una civilización fundada en las posesiones, los objetos crearon sus instituciones para multiplicar los objetos al infinito. La cultura de las posesiones no conoce el don, y menos la remisión de las deudas – solo conoce las condonaciones, que son el anti-don para los pobres.

Pero démosle la última palabra a la Biblia, dejémonos consolar por la belleza de esos antiguos apuntes de esperanza y de ágape, para probar un poco de ese sueño bíblico de la tierra del no-todavía: “Si tu hermano se empobrece estando contigo, y se vende a ti...trabajará para ti hasta el año del jubileo; desde entonces tanto él como sus hijos quedarán libres, y podrá regresar a su familia y a la propiedad de sus padres” (Levítico 25:39-41).

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Editoriales – el Jubileo y la remisión de la deuda

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 09/06/2024

Publicamos aquí la versión completa del artículo reducido en el formato impreso

En la Europa cristiana la deuda ha sido durante muchísimo tiempo atacada y desalentada. Una crítica ligada al gran tema del interés del dinero, condenado en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. En más de mil años, entre el siglo IV y el XIV, se cuentan casi setenta Concilios con declaraciones en contra de la usura (es decir, contra los intereses mayores a cero), que continuaron hasta la víspera de la revolución industrial (1745). El capitalismo dejó después de criticar la usura, y la convirtió en su primer motor. La Iglesia siguió viendo la deuda y los intereses con recelo, aunque su voz no siempre es lo bastante fuerte como para ser escuchada.

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En la tierra del no todavía

En la tierra del no todavía

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Reseñas – En su ensayo sobre la aporofobia, la filósofa española Adela Cortina habla de justicia, de ética y de reciprocidad. Falta, no obstante, la visión evangélica y revolucionaria que se resume en el “Bienaventurados los pobres”.

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 24/04/2024

En la Biblia, decir que alguien es «justo» (Noé, José, Simeón...) expresa un juicio ético que es superior incluso al adjetivo «bueno». En aquel humanismo, la justicia de Dios y de los hombres y mujeres, es importante al punto de ubicarse un poco por encima de la bondad. La historia de la filosofía moral siempre ha oscilado entre darle la primacía al bueno o al justo, reconociendo de todos modos que bondad y justicia son los dos ejes fundamentales de cualquier sociedad civil. La importancia que la Biblia le da a la justicia nos dice, entre otras cosas, que en las relaciones interpersonales, la justicia es particularmente importante cuando estamos tratando con la pobreza. Porque si soy pobre y recibo algo de ti, si creo y pienso que esta buena acción tuya nace de la justicia, la ayuda sería más digna y más liberadora que una ayuda que me llega porque eres bueno y altruista conmigo.

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Solo Dios es bueno sin endeudar a las personas que ama; pero entre seres humanos es muy raro que quien ayuda en nombre de su bondad no termine creando en el beneficiario, de modo más o menos intencional, alguna forma de deuda y, por lo tanto, de control y manipulación. Hasta aquí hemos aprendido, con mucho esfuerzo, que en los procesos de reducción de la pobreza y de la miseria es fundamental la dimensión de la reciprocidad. El ensayo de la filósofa española Adela Cortina, Aporofobia, el rechazo al pobre (publicado en italiano por Timeo en 2023), trata acerca de pobres, de justicia, de ética, de economía y mucho de reciprocidad. Y lo hace a partir de la etimología del título del libro: Aporofobia, una expresión griega que literalmente no sería “desprecio por los pobres”, porque la fobia, como sabemos, es un miedo irracional por algo que provoca el impulso incontenible de evitar el objeto de la fobia. Aporos puede referirse al pobre, pero en un sentido específico. Aporos, de hecho, no es la primera palabra usada en griego antiguo para decir pobre, en general se usa ptochos (en «bienaventurados los pobres» del evangelio, por ejemplo), o abios, que nos remite a la ausencia («a») de vida («bios»). A-poros es aquel sin poros, o sea sin solución, sin salida, que no posee los medios para librarse de una situación. Poros, recurso y astucia, es también uno de los padres de Eros (Platón, en El banquete); el otro padre es Penia, es decir, la pobreza, la indigencia. Poros hace entonces referencia a la capacidad de salir adelante, de arreglárselas, a la ingeniosidad.

El a-poros es entonces la condición del que no tiene salida, del que está en una trampa. El aporos -que tiene la misma raíz de aporía – es por tanto la pobreza de la que habla Amartya Sen (que Cortina considera como su referencia teórica en la definición de pobreza: p. 129 y ss.), es decir, la falta de libertad y de funcionamiento, la imposibilidad de llevar la vida que se quiere vivir (a-bios), la carencia de capabilities que permitan la salida de las trampas de las limitaciones de la vida. Desde hace algunas décadas aprendimos que la pobreza es una carencia de capitales que se manifiesta en una carencia de ingresos: se es pobre porque no se tiene capital educativo, médico, relacional, comunitario, social, y para no serlo todavía más hace falta en verdad actuar sobre los capitales de las personas y la comunidad, no sobre los ingresos. El ensayo es una reconstrucción, en realidad no siempre lineal ni fluida (se nota que el material de base es heterogéneo y no lo suficientemente amalgamado narrativamente) de las varias razones que lleva a las sociedades y las comunidades a despreciar a los pobres. La autora encuentra estas razones fundamentalmente con las categorías presentes en algunos clásicos de la filosofía antigua (la Biblia, Aristóteles, Séneca); moderna (Rousseau, Hume, Smith y sobre todo Kant) y contemporánea (Rawls, Walzer, Sen y la ética de la virtud).

No faltan las incursiones en el campo de la teoría económica, en particular en la economía comportamental (capítulo 6), donde citando la ya vastísima evidencia experimental, Cortina rastrea el fundamento psicológico y antropológico de la reciprocidad, que ella considera la principal explicación del origen de la aporofobia: “A lo largo de este libro hemos insistido en que los pobres son los que parecen no poder ofrecer nada a cambio en sociedades basadas en el juego del intercambio, en el juego de la reciprocidad que consiste en dar con tal de poder recibir, bien de la persona a quien se da, bien de alguna otra que está autorizada para devolverlo de algún modo. Ésta es la clave de nuestras sociedades contractualistas” (p. 125). La primera pobreza de los pobres sería entonces la ausencia de la capacidad de reciprocidad, que se convierte en la razón primera del desprecio de quienes dan y reciben con sus iguales, que, a decir de Cortina, ha sido incorporado evolutivamente también en nuestro cerebro (“Nuestro cerebro es aporófobo”: cap. 4).

Dicho sea de paso, el historiador Giacomo Todeschini (Visibilmente crudeli, 2009) nos enseña desde hace décadas que la Europa cristiana nació sobre la exclusión de los no-reciprocantes (judíos, sospechosos, pobres, marginales, nómadas, herejes, mujeres…) en las sociedades de las nuevas ciudades comerciales, cuyos ciudadanos eran aquellos capaces de entrar en la reciprocidad: las murallas recíprocas (cum-moenia) protegían los dones recíprocos (cummunus) de los cives de aquellos que debían mantenerse al margen de los nuevos clubes. El andamiaje teórico del libro, como recuerda la misma autora (p. 22), se remonta a 1995. Esta relativa maduración del proyecto de investigación da cuenta, al menos en parte, de por qué la autora, filósofa moral atenta al debate internacional (aunque el libro está muy marcado por el contexto español), no había discutido lo que entretanto se convirtiría en la principal ideología-religión masiva de la aporofobia en nuestro tiempo: la meritocracia.

En los años 90’ todavía era incipiente la tentativa del business de legitimar éticamente el desprecio por los pobres transformándolo en desmerecedor y, por lo tanto, en alguien que merece su propia pobreza y su consecuente expulsión. La meritocracia realizó perfectamente las promesas discutidas en el libro, recurriendo a la «cultura de la culpa» que se sumó a la de la vergüenza, que siempre ha acompañado a todas las sociedades. La culpabilización del pobre es uno de los objetivos que la meritocracia alcanzó con mayor eficacia y consenso, conquistando sobre todo el mundo de la izquierda y parte de la Iglesia. Dado el buen conocimiento bíblico de la autora, habría estado bien en el ensayo un análisis de la visión bíblica de la pobreza, sobre todo la evangélica, construida en torno a la revolucionaria frase: «bienaventurados los pobres».

Esta bienaventuranza, que no por casualidad es la primera tanto en Lucas como en Mateo, es la anti-aporofobia: es la aporofilia. ¿Cómo explicarla y darle un sentido en una sociedad construida en el miedo a los pobres y en su exclusión? - la primera exclusión hoy consiste en hacerlos invisibles. Son muy pocos, inclusive en la Iglesia, los que todavía creen en esta bienaventuranza y en el Sermón de la montaña. Y lo entendemos, porque esta bienaventuranza es la paradoja del Evangelio, lo inconcluso de lo inconcluso, el no-todavía que se aleja cada vez más de nuestro horizonte. Pero si no logramos descubrir al menos una bienaventuranza en la condición de pobreza, la reciprocidad entre iguales, que es la condición de todo buen y justo Bien común, estará cada vez más encerrada en un club cada vez más restringido; y la ideología meritocrática nos dará cada día nuevas «buenas» razones para restringir el club de los elegidos y aumentar el de los condenados de la tierra.

Credits foto: Immagine generata da AI di Pete Linforth  da Pexels:

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Reseñas – En su ensayo sobre la aporofobia, la filósofa española Adela Cortina habla de justicia, de ética y de reciprocidad. Falta, no obstante, la visión evangélica y revolucionaria que se resume en el “Bienaventurados los pobres”.

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 24/04/2024

En la Biblia, decir que alguien es «justo» (Noé, José, Simeón...) expresa un juicio ético que es superior incluso al adjetivo «bueno». En aquel humanismo, la justicia de Dios y de los hombres y mujeres, es importante al punto de ubicarse un poco por encima de la bondad. La historia de la filosofía moral siempre ha oscilado entre darle la primacía al bueno o al justo, reconociendo de todos modos que bondad y justicia son los dos ejes fundamentales de cualquier sociedad civil. La importancia que la Biblia le da a la justicia nos dice, entre otras cosas, que en las relaciones interpersonales, la justicia es particularmente importante cuando estamos tratando con la pobreza. Porque si soy pobre y recibo algo de ti, si creo y pienso que esta buena acción tuya nace de la justicia, la ayuda sería más digna y más liberadora que una ayuda que me llega porque eres bueno y altruista conmigo.

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Pobres e invisibles: si el desprecio nace de la exclusión

Pobres e invisibles: si el desprecio nace de la exclusión

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Primero de Mayo entre personas y robots

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 01/05/2024

El encuentro entre el Papa Francisco y los presos de la cárcel de la Giudecca en Venecia el 28 de abril, es quizás la imagen más fuerte con la que ingresamos a este Primero de Mayo. Entre las palabras plenas de humanidad y de emoción, fueron fuertísimas aquellas sobre el trabajo, que volvía muy concreta la “dignidad” intocable que el papa puso en el centro de su breve e intenso discurso y en sus gestos. Las mujeres correspondieron al regalo de la visita de Francisco dándole el fruto de su trabajo: cremas, jabones, productos de la huerta y un solideo. Una de ellas le dijo, entre lagrimas, que el trabajo “es importante para nosotros” porque “da sentido a nuestras vidas”. Y nos recordaron que tras la excelencia ética del Made in Italy están también las cooperativas sociales, incluida Il Cerchio de Venecia, que permiten a las personas detenidas trabajar, y empezar así, trabajando, una resurrección. La cárcel puede ser un punto de observación privilegiado para comprender qué es en verdad el trabajo, porque es una especie de laboratorio vivo donde se puede ver en su esencia lo que en nuestras vidas aparece mezclado con otras muchas realidades que confunden y nublan su naturaleza. En las cárceles se ve mejor el trabajo, como se ve, de manera diferente, en el poco trabajo accidentado pero verdadero que queda todavía en los lugares de guerra. Aquellos jabones eran un ‘sacramento’ de algo más importante aún, como si el trabajo hecho en condiciones límite cambiase la sustancia del trabajo dejando inalterados los accidentes. Aquellas mujeres dieron al papa el fruto de su trabajo, por lo tanto, objetos, pero en realidad el primer y más importante regalo que le hicieron a Francisco fue su trabajo, el poder trabajar, el nuevo ‘sentido de la vida’ redescubierto y aferrado a una cosa buena y verdadera. Creo que no hay fiesta del trabajo más hermosa y humana de la que se celebra dentro de una cárcel donde se trabaja, y donde se trabaja verdaderamente, no trabajitos fingidos que producen objetos inútiles, porque sólo el trabajo verdadero nos salva, tanto dentro como fuera de la cárcel.

