Deporte y negocio: lo que queda de Olimpia

Deporte y negocio: lo que queda de Olimpia

Comentario – Después de las Olimpiadas

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 26/08/2016

Las Olimpiadas no son un acontecimiento deportivo como cualquier otro. Nunca lo han sido. No son los mundiales de fútbol, ni Wimbledon, ni el Tour de France. O no lo eran, porque en esta 31ª edición de Rio de Janeiro (excelente en muchos aspectos), ha comenzado, o ha prosperado mucho, el intento de asimilarlas al deporte-negocio del capitalismo actual. En una sociedad orientada cada vez más al mercado, durante mucho tiempo las Olimpiadas fueron una zona franca protegida de la lógica del beneficio. El tenis, el fútbol, el ciclismo, el baloncesto o el golf, es decir los deportes más “comerciales”, no eran los más importantes, porque las Olimpiadas eran otra cosa.

El negocio siempre ha sido muy importante (no hay más que ver el medallero, que se corresponde casi perfectamente con el G8 o el G20), pero durante mucho tiempo estaba incluido dentro de otros símbolos y valores más grandes. La relación entre mercado y deporte es especialmente importante y delicada. El deporte es un ámbito tan limítrofe con el mercado que a veces es difícil ver la profunda diversidad que existe entre estas dos esferas de la vida. En el deporte y en el mercado capitalista se compite, hace falta innovación y excelencia, se pueden hacer trampas y se puede ser leal. Así, muchos, olvidando las diferencias radicales, cometen el grave error de usar metáforas y lenguajes deportivos para describir empresas y mercados, y viceversa. Un atleta puede ser excelente aunque no gane (por ejemplo, si compite en los cien metros lisos con Bolt). El resultado no es el primer indicador de la excelencia de un deportista.

Ciertamente la victoria es importante, entre otras cosas porque es un signo de virtud (cuando el deportista, el sistema y los competidores son leales) que genera imitación, innovación, mejores prestaciones y récords. Ganar no es la finalidad del deporte, el telos, como dirían los griegos. La medalla olímpica no es un incentivo. Es un premio, es decir un signo que reconoce y refuerza la virtud-excelencia de un deportista, que activa la emulación virtuosa. Cuando la medalla se transforma de premio en incentivo, el deporte se convierte en otra cosa peor. En esto se basa la ética originaria de las olimpiadas modernas, que son el paradigma de la práctica del deporte. Entonces, cuando el mercado capitalista se hace cargo del deporte, inevitablemente produce un cambio y una profunda deformación de su naturaleza, porque actúa sobre la finalidad, sobre la razón de ser de esta práctica, sobre su telos, y después sobre la motivación de los deportistas, los que están en activo y aún más los futuros campeones, que cada vez estarán menos interesados en los premios y más en los incentivos. Este es un asunto serio, que no tiene nada que ver con el romanticismo nostálgico del tiempo pasado.

Alguien puede incluso sentirse satisfecho con esta mercantilización del deporte (al igual que la de otros juegos, la educación, la sanidad), pero todos debemos ser conscientes de que la apuesta es muy alta. Volviendo a Rio, ha habido muchas señales de que también las Olimpiadas están sufriendo (o han sufrido ya) una mutación genética. Empezando por la ubicación del pebetero olímpico en Maracaná, mítico templo del fútbol, y no en el estadio de atletismo. Un estadio de fútbol que ha sido mucho más frecuentado que las piscinas, los gimnasios y las pistas de atletismo, y no sólo por tratarse de Brasil. Otra señal ha sido la creciente espectacularización de los acontecimientos deportivos. Algunos reglamentos (por ejemplo, el de tiro) se han modificado para hacerlos más televisivos y excitantes, ignorando las protestas de los atletas que se sentían tratados como artistas de circo o malabaristas, profesiones estupendas pero en su contexto. También ha sido impresionante la metamorfosis de las ceremonias de imposición de medallas, donde hemos sido testigos de tonos, gritos, músicas y dj’s que cada vez se parecen más a los que primero se inventaron en el fútbol americano y después se importaron a los estadios de fútbol.

Además, se ha admitido a muchos atletas profesionales, incluso en el boxeo. Por no hablar de la discutible idea de volver a introducir el golf que – colmo de la burla – no ha contado con la participación de los jugadores más famosos, sensibles a incentivos muy distintos. Pero la señal más preocupante ha llegado de Italia. El tradicional color azul de nuestros uniformes olímpicos ha sido ocultado por el gigantesco número 7 (blanco sobre fondo negro) del patrocinador. El himno nacional de nuestras (muchas) medallas se ha convertido de hecho en columna sonora de esa empresa. Verdaderamente no ha sido una gran presentación de la candidatura de Roma para el 2024. En síntesis, la delgada pero clara línea que separa el deporte-negocio del deporte-sin-más se está haciendo invisible porque el mercado capitalista no puede conocer esa gratuidad que es la naturaleza más profunda del deporte, al menos del deporte olímpico. Ahora el test definitivo serán los Juegos Paralímpicos, las Olimpiadas de “diferentes capacidades”, que corren peligro de pagar las dificultades financieras generadas por las hermanas mayores (con las que comparten presupuesto), en las que los negocios los han hecho otros sujetos distintos de los organizadores. A partir del 7 de septiembre veremos – por la presencia de espectadores y la atención de los medios – qué queda del espíritu olímpico, si su último soplo es libre para volar sin el lastre del negocio.


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