Messaggero di S. Antonio

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Más aumenta la moda del liderazgo más se debilita nuestra democracia, que se vuelve lidercracia. Quizás, entonces, todos deberíamos hacernos cargo.

Luigino Bruni

publicado en Messaggero di Sant'Antonio el 03/12/2024

El liderazgo es ya uno de los dogmas del nuevo capitalismo. Ya hemos hablado en estas páginas, y ahora volvemos a reflexionar sobre otra de sus dimensiones. Ya no queda universidad que no incluya cursos enteros sobre liderazgo, y no solamente en las facultades de economía o de management; también se encuentran en filosofía, ingeniería, y cada vez más en las facultades teológicas y pontificias, donde los adjetivos se multiplican – liderazgo inclusivo, amable, trinitario, benedictino, franciscano...-. No es fácil saber si la demanda (del público) ha arrastrado la oferta (de las universidades) o viceversa; ni si esta moda ha llegado a su punto cúlmine o si estamos solo al comienzo de lo que está destinado a convertirse en un nuevo y verdadero culto popular mundial, en el que todos estaremos llamados a convertirnos en líderes (¿y a dónde encontraremos suficientes seguidores?).

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Acá me quiero detener en dos aspectos. El primero tiene que ver con un dato que es, en cierta medida, paradójico. Mientras explota la moda del liderazgo, las empresas están empezando a experimentar una falta de candidatos para cubrir roles de responsabilidad. A pesar de los salarios altos y del prestigio de los cargos, cada vez menos personas están dispuestas a aceptar propuestas de funciones de gobierno y de dirección de grupos de trabajo, instituciones y comunidades. Ya desde hace tiempo esto se vuelve evidente en la administración de los municipios, donde es cada vez más difícil encontrar gente que acepte ser candidata a alcalde o a asesor. Pero últimamente esta tendencia también está llegando a las empresas y a las organizaciones. La gran complejidad de los nuevos trabajadores, con sus nuevas fragilidades, el aumento de conflictos y de nuevas formas de denuncias en el lugar de trabajo, hace que las personas se contenten con salarios más bajos y una vida menos ansiosa - “¿por qué debería asumir responsabilidades cada día más grandes y con riesgos imprevisibles, solo por ‘algo más de dinero’?” -. Se entrevé, entonces, un nuevo e inédito período de carencia de responsables, que llevará a nuevas crisis, quizás muy profundas. Paralelamente, y como consecuencia natural, aquellos que se ofrecen, en cambio, a desempeñar funciones de mando son las personas menos adecuadas para ese mismo rol, y las que han seguido probablemente muchos cursos para convertise en buenos líderes: porque, en general, el que se auto-candidatea para roles de gobierno es casi siempre la persona equivocada (en economía es un fenómeno que se estudia con el nombre de «selección adversa»).

El segundo aspecto tiene que ver con los daños que está causando la moda del liderazgo en la vida política. Lo que en los últimos años venimos observando en muchos países es un deslizamiento de la vida democrática hacia nuevas formas de gobierno centradas en el líder carismático, que es el otro nombre del populismo. Desde hace por lo menos un siglo y medio sabemos que la democracia no es el gobierno de la mayoría, sino el gobierno de las élites, que, como recordaba Pareto, casi siempre están compuestas de las mismas personas, a pesar del movimientos de los distintos partidos. Pero hoy el fenómento está cambiando de forma, y el juego político – desde Estados Unidos a Italia, pasando por varios países europeos y sudamericanos – se juega cada vez más en torno a las características personales y carismáticas de una sola persona, del líder. Cuentan cada vez menos los programas, los partidos, los parlamentos: lo verdaderamente importante es el “pacto” directo entre el líder y el pueblo, saltándose todos los cuerpos intermedios y los contrapesos. Cuanto más aumenta la moda del liderazgo, más se debilita nuestra democracia, que se transforma en lidercracia. Quizás, entonces, todos deberíamos hacernos cargo.

Credit Foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA

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publicado en Messaggero di Sant'Antonio el 03/12/2024

El liderazgo es ya uno de los dogmas del nuevo capitalismo. Ya hemos hablado en estas páginas, y ahora volvemos a reflexionar sobre otra de sus dimensiones. Ya no queda universidad que no incluya cursos enteros sobre liderazgo, y no solamente en las facultades de economía o de management; también se encuentran en filosofía, ingeniería, y cada vez más en las facultades teológicas y pontificias, donde los adjetivos se multiplican – liderazgo inclusivo, amable, trinitario, benedictino, franciscano...-. No es fácil saber si la demanda (del público) ha arrastrado la oferta (de las universidades) o viceversa; ni si esta moda ha llegado a su punto cúlmine o si estamos solo al comienzo de lo que está destinado a convertirse en un nuevo y verdadero culto popular mundial, en el que todos estaremos llamados a convertirnos en líderes (¿y a dónde encontraremos suficientes seguidores?).

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Los engaños de la lidercracia

Los engaños de la lidercracia

Más aumenta la moda del liderazgo más se debilita nuestra democracia, que se vuelve lidercracia. Quizás, entonces, todos deberíamos hacernos cargo. Luigino Bruni publicado en Messaggero di Sant'Antonio el 03/12/2024 El liderazgo es ya uno de los dogmas del nuevo capitalismo. Ya hemos hablado en e...
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En la parábola del Hijo pródigo contada por Lucas no se habla de la madre. Y con ella queda ausente en la historia cualquier mirada femenina. Si hubiera habido una madre, la historia habría sido ciertamente otra.

Luigino Bruni

publicado en el Messaggero di Sant'Antonio el 11/11/2024

Las parábolas evangélicas también están llenas de inspiraciones para la vida económica y civil. Pensemos en la hermosa parábola del Hijo pródigo (o del Padre misericordioso). Lucas nos presenta a un padre y a dos hijos, uno mayor y otro menor. Un hombre rico y una empresa familiar, quizás agrícola. El hijo más joven no quiere continuar con el proyecto paterno. Abandona y le pide al padre su “parte de la herencia’’. El padre podía no dársela porque la tradición judía no aceptaba que un hijo pidiera la herencia con el padre todavía vivo, y porque en esas culturas antiguas el padre era el amo de todo. Y sin embargo, lo deja ir con una parte del patrimonio de la casa. Convierte los bienes familiares en patrimonio, o sea en don (munus) del padre.

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Este primer acto es decisivo, la libertad conferida al hijo es su primer gesto misericordioso. Porque los hijos no deben sentirse condenados a continuar con “el imperio” de los padres o los abuelos. Pueden hacerlo, pero no es un deber. Sin embargo, los chantajes implícitos y las expectativas son a menudo ataduras que bloquean a los hijos e hijas, y les impiden emprender un libre vuelo. El destino de los hijos no debe estar determinado por el de los padres. Y, si sucede, estaríamos dentro de una forma de incesto, en la que los padres se comen el libre futuro de los hijos. Aquel padre lleva a su hijo joven a la vida adulta y, por lo tanto, a la libertad.

El hijo pródigo, en la parábola, hace un uso equivocado de los bienes heredados. Esto también forma parte de los riesgos de la paternidad. No hay paternidad sin la posibilidad de que los hijos se pierdan persiguiendo su propia vida y su libertad. Porque si no les damos la posibilidad de ser peores que nosotros, nunca serán mejores que nosotros, porque faltaría esa libertad verdadera, esencial para volverse personas auténticas y hermosas. El fracaso posible es la otra cara de la libertad. Sin embargo, muchas veces las empresas familiares fracasan porque los padres ponen sobre los hombros de sus hijos una carga demasiado pesada, y un día el proyecto explota bajo de ese peso que crece cada vez más; si, en cambio, hubieran vendido la empresa, esta habría crecido en otros terrenos y habría dado nuevos frutos. La castidad de los fundadores es esencial para la sobrevivencia de cualquier empresa.

Por último, en la parábola de Lucas no se habla de la madre. No se la menciona, y con ella queda ausente cualquier mirada femenina en la historia. Si hubiera habido una madre, la historia sería ciertamente otra. Entretanto, habríamos visto que, mientras el padre hablaba con su hijo menor sobre la herencia, la madre ya le estaba preparando una bolsa con una túnica, una manta, sandalias y, sin duda, algo de comida -las madres nunca dejan ir a un hijo joven sin algo de buena comida-. Y después habrá hecho de todo para saber dónde y cómo estaba y, al no tener noticias, lo estaría esperando, igual y a diferencia de su marido. Y el día de su regreso no habría participado del banquete con el becerro engordado (porque las mujeres no estaban invitadas), pero habría dedicado el tiempo a preparar a su hijo mayor a recibir a su hermano y a no juzgarlo, y después se habría ido al templo o a un altar a agradecer a Dios por ese regreso tan deseado. Y luego de haber abrazado a su hijo, y de haberlo regañado por todo ese silencio (las madres pueden regañar a sus hijos de una manera diferente), habría llorado mucho. Y luego lo habría amado todavía más, porque sabría que ese hijo más frágil podía volver a salir en cualquier momento por otras pocilgas, porque las mujeres saben que no basta un banquete para curar heridas profundas. Y habría seguido rezando, amando, esperando por el resto de su vida.