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Nos cuesta cada vez más por proteger el trabajo, los trabajadores, los contratos, sus derechos y deberes, porque nuestra sociedad, drogada por el consumo y las rentas, ya no ve el trabajo: ve sus signos, sus huellas, pero ha perdido su naturaleza. Porque el trabajo no es solamente la más grande y extraordinaria red de reciprocidad inteligente e intencionada de la Tierra, el primer lenguaje con el que los humanos hablamos y nos decimos a nosotros y a los demás quiénes somos, ni es solamente la actividad con la cual enriquecemos cada día la biodiversidad cultural del mundo. Todo eso ya es mucho, quizás muchísimo, pero no basta. Porque para entender el trabajo hay que declinarlo junto con ‘don’, una palabra no solo ajena y distante al trabajo, sino también considerada por muchos como enemiga y mistificadora. Y sin embargo, el trabajo se abre, se revela si se pone junto al don, allí madura tan bien como un kiwi en medio de las manzanas.

En el trabajo hay mucho don, pero no logramos verlo, escondido bajo la envoltura dura del contrato y los incentivos. Quizás no haya lugar colectivo con mayor presencia de don, de dones. Y no es sólo en las escuelas, en los hospitales y en la atención donde todavía logramos verlo claramente, sino también en los talleres, en las oficinas, en las calles, en los camiones, en las obras en construcción. El don en el trabajo no se encuentra solamente, ni sobre todo, en las horas extras que hacemos “gratis”, ni en el favor del cambio de turno con un colega. El don más importante está dentro de la normalidad laboral del trabajo, en las horas ordinarias del contrato, en las tareas de todos los días, porque el don está en cómo realizamos las actividades cotidianas, es la gratuidad del deber, las acciones que hacemos todos, esas acciones que hacemos todos en todas partes porque, simplemente, somos mas grandes y más dignos que nuestros contratos y que la descripción de nuestras funciones.

Y en cambio el don reducido a gratis es la gran victoria del capitalismo en el mundo del trabajo, cuando un día nos convenció por fin de que el reino del trabajo y del capital debían ser definidos en tanto inmunes al don. Y como sucede en cada proceso de inmunización, el antídoto ha sido introducir en el cuerpo un “pedacito” del mal por el cual protegerse. Así se inventaron los descuentos, la filantropía, el voluntariado y los regalos corporativos, esos “donúnculos”, dones homeopáticos inocuos para inmunizarse del don verdadero e íntegro. La magia homeopática es una de las artes más arcaicas y jamás desaparecidas: se reproduce en pequeña escala la realidad a la que se quiere golpear (por ejemplo, un muñeco) y se manipula el artefacto para herir a distancia al gran enemigo.

El capitalismo de finales del siglo XX intuyó que la forma más eficaz que tenía a disposición para extraer beneficios y rentabilidades en medidas extraordinarias consistía en crear nuevos ambientes artificiales depurados de la fuerza humana más subversiva: la de la gratuidad libre. Y así antes teorizó y luego implementó la idea de que el reino del mercado no es el del don, que hablar de don en el trabajo era solo manipulación e ideología para esconder explotación y ausencia de derechos, y que por lo tanto el trabajo no tenía nada que hacer con la gratuidad del don. Y le ha declarado la guerra, consciente de la fuerza desestabilizante de los contratos, las jerarquías, las descripciones del cargo – porque el verdadero don es excesivo, inmanejable y por eso subversivo.

Hay de todos modos una buena noticia. La gran campaña de “don cero” en el business no tuvo el éxito esperado. El don sobrevivió como clandestino, la resistencia se ha mostrado más tenaz de lo que el imperio pensaba, si bien hoy la gran industria de la consultoría y la ideología meritocrática están lanzando contra el don nuevos ataques globales por ambos frentes.

Y si es verdad – y es verdad – que en el trabajo hay mucho don libre, entonces los emprendedores, sobre todo los más cuidadosos, saben depender profundamente del don de sus empleados; son conscientes de que su más grande fragilidad no se encuentra tanto en el mercado sino en no poder controlar las dimensiones más importantes de la libertad de sus trabajadores. Por lo tanto saben, y lo aprenden a diario, que dependen radicalmente de algo fundamental que no pueden comprar, y que con el contrato compran cosas importantes pero no suficientes para hacer vivir bien sus empresas.

Aquí está también la inmensa dignidad del trabajo y de todo trabajador: la certeza moral de que el núcleo secreto de la propia actividad laboral, su diamante más precioso, no está en venta y que, por eso mismo, solamente puede ser donado. Y entonces decidimos donarlo, cada día, y lo donaremos también mañana, mientras sigamos trabajando como mujeres y hombres libres. Porque sabemos que el día en que dejemos de hacerlo y nos atengamos únicamente a la letra del contrato seremos personas menos dignas y menos libres y, en consecuencia, pésimos trabajadores.

En el Día del Trabajador debemos entonces meditar, mientras no trabajamos, sobre qué sucede durante el desarrollo de la actividad laboral; observarnos y observar a los otros en el gesto ordinario del trabajo, sobre todo en esta fase de transición tecnológica y antropológica de la época.

Si en el trabajo hay mucho don, por lo tanto muchísima dignidad y belleza, entonces también en los profesionales, que hoy están por ser sustituidos en masa por la Inteligencia Artificial, hay inscrito un infinito patrimonio de libertad, de honor, de dignidad. Antes de descartarlos como fierros viejos, deberíamos detenernos y hacer dos operaciones colectivas, y hacerlo en todas las empresas y en todas las instituciones: reconocerles su inmenso valor y luego agradecerles correcta y sinceramente. Porque entre las muchas incertidumbres de esta gran transición, tenemos una certeza: los robots y los algoritmos saben hacer muchísimas cosas mejores que nosotros pero no saben ofrecer un don.

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Primero de Mayo entre personas y robots

Luigino Bruni

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El encuentro entre el Papa Francisco y los presos de la cárcel de la Giudecca en Venecia el 28 de abril, es quizás la imagen más fuerte con la que ingresamos a este Primero de Mayo. Entre las palabras plenas de humanidad y de emoción, fueron fuertísimas aquellas sobre el trabajo, que volvía muy concreta la “dignidad” intocable que el papa puso en el centro de su breve e intenso discurso y en sus gestos. Las mujeres correspondieron al regalo de la visita de Francisco dándole el fruto de su trabajo: cremas, jabones, productos de la huerta y un solideo. Una de ellas le dijo, entre lagrimas, que el trabajo “es importante para nosotros” porque “da sentido a nuestras vidas”. Y nos recordaron que tras la excelencia ética del Made in Italy están también las cooperativas sociales, incluida Il Cerchio de Venecia, que permiten a las personas detenidas trabajar, y empezar así, trabajando, una resurrección. La cárcel puede ser un punto de observación privilegiado para comprender qué es en verdad el trabajo, porque es una especie de laboratorio vivo donde se puede ver en su esencia lo que en nuestras vidas aparece mezclado con otras muchas realidades que confunden y nublan su naturaleza. En las cárceles se ve mejor el trabajo, como se ve, de manera diferente, en el poco trabajo accidentado pero verdadero que queda todavía en los lugares de guerra. Aquellos jabones eran un ‘sacramento’ de algo más importante aún, como si el trabajo hecho en condiciones límite cambiase la sustancia del trabajo dejando inalterados los accidentes. Aquellas mujeres dieron al papa el fruto de su trabajo, por lo tanto, objetos, pero en realidad el primer y más importante regalo que le hicieron a Francisco fue su trabajo, el poder trabajar, el nuevo ‘sentido de la vida’ redescubierto y aferrado a una cosa buena y verdadera. Creo que no hay fiesta del trabajo más hermosa y humana de la que se celebra dentro de una cárcel donde se trabaja, y donde se trabaja verdaderamente, no trabajitos fingidos que producen objetos inútiles, porque sólo el trabajo verdadero nos salva, tanto dentro como fuera de la cárcel.

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El verdadero valor está en el don

El verdadero valor está en el don

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Editoriales - La Fiesta de San José

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 18/03/2024

San José es muy amado por los cristianos por muchas razones, entre ellas su normalidad. A José lo sentimos realmente como uno de nosotros, aunque sabemos que en esa vida ordinaria suya vivió una experiencia humano-divina extraordinaria y única.

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José era, dice el Evangelio de Mateo, "un hombre justo" (1:19). Justo es un adjetivo que dice mucho en la Biblia, quizás en el humanismo bíblico ser justo es más importante que ser bueno. El primer "justo" es Noé (Gn 6:9). Noé y José tienen muchas cosas en común. Son justos, no hablan con palabras (no tenemos de ellos un registro de diálogo) porque hablan trabajando, actuando con las manos y los pies. Ambos son "salvadores" y cuidadores, son padres, constructores, carpinteros, y ambos saben salir de escena una vez cumplida su tarea, sin sentirse héroes: Noé después del diluvio planta una viña y vuelve a ser un hombre común, José después de la infancia de Jesús desaparece de los Evangelios y del Nuevo Testamento, donde su nombre ya no aparece.

De José sabemos poco, pero no poquísimo. Sobre todo los Evangelios de Mateo y Lucas nos hablan de él. En Mateo, es José (y no María) el primer protagonista de los capítulos sobre el nacimiento y la infancia de Jesús. Se le aparece un ángel tres veces en sueños. José es un soñador, como el otro José, su antiguo ancestro. José de Nazaret sueña. En particular, sueña con ángeles, ángeles que le hablan mientras duerme. Y las teofanías que llegan en sueños, para muchos hombres y mujeres de la antigüedad, tienen una mayor fuerza de verdad. José es un hombre que sabe soñar (se necesita toda una vida para aprenderlo). Es un soñador de Dios, insertado en el corazón del relato del más grande sueño de Dios - "te suplico: mi Dios, mi soñador, sigue soñándome" (Jorge Luis Borges).

Queremos mucho a José porque es una hermosa figura de padre y de esposo.

Aunque vivió en un mundo en el que los maridos dominaban a las mujeres y a los hijos, José se nos presenta como un humilde guardián, un protector de María y del niño Jesús, un esposo y padre que en tiempos de crisis (Herodes) sabe lo que debe hacer, y lo hace sin demorar. No es un jefe de familia, no es amo de casa: está junto a su mujer y a su hijo, los protege, se ocupa de sus vidas, lleva el pan a la casa. Y en un momento en que la mirada sobre los hombres y los maridos ha vuelto a oscurecerse por la violencia absurda de alguien que empaña la noche de todos, es importante mirar esta bella figura de hombre gentil, de padre y marido respetuoso que sabe cuidar, que sabe llevar a cabo su tarea de custodia amorosa.

Es casi seguro que José era joven cuando tomó a María por esposa. Sin embargo, la tradición y la historia del arte lo han imaginado y representado casi siempre como un anciano.

