No somos Cíclopes

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Comentario – La hospitalidad, fundamento de nuestra civilización

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (41 KB) el 19/08/2015

Immigrazione 02 ridEl deber de la hospitalidad es el muro de carga de la civilización occidental y el ABC de una buena humanidad. En el mundo griego, el forastero era portador de una presencia divina. Son muchos los mitos en los que los dioses adquieren la semblanza de un extranjero de paso. La Odisea es, entre otras cosas, una gran enseñanza sobre el valor de la hospitalidad (Nausícaa, Circe…) y  sobre la gravedad de su profanación (Polifemo, Antínoo). En la antigüedad, la hospitalidad estaba regulada por auténticos ritos sagrados, expresión de la reciprocidad de dones. El que ofrecía hospitalidad realizaba un primer gesto de acogida y, al despedir al huésped, le entregaba un “regalo de despedida”. Éste, por su parte, debía ser discreto y sobre todo agradecido.

La hospitalidad es una relación. En realidad, la palabra huésped designa tanto a la persona hospedada como a la que hospeda (aunque esta segunda acepción se use poco, ndt). Al forastero no se le preguntaba el nombre ni la identidad antes de acogerlo en casa. Ser extranjero y necesitado eran suficientes razones para que se pusiera en marcha la gramática de la hospitalidad. La reciprocidad en las relaciones de acogida se encontraba en la base de las alianzas entre personas y comunidades, que conformaban la gramática fundamental de la convivencia pacífica entre los pueblos.

La guerra de Troya, icono mítico de todas las guerras, nació de una violación de la hospitalidad (por parte de Paris). La civilización romana mantuvo el reconocimiento del carácter sagrado de la hospitalidad y también la reguló jurídicamente. La Biblia, por su parte, es un continuo canto al valor absoluto de la hospitalidad y la acogida de los forasteros, a los que con frecuencia se les ve como “ángeles”. El primer gran pecado de Sodoma consistió en negar la hospitalidad a dos de los hombres que fueron huéspedes de Abraham y Sara en el encinar de Mambré (Génesis, 18-19). Uno de los episodios bíblicos más espeluznantes es otra profanación de la hospitalidad: la violación homicida de los benjaminitas de Guibeá (Libro de los Jueces, 19). El cristianismo recogió estas tradiciones sobre la hospitalidad y las interpretó como una declinación del mandamiento del agape y como expresión directa de la predilección de Jesús por los últimos y los pobres: “Era extranjero y me acogisteis” (Mateo 25,35).

En aquellas culturas antiguas, en las que que seguía vigente la “ley del talión” y aún no se habían reconocido casi ninguno de los derechos humanos que Occidente ha conquistado y proclamado en estos últimos siglos, la hospitalidad fue elegida como la primera piedra de una civilización de la que después florecería la nuestra. En un mundo mucho más inseguro, indigente y violento que el nuestro, aquellos hombres antiguos comprendieron que el deber de hospitalidad era esencial para salir de la barbarie. Los pueblos bárbaros y poco civilizados no conocen ni reconocen al huésped. Polifemo es la imagen perfecta de la falta de civilización y la deshumanización, porque devora a sus huéspedes en lugar de acogerlos. La hospitalidad es la primera palabra de la civilización, porque donde no se practica la hospitalidad se practica la guerra y se impide la paz (shalom) y el bienestar.

Así pues, cuando interrumpimos la antiquísima práctica de la hospitalidad, olvidamos que somos cívicos, humanos e inteligentes. Si la hospitalidad es el primer paso para entrar en el territorio de la civilización, su negación automáticamente se convierte en el primer paso para volver hacia atrás, al mundo de los cíclopes, donde sólo reinan la fuerza física y la altura.

Los pueblos sabios saben que la hospitalidad nos conviene a todos, aunque nos cueste a cada uno individualmente. Por eso es necesario protegerla y hablar muy bien de ella, si queremos que resista cuando los costes son elevados. La reciprocidad de la hospitalidad no es un contrato, porque no hay equivalencia entre lo que damos y lo que recibimos y, sobre todo, porque el hecho de ser acogedores hoy no genera ningún tipo de garantía de que encontraremos acogida mañana, cuando la necesitemos. No existe un contrato de seguro que cubra la falta de acogida mañana de los que hoy han sido acogedores. Por eso la hospitalidad es un bien común y, en consecuencia, frágil. Como todos los bienes comunes, se destruye si no está sostenido por una inteligencia colectiva más grande que los intereses individuales y de parte. Pero, como ocurre con todos los bienes comunes, una vez que se ha destruido el bien ya nadie puede disfrutar de él y es casi imposible reconstruirlo.

Europa nació del encuentro entre el humanismo judeocristiano y los humanismos griego y romano basados en la hospitalidad. Pero Occidente ha mantenido también siempre viva un alma benjaminita y polifémica, que ha llegado a ser dominante durante largos periodos, siempre oscuros. Es el alma que ve a los huéspedes sólo como amenazas o como presas. Hoy este espíritu oscuro, incivil y nada inteligente está aflorando de nuevo, y es urgente ejercitar el valioso discernimiento de los espíritus. Evitando, por ejemplo, dar crédito a quien nos cuenta que Polifemo ha devorado a los compañeros de Ulises porque eran demasiados a bordo y la nave podía hundirse de regreso a Itaca, o que los benjaminitas querían encontrar a los huéspedes de Lot sólo para revisar sus documentos. El reconocimiento del valor y del derecho de la hospitalidad es anterior a todas las políticas y las técnicas para gestionarla y hacerla sostenible.

La hospitalidad es un espíritu, un espíritu bueno. Se nota cuando falta. Hay que conocer los espíritus, reconocerlos y llamarlos por su nombre, y a los malos espíritus simplemente hay que echarlos.

En la casa de la humanidad, si no hay sitio para el otro tampoco hay sitio para mí. Está escrito: "No os olvidéis de la hospitalidad; gracias a ella hospedaron algunos, sin saberlo, a ángeles" (Carta a los Hebreos).

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