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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Vita el 26/12/2019
En la economía social, los puestos de trabajo son un efecto del agua limpia. Cuando hay ideales, cuando las motivaciones son las adecuadas, los puestos de trabajo llegan, como las truchas al agua clara de los ríos. Para entender esta relación entre el trabajo y la vocación (el agua limpia) debemos desmarcarnos de la contraposición – surgida en contexto anglosajón a partir de la teoría de los dos reinos de Martín Lutero – entre un supuesto mundo “con” y un mundo “sin” ánimo de lucro. La historia italiana, por ejemplo, no es así. Está hecha de pequeñas y medianas empresas. El ánimo de lucro no describe el modelo italiano de empresa, nacido de un sistema mucho más mestizo, que viene de la gran tradición de la economía civil. No es difícil darse cuenta de que hay mucha más cercanía entre una empresa de diez empleados y una cooperativa, que entre esa empresa y una multinacional. Nuestro sector “no lucrativo” está formado por entes vinculados al territorio y a la historia, y tanto la cooperativa como la pequeña empresa lo están. En el sistema italiano, las empresas que teóricamente tienen ánimo de lucro tienen otras motivaciones además del beneficio. El trabajo y el sentido del trabajo hay que buscarlos en este modelo mestizo, más que en estériles contraposiciones.
[fulltext] =>Narrar el sentido del trabajo.
El tema del sentido del trabajo en el tercer sector está incluido dentro de este cuadro. Pero para dar un paso más debemos intentar replantear la cuestión del sentido desde una dimensión narrativa nueva. ¿Por qué la economía social italiana ha producido un verdadero milagro hasta hace pocos años? Sencillamente porque ha sido capaz de atraer vocaciones de gran calidad. No solo ha ofrecido “puestos” de trabajo, sino que también ha tenido en cuenta el sentido. El primer capital de la economía social italiana ha sido el capital humano. Y lo ha sido en un momento de crisis de la política. En los años 80, mientras la política perdía ideales, lo mejor de la juventud italiana se sentía atraída por la economía social. Los frutos están a la vista de todos.
Hemos tenido una cantidad enorme de excelencia ética y profesional, que ha entrado en el mundo de la economía civil y ha hecho milagros con su trabajo. La generación que inventó la cooperación social – convertida en un paradigma en muchos países del mundo – pudo hacerlo porque atraía vocaciones con ideales y talentos humanos. Muchísimas personas de calidad no fueron a la política, sino que se dedicaron a la sociedad civil. Su trabajo ha tenido sentido y ha dado sentido. Para buscar una analogía, deberíamos volver a la fase posterior al fascismo, cuando toda una generación de jóvenes con fuertes ideales se comprometió en la construcción política y civil. En los años 80 y 90 ocurrió algo parecido en el ámbito de la economía civil y social.
Si hoy no iniciamos una época parecida, atrayendo vocaciones verdaderas con motivaciones y talentos verdaderos (ambas cosas son coesenciales) y dando sentido al trabajo, no llegaremos a ninguna parte. Se da sentido al trabajo con motivación y competencia o, lo que es lo mismo, con excelencia profesional y humana. El mundo de la economía social es intensivo en capital humano y motivacional. La cuestión central del trabajo radica aquí: si no hay personas de calidad, no se innova ni se desarrolla la economía social.
Hoy cuesta atraer vocaciones. No podemos atraer vocaciones con una narrativa – de la empresa y del trabajo – de matriz anglosajona y capitalista. A nadie le atrae el clásico relato del sector “no lucrativo”. Lo que atrae es lo positivo, no lo negativo. El “no” no es generativo por naturaleza, mientras que este sector ha sido generativo y deberá seguir siéndolo si quiere subsistir. Para darle un nuevo significado al trabajo, debemos narrar de otra manera qué es el sector privado social y qué es la economía civil. Debemos hacerlo, porque la esperanza de reabrir una gran época en el que estén unidos el trabajo, la empresa, la vocación y los ideales pasa por contárselo de otra manera a los jóvenes. A los jóvenes les gustan muchas cosas, pero sobre todo les gustan las historias grandes, y están dispuestos a dar su vida para formar parte de ellas.
Un paradigma plural.