Credit Foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA

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En la parábola del Hijo pródigo contada por Lucas no se habla de la madre. Y con ella queda ausente en la historia cualquier mirada femenina. Si hubiera habido una madre, la historia habría sido ciertamente otra.

Luigino Bruni

publicado en el Messaggero di Sant'Antonio el 11/11/2024

Las parábolas evangélicas también están llenas de inspiraciones para la vida económica y civil. Pensemos en la hermosa parábola del Hijo pródigo (o del Padre misericordioso). Lucas nos presenta a un padre y a dos hijos, uno mayor y otro menor. Un hombre rico y una empresa familiar, quizás agrícola. El hijo más joven no quiere continuar con el proyecto paterno. Abandona y le pide al padre su “parte de la herencia’’. El padre podía no dársela porque la tradición judía no aceptaba que un hijo pidiera la herencia con el padre todavía vivo, y porque en esas culturas antiguas el padre era el amo de todo. Y sin embargo, lo deja ir con una parte del patrimonio de la casa. Convierte los bienes familiares en patrimonio, o sea en don (munus) del padre.

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La madre del hijo pródigo

La madre del hijo pródigo

En la parábola del Hijo pródigo contada por Lucas no se habla de la madre. Y con ella queda ausente en la historia cualquier mirada femenina. Si hubiera habido una madre, la historia habría sido ciertamente otra. Luigino Bruni publicado en el Messaggero di Sant'Antonio el 11/11/2024 Las parábolas...
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Podemos comprar algunas felicidades: no la alegría de vivir, que es gratuidad pura y que es la más hermosa. Nos llega a menudo, casi todos los días. Somos nosotros los que tenemos que aprender a reconocerla y a darle lugar.

Luigino Bruni

publicado en el Messaggero di Sant'Antonio el 02/10/2024

La felicidad es la gran promesa de la nueva economía de mercado. Ayer nos prometía el bienestar, hoy nos promete la felicidad. Nos la promete de muchas maneras, últimamente lo hace con la inteligencia artificial, que haciendo mejor todo lo que a nosotros no nos gusta hacer y otras cosas nuevas que todavía no hacemos, nos dará la felicidad perfecta. Una felicidad que tiene que ver con el confort, con el tener, con la libertad de elección, con el crecimiento, con el ‘‘más’’, y que a menudo limita con la diversión y el placer. Algunas de estas felicidades comerciales son también buenas, nos gustan y tal vez nos hacen incluso algo de bien.

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Pero después de estas felicidades y placeres, hay otra cosa, diferente y mucho más importante: la alegría de vivir. Lo volví a descubrir este verano, cuando acompañé a mi madre y a mi tía unos días al mar. Los desayunos lentos en su compañía, las caminatas cortas, los pocos momentos en la playa, la sorpresa frente a una rosa florecida fuera de estación y sobre todo sus palabras, me hicieron redescubrir la alegría de vivir. Todos la conocemos, o al menos la conocíamos, la conocían las generaciones pasadas, y era la verdadera consolación de los pobres en las grandes angustias de la vida.

No está relacionada con “lo más” sino con “lo menos”, está más ligada a lo pequeño que a lo grande, y no tiene nada que ver con el confort ni mucho menos con la riqueza. Es la alegría que se enciende de improviso, sin haberla buscado ni esperado. Simplemente llega, sucede. Mientras miras al mar, a un niño, a una gaviota que se alínea perfectamente con las demás en la línea del horizonte pasando los escollos, y mi madre que dice: “¿Cómo lo harán? ¡Eso que no saben medir las distancias!”.

Se enciende cuando, en el pequeño hotel durante la cena de jubilados en septiembre, llega un organillero a entonar viejas canciones y todos se ponen a cantar, a aplaudir y hasta alguno insinúa un paso de baile. Una alegría de vivir que nace sólo de la vida, que se basa solamente en el estar vivos, que no necesita más que la vida. Y uno se va a dormir feliz de estar en el mundo, con la alegría del que sabe, y espera, levantarse mañana solo para continuar la vida. Esa alegría que entra en las casas de los ancianos que se han quedado solos pero que saben poner la mesa con el mismo cuidado que cuando los almuerzos estaban llenos de gente y de vida; y mientras consumen esa comida preparada con cuidado, florece en el corazón una dulzura distinta, que tiene algo de la buena nostalgia de ayer, pero que es toda presente y futuro.

La Providencia puso este recurso entre los esenciales para vivir. Pero la escondió en las cosas pequeñas, pequeñísimas, casi invisibles si nos apresuramos. Y quizás por esta razón los pobres y los puros de corazón son capaces de cogerla, y quizás solo ellos. Es parte del paisaje del Reino de los cielos donde habitan todos los pobres y los puros del corazón, a veces sin saberlo. Algunas veces llega después de grandes dolores, luchas, depresiones, y su llegada es el centinela que nos anuncia que el amanecer está llegando. Como en la última escena de la Cabiria de Fellini, donde esa sonrisa final es el fin de sus noches desesperadas. Es gracia, solo gracia, todo don. Podemos comprar algunas felicidades: no la alegría de vivir, que es gratuidad pura, y es la más hermosa. Otras veces llega durante un rezo diferente, y florece de lágrimas de dolor que se transforman en lágrimas de alegría. Llega a menudo, casi todos los días. Somos nosotros los que tenemos que aprender a reconocerla, a darle lugar, a hacerla entrar en la bodega del corazón. Y ahí hacer fiesta, aplaudir y, si somos capaces, tirar un paso de baile.

Credit Foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA

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Podemos comprar algunas felicidades: no la alegría de vivir, que es gratuidad pura y que es la más hermosa. Nos llega a menudo, casi todos los días. Somos nosotros los que tenemos que aprender a reconocerla y a darle lugar.

Luigino Bruni

publicado en el Messaggero di Sant'Antonio el 02/10/2024

La felicidad es la gran promesa de la nueva economía de mercado. Ayer nos prometía el bienestar, hoy nos promete la felicidad. Nos la promete de muchas maneras, últimamente lo hace con la inteligencia artificial, que haciendo mejor todo lo que a nosotros no nos gusta hacer y otras cosas nuevas que todavía no hacemos, nos dará la felicidad perfecta. Una felicidad que tiene que ver con el confort, con el tener, con la libertad de elección, con el crecimiento, con el ‘‘más’’, y que a menudo limita con la diversión y el placer. Algunas de estas felicidades comerciales son también buenas, nos gustan y tal vez nos hacen incluso algo de bien.

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Esa alegría que no se compra

Esa alegría que no se compra

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Luigino Bruni

publicado en el Messaggero di Sant'Antonio el 06/09/2024

La felicidad es demasiado poco. Esta frase parece completamente desentonada en un tiempo como el nuestro, que ha hecho de la felicidad el ideal más grande, y a veces el único, de la vida. Buscar la propia felicidad, o la propia realización, se volvió un imperativo ético, y aquel que intenta, como hago yo desde hace años, ponerlo en duda, se vuelve un extraño e incluso un deprimido. «Intenta por fin ser feliz...» se convirtió así en una de las frases más oídas, y que parece además convincente. Pero en realidad las cosas son más complicadas. Primero, no es cierto que la felicidad sea una nueva realidad. Los griegos, pensemos en Aristóteles, la habían puesto al centro de su humanismo, porque para aquellos filósofos antiguos no había nada más digno y noble que la felicidad (eudaimonia), definida como el fin último, como el bien perfecto por encima del cual no había nada que mereciera la pena.

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El cristianismo complicó mucho el discurso, y antes también lo había hecho la Biblia. Tanto que felicidad, en el sentido griego, no es una palabra bíblica: en la Biblia hay varios sinónimos, como leticia, alegría y beatitud, palabras similares pero también muy diferentes. En el Antiguo Testamento el objetivo último de la vida, lo que había de más noble y digno, no era ser feliz, sino más bien ser justo y bueno. Lo que de verdad cuenta es conducir una vida justa. Noé es definido como un “justo”, al igual que los Patriarcas y, en el Nuevo Testamento, también José, esposo de María, es llamado “hombre justo”. Entonces, una vida que funciona es, siempre según la Biblia, una vida que genera, que genera hijos y nietos. La tierra prometida a la cual llegar es aquella en la que vivirán muchos hijos y muchos hijos e hijas de los hijos. La civilización romana no la pensaba de manera muy distinta. Cuando eligieron la «pubblica felicità» como lema de la república, aquellos antiguos ancestros nuestros la representaron, por ejemplo en las monedas, con niños llevando uvas y frutas, como queriendo decir que la felicidad consiste en portar frutos y vida. Y la misma palabra “felicitas” tenía la misma raíz de fe-tus, fe-cundus, fe-mina, porque aquella felicidad estaba profundamente ligada a la generatividad.

Hasta hace poco tiempo, si le hubiera preguntado a mi abuelo o a mi padre: “¿eres feliz?” no hubiesen ni siquiera entendido la pregunta, porque para ellos era mucho más importante la felicidad de los hijos o de los nietos que la suya propia, y la calidad de sus vidas se medía con indicadores diferentes a los de la felicidad. No debe sorprendernos entonces que en la felicidad de nuestro tiempo los niños hayan salido de escena. Me impresionó mucho una publicidad de una cadena de apartamentos para vacaciones, centrada en la idea de que no está bueno ir de vacaciones a hoteles donde hay muchos niños, porque tenerlos alrededor reduce nuestra felicidad. Un concepto bizarro que se formó en una sola generación (insensata).