Según el Protoevangelio de Santiago, un texto del siglo IV, José se casó con María cuando ya era anciano y había tenido otros hijos, y para Epifanio de Salamina (Panarion) José era viudo y se casó con María cuando ya tenía más de ochenta años. Los Evangelios no dicen esto y, por tanto, los dejan imaginar como los novios de la época: jóvenes y en la primavera de la vida. Su antigua viudez es sólo teológica (ligada a las tradiciones sobre María), y está bien dejarla para la historia, y pensar entonces en José como un marido joven y trabajador.

José, de hecho, es también para nosotros el carpintero. Mateo (13:55), hablando de Jesús, lo llama hijo del "carpintero". Marcos (6:3) nos dice que también Jesús fue "carpintero", y es probable que durante una parte de su juventud lo haya sido realmente. Lo que es seguro es que Jesús creció en casa de un carpintero. No se crió (como Samuel) en el templo, ni en un palacio de la corte, ni siquiera en una tribu de nómadas. Creció en una casa en medio del trabajo, y trabajó con sus manos. Respiró durante años los olores del aserrín y de la madera lijada, y se formó en la disciplina del trabajo artesanal, un arte antiguo, muy estimado incluso en la Biblia: “Pongamos como ejemplo al carpintero: corta un árbol, le quita la corteza, trabaja con cuidado la madera y fabrica una mesa que presta buen servicio” (Sabiduría 13:11).

Hoy, 19 de marzo, es un día del trabajo para recordar a José, pero recordando al José trabajador también recordamos y celebramos al Jesús trabajador. De hecho, hay que festejar porque en el origen del cristianismo hay una familia de trabajadores manuales, de artesanos con manos callosas marcadas con las astillas de madera y los golpes del martillo. Es realmente una gran y hermosa noticia. Por eso, no debe sorprendernos que Benedicto XIII incluyera en 1726 a San José en las letanías de los santos de todos los libros litúrgicos. Fue, de hecho, un Papa social que fundó como obispo más de 170 Montes frumentarios para los pobres entre Manfredonia y Benevento. Y no nos sorprende que José fuese un santo muy querido por Bernardino da Feltre, el fraile franciscano que estuvo en el origen de los Montes de Piedad, bancos populares fundados para liberar de la usura a los trabajadores y sus familias.

El cristianismo es, por lo tanto, una historia de trabajo y de trabajadores, desde sus primeros pasos. Incluso los primeros apóstoles eran pescadores, trabajadores llamados cuando ajustaban sus redes a orillas del lago. Las manos que partieron el pan en la última cena y luego en el ágape de las iglesias eran manos callosas, estriadas, ásperas y astilladas, no las manos delicadas de los sacerdotes del templo. El Logos se hizo carpintero; y luego escogió marineros, trabajadores -no escribas, ni sacerdotes- que siguieron siendo pescadores, que sólo cambiaron el objeto de pesca.

Por los Evangelios sabemos que aquellos pescadores siguieron algunas veces pescando peces, incluso mientras pescaban hombres. En José, en Jesús, en Pedro, en Juan, en Santiago y en María, la trabajadora doméstica, también está el fundamento teológico y antropológico del ora et labora de la vida monástica, de la ética del trabajo de los comerciantes, de los artesanos y de los artistas europeos que hicieron hermosas y eternas nuestras ciudades, que con sus vidas y sus obras dijeron que el trabajo manual no se adapta al esclavo, sino que es el distintivo del hombre libre, del ciudadano, del cristiano. Es muy lindo que la palabra latina con la que San Jerónimo tradujo "carpintero" fuese faber: José es también una bella imagen del homo faber, es una raíz del artículo 1 de la Constitución italiana.

El olor hogareño a madera fresca recién descortezada Jesús lo volvió a sentir al final, en otra madera recién descortezada, y ese olor tal vez fue el único habitante doméstico de aquel terrible día: "En el taller de Ioséf no le fue escatimado ningún nivel de entrenamiento, incluido los martillazos en sus dedos..... Llevó al Gólgota el palo de la horca, toda una sola cosa. Cuando los tuvo en su carne, los clavos, cuando los sintió entrar, se encontró por primera vez del lado de la madera... Volvió a ver a Ioséf. Le tocaba a él, Jesús, acabar como un leño extendido y tallado. Su vida era materia prima. La docilidad de la madera era la suya" (Erri de Luca).

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Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 18/03/2024

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La buena raíz de la Economía

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Análisis. Un reciente y argumentado libro, bastante crítico, («Il grande imbroglio / The big Con [El gran engaño]»), aporta provocaciones útiles sobre un sistema que se ha vuelto dominante. El paradigma de la dirección [management] está siendo sustituido por la consultoría.

Luigino Bruni.

Publicado en Avvenire el 07/12/2023.

La obra crítica "Il Grande Imbroglio" (Laterza), de las economistas Mariana Mazzucato y Rosie Collington, está dedicado el creciente recurso a las empresas de consultoría.

¿Por qué las sociedades de consultoría han pasado de ser un instrumento para ayudar a las empresas a suponer una debilidad para las empresas, el gobierno y las instituciones? ¿Cuándo y por qué la consultoría, una industria que hoy roza el billón de dólares, ha pasado de ser un recurso a ser la principal enfermedad de nuestra economía? Il Grande Imbroglio («The big Con»), el libro escrito por las economistas Mariana Mazzucato y Rosie Collington (Laterza, 2023), trata exactamente de estos temas: «De nuestro análisis de la industria de la consultoría surge un cuadro oscuro de la situación actual. Todos esos contratos con sociedades de consultoría, que interpretan los más variados roles, debilitan a las empresas, infantilizan al sector público y distorsionan la economía» (p.12). Para entender la novedad del libro es necesario realizar una larga premisa.

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El extraordinario éxito de la consultoría, el fenómeno económico tal vez más relevante desde el comienzo de este milenio, se inscribe dentro de un cambio mucho más general de nuestra cultura, donde el paradigma de los negocios está conociendo un grande, inesperado y creciente éxito. La lógica de la gran empresa ha adquirido en la vida civil el primer puesto, ocupado el siglo pasado por la democracia. A la pregunta: “¿quieres hacer algo bueno en la sociedad?” ayer se respondía: “crea democracia y por tanto participación, reduce las desigualdades, incluye al mayor número posible de personas”. En base a esta respuesta imaginamos y después construimos el estado del bienestar del siglo XX, los derechos humanos y sociales, la escuela pública, la sanidad universal, las pensiones y la imposición progresiva. Con el cambio de milenio, a esa misma pregunta hoy se responde: “si quieres hacer algo bueno aprende de las empresas, allí es donde se encuentra la excelencia, allí se hacen las cosas importantes”. De este modo, las grandes empresas con ánimo de lucro han sido objeto de una auténtica metamorfosis simbólica y cultural. Eran iconos de la explotación, la desigualdad y la alienación, pero se han convertido en el símbolo perfecto del nuevo mundo, del reino del mérito y de su nueva justicia, del bienestar e incluso de la felicidad, un mundo religioso edificado sobe los dogmas de la meritocracia, el liderazgo y los incentivos. Y así, la gran empresa, de centro del conflicto social, de lugar donde acudir para entender las injusticias del capitalismo, ha dejado su crisálida en el viejo milenio y se ha convertido en una hermosa mariposa civil y ética, que todas las demás instituciones (desde la escuela hasta la política) quieren y deben imitar, con un inédito éxito en el ámbito de las Iglesias y los movimientos y comunidades espirituales, donde ya no es posible realizar un capítulo general o una asamblea sin los profesionales de la consultoría empresarial.

Pero la consultoría está emergiendo como la segunda revolución reciente, que en pocos años ha sustituido a la primera forma que la cultura de empresa había asumido en la última parte del siglo XX, es decir al management científico. La primera forma que adquirió la cultura de la gran empresa moderna fue el management moderno, que a su vez ocupó el puesto de la “vieja” dirección empresarial, aunque sin sustituir del todo al viejo empresario, sino trabajando con y para él/ella. En realidad, el management científico es una innovación que se remonta a las grandes fábricas manufactureras de la primera mitad del siglo XX (no es casual que se hable de “fordismo” y “taylorismo”). Pero durante más de medio siglo la ciencia del management era cosa de ingenieros (no de economistas) y se aplicaba sobre todo a la gran industria. No fue hasta los años 80 y 90 cuando el management científico se extendió desde la fábrica al resto de organizaciones, entre otras cosas, por el paso tecnológico al postfordismo. Con el final del milenio, el fordismo pasó en muchas regiones avanzadas del mundo, pero no así su modelo de gestión de las relaciones laborales y de gobernanza. Así, los instrumentos y las técnicas de la dirección se convirtieron en una cultura universal, que salió de la fábrica para entrar en toda la sociedad. El directivo ocupó, por una parte, el lugar del empresario y por otra la del viejo jefe o dirigente público.

Sin embargo, en la etapa de mayor éxito del management moderno ocurrió algo verdaderamente nuevo. Hizo explosión la sociedad líquida, que entró por vez primera en las empresas. Con trabajadores líquidos, y por tanto frágiles e inseguros, el management dejó de funcionar, porque también este tipo de empresa necesitaba trabajadores ya formados en la ética de las virtudes en la familia y en la comunidad. En particular, el nuevo directivo seguía teniendo necesidad de la jerarquía, y por tanto de trabajadores que le atribuyeran un valor y aceptaran ser guiados y “controlados” con los instrumentos del management – esencialmente incentivos y control –. Los directivos se encontraron inundados por una enorme petición de atención, de quejas, de conflictos, de crisis relacionales colectivas e individuales, por parte de unos trabajadores que estaban cambiando demasiado profundamente. A su vez, los directivos no tenían, casi nunca, lugares más “altos” donde descargar y compensar las tensiones que acumulaban, porque las empresas fueron perdiendo a las familias de empresarios que las habían generado. La demanda de atención a las relaciones que afectaba a los medianos y altos directivos se bloqueaba en el management, sin que este contara con otros lugares de supervisión donde gestionar esta demanda que venía desde abajo.

En este contexto de gran cambio es donde hace unos años hizo explosión la consultoría. Ya existía desde hacía décadas, pero con la entrada en el siglo XXI se convirtió en algo distinto y universal. Al lado de los directivos y de lo que quedaba del empresario en las grandes empresas (muy poco), se formó una pléyade muy variada de consultores, a los que se añadieron psicólogos del trabajo, expertos en felicidad y bienestar laboral, filósofos prácticos del sentido, la misión y el propósito, pero también sacerdotes, monjas y expertos en meditación transcendental y espiritualidades arcaicas del Pacífico para acompañar y formar en la espiritualidad de la empresa, por no hablar de las nuevas figuras de coaches y counselors, que se presentan a nuestros estudiantes como las profesiones más seguras para el futuro. Así, hace medio siglo quienes guiaban las empresas eran los empresarios, hace treinta años eran los directivos, y hoy son los consultores, que están sustituyendo a los empresarios y a los directivos.

En todo este proceso, las autoras de Il grande imbroglio analizan dos fenómenos con especial atención: la infantilización de las empresas y la externalización de las competencias. La infantilización (tratada en el capítulo 6) de los gobiernos, de las empresas y ahora también de las organizaciones y de todas las instituciones, nace de la progresiva reducción de su autonomía. El libro, con datos en la mano, muestra cómo se está creando una auténtica adicción a los consultores, a los que recurren unos empresarios y directivos cada vez más inseguros; y después, como ocurre en todas las dependencias sin sustancia, para mantener mañana la misma satisfacción de hoy, tienen que aumentar la dosis (p. 156). Empresas y empresarios reducidos a niños sin autonomía que para cualquier decisión recurren al exterior buscando seguridades – la presencia de las grandes sociedades de consultoría es también una especie de “certificación” de las relaciones y de la gestión de las emociones, parecida a las antiguas certificaciones de calidad –.

