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Las nuevas teorías se presentan como post jerárquicas, pero no lo son, porque dividen el mundo en guías y seguidores. El verdadero agente de cambio no se siente líder. 

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 11/11/2022

El liderazgo es una de las palabras sagradas de la religión del nuevo capitalismo del siglo XXI. La reflexión y, sobre todo, la práctica de los fenómenos que hoy reciben el nombre de “liderazgo” son en realidad muy antiguas. No es difícil encontrar en los grandes pensadores del pasado, desde los griegos hasta Max Weber, ideas e incluso auténticas teorías acerca de la creación y la gestión de los líderes, y sobre su decadencia. La ciencia económica se ha ocupado más bien poco de esto, ya que siempre se ha interesado más por los mercados y las acciones racionales individuales que por las organizaciones y los fenómenos colectivos complejos, si bien algunos grandes economistas (Vilfredo Pareto, por ejemplo) han escrito páginas importantes sobre las ideologías que producen líderes y después los eliminan. La sociología y la administración de empresas se han ocupado más, ya que, sustancialmente, las teorías del liderazgo son variantes y desarrollos (menos sofisticados) de las teorías de la autoridad y del ejercicio del poder en los grupos humanos, incluidas las empresas. Y estos son temas clásicos de las ciencias sociales. 

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Pero con el nuevo milenio algo muy importante ha cambiado en relación con el liderazgo. Los cursos sobre cómo convertirse en líder, cómo reconocer los “rasgos” del líder, o cómo puede un líder condicionar a un grupo de trabajo para generar un cambio, entre otras cosas, han ido aumentando a ritmo alto y continuo, hasta ocupar los departamentos de todas las ciencias económicas y sociales, la ingeniería, la filosofía e incluso la teología. Un dato aún más reciente, pero no menos preocupante, es el aumento de la oferta de cursos de formación sobre el liderazgo en las organizaciones y comunidades de la sociedad civil, incluso en los conventos y en los movimientos espirituales, o en los organismos de las Iglesias, donde los superiores y los párrocos comienzan a autodefinirse usando las nuevas palabras del liderazgo. En la publicidad de los cursos de liderazgo de las escuelas de negocios se lee que el curso está dirigido a «ejecutivos y directivos con experiencia y a personas que aspiren a posiciones de liderazgo o a las que se les pida ser líderes». Y cuando uno ojea los múltiples manuales, todas las definiciones se asemejan: el liderazgo es la capacidad que posee una persona (el líder) para influir en los seguidores. Los seguidores siguen al líder, impulsados por el carisma del líder – carisma es la palabra que se usa y de la que se abusa – para trabajar en grupo donde son dirigidos y guiados precisamente por él. Así pues, dicho en una apretada síntesis: el liderazgo se entiende como la capacidad de un líder para influir sobre una o más personas. De este modo, palabras como responsables, directivos, jefes o coordinadores han quedado viejas o han sido superadas, unidas a un capitalismo demasiado banal. Los líderes, a diferencia de los viejos directivos, tienen carisma, fascinación, atractivo y capacidad de persuasión y seducción.

Primera pregunta: ¿De dónde ha venido la necesidad de transformar a los directivos en líderes? ¿De dónde ha venido este impulso irresistible de dar un aire carismático a los jefes o a los coordinadores? Ciertamente el capitalismo ha cambiado, ha salido (o está saliendo) de las fábricas y de las cadenas de montaje, y hoy es más difícil obtener el consenso y la obediencia (otra vieja palabra) de los trabajadores. Además, la cultura de la posmodernidad crea jóvenes postpatriarcales, y por tanto menos acostumbrados y menos preparados para las virtudes de la obediencia a los superiores, y más sensibles a los valores de la libertad, la igualdad, el consentimiento y el contrato. Las viejas empresas del siglo XX nacieron sobre todo porque la jerarquía costaba menos que los contratos individuales: contratar cada acción con cada trabajador exigía una enorme cantidad de tiempo y de recursos; de ahí la incorporación de una persona dentro de un contrato de trabajo más amplio, donde las funciones individuales quedan en manos de la jerarquía, haciendo la organización más veloz y eficiente. Pero, para funcionar, la jerarquía necesita empleados que la atribuyan valor, que la consideren buena, que la compartan. Por eso, la figura del líder ha nacido con la llegada de la generación de trabajadores del nuevo milenio. El líder no tiene necesidad de jerarquía (se dice) para que la organización funcione, puesto que el consenso y la adhesión de sus colaboradores nacen de su carisma, de su capacidad para convencer, de su persuasión, de su autoridad. El liderazgo parece más posmoderno, igualitario, no jerárquico e incluso fraterno que las viejas teorías organizativas del siglo XX, y ciertamente más ético y respetuoso con la dignidad de todos. Pero ¿es realmente así?

El que suscribe está convencido de lo contrario, es decir que las teorías del liderazgo son mucho más jerárquicas que las de la fábrica fordista-taylorista – y más machistas –. La verdadera diferencia es de naturaleza narrativa: se narran como teorías y prácticas post-jerárquicas sin serlo. ¿Por qué? Las múltiples y diversas teorías del liderazgo tienen en común un dato decisivo: dividen el mundo en líderes y seguidores. Algunas personas, por motivos diversos (personalidad, vocación, talentos, roles, etc.), son líderes. Otros, la mayoría, son seguidores, es decir miembros o trabajadores que aceptan libremente ser influenciados, seducidos y convencidos por su líder e incluso se sienten felices por esta influencia que sufren libremente. Ciertamente, también un seguidor de hoy puede convertirse en líder mañana, o mientras es seguidor de un líder en la oficina A puede ser líder en la oficina B donde tendrá otros seguidores a los que deberá a su vez seducir y capturar con su carisma. Y así sucesivamente, hasta el infinito. Pero, llegados a este punto, intentemos preguntarnos: ¿Nos gustaría vivir en un mundo así? ¿Nos gustaría trabajar en oficinas, departamentos y empresas donde nuestro director sea nuestro líder? Probablemente simplemente sintamos terror. Porque una sociedad así es mucho más reaccionaria que la vieja del siglo XX. 

No es la primera vez que se ponen de manifiesto los límites profundos del liderazgo. Estos últimos años han surgido nuevos adjetivos: liderazgo relacional, comunitario, participativo e incluso de comunión. Pero, deberíamos intuirlo, el problema no se refiere al adjetivo, sino que afecta directamente al sustantivo: el liderazgo. Y hay más. La teoría económica nos enseña que algunos de los fenómenos sociales más importantes se explican mediante mecanismos de selección adversa: sin quererlo, las instituciones, en determinados contextos, acaban seleccionando a las personas peores. Dicho de otro modo: ¿quiénes son los candidatos a un curso para ser líder? La teoría económica nos dice que es muy probable que “quienes aspiran a convertirse en líderes” sean las personas menos adecuadas para “guiar” grupos de trabajo, porque amar el “oficio” del líder y ser un buen líder no es en absoluto lo mismo. Pensemos en el liderazgo político: en todos los países los mejores políticos han surgido y surgen durante las grandes crisis, cuando no hay “escuelas para políticos”, cuando por el contrario la política se convierte en una profesión, asociada a poder y dinero. Las escuelas de política generalmente generan políticos flojos.

Las teorías del liderazgo han recibido muchas influencias del modelo del líder carismático. El líder carismático por excelencia, en la tradición occidental, es el profeta, es decir alguien seguido libremente por su autoridad intrínseca. Por desgracia, los teóricos del liderazgo no saben que los profetas (ciertamente los bíblicos) nunca se han considerado líderes. Los principales profetas de la Biblia (desde Moisés hasta Jeremías) no se sentían líderes, y mucho menos querían serlo. El simple pensamiento de tener que guiar a alguien les aterrorizaba. Eran elegidos entre los descartados, entre los últimos, balbuceaban y tenían discapacidades, pero eran capaces de escuchar y sobre todo de seguir una voz. Así nos enseñan que quienes han guiado bien algún proceso de cambio en la vida han sabido hacerlo porque antes habían aprendido a seguir una voz, antes habían aprendido el seguimiento. Los profetas son hombres y mujeres del fracaso, allí donde el liderazgo por el contrario se presenta como un camino para alcanzar la otra palabra mágica de nuestro capitalismo: el éxito, para ser ganadores. Los hombres del éxito, seguidos y adulados, eran los falsos profetas que salían a menudo de las “escuelas proféticas” que producían multitud de profetas de oficio y charlatanes con ánimo de lucro.

La primera ley que la gran sabiduría bíblica nos ha dejado reza: «Desconfiad de aquellos que se presentan como candidatos a profetas, porque casi siempre son falsos profetas», o, como diríamos hoy, simplemente narcisistas. La historia y la vida verdadera nos dicen que nos convertimos en “líderes” sencillamente haciendo nuestro trabajo, haciendo otras cosas, y después un día puede que alguien nos imite y nos dé las gracias, sin que nosotros ni siquiera nos demos cuenta. Pero el día en que alguien se siente líder y empieza a comportarse como tal, las personas y los grupos se estropean, se producen muchas neurosis individuales y colectivas. Cuando las comunidades han querido producir en casa a sus propios líderes han seleccionados a demasiadas personas incapaces para esa tarea, aunque estuvieran movidas por las mejores intenciones. Sencillamente porque los líderes no se forman, y si intentas formarlos creas algo extraño y a menudo peligroso. Así pues, imaginar cursos de liderazgo para jóvenes es extremadamente peligroso. Sin embargo, los cursos se multiplican, porque las escuelas de liderazgo atraen a muchos que desean ser líderes y se hacen la ilusión de poder comprar en el mercado la satisfacción de este deseo. Cosa distinta serían los cursos de “liderazgo” para quienes ya tienen que desempeñar un papel de coordinación y guía. Pero estos deberían ser muy distintos de los que hoy circulan. Deberían ayudar a reducir los daños que los “líderes” producen en sus grupos, a formarse en las virtudes deponentes, en la mansedumbre y la humildad, a aprender a seguir a sus propios compañeros.

Los líderes tienen una necesidad vital de seguidores. Pero ¿quién decide ser Robin en un mundo donde solo se exaltan las dotes morales de Batman? ¿Dónde está entonces la libertad que tanto enarbolan estas teorías? El lugar ideal de trabajo es el de una comunidad de personas donde cada uno hace sencillamente su parte en un juego cooperativo, un equipo donde cada uno sigue a todos en la reciprocidad, en la igual dignidad de tareas. Este es un mundo adulto, donde se orienta el trabajo y se dialoga con las personas. Si alguien debe desempeñar en un momento determinado funciones de coordinación, de gobierno y de responsabilidad, sencillamente estará haciendo su trabajo como yo hago el mío: no deberá guiar a nadie, no deberá influir en nadie, solo deberá hacer su parte necesaria en el único juego colectivo. Y si por el contrario hace de líder, lo llamamos manipulación. Para terminar, es verdaderamente sorprendente que el mundo cristiano se sienta atraído hoy por las teorías del liderazgo, cuando ha nacido de Uno que ha fundado todo en el seguimiento, y un día dijo: «No dejéis que os llamen guías, porque uno solo es vuestro Guía» (Mt 23,10).

Ciertamente necesitamos agentes y actores de cambio, siempre, pero sobre todo en tiempos de grandes cambios como el nuestro. Sobre todo necesitamos personas que asuman responsabilidades por su propia elección. Tenemos una necesidad vital de ellas, sobre todo cuando nuestras empresas y comunidades están paradas y estáticas. Estos change makers difícilmente van a llegar de las escuelas de liderazgo: solo podrán salir de comunidades y empresas mestizas que se pongan en camino a lo largo de los caminos, que caminen por las calles polvorientas de las ciudades y aún más de las periferias. Allí nos esperan los nuevos líderes, que serán agentes de cambio precisamente porque no se sentirán los nuevos líderes. Y lo serán juntos, todos diversos y todos iguales, en la reciprocidad del seguimiento.

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Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 11/11/2022

El liderazgo es una de las palabras sagradas de la religión del nuevo capitalismo del siglo XXI. La reflexión y, sobre todo, la práctica de los fenómenos que hoy reciben el nombre de “liderazgo” son en realidad muy antiguas. No es difícil encontrar en los grandes pensadores del pasado, desde los griegos hasta Max Weber, ideas e incluso auténticas teorías acerca de la creación y la gestión de los líderes, y sobre su decadencia. La ciencia económica se ha ocupado más bien poco de esto, ya que siempre se ha interesado más por los mercados y las acciones racionales individuales que por las organizaciones y los fenómenos colectivos complejos, si bien algunos grandes economistas (Vilfredo Pareto, por ejemplo) han escrito páginas importantes sobre las ideologías que producen líderes y después los eliminan. La sociología y la administración de empresas se han ocupado más, ya que, sustancialmente, las teorías del liderazgo son variantes y desarrollos (menos sofisticados) de las teorías de la autoridad y del ejercicio del poder en los grupos humanos, incluidas las empresas. Y estos son temas clásicos de las ciencias sociales. 

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Contra el mito del liderazgo (y por un elogio del seguimiento)

Contra el mito del liderazgo (y por un elogio del seguimiento)

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En el centenario de su nacimiento, recuperemos el legado del artista que supo señalar la idolatría de nuestro tiempo. 