La segunda cosa que me gustaría decir es que debemos estar muy atentos a una de las almas de la reforma del tercer sector. No debemos emprender el camino de la homogeneización y de la homologación de la economía social con el paradigma económico dominante. Si la economía social se convierte en una forma de responder a necesidades distintas con la misma cultura empresarial, el desafío está perdido. El modelo anglosajón que dice business is business no puede pasar. Pero esta idea está entrando también en Italia. Este es el problema.
Antes bien, debemos recuperar una economía específica, la misma que proporcionó riqueza a muchos territorios en el siglo XX, con sus peculiaridades, sus calidades y sus capacidades para unir ideales y trabajo. Si conseguimos hacerlo, hay esperanza. Pero debemos salir del paradigma dominante, que desea transformar el sector no lucrativo en una empresa social, o sea en un cuerpo especial del mismo ejército. Debemos volver a nuestro verdadero paradigma, que es plural. La idea de que la economía es una no es verdadera. La economía social italiana ha mostrado que esta pluralidad da sentido y crea trabajo. El trabajo nace de las pasiones civiles. El trabajo nace de los ideales que, puestos a producir, son generativos. Lo que falta hoy no es el trabajo, sino estos ideales aplicados al trabajo. Pero si se consolida la idea de que solo hay un modo de hacer empresa, entonces asistiremos a la muerte de nuestro mundo, porque el trabajo se convertirá en técnica, una técnica aplicada a un ámbito específico.
Debemos aprender la lección de lo que ocurrió en Italia en los años 80 y 90. Fue algo enorme, de lo que el propio mundo de la economía social no es plenamente consciente. Ha llegado el momento de tomar conciencia de que este modo de hacer empresa y de trabajar es inédito, original y único, y tiene más de quinientos años de historia, puesto que se remonta al humanismo civil. El mundo de la economía social seguirá adelante si sabe ir hacia atrás, como en el rugby. Porque las raíces no son el pasado, sino el presente y el futuro.
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por Luigino Bruni
publicado en Vita el 30/12/2011
Está acabando un annus terribilis para las finanzas y la economía mundial (mejor dicho, para una parte del Occidente opulento, puesto que otros países como Brasil siguen gozando de muy buena salud). Una forma de repasar los debates de esta larga crisis es observar las vicisitudes de la Tobin Tax, un tema abordado, criticado y relanzado en las distintas etapas de la tormenta.
Mario Monti fue alumno de James Tobin en Yale y por lo tanto es de esperar que aplique sus enseñanzas. Alrededor de la Tobin Tax se concentran, en efecto, muchos de los grandes desafíos de esta crisis.
[fulltext] =>Debemos recordar que la primera discusión pública en torno a este impuesto tuvo lugar a caballo del año 2000, dentro del movimiento, sobre todo juvenil, de protesta por los mercados globalizados y las finanzas sin reglas que culminó en los "acontecimientos de Génova" de julio de 2001. Génova fue el puerto de destino de aquel tumultuoso movimiento, también de su estuario violento. Pero no terminó ahí. Dos meses después llegó el 11 de septiembre con las Torres Gemelas y toda la atención de la opinión pública se distrajo de la regulación de las finanzas hacia la lucha contra el terrorismo. Así comenzó una larga fase en la que el virus de las finanzas si reglas fue anidando en el portador sano de Occidente, hasta que 7 años después, otro día de septiembre, el 15, la caída de Lehman Brothers nos hizo saber que el virus se había extendido por todo el cuerpo y que la enfermedad había brotado.
Un primer mensaje que podemos extraer de estos diez años es que si hubiéramos tomado en serio la protesta de los jóvenes (a los jóvenes siempre hay que escucharles porque muchas veces plantean preguntas correctas aunque las respuestas no sean las más adecuadas) tal vez esta crisis no hubiera llegado nunca o hubiera sido mucho menos grave.
Pero para entender plenamente el significado de este impuesto que toma el nombre del Premio Nobel James Tobin, puede ser útil recordar cuáles son las tres funciones principales de los impuestos en las democracias modernas.
La primera es la más evidente y la menos controvertida desde el punto de vista ideológico: la financiación y construcción de bienes públicos. Esta primera función de los impuestos no exige necesariamente altruismo ni virtudes cívicas especiales, únicamente la confianza y la esperanza de que la inmensa mayoría de los conciudadanos no sean evasores (una confianza que hoy en Italia podría considerarse también como una virtud).