Por eso, la consultoría no crece por oferta inducida, sino que es guiada por la demanda, ya que son las empresas (y las instituciones) las que – drogadas – lo solicitan cada vez más: «La oferta es una respuesta a una demanda» (p.104). Los consultores también desempeñan una función psicológica (p.127). La infantilización es, por tanto, una pérdida de autonomía, responsabilidad y control en las decisiones, que son “subcontratadas” con sujetos terceros que acaban siendo los verdaderos conductores de las instituciones de hoy. Las autoras ven también la política nacional e internacional guiada sobre todo por consultores, con un enorme problema de conflicto de intereses, porque son las mismas empresas de consultoría las que, por una parte, asisten a los gobiernos para reducir el impacto ambiental y, por otra, a las empresas para ayudarlas a aumentarlo (p.241).

Es interesante otro punto que se pone de relieve en la parte central del libro: la cuota de valor añadido que va a la consultoría no es técnicamente beneficio sino renta (pp.103 y siguientes), porque es parte de un juego de suma cero con los empresarios, una especie de impuesto invisible que con frecuencia se traslada a los precios de los bienes de consumo. Para terminar, las autoras denuncian un último gran peligro. Es el representado por el crecimiento en el capitalismo actual de un poder sin responsabilidad, puesto que los consultores no pueden ni quieren responder de las consecuencias derivadas de sus consejos, que cada vez son más sustitutivos y no subsidiarios de las decisiones de las empresas. Así pues, no solo la economía está entrando en crisis, sino que también – como repiten muchas veces Mazzucato y Collingon – está sufriendo la democracia.

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Análisis. Un reciente y argumentado libro, bastante crítico, («Il grande imbroglio / The big Con [El gran engaño]»), aporta provocaciones útiles sobre un sistema que se ha vuelto dominante. El paradigma de la dirección [management] está siendo sustituido por la consultoría.

Luigino Bruni.

Publicado en Avvenire el 07/12/2023.

La obra crítica "Il Grande Imbroglio" (Laterza), de las economistas Mariana Mazzucato y Rosie Collington, está dedicado el creciente recurso a las empresas de consultoría.

¿Por qué las sociedades de consultoría han pasado de ser un instrumento para ayudar a las empresas a suponer una debilidad para las empresas, el gobierno y las instituciones? ¿Cuándo y por qué la consultoría, una industria que hoy roza el billón de dólares, ha pasado de ser un recurso a ser la principal enfermedad de nuestra economía? Il Grande Imbroglio («The big Con»), el libro escrito por las economistas Mariana Mazzucato y Rosie Collington (Laterza, 2023), trata exactamente de estos temas: «De nuestro análisis de la industria de la consultoría surge un cuadro oscuro de la situación actual. Todos esos contratos con sociedades de consultoría, que interpretan los más variados roles, debilitan a las empresas, infantilizan al sector público y distorsionan la economía» (p.12). Para entender la novedad del libro es necesario realizar una larga premisa.

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Desde las empresas hasta el capitalismo, ¿la consultoría se hace con todo?

Desde las empresas hasta el capitalismo, ¿la consultoría se hace con todo?

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¿Cambiar el destino social, vender a otras comunidades, a instituciones y a organizaciones sin ánimo de lucro, o confiar en el mercado? Cualquier solución es preferible al abandono.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 26/08/2023

«Proyecto de recuperación del antiguo convento de las Clarisas para construir un Relais con balneario». En muchas obras hoy pueden encontrarse carteles similares, especialmente en los pueblos italianos más lindos, que han visto construirse a lo largo de los siglos un número extraordinario de conventos, monasterios e iglesias, gracias a la gran biodiversidad carismática del bello país. El paisaje italiano no sería patrimonio de la humanidad sin los perfiles de catedrales, iglesias parroquiales y claustros, en las ciudades como en el campo.

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Sin embargo, el análisis despiadado de los laicos sobre la demografía de la vida religiosa nos dice algo que no nos gusta escuchar: dentro de una o dos décadas, la gran mayoría, quizá el 90%, de los edificios religiosos estarán vacíos, y muchos ya lo están. La tendencia comenzó hace más de medio siglo, pero cuando nos dimos cuenta, también en este caso, ya era demasiado tarde. ¿Qué hacer concretamente? Las iglesias y los inmuebles vacíos, vendidos o puestos en venta, son la punta del iceberg de algo mucho más grande, descuidado y multidimensional. En primer lugar, hay una cuestión directamente económica y, por tanto, civil.

Estos conventos y monasterios eran originalmente bienes comunes, ya que nacieron de las comunidades civiles y porque los religiosos y religiosas se ocupaban también de los pobres, los enfermos, las escuelas, han inventado nuestro welfare. Cuando hoy un convento se vende a una multinacional con fines de lucro que lo transforma en un spa, los usuarios ya no son los habitantes de ese municipio sino sólo los "solventes": ese bien público pasa a ser privado, con una extracción privada de un valor antaño público.

En segundo lugar, estas estructuras fueron generadas por la vida, por una vida cristiana comunitaria, por necesidades concretas de las personas, de las comunidades, de los pobres. Su infrautilización o su no utilización en la actualidad señalan una marcada disminución de las necesidades que las hicieron nacer. En siglos pasados, las obras habían surgido por una fuerza intrínseca del carisma, pero también como respuesta concreta a los retos de su entorno. El mundo cambia, cambian las formas en que una necesidad determinada se expresa, y a las obras del carisma les cuesta encajar en este doble cambio (sólo se piensa en el tema de la regulación). Se entiende entonces que una primera tarea esencial de las comunidades religiosas debería ser actualizar la pregunta carismática original. Si, por ejemplo, a principios del siglo XIX nació una congregación para la educación de las niñas pobres, el nacimiento de escuelas fue la respuesta normal a la demanda carismática.

Pero hoy, con la escuela pública y universal en muchos países, ¿qué respuesta debería ofrecer esta misma pregunta? Tal vez esa congregación debería trasladarse a las fronteras educativas de las niñas "pobres" de hoy (marginalidad, migrantes, malestar), cambiando así las respuestas concretas para permanecer fieles a las preguntas; cuando en cambio uno se apega a las respuestas que el carisma dio ayer (escuelas) se termina olvidando las preguntas que las generaron: la fidelidad de hoy a las respuestas de ayer se convierte en infidelidad al carisma. Las "casas vacías", los edificios ociosos y vagos (que se usan, por ejemplo, tres semanas al año para ejercicios espirituales), señalan no sólo una crisis de la comunidad religiosa, sino también una crisis más amplia de los mundos vitales que las rodean -de modo que la solución puede surgir de ambos lugares, porque las vocaciones al carisma que ayer se expresaban en una sola forma (consagradas) hoy pueden asumir otras nuevas (por ejemplo, familias). Cuando, de hecho, junto a las estructuras actuales hay comunidades vivas y dinámicas, se asiste a auténticas resurrecciones de aquellas antiguas estructuras.

Luego hay un tercer discurso, crucial, sobre el famoso"mercado". Una mirada negativa y prejuiciosa sobre el "mercado" que se interesa en los bienes inmuebles religiosos no ayuda a nadie. Cuando el mercado -una empresa, un fondo, un banco...- se acerca a un inmueble, este interés ya es señal de algo grave. Expresa que, al menos para el mercado, en esa "casa" hay un valor. Y este valor revelado ya es un hecho positivo: puede que no sea un valor espiritual, pero al menos es un valor económico-financiero. Y si una estructura expresa algún valor, esa estructura sigue viva y puede seguir generando otro valor y otros valores. El mercado desempeña a menudo una función similar a la de los herederos que venden la valiosa biblioteca de su ilustre pariente erudito.

Al ponerlos en el mercado, esos libros polvorientos cobran vida en los hogares de los nuevos aficionados que los compren: los libros se liberan de las estanterías, la dispersión genera nueva vida. De ahí el mensaje: un inmuble que se vende es preferible por mucho a un inmueble que cae en el abandono y se convierte en una herida infecta en la comunidad, en un territorio o en una ciudad. Debemos ser conscientes de que el verdadero problema de los inmuebles religiosos hoy en día no es la falta de valor espiritual: el drama es frecuentemente la ausencia de todo valor, porque esa propiedad ya no vale nada, desde ningún punto de vista. Por supuesto, no todos los valores son iguales y no todos los nuevos usos del inmueble tienen el mismo valor desde una perspectiva carismática. Sin embargo -y este es el punto-, mucho mejor es un centro de bienestar que la maleza y los vidrios rotos. En estos casos, se necesitan razones éticas muy fuertes para no vender (sospecha de ilegalidad, fraude, blanqueo de dinero, inmoralidad del nuevo negocio); en todos los demás casos, el mercado "normal" puede ser una solución posible, y descartarlo es una elección irresponsable. Casi nunca es la solución más óptima, pero en cualquier caso es mejor que el abandono: discernir es elegir entre opciones no óptimas.

También para esta elección se aplica el principio de subsidiariedad: 1. En primer lugar, intentar encontrar una solución con las comunidades más cercanas desde el punto de vista espiritual y carismático para examinar la posibilidad de que el inmueble pueda seguir viviendo en su misión original, uniéndose con otras comunidades similares (para una residencia de ancianos común, para un centro de retiros...), o pasando el legado a nuevas comunidades con carismas similares. 2: Si después de haber hecho bien y sin apuro este primer análisis no surge ninguna solución concreta, se pasa al segundo nivel: instituciones públicas, fundaciones, mundo de las organizaciones sin ánimo de lucro, y se buscan proyectos que puedan mezclarse también con los temas del primer nivel más cercano, para salvar la "vocación" de la propiedad. 3: si al final no surge nada ni siquiera en esta segunda búsqueda, hay que tomarse en serio al mercado, muy en serio, porque generalmente la cuarta alternativa que queda es el abandono, y de ahí los enormes gastos para asegurarlo, la tristeza diaria de verlo marchitarse, el pesimismo colectivo... Incluso el mercado puede encontrarle a ese inmueble una nueva vida, una nueva vocación, diferente pero todavía viva.

Cuando se escoge la vía del mercado, hay que aprender el lenguaje y las reglas del mercado: organizarse, estudiar, contar con la ayuda de las personas adecuadas (el tema de los consultores es central y delicadísimo), ser prudentes como las serpientes y conservar el candor carismático de las palomas, evitando que las serpientes eliminen a las palomas (y viceversa). Es importante decidir enseguida el destino de los beneficios de la venta - por lo general, no es una buena solución destinar los ingresos únicamente a reservas para gastos futuros: sin el coraje para nuevas inversiones, el futuro no florece. Por último, hay un razonamiento más radical. Los bienes inmobiliarios no son fines en sí mismos. Siempre que una gran novedad espiritual llegó a la tierra -desde Abraham a Cristo- empezó porque alguien dejó una casa, un refugio seguro, y marchó hacia la tierra del todavía-no. Las casas y las estructuras tienden por su naturaleza a mantenernos en el pasado, a hacernos mirar Egipto y sus ladrillos.

San Francisco intuyó que el tiempo nuevo comenzaría caminando, mendigando por el camino, con la vuelta de "los caminantes". Sintió tan fuerte el deseo de la pobreza de los caminos que vivió con gran malestar el nacimiento de los conventos inmóviles de sus frailes, invitándolos hasta el final a seguir al pobre "hijo del hombre que no sabe dónde reclinar la cabeza". Por mucho que nos gusten y las amemos, por llevar los estigmas de la vida y del amor, debemos ser conscientes de que nuestras propiedades son casi siempre vestigios de un cristianismo que está menguando en sus formas de culto y de vida; no está menguando el mensaje del Evangelio con su promesa, sólo está terminando la cristianitas tal como la imaginábamos. Estamos en una época muy similar al exilio bíblico. La invasión de los babilonios significó la destrucción del templo y de las casas, y al principio del exilio parecía imposible poder seguir viviendo: dejaron de cantar, colgaron sus arpas en los sauces a lo largo de los ríos de Babilonia. Pero un día entendieron algo decisivo: que Dios estaba vivo y presente incluso sin el templo y sin las casas de ayer, y en aquel despojo total redescubrieron el valor del arameo errante y la libertad de la tienda nómada. En el exilio se aprende a resucitar, porque al final se vuelve pobre y libre, como el primer día.