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 05/03/2022

Los poetas son guardianes de las palabras – de sus palabras y de nuestras palabras de hoy y de mañana –. Por eso, se parecen mucho a los profetas bíblicos, centinelas – shomerim – de una palabra distinta, que conservan para que todas nuestras palabras no se conviertan en vanitas, soplo, viento, humo, charla. No podemos entender la crítica radical de Pier Paolo Pasolini al capitalismo y al consumo si no partimos de su reflexión sobre la lengua. Él la veía ya subordinada al Poder del consumo, transformada en un lenguaje que había perdido el contacto con las concretas y vivas y, por tanto, con el alma del pueblo y de las personas. En el destino de la lengua se le desvelaba el de la cultura italiana – y si hubiera podido ver el mundo un poco más grande habría leído en él también el destino de Occidente, porque su declive es el mismo –. Ambas, Italia y la lengua, se alejaban de una realidad pobre, dura y severo pero verdadera, de un mundo «puramente humano, dolorosamente humano» (Las cenizas de Gramsci, p. 45), y se acercaban a un nuevo mundo, menos pobre, duro y severo pero cada día menos verdadero. El discurso de Pasolini sobre la lengua se inscribe dentro de su búsqueda vital de un fundamento no falso, de un origen, de una piedra angular de la existencia que evite su hundimiento en la nada. 

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Mi abuelo Domenico, agricultor y picapedrero en una cantera de travertino, cuando hablaba en su dialecto ascolano, nos encantaba a todos con las palabras de su lengua materna. Con aquel léxico arcaico ponía palabras a sus emociones más profundas, llamaba por su nombre a la vida propia y ajena, vivía entre las cosas y sabía cómo nombrarlas. Le respondían el dolor, el amor, la piedad, Dios, los demonios, y él los entendía. Y con ellos entablaba un diálogo intenso y verdadero, cada día – la primera oración, y la última, solo se recitan bien en dialecto –. Pero en cuanto tenía que hablar en italiano, su lengua se empobrecía, se volvía inseguro y azorado, se avergonzaba, perdía belleza, perdía dignidad. Con el paso del tiempo, el recuerdo vivo de esta forma de violencia hace que me parezca cada vez más injusta y equivocada; su memoria me hace sufrir. Y por fin entiendo a Pasolini: «Cuando hayan muerto todos los campesinos y todos los artesanos… entonces nuestra historia habrá terminado» (del film La rabia, 1963). Y comprendo, tal vez, también su crítica al capitalismo: «El italiano se convierte en la lengua de las empresas, del mercado» (Entrevistas corsarias, p. 216) – ¿qué diría del falso inglés que ha sustituido al italiano? Comprendo su elogio del trabajo artesano, que es contrario a la nostalgia. Es un grito para salvar las cosas y su verdad, porque si quitamos las manos humanas de las cosas estas son manipuladas por una ideología sin carne ni sangre. El artesano y el dialecto no son para Pasolini una edad de oro perdida y añorada, sino una tierra prometida todavía por alcanzar. La televisión se convierte en el primer agente de la “instrumentalización” de la lengua (Empirismo herético, p. 19), porque «a través del espíritu de la televisión se manifiesta en concreto el espíritu del nuevo poder» (Escritos corsarios, p. 24).

La crítica que hace Pasolini del capitalismo (y por tanto de la modernidad) no es menos grande y profunda que las grandes críticas de Walter Benjamin, Pavel Florenskij, Ernesto de Martino, Gramsci o Marx. Pasolini comprende que el capitalismo solo se abre y se deja descifrar si lo leemos como un hecho antropológico y teológico y no solo como economía. En particular, Pasolini intuyó que el vuelco decisivo de la cultura capitalista vino con el consumo de masa. Mientras el capitalismo estuvo centrado en la empresa y el trabajo, el espíritu italiano, católico, comunitario y mediterráneo no quedó encantado y capturado por él. De Alpes para abajo el trabajo ha sido siempre cansancio y esfuerzo, no vocación (beruf) y mucho menos bendición y elección divina. Se trabajaba por destino, porque había que trabajar, para comer, para que los hijos vivieran mejor, y si se podía vivir sin trabajar, tanto mejor. El vuelco se produjo en la segunda mitad del siglo XX, cuando el eje del capitalismo se desplazó de la producción al consumo, un cambio que conquistó rápida y totalmente Italia (y los países católicos).

Para una civilización católica centrada en la “cultura de la vergüenza” (no en la “cultura de la culpa”, protestante), en la ostentación de las cosas, en una riqueza que solo valía si los demás la podían ver y envidiar, el capitalismo del esfuerzo y de la fábrica era poco atractivo. Sin embargo, el capitalismo de las mercancías y del consumo se convirtió en una tentación irresistible. De este modo, compró de inmediato cuerpos y almas con una profundidad mucho mayor que las grandes ideologías fascistas, católico-democráticas o comunistas, que «se limitaban a obtener su adhesión con palabras» (Escritos corsarios, p. 22). Este es el “vuelco antropológico” del consumismo, que es a la vez vuelco teológico. Buena parte del genio profético de Pasolini está en la comprensión de esta naturaleza religiosa del capitalismo, en su «odio teológico contra el consumismo italiano» (Cartas luteranas, p. 195). Los consumidores son devotos «adoradores de fetiches» (Ivi, p. 34), en un nuevo imperio que finalmente reúne al pueblo y a la burguesía: «Las dos historias se han unido, y es la primera vez que esto sucede en la historia del hombre» ( Ivi, p. 24). Un capitalismo religioso, pero, como decía Benjamin, de una nueva religión sin metafísica ni dogmas, una religión de puro culto (Capitalismo como religión, 1922). Culto y por tanto cultura, como escribía también en 1922 el filósofo y teólogo ruso Florenskij: «La misma teoría de lo sagrado dice que en el origen de la economía, así como de la ideología, está el culto» (La concepción cristiana del mundo, p. 124). También para Pasolini el culto es decisivo: «La conformación a este modelo [consumista] se da antes que nada en la vida, en la existencia, y por tanto en el cuerpo y en el comportamiento» (Escritos corsarios, p. 53).

Hoy vemos con claridad que la fuerza extraordinaria y sin precedentes de la civilización del consumo está precisamente en su condición de culto cotidiano y global, sin shabbat y sin domingo, una praxis continua que informa todas las dimensiones de la vida individual y colectiva, algo parecido a lo que ocurría con la religión cristiana en la Europa premoderna. Los críticos del capitalismo escriben libros y dan conferencias, con la ilusión de cambiar el mundo escribiendo, mientras los sacerdotes del nuevo culto celebran liturgias en todos los momentos de todos los días: «Ahora el cristianismo va a contracorriente de ese fenómeno cultural “homologador” que es el hedonismo de masa:  y por ir contracorriente el nuevo poder ya hace años que ha comenzado a liquidarlo» (Ivi, p. 23). Una nueva religión muy laica, sin metafísica, que homologa todo y a todos, fascistas y antifascistas, católicos y comunistas, creyentes y ateos, sin «ninguna diferencia apreciable» (Ivi, p. 42), todos adoradores de los mismos tótems. La Iglesia, sobre todo, debería haberse tomado muy en serio la crítica al capitalismo de Pasolini. Mientras peleaba sus batallas por la ética familiar y en contra del comunismo, no se daba cuenta de que un nuevo imperio pagano estaba ocupando el corazón de las personas sin encontrar resistencia ética alguna.

Los poetas y los profetas, guardando las palabras, guardan nuestra alma. Son centinelas apostados a las puertas de los santuarios de los ídolos y hacen todo lo posible para que no entremos. Saben bien que no lo conseguirán y sin embargo se mantienen fieles en su puesto de vigía.

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En el centenario de su nacimiento, recuperemos el legado del artista que supo señalar la idolatría de nuestro tiempo. 

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 05/03/2022

Los poetas son guardianes de las palabras – de sus palabras y de nuestras palabras de hoy y de mañana –. Por eso, se parecen mucho a los profetas bíblicos, centinelas – shomerim – de una palabra distinta, que conservan para que todas nuestras palabras no se conviertan en vanitas, soplo, viento, humo, charla. No podemos entender la crítica radical de Pier Paolo Pasolini al capitalismo y al consumo si no partimos de su reflexión sobre la lengua. Él la veía ya subordinada al Poder del consumo, transformada en un lenguaje que había perdido el contacto con las concretas y vivas y, por tanto, con el alma del pueblo y de las personas. En el destino de la lengua se le desvelaba el de la cultura italiana – y si hubiera podido ver el mundo un poco más grande habría leído en él también el destino de Occidente, porque su declive es el mismo –. Ambas, Italia y la lengua, se alejaban de una realidad pobre, dura y severo pero verdadera, de un mundo «puramente humano, dolorosamente humano» (Las cenizas de Gramsci, p. 45), y se acercaban a un nuevo mundo, menos pobre, duro y severo pero cada día menos verdadero. El discurso de Pasolini sobre la lengua se inscribe dentro de su búsqueda vital de un fundamento no falso, de un origen, de una piedra angular de la existencia que evite su hundimiento en la nada. 

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Pasolini, el profeta-centinela y el culto imperial del consumo

Pasolini, el profeta-centinela y el culto imperial del consumo

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Editorial - El black friday y la religión del consumo. 

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 26/11/2021

Para que una nueva religión pueda sustituir a la existente en una civilización (en declive), debe trabajar sobre las fiestas. Debe ocupar y “rebautizar” las viejas fiestas populares. Puede dejar las fechas y a veces los nombres pero debe cambiar el significado – con la llegada del cristianismo el romano Sol invicto se convirtió en la Navidad, las ferias de Augusto en la Asunción, el culto de los muertos en Todos los Santos... –. Y después, como segundo acto fundamental, debe introducir nuevas fiestas para celebrar lo específico del nuevo culto. El black friday reúne estas dos características: es una fiesta específica del culto capitalista-consumista, pero acoplada a una fiesta de la religión anterior: el día de acción de gracias, cuyo lugar está ocupando (el black friday nació hace casi un siglo como el día siguiente al de acción de gracias; ahora el día de acción de gracias se ha convertido en la víspera del «viernes negro»). La religión capitalista está haciendo con el cristianismo lo mismo que este hizo en Europa con los cultos romanos e indígenas. 

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Primero ocupó las fiestas cristianas y ahora está introduciendo otras nuevas. La más potente de todas ellas es la que hoy celebran en todo el mundo, en todas las latitudes, hombres y mujeres, niños y ancianos, más allá de cualquier barrera cultural y política. La promesa de salvación eterna del cristianismo ha sido sustituida por el descuento. Una salvación pequeña, pero mucho más concreta y al alcance de la mano que el paraíso y el purgatorio. Una salvación universal para todos, muy católica y poco protestante, porque bastan las obras, no hace falta la fe. Este año, además, el black friday ha introducido la novedad del adviento (o de la cuaresma) como conviene a las grandes fiestas de precepto: dos semanas de ofertas – nótese el término religioso – para prepararse al gran último viernes sagrado del mes, cuando las ofertas serán perfectas, como el culto. Y así, dos mil años después, el postcristianismo se encuentra con una nueva religión pagana, mucho más parecida a los cultos cananeos que a la civilización del triunfo de la razón ilustrada.

Sin embargo, Marx primero y Benjamin después – ambos judíos y expertos en religión e idolatría – ya nos habían avisado de que la fuerza del capitalismo radicaba precisamente en su naturaleza de nueva religión sin metafísica, de religión de mero culto. Pero no les escuchamos. Ha bastado el arco temporal de una vida (mi padre nació en un mundo y morirá en otro) para borrar del alma colectiva occidental la herencia clásica y cristiana. Todo aquel patrimonio moral y toda aquella cultura nacida de la fusión de la ética grecorromana, bíblica y cristiana, han sido barridos en unas cuantas décadas. La misma Iglesia, y  las grandes religiones en general, no se han dado cuenta, o desde luego no se han dado bastante cuenta y han infravalorado profunda y gravemente lo que que estaba aconteciendo en el alma colectiva del Occidente.

En el universo religioso ha faltado una conciencia crítica atenta, un pensamiento suficientemente profundo como para comprender que en el crepúsculo del segundo milenio se estaba produciendo un definitivo cambio de época. Las Iglesias estaban demasiado ocupadas en luchar con sus últimas fuerzas intelectuales contra los restos del comunismo, el ateísmo y el relativismo, aliadas casi siempre con los defensores de la herencia equivocada de nuestro pasado, sin darse cuenta de que mientras combatían estas batallas menores y a menudo inútiles, el consumismo, es decir la versión asumida por el nihilismo dentro de la vida capitalista, estaba ocupando completamente el alma de la gente. Y lo ha hecho de la manera más radical, llenando el alma de cosas, ocupando con mercancías todo el espacio interior donde se cultiva la espiritualidad auténtica y por tanto no comercial.

Nabucodonosor ha vuelto, pero para conquistarnos no ha necesitado asediarnos, porque le hemos abierto de par en par las puertas de la ciudad y del santuario. Ya estamos exiliados a orillas de los ríos de Babilonia, pero creemos que son los ríos de las vacaciones exóticas o las termas de los spa. Seguimos las nuevas procesiones detrás del dios Marduk pero todavía creemos que llevamos a hombros al santo patrono de las fiestas del pueblo. El desoído Pierpaolo Pasolini fue uno de los pocos profetas laicos capaces de entender la esencia del gran cambio espiritual producido por la civilización del consumo: «Ningún centralismo fascista ha conseguido hacer lo que ha hecho el centralismo de la civilización del consumo. El fascismo proponía un modelo reaccionario y monumental que, sin embargo, no pasaba de ser letra muerta. Las distintas culturas particulares (campesina, subproletaria, obrera) seguían imperturbables uniformándose con sus antiguos modelos: la represión se limitaba a obtener su adhesión con palabras. Hoy, por el contrario, la adhesión a los modelos impuestos desde el Centro, es total e incondicionada. Se reniega de los modelos culturales reales. La renuncia es completa» ('Corriere della sera' del 9 de diciembre de 1973). El primer dogma de la nueva religión es un consumo absoluto, sin excepciones.