La segunda función es la redistribución de la renta: los impuestos se convierten en instrumento de solidaridad y fraternidad civil. Dicen con los hechos que un pueblo es también una comunidad con un bien común que garantizar y salvaguardar, que puede apoyarse en una forma de racionalidad auto-interesada (como explica el filósofo J. Rawls), como cuando pensamos que el día de mañana las personas desfavorecidas podríamos ser nosotros o nuestros hijos. Se asocia también con la eficiencia y el desarrollo económico, porque un país con menos desigualdades crece más.
La tercera función, la menos reconocida y recordada, es la de estimular los bienes llamados “meritorios” (o de mérito) y desincentivar los bienes “demeritorios”: Se gravan poco, o en todo caso menos, los bienes considerados útiles para el bien común (cultura, educación…) y se gravan más los bienes que en realidad son “males” (tabaco, alcohol…). En este caso los impuestos cumplen la función de orientar el consumo de las personas hacia sectores éticamente sensibles donde entran en juego valores de interés colectivo.
Normalmente los impuestos desempeñan una u otra de estas funciones y son muy raros los que cumplen todas juntas. La Tobin Tax sería precisamente uno de ellos. Contribuir a dar orden y estabilidad a los mercados financieros significa dar vida hoy a una especie de bien público de gran valor incluso económico. El efecto redistributivo es evidente, si se utilizan, como parece evidente, los ingresos para construir infraestructuras, sanidad y educación en los países en vías de desarrollo. Además la especulación financiera presenta aspectos de bien demeritorio, ya que el riesgo excesivo crea, por una parte, una forma de adicción a la adrenalina que genera este tipo de operaciones y por otra aumenta el riesgo de sistema que recae sobre toda la población (como vemos estos meses).
Las finanzas son una buena planta del jardín de la polis. Pero en estas últimas décadas, al no haber sido podada, ha crecido demasiado y ha invadido todo el jardín, hasta casi sofocar a todas las demás plantas. La Tobin Tax sería una forma de podar esta buena planta y de reconducirla a su justa dimensión. El desafío crucial consiste en adoptar un impuesto como este a nivel lo más global posible, ya que el ámbito de las finanzas es el mundo.
Además, junto con la aplicación del impuesto, es necesario acometer una seria lucha contra el escándalo de los paraísos fiscales. Pero aunque sólo la adoptara Europa, estoy convencido de que la Tobin Tax representaría una gran señal de civilización. Europa ha sido la patria de la economía moderna y de las finanzas, ha sido capaz de inventar las instituciones y los instrumentos que la han engrandecido y que han hecho posible el desarrollo y la democracia para el mundo entero. Hoy Europa solo saldrá de esta grave crisis política y económica cuando sepa relanzar un gran proyecto. Emitir una señal fuerte como la Tobin Tax sería una decisión valiente pero con visión de futuro.
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por Luigino Bruni
publicado en Vita el 30/12/2011
Está acabando un annus terribilis para las finanzas y la economía mundial (mejor dicho, para una parte del Occidente opulento, puesto que otros países como Brasil siguen gozando de muy buena salud). Una forma de repasar los debates de esta larga crisis es observar las vicisitudes de la Tobin Tax, un tema abordado, criticado y relanzado en las distintas etapas de la tormenta.
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publicado en Vita el 2/09/2011
¿Por qué todo el mundo está en peligro de quiebra? ¿Por qué también los estados “ricos” han terminado dentro de la burbuja? ¿Cuál es el verdadero papel de la especulación? ¿Por qué nadie se dio cuenta antes de que tal vez era demasiado tarde? ¿Y qué hay que hacer para salir del asedio? Un economista no alineado responde a las preguntas que todos nos hacemos hoy.
¿Cuál es el verdadero origen de esta crisis?
Para comprender lo que estamos viviendo en estas semanas, debemos tener en cuenta el siguiente dato: hoy el volumen anual de los títulos que se negocian en los mercados financieros supera con creces (entre 8 y 10 veces) al PIB mundial. En los últimos 15 años este volumen se ha multiplicado más que por 40.