Hoy existe una necesidad vital de una nueva y fuerte capacidad de ponerse a caminar libres y pobres, y de hacerlo juntos: el futuro mismo de la Iglesia depende de ello. Si algunas estructuras ayudan en el camino, habrá que valorarlas. De las otras sólo hay que deshacerse, para que no nos impidan los nuevos y necesarios "vuelos alocados", a cualquier edad, y para que las piedras no se conviertan en dueñas de personas y carismas. Lo que verdaderamente cuenta es partir con poco equipaje.

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¿Cambiar el destino social, vender a otras comunidades, a instituciones y a organizaciones sin ánimo de lucro, o confiar en el mercado? Cualquier solución es preferible al abandono.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 26/08/2023

«Proyecto de recuperación del antiguo convento de las Clarisas para construir un Relais con balneario». En muchas obras hoy pueden encontrarse carteles similares, especialmente en los pueblos italianos más lindos, que han visto construirse a lo largo de los siglos un número extraordinario de conventos, monasterios e iglesias, gracias a la gran biodiversidad carismática del bello país. El paisaje italiano no sería patrimonio de la humanidad sin los perfiles de catedrales, iglesias parroquiales y claustros, en las ciudades como en el campo.

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Los edificios de las órdenes religiosas: una nueva vida más allá de los ladrillos.

Los edificios de las órdenes religiosas: una nueva vida más allá de los ladrillos.

¿Cambiar el destino social, vender a otras comunidades, a instituciones y a organizaciones sin ánimo de lucro, o confiar en el mercado? Cualquier solución es preferible al abandono. Luigino Bruni Publicado en Avvenire el 26/08/2023 «Proyecto de recuperación del antiguo convento de las Clarisas pa...
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Vuelve a las librerías un ensayo en el que la estudiosa se pregunta por qué la judeidad del Nazareno se ha eclipsado tanto entre los cristianos como entre los israelitas. Una pregunta que toca el antisemitismo.

Luigino Bruni

Publicado en Agorà di Avvenire el 13/08/2023.

La poesía, el arte, la ciencia, la literatura serían infinitamente más pobres sin la contribución esencial del mundo judío. Àgnes Heller (1929-2019) es una intelectual que se mantiene inaccesible, sin tomarse en serio su cultura judía y, por tanto, la Biblia. Filósofa húngara, está entre las pensadoras más significativas de la segunda mitad del siglo XX. Sobreviviente de Auschwitz, trabajó en una refundación ética del pensamiento moderno, primero en la escuela de Gyorgy Lukács en Budapest y después exiliada en el mundo -en la Statale di Milano pronunció una de sus últimas lectio magistralis el 24 de octubre de 2018-. Expulsada de la universidad en 1959, se encontró con el rechazo del régimen comunista húngaro, que no toleraba su lectura libre y no ideológica del marxismo, del que revalorizaba algunas instancias humanistas y éticas (partiendo de las raíces judías de Marx), lo que le costó un largo exilio, primero en Australia y luego en Estados Unidos, de 1977 a 1989. Criticó todas las formas de totalitarismo, incluido el régimen de Orban, con el que fue muy severa hasta el final de su vida.

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El estudio de la Biblia es parte integrante de su pensamiento ético. De hecho, la filósofa Heller es inseparable de la Àgnes judía, como también se deduce de sus estudios sobre los profetas (Más allá de la justicia, 1990). Se formó dentro del gran debate centroeuropeo sobre el mesianismo y sobre la escatología occidental (Taubes, Löwith, Rosenzweig, Benjamin y el propio Lukács), donde el marxismo se investigaba desde la perspectiva del final y del fin de la historia. El mesianismo ocupa de hecho un lugar central en la filosofía de Heller. En una hermosa entrevista, explicó el significado de su "mesianismo de la silla vacía", que le vino directamente de la tradición judía, en particular del ritual del Séder de Pésah, cuando las familias, durante la cena, dejan una silla vacía porque podría llegar el profeta Elías (Malaquías 3:23) y anunciar la llegada del Mesías: "Hay que dejar una silla vacía ante el Mesías. Quien se siente en esa silla, quien la ocupe, es un falso Mesías. Hemos tenido muchas lecciones de esto en la historia reciente; varias veces hemos sabido que había llegado un nuevo Mesías, que había llegado el tiempo de la salvación. Se ha tratado siempre de un falso Mesías. Así que esa silla debe permanecer vacía" (Àgnes Heller, Una vita per l'autonomia e la libertà, il Mulino, 1995). Pero, prosigue Heller, esa silla no se puede retirar, de lo contrario el "ritual habrá terminado", el espíritu abandonará la comunidad y "serán las banalidades las que ocupen la imaginación", y lo estamos viendo cada vez más.

La silla que queda vacía y que debe permanecer así, es también una clave de lectura del Jesús judío, una colección de ensayos publicada en húngaro en el 2000 y ahora publicada por Castelvecchi1. El texto se abre con una frase muy eficaz que nos introduce directamente en el corazón del tema: "El Jesús cristiano resucitó al tercer día, pero pasaron dos mil años para resucitar al Jesús judío". ¿En qué sentido el Jesús judío acaba de resucitar y por qué iba a permanecer en la tumba durante casi dos mil años? En realidad, la derivación del cristianismo del judaísmo nunca fue negada por la Iglesia, hasta el punto de que la tesis de Marción, que quería eliminar del canon cristiano todo el Antiguo Testamento para afirmar la discontinuidad total del cristianismo respecto al judaísmo, fue considerada herética ya en el siglo II, y la Iglesia incluyó toda la Biblia hebrea en sus propias escrituras sagradas -diciendo, entre otras cosas, que para entender a Jesús no bastan ni los Evangelios ni el Nuevo Testamento: es necesaria toda la Biblia.

La tesis de Heller no es una indagación sobre el "marcionismo" más o menos presente en el cristianismo (se encontraría mucho de esto), sino una reflexión sobre las razones por las que hasta tiempos recientes (piénsese, además de las muchas obras citadas en el ensayo de Heller, en Un judío marginal, de John P. Meier) el judaísmo de Jesús de Nazaret ha sido eclipsado tanto entre los cristianos como entre los judíos: "El cristianismo definió su propia identidad en contraposición al judaísmo, mientras que este último se comportó como si ni siquiera hubiera notado al cristianismo como religión". Las explicaciones cristianas de este largo eclipse, que continuó y creció mucho más allá de la Palestina del siglo I, son conocidas y están vinculadas a la larga y vergonzosa historia del antisemitismo, de la que Heller tiene un testimonio directo. También son interesantes las razones judías del eclipse.

El cristianismo nace como un cisma del hebraísmo (al menos del judaísmo) y como una herejía hebraica. Para los judíos era teológicamente imposible que Jesús fuese "El Señor", el Kyrios, porque en la Septuaginta (la traducción griega de la Biblia hebrea) Kyrios era la traducción de Adonai, es decir, el nombre pronunciable que se utilizaba en voz alta cada vez que se encontraba el nombre impronunciable de Dios (el tetragrámaton YHWH). La teología (y la praxis pastoral) de Pablo había acentuado entonces la diferencia entre lo nuevo traído por Jesús y la Ley de Moisés. El "diálogo" se complicó más cuando los primeros concilios resolvieron la cuestión de Jesús en los dogmas trinitarios, donde en Jesucristo, el Hijo, el Logos, se reconoce la persona divina y la misma naturaleza que el Padre y el Espíritu. Reconocer la judeidad de Jesucristo no fue, por tanto, una tarea fácil para los judíos del pasado y de hoy. En teoría, sería relativamente fácil para los judíos reconocer el dato histórico de un Jesús nacido "bajo la Ley" y en cuanto tal judío; pero "la historia del Jesús judío termina con su muerte en la cruz", mientras que el Jesús (Cristo) de la fe "comienza" con la resurrección. De hecho, Heller recuerda que hasta el Gólgota, el Jesús judío no se diferencia demasiado del Jesús cristiano: "El Padre Nuestro del cristianismo cubre el mismo rol que el Shemá Israel en el judaísmo... Todas las enseñanzas de Jesús, el logos y las parábolas, provienen de Jesús antes de la Pascua". El problema comienza en el camino que va del Gólgota a la tumba vacía. Porque reconocer a Cristo como judío (no sólo a Jesús), es decir, afirmar que Jesús siguió siendo verdaderamente judío incluso después de la resurrección y después de la teología de los evangelios y de Pablo, ha sido por casi dos milenios algo extremadamente arduo para ambas partes, y este reconocimiento, a nivel de las religiones, no ha existido.

Para intentar reabrir o impulsar el diálogo sobre el Jesús judío, en su breve libro (en verdad, sólo en los tres primeros capítulos) Heller hace unas operaciones precisas. Se detiene en particular en la narración cristiana de la muerte de Jesús, que a partir de los propios evangelios se ha centrado en el asesinato de Dios por parte de los judíos: el infame deicidio que ella cuestiona y niega: "decir que los judíos mataron a Jesús es tan absurdo como decir que los húngaros mataron a Imre Nagy". Heller, citando la literatura reciente al respecto, recuerda que la muerte de Jesús se derivó de su conflicto con el templo (los sacerdotes y su "industria") del que resultó la denuncia que acabó en una crucifixión deseada y deliberada por Poncio Pilato, por tanto de los romanos. De hecho, es muy probable que todos los titubeos e incertidumbres de Pilato durante el juicio sobre la condena a muerte de Jesús que relatan los evangelios sean material tardío y polémico de los primeros cristianos en conflicto con el mundo judío. Pilato ordenó muchas, quizá cientos de crucifixiones durante sus años en Palestina, y por fuentes extrabíblicas sabemos que fue un gobernante despiadado. Por cierto, los evangelios no dejan lugar a dudas de que la muerte del Bautista fue deseada y ejecutada por Herodes, es decir, por el rey judío: si hubieran sido realmente sólo los judíos quienes quisieron también la muerte de Jesús, ¿por qué incluir a Pilato? Probablemente la evidencia histórica sobre el papel decisivo (aunque no exclusivo) de los romanos era tan evidente en los años 60' y 70' del siglo I que los evangelistas no podían negarla ni callarla, por lo que simplemente la han complicado y atenuado. Las diferencias entre los evangelistas en el relato del proceso del sanedrín son una muestra del rol redaccional que han desempeñado "las controversias entre la joven comunidad cristiana y el judaísmo, con la clara tendencia a culpar a los judíos y exonerar a los romanos" (G. Rossè, Il vangelo di Luca, Citta Nuova, 1992, p. 935). Así, Heller, citando a Sheehan (The First Coming...), afirma, con cierta valentía exegética, que "no es cierto que la multitud judía gritó "Crucifícalo", o "Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos"... Estas frases son producto de la violenta lucha entre el primer cristianismo y el judaísmo" (p. 39).