Es verdad que la versión católica del cristianismo en la edad moderna acentuó demasiado una religión del dolor, de la penitencia y del “valle de lágrimas”, dando vida a una cultura en la que se debería sentir vergüenza de la felicidad, por no hablar de los placeres del cuerpo y los sentidos. Y así, como contra-reacción, hemos descubierto en un momento dado la felicidad, de la que nos embriagamos olvidando las trampas. Entre ellas, la principal es tan importante como simple: la felicidad llega cuando no la piensas demasiado, porque quien hace de la felicidad el objetivo de su vida encuentra solo tristeza y frustración. Por eso, pensemos cada tanto en la felicidad, pero pensemos sobre todo en la verdad, en la bondad y en la justicia de la vida, la nuestra y la de los demás. Somos más grande que nuestra felicidad.

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Luigino Bruni

publicado en el Messaggero di Sant'Antonio el 06/09/2024

La felicidad es demasiado poco. Esta frase parece completamente desentonada en un tiempo como el nuestro, que ha hecho de la felicidad el ideal más grande, y a veces el único, de la vida. Buscar la propia felicidad, o la propia realización, se volvió un imperativo ético, y aquel que intenta, como hago yo desde hace años, ponerlo en duda, se vuelve un extraño e incluso un deprimido. «Intenta por fin ser feliz...» se convirtió así en una de las frases más oídas, y que parece además convincente. Pero en realidad las cosas son más complicadas. Primero, no es cierto que la felicidad sea una nueva realidad. Los griegos, pensemos en Aristóteles, la habían puesto al centro de su humanismo, porque para aquellos filósofos antiguos no había nada más digno y noble que la felicidad (eudaimonia), definida como el fin último, como el bien perfecto por encima del cual no había nada que mereciera la pena.

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Somos más grandes que nuestra felicidad

Somos más grandes que nuestra felicidad

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Si queremos acercar el espíritu moderno al mensaje de vida de Jesús, tenemos que ocuparnos de una purificación del lenguaje teológico, empezando por el económico y comercial.

di Luigino Bruni

publicado en Messaggero di Sant'Antonio el 12/07/2024

El primero en usar la metáfora económica en el Nuevo Testamento fue San Pablo, que en la Primera Carta a los Corintios, utiliza incluso la palabra ‘‘precio’’: «fuisteis comprados por un alto precio» (7:23). Como Pablo es un gigante de la teología cristiana, a partir de entonces muchos teólogos pensaron que no se podía hablar de teología sin usar la metáfora del “precio de la salvación’’. Sin embargo, San Pablo en su carta utiliza también otras metáforas, entre ellas la deportiva (1Cor 9:24-26). Pero ningún teólogo del pasado o del presente ha pensado jamás que esa metáfora fuese necesaria para explicar la teología cristiana. En cambio, de la metáfora económica surgió una verdadera “economía de la salvación”, que justificaría la existencia de una especie de contrato con precios a pagar y a cobrar, y que vería a Jesús como un “divino mercante”, olvidando que las metáforas bíblicas son albas de discurso, puntos de partida. La otra mitad del razonamiento debe quedar no dicha: solo las metáforas parciales dejan un espacio libre entre el misterio de Dios y nuestras ideas teológicas sobre él.

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Estoy convencido de que el uso del lenguaje económico por parte de la teología le ha hecho mal a la teología y a la economía. No ayudó a entender qué es la economía ni a entender tampoco el corazón del misterio cristiano, contruido enteramente sobre la gratuidad-charis. De hecho, el uso del lenguaje económico para explicar la fe cristiana abrió el camino a la teología de la prosperidad (y por tanto a la legitimación teológica de la meritocracia que está generando la culpabilización del pobre). Y también ha creado una exaltación del sacrificio, que se enraizó fuertemente en la cultura católica. En reacción a Lutero, que levantó una batalla campal contra la idea de la misa como sacrificio («la misa es lo contrario de un sacrificio»: Lutero, Obras Completas), el sacrificio se convirtió en un pilar de la teología católica, de su liturgia y de la piedad. La cruz de Cristo se convirtió en un elogio y una sacralización de nuestras cruces: «Las cruces vienen de Dios. Las cruces son necesarias porque Dios así lo estableció. Los verdaderos penitentes son crucificados» (D. Gaspero Olmi, Quaresimale per le monache, 1885). El ofrecimiento de nuestros dolores a Dios se convirtió así en la economía más próspera en los países latinos en la era de la Contrareforma – mientras en el Norte se desarrollaban comercios y empresas – alimentada por una proliferación de penitencias, sobre todo en los monaterios femeninos, donde el sufrimiento buscado como forma de amor a Cristo se convirtió en la moneda de un nuevo comercio entre tierra y purgatorio.

Pero si leemos tranquilos el Evangelio, nos surge rápido una pregunta: ¿cómo fuimos capaces de creer que el Dios-amor de Jesús era un “consumidor de dolores humanos”, que los primeros frutos que más le gustaban eran nuestros sufrimientos? Porque la Biblia nos había enseñado también que las divinidades que aman la sangre de los hijos se llaman ídolos. El Dios bíblico, el Dios de Jesús no es un ídolo, porque no quiere aumentar el dolor de sus hijos e hijas, sino reducirlo: «Misericordia quiero, y no sacrificio», nos repiten Oseas y Jesús. El Dios bíblico no ama el sacrificio, porque nos ama y hace de todo para sacarnos de las cruces. Sacrificio es una palabra ambivalente también en las relaciones humanas – es peligroso leer el amor como disposición a sacrificarse por el otro – y es todavía más peligroso cuando se usa para entender la relación entre nosotros y Dios. Si queremos acercar el espíritu moderno al mensaje de vida de Jesús, tenemos que ocuparnos de una purificación del lenguaje teológico, empezando por el económico y comercial.

Credits foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA

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Si queremos acercar el espíritu moderno al mensaje de vida de Jesús, tenemos que ocuparnos de una purificación del lenguaje teológico, empezando por el económico y comercial.

di Luigino Bruni

publicado en Messaggero di Sant'Antonio el 12/07/2024

El primero en usar la metáfora económica en el Nuevo Testamento fue San Pablo, que en la Primera Carta a los Corintios, utiliza incluso la palabra ‘‘precio’’: «fuisteis comprados por un alto precio» (7:23). Como Pablo es un gigante de la teología cristiana, a partir de entonces muchos teólogos pensaron que no se podía hablar de teología sin usar la metáfora del “precio de la salvación’’. Sin embargo, San Pablo en su carta utiliza también otras metáforas, entre ellas la deportiva (1Cor 9:24-26). Pero ningún teólogo del pasado o del presente ha pensado jamás que esa metáfora fuese necesaria para explicar la teología cristiana. En cambio, de la metáfora económica surgió una verdadera “economía de la salvación”, que justificaría la existencia de una especie de contrato con precios a pagar y a cobrar, y que vería a Jesús como un “divino mercante”, olvidando que las metáforas bíblicas son albas de discurso, puntos de partida. La otra mitad del razonamiento debe quedar no dicha: solo las metáforas parciales dejan un espacio libre entre el misterio de Dios y nuestras ideas teológicas sobre él.

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No existe precio por la salvación

No existe precio por la salvación

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La piedad popular fue un inmenso ejercicio colectivo de subversión, sobre todo de mujeres. Fue, a su manera, un maravilloso himno a la vida, la respuesta popular a las ideas teológicas erradas.

Luigino Bruni

publicado en el Messaggero di Sant'Antonio el 10/06/2024

«Ante todo está Dios, padre del cielo. Esto lo sabe todo el mundo. Después viene el príncipe Torlonia, padre de la tierra. Después vienen los guardias del príncipe, después los perros de los guardias del príncipe. Después nada, después nada, despúes todavía nada y, finalmente, los campesinos. Y se puede decir que ahí termina». Esta es una célebre frase de la Introducción de Fontamara de Ignazio Silone, una de las novelas más bellas y más importantes del siglo XX italiano. La palabra “Cafone” (traducida al español como “campesinos”) Silone la usaba con un significado diferente al que se daba comúnmente. Era el nombre de los campesinos de la llanura de Fucino y, en general, el nombre con el que el escritor designaba a los oprimidos y olvidados de la tierra. Una palabra de dolor, cierto, pero jamás usada de manera peyorativa, jamás usada para suscitar vergüenza. Sin embargo, todavía hoy el dolor es motivo de vergüenza, sobre todo en los pobres. Mi familia conoció la pobreza. También la conocieron mis abuelos, y su eco vivo llegó hasta mí. De este eco nacen mis palabras sobre la pobreza, sobre la economía, sobre la teología.