[fulltext] =>La pregunta que deberíamos plantearnos, incluso los que nos dedicamos a esto, es cómo es que hemos asistido inertes a este crecimiento hipertrófico y elefantiásico de las finanzas especulativas, sin pararnos de vez en cuando a valorar a distintos niveles (económico, político, civil, ético) si el camino que emprendimos en los años 90 no nos llevaba por una senda impracticable y muy peligrosa. Esta hipertrofia de las finanzas nos estrecha en un abrazo mortal con la deuda desorbitada, tanto privada como pública, de la economía mundial económicamente avanzada. No deberíamos cansarnos nunca de repetir que el problema de esta crisis es el excesivo endeudamiento privado (en 2008) y público (ahora), debido a las grandes operaciones de salvamento de bancos y a la financiación de guerras carísimas.
¿En qué se diferencia esta crisis de otras que la han precedido?
La crisis de hoy nos dice que ya no es posible separar la economía de la geopolítica y de las políticas de cada uno de los estados. Entre la caída de los mercados financieros, los problemas políticos de Obama, las vicisitudes del gobierno italiano y la debilidad del sistema político europeo hay una relación tan estrecha que ya no es posible saber dónde termina el Mercado y dónde comienza la Política. Esta crisis nos está diciendo que todavía no sabemos comprender ni gobernar el capitalismo globalizado, porque mientras que la economía y las finanzas han cambiado radicalmente, la política y sus instrumentos siguen siendo los del primer capitalismo, incluida la creación sin controles ni garantías de enormes deudas públicas, expresión de la antigua idea de soberanía y señorío de los estados-nación. Sólo conseguiremos salir de esta crisis que marca un cambio de época si sabemos ver juntos y de manera sistémica las finanzas, la economía y la política, en una óptica global pero muy atenta a la dimensión regional (véase Grecia). Las finanzas han crecido como una buena planta que, a falta de poda y cuidados, está invadiendo todo el jardín.
¿Cuáles son las verdaderas razones de la deuda pública de los estados ricos?
El super salvamento de los bancos en 2009 esencialmente trasladó la deuda del sector privado al sector público, sin resolver las verdaderas causas del problema, que se encuentran en una clase media norteamericana y mundial que se está progresivamente empobreciendo y endeudando. Detrás de la gran deuda pública hay un problema de desigualdad en la distribución de la renta, que se está convirtiendo en la cuestión crucial de nuestro sistema económico capitalista. En otoño de 2008, cuando la crisis estaba a punto de explotar, la cuota del PIB que estaba en manos del 1% más rico de la población de los Estados Unidos alcanzó su pico más alto, exactamente igual que ocurrió en 1928, al alba del gran crac de Wall Street, como nos recuerda Robert Reich en su último y utilísimo libro Aftershock (Fazi, 2011). Cuando la clase media se empobrece en relación a la clase opulenta, tiende a endeudarse demasiado, entre otras cosas porque hoy, a diferencia de 1929, el sistema financiero propone y promete recetas mágicas para aumentar, mediante la deuda, el nivel de consumo.
¿Por qué la especulación hunde las bolsas?
Detrás de la crisis que estamos atravesando hay sobre todo una grave crisis de confianza: no se sabe dónde encontrar inversiones fiables y por eso se cambian las acciones por liquidez (o por oro u otros bienes refugio). Hoy está más claro que nunca hasta qué punto es cierto que crédito viene de “creer”, de fiarse. El gran economista inglés J. M. Keynes describió en 1936 lo que sustancialmente está ocurriendo ahora, un fenómeno que depende poco de los sofisticados instrumentos financieros y mucho de simples mecanismos psicológicos: hemos caído en la «trampa de las expectativas negativas», una situación en la que, debido a una grave crisis de confianza (en este caso en la deuda pública de los estados “soberanos”), los operadores sienten una fortísima preferencia por la liquidez y una gran desconfianza hacia los títulos financieros. La economía financiera globalizada necesita confianza pero, como ocurre en el caso de la energía, la consume sin ser capaz de regenerarla, porque sus instrumentos crean reputación (que es un bien normal en el mercado) que tiende a desplazar la confianza (que en cambio es un bien relacional). Lo que a fecha de hoy es cierto es que la vieja política basada en los gobiernos nacionales y en los equilibrios entre partidos ya no funciona. No sabemos qué surgirá de este fracaso, únicamente podemos prever algunos años de fragilidad, de peligros para el sistema y de incertidumbres, con sacrificios para todos, esperemos que repartidos equitativamente.