Si fueron entonces los romanos, en probable alianza con algunos judíos y sacerdotes, los que mataron a Jesús, buena parte del antisemitismo se basó durante dos mil años en un equívoco, en una fuerte exageración narrativa de un conflicto histórico entre los primeros cristianos y los judíos (sobre todo en Jerusalén), conflicto que, por la sacralización que le dieron los evangelios, se extendió durante toda la era cristiana, hasta anteayer. Si Jesús no fue asesinado por los hebreos (o los judíos), entonces la resurrección del Jesús judío hoy debería ser más fácil del lado cristiano, donde reconocer un vínculo fuerte del cristianismo con el judaísmo, a través del Jesús judío, debería ser más simple. ¿Y del lado judío? La no resurrección del Jesús judío estuvo desde el principio ligada a la resurrección del Jesús cristiano: ¿será siempre así? ¿El Jesús que puede resucitar hoy será el Jesús no resucitado, es decir, el Jesús de la enseñanza hasta su muerte, incluida la cruz? A este respecto, es muy linda la historia, relatada por Heller, de Chaim Potok, Mi nombre es Asher Lev, que habla de un joven (Asher Lev) con una marcada vocación por ser pintor (hecho complejo en una religión que niega la imagen). Este, después de ver en Roma la Piedad de Miguel Ángel, empieza a pintar sólo representaciones de la Piedad, porque sólo en ella puede ver "la angustia del mundo entero". A este punto, "ya nadie en su comunidad le entiende" (p. 29). En cambio, el rabino bendice a Asher Lev. Y así comenta Heller: "Él ve lo que quedará escondido por dos mil años de persecución y olvido: ve en el crucifijo a Jesús judío". Aquí se encuentra la esperanza de Heller -y la nuestra- de un nuevo tiempo ecuménico entre judíos y cristianos, que debería partir de un diálogo judeo-cristiano no ideológico y menos excluyente sobre el significado de la resurrección de Jesús y sobre el mesianismo judío y cristiano. La lectura cristiana de Jesús como Mesías no debe apagar la espera de su retorno prometido y, por tanto, la posibilidad de reencontrarnos como pueblos de la espera de un retorno-llegada, creyentes en la esperanza de un todavía-no.

1. En español, el mismo ensayo fue publicado en 2007 por Herder, con traducción de Éva Eserháti y bajo el título La Resurreción del Jesús Judío.

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Vuelve a las librerías un ensayo en el que la estudiosa se pregunta por qué la judeidad del Nazareno se ha eclipsado tanto entre los cristianos como entre los israelitas. Una pregunta que toca el antisemitismo.

Luigino Bruni

Publicado en Agorà di Avvenire el 13/08/2023.

La poesía, el arte, la ciencia, la literatura serían infinitamente más pobres sin la contribución esencial del mundo judío. Àgnes Heller (1929-2019) es una intelectual que se mantiene inaccesible, sin tomarse en serio su cultura judía y, por tanto, la Biblia. Filósofa húngara, está entre las pensadoras más significativas de la segunda mitad del siglo XX. Sobreviviente de Auschwitz, trabajó en una refundación ética del pensamiento moderno, primero en la escuela de Gyorgy Lukács en Budapest y después exiliada en el mundo -en la Statale di Milano pronunció una de sus últimas lectio magistralis el 24 de octubre de 2018-. Expulsada de la universidad en 1959, se encontró con el rechazo del régimen comunista húngaro, que no toleraba su lectura libre y no ideológica del marxismo, del que revalorizaba algunas instancias humanistas y éticas (partiendo de las raíces judías de Marx), lo que le costó un largo exilio, primero en Australia y luego en Estados Unidos, de 1977 a 1989. Criticó todas las formas de totalitarismo, incluido el régimen de Orban, con el que fue muy severa hasta el final de su vida.

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Àgnes Heller y el difícil redescubrimiento del "Jesús judío"

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El discurso de Luigino Bruni el 27 de mayo en Barbiana, en ocasión de las celebraciones organizadas por el centenario del nacimiento de Don Lorenzo Milani. 

Luigino Bruni

publicado en La via libera el 29/05/2023

"Cada año se repite la historia de las inundaciones,
de los muertos,
de las familias devastadas,
de los miles de millones tragados por el agua, cada año
en un período fijo. Ni un problema de fondo se ha resuelto". (Esperienze pastorali, p. 462)

Si hace cien años, al comienzo de la era fascista, Italia engendró a Lorenzo Milani, y si cien años después estamos aquí para honrar su memoria, fascinados y encantados por su persona, sus gestos y sus palabras, si por lo tanto Don Lorenzo no ha sido olvidado por la Italia del consumo, del hedonismo, del cierre de los puertos, de las armas, de la escuela del mérito y de las guerras alimentadas por nuestras armas, entonces podemos esperar aún, con una esperanza nada vana. 

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Desde Barbiana, una perspectiva diferente.

Releyendo hoy a Don Milani, mirándolo desde nuestro tiempo y nuestro sistema económico, surge inmediatamente que no fue sólo un gran pedagogo, un pastor apasionado e innovador, ni fue sólo un profeta: fue también un crítico del capitalismo. Italia vivía, en los años cincuenta y sesenta, su milagro económico, su boom industrial y de consumo. Don Milani contempló ese milagro desde otra perspectiva. No se coloca en la mesa junto al rico epulón, elige la perspectiva de Lázaro, del que recoge las migas debajo de la mesa. Desde allí mira ese auge, junto con la periferia, los descartados. Desde ahí, desde abajo. "En lugar de ver la cosa desde las alturas de los principios la miro desde el fondo de la pequeña práctica parroquial, donde, sin embargo, están las cosas más grandes para nosotros: la persona y los sacramentos" (Carta a Jemolo).

Y, desde esa perspectiva que le tocó vivir, desde ese abajo donde se encuentra primero en San Donato y luego en Barbiana, don Lorenzo ve cosas distintas sobre la empresa y, principalmente, sobre el trabajo (las páginas de don Milani acerca del trabajo deberían incluirse en una antología de las páginas más bellas sobre el trabajo en toda la literatura universal), sobre los pobres y, entre ellos, sobre los muchachos que son pobres porque son descartados. Descubre el límite antropológico y los errores del capitalismo siendo párroco de obreros y montañeses, no desde los libros. Lo de Mauro, "que se puso a trabajar a los 12 años", o lo de Luigino, de 14, son experiencias y son pastorales: ¡la realidad es superior a la idea!

Y mientras economistas como mi maestro Giacomo Becattini empezaban a alabar las virtudes del distrito industrial de Prato, Don Lorenzo veía la otra cara de esa medalla, la aparición de una nueva ley: "la ley única: el bien de la empresa" de Baffi, el prototipo del patrón. Pero una fábrica que respeta el trabajo es justo "lo que Cristo espera de nosotros desde hace siglos". Y luego añadió: "Baffi no quiere cuatro hombres. Sólo quiere uno, pero tampoco un hombre, quiere un chico, y lo exprime. Y si mañana pudiera, prescindiría también de él” (Esperienze pastorali, p. 451).

Un crítico del capitalismo, ciertamente, que en Italia sólo puede compararse, por la genialidad, a Pasolini, aunque ambos eran muy diferentes. La crítica de don Milani al capitalismo nace de la evolución de su comprensión del cristianismo y de toda la Biblia. Llega a criticar el capital desde el corazón del humanismo cristiano. "Estas cosas (la pobreza) también tienen valor en el plano estrictamente religioso" (carta al padre Piero). Don Milani fue, pues, un crítico del capitalismo porque le interesaba, y quizás, sobre todo, para reformar la Iglesia, porque tenía una visión civil de la Iglesia, como el "reino", como la sal de la tierra: no como algo separado del resto del mundo. Y por eso cuando al final de Esperienze pastorali esboza las tres opciones concretas a las que se enfrenta la iglesia italiana, la que menos siente es la primera: "Primera opción: volver al non-expedit, retirarse todos, como hicimos hace siglos con los bárbaros". Alguien (el teólogo Rod Dreher) la llamó opción de San Benito (rebajando enormemente lo que fue el monacato y su alcance civil).

Otra Iglesia, otro mundo.

Don Milani quería cambiar el capitalismo porque quería cambiar la Iglesia, y al mismo tiempo, cambiando la Iglesia quería cambiar el capitalismo y el mundo. Son importantes sus análisis de las fiestas y tradiciones populares que encontró en San Donato, que de cristianas tenían poco. Don Milani, converso a los 20 años, sentía que el cristianismo de Cristo aún no había comenzado, y se puso a hacer su inmensa labor de catequesis. Don Lorenzo fue también, y quizás por encima todo, un gran educador-catequista cristiano. Por eso, lo que realmente le preocupaba era "saber que pronto será el final para la fe de los pobres" (Esperienze pastorali, p. 465).

En aquella estupenda carta a don Piero con la que se concluye Esperienze pastorali, leemos: "Ya me parece escucharte protestar: '¿Qué tiene que ver? Eres tú, Lorenzo, quien no ha sabido mostrarles la cruz, predicarles el Evangelio desnudo y crudo y la doctrina social de la Iglesia’. No... Los del otro lado no pueden, yo no puedo, estoy comprometido con el gobierno y con Baffi (el industrial de los hilados de Prato). Este es el muro que me impide ir al encuentro con los pobres y señalarles la Cruz. Si lo hiciera, parecería una horrible burla" (Esperienze pastorali, p. 459).

Leyendo y estudiando a Don Milani me ha parecido inmenso. Había comprendido que el capitalismo era algo más que un asunto económico. Se estaba convirtiendo en una religión, que pronto ocuparía el lugar del cristianismo, y en esto también se asemeja a Walter Benjamin. Estaba comprendiendo, en los albores del desarrollo económico popular, que había una dimensión mesiánica equivocada en el capitalismo, la promesa de una tierra diferente a la de la Biblia. Y mientras la Iglesia se aterrorizaba por la promesa comunista, don Lorenzo entendió que se avecinaba otra ideología, religión e idolatría, y que era mucho más devastadora para el cristianismo de lo que era el comunismo.

Hoy podemos decirlo: nos hemos distraído, como cristianos y como ciudadanos de Occidente, hemos dormido demasiado tiempo y no nos hemos dado cuenta de que el gran enemigo, el cuco que había entrado en el nido del cristianismo, no era el comunismo, sino el capitalismo, con su promesa de vida eterna sin Dios, que ha conquistado uno a uno a todos nuestros conciudadanos, y nos está conquistando también hoy, con su religión del mérito y del management científico. Don Milani lo había entendido, y lo había puesto en el centro de su crítica, totalmente económica y totalmente cristiana.

Por último, Don Lorenzo era ciertamente un profeta, muy cercano a los profetas bíblicos. Y por eso, como ellos, también hablaba de economía. Como Isaías y su crítica al culto que olvida a los pobres, como Jeremías que para decir "no se ha acabado" adquiere un canto y profetiza en el taller del alfarero, como Amós que denuncia a los pobres vendidos por el precio de una sandalia, Daniel que interpreta la misteriosa escritura de Dios en la pared del palacio del rey y descubre que son los nombres de tres monedas.

Los profetas siempre han hablado de economía, porque sabían, saben, que cuando la fe y la religión no se ocupan de la economía, del trabajo, de los sindicatos y de la guerra, porque son demasiado bajos en comparación con las alturas del cielo, la fe y la religión no sólo se convierten en asuntos irrelevantes, sino que se convierten en aliados de los falsos profetas que son fabricantes de humo religioso sobre los ojos para no dejar ver el derecho y la justicia. "El orden no es un concepto unívoco. Si lo violan los pobres, es un ataque al Estado; si lo violan los ricos, es la coyuntura económica" (Esperienze pastorali, p. 446).

Don Milani hablaba de economía porque el Dios bíblico hablaba de economía, y lo hace porque ama al hombre y a la mujer en su vida ordinaria. Y por eso habla de Dios hablando de salarios, de precios, de esclavos, de liberación: porque su Dios es un liberador de la esclavitud (no entendemos a Don Lorenzo sin el alma judía heredada de su madre Alice, alumna de Joyce).

La segunda opción: "tirarlo todo abajo".

De las tres opciones, la que Don Milani amaba y esperaba al punto de entregar su vida era entonces la segunda opción. "Seguir comprometiéndonos todos, sacerdotes y laicos. Pero hacerlo mejor, en un modo en que los políticos y los economistas y los comunistas nos trataran de locos. Derribarlo todo... Pero esto dicen que es imposible e imprudente".