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La teología católica de los siglos pasados (los de la Contrareforma) no ayudó a los pobres. El Evangelio los ayudó, y algunas veces también la Iglesia. Pero la que verdaderamente ayudó a los pobres ha sido la piedad popular: las estatuas de la Virgen y de los santos, que para los pobres, y especialmente para las mujeres, eran la única compañía en la desgracia (santos mártires, vírgenes de los dolores…) a las que podían acudir con la seguridad de ser verdaderamente comprendidas. Pero la teología no los ayudó, solamente empeoró sus vidas. La idea no evangélica de un Dios que apreciaba el sufrimiento humano con vistas al paraíso, de un Dios-padre que había incluso querido la crucifixión de su hijo para salvarnos (¿salvarnos de qué?). Los pobres, en cambio, hacían de todo para desclavar a sus hijos de las cruces, y fue así que parieron en su corazón a otro Dios, el de la piedad. La piedad popular fue un inmenso ejercicio colectivo de subversión, sobre todo de mujeres. Fue, a su manera, un maravilloso himno a la vida, la respuesta popular a las ideas teológicas erradas. La piedad popular – la de los peregrinajes, la de las procesiones, la de las oraciones latinas reinventadas...- fue la Contra-Contrareforma popular; fue la respuesta, revolucionaria y mansa, de las mujeres frente a la religión de los teólogos y de su Dios imaginado.

La gente pobre los libros de oraciones no los sabía leer, ni tenía el dinero para comprarlos. Y así, por un jaque mate de la Providencia, que está siempre del lado de los pobres, la gente del pueblo, sobre todo las mujeres, quedaron protegidos por su analfabetismo. La piedad popular fue un gran lugar de libertad femenina, en un mundo que era para ellas una experiencia de servidumbre. En la Iglesia simulaban responder a las jaculatorias latinas de los sacerdotes, pero de sus bocas salían, susurradas, palabras diferentes. Y, sobre todo, lloraban. Rezaban con las lágrimas, con los besos y con las manos: oraciones mudas maravillosas, manos nudosas y consumidas, pero que sabían dar caricias estupendas, y sabían besar las estatuas de los santos, de la Virgen, de los ángeles y de los niños. Las caricias y los besos que esas mujeres en casa no recibían nunca de nadie, en la Iglesia se los daban al infinito a Cristo y a los santos, y nos han salvado verdaderamente. La fe católica, aunque esté muy enferma, sigue viva gracias a estas mujeres que la han humanizado con su piedad, que la salvaron con su transgresión: «En la vida cristiana la piedad coincide no tanto con la ascética ni con la mística, ni siquiera con la devoción o las devociones: coincide con la “Caridad”, que es el Archivo del amor de Dios» (don Giuseppe de Luca).

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La piedad popular fue un inmenso ejercicio colectivo de subversión, sobre todo de mujeres. Fue, a su manera, un maravilloso himno a la vida, la respuesta popular a las ideas teológicas erradas.

Luigino Bruni

publicado en el Messaggero di Sant'Antonio el 10/06/2024

«Ante todo está Dios, padre del cielo. Esto lo sabe todo el mundo. Después viene el príncipe Torlonia, padre de la tierra. Después vienen los guardias del príncipe, después los perros de los guardias del príncipe. Después nada, después nada, despúes todavía nada y, finalmente, los campesinos. Y se puede decir que ahí termina». Esta es una célebre frase de la Introducción de Fontamara de Ignazio Silone, una de las novelas más bellas y más importantes del siglo XX italiano. La palabra “Cafone” (traducida al español como “campesinos”) Silone la usaba con un significado diferente al que se daba comúnmente. Era el nombre de los campesinos de la llanura de Fucino y, en general, el nombre con el que el escritor designaba a los oprimidos y olvidados de la tierra. Una palabra de dolor, cierto, pero jamás usada de manera peyorativa, jamás usada para suscitar vergüenza. Sin embargo, todavía hoy el dolor es motivo de vergüenza, sobre todo en los pobres. Mi familia conoció la pobreza. También la conocieron mis abuelos, y su eco vivo llegó hasta mí. De este eco nacen mis palabras sobre la pobreza, sobre la economía, sobre la teología.

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Libertad de devoción

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Si la escuela empieza a distinguir a los estudiantes en líderes y followers, socava uno de los pilares de la educación: reducir en clase las desigualdades naturales y sociales para crear esa común ciudadanía que es esencial en todo pacto social

Luigino Bruni

publicado en Messaggero di Sant'Antonio el 04/05/2024

Leadership (liderazgo) se ha vuelto la palabra sagrada de la nueva religión del capitalismo. Se la invoca en todos lados. Incluso en los ámbitos eclesiásticos – donde se encuentran cursos sobre el liderazgo de Jesús, de San Benito, e incluso de San Francisco. Están fascinados, a pesar de que el fundador del Cristianismo haya dicho: “No pretendais que os llamen guías (o sea, líderes), porque solo tenéis un Guía” y de que luego haya construido todo el humanismo cristiano en torno a la idea del seguir, que está en el opuesto exacto de la idea del liderazgo. Y aunque los adjetivos se multiplican (inclusivo, amable, comunitario...), el sustantivo, leadership, nunca se pone en discusión.

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Las razones del surgimiento de este nuevo dogma son muchas, pero en la raíz hay una nueva gran fragilidad relacional y emocional de trabajadores y ejecutivos, en un mundo que ha olvidado cómo se trabaja en conjunto. Y así, por un lado, criticamos el patriarcado y todo el humanismo de ese mundo jerárquico, y por el otro, edificamos después una cultura del leadership, que bajo muchos aspectos es más patriarcal que el patriarcado (es increíble cómo el movimiento feminista no se dió cuenta de cuánto el machismo está incorporado en la idea de leadership).

Un preocupante fenómeno reciente, que indica la dirección que está tomando este nuevo humanismo empresarial, tiene que ver con el mundo escolar. Me impresionaron los relatos de dos colegas sobre las conversaciones que tuvieron con los profesores de sus hijos e hijas. Estos profesores repetían, con palabras similares, un mismo concepto: "Su hija, su hijo, tiene todas las características para convertirse en un líder de la clase, pero no estamos seguros de que pueda, porque hay otros y otras con quienes compite, tienen que ayudarla en casa a reforzar sus dotes de líder”.

Pensaba que estos razonamientos se limitaban al ambiente universitario, pero las conversaciones en cuestión se refieren a la escuela secundaria, donde la mentalidad empresarial está entrando fuertemente (quizás dentro de poco llegará a la escuela primaria). El cambio poco feliz del nombre del ministerio de la Instrucción (convertido en ministerio “del mérito”) ya había señalado un cambio de cultura educativa en el país, porque meritocracia y leadership son dos caras de la misma moneda: el líder es diferente del viejo “gerente” o “director” también porque merece que lo sigan sus “empleados”, convertidos en “followers” (atentos al lenguaje de las redes sociales en esto).

Pero si la escuela empieza a distinguir y a dividir a los estudiantes en líderes y followers, socava en sus fundamentos uno de los pilares de la educación de los niños y los jóvenes: la reducción en clase de las desigualdades naturales y sociales para crear esa común ciudadanía que es esencial para cualquier pacto social. En la escuela, los jóvenes deberían aprender a ser compañeros y compañeras de todos, porque la fraternidad civil empieza en las aulas. Ya existen mecanismos para diferenciar “los méritos” escolares, que se llaman notas y calificaciones, y todos en clase saben quiénes son los mejores compañeros y los que son menos buenos o son mejores en otras disciplinas. Pero si a estas desigualdades inevitables de talentos y oportunidades empezamos a sumarles las cualidades de líder que tendrían solo algunos, las desigualdades crecerán cada vez más al punto de destruir la convivencia civil.

El aspecto más perjudicial de esta ideología-religión del business es su presentación como inofensiva y, por tanto, admitida sin ninguna reacción por parte de los profesores y familias. Es necesaria una nueva consideración de parte de todos sobre lo que está ocurriendo en el mundo escolar.

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Si la escuela empieza a distinguir a los estudiantes en líderes y followers, socava uno de los pilares de la educación: reducir en clase las desigualdades naturales y sociales para crear esa común ciudadanía que es esencial en todo pacto social

Luigino Bruni

publicado en Messaggero di Sant'Antonio el 04/05/2024

Leadership (liderazgo) se ha vuelto la palabra sagrada de la nueva religión del capitalismo. Se la invoca en todos lados. Incluso en los ámbitos eclesiásticos – donde se encuentran cursos sobre el liderazgo de Jesús, de San Benito, e incluso de San Francisco. Están fascinados, a pesar de que el fundador del Cristianismo haya dicho: “No pretendais que os llamen guías (o sea, líderes), porque solo tenéis un Guía” y de que luego haya construido todo el humanismo cristiano en torno a la idea del seguir, que está en el opuesto exacto de la idea del liderazgo. Y aunque los adjetivos se multiplican (inclusivo, amable, comunitario...), el sustantivo, leadership, nunca se pone en discusión.

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Si el liderazgo entra a la escuela

Si el liderazgo entra a la escuela

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Durante muchos años hemos consumido los capitales naturales, civiles y espirituales como si fueran infinitos. ¿Qué hacer ahora que esos capitales se están de verdad agotando?

Luigino Bruni

publicado en el Messaggero di Sant'Antonio el 06/04/2024

La economía antigua pensaba que la riqueza estaba relacionada con la posesión de capitales. Palacios, minas y sobre todo oro eran considerados las verdaderas riquezas de las familias, ciudades o Estados. Por ende, la política económica tenía una sola indicación: aumentar el oro en las arcas y hacer de todo para sacar lo menos posible. Luego, a mitad del siglo XVIII, la escuela francesa de la "Fisiocracia" dio un giro radical, diciéndonos que la riqueza más importante en verdad era otra: el flujo anual de ingresos que los capitales generan. Y nace el concepto de PIB, el producto interno bruto, que empezará a funcionar solo al comienzo del siglo XX y con el desarrollo de las técnicas de contabilidad nacional.