La sociedad tradicional había puesto el ahorro en el centro de la economía. Ahorrar, y no gastar todos los ingresos, hasta ayer se consideraba la virtud económica más importante, y derrochar el dinero en compras innecesarias se consideraba el principal vicio de las familias. Entre otras cosas, porque el ahorro, gracias a la mediación de los bancos, se convertía en inversión de las empresas y por tanto en trabajo. El nuevo culto ha transformado las virtudes en vicios y los vicios en virtudes, y los bancos han comenzado a hacer otras cosas con nuestros ahorros. Y ahora los gobiernos, las instituciones económicas nacionales e internacionales están cada vez más preocupadas porque las familias no consumen lo suficiente, porque no están traduciendo todos los ingresos de esta débil recuperación en consumo. Todos están alarmados y escandalizados porque las familias, después de estos casi dos años de temor y terror sin precedentes, están separando algunos ahorros. La prudencia ha pasado de ser una virtud cardinal a ser un vicio capital. Porque aquellos que no consumen toda la renta, no relanzan el consumo e impiden el crecimiento. Ahorrar es el nuevo vicio público, que frena la virtud privada del consumo.

Como si todo consumo fuese igual, como si todos los bienes fuesen iguales, como si no hubiera bienes privados, bienes públicos, bienes comunes, bienes meritorios, bienes relacionales, bienes espirituales… Así pues, no debemos sorprendernos si en las liturgias comunicativas del black friday no se hace referencia alguna a la calidad del consumo, a qué productos comprar; no se dice palabra alguna sobre los aspectos ambientales, sobre el impacto de este consumo para el planeta. Como si no acabáramos de vivir el sustancial fracaso de la Cop26, como si los adolescentes no llevaran años pidiéndonos un cambio en el consumo y en el estilo de vida, como si no nos lo estuviera pidiendo la tierra, como si no nos lo pidiera Francisco. Como si esta cantidad y esta calidad de consumo no fuera insostenible, equivocada e irresponsable desde hace demasiado tiempo. Como si los bienes no tuvieran alma.

Foto di Karolina Grabowska da Pexels

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Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 26/11/2021

Para que una nueva religión pueda sustituir a la existente en una civilización (en declive), debe trabajar sobre las fiestas. Debe ocupar y “rebautizar” las viejas fiestas populares. Puede dejar las fechas y a veces los nombres pero debe cambiar el significado – con la llegada del cristianismo el romano Sol invicto se convirtió en la Navidad, las ferias de Augusto en la Asunción, el culto de los muertos en Todos los Santos... –. Y después, como segundo acto fundamental, debe introducir nuevas fiestas para celebrar lo específico del nuevo culto. El black friday reúne estas dos características: es una fiesta específica del culto capitalista-consumista, pero acoplada a una fiesta de la religión anterior: el día de acción de gracias, cuyo lugar está ocupando (el black friday nació hace casi un siglo como el día siguiente al de acción de gracias; ahora el día de acción de gracias se ha convertido en la víspera del «viernes negro»). La religión capitalista está haciendo con el cristianismo lo mismo que este hizo en Europa con los cultos romanos e indígenas. 

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Como bienes sin alma

Como bienes sin alma

Editorial - El black friday y la religión del consumo.  Luigino Bruni publicado en Avvenire el 26/11/2021 Para que una nueva religión pueda sustituir a la existente en una civilización (en declive), debe trabajar sobre las fiestas. Debe ocupar y “rebautizar” las viejas fiestas populares. Puede de...
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Editorial - La pandemia y el trabajo digno de mayor estima.

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 01/05/2021

Una de las herencias que nos deja la pandemia es el descubrimiento de la calidad del trabajo del cuidado y de sus virtudes. La virtud, una palabra olvidada que había adquirido con el tiempo un aire un poco viejo y rancio, ha vuelto al centro de la escena pública y de la ética. Al fin y al cabo, hemos visto muchas cosas que antes no veíamos o no veíamos suficientemente bien, y entre ellas muchas virtudes, sobre todo en trabajos donde no éramos capaces de verlas. 

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Cuando la primera revolución industrial, a comienzos del siglo XIX, cambió radicalmente el mundo del trabajo, los mejores economistas comenzaron a formular teorías sobre cómo remunerar el trabajo. Antes de ellos, solo el trabajo de una pequeña minoría de personas pasaba por el “mercado”. La práctica totalidad de las mujeres quedaba fuera de él. El trabajo en los campos se desarrollaba en un régimen de servidumbre, donde no se vendían horas de trabajo sino hombres. Los aristócratas y los nobles no trabajaban, e interpretaban su no trabajo como privilegio y libertad: «Nacer en una familia acomodada me hizo libre y puro, y me permitió no servir a otra cosa que a la verdad. Mil francos de renta son más que diez mil procedentes de un empleo» (Vittorio Alfieri, "Opere", t. VI).

Uno de los economistas que intentaron realizar las primeras reflexiones sobre los salarios fue el placentino Melchor Gioja, que, en su tratado “Del mérito y las recompensas”, escribía en 1818: «El honorario de un juez suele ser más alto que el de un profesor de derecho, aunque a este se le exija saber más. La diferencia entre estos dos honorarios representa el precio de la mayor virtud que se le exige a un juez. En general, los honorarios crecen en razón de los abusos que se pueden cometer en los cargos, de modo que el número de personas que dan certeza de no abusar decrece en razón de esta posibilidad» (Tomo 1). Así pues, para Gioja el honorario debía ser directamente proporcional a la virtud requerida para desarrollar una determinada actividad. Cuanto más escasa era la virtud que se necesitaba para desempeñar bien un determinado tipo de trabajo, mejor pagado debía estar. Cuanto más había que resistir la tentación de la corrupción, mejor pagado debía estar.

Se trataba de una teoría económica de la escasez, pero donde, a diferencia de la teoría dominante ya en su época, el elemento escaso era la virtud. Relacionar el mercado y el trabajo con la virtud era un intento por conectar la nueva sociedad comercial con la ética de las virtudes que había regido, durante milenios, la parte mejor del alma europea del sur – la de los griegos, la de Cicerón y Séneca, la de los padres de la Iglesia y la del humanismo civil – y las reformas de los iluminismos. La nueva economía, si bien centrada en el vil lucro, podía ser profundamente moral, en cuanto que la remuneración del trabajo estaba fundamentada en las virtudes.

Además, Gioja, heredero e innovador de la tradición italiana de la Economía Civil, sabía muy bien que las virtudes, sobre todo las verdaderamente valiosas, no se crean con “incentivos” sino que se reconocen con “premios”: «El dinero, o en general las riquezas materiales no son suficientes para comprar cualquier especie de servicio virtuoso; hay muchos que solo se pueden obtener dando a cambio riquezas ideales, es decir sustituyendo con monedas honoríficas las monedas metálicas».

Pocos años después del libro de Gioja, el concepto de Bien Común quedó hecho añicos por considerarlo demasiado paternalista, jerárquico y reaccionario. La utilidad subjetiva ocupó el puesto de la virtud. Al renunciar a una idea compartida de bien, cada uno podía buscar su propio bien-utilidad dentro de las relaciones individuales de intercambio con otros conciudadanos. El mercado es, en efecto, el mecanismo que hace posible la vida en común en ausencia de una idea predominante de bien, porque alinea y armoniza las infinitas ideas de bien privado de cada uno de los agentes, dejando que sean diversas. Esta es la esencia de la metáfora de la mano invisible: «Nunca he visto hacer nada bueno a quien pretendía hacer intercambios por el bien común» (Adam Smith, "La riqueza de las naciones", 1776). También es posible leer la economía moderna como una fuga de las virtudes en nombre de la utilidad, y por consiguiente como una fuga del bien común en nombre de los bienes privados.

Sin embargo, detrás de la cada vez más evidente e intolerable injusticia salarial que afecta a las trabajadoras y trabajadores de los cuidados está también el eclipse de la ética de las virtudes. ¿Por qué? En primer lugar, no se puede comprender la “utilidad” de los trabajos virtuosos sin relacionarlos con la antigua idea del bien común. Efectivamente, la contribución de una enfermera o de un maestro no se reduce a la suma de los bienes privados de los pacientes, o de los niños y sus familias. El cuidado de cada persona es una especie de bien público, o al menos un bien meritorio, cuyos beneficios (y costes) van mucho más allá de la esfera interna de los contratos y del mutuo provecho. Pero si eliminamos la categoría de bien común, e incluso la banalizamos y ridiculizamos, cuando queramos valorar la “contribución marginal” de una hora de trabajo del cuidado sencillamente haremos mal las cuentas, y fijaremos salarios equivocados e inicuos.

Todos sentimos, hoy más que hace un año, la urgencia de invertir más y mejor en sanidad, en educación y en cuidados. Debemos empezar cuanto antes a ver estos trabajos con unas gafas más adecuadas – las teorías no son sino gafas para ver la realidad – y por tanto a remunerar los cuidados con salarios más altos y con mayor estima social. Porque los salarios dependen de la estima social, y el mismo salario tiene un componente intrínseco que expresa la estima hacia quien trabaja. Sin “aumentos” materiales e inmateriales, los mejores jóvenes no se dirigirán hacia estos oficios, y seguirán orientándose demasiado hacia otros trabajos, hoy apreciados y mejor pagados (a veces demasiado). El cuidado, cada vez más necesario, crecerá en cantidad y en calidad si antes crecen la estima y los salarios.

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Luigino Bruni

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Primero de mayo. El salario justo de la virtud

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Editoriales - Penas y víctimas de hoy, historias de ayer

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 31/12/2020

La dimensión colectiva del miedo y de la muerte es una de las herencias que nos deja el 2020. Habíamos olvidado los grandes miedos colectivos, habíamos relegado la muerte a la intimidad de la familia y a la soledad del corazón de los individuos. Ahora hemos aprendido que una sola casa es demasiado pequeña para elaborar el dolor de los lutos. Para no morir junto a nuestros seres queridos, necesitamos la fuerza de una comunidad entera. Juntos dentro de la misma tempestad, hemos experimentado el mismo miedo. Hemos compartido el miedo a la muerte y, al compartirlo, no nos ha arrollado. 

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No sabemos cómo saldremos de este annus horribilis. Ciertamente saldremos sin buena parte de una generación que nació en un país muy pobre y ha muerto en un país acomodado; la de nuestros padres y abuelos que, con sus virtudes, su pietas y su fe popular, generaron familias, empresas y democracia. Estos labradores, campesinos y amas de casa supieron usar las piedras de los escombros de las guerras para edificar catedrales sociales y económicas. Todos hemos sufrido al verlos morir, demasiadas veces en soledad, porque sentíamos que lo que estaba ocurriendo era incorrecto y profundamente injusto. Su generación caminó en pos de una gran estrella ética: “La felicidad más importante no es la nuestra, sino la de los hijos”. Se sacrificaron porque, para ellos, el futuro tenía más valor que el presente.

Pero después de haber pasado su juventud cuidando hijos y padres, sobre todo las mujeres, y de haber renunciado demasiadas veces a su propio desarrollo profesional, han tenido que envejecer y morir fuera de casa. Así pues, la primera lección de este año se refiere a la cultura del envejecimiento que tanta falta nos hace. En unas cuantas décadas, hemos derrochado el buen arte de envejecer y morir que habíamos aprendido durante milenios. Y mientras esperamos encontrar otro nuevo, la cuenta, demasiado cara, la han tenido que pagar nuestras madres y abuelas, que han dejado esta tierra con un enorme e inestimable crédito de cuidados y atenciones. Esta es una de las raíces del dolor de este año: una deuda colectiva de la que hemos sido conscientes justo cuando se extinguía.

La historia ha conocido otros años horribles. En el 536 d.C. una misteriosa niebla (volcánica) sumergió a Europa y parte de Asia en una oscuridad casi total durante un año y medio. Así comenzó la década más fría de los últimos dos mil años, con nieve en verano, cosechas destruidas desde Europa hasta China y una carestía seva y muy larga. En el año 1347-48 llegó la peste negra, una enorme tragedia que redujo en un tercio la población europea. Florencia, una ciudad muy afectada, fue capaz de generar tres grandes novedades a partir de aquella desgracia. Leyendo las crónicas de Matteo Villani y otros escritores florentinos, el final del 1348 marcó el comienzo de una perversa concepción moral de la vida y un aumento de la corrupción. La vuelta a la vida después de toda aquella muerte generó una afanosa carrera hacia el lujo, para beber, hasta la última gota, la copa de la vida recuperada. Las grandes herencias que dejaron los muertos por la peste amplificaron el derroche y la corrupción. Buena parte de todo el dinero que afluyó a las cajas de los florentinos acabó en los bolsillos equivocados.

Pero también se produjeron efectos de signo contrario. Los Priores de la ciudad tomaron medidas para ayudar a los deudores que habían resultado insolventes como consecuencia de la peste. En 1352 se constituyó en Florencia una oficina para proteger los derechos de las artes y los oficios, en apoyo de los deudores insolventes. En el año 1349 Florencia experimentó un gran desarrollo de las bibliotecas y de las inversiones en libros y obras de arte. El gobierno de la ciudad refundó el Studium florentino. Las bibliotecas de Santa Cruz y Santa María Novella crecieron mucho, y recibieron varios incentivos para la adquisición de manuscritos. Estas inversiones culturales fueron decisivas para el comienzo del Humanismo civil, uno de los efectos colaterales más imprevistos y extraordinarios de la peste negra. Los ciudadanos, los dominicos y los franciscanos comprendieron que el camino para volver a empezar después de la gran catástrofe no era la carrera por el lujo, ni la búsqueda alocada de los placeres de la vida para olvidar la muerte. Intuyeron, por el contrario, que solo resucitarían si una nueva cultura escribía los códigos simbólicos para un Renacimiento.
En el 540, mientras Europa atravesaba la carestía más dura del primer milenio, en Montecassino, San Benito escribía su Regla, que marcó el despegue de la extraordinaria época del monacato occidental, esencial para el renacimiento posterior al imperio romano. En Florencia, la peste generó el “Decamerón”, uno de las obras maestras de la literatura mundial, que Boccaccio comenzó a escribir en 1349, con la peste todavía activa, con el fin de consolar a su pueblo: «Humana cosa es tener compasión de los afligidos» fueron sus primeras palabras.