Tal vez las páginas más proféticas de Esperienze pastorali sean la primera y la última, su dedicatoria a los misioneros chinos y su carta desde el más allá a los misioneros chinos: "Esta obra está dedicada a los misioneros chinos del Vicariato Apostólico de Etruria, para que contemplando las ruinas de nuestro campanario y preguntándose por qué la pesada mano de Dios se abatió sobre nosotros, tengamos de nuestra propia confesión una exhaustiva respuesta". Y al final del libro escribe: "No odiábamos a los pobres, sólo dormíamos. Pero cuando nos despertamos era demasiado tarde: los pobres se habían ido sin nosotros".

Había entendido, en un tiempo en el que las iglesias estaban todavía llenas y en el que estábamos todavía en plena christianitas, que una historia había terminado: que las iglesias pronto se vaciarían, por la incapacidad de su Iglesia para comprender algo decisivo: que la modernidad no era un hijo bastardo, no era un enemigo que había venido de afuera para matarla: era un hijo que sólo esperaba ser comprendido. Pero mientras Don Lorenzo decía que una historia había terminado, decía, con Jeremías, "pero nuestra historia no ha terminado, porque un resto fiel la continuará".

Quiero pensar que hoy formamos parte de ese resto que, con el Papa Francisco, sigue creyendo en una Iglesia pobre, casa de los descartados y excluidos, profética, amiga de la humanidad. Don Lorenzo, como Moisés, no entró en la tierra prometida: la vio de lejos, pero no la alcanzó. Y guardó su deseo, para que un día puedan entrar en ella nuestros hijos y nietos.

 Foto: Wikimedia Commons

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El discurso de Luigino Bruni el 27 de mayo en Barbiana, en ocasión de las celebraciones organizadas por el centenario del nacimiento de Don Lorenzo Milani. 

Luigino Bruni

publicado en La via libera el 29/05/2023

"Cada año se repite la historia de las inundaciones,
de los muertos,
de las familias devastadas,
de los miles de millones tragados por el agua, cada año
en un período fijo. Ni un problema de fondo se ha resuelto". (Esperienze pastorali, p. 462)

Si hace cien años, al comienzo de la era fascista, Italia engendró a Lorenzo Milani, y si cien años después estamos aquí para honrar su memoria, fascinados y encantados por su persona, sus gestos y sus palabras, si por lo tanto Don Lorenzo no ha sido olvidado por la Italia del consumo, del hedonismo, del cierre de los puertos, de las armas, de la escuela del mérito y de las guerras alimentadas por nuestras armas, entonces podemos esperar aún, con una esperanza nada vana. 

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Don Milani, la crítica al capitalismo soñando con una Iglesia diferente

Don Milani, la crítica al capitalismo soñando con una Iglesia diferente

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Las nuevas teorías se presentan como post jerárquicas, pero no lo son, porque dividen el mundo en guías y seguidores. El verdadero agente de cambio no se siente líder. 

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 11/11/2022

El liderazgo es una de las palabras sagradas de la religión del nuevo capitalismo del siglo XXI. La reflexión y, sobre todo, la práctica de los fenómenos que hoy reciben el nombre de “liderazgo” son en realidad muy antiguas. No es difícil encontrar en los grandes pensadores del pasado, desde los griegos hasta Max Weber, ideas e incluso auténticas teorías acerca de la creación y la gestión de los líderes, y sobre su decadencia. La ciencia económica se ha ocupado más bien poco de esto, ya que siempre se ha interesado más por los mercados y las acciones racionales individuales que por las organizaciones y los fenómenos colectivos complejos, si bien algunos grandes economistas (Vilfredo Pareto, por ejemplo) han escrito páginas importantes sobre las ideologías que producen líderes y después los eliminan. La sociología y la administración de empresas se han ocupado más, ya que, sustancialmente, las teorías del liderazgo son variantes y desarrollos (menos sofisticados) de las teorías de la autoridad y del ejercicio del poder en los grupos humanos, incluidas las empresas. Y estos son temas clásicos de las ciencias sociales. 

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Pero con el nuevo milenio algo muy importante ha cambiado en relación con el liderazgo. Los cursos sobre cómo convertirse en líder, cómo reconocer los “rasgos” del líder, o cómo puede un líder condicionar a un grupo de trabajo para generar un cambio, entre otras cosas, han ido aumentando a ritmo alto y continuo, hasta ocupar los departamentos de todas las ciencias económicas y sociales, la ingeniería, la filosofía e incluso la teología. Un dato aún más reciente, pero no menos preocupante, es el aumento de la oferta de cursos de formación sobre el liderazgo en las organizaciones y comunidades de la sociedad civil, incluso en los conventos y en los movimientos espirituales, o en los organismos de las Iglesias, donde los superiores y los párrocos comienzan a autodefinirse usando las nuevas palabras del liderazgo. En la publicidad de los cursos de liderazgo de las escuelas de negocios se lee que el curso está dirigido a «ejecutivos y directivos con experiencia y a personas que aspiren a posiciones de liderazgo o a las que se les pida ser líderes». Y cuando uno ojea los múltiples manuales, todas las definiciones se asemejan: el liderazgo es la capacidad que posee una persona (el líder) para influir en los seguidores. Los seguidores siguen al líder, impulsados por el carisma del líder – carisma es la palabra que se usa y de la que se abusa – para trabajar en grupo donde son dirigidos y guiados precisamente por él. Así pues, dicho en una apretada síntesis: el liderazgo se entiende como la capacidad de un líder para influir sobre una o más personas. De este modo, palabras como responsables, directivos, jefes o coordinadores han quedado viejas o han sido superadas, unidas a un capitalismo demasiado banal. Los líderes, a diferencia de los viejos directivos, tienen carisma, fascinación, atractivo y capacidad de persuasión y seducción.

Primera pregunta: ¿De dónde ha venido la necesidad de transformar a los directivos en líderes? ¿De dónde ha venido este impulso irresistible de dar un aire carismático a los jefes o a los coordinadores? Ciertamente el capitalismo ha cambiado, ha salido (o está saliendo) de las fábricas y de las cadenas de montaje, y hoy es más difícil obtener el consenso y la obediencia (otra vieja palabra) de los trabajadores. Además, la cultura de la posmodernidad crea jóvenes postpatriarcales, y por tanto menos acostumbrados y menos preparados para las virtudes de la obediencia a los superiores, y más sensibles a los valores de la libertad, la igualdad, el consentimiento y el contrato. Las viejas empresas del siglo XX nacieron sobre todo porque la jerarquía costaba menos que los contratos individuales: contratar cada acción con cada trabajador exigía una enorme cantidad de tiempo y de recursos; de ahí la incorporación de una persona dentro de un contrato de trabajo más amplio, donde las funciones individuales quedan en manos de la jerarquía, haciendo la organización más veloz y eficiente. Pero, para funcionar, la jerarquía necesita empleados que la atribuyan valor, que la consideren buena, que la compartan. Por eso, la figura del líder ha nacido con la llegada de la generación de trabajadores del nuevo milenio. El líder no tiene necesidad de jerarquía (se dice) para que la organización funcione, puesto que el consenso y la adhesión de sus colaboradores nacen de su carisma, de su capacidad para convencer, de su persuasión, de su autoridad. El liderazgo parece más posmoderno, igualitario, no jerárquico e incluso fraterno que las viejas teorías organizativas del siglo XX, y ciertamente más ético y respetuoso con la dignidad de todos. Pero ¿es realmente así?

El que suscribe está convencido de lo contrario, es decir que las teorías del liderazgo son mucho más jerárquicas que las de la fábrica fordista-taylorista – y más machistas –. La verdadera diferencia es de naturaleza narrativa: se narran como teorías y prácticas post-jerárquicas sin serlo. ¿Por qué? Las múltiples y diversas teorías del liderazgo tienen en común un dato decisivo: dividen el mundo en líderes y seguidores. Algunas personas, por motivos diversos (personalidad, vocación, talentos, roles, etc.), son líderes. Otros, la mayoría, son seguidores, es decir miembros o trabajadores que aceptan libremente ser influenciados, seducidos y convencidos por su líder e incluso se sienten felices por esta influencia que sufren libremente. Ciertamente, también un seguidor de hoy puede convertirse en líder mañana, o mientras es seguidor de un líder en la oficina A puede ser líder en la oficina B donde tendrá otros seguidores a los que deberá a su vez seducir y capturar con su carisma. Y así sucesivamente, hasta el infinito. Pero, llegados a este punto, intentemos preguntarnos: ¿Nos gustaría vivir en un mundo así? ¿Nos gustaría trabajar en oficinas, departamentos y empresas donde nuestro director sea nuestro líder? Probablemente simplemente sintamos terror. Porque una sociedad así es mucho más reaccionaria que la vieja del siglo XX. 

No es la primera vez que se ponen de manifiesto los límites profundos del liderazgo. Estos últimos años han surgido nuevos adjetivos: liderazgo relacional, comunitario, participativo e incluso de comunión. Pero, deberíamos intuirlo, el problema no se refiere al adjetivo, sino que afecta directamente al sustantivo: el liderazgo. Y hay más. La teoría económica nos enseña que algunos de los fenómenos sociales más importantes se explican mediante mecanismos de selección adversa: sin quererlo, las instituciones, en determinados contextos, acaban seleccionando a las personas peores. Dicho de otro modo: ¿quiénes son los candidatos a un curso para ser líder? La teoría económica nos dice que es muy probable que “quienes aspiran a convertirse en líderes” sean las personas menos adecuadas para “guiar” grupos de trabajo, porque amar el “oficio” del líder y ser un buen líder no es en absoluto lo mismo. Pensemos en el liderazgo político: en todos los países los mejores políticos han surgido y surgen durante las grandes crisis, cuando no hay “escuelas para políticos”, cuando por el contrario la política se convierte en una profesión, asociada a poder y dinero. Las escuelas de política generalmente generan políticos flojos.

Las teorías del liderazgo han recibido muchas influencias del modelo del líder carismático. El líder carismático por excelencia, en la tradición occidental, es el profeta, es decir alguien seguido libremente por su autoridad intrínseca. Por desgracia, los teóricos del liderazgo no saben que los profetas (ciertamente los bíblicos) nunca se han considerado líderes. Los principales profetas de la Biblia (desde Moisés hasta Jeremías) no se sentían líderes, y mucho menos querían serlo. El simple pensamiento de tener que guiar a alguien les aterrorizaba. Eran elegidos entre los descartados, entre los últimos, balbuceaban y tenían discapacidades, pero eran capaces de escuchar y sobre todo de seguir una voz. Así nos enseñan que quienes han guiado bien algún proceso de cambio en la vida han sabido hacerlo porque antes habían aprendido a seguir una voz, antes habían aprendido el seguimiento. Los profetas son hombres y mujeres del fracaso, allí donde el liderazgo por el contrario se presenta como un camino para alcanzar la otra palabra mágica de nuestro capitalismo: el éxito, para ser ganadores. Los hombres del éxito, seguidos y adulados, eran los falsos profetas que salían a menudo de las “escuelas proféticas” que producían multitud de profetas de oficio y charlatanes con ánimo de lucro.

La primera ley que la gran sabiduría bíblica nos ha dejado reza: «Desconfiad de aquellos que se presentan como candidatos a profetas, porque casi siempre son falsos profetas», o, como diríamos hoy, simplemente narcisistas. La historia y la vida verdadera nos dicen que nos convertimos en “líderes” sencillamente haciendo nuestro trabajo, haciendo otras cosas, y después un día puede que alguien nos imite y nos dé las gracias, sin que nosotros ni siquiera nos demos cuenta. Pero el día en que alguien se siente líder y empieza a comportarse como tal, las personas y los grupos se estropean, se producen muchas neurosis individuales y colectivas. Cuando las comunidades han querido producir en casa a sus propios líderes han seleccionados a demasiadas personas incapaces para esa tarea, aunque estuvieran movidas por las mejores intenciones. Sencillamente porque los líderes no se forman, y si intentas formarlos creas algo extraño y a menudo peligroso. Así pues, imaginar cursos de liderazgo para jóvenes es extremadamente peligroso. Sin embargo, los cursos se multiplican, porque las escuelas de liderazgo atraen a muchos que desean ser líderes y se hacen la ilusión de poder comprar en el mercado la satisfacción de este deseo. Cosa distinta serían los cursos de “liderazgo” para quienes ya tienen que desempeñar un papel de coordinación y guía. Pero estos deberían ser muy distintos de los que hoy circulan. Deberían ayudar a reducir los daños que los “líderes” producen en sus grupos, a formarse en las virtudes deponentes, en la mansedumbre y la humildad, a aprender a seguir a sus propios compañeros.