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Con el nacimiento de la economía moderna empezamos así a medir los flujos, ya no los stocks o los capitales. Se sabía que los flujos, la renta, nacían de los capitales de distinta naturaleza – financiera, humana, social...- pero se quedaban en el fondo de la teoría económica y por tanto de las mediciones. Y así, día a día, los capitales, no vueltos a verse por la teoría economica y la política, empezaron a deteriorarse. Los hemos consumido, también porque al inicio del desarrollo económico capitalista estaban muy abandonados (sobre todo los ambientales y los comunitarios), y por tanto el stock parecía ser casi infinito. Solo al final del segundo milenio empezamos a tomar conciencia de que esos capitales se estaban realmente acabando.

El primer capital del que (casi) todos vemos el grave deterioro es el ambiental. La tierra, usada como recurso a extraer sin reciprocidad, está lanzando su grito, recogido por una chica (Greta) y un viejo (Francisco), pero mucho menos por el mundo de la política y la economía. El mercado, fundado en el beneficio mutuo, no incluyó en esta mutualidad el beneficio de la tierra, de los animales y de las otras especies dentro de los cálculos de costo-beneficio, y la reciprocidad intrahumana ha crecido a expensas de la vida no humana, una opción no ética e incluso miope y estúpida desde varios puntos de vista.

Sin embargo, el capital natural no es el único en vías de extinción. Otro “stock” que el capitalismo está consumiendo es el civil y espiritual, hecho de virtudes cívicas y de capacidades de estar en el mundo. Las empresas fueron las primeras en darse cuenta, en base a esa vocación de especular – de specula, el lugar desde el cual se puede ver más lejos -. Los jóvenes trabajadores llegan a las empresas cada vez menos equipados con aquel capital ético hecho de resiliencia emocional, de capacidad para gestionar conflictos, para cooperar, porque todas estas habilidades habían sido gestionadas dentro de códigos éticos y narrativos que en siglo XX se agotaron. He aquí entonces, por un lado, el malestar de los jóvenes trabajadores para integrarse en nuestras organizaciones productivas - del cual es signo el fenómeno serio de la “gran renuncia” de millones de trabajadores después del covid-; y por el otro, la preocupante proliferación de un bosque de consultores (coachs, consejeros, psicólogos del trabajo, managers del bienestar, y así sucesivamente) que deberían crear internamente esas virtudes y capacidades laborales, que ya no llegan desde afuera (iglesias, familia, comunidad).

¿Qué hacer? Mientras tanto, hablar más de ello. Después, empezar a medir el capital, no sólo el PIB, que aumenta con las guerras, los juegos de azar y el malestar de la gente. Lanzar una temporada de nuevos medidores "de capital" que monitoreen la salud de lo que queda del clima y de las virtudes cívicas, de la ética pública y del patrimonio moral y espiritual que generaron los milagros económicos y cívicos del siglo XX.

 Credits foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA

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Luigino Bruni

publicado en el Messaggero di Sant'Antonio el 06/04/2024

La economía antigua pensaba que la riqueza estaba relacionada con la posesión de capitales. Palacios, minas y sobre todo oro eran considerados las verdaderas riquezas de las familias, ciudades o Estados. Por ende, la política económica tenía una sola indicación: aumentar el oro en las arcas y hacer de todo para sacar lo menos posible. Luego, a mitad del siglo XVIII, la escuela francesa de la "Fisiocracia" dio un giro radical, diciéndonos que la riqueza más importante en verdad era otra: el flujo anual de ingresos que los capitales generan. Y nace el concepto de PIB, el producto interno bruto, que empezará a funcionar solo al comienzo del siglo XX y con el desarrollo de las técnicas de contabilidad nacional.

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Volvamos a medir los capitales

Volvamos a medir los capitales

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Debemos encontrar juntos una nueva relación con la tierra. La hemos usado para extraer nuestros recursos sin entender que necesitaba de nuestra reciprocidad. Nosotros fuimos protectores, fuimos predadores. Escuchemos el grito de los cultivadores, cambiemos todos, y rápido, nuestro estilo de vida.

Luigino Bruni

publicado en el Messaggero di Sant'Antonio el 06/03/2024

Las protestas de los agricultores con sus tractores puede hablarnos de muchas cosas, que no siempre están todas señaladas en los debates públicos. Hemos subestimado la dimensión conflictiva de la transición ecológica, incluso con respecto al planeta y a la tierra. Los muchos daños que causamos en el último siglo no desaparecen solos, requieren mucho trabajo, seriedad, compromiso, gastos y a veces crean nuevos conflictos. Se están dejando entrever nuevas “luchas de clase”, no como las de ayer, pero igual de importantes y preocupantes. La tierra siempre estuvo subestimada por la economía y por la política. Desde que la economía moderna, entre los siglos XVII y XVIII, empezó a pensarse como ciencia, no ha considerado jamás que el mundo vegetal o el mundo biológico pudieran ofrecer instrumentos y categorías para pensar las interacciones económicas. Luego, a finales del siglo XIX, la tierra abandonó por completo el panorama, generando un eclipse de la tierra en la ciencia económica que duró hasta hace algunos años, cuando la explosión de la crisis medioambiental mundial le puso fin de forma traumática. Y así dimos vida a una teoría y a una práctica económicas incapaces de ver la tierra con sus exigencias, y la hemos deteriorado.

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La distracción general de la economía y de la política respecto a la tierra tiene, por lo tanto, raices antiguas y profundas. La Iglesia católica, sin embargo, había mostrado durante los siglos pasados una gran atención hacia la tierra y hacia los agricultores. Benedicto XIII, Vincenzo Maria Orsini (1649-1730), de Gravina in Puglia, fue llamado “el agricultor de Dios” por su incanzable obra como promotor de los llamados “montes frumentarios”, verdaderos bancos del grano donde la “moneda” era el trigo: se tomaban préstamos en grano, que luego se devolvían en grano. En 1861, sólo en el sur de Italia y en las islas había más de mil "montes frumentarios" (en Cerdeña más de trescientos), fundados primero por frailes capuchinos y luego por varios obispos. Un verdadero patrimonio civil y económico, perdido por las decisiones equivocadas del nuevo gobierno unitario. En aquellos siglos difíciles de la Contrarreforma, la Iglesia supo entender dónde estaban las verdaderas necesidades de la gente del campo, e hizo obras innovadoras.

Hoy sorprende que este reciente conflicto de los campesinos haya surgido entre las necesidades de una tierra herida y de quienes viven de los frutos de esa misma tierra. La relación predadora con la tierra la ha deteriorado y la ha empobrecido. Este empobrecimiento hizo más difícil la vida de los campesinos y agricultores que habían contribuido sólo en una pequeña parte con los daños, debidos fundamentalmente a la industria y al consumo de masas. Pero hoy es justamente a los campesinos que cultivan esta tierra enferma a quienes se les pide que cambien (por propia cuenta) las técnicas de producción, para no seguir empobreciendo la tierra agotada. Y así llegamos a un paradójico conflicto entre las víctimas de ayer y los potenciales verdugos de mañana, los guardianes de la tierra que se sienten acusados de asesinos. Y no lo son. Nosotros los entendemos. Debemos encontrar una nueva relación con la tierra. La hemos usado para extraer nuestros recursos sin entender que necesitaba nuestra reciprocidad. Nosotros fuimos cuidadores, fuimos predadores. Escuchemos el grito de los cultivadores, cambiemos todos, y rápido, nuestro estilo de vida.


Credits foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA

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Luigino Bruni

publicado en el Messaggero di Sant'Antonio el 06/03/2024

Las protestas de los agricultores con sus tractores puede hablarnos de muchas cosas, que no siempre están todas señaladas en los debates públicos. Hemos subestimado la dimensión conflictiva de la transición ecológica, incluso con respecto al planeta y a la tierra. Los muchos daños que causamos en el último siglo no desaparecen solos, requieren mucho trabajo, seriedad, compromiso, gastos y a veces crean nuevos conflictos. Se están dejando entrever nuevas “luchas de clase”, no como las de ayer, pero igual de importantes y preocupantes. La tierra siempre estuvo subestimada por la economía y por la política. Desde que la economía moderna, entre los siglos XVII y XVIII, empezó a pensarse como ciencia, no ha considerado jamás que el mundo vegetal o el mundo biológico pudieran ofrecer instrumentos y categorías para pensar las interacciones económicas. Luego, a finales del siglo XIX, la tierra abandonó por completo el panorama, generando un eclipse de la tierra en la ciencia económica que duró hasta hace algunos años, cuando la explosión de la crisis medioambiental mundial le puso fin de forma traumática. Y así dimos vida a una teoría y a una práctica económicas incapaces de ver la tierra con sus exigencias, y la hemos deteriorado.