¿Crecer es la solución?
En estos días en que todos hablan de crecimiento debemos tener en cuenta que la economía capitalista ya ha crecido demasiado y mal durante los últimos veinte años (gracias, entre otras, a las innovaciones financieras), ocasionando graves consecuencias medioambientales y sociales: no es posible volver a plantearse tasas de crecimiento como las anteriores al 2008, tanto por razones económicas (falta demanda), como sobre todo por razones medioambientales y éticas. Si no es así, cometeremos el mismo error que cuando uno descubre que tiene diabetes y para curarla aumenta un poco el ejercicio físico pero sigue comiendo dulces como antes del diagnóstico. Para curarse seriamente hay que cambiar globalmente de estilo de vida, hay que hacer sacrificios, que es una palabra antigua e impopular pero siempre crucial cuando la historia se pone seria.
¿La Tobin Tax es una solución realista?
El gran tema que hay que abordar hoy es el fiscal. Incluso para combatir seriamente la evasión fiscal deberíamos al menos reconocer que existe una “mega cuestión fiscal” y de justicia que se juega en los mercados financieros globales, donde se crean enormes beneficios y rentas que de hecho escapan a los sistemas fiscales, que todavía siguen demasiado anclados a la dimensión nacional, que como mucho puede recurrir ex post al peligroso e inmoral truco de la amnistía fiscal. Por eso es justo y oportuno volver a plantear hoy el tema de la Tobin Tax. Un impuesto sobre las transacciones financieras que, al contribuir a dar orden y estabilidad a los mercados financieros, constituiría hoy una especie de bien público de gran valor incluso económico. El efecto redistributivo es evidente, siempre que se utilicen los ingresos, como parece obvio, para construir infraestructuras, sanidad y educación en los países en vías de desarrollo. Finalmente, la especulación financiera presenta aspectos de bien demeritorio, ya que los sujetos privados descargan sobre el sistema los excesivos riesgos que estos instrumentos crean, creando las típicas “tragedias de los bienes colectivos”.
A pesar de todo, aunque estemos atravesando la peor crisis del capitalismo globalizado, yo quiero ser optimista y esperar que, si damos vida a un nuevo pacto social y a una nueva etapa de reconciliación que se extienda desde las relaciones cotidianas hasta las relaciones dentro de los estados y entre los estados, podremos salir de esta “enfermedad” siendo mejores y cambiando nuestro estilo de vida individual y colectivo.
ver artículo original: primera parte; segunda parte
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por Luigino Bruni
publicado en Vita el 2/09/2011
¿Por qué todo el mundo está en peligro de quiebra? ¿Por qué también los estados “ricos” han terminado dentro de la burbuja? ¿Cuál es el verdadero papel de la especulación? ¿Por qué nadie se dio cuenta antes de que tal vez era demasiado tarde? ¿Y qué hay que hacer para salir del asedio? Un economista no alineado responde a las preguntas que todos nos hacemos hoy.
¿Cuál es el verdadero origen de esta crisis?
Para comprender lo que estamos viviendo en estas semanas, debemos tener en cuenta el siguiente dato: hoy el volumen anual de los títulos que se negocian en los mercados financieros supera con creces (entre 8 y 10 veces) al PIB mundial. En los últimos 15 años este volumen se ha multiplicado más que por 40.
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publicado en Vita el 24/06/2011
Estoy convencido de que el día más importante de la “batalla por el agua” será el día después del referéndum. La victoria del “sí” será el comienzo de un proceso. Hay que decir con valentía que la gestión pública (es decir dejar las cosas como están) no es la solución, sino el problema que hay que resolver. Debemos buscar juntos la solución al problema y ésta no puede consistir en mantener el status quo, sino que requiere una dosis mayor creatividad y fantasía política, económica y cívica.
[fulltext] =>Lo que más me asombra de la discusión a la que hemos asistido sobre el agua, es que todo el debate sigue completamente centrado en la contraposición entre estado y mercado. Sobre la gestión del agua se han formado dos partidos: el de los que quieren mantener la gestión pública (esto es, a cargo de la administración pública) y el de los que quieren dejarla en manos del mercado. Los partidarios de lo público afirman que el agua no es una mercancía y que no se pueden obtener ganancias de los bienes comunes, pues pronto se convertirían en un impuesto para los ciudadanos (verdad sacrosanta, por lo demás); los partidarios del mercado dicen que lo público significa desperdicio, corrupción e ineficiencia.