No podemos salir de las grandes crisis sin artistas y sin profetas. Sus consuelos son los verdaderamente necesarios para la recuperación. Las ayudas económicas son importantes, sobre todo si van dirigidas a evitar la insolvencia de los deudores, pero no son suficientes, y pueden complicar el camino si, como ocurre a menudo, acaban en los lugares equivocados. Los artistas y los profetas de hoy son distintos de los que nos salvaron en siglos pasados. Pero, también en esta ocasión, saldremos mejores si somos capaces de generar artistas y profetas.

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Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 31/12/2020

La dimensión colectiva del miedo y de la muerte es una de las herencias que nos deja el 2020. Habíamos olvidado los grandes miedos colectivos, habíamos relegado la muerte a la intimidad de la familia y a la soledad del corazón de los individuos. Ahora hemos aprendido que una sola casa es demasiado pequeña para elaborar el dolor de los lutos. Para no morir junto a nuestros seres queridos, necesitamos la fuerza de una comunidad entera. Juntos dentro de la misma tempestad, hemos experimentado el mismo miedo. Hemos compartido el miedo a la muerte y, al compartirlo, no nos ha arrollado. 

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Los buenos frutos de los grandes males

Los buenos frutos de los grandes males

Editoriales - Penas y víctimas de hoy, historias de ayer Luigino Bruni Original italiano publicado en Avvenire el 31/12/2020 La dimensión colectiva del miedo y de la muerte es una de las herencias que nos deja el 2020. Habíamos olvidado los grandes miedos colectivos, habíamos relegado la muerte a...
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Editoriales - Penas y víctimas de hoy, historias de ayer

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 31/12/2020

La dimensión colectiva del miedo y de la muerte es una de las herencias que nos deja el 2020. Habíamos olvidado los grandes miedos colectivos, habíamos relegado la muerte a la intimidad de la familia y a la soledad del corazón de los individuos. Ahora hemos aprendido que una sola casa es demasiado pequeña para elaborar el dolor de los lutos. Para no morir junto a nuestros seres queridos, necesitamos la fuerza de una comunidad entera. Juntos dentro de la misma tempestad, hemos experimentado el mismo miedo. Hemos compartido el miedo a la muerte y, al compartirlo, no nos ha arrollado. 

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No sabemos cómo saldremos de este annus horribilis. Ciertamente saldremos sin buena parte de una generación que nació en un país muy pobre y ha muerto en un país acomodado; la de nuestros padres y abuelos que, con sus virtudes, su pietas y su fe popular, generaron familias, empresas y democracia. Estos labradores, campesinos y amas de casa supieron usar las piedras de los escombros de las guerras para edificar catedrales sociales y económicas. Todos hemos sufrido al verlos morir, demasiadas veces en soledad, porque sentíamos que lo que estaba ocurriendo era incorrecto y profundamente injusto. Su generación caminó en pos de una gran estrella ética: “La felicidad más importante no es la nuestra, sino la de los hijos”. Se sacrificaron porque, para ellos, el futuro tenía más valor que el presente.

Pero después de haber pasado su juventud cuidando hijos y padres, sobre todo las mujeres, y de haber renunciado demasiadas veces a su propio desarrollo profesional, han tenido que envejecer y morir fuera de casa. Así pues, la primera lección de este año se refiere a la cultura del envejecimiento que tanta falta nos hace. En unas cuantas décadas, hemos derrochado el buen arte de envejecer y morir que habíamos aprendido durante milenios. Y mientras esperamos encontrar otro nuevo, la cuenta, demasiado cara, la han tenido que pagar nuestras madres y abuelas, que han dejado esta tierra con un enorme e inestimable crédito de cuidados y atenciones. Esta es una de las raíces del dolor de este año: una deuda colectiva de la que hemos sido conscientes justo cuando se extinguía.

La historia ha conocido otros años horribles. En el 536 d.C. una misteriosa niebla (volcánica) sumergió a Europa y parte de Asia en una oscuridad casi total durante un año y medio. Así comenzó la década más fría de los últimos dos mil años, con nieve en verano, cosechas destruidas desde Europa hasta China y una carestía seva y muy larga. En el año 1347-48 llegó la peste negra, una enorme tragedia que redujo en un tercio la población europea. Florencia, una ciudad muy afectada, fue capaz de generar tres grandes novedades a partir de aquella desgracia. Leyendo las crónicas de Matteo Villani y otros escritores florentinos, el final del 1348 marcó el comienzo de una perversa concepción moral de la vida y un aumento de la corrupción. La vuelta a la vida después de toda aquella muerte generó una afanosa carrera hacia el lujo, para beber, hasta la última gota, la copa de la vida recuperada. Las grandes herencias que dejaron los muertos por la peste amplificaron el derroche y la corrupción. Buena parte de todo el dinero que afluyó a las cajas de los florentinos acabó en los bolsillos equivocados.

Pero también se produjeron efectos de signo contrario. Los Priores de la ciudad tomaron medidas para ayudar a los deudores que habían resultado insolventes como consecuencia de la peste. En 1352 se constituyó en Florencia una oficina para proteger los derechos de las artes y los oficios, en apoyo de los deudores insolventes. En el año 1349 Florencia experimentó un gran desarrollo de las bibliotecas y de las inversiones en libros y obras de arte. El gobierno de la ciudad refundó el Studium florentino. Las bibliotecas de Santa Cruz y Santa María Novella crecieron mucho, y recibieron varios incentivos para la adquisición de manuscritos. Estas inversiones culturales fueron decisivas para el comienzo del Humanismo civil, uno de los efectos colaterales más imprevistos y extraordinarios de la peste negra. Los ciudadanos, los dominicos y los franciscanos comprendieron que el camino para volver a empezar después de la gran catástrofe no era la carrera por el lujo, ni la búsqueda alocada de los placeres de la vida para olvidar la muerte. Intuyeron, por el contrario, que solo resucitarían si una nueva cultura escribía los códigos simbólicos para un Renacimiento.
En el 540, mientras Europa atravesaba la carestía más dura del primer milenio, en Montecassino, San Benito escribía su Regla, que marcó el despegue de la extraordinaria época del monacato occidental, esencial para el renacimiento posterior al imperio romano. En Florencia, la peste generó el “Decamerón”, uno de las obras maestras de la literatura mundial, que Boccaccio comenzó a escribir en 1349, con la peste todavía activa, con el fin de consolar a su pueblo: «Humana cosa es tener compasión de los afligidos» fueron sus primeras palabras.

No podemos salir de las grandes crisis sin artistas y sin profetas. Sus consuelos son los verdaderamente necesarios para la recuperación. Las ayudas económicas son importantes, sobre todo si van dirigidas a evitar la insolvencia de los deudores, pero no son suficientes, y pueden complicar el camino si, como ocurre a menudo, acaban en los lugares equivocados. Los artistas y los profetas de hoy son distintos de los que nos salvaron en siglos pasados. Pero, también en esta ocasión, saldremos mejores si somos capaces de generar artistas y profetas.

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Editoriales - Penas y víctimas de hoy, historias de ayer

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 31/12/2020

La dimensión colectiva del miedo y de la muerte es una de las herencias que nos deja el 2020. Habíamos olvidado los grandes miedos colectivos, habíamos relegado la muerte a la intimidad de la familia y a la soledad del corazón de los individuos. Ahora hemos aprendido que una sola casa es demasiado pequeña para elaborar el dolor de los lutos. Para no morir junto a nuestros seres queridos, necesitamos la fuerza de una comunidad entera. Juntos dentro de la misma tempestad, hemos experimentado el mismo miedo. Hemos compartido el miedo a la muerte y, al compartirlo, no nos ha arrollado. 

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Los buenos frutos de los grandes males

Los buenos frutos de los grandes males

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En la encíclica Fratelli tutti, Francisco ha explicado que su fraternidad es universal.

Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 06/10/2020

La palabra fraternidad no es sencilla. Hay muchas fraternidades, no todas buenas ni cristianas. Siempre ha habido personas y comunidades que, en nombre de la fraternidad entre ellas mismas, han descartado y humillado a mujeres y hombres que no cabían en ella. Para llamar hermanos a algunos, han ofendido y matado a otros, considerados no hermanos. El gran relato de Caín nos dice que la fraternidad de la sangre no garantiza la amistad, y que el primer asesino puede ser el hermano. Otras fraternidades no han visto ni querido a las mujeres, y las han eliminado en nombre de una fraternidad parcial y equivocada. Han sido muy raras las experiencias de inclusión de todos como hermanos, y aún más de todas como hermanas.

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Por eso, era importante que el papa Francisco, en Fratelli tutti, nos dijera claramente cuál era su fraternidad. Y nos lo ha dicho eligiendo la parábola del buen samaritano como la principal - y en cierto sentido única - base teológica y ética de su encíclica. La elección de esta parábola supone una opción fuerte y parcial. Con ella nos dice que la suya es una fraternidad universal centrada en la víctima. Ya nos lo había dicho con su primer viaje, cuando, bajando desde su Jerusalén (Roma), eligió Lampedusa como su Jericó. Su opción es parcial porque la ética del samaritano ciertamente representa una base sólida e inequívoca para una civilización de la proximidad y de la misericordia, pero no resulta tan evidente como fundamento de una ética de la fraternidad, ya que falta la dimensión decisiva de la reciprocidad. La razón de que sea menos evidente es que la fraternidad no es solo resultado de la acción del individuo, no es solo un mandamiento dirigido a cada uno de nosotros aisladamente considerado. La fraternidad es también, tal vez sobre todo, un mandamiento que se nos dirige en cuanto comunidad, iglesia, sociedad, humanidad; un verbo conjugado en plural: “amaos unos a otros…”

La parábola del samaritano no habla de hermanos de sangre (ni pródigos ni mayores). Tampoco está directamente interesada en forma alguna de acción recíproca: hay una víctima, dos individuos que pasan de largo por separado, y un tercero, el samaritano, que se inclina y se hace cargo de la víctima. Entre los distintos protagonistas no hay forma alguna de interacción recíproca – excepción hecha, paradójicamente, de la que se produce al final entre el samaritano y el posadero.

Entonces, ¿por qué el Papa la elige como piedra angular de su discurso sobre la fraternidad y la sitúa en un lugar tan central, descuidando otros pasajes bíblicos fundamentales sobre la fraternidad en el Antiguo y el Nuevo Testamento? ¿Dónde se encuentra la “perla” de este relato de Lucas, tan valiosa como para vender cualquier otro tesoro con tal de comprar el campo que la contiene? Fratelli tutti nos lo dice muy claramente: la elección de la parábola del buen samaritano es esencial para anunciar hoy una fraternidad centrada en el contraste entre proximidad y cercanía, que, además de clave de lectura de la parábola de Lucas, es la clave de lectura de toda la tercera carta encíclica del papa Francisco. Quien se inclinó a socorrer al hombre medio muerto atacado por los bandidos no fue ninguno de los dos personajes que objetivamente estaban más cerca de la víctima y sin embargo pasaron de largo – el levita y el sacerdote eran judíos, como la víctima, y además estaban dedicados al cuidado de la sociedad, eran funcionarios del templo; eran los más cercanos, pero no se hicieron próximos [prójimos].
El que se inclinó sobre la víctima fue el más lejano, desde todos los puntos de vista (religioso, étnico, geográfico), quizá el único que pasaba por la otra acera. Se hizo prójimo el que tenía menos motivos de cercanía, y además pertenecía a un pueblo “excomulgado”. Se hizo prójimo porque decidió hacerlo, porque, durante un santo viaje, se topó con un acontecimiento inesperado, reconoció una víctima y eligió la proximidad. Nacemos hermanos de sangre, pero solo nos convertimos en prójimos y hermanos en el espíritu cuando elegimos hacerlo, más allá de cualquier razonamiento sobre los lazos de cercanía.

Escribe Francisco: «Esta parábola es un icono iluminador, capaz de poner de manifiesto la opción de fondo que necesitamos tomar para reconstruir este mundo que nos duele. Ante tanto dolor, ante tanta herida, la única salida es ser como el buen samaritano. Toda otra opción termina o bien al lado de los salteadores o bien al lado de los que pasan de largo, sin compadecerse del dolor del hombre herido en el camino. … Ya no hay distinción entre habitante de Judea y habitante de Samaría, no hay sacerdote ni comerciante; simplemente hay dos tipos de personas: las que se hacen cargo del dolor y las que pasan de largo; las que se inclinan reconociendo al caído y las que distraen su mirada y aceleran el paso» (FT 67 y 70). Este es su gran mensaje, la perla preciosa, la piedra angular de su fraternidad: el prójimo, el hermano y la hermana del Evangelio no es el cercano.

De este modo, la fraternidad de Francisco, que nace de la proximidad del Evangelio, se diferencia y se aleja de las demás fraternidades que la historia ha conocido y conoce. Por eso, estos hermanos (y hermanas) no son los compatriotas, no son los que forman parte de la misma comunidad, no son los semejantes. No es la fraternidad de los muchos “comunitarismos” y de los muchos “nosotros” que hoy ocupan con fuerza la escena de los pueblos y de la Iglesia. No es la fraternidad de los cercanos, sino la fraternidad de los lejanos. No es la fraternidad de los iguales, sino la fraternidad de los distintos. No es la fraternidad sencilla, sino la fraternidad improbable: «Los grupos cerrados y las parejas autorreferenciales, que se constituyen en un “nosotros” contra todo el mundo, suelen ser formas idealizadas de egoísmo» (89). Esta es la fraternidad de Francisco. Hasta ahora nos lo había dicho con mil gestos y muchas palabras. Ahora ha reunido las palabras en una carta dirigida al mundo entero.