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Escuchemos el grito de los cultivadores

Escuchemos el grito de los cultivadores

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Si no aprendemos en casa, y en los primeros años de vida, el valor de la gratuidad, de adultos sólo nos motivará el dinero y no seremos buenos trabajadores. Dejemos los premios y las remuneraciones a los adultos y protejamos a nuestros hijos del imperio del dinero.

Luigino Bruni

publicado el  04/02/2024 en Il Messaggero di Sant'Antonio

 La paga de los chicos/as es un tema controvertido por distintos aspectos. A menudo es una palabra que engloba fenómenos diferentes entre sí. En sentido estricto, la mesada1 es un monto de dinero (semanal o mensual) que los padres dan a un hijo/a que carece de ingresos propios para que lo use en sus gastos ordinarios. Generalmente, la mesada se refiere a chicos/as, adolescentes o preadolescentes, no a niños ni a estudiantes universitarios. Una segunda confusión está en relacionar la mesada con los incentivos monetarios en los varios "trabajitos" de los hijos. Porque dar unos euros a la semana como paga es diferente a crear una especie de mercado familiar en el que los servicios domésticos se asocian a un precio: 3 euros por levantar la mesa, 4 euros por lavar los platos, etc... Los dos instrumentos -paga e incentivo- pueden coexistir en la familia, pero uno puede existir sin el otro, y viceversa.

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En nuestra cultura dominada y obsesionada por el business, la cultura de la paga y/o de los incentivos va agregando siempre nuevos consensos, es el nuevo catecismo infantil de la nueva religión capitalista. Psicólogos, expertos en dinámica familiar, economistas, periodistas y todólogos inventan cada día nuevas razones para extender el uso de la lógica económica dentro del hogar. Porque, según dicen, aumenta la responsabilidad de los niños, aprenden a manejar el dinero, comprenden su valor y empiezan a tiempo a moverse en el mercado que los espera hasta que sean adultos.

Como se habrá adivinado, yo estoy totalmente en contra de los incentivos monetarios con los jóvenes (ni hablar de los niños) y también estoy en contra de la paga. Porque ambos instrumentos crean una mentalidad económica fuera de tiempo y contexto, y porque la familia es el lugar donde es necesario aprender otros valores no monetarios, incluso para mañana gestionar bien el dinero, el mercado y el trabajo. El incentivo -o sea, asociar cada servicio particular a un contrato monetario- crea en los jóvenes la idea de que la motivación o la razón para hacer un trabajo es el dinero y no el trabajo en sí mismo. Si me pagan por hacer la cama, empiezo a pensar que hacerlo no tiene una razón en sí, sino que la razón es el dinero.

Y así olvido que la cama tiene que estar bien hecha y punto, porque tenerla arreglada antes de ir al colegio tiene un valor en sí mismo, que no tiene nada que ver con el dinero. Otra cosa es utilizar premios (o recompensas) -que no son incentivos-, y mucho mejor si no son monetarios (pero aquí puede haber excepciones). Los premios no son sistemáticos (no están siempre), vienen de vez en cuando a reforzar la motivación intrínseca, a decir "bravo", pero no son la razón para hacer bien las cosas. Por otro lado, una vez introducido el dinero en las relaciones familiares, es muy difícil, si no imposible, quitarlo para obtener los mismos resultados; el incentivo, además, tiende a contaminar los ámbitos semejantes (de la cama se pasa a los platos, al perro, a los deberes...).

Si no se aprende en la casa, y en los primeros años de vida, el valor de la gratuidad, es decir, el valor infinito del trabajo bien hecho, de adultos estaremos movidos por el dinero y no seremos buenos trabajadores. Y es realmente un programa de vida muy triste, porque carecerá de la dimensión más importante del vivir: la libertad, incluida la libertad de los incentivos, de poder tomar las decisiones que son justas y buenas. Es la gratuidad libre la que funda incluso el valor del dinero, pero mañana. En casa hay muchas cosas más importantes que hacer y que aprender. Dejemos los incentivos y los pagos a los adultos, y protejamos a nuestros pequeños del imperio del dinero.

 

Credits foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA

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Luigino Bruni

publicado el  04/02/2024 en Il Messaggero di Sant'Antonio

 La paga de los chicos/as es un tema controvertido por distintos aspectos. A menudo es una palabra que engloba fenómenos diferentes entre sí. En sentido estricto, la mesada1 es un monto de dinero (semanal o mensual) que los padres dan a un hijo/a que carece de ingresos propios para que lo use en sus gastos ordinarios. Generalmente, la mesada se refiere a chicos/as, adolescentes o preadolescentes, no a niños ni a estudiantes universitarios. Una segunda confusión está en relacionar la mesada con los incentivos monetarios en los varios "trabajitos" de los hijos. Porque dar unos euros a la semana como paga es diferente a crear una especie de mercado familiar en el que los servicios domésticos se asocian a un precio: 3 euros por levantar la mesa, 4 euros por lavar los platos, etc... Los dos instrumentos -paga e incentivo- pueden coexistir en la familia, pero uno puede existir sin el otro, y viceversa.

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Pagas, incentivos y demás

Pagas, incentivos y demás

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La primera regla de toda economía es el equilibrio entre ingresos y gastos. Una buena economía parte de los ingresos y ajusta los gastos en función de aquellos. Es una lástima que últimamente en nuestro país no sea así...

Luigino Bruni

Publicado en Il Messaggero di Sant'Antonio el 07/09/2023

Un día, buscando perezosamente algo interesante en la televisión, me topé con un programa sobre grandes hoteles italianos. Un grupo de personas se alojaba en estos hoteles de lujo para luego hacer una valoración de los distintos servicios ofrecidos. Lo que me llamó la atención del programa fue la ausencia total de la dimensión de la llamada "restricción presupuestal": estos señores-evaluadores pedían cenas y servicios diversos, sin preocuparse nunca de su precio, como si vivieran en un mundo en el que el costo de un servicio o de una mercancía no fuese un elemento importante en la elección. Las familias normales miran estos programas, después se encuentran con las publicidades de préstamos fáciles, en los que aparece (por desgracia) una cara simpática de nuestras ficciones. Y así no es difícil unir las piezas, o sea, pensar que esa vida de vacaciones en hoteles estelares en un mundo sin restricciones presupuestales familiares se hace posible y fácil gracias a los préstamos fáciles de gente y entidades financieras simpáticas que están ahí sólo para nuestra felicidad.

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Lástima que la realidad y los datos de nuestro país sean muy diferentes. Con el boom de las vacaciones de lujo del sector medio-bajo, aumenta también la usura, los juegos de azar y, por tanto, la pobreza asociada a estos sueños irresponsables impulsados por el sistema mediático fuera de control. La primera regla de toda economía (que significa, no lo olvidemos, "administración del hogar") es el equilibrio entre ingresos y gastos. Una buena economía parte de los ingresos y ajusta los gastos en función de aquellos. El humanismo consumista de nuestro tiempo, cada vez más parecido a una religión, invierte este orden. Comienza por los deseos de bienes y activos, o sea de los egresos, y luego nos indica los medios de obtener los ingresos, sin decirnos (irresponsablemente) que los ingresos a deuda no son otra cosa que egresos aplazados en el tiempo. De ese modo, cubrimos los gastos con otros gastos, en mecanismos ingenuos que no pocas veces conducen a crisis económicas de familias enteras.

Todo nuestro mundo postcapitalista se basa en una gestión equivocada de los deseos, en una adolescencia perpetua y sin límites, construida sobre el principio del placer (Sigmund Freud), sin llegar nunca al principio de realidad, una realidad que nos revelaría algo extremadamente importante, tal vez decisivo para el futuro de nuestro tiempo. Por la psicología (Jacques Lacan), y sobre todo por la vida, sabemos que la satisfacción de los deseos no es la operación decisiva para las alegrías más importantes y profundas de la vida. Porque nuestro mayor deseo es desear un deseo que nos desee, es un encuentro de reciprocidad de deseos, que se realiza sólo cuando nuestro deseo envuelve a las personas, que a su vez pueden desear y desearnos.

Es por eso que el deseo religioso es la madre de todos los deseos: desear a un Dios que nos desea. Y cuando deseamos a alguien que nos desea, la felicidad no consiste en la satisfacción sino en permanecer en una perpetua insatisfacción que aumenta la reciprocidad de los deseos -una persona que cumpliese este deseo sería una mercancía, lo sabemos-. Las personas que amamos cambian nuestros deseos, nosotros cambiamos los suyos, y la vida se vuelve un proceso continuo de descubrimiento. Son los bienes relacionales, no las mercancías, nuestra tierra prometida. El capitalismo lo sabe, no sabe vender bienes relacionales, y por eso hace de todo para simularlo, vendiéndonos mercancías que se parecen a las relaciones. Mientras seamos conscientes de este embuste seguiremos siendo libres: "Te suplico: mi Dios, mi soñador, sigue soñándome" (Jorge Luis Borges).