Los líderes tienen una necesidad vital de seguidores. Pero ¿quién decide ser Robin en un mundo donde solo se exaltan las dotes morales de Batman? ¿Dónde está entonces la libertad que tanto enarbolan estas teorías? El lugar ideal de trabajo es el de una comunidad de personas donde cada uno hace sencillamente su parte en un juego cooperativo, un equipo donde cada uno sigue a todos en la reciprocidad, en la igual dignidad de tareas. Este es un mundo adulto, donde se orienta el trabajo y se dialoga con las personas. Si alguien debe desempeñar en un momento determinado funciones de coordinación, de gobierno y de responsabilidad, sencillamente estará haciendo su trabajo como yo hago el mío: no deberá guiar a nadie, no deberá influir en nadie, solo deberá hacer su parte necesaria en el único juego colectivo. Y si por el contrario hace de líder, lo llamamos manipulación. Para terminar, es verdaderamente sorprendente que el mundo cristiano se sienta atraído hoy por las teorías del liderazgo, cuando ha nacido de Uno que ha fundado todo en el seguimiento, y un día dijo: «No dejéis que os llamen guías, porque uno solo es vuestro Guía» (Mt 23,10).

Ciertamente necesitamos agentes y actores de cambio, siempre, pero sobre todo en tiempos de grandes cambios como el nuestro. Sobre todo necesitamos personas que asuman responsabilidades por su propia elección. Tenemos una necesidad vital de ellas, sobre todo cuando nuestras empresas y comunidades están paradas y estáticas. Estos change makers difícilmente van a llegar de las escuelas de liderazgo: solo podrán salir de comunidades y empresas mestizas que se pongan en camino a lo largo de los caminos, que caminen por las calles polvorientas de las ciudades y aún más de las periferias. Allí nos esperan los nuevos líderes, que serán agentes de cambio precisamente porque no se sentirán los nuevos líderes. Y lo serán juntos, todos diversos y todos iguales, en la reciprocidad del seguimiento.

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Las nuevas teorías se presentan como post jerárquicas, pero no lo son, porque dividen el mundo en guías y seguidores. El verdadero agente de cambio no se siente líder. 

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 11/11/2022

El liderazgo es una de las palabras sagradas de la religión del nuevo capitalismo del siglo XXI. La reflexión y, sobre todo, la práctica de los fenómenos que hoy reciben el nombre de “liderazgo” son en realidad muy antiguas. No es difícil encontrar en los grandes pensadores del pasado, desde los griegos hasta Max Weber, ideas e incluso auténticas teorías acerca de la creación y la gestión de los líderes, y sobre su decadencia. La ciencia económica se ha ocupado más bien poco de esto, ya que siempre se ha interesado más por los mercados y las acciones racionales individuales que por las organizaciones y los fenómenos colectivos complejos, si bien algunos grandes economistas (Vilfredo Pareto, por ejemplo) han escrito páginas importantes sobre las ideologías que producen líderes y después los eliminan. La sociología y la administración de empresas se han ocupado más, ya que, sustancialmente, las teorías del liderazgo son variantes y desarrollos (menos sofisticados) de las teorías de la autoridad y del ejercicio del poder en los grupos humanos, incluidas las empresas. Y estos son temas clásicos de las ciencias sociales. 

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Contra el mito del liderazgo (y por un elogio del seguimiento)

Contra el mito del liderazgo (y por un elogio del seguimiento)

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En el centenario de su nacimiento, recuperemos el legado del artista que supo señalar la idolatría de nuestro tiempo. 

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 05/03/2022

Los poetas son guardianes de las palabras – de sus palabras y de nuestras palabras de hoy y de mañana –. Por eso, se parecen mucho a los profetas bíblicos, centinelas – shomerim – de una palabra distinta, que conservan para que todas nuestras palabras no se conviertan en vanitas, soplo, viento, humo, charla. No podemos entender la crítica radical de Pier Paolo Pasolini al capitalismo y al consumo si no partimos de su reflexión sobre la lengua. Él la veía ya subordinada al Poder del consumo, transformada en un lenguaje que había perdido el contacto con las concretas y vivas y, por tanto, con el alma del pueblo y de las personas. En el destino de la lengua se le desvelaba el de la cultura italiana – y si hubiera podido ver el mundo un poco más grande habría leído en él también el destino de Occidente, porque su declive es el mismo –. Ambas, Italia y la lengua, se alejaban de una realidad pobre, dura y severo pero verdadera, de un mundo «puramente humano, dolorosamente humano» (Las cenizas de Gramsci, p. 45), y se acercaban a un nuevo mundo, menos pobre, duro y severo pero cada día menos verdadero. El discurso de Pasolini sobre la lengua se inscribe dentro de su búsqueda vital de un fundamento no falso, de un origen, de una piedra angular de la existencia que evite su hundimiento en la nada. 

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Mi abuelo Domenico, agricultor y picapedrero en una cantera de travertino, cuando hablaba en su dialecto ascolano, nos encantaba a todos con las palabras de su lengua materna. Con aquel léxico arcaico ponía palabras a sus emociones más profundas, llamaba por su nombre a la vida propia y ajena, vivía entre las cosas y sabía cómo nombrarlas. Le respondían el dolor, el amor, la piedad, Dios, los demonios, y él los entendía. Y con ellos entablaba un diálogo intenso y verdadero, cada día – la primera oración, y la última, solo se recitan bien en dialecto –. Pero en cuanto tenía que hablar en italiano, su lengua se empobrecía, se volvía inseguro y azorado, se avergonzaba, perdía belleza, perdía dignidad. Con el paso del tiempo, el recuerdo vivo de esta forma de violencia hace que me parezca cada vez más injusta y equivocada; su memoria me hace sufrir. Y por fin entiendo a Pasolini: «Cuando hayan muerto todos los campesinos y todos los artesanos… entonces nuestra historia habrá terminado» (del film La rabia, 1963). Y comprendo, tal vez, también su crítica al capitalismo: «El italiano se convierte en la lengua de las empresas, del mercado» (Entrevistas corsarias, p. 216) – ¿qué diría del falso inglés que ha sustituido al italiano? Comprendo su elogio del trabajo artesano, que es contrario a la nostalgia. Es un grito para salvar las cosas y su verdad, porque si quitamos las manos humanas de las cosas estas son manipuladas por una ideología sin carne ni sangre. El artesano y el dialecto no son para Pasolini una edad de oro perdida y añorada, sino una tierra prometida todavía por alcanzar. La televisión se convierte en el primer agente de la “instrumentalización” de la lengua (Empirismo herético, p. 19), porque «a través del espíritu de la televisión se manifiesta en concreto el espíritu del nuevo poder» (Escritos corsarios, p. 24).

La crítica que hace Pasolini del capitalismo (y por tanto de la modernidad) no es menos grande y profunda que las grandes críticas de Walter Benjamin, Pavel Florenskij, Ernesto de Martino, Gramsci o Marx. Pasolini comprende que el capitalismo solo se abre y se deja descifrar si lo leemos como un hecho antropológico y teológico y no solo como economía. En particular, Pasolini intuyó que el vuelco decisivo de la cultura capitalista vino con el consumo de masa. Mientras el capitalismo estuvo centrado en la empresa y el trabajo, el espíritu italiano, católico, comunitario y mediterráneo no quedó encantado y capturado por él. De Alpes para abajo el trabajo ha sido siempre cansancio y esfuerzo, no vocación (beruf) y mucho menos bendición y elección divina. Se trabajaba por destino, porque había que trabajar, para comer, para que los hijos vivieran mejor, y si se podía vivir sin trabajar, tanto mejor. El vuelco se produjo en la segunda mitad del siglo XX, cuando el eje del capitalismo se desplazó de la producción al consumo, un cambio que conquistó rápida y totalmente Italia (y los países católicos).

Para una civilización católica centrada en la “cultura de la vergüenza” (no en la “cultura de la culpa”, protestante), en la ostentación de las cosas, en una riqueza que solo valía si los demás la podían ver y envidiar, el capitalismo del esfuerzo y de la fábrica era poco atractivo. Sin embargo, el capitalismo de las mercancías y del consumo se convirtió en una tentación irresistible. De este modo, compró de inmediato cuerpos y almas con una profundidad mucho mayor que las grandes ideologías fascistas, católico-democráticas o comunistas, que «se limitaban a obtener su adhesión con palabras» (Escritos corsarios, p. 22). Este es el “vuelco antropológico” del consumismo, que es a la vez vuelco teológico. Buena parte del genio profético de Pasolini está en la comprensión de esta naturaleza religiosa del capitalismo, en su «odio teológico contra el consumismo italiano» (Cartas luteranas, p. 195). Los consumidores son devotos «adoradores de fetiches» (Ivi, p. 34), en un nuevo imperio que finalmente reúne al pueblo y a la burguesía: «Las dos historias se han unido, y es la primera vez que esto sucede en la historia del hombre» ( Ivi, p. 24). Un capitalismo religioso, pero, como decía Benjamin, de una nueva religión sin metafísica ni dogmas, una religión de puro culto (Capitalismo como religión, 1922). Culto y por tanto cultura, como escribía también en 1922 el filósofo y teólogo ruso Florenskij: «La misma teoría de lo sagrado dice que en el origen de la economía, así como de la ideología, está el culto» (La concepción cristiana del mundo, p. 124). También para Pasolini el culto es decisivo: «La conformación a este modelo [consumista] se da antes que nada en la vida, en la existencia, y por tanto en el cuerpo y en el comportamiento» (Escritos corsarios, p. 53).

Hoy vemos con claridad que la fuerza extraordinaria y sin precedentes de la civilización del consumo está precisamente en su condición de culto cotidiano y global, sin shabbat y sin domingo, una praxis continua que informa todas las dimensiones de la vida individual y colectiva, algo parecido a lo que ocurría con la religión cristiana en la Europa premoderna. Los críticos del capitalismo escriben libros y dan conferencias, con la ilusión de cambiar el mundo escribiendo, mientras los sacerdotes del nuevo culto celebran liturgias en todos los momentos de todos los días: «Ahora el cristianismo va a contracorriente de ese fenómeno cultural “homologador” que es el hedonismo de masa:  y por ir contracorriente el nuevo poder ya hace años que ha comenzado a liquidarlo» (Ivi, p. 23). Una nueva religión muy laica, sin metafísica, que homologa todo y a todos, fascistas y antifascistas, católicos y comunistas, creyentes y ateos, sin «ninguna diferencia apreciable» (Ivi, p. 42), todos adoradores de los mismos tótems. La Iglesia, sobre todo, debería haberse tomado muy en serio la crítica al capitalismo de Pasolini. Mientras peleaba sus batallas por la ética familiar y en contra del comunismo, no se daba cuenta de que un nuevo imperio pagano estaba ocupando el corazón de las personas sin encontrar resistencia ética alguna.

Los poetas y los profetas, guardando las palabras, guardan nuestra alma. Son centinelas apostados a las puertas de los santuarios de los ídolos y hacen todo lo posible para que no entremos. Saben bien que no lo conseguirán y sin embargo se mantienen fieles en su puesto de vigía.

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