Esta visión dicotómica es una enfermedad muy italiana (y latina en general). Seguimos viendo el mundo social en dos dimensiones y nos olvidamos de un tercer elemento (no tercer sector, ojo) que se llama sociedad civil, que siempre es crucial para la calidad de la democracia. Estoy convencido de que no encontraremos una solución compartida a este tema crucial hasta que no demos centralidad a este “tercero excluido”, la sociedad civil y a sus expresiones incluso económicas.
¿Por qué no concebimos y llevamos a la práctica para la gestión del agua una solución similar a la que ha surgido de la sociedad civil para los temas del cuidado, del malestar o de la enfermedad mental? La gestión en estos sectores, que son otras tantas formas de bienes comunes, hace treinta años estaba totalmente en manos del Estado (y de las familias); hoy gran parte de estos servicios está en manos de millares de cooperativas sociales que los administran con sensibilidad ética y relacional, en modo eficiente (mercado por lo tanto), pero sin tener la ganancia como móvil. Es la llamada empresa social o civil, esto es un sujeto movido por finalidades sociales y solidarias, que no tiene como propósito la ganancia.
La sociedad civil ha sabido producir empresarios sociales, que aun sin esperar grandes remuneraciones del capital invertido, han querido y sabido utilizar su talento empresarial para administrar bienes comunes (los empresarios son esenciales para administrar en modo eficiente recursos escasos). Y todo ello ha sido posible (en los casos más virtuosos, no todos obviamente) gracias a una nueva alianza o pacto entre el mercado, el sector público y la sociedad civil: el sector público está muy presente, pero es un partner más junto a los empresarios y a la comunidad.
Para el agua creo que deberíamos concebir una solución similar: dar vida, mediante leyes específicas (como sucedió en 1991 con la cooperación social) a nuevas empresas sociales para la gestión del agua que sean fruto de una alianza entre el sector público, las empresas y la sociedad civil. Así podremos decir que el “sí” ha sido una verdadera victoria.
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publicado en Vita el 24/06/2011
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Competencia. Ganas tú y gano yo. Alto a la economía asesina.
por Luigino Bruni
publicado en el semanrio Vita del 28 de enero de 2011
La competencia bien entendida, es una de las principales virtudes del mercado. Pero también en este caso debemos limpiar el campo de visiones erróneas o parciales de la competencia. La competencia es virtuosa cuando es competencia civil, el mecanismo social del que hablan los economistas civiles del siglo XIX (como los milaneses Romagnosi o Cattaneo). ¿En qué consiste?
[fulltext] =>El paradigma dominante tiende a considerar la competencia entre empresas como una carrera entre la empresa A y la empresa B, en la que cada una de ellas quiere ganar derrotando a la otra. A veces esta visión se alimenta con un uso incorrecto y confuso de metáforas deportivas (e incluso de caricaturas del darwinismo), que representan el mercado como un lugar en el que todos corren y en el que, al final, unos ganan y otros pierden. Según esta visión, la competencia es un asunto entre A y B que, como efecto no intencionado, puede producir una reducción de los precios de mercado y con ello una ventaja para los clientes C.
Si concebimos así el mercado, es evidente que la competencia, contrariamente a lo que sostenía en el primer capítulo de esta serie, no tiene nada que ver con la cooperación. Es, más bien, su polo opuesto. Desde esta perspectiva, a la cooperación entre empresas “competidoras” se le llama cártel o trust y es perjudicial para los ciudadanos y para la eficiencia de los mercados.
¿Qué es, por el contrario, la competencia de mercado desde el punto de vista de la economía civil?
El juego de mercado es muy distinto, ya no está focalizado en la carrera entre las empresas A y B, sino que la competencia de mercado se convierte en un proceso centrado en los ejes A-C y B-C. Es decir, cada empresa trata de satisfacer a los clientes (en sentido amplio) mejor que la otra y la que no lo consigue abandona el mercado (o se reestructura). Así pues, el objetivo de la empresa no es que los “competidores” abandonen en el mercado, sino que esto no es más que un efecto en cierto sentido no intencionado. Desde nuestro punto de vista, el objetivo de la empresa A es cooperar con los ciudadanos, clientes y proveedores C, dentro de una relación de asistencia recíproca, de un equipo, y no derrotar al competidor B. Y viceversa.