Credits foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA

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Luigino Bruni

Publicado en Il Messaggero di Sant'Antonio el 07/09/2023

Un día, buscando perezosamente algo interesante en la televisión, me topé con un programa sobre grandes hoteles italianos. Un grupo de personas se alojaba en estos hoteles de lujo para luego hacer una valoración de los distintos servicios ofrecidos. Lo que me llamó la atención del programa fue la ausencia total de la dimensión de la llamada "restricción presupuestal": estos señores-evaluadores pedían cenas y servicios diversos, sin preocuparse nunca de su precio, como si vivieran en un mundo en el que el costo de un servicio o de una mercancía no fuese un elemento importante en la elección. Las familias normales miran estos programas, después se encuentran con las publicidades de préstamos fáciles, en los que aparece (por desgracia) una cara simpática de nuestras ficciones. Y así no es difícil unir las piezas, o sea, pensar que esa vida de vacaciones en hoteles estelares en un mundo sin restricciones presupuestales familiares se hace posible y fácil gracias a los préstamos fáciles de gente y entidades financieras simpáticas que están ahí sólo para nuestra felicidad.

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Relaciones, tierra prometida

Relaciones, tierra prometida

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En el origen de la civilización bíblica está la institución solidaria del espigado. Todo el libro de Rut se basa en eso: cuando los segadores iban a cortar las cosechas, no pasaban por encima una segunda vez, porque la segunda recogida era para los pobres...

Luigino Bruni

publicado en Il Messaggero di S. Antonio el 07/05/2023

"Señor, ¿cómo funciona esta máquina para el estacionamiento?", preguntó una señora mayor que intentaba, igual que yo, pagar por aparcar en las líneas azules. En esa ciudad, la empresa que gestiona los aparcamientos municipales -es decir, terrenos públicos, por tanto, de todos- tuvo la buena idea, ahora generalizada, de exigir al ciudadano que introduzca el número de matrícula en la máquina. "No lo recuerdo", me dice la señora. Me indica a dónde está su coche, que estaba lejos para ella, que tenía dificultades para caminar. Voy, hago una foto de la matrícula y la ayudo a pagar la multa.

Al final, me vino espontáneamente una pregunta: "¿Por qué es necesario introducir la matrícula?". La única respuesta que se me ocurre es evitar que el aparcacoches que ha pagado dos horas y sólo ha utilizado una pueda donar la hora restante a otra persona. Un amigo vigilante me dice que, tal vez, también podría haber otra razón: si por error me ponen una multa porque no ven el recibo en el coche, con la matrícula puedo demostrar que había pagado. Sinceramente, creo que la primera razón es, por mucho, la que predomina, ya que en casi cuarenta años de conducción nunca recibí una multa cuando había pagado por aparcar.

La cuestión es simple: una empresa con ánimo de lucro debe maximizar beneficios, y si gestiona un bien público en nombre del municipio lo hace con el objetivo de obtener beneficios. Sin embargo, estoy convencido de que las empresas públicas o privadas que gestionan bienes comunes y públicos deberían ser empresas civiles, o empresas sin ánimo de lucro, es decir, que no tienen como objetivo maximizar beneficios, sino gestionar eficazmente un bien de todos. La introducción de un precio para gestionar los bienes públicos puede servir para racionalizar la gestión (las cosas gratis casi siempre se convierten en cosas de nadie) y no necesariamente para recaudar dinero.

Pero, ¿cuáles son los efectos de introducir la matrícula? El primero ya lo hemos visto: las personas no son todas iguales en su "funcionamiento", como diría el gran economista Amartya Sen. Las intervenciones públicas y administrativas tienen efectos diferentes según las personas. Y un buen criterio a seguir cuando se quiere innovar en bienes públicos es mirar los efectos de la innovación empezando por las categorías más desfavorecidas: las personas mayores, los niños, las personas con discapacidad.

Luego está el efecto específico de la prohibición de intercambiar tickets con otros conciudadanos. Cuando estudié en Londres, había una estación de metro donde todo el mundo sabía que ahí podían encontrarse billetes con una duración todavía válida, dejados ahí por los que no los habían usado todos para que los jóvenes y los pobres pudieran utilizarlos. Impedir estos (posibles) intercambios por unos dólares de más, además de ser civilmente estúpido, envía señales sobre el tipo de ciudad que se quiere construir: una ciudad donde los fuertes y los ricos estén mejor, y donde los frágiles y los descartados estén peor. En el origen de la civilización bíblica está la institución solidaria del espigado. Todo el hermoso libro de Rut está basado en eso: cuando los segadores iban a cortar la cosecha, no pasaban una segunda vez, porque la segunda recogida era para los pobres, las viudas, los forasteros. Los campos no eran sólo de los propietarios, ya que "toda la tierra es de Dios".

Estamos privatizando los bienes comunes, estamos eliminando las muchas formas antiguas de espigar. Pronto tendremos ciudades habitadas por cada vez más comerciantes y cada vez menos ciudadanos, en las que toda la cosecha se agota en la primera tanda. Y quizás la anciana ya no saldrá a hacer las compras: se las llevará a su casa una nueva empresa que lucre con estos repartos. La ciudad será más pobre y más triste, y nosotros con ella.

Credits foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA

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En el origen de la civilización bíblica está la institución solidaria del espigado. Todo el libro de Rut se basa en eso: cuando los segadores iban a cortar las cosechas, no pasaban por encima una segunda vez, porque la segunda recogida era para los pobres...

Luigino Bruni

publicado en Il Messaggero di S. Antonio el 07/05/2023

"Señor, ¿cómo funciona esta máquina para el estacionamiento?", preguntó una señora mayor que intentaba, igual que yo, pagar por aparcar en las líneas azules. En esa ciudad, la empresa que gestiona los aparcamientos municipales -es decir, terrenos públicos, por tanto, de todos- tuvo la buena idea, ahora generalizada, de exigir al ciudadano que introduzca el número de matrícula en la máquina. "No lo recuerdo", me dice la señora. Me indica a dónde está su coche, que estaba lejos para ella, que tenía dificultades para caminar. Voy, hago una foto de la matrícula y la ayudo a pagar la multa.

Al final, me vino espontáneamente una pregunta: "¿Por qué es necesario introducir la matrícula?". La única respuesta que se me ocurre es evitar que el aparcacoches que ha pagado dos horas y sólo ha utilizado una pueda donar la hora restante a otra persona. Un amigo vigilante me dice que, tal vez, también podría haber otra razón: si por error me ponen una multa porque no ven el recibo en el coche, con la matrícula puedo demostrar que había pagado. Sinceramente, creo que la primera razón es, por mucho, la que predomina, ya que en casi cuarenta años de conducción nunca recibí una multa cuando había pagado por aparcar.

La cuestión es simple: una empresa con ánimo de lucro debe maximizar beneficios, y si gestiona un bien público en nombre del municipio lo hace con el objetivo de obtener beneficios. Sin embargo, estoy convencido de que las empresas públicas o privadas que gestionan bienes comunes y públicos deberían ser empresas civiles, o empresas sin ánimo de lucro, es decir, que no tienen como objetivo maximizar beneficios, sino gestionar eficazmente un bien de todos. La introducción de un precio para gestionar los bienes públicos puede servir para racionalizar la gestión (las cosas gratis casi siempre se convierten en cosas de nadie) y no necesariamente para recaudar dinero.

Pero, ¿cuáles son los efectos de introducir la matrícula? El primero ya lo hemos visto: las personas no son todas iguales en su "funcionamiento", como diría el gran economista Amartya Sen. Las intervenciones públicas y administrativas tienen efectos diferentes según las personas. Y un buen criterio a seguir cuando se quiere innovar en bienes públicos es mirar los efectos de la innovación empezando por las categorías más desfavorecidas: las personas mayores, los niños, las personas con discapacidad.

Luego está el efecto específico de la prohibición de intercambiar tickets con otros conciudadanos. Cuando estudié en Londres, había una estación de metro donde todo el mundo sabía que ahí podían encontrarse billetes con una duración todavía válida, dejados ahí por los que no los habían usado todos para que los jóvenes y los pobres pudieran utilizarlos. Impedir estos (posibles) intercambios por unos dólares de más, además de ser civilmente estúpido, envía señales sobre el tipo de ciudad que se quiere construir: una ciudad donde los fuertes y los ricos estén mejor, y donde los frágiles y los descartados estén peor. En el origen de la civilización bíblica está la institución solidaria del espigado. Todo el hermoso libro de Rut está basado en eso: cuando los segadores iban a cortar la cosecha, no pasaban una segunda vez, porque la segunda recogida era para los pobres, las viudas, los forasteros. Los campos no eran sólo de los propietarios, ya que "toda la tierra es de Dios".

Estamos privatizando los bienes comunes, estamos eliminando las muchas formas antiguas de espigar. Pronto tendremos ciudades habitadas por cada vez más comerciantes y cada vez menos ciudadanos, en las que toda la cosecha se agota en la primera tanda. Y quizás la anciana ya no saldrá a hacer las compras: se las llevará a su casa una nueva empresa que lucre con estos repartos. La ciudad será más pobre y más triste, y nosotros con ella.

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Espigados urbanos

Espigados urbanos

En el origen de la civilización bíblica está la institución solidaria del espigado. Todo el libro de Rut se basa en eso: cuando los segadores iban a cortar las cosechas, no pasaban por encima una segunda vez, porque la segunda recogida era para los pobres... Luigino Bruni publicado en Il Messag...
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El management se está convirtiendo en la nueva ideología de nuestro mundo, sobre todo ese management enseñado en las escuelas de negocios y transmitido por las grandes empresas globales de consultoría. 

di Luigino Bruni

publicado en Il Messaggero di S. Antonio el 06/04/2023

El management se está convirtiendo en la nueva ideología de nuestro mundo, en particular ese management que se enseña en las escuelas de negocios y que transmiten las grandes consultoras globales. En el siglo XX, la crítica social se había dirigido hacia la teoría económica liberal, identificando a los economistas teóricos como el gran enemigo a combatir para construir una sociedad al fin justa e igualitaria.  