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En la encíclica Fratelli tutti, Francisco ha explicado que su fraternidad es universal.

Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 06/10/2020

La palabra fraternidad no es sencilla. Hay muchas fraternidades, no todas buenas ni cristianas. Siempre ha habido personas y comunidades que, en nombre de la fraternidad entre ellas mismas, han descartado y humillado a mujeres y hombres que no cabían en ella. Para llamar hermanos a algunos, han ofendido y matado a otros, considerados no hermanos. El gran relato de Caín nos dice que la fraternidad de la sangre no garantiza la amistad, y que el primer asesino puede ser el hermano. Otras fraternidades no han visto ni querido a las mujeres, y las han eliminado en nombre de una fraternidad parcial y equivocada. Han sido muy raras las experiencias de inclusión de todos como hermanos, y aún más de todas como hermanas.

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Siempre de parte de la víctima, amando las diversidades humanas

Siempre de parte de la víctima, amando las diversidades humanas

En la encíclica Fratelli tutti, Francisco ha explicado que su fraternidad es universal. Luigino Bruni. Original italiano publicado en Avvenire el 06/10/2020 La palabra fraternidad no es sencilla. Hay muchas fraternidades, no todas buenas ni cristianas. Siempre ha habido personas y comunidades que,...
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Nuevas formas de relación – El smart working y las clases a distancia han aumentado las oportunidades así como las desigualdades, pero han reducido la sociabilidad y la creatividad en el trabajo.

Original italiano publicado en Avvenire el 15/05/2020.

¿Qué hemos aprendido sobre el trabajo y la escuela en estos dos meses? Muchas cosas positivas, que están a la vista de todo el mundo. Descubrir que podemos hacer desde casa muchas de las cosas que antes hacíamos presencialmente, ha sido emocionante y alentador. El smart working ha aumentado nuestras oportunidades, ha enriquecido nuestra oferta laboral y ha reducido el tráfico y la contaminación, cosas que por supuesto no añoramos. Hemos hablado y colaborado con personas lejanas, a las que no habríamos conocido de no ser por estos nuevos instrumentos. 

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Sin embargo, se habla menos de las limitaciones y de los perjuicios que causan estas innovaciones. El primero de ellos tiene que ver con la relación entre la enseñanza a distancia y la desigualdad. Aquellos que, como yo, estén dando muchas clases online, incluso usando las plataformas más avanzadas, se habrán dado cuenta de que los alumnos más hábiles y motivados participan y aprenden, mientras que a los menos motivados les cuesta mucho, sobre todo si tienen algún problema anterior de aprendizaje. Es muy difícil saber desde casa qué sucede detrás de una pantalla con la cámara desactivada porque, según dicen, “no funciona”. Dentro del aula, un profesor atento mira, comprende, motiva, estimula. Hacer todo esto online, sobre todo con aulas numerosas, es muy, muy, difícil. Por no hablar de los niños y adolescentes hijos de los inmigrantes de primera generación, que, después de estos meses, corren un serio peligro de volver al conocimiento de la lengua que tenían en 2019. El virus dejará una escuela – no solo una economía – más desigual; y esta es una muy mala noticia, porque las desigualdades en la infancia y en la adolescencia se multiplican en la vida adulta.

Sobre los adolescentes en cuarentena habría mucho que decir. A todos nos ha sorprendido positivamente cómo han aguantado la clausura doméstica. Han sido más virtuosos de lo que casi todos esperábamos al principio, y tenemos que agradecérselo. Pero, si queremos ser honestos (y un poco políticamente incorrectos), sabemos que la medalla tiene otra cara menos luminosa. Los adolescentes han aguantado en casa porque buena parte de ellos ya estaban confinados en sus habitaciones mucho antes de la pandemia. Hace años que nuestros adolescentes (también los niños) han renunciado a muchas horas de aire libre y juegos comunitarios presenciales porque estaban demasiado seducidos y encantados con los smartphones y sus maravillosos pasatiempos solitarios. Ya estaban tan a gusto en sus habitaciones solitarias y por eso han sufrido menos la falta del juego con los amigos. Al salir del colegio ya jugaban muy poco juntos y ahora han seguido sin jugar. El “encuentro” se producía dentro de sus máquinas y así lo han seguido haciendo. Hace veinte años habrían sufrido mucho más por no salir de casa, porque lo atractivo estaba fuera y el sueño de los sueños era jugar con los amigos.

En el siglo XX generamos milagros económicos y civiles porque aprendimos a cooperar jugando juntos muchas horas todos los días, y después “seguimos jugando” juntos en el trabajo. La lucha diaria de los padres para intentar reducir el número de horas que pasan los hijos pegados al teléfono necesariamente se ha relajado mucho durante la pandemia. También por eso, el cierre de los colegios es grave, aunque sea necesario. Esta era la principal (a veces casi la única) actividad verdaderamente social y comunitaria de nuestros chavales; al cerrarla hemos perdido formación y aprendizaje, pero también habilidades relacionales y comunitarias. Cuando acabe la emergencia será aún más difícil sacarlos de sus habitaciones, como ya estamos viendo. La didáctica online, a pesar de los esfuerzos, está aumentando el confinamiento solitario de nuestros hijos.

Después está el smart working de los adultos. Tras el entusiasmo por los primeros webinars, en las últimas semanas estamos comprendiendo que estas plataformas de trabajo online funcionan bien para tareas individuales, funcionan más o menos bien para reuniones rutinarias, pero funcionan poco y mal para reuniones donde debemos encontrar soluciones nuevas para gestionar situaciones verdaderamente complejas y complicadas. En una palabra: funcionan poco y mal para activar las funciones más cualitativas de la inteligencia colectiva, que es indispensable para crear algo de valor juntos. La creatividad es el gran tema del trabajo online. Cuando la interacción se produce presencialmente, las expresiones de la cara, los matices, el tono de voz, el lenguaje facial y corporal y las palabras no dichas se convierten en inputs esenciales para que los demás miembros del equipo puedan relanzar, corregir, contradecir o desarrollar. A partir de ahí surgen las dinámicas maravillosas y raras de la acción generativa colectiva. Algunas dimensiones de la inteligencia colectiva se alimentan prevalentemente de cuerpo.

La corporeidad es el gran tema central de estos cambios. En el estancamiento forzoso hemos entendido que habíamos maltratado el cuerpo, que habíamos corrido demasiado, que habíamos respetado poco la necesaria alternancia entre la vida exterior y la vida doméstica. Al pasar mucho tiempo en casa nos hemos dado cuenta del poco tiempo que pasábamos antes. También hemos aprendido que la presencia del cuerpo es más compleja de lo que creíamos en 2019, y que en determinados encuentros podemos estar verdaderamente presentes aunque estemos físicamente distantes. Tal vez un día lleguemos a desarrollar máquinas tan complejas que nos permitan sentir, desde casa, casi como si estuviéramos presentes con el cuerpo. Pero también hemos aprendido que para determinadas interacciones creativas las palmadas en el hombro, el apretón de manos, la comida juntos o el abrazo son ingredientes insustituibles.

Lo hemos visto con las “misas online”, donde ninguna espléndida homilía ha podido sustituir la ausencia del “cuerpo” de la Eucaristía. Lo hemos visto, de otro modo pero análogamente, en las reuniones de las que, al faltar la res del cuerpo social, han salido decisiones desencarnadas, poco profundas, no suficientemente verdaderas. Nos hemos descubierto analfabetos en el arte de las relaciones online. Hemos necesitados milenios para dar vida a la gramática de las relaciones sociales y en dos meses nos hemos encontrado en un mundo distinto, sin ninguna preparación emocional, simbólica, relacional – ¿Cómo se evitan los conflictos en zoom? ¿Cómo se resuelven? ¿Cómo se comunican el alma y el espíritu? Hasta ahora hemos seguido el instinto, pero no siempre ha funcionado bien. No es difícil imaginar que, si después de la pandemia aumentan las reuniones en remoto (y aumentarán), nuestra capacidad creativa será la más penalizada.

Para terminar, en la vida social de las organizaciones, muchas cosas verdaderamente importantes ocurren como efecto colateral (by-product) de las reuniones oficiales. Todos tenemos experiencia de algunas ideas esenciales y decisiones geniales que han ocurrido durante los descansos, mientras tomábamos un café o volvíamos juntos de la oficina en el automóvil. Hay mucha vida de empresa que ocurre donde y cuando, según nuestra intencionalidad organizativa, no debería ocurrir. Toda esta “belleza colateral” no se ve por zoom. No lo olvidemos mientras mantenemos viva la memoria de cómo era el mundo antes del Covid.

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Original italiano publicado en Avvenire el 15/05/2020.

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Lo que no se ve y tampoco ocurre en el teletrabajo y la teleconferencia

Lo que no se ve y tampoco ocurre en el teletrabajo y la teleconferencia

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Este tiempo y este Primero de Mayo

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 01/05/2020.

Cuando la vida, sin pedir permiso, frena nuestra carrera, nos permite hacer grandes descubrimientos. Nos permite entrar por fin en una nueva relación con los seres vivos que necesitan tiempos más lentos, profundos y dilatados para dejarse ver y “hablar”. Los ancianos, los enfermos, la naturaleza, las plantas y los ríos son portadores de una calidad de vida que permanece muda cuando está obligada a mantener el ritmo desenfrenado de los negocios.

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En estos meses de inmenso dolor, muchos han aprendido las primeras palabras del lenguaje de los tiempos lentos. Algunos incluso han aprendido a hablar con los ángeles, otros con los demonios, y algunos con ambos. Al recorrer cada día los mismos doscientos metros, finalmente hemos visto, conocido y reconocido el ambiente que rodea nuestra casa. Nos hemos dado cuenta de cuántas cosas hay allí, apenas tras la puerta, y cuánta vida nos rodea sin que lo apreciemos.

Al caer en esta enorme reducción colectiva de la velocidad también hemos visto mejor y de otra forma el trabajo. Al no poder trabajar muchos de nosotros – o al no poder hacerlo como sabíamos o como nos gustaría –, en este letargo del homo faber y del homo oeconomicus, se ha liberado espacio para otras dimensiones de la vida. La economía se ha visto obligada a retroceder – nunca lo habría hecho espontáneamente – y a convertirse en una palabra más de la vida (no ya la única ni la primera ni la última, sino simplemente una palabra entre muchas). Y en este espacio liberado nos hemos dado cuenta de cuánta vida hemos inmolado y sacrificado a una economía que había crecido demasiado rápidamente y de forma desequilibrada. No lo olvidemos.

Lo primero que hemos visto es cuánta economía hay dentro de casa, en nuestra familia.

En el eclipse de la economía política, ha renacido la economía doméstica, el Oikos-nomos: la administración de la casa. En este gran silencio de las fábricas, las oficinas y las plazas, la primera realidad que ha surgido con una fuerza extraordinaria es la casa. Todas las innovaciones que hemos experimentado, desde el smart work a los webinars, que han permitido que nuestro PIB y nuestras instituciones no hayan caído en un abismo demasiado profundo, han sido posibles gracias a la presencia de un cuerpo intermedio, fundamental y maravilloso, que se sitúa entre las organizaciones y los individuos: la familia, y dentro de ella especialmente las mujeres y las madres.

Si alguien ha visto trabajar desde casa a los padres, y sobre todo a las madres, coordinando una “administración” improvisamente mucho más compleja y complicada – acompañar las clases online, soportar colas larguísimas para hacer la compra, supervisar a distancia a los padres que están lejos o en una residencia – si se ha fijado bien habrá visto la contribución esencial de las familias, de las mujeres, a la gestión y a la superación de esta crisis inédita. No debemos olvidar lo que hemos visto. En este sentido, también al fin hemos entendido dónde se encuentra verdaderamente el corazón del sistema económico. Sin ese trabajo esencial e invisible para la contabilidad nacional, los productos de las fábricas y los servicios de la escuela serían incapaces de crear bienestar. Porque las mercancías se convierten bienes dentro de nuestras casas, donde un paquete de macarrones y un frasco de tomate sufren una alquimia y se convierten en alimento para el cuerpo, para los lazos que nos unen y para el alma.

La experiencia de las personas que han vivido solas estos meses tremendos ha sido muy distinta, demasiado, de la de quienes los han vivido en familia. El yugo del aislamiento se ha hecho más ligero y suave cuando el aislamiento externo ha estado compensado con una compañía interna. Estas cosas las sabíamos “de oídas” pero ahora, durante la lucha, las hemos visto “cara a cara” y ya no debemos olvidarlas. 

Además, en un momento determinado, hemos comprendido qué es el trabajo, qué es verdaderamente el trabajo. Todos juntos hemos comprendido mejor la profecía del artículo 1 de la Constitución Italiana. Nos hemos dado cuenta de que nuestro verdadero fundamento está en el trabajo. Al estar parados y asomarnos de vez en cuando a la ventana, hemos visto de otro modo el trabajo y los trabajadores. Nos hemos dado cuenta de que no habríamos sobrevivido dentro de casa sin camioneros, barrenderos, mantenedores de las líneas eléctricas y bomberos. A nuestros enfermos los han cuidado, junto a los médicos, enfermeros y trabajadores sociosanitarios, también cientos de miles de operarios, transportistas, dependientes, estibadores y fontaneros. Finalmente, la inteligencia de las manos ha tenido la misma dignidad que la inteligencia intelectual. Nunca había dado las gracias a un mensajero con la intensidad y la sinceridad con que lo hice ayer: en la mano que se extendía para entregarme el paquete había un valor y una sacralidad que no había visto antes, y no me pareció menos solemne que la que hace meses me ofrecía la comunión en la iglesia. Estos valores y esta sacralidad ya estaban ahí, pero nunca los había visto de este modo.

Parece que era necesario este dolor para entender, gracias al trabajo, que puede no haber diferencia entre el progreso material y el espiritual. La pandemia ha desvelado el trabajo y de este modo nos ha permitido ver su esencia, al desnudarlo de otras dimensiones que ocupaban el primer lugar en condiciones ordinarias. Y cuando hemos llegado a lo esencial del trabajo, no hemos encontrado incentivos ni explotación; hemos encontrado una palabra gastada, manoseada y ofendida: hemos encontrado la palabra amor. Y nos hemos quedado sin aliento. No pensábamos que el trabajo fuera, verdaderamente, eso que nos hace poco inferiores a los ángeles (Salmo 8). El trabajo es la forma más alta de amor mutuo y de reciprocidad que la civilización moderna haya realizado a vasta escala.

Esta revelación del trabajo será otra herencia de esta gran crisis. Un amor civil, no romántico, a veces anónimo, pero fiel a la antigua etimología económica de caridad – lo que cuesta, lo que es querido porque vale. En estos meses no ha habido nada más querido que el trabajo. Nos queremos de muchas maneras, pero en la esfera civil no hay amor más serio y grande que el trabajo, trabajar unos para otros, unos con otros. Pronto olvidaremos muchas cosas de este tiempo, tal vez casi todas. Pero no olvidemos el trabajo desvelado.

Feliz Primero de Mayo.

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Este tiempo y este Primero de Mayo

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 01/05/2020.

Cuando la vida, sin pedir permiso, frena nuestra carrera, nos permite hacer grandes descubrimientos. Nos permite entrar por fin en una nueva relación con los seres vivos que necesitan tiempos más lentos, profundos y dilatados para dejarse ver y “hablar”. Los ancianos, los enfermos, la naturaleza, las plantas y los ríos son portadores de una calidad de vida que permanece muda cuando está obligada a mantener el ritmo desenfrenado de los negocios.

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El trabajo, de verdad

El trabajo, de verdad

Este tiempo y este Primero de Mayo Luigino Bruni Original italiano publicado en Avvenire el 01/05/2020. Cuando la vida, sin pedir permiso, frena nuestra carrera, nos permite hacer grandes descubrimientos. Nos permite entrar por fin en una nueva relación con los seres vivos que necesitan tiempos m...
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Deuda y culpa, Europa y nuestro mañana

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 31/03/2020.

 «Esos genealogistas de la moral habidos hasta ahora, ¿se han imaginado, aunque sea remotamente, que, por ejemplo, el concepto moral básico de “culpa” procede del muy material concepto de “deuda”?». En esta famosa frase de la “Genealogía de la moral”, Friedrich Nietzsche enfatizaba la estrecha relación que existe en el idioma alemán entre “deuda” y “culpa”, hasta tal punto que son la misma palabra: Schuld. La misma equivalencia y la misma palabra se encuentra en el idioma holandés.

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Estos dos países están unidos por una fuerte influencia de la herencia de la Reforma Protestante, si bien Holanda es más calvinista y Alemania más luterana. Pero, en la Biblia en general, antes que un asunto económico, la deuda es un asunto moral y religioso. La frase “perdona nuestras deudas…” está en el centro de la primera oración cristiana.

En todo caso, es indudable que en el humanismo protestante se puso más de relieve que en los países católicos latinos, la equivalencia entre culpa y deuda. Esto afecta a todas las deudas, pero sobre todo a la deuda pública. La razón, entre otras, es que la “cultura de la culpa” es más típica de los países protestantes, mientras que en los países católicos y latinos doma la “cultura de la vergüenza”. Al sur de los Alpes nos avergonzamos de tener deudas ante quienes nos conocen y nos ven (por tanto es bueno que los demás no conozcan y no vean nuestras deudas), pero nos sentimos menos culpables. No es casualidad que, en Italia, los primeros préstamos con un tipo de interés lícito fueran los concedidos para financiar los gastos públicos de las ciudades medievales. Los gastos del soberano y de la Iglesia no solo no se veían como derroche sino como magnificencia y como fiesta (los Papas, a diferencia de la Ginebra de Calvino, nunca abolieron las fiestas ni sus costes).

Pero si la deuda es culpa, entonces el deudor (persona o estado) es culpable. Esta antigua ecuación también se encuentra detrás de la rigidez con la que, sobre todo Alemania, ha pensado, gestionado y custodiado la relación deuda-PIB en la eurozona. Y hoy se ve también en la desconfianza con respecto a la emisión de los llamados coronabonos, cuyo principal aliado es Holanda. Tampoco es casualidad que en el otro lado se encuentren las “católicas” Italia, España y Francia. Los políticos, de una y otra parte del debate, saben poco o casi nada de la Biblia, de Calvino y de Lutero, pero, como me recordaba siempre mi maestro de filosofía citando al psicólogo Burrhus F. Skinner, la cultura es lo que te queda dentro cuando has olvidado todos los libros que has leído. 

Han olvidado las 95 tesis de Wittenberg y el libro del Levítico, pero no han olvidado que la deuda es una culpa. El lenguaje es también guardián de la arqueología de los conceptos sepultados por las civilizaciones.

Si Europa no quiere ser la gran víctima del coronavirus, los países nórdicos deben ser más grandes que el peso de sus palabras. No sería la primera vez. Tras la segunda guerra mundial, después de los fascismos y nacismos, supimos olvidar palabras pésimas y envenenadas, que aún estaban muy frescas en la sangre del cuerpo de los pueblos europeos, y generamos la obra maestra de la Comunidad Europea; una comunidad que nunca habría nacido si no hubiéramos olvidado todas las palabras tremendas e inhumanas que nos dijimos unos a otros. Aquel gran dolor fue capaz de elaborar el luto de algunas palabras e inventó otras nuevas y mejores.

Desgraciadamente, uno de los dolores de estos días es la desaparición de muchos de los últimos testigos de aquella transformación de fratricidio en fraternidad, que sigue acortando nuestra ya corta memoria.

En estas mismas páginas hemos distinguido varias veces entre los pactos y los contratos. El contrato no es capaz de olvidar las palabras de ayer para generar otras nuevas; el pacto sí, y si no lo hace muere como pacto. Después de esta crisis epocal podríamos encontrarnos fácilmente con una Europa reducida definitivamente a puro contrato comercial.

Al mismo tiempo, los italianos somos conscientes de que alguna culpa tenemos en la enorme deuda pública acumulada en estas décadas. Lo sabemos nosotros y lo saben nuestros socios europeos, al igual que conocemos y conocen nuestra evasión fiscal, nuestra “cultura” cívica y nuestros derroches. Además, como si esto no fuera suficiente, Italia se ha cargado de años de señales ambiguas sobre Europa y el euro, por parte de políticos importantes que han pronunciado muchas palabras equivocadas e irresponsables. También estas palabras cuentan, y hoy se recuerdan. Las grandes crisis comportan una despiadada comprobación de la calidad moral de la vida política y civil de una sociedad, cuando la verdad del dolor de hoy desnuda todas las palabras de ayer. Las demasiadas víctimas de todo el continente pueden destruir el pacto europeo o regenerar una nueva Europa. Por eso, ahora todos debemos bajar el tono, hablar menos y con más humildad, llorar todos juntos a nuestros muertos, que pueden unirnos más que los vivos, y asumir todos juntos compromisos recíprocos claros y justos.

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Deuda y culpa, Europa y nuestro mañana

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 31/03/2020.

 «Esos genealogistas de la moral habidos hasta ahora, ¿se han imaginado, aunque sea remotamente, que, por ejemplo, el concepto moral básico de “culpa” procede del muy material concepto de “deuda”?». En esta famosa frase de la “Genealogía de la moral”, Friedrich Nietzsche enfatizaba la estrecha relación que existe en el idioma alemán entre “deuda” y “culpa”, hasta tal punto que son la misma palabra: Schuld. La misma equivalencia y la misma palabra se encuentra en el idioma holandés.

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El gran peso de las palabras

El gran peso de las palabras

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Mecanismos y complejidad del mercado, interdependencia, fraternidad.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 13/03/2020

Economía significa gobierno de la casa. Esta es la primera definición que aprenden los estudiantes de economía el primer día de clase. Pero hasta estos días, nuestra generación no había entendido debidamente que entre gobierno, casa y economía existe una relación directa. El gobierno nos pide que nos quedemos en casa, mientras la economía hace todo lo posible para que alguien no se quede en casa y vaya a trabajar. La economía puede y debe cumplir con su deber, que consiste en que las palabras tranquilizadoras que el gobierno nos dirige para que nos quedemos en casa sean verdad: los supermercados no estarán desabastecidos. 

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La economía sabe que para que la fruta, la leche, la verdura y la carne llegue a las tiendas de alimentación, para que el gas, la energía e internet lleguen a nuestras casas, y para que las medicinas lleguen a las farmacias, es necesario que alguien trabaje. Si todos nos quedáramos en casa, nadie podría quedarse en casa. Después, si ahondamos en los detalles – este es el aspecto más difícil del oficio de la política – nos damos cuenta de que hemos desarrollado una economía de mercado tremendamente compleja e interdependiente, cuya enorme complejidad no vemos cuando todo funciona con normalidad.

Pero en cuanto algo se atasca y tenemos que echar mano del “mantenimiento del coche”, inmediatamente descubrimos que en realidad todo es muy difícil. Por una parte, (casi) todos estamos convencidos de que los trabajadores de las fábricas no deben estar expuestos a un mayor riesgo de contagio que los trabajadores que están en casa, pero cuando empezamos a señalar qué empresas deberían cerrar y cuáles no, nos encontramos con dos hechos-dilemas. 

Primero: reconstruir en pocas horas la morfología de la red económica de clientes, proveedores y subproveedores, y descomponer los productos finales en decenas o centenas de componentes es infinitamente arduo. El mercado contemporáneo es un mecanismo admirable precisamente porque agrega una cantidad infinita de operaciones y cálculos, dispersos entre millones de personas, que ningún robot hiperinteligente podría realizar. Antes que la división del trabajo, el mercado optimiza la división del conocimiento disperso y fragmentado, del que cada uno de nosotros posee solo una pequeñísima, pero insustituible, pizca.

Segundo: suponiendo que lográramos aproximar el cálculo de esta enmarañada red, es probable que las empresas ausentes de la cadena de suministro de cualquier bien esencial fueran menos de las que pensamos. Así pues, identificar qué empresas deberían cerrar es condenadamente difícil y, aunque fuéramos capaces de hacerlo, descubriríamos que muchos trabajadores deberían seguir trabajando igualmente, si queremos quedarnos en casa y seguir comiendo y viviendo. Los milagros económicos que este capitalismo ha producido en estas últimas décadas son la otra cara de la impotencia en la que nos encontramos hoy. Esta es la razón del inevitable conflicto entre quienes tienen que tomar las decisiones concretas y quienes invocan sacrosantos principios éticos de equidad. Intentar entender cada uno las razones del otro ya sería un paso esencial para una posible solución o tratamiento. 

Pero hay otro problema importante sobre el que se discute menos: ¿Cuáles son los bienes y servicios esenciales? Es difícil convencer a mucha gente de que los cigarrillos son esenciales, o, peor aún, los rasca-y-gana de los estancos abiertos (es más fácil convencernos de que son esenciales para los fumadores y para los ludópatas). Pero es posible que nadie crea que es esencial el peluquero.

Pero pensemos en los millones de personas (principalmente mujeres y mujeres ancianas) que pasarán semanas recluidas en casa y despeinadas, así como en los cientos de miles de cabezas que de repente se volverán blancas porque alguien ha decidido que los tintes no son bienes esenciales y ha detenido su producción y distribución. Es cierto que no serán muchos los que nos vean despeinados y canosos. Nos veremos nosotros mismos en el espejo cada mañana, incluso más que antes por falta de otras caras a las que mirar. Durante las crisis largas e importantes, el cuidado de uno mismo y de los demás es un bien esencial, casi tanto como comer y vestirse. Las personas cuidadas y peinadas soportan mejor las largas noches. Somos animales simbólicos, mucho antes que animales a los que hay que dar de comer y entretener.

Con esto no quiero decir si deben abrirse o no las peluquerías, sino entender qué es lo que se esconde detrás de un corte o un tinte. Hemos tenido que cerrar los negocios para entenderlo. Igualmente hemos tenido que cerrar las escuelas y quedarnos con las aulas vacías o delante de un ordenador para entender quiénes son y qué representan, verdaderamente, nuestros estudiantes. Entonces ¿qué podemos hacer? Ser más conscientes, en el diálogo político y social, de la complejidad de estas decisiones, y de la práctica imposibilidad de que todas las decisiones sean correctas y exactas. Cerremos las (pocas) empresas que podemos cerrar fácilmente, y hagamos más para que quien tiene que trabajar, para que nosotros podamos quedarnos cómodamente en casa, corra el menor riesgo posible. Y después, cuando el virus haya pasado, acordémonos de lo interdependientes que somos, de la cantidad de gente invisible que hay detrás de un litro de leche fresca o de un líquido para teñir el cabello. El mercado es también un maravilloso engranaje donde todos trabajamos para que todos podamos vivir mejor. En momentos como estos es cuando se comprende mejor en qué consiste el principio olvidado de la fraternidad.

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Mecanismos y complejidad del mercado, interdependencia, fraternidad.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 13/03/2020

Economía significa gobierno de la casa. Esta es la primera definición que aprenden los estudiantes de economía el primer día de clase. Pero hasta estos días, nuestra generación no había entendido debidamente que entre gobierno, casa y economía existe una relación directa. El gobierno nos pide que nos quedemos en casa, mientras la economía hace todo lo posible para que alguien no se quede en casa y vaya a trabajar. La economía puede y debe cumplir con su deber, que consiste en que las palabras tranquilizadoras que el gobierno nos dirige para que nos quedemos en casa sean verdad: los supermercados no estarán desabastecidos. 

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Coronavirus. Cerrar lo que se pueda cerrar. Comprender lo que hay que comprender

Coronavirus. Cerrar lo que se pueda cerrar. Comprender lo que hay que comprender

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El valor del trabajo y las relaciones, y el rey desnudo.

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 11/03/2020.

La crisis del nuevo coronavirus está desvelando la naturaleza ambivalente de la economía. Ante las dificultades que experimentamos para ir a trabajar, nos estamos dando cuenta de que nos gusta nuestro trabajo, incluso más que el tiempo libre. 

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Estamos comprendiendo que nos gusta estar el domingo en casa porque después viene el lunes y podemos volver al trabajo. Sin los días laborales, los días festivos también se oscurecen. Por eso, entre otras cosas, nos resistimos a renunciar al trabajo, aunque haya evidentes motivos de seguridad para ello. Nos gustaría mantener abiertas las fábricas y las oficinas no solo para que no se reduzca demasiado el PIB, o para ganar el sueldo que necesitamos, sino también porque sentimos que, mientras podamos trabajar, y trabajar juntos, no somos aplastados. Nada mejor que una crisis, grande y grave como la que estamos viviendo, nos desvela esta dimensión y esta vocación del trabajo. En el fondo, si miramos bien dentro de nosotros mismos, cuando una forma de muerte nos amenaza, el trabajo se convierte en un potente antídoto. No existe solo el conflicto entre eros y thanatos, sino también entre el trabajo de los vivos y el no trabajo de la muerte.

Así pues, aunque en tiempos corrientes no caigamos mucho en la cuenta, en realidad también vamos a trabajar para vencer la muerte. Creando bienes y servicios mediante nuestra acción colectiva generativa estamos diciendo, cada día, que la vida es más grande. Y no es ciertamente casualidad que, en la Biblia, muchos de los episodios decisivos para la vida y para la muerte acontezcan mientras las personas están trabajando, desde Moisés que pastoreaba el rebaño hasta los apóstoles, que fueron llamados mientras trabajaban.

Tampoco es casualidad que en algunos idiomas el trabajo esté relacionado con los esfuerzos y los dolores del parto, pues se parecen al dolor que acompaña a todo trabajo verdadero, siempre que no sea simple hobby o juego.

Además, estamos entendiendo que los bienes relacionales, tan ridiculizados por los economistas y los políticos en tiempos ordinarios, son tan esenciales o más que las mercancías. De repente estamos comprendiendo que a veces la gente, sobre todo los ancianos, va a comprar el pan principalmente para “consumir” la charla con la gente del barrio, pues al mercado se va sobre todo a “intercambiar palabras”. Estamos comprendiendo que no poder recibir visitas de voluntarios y amigos en la cárcel es cuestión de vida o muerte. Las grandes crisis vuelven del revés las viejas “pirámides de necesidades”. Todas las civilizaciones han sabido siempre estas cosas. La capitalista lo había olvidado. Esperemos que vuelva a aprenderlo a partir del dolor de estos días. Del mismo modo que un “mal común” (virus) nos ha enseñado de improviso qué es el “bien común”, la soledad forzosa nos ha enseñado el valor y el precio de las relaciones humanas, y la distancia mayor de un metro nos ha desvelado la belleza y la nostalgia de las distancias cortas.

Pero, como vemos y veremos cada vez más, la economía está mostrando también otra cara. Es la de las bolsas y las especulaciones, la del miedo a las pérdidas de PIB, que parecen más importantes que las pérdidas de vidas. Hasta ahora, no se han detenido actividades comerciales y productivas que no son esenciales para la vida de la gente: despachos legales, asesorías, algunas fábricas, despachos de analistas financieros, muchos tipos de tiendas… Sabemos que estas actividades reúnen cada día a mucha gente. Hemos parado inmediatamente las escuelas, pero no así las empresas.

Sigo pensando y repitiendo desde hace días que una “cuaresma del capitalismo”, que no tuviera en cuenta el PIB, ni la prima de riesgo, ni la deuda pública, ni el pacto de estabilidad, sería una terapia eficaz para frenar el avance demasiado amenazador y rápido del virus.

Las razones de la economía son muy distintas de las primeras razones del trabajo-vida. Más aún, son enemigas. En el sistema social que hemos levantado, la última palabra parecen tenerla los negocios y no el bien común, y la política no tiene suficiente fuerza para hacer cosas obvias. Todo esto es evidente en Italia y en España, pero también en Europa, en Gran Bretaña y en los Estados Unidos, donde se está subestimando la entidad de la crisis sanitaria, con el fin de reducir o tal vez evitar sus consecuencias para la economía y en particular para las finanzas, que no siempre son aliadas de la economía.

Si estamos atentos, en esta crisis podemos leer también importantes mensajes sobre el capitalismo que hemos construido en estas últimas décadas. Hemos corrido demasiado en pos de las señales del mercado. Hemos pensado que éramos invencibles. No hemos aplicado el principio fundamental de la convivencia humana que la Doctrina Social de la Iglesia llama principio de precaución, que debería llevar a una comunidad a no esperar la llegada del “cisne negro” para prepararse a hacer frente a un caso excepcional pero devastador. Una comunidad sabia y no guiada por el capital invierte en tiempos ordinarios para prepararse para los tiempos excepcionales. Lo hacemos todos los días con los seguros individuales y empresariales. Pero no lo hacemos para la sociedad en su conjunto, que se encuentra totalmente al descubierto en cuestiones decisivas, a pesar de que en años pasados ya habían surgido serias alarmas.

Que el rey (capitalista) está desnudo, como en el cuento, nos lo había dicho una niña hace ya un año. Nosotros no le hicimos caso, y hemos seguido viviendo como si el rey llevara ropa de verdad, encantados por el bienestar y el delirio de omnipotencia. Este virus es un segundo mensaje, que podemos gestionar para seguir viviendo como antes, o podemos interpretar con sabiduría y cambiar, cambiar mucho.

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El valor del trabajo y las relaciones, y el rey desnudo.

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La cuaresma del capitalismo

La cuaresma del capitalismo

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Epifanía de Jesús - Quien sabe dar no ocupa espacios, los libera. Es discreto. No se apropia del tiempo de la reciprocidad. Solo se lleva una “inmensa alegría”.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 05/01/2020.

 La fiesta de la Epifanía de Jesús nos dice muchas cosas importantes. Entre ellas, nos habla de la naturaleza del don, del significado de honrar y de la proximidad entre el don y la muerte.

El don es una de las formas más altas de libertad humana. Es por consiguiente una experiencia trágica. La visita de los magos, narrada en el evangelio de Mateo, contiene muchos elementos de la gramática del don. Mateo llama a estos sabios magoi, una expresión con la que probablemente se refería a unos sacerdotes del zoroastrismo. Se trataba de hombres sabios, astrónomos y astrólogos, venidos del este y de un mundo mítico del pasado pero que seguía muy presente en la cultura bíblica y por tanto en el evangelio. No eran pastores, sino expertos en las estrellas y en la ciencia. Es bonita esta presencia de la sabiduría y de la ciencia en el pesebre, una bendición necesaria en estos tiempos de crisis. También es bonito ver varones haciendo regalos: varón era Herodes y varones eran también los magos, ayer como hoy. 

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Eran sabios venidos de oriente, probablemente de Persia, la actual Irán, en la peregrinación más hermosa. No adoraban al mismo Dios que el evangelista. Alguien los llamaría sencillamente idólatras, demasiado cercanos a los magos y a los adivinos egipcios, asirios y babilonios contra los que combatía la Biblia. Sin embargo, Mateo, al comienzo de su evangelio, decidió los ojos en estos forasteros y amigos que venían de lejos trayendo una bendición y regalos para honrar al niño. Creer en otros dioses no es suficiente para ser enemigos de la fe bíblica. Los primeros adversarios de los profetas y del pueblo de Israel fueron los falsos profetas, que creían y adoraban al mismo YHWH, que conocían perfectamente la Ley y la citaban de memoria. La visita de los magos nos dice que Dios es verdadero y único aunque cada uno lo llame con un nombre distinto. No somos dueños del nombre de Dios, que siempre es más grande y plural que nuestros vanos intentos de aprisionarlo dentro de nuestra religión. Y nos recuerda, junto al samaritano, otro gran “viajero” de los evangelios, que el prójimo [próximo] no es el que está más cerca: los magos fueron próximos al niño aun siendo, por muchas razones, lejanos.

Estos hombres se pusieron en camino hacia occidente, siguiendo «una estrella», para «adorar» a un niño, que sabían que era «el rey de los judíos» (Mt 2,2).

He aquí los dos primeros elementos de esta gramática especial del don: un camino y una estrella. El camino implica compromiso y tiempo, ingredientes fundamentales de todo don verdadero. No nos gustan los regalos reciclados, no los aceptamos, precisamente porque les faltan compromiso y tiempo. Hay regalos que no exigen mucho tiempo; en pocas horas se pueden hacer muchos. Sin embargo, el don es distinto. No hay don sin un camino, sin un viaje material o espiritual. Nos levantamos y salimos al encuentro de la persona a la que hemos decidido honrar con nuestra visita y con nuestro regalo. Yendo a su encuentro ya le decimos casi todo lo que queremos decirle a esa persona. Las cosas más importantes las decimos con el cuerpo en movimiento. El objeto que puede acompañar al don es un signo, un sacramento que refuerza y hace explícito lo que decimos con nuestra visita, con nuestro caminar. El primer don de los magos consiste en ponerse en camino. Otras veces los viajes son solo espirituales, como cuando queremos (y debemos) escribir la tarjeta que acompaña a nuestro regalo y viajamos atrás y adelante en el tiempo buscando las palabras que solo nacen si les damos el tiempo de florecer en nuestra alma, viajando interiormente en compañía de la persona a la que vamos a honrar con nuestro don.

El otro elemento es la estrella. En los dones, al menos en los más importantes, el camino no comienza sin la aparición de una “estrella”, sin una voz, una señal, una convocatoria. Nos ponemos en camino porque alguien o algo nos llama interiormente. A veces es un grito. En la vida hemos recibido dones gracias a que alguien ha seguido, por nosotros, una estrella. Por eso sabemos reconocerlos. El primer don (la vida) llega casi siempre así, gracias a dos personas que han visto y seguido cada una la estrella de la otra. Lo que somos hoy depende de muchas cosas, pero sobre todo de los dones-estrella que hemos recibido. El evangelio nos dice que, una vez que los magos llegaron donde estaba el niño, «al ver la estrella se llenaron de una inmensa alegría» (2,10). La alegría es la reciprocidad típica de estos dones, una alegría especial e inmensa que solo conocemos cuando efectuamos algún don-estrella. Parecen dones unilaterales, pero no es así, porque esta “inmensa alegría” es una forma esencial de reciprocidad, incluso mayor que la narrada en el evangelio (apócrifo) árabe de la infancia de Jesús, según el cual «María les regaló algunas telas que usaba para fajar al niño Jesús».

En el relato de Mateo, el primer encuentro de los magos en Jerusalén fue con Herodes. El rey, consternado, quería informarse acerca de este hipotético nuevo rey-niño, llamó a los magos y les dijo: «Averiguad con precisión lo referente al niño. Cuando lo encontréis, informadme a mí, para que yo también vaya a rendirle homenaje» (2,8). Para que yo también vaya a rendirle homenaje. En la tierra sigue conviviendo el homenaje de los magos con el de Herodes, las visitas a los niños para celebrar la vida con las “visitas” para celebrar la muerte. Y la tierra sigue viviendo mientras las visitas de los magos sean más numerosas que las de Herodes.

El anuncio de los magos a Herodes produjo, de forma no intencionada, las primeras muertes del Nuevo Testamento: la masacre de los inocentes. Los magos son recordados por sus regalos, pero también por la matanza de Herodes. Esto inmediatamente nos hace ver una cosa decisiva que atraviesa todos los evangelios, Pablo y el humanismo cristiano: el don hace frontera con la muerte. Esta cercanía se expresa de muchos modos, no todos bonitos. Hay dones que producen muerte porque son venenosos (gift), cuando bajo un envoltorio brillante solo esconden voluntad de control y manifestación de fuerza y de poder. Son los regalos mortíferos de los mafiosos, los reyes y los faraones, que usan los regalos para marcar distancia, para decirnos que ellos son propietarios de sus regalos y de nosotros. Pero en el roce entre muerte y don, en la cercanía entre dóro y thánatos, hay también otras palabras. El don es ambivalente, porque si no lo fuera no sería una de las palabras más bellas y altas que podemos pensar y pronunciar bajo el sol.

Quien conoce el don bueno, el que nace de nuestra irrenunciable vocación a la gratuidad, sabe que el don lame las heridas y la muerte porque se coloca en el centro de la vida, que empieza con el primer don y termina con el último, cuando, al decir “aquí estoy”, el don y la muerte sean una palabra sola. El don nace y actúa en la frontera entre dos o más vidas, y por eso tiene la capacidad de incidir en la vida, de ser eficaz. Es como la palabra: crea, cambia, marca, enseña, hiere. ¿Qué nos hiere más que un don rechazado y pisoteado? La Biblia conoce bien la ambivalencia del don. Por eso habla poco de él y cuando lo hace (Isaías) casi siempre es para ponernos en guardia con respecto a los dones/regalos venenosos sin gratuidad. Pero sobre todo nos habla del don poniéndolo al comienzo del relato de la historia humana. El don de Caín no fue grato a Dios-Elohim, y este don rechazado produjo el primer homicidio-fratricidio del mundo. Herodes es el anti-don, el nuevo Caín, alguien que no sabe “honrar” y tampoco sabe dar. Los magos son como Abel, el hermano manso que sabía hacer regalos, que se puso en camino hacia los campos y cuya sangre riega la tierra de la Buena Noticia y eleva su olor hasta Dios.

Los regalos de los magos fueron «oro, incienso y mirra» (2,11), para expresar la realeza (oro), la divinidad (incienso) y la corporeidad (mirra). La gramática y la sintaxis del don se sigue desvelando. En cada encuentro que nace del don, te digo que tienes la dignidad de un rey, que eres sagrado como un dios y que eres un ser humano, y por tanto tu limitación y tu futura muerte no son una maldición ni una condena, sino una tarea y un destino. Estos son los accidentes que, solo juntos, conforman la sustancia del don, que consiste en honrar.

«Entraron en la casa, vieron al niño con su madre, María, y echándose por tierra le rindieron homenaje» (2,11). En el don de los magos también está María, una sorpresa y una alegría añadidas a su alegría ya inmensa. En María podemos ver a otra amiga bíblica de los magos: la reina de Saba, que viajó desde lejos, con muchos regalos, para conocer y honrar la sabiduría. El don de los magos es otro Magnificat de los evangelios, y la visita de María a Isabel es el episodio que más se le parece. María acogió con confianza a los magos en su casa, les dejó pasar, los reconoció como invitados buenos y aceptó el don.

Para terminar, también los magos, como María con Isabel, después de haber entregado sus regalos, emprendieron el camino de vuelta a casa. Esta es la última nota característica del arte del don, que no termina con la aceptación sino con la vuelta. Quien conoce este arte por haberlo practicado toda la vida, sabe que «volver a casa» es la obra maestra del don, porque significa castidad, una palabra esencial en todo don, hermana gemela de la gratuidad. Quien sabe dar no ocupa espacios, los libera. Es discreto. Sale deprisa, sabe estar sin prisa y vuelve aprisa. No se apropia del tiempo de la reciprocidad. Y se lleva solo una “inmensa alegría”.

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Epifanía de Jesús - Quien sabe dar no ocupa espacios, los libera. Es discreto. No se apropia del tiempo de la reciprocidad. Solo se lleva una “inmensa alegría”.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 05/01/2020.

 La fiesta de la Epifanía de Jesús nos dice muchas cosas importantes. Entre ellas, nos habla de la naturaleza del don, del significado de honrar y de la proximidad entre el don y la muerte.

El don es una de las formas más altas de libertad humana. Es por consiguiente una experiencia trágica. La visita de los magos, narrada en el evangelio de Mateo, contiene muchos elementos de la gramática del don. Mateo llama a estos sabios magoi, una expresión con la que probablemente se refería a unos sacerdotes del zoroastrismo. Se trataba de hombres sabios, astrónomos y astrólogos, venidos del este y de un mundo mítico del pasado pero que seguía muy presente en la cultura bíblica y por tanto en el evangelio. No eran pastores, sino expertos en las estrellas y en la ciencia. Es bonita esta presencia de la sabiduría y de la ciencia en el pesebre, una bendición necesaria en estos tiempos de crisis. También es bonito ver varones haciendo regalos: varón era Herodes y varones eran también los magos, ayer como hoy. 

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La gramática del don-estrella

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El humanismo de los jóvenes y el desafío para el año entrante de conjugar una ecología y una economía integrales

di Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 31/12/2019.

50 años después del 68 y tras el fin de las ideologías, los jóvenes han vuelto a ser el primer elemento de cambio y de innovación social y política.

El año 2019 será recordado por dos novedades importantes, íntimamente conectadas: el nuevo protagonismo de los jóvenes y adolescentes y la toma de conciencia global acerca de la envergadura e irreversibilidad de la crisis ambiental. Cincuenta años después del 1968, los jóvenes han vuelto a ser el primer elemento de cambio y de verdadera innovación social y política. Han tenido que pasar unas cuantas décadas para que los jóvenes hayan encontrado su lugar en el “nuevo mundo”. Tras el fin de las ideologías, vivieron un eclipse civil y cultural. Se quedaron mudos y aplastados, como en un largo “sábado santo”, entre un mundo que terminaba y otro que tardaba demasiado en llegar. El luto de los padres y abuelos les dejó en la sombra, y se volcaron en las pequeñas cosas – videojuegos o smartphones – por la muerte de las grandes. Todos hemos salidos del siglo XX desorientados y decepcionados, pero los jóvenes más. Sufren más profundamente por el fin de las narraciones colectivas, de las utopías, de los sueños grandes. Los adultos podemos aguantar mucho tiempo sin soñar juntos, pero cuando somos jóvenes la resistencia es menor, porque la utopía es el primer alimento de la juventud. 

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No obstante, el final de la utopía – el no lugar – ha (re)generado un nuevo lugar, el lugar por excelencia, el lugar de todos: la Tierra. Después de un largo descentramiento, la Tierra se ha convertido en la nueva eu-topia – el buen lugar – para escribir de nuevo un gran relato colectivo. A la cabecera de la madre Tierra enferma, muchos han encontrado un nuevo vínculo, una nueva fraternidad e incluso una nueva religio, un nuevo sentido de lo sagrado. Lo sagrado nació en el alba de las civilizaciones, a partir de la experiencia del mysterium tremendum, junto al descubrimiento de la existencia de algo cuyo límite no se podía traspasar ni violar. Para muchos de estos jóvenes y adolescentes, la enfermedad de la Tierra ha sido un nuevo mysterium tremendum y un nuevo límite infranqueable. Por consiguiente, ha sido una nueva hierofanía (manifestación de lo sagrado), la epifanía de una experiencia originaria y fundante, un nuevo mito de los orígenes que les ha unido a la Tierra y entre sí. Hay mucho de religioso y de sagrado en estos movimientos ambientalistas, aunque a ellos (y a todos) les falten las categorías para comprenderlo. Cuando han sentido que les faltaba la “tierra ideológica” bajo sus pies, en lugar de hundirse, han encontrado una tierra nueva, que han sentido y vivido como la tierra prometida por la cual merece la pena seguir caminando en el desierto sin rendirse. Han descubierto la tierra prometida en la Tierra de todos. Todo nuevo comienzo es polivalente y ambiguo. 

Esta mañana, todavía informe, podría generar una nueva época de espiritualidad verdadera, heredera y continuadora de las grandes narrativas religiosas y del humanismo bíblico judeocristiano. Pero también podría conducir a una tierra llena de totems y tabús posmodernos, gestionados por chamanes y arúspices con ánimo de lucro. Ahora no podemos decirlo. Lo que es seguro es que el final de las ideologías no ha completado el proceso de “desencanto del mundo”. El mundo sigue encantado, si sabemos verlo con los ojos de los jóvenes. El sentido religioso de los años venideros dependerá, entre otras cosas, de la lectura que hagan las religiones tradicionales de esta nueva primavera espiritual: si prevalece el miedo o la confianza.

En este sentido, no debe sorprendernos la alianza que se ha creado entre estos jóvenes y un papa Francisco de ochenta y tres años, a quien la mayoría siente como amigo y punto de referencia ético. Mientras en el 68 la Iglesia formaba parte del mundo viejo que se pretendía derribar, hoy la iglesia de Francisco es parte esencial del nuevo mundo que está emergiendo. La Laudato si’ ha anticipado estos movimientos juveniles y ha proporcionado a muchos el marco cultural y espiritual de referencia para la novedad que está aconteciendo. En esta Tierra, desolada por el fin de las ideologías, muchos han pretendido llenar este vacío enorme ofreciendo a los jóvenes inglés, informática y empresa. Ellos nos han dicho que esos objetivos son demasiado pequeños y han inventado el humanismo de los FridaysForFuture

Este no es el único mensaje que nos están dejando los jóvenes del 2019. Es cierto que las señales que emiten son todavía débiles, pero no es menos cierto que las señales débiles son las más importantes. Lo que está aconteciendo en Chile, en Líbano, en Francia o en Italia nos dice, entre otras cosas, que la desigualdad es otra forma de CO2 que deja de ser tolerable cuando supera un determinado “grado”. Aunque se pone menos énfasis en la dimensión económica que en la ecológica de este variado movimiento juvenil, el gran desafío del siglo XXI consistirá en mantenerlas juntas. Aquí es donde se percibe mejor el sentido del evento The Economy of Francesco (La Economía de Francisco, a finales de marzo de 2020), un proceso puesto en marcha para ofrecer a los jóvenes una patria ideal (Asís) de la que partir para encontrar una relación integral con el oikos. Una nueva ecología solo es posible junto a una nueva economía. Si el oikos es uno solo, no resulta concebible ni realizable una ecología integral sin una economía integral.

La sostenibilidad del capitalismo es multidimensional. A la sostenibilidad más estrictamente ecológica hay que añadir inmediatamente la dimensión de la desigualdad y por tanto las distintas formas de pobreza que siguen clamando justicia. No podemos concentrarnos solo en el aspecto más urgente y visible de la insostenibilidad (la del medio ambiente natural) olvidando las otras, de las que en el fondo depende. Por ejemplo, a las organizaciones de la sociedad civil que nacieron en años y decenios pasados para hacer frente a los desafíos de la pobreza y la inclusión social, hoy les resulta más fácil sobrevivir y crecer accediendo a las subvenciones públicas para luchar contra el cambio climático, pero de este modo corren peligro de sufrir un mission shift (un cambio de objetivos), guiado por los incentivos públicos y privados. El clamor de la Tierra no puede ni debe tapar el clamor de los pobres, sino amplificarlo. Las insostenibilidades de nuestro mundo son muchas. Junto al CO2 de la desigualdad hay una creciente insostenibilidad de cierta cultura y praxis en la gestión de las grandes instituciones económicas y financieras. Mientras, por una parte, se anuncia, a menudo sinceramente, una política empresarial más respetuosa con el medio ambiente natural y, a veces, con la inclusión social, paralelamente los trabajadores se ven aplastados por un estilo de gestión que les pide cada vez más tiempo, energía y vida. Gracias, entre otras cosas, a las nuevas tecnologías, ha saltado por los aires los límites entre el tiempo de trabajo y el tiempo de no trabajo. Las empresas piden y a menudo obtienen el monopolio del alma de su gente. No tiene mucho futuro una generación que, por una parte, pide al sistema una nueva sostenibilidad y una reducción de la explotación de la Tierra para permitirle “respirar”, y por otra parte, cuando entra en los lugares de trabajo, se ve sometida a ritmos insostenibles y acelerados que no le dejan respirar.

Renunciar o atenuar la maximización del beneficio no basta para ser sostenible. Aunque la empresa decida maximizar otras variables, además del beneficio, mientras no libere espacio y tiempo para sus trabajadores, nunca será un ámbito de vida a medida de las personas, amigo de la gente y de la Tierra. El primer problema de la “maximización del beneficio” es la categoría de maximización, que sigue siendo un problema, aunque se maximicen otras cosas. Si las empresas no distienden las relaciones internas de trabajo, si no liberan y dan tiempo y vida a los trabajadores, si no se retiran de los territorios del alma que han ocupado durante estos años, es imposible que puedan exteriormente respetar y salvar el planeta. La sostenibilidad relacional, profundamente unida a la sostenibilidad espiritual de las personas (el espíritu solo vive si logra salvar lugares de libertad y de gratuidad “no maximizados”), será uno de los grandes temas del mundo del trabajo para los próximos años. Hay una frase del profeta Joel que el papa Francisco ha citado muchas veces durante este año que termina: «Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños» (3,1). Es una frase espléndida, que solo un profeta podía escribir. Hoy podemos leerla también de este modo: los jóvenes profetizarán si los ancianos sueñan sueños. No solo hemos dejado a nuestros hijos e hijas un planeta depredado, sobrecalentado y contaminado. También les hemos dejado un mundo empobrecido de sueños grandes y colectivos. El primer regalo que podemos hacer a nuestros jóvenes consiste en volver a soñar. Esta es la riqueza que verdaderamente necesitan.

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El humanismo de los jóvenes y el desafío para el año entrante de conjugar una ecología y una economía integrales

di Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 31/12/2019.

50 años después del 68 y tras el fin de las ideologías, los jóvenes han vuelto a ser el primer elemento de cambio y de innovación social y política.

El año 2019 será recordado por dos novedades importantes, íntimamente conectadas: el nuevo protagonismo de los jóvenes y adolescentes y la toma de conciencia global acerca de la envergadura e irreversibilidad de la crisis ambiental. Cincuenta años después del 1968, los jóvenes han vuelto a ser el primer elemento de cambio y de verdadera innovación social y política. Han tenido que pasar unas cuantas décadas para que los jóvenes hayan encontrado su lugar en el “nuevo mundo”. Tras el fin de las ideologías, vivieron un eclipse civil y cultural. Se quedaron mudos y aplastados, como en un largo “sábado santo”, entre un mundo que terminaba y otro que tardaba demasiado en llegar. El luto de los padres y abuelos les dejó en la sombra, y se volcaron en las pequeñas cosas – videojuegos o smartphones – por la muerte de las grandes. Todos hemos salidos del siglo XX desorientados y decepcionados, pero los jóvenes más. Sufren más profundamente por el fin de las narraciones colectivas, de las utopías, de los sueños grandes. Los adultos podemos aguantar mucho tiempo sin soñar juntos, pero cuando somos jóvenes la resistencia es menor, porque la utopía es el primer alimento de la juventud. 

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