Pero ¿hasta dónde podemos llegar por este camino de la competencia civil? Ciertamente hay muchas cuestiones abiertas, algunas muy importantes, sobre las que tal vez tengamos que volver.
Pensemos, poniendo un ejemplo relevante para la economía social, que el mercado de la economía social sigue dominado por la competición en el sector público y por las concesiones, con una visión de la competencia como un juego de suma cero, hecho de vencedores (de la competición) y vencidos. El punto de apoyo de esta visión, que en otros escritos he definido como “subsidiariedad al revés”, está en el sector público, que define los proyectos y convoca a las cooperativas a disputar una carrera muchas veces peligrosamente a la baja. Desde el punto de vista de la competencia civil las cosas serían muy distintas: las empresas sociales, que son las que están en contacto con las necesidades de la gente “verían” oportunidades de ventaja mutua con los ciudadanos y se dirigirían (tal vez no siempre) al sector público para poder realizar con transparencia y eficiencia un determinado proyecto, cuya guía ya no sería la “oferta” sino la “demanda” de la gente. Queda mucho por hacer en este sentido.
Hay otras preguntas difíciles: ¿Qué papel juega en esta visión del mercado el reparto de los “beneficios del intercambio”? ¿Cómo definimos la parte de ganancia que le corresponde a cada uno de los participantes cuando se genera valor añadido? A quienes se planteen estas preguntas, legítimas y obligadas, antes de crear una empresa o una cooperativa, yo les diría junto a grandes economistas como Genovesi, Mill o Sen: “Cuando veáis una oportunidad de creación de valor, no gastéis demasiadas energías en definir cómo se repartirán las futuras ganancias. Buscad el reparto más obvio y normal, adoptadlo a grandes rasgos y concentraos en la creación del beneficio común”. Pero este consejo es para los participantes en el intercambio considerados en su conjunto, ya que en esta visión del mercado hay implícita una norma de reciprocidad que dice: “compórtate de este modo sólo con las personas que compartan contigo la misma cultura de mercado”.
Pero podemos preguntarnos si esta cultura o filosofía de mercado podría ser también un buen consejo para un empresario u operador que no tenga garantías de que aquellos con los que va a interactuar compartan la misma cultura de reciprocidad o fraternidad. Yo creo que sí. Una persona que siga esta máxima terminará a veces con una cuota menor de ganancias que la que podría obtener con una actitud más dura y atenta al reparto de beneficios. Pero, en contrapartida, gastará menos tiempo y energías y tendrá menos probabilidades de abrir contenciosos y conflictos con los demás, que son los que muchas veces bloquean los contratos, los negocios y las empresas. A largo plazo es probable que lleve una vida más tranquila y tal vez incluso más acomodada económicamente. También aquí las instituciones juegan un papel: su diseño puede incentivar la búsqueda de la ventaja mutua o del oportunismo individual.
Podríamos resumir esta cultura del mercado civil con la siguiente máxima: “cuando hagáis negocios juntos (sobre todo si duran en el tiempo) no os preocupéis demasiado por establecer los “trozos de la tarta” que vais a hacer; preocupaos más bien por el tamaño de la tarta, de forma que permita muchos trozos, que después, con el tiempo, si no sois oportunistas ni desleales, ya acordaréis una norma justa de reparto. Unas veces ganará más uno y otras veces otro, pero lo importante es crecer juntos”. Un consejo como este es muy eficaz, por ejemplo, con los jóvenes, porque reduce mucho los costes de transacción, refuerza los sentimientos de confianza recíproca y crea una lectura positiva y optimista de la vida en común. Entre otras cosas, porque no es nunca un buen comienzo de la relación con un socio, proveedor o cliente insistir en las garantías o en los vínculos relativos a las (posibles) ganancias futuras; antes bien, en muchas ocasiones es la vía maestra para bloquear el negocio antes de que comience. La generosidad y la magnanimidad son en cierto sentido también virtudes muy importantes para el éxito de un empresario (y de todos nosotros). Entre otras cosas, porque como ya hemos dicho algunos capítulos atrás, el empresario es sobre todo un “creador de tartas”, gracias a su capacidad innovadora, y no un “cortador de trozos”.