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Mientras los intelectuales, fueran católicos o socialistas, se batían en esta guerra, en las facultades de ingeniería y en las escuelas de negocios se desarrollaban las técnicas y herramientas del management, que en las últimas décadas se transformaron progresivamente en la "ideología del management", construida en torno a los tres dogmas del incentivo, el liderazgo y el mérito. Una ideología que se está extendiendo por todas partes, incluidas las comunidades e iglesias cristianas, donde ahora se multiplican los cursos de liderazgo para pastores y para responsables de movimientos, donde ya no se puede celebrar una conferencia o un capítulo general sin coaches o facilitadores profesionales del mundo empresarial, como si de repente hubiéramos olvidado aquella antigua sabiduría de cómo dirigir encuentros y asambleas comunitarias.

El mundo europeo y los países de cultura católica como Italia también están experimentando una rápida evolución y un veloz cambio cultural. Los católicos estábamos tan convencidos de que las leyes de la vida no seguían las del mérito que lo habíamos relegado al cielo, donde estaba el criterio para "merecer" el infierno o el paraíso. El mundo protestante, por su parte, en nombre de la salvación por la sola gratia (Lutero) o por la predestinación (Calvino) había expulsado el mérito del paraíso y del infierno, y luego en la tierra inventó, unos siglos más tarde, la meritocracia (que se originó en Estados Unidos). El comercio está exportando este humanismo protestante de Estados Unidos (y del norte de Europa) a todo el mundo, y hoy lo hace especialmente con la ideología del management, que ha penetrado tanto en Italia que el nombre del ministerio "dell'Istruzione" se ha cambiado por el de "dell'Istruzione e del Merito". 

Así, en lugar de la antigua ética de las virtudes sobre la que habíamos fundado nuestra civilización, la ideología del management y de la consultoría global y total ofrece un conjunto de principios, buenas prácticas, elementos de psicología, citas de clásicos de la filosofía, la sociología y la economía, algunas anécdotas de la teoría de juegos, muchos organigramas, maravillosos power points. Y por último, consultores de todo tipo y nombre convierten los principios de gestión en instrumentos operativos de gestión y gobernanza. La gran empresa se ha convertido así en el paradigma que todo el mundo debe seguir si quiere hacer cosas buenas y serias. En el siglo XX fue la democracia, y por tanto la participación, la que ofreció el modelo que debía extenderse a toda la vida civil. Pero mientras que la primera transformación democrática desde el antiguo régimen se produjo en medio de conflictos y grandes luchas sociales, la gran transformación ética y cultural que la empresa está provocando en el mundo se está produciendo en medio de la indiferencia (casi) general. No se trata de negar la importancia de los valores y virtudes económicas, eso sería insensato y erróneo. El problema es otro, y no concierne ni a las empresas ni a la necesaria gestión, y mucho menos a los emprendedores que son las primeras víctimas de esta nueva temporada. Los problemas conciernen a la ideología del management, que llega a todas partes porque, tramposamente, se presenta secularmente como una técnica, y por tanto como algo necesario y no ideológico. Tal vez haya llegado el momento de tomar conciencia y de hablar más de ello.

Credits foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA

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di Luigino Bruni

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El management se está convirtiendo en la nueva ideología de nuestro mundo, en particular ese management que se enseña en las escuelas de negocios y que transmiten las grandes consultoras globales. En el siglo XX, la crítica social se había dirigido hacia la teoría económica liberal, identificando a los economistas teóricos como el gran enemigo a combatir para construir una sociedad al fin justa e igualitaria.  

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La ideología del management

La ideología del management

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Hoy es más urgente que nunca reinventar la vida adulta, aplastada por una juventud y una vejez artificialmente más largas. Hasta que no se trabaja de verdad no se es plenamente adulto, porque no empieza realmente la edad de la responsabilidad.

Luigino Bruni

publicado en Messaggero di Sant'Antonio el 02/02/2023

Nuestra época está viviendo un nuevo protagonismo de los jóvenes, que están haciendo cosas extraordinarias en muchos países. Son jóvenes y adolescentes juntos, y la presencia de adolescentes es una gran novedad respecto al análogo sesenta y ocho. Desde los "Fridays for future" a la juventud iraní y afgana, pasando por la "Economy of Francesco", hasta los jóvenes de "Última generación", que están manchando cuadros y palacios con pintura lavable para recordar que los poderosos han embadurnado, con pintura indeleble, el planeta y sus futuros. Jóvenes maravillosos, que nos están salvando, y sin embargo no queremos tomarlos suficientemente en serio. Porque nuestra cultura capitalista ama a la juventud, pero ama poco a los jóvenes. Así, mientras aprecia cada vez más los valores asociados a la juventud -belleza, salud, energía...-, comprende cada vez menos y desprecia los valores, sin embargo fundamentales, de la vejez, que intenta por todos los medios eliminar de su horizonte, que así se aburre y entristece. Porque una civilización que no valora a los ancianos y no sabe envejecer es tan insensata como la que no comprende ni valora a los verdaderos jóvenes: nuestra generación es la primera que suma estas dos insensateces. 

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Que nuestra cultura no ama a los jóvenes se nota en la forma en que se los trata en la escuela, en la universidad, en el mundo laboral, en las instituciones y en los partidos políticos, donde los jóvenes están cada vez más ausentes y alejados. Son demasiados los jóvenes que hoy corren el riesgo de pasar, casi sin darse cuenta, de la juventud a la vejez, sin vivir nunca la edad adulta - a uno se lo trata como joven hasta bien entrados los 40, y para demasiadas cosas uno se hace viejo después de los 50-. Mis padres no vivieron el sesenta y ocho, aunque eran jóvenes, por la sencilla razón de que en la campiña de Las Marcas donde crecieron aún no se había "inventado" la juventud. Por supuesto, existía la edad biológica correspondiente: los "jóvenes" se enamoraban y soñaban, como hoy y como, espero, mañana. Pero no existía esta especie de categoría o grupo social que hoy llamamos juventud. Eso lo "inventó" el rock, los Beatles y luego el sesenta y ocho. Antes, con el matrimonio o el ejército, se pasaba directamente de la adolescencia a la vida adulta, con sus responsabilidades.

La juventud ha sido uno de los mayores inventos sociales de la historia, que ha cambiado la sociedad, la política, la economía, nuestra forma de divertirnos, vestirnos, ilusionarnos, trabajar, vivir y morir. Pero hoy es más urgente que nunca reinventar la vida adulta, aplastada por una juventud y una vejez artificialmente cada vez más largas. Hasta que no se trabaja de verdad y en serio, no se es plenamente adulto, porque no empieza realmente la edad de la responsabilidad. Y un trabajo que llega demasiado tarde, y que -si llega y cuando llega- es con frecuencia inseguro, fragmentado, precario y frágil, no hace más que alimentar y prolongar la juventud más allá de sus horizontes biológicos, desnaturalizándola. La juventud es estupenda porque termina, y cuando no termina es una tragedia antropológica y social. Todo esto le hace perder a la economía, a la sociedad y a las instituciones la energía vital y moral fundamental que proviene de los jóvenes, y hace que el proceso y el paso fundamental que debería llevarlos pronto al trabajo real sea accidentado y demasiado riesgoso para ellos. No es fácil salir de esta especie de "trampa de la pobreza" epocal y colectiva en la que, de manera más o menos consciente, hemos caído sobre todo en Occidente. Pero debemos empezar a verla, a llamarla por su nombre. 

Credits foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA

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Luigino Bruni

publicado en Messaggero di Sant'Antonio el 02/02/2023

Nuestra época está viviendo un nuevo protagonismo de los jóvenes, que están haciendo cosas extraordinarias en muchos países. Son jóvenes y adolescentes juntos, y la presencia de adolescentes es una gran novedad respecto al análogo sesenta y ocho. Desde los "Fridays for future" a la juventud iraní y afgana, pasando por la "Economy of Francesco", hasta los jóvenes de "Última generación", que están manchando cuadros y palacios con pintura lavable para recordar que los poderosos han embadurnado, con pintura indeleble, el planeta y sus futuros. Jóvenes maravillosos, que nos están salvando, y sin embargo no queremos tomarlos suficientemente en serio. Porque nuestra cultura capitalista ama a la juventud, pero ama poco a los jóvenes. Así, mientras aprecia cada vez más los valores asociados a la juventud -belleza, salud, energía...-, comprende cada vez menos y desprecia los valores, sin embargo fundamentales, de la vejez, que intenta por todos los medios eliminar de su horizonte, que así se aburre y entristece. Porque una civilización que no valora a los ancianos y no sabe envejecer es tan insensata como la que no comprende ni valora a los verdaderos jóvenes: nuestra generación es la primera que suma estas dos insensateces. 

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La desaparición de los adultos

La desaparición de los adultos

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