Hoy sabemos que uno de los primeros factores de retraso cultural y económico es el esquema mental con el que leemos la competencia de mercado y la vida civil. Las comunidades, los pueblos y las personas crecen cuando interpretan las relaciones económicas y civiles como mutuamente ventajosas y, por el contrario, se quedan encerradas en trampas de pobreza cuando cada uno ve al otro como alguien del que aprovecharse o del que defenderse.
La economía civil ve el mercado como una gran y densa red de relaciones de ventaja mutua a muchos niveles. La competencia civil es la energía que fluye por esta red de relaciones de las que está formado el mercado. Quien forma parte de ella obtiene ventaja para sí mismo y para los demás. Crear una red cada vez más tupida de oportunidades de intercambio significa unir a las personas en acciones conjuntas, donde cada uno crece con los demás y gracias a los demás, tejiendo hilos de la red que mantiene juntas las ciudades y las sociedades. Esto es economía civil, esto es competencia civil.
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Competencia. Ganas tú y gano yo. Alto a la economía asesina.
por Luigino Bruni
publicado en el semanrio Vita del 28 de enero de 2011
La competencia bien entendida, es una de las principales virtudes del mercado. Pero también en este caso debemos limpiar el campo de visiones erróneas o parciales de la competencia. La competencia es virtuosa cuando es competencia civil, el mecanismo social del que hablan los economistas civiles del siglo XIX (como los milaneses Romagnosi o Cattaneo). ¿En qué consiste?
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Trabajo: Motivar a las personas no es cuestión de incentivos
por Luigino Bruni
publicado en el semanario Vita del 18 de febrero de 2011
El trabajo entendido como virtud es una conquista de la modernidad. En el mundo antiguo (greco-romano y también oriental) trabajaban los esclavos. El hombre libre, el ciudadano, gracias a los esclavos (que trabajaban por él) podía liberarse de la necesidad de trabajar y dedicarse a actividades más dignas del hombre libre, como la filosofía, la política o la gimnasia. Durante el medievo cristiano el trabajo comienza a afirmarse como virtud (como actividad buena en sí misma, como camino de felicidad), gracias a los carismas monásticos que empiezan a ver al monje también como trabajador (este es uno de los significados del lema benedictino ora et labora).
[fulltext] =>El trabajo comienza lentamente a salir a la luz, pero tiene que conquistar su espacio en un mundo que seguía siendo demasiado “platónico”, es decir que asignaba a las actividades prácticas y manuales un estatus moral y espiritual inferior al de las actividades intelectuales. Ha habido que esperar hasta tiempos recientes (prácticamente hasta el siglo XIX) para que los trabajadores manuales pudieran votar y tener acceso a cargos públicos.
La economía de mercado ha contribuido sin duda a la emancipación definitiva del trabajo de su estatuto de inferioridad, convirtiéndolo en el gran protagonista del hombre libre y fundando sobre él la democracia y la República (art. 1).
Sin embargo, hoy el trabajo está sujeto a tensiones. Por una parte es alabado y exaltado y por la otra está sometido al consumo y a la especulación. En esta época de crisis económica y social, el trabajo es tal vez la cuestión más urgente, que nos llama a una reflexión más profunda y en gran parte nueva con respecto a los debates ideológicos del siglo XX acerca de la naturaleza del trabajo y de su lugar en la vida.
También en esta ocasión partimos de dos situaciones de la vida diaria. Me invitan a cenar, llevo una bandeja de pasteles y mi anfitrión me dice: “gracias”. Tomo un café en la estación y después de pagar le digo al camarero: “gracias”. Dos “gracias” pronunciados en contextos aparentemente muy distintos: don y amistad en el primero y contrato y anonimato en el segundo. Sin embargo la palabra que usamos es la misma: gracias. ¿Por qué? ¿Qué tienen en común estos dos actos aparentemente tan distantes, al menos para la cultura de nuestras sociedades de mercado? Lo primero que tienen en común es que son encuentros libres entre seres humanos. Nunca le diríamos “gracias” a la máquina del café. Sonreímos cuando se nos escapa un “de nada” como respuesta a la voz mecánica que nos da las gracias cuando pagamos con la tarjeta de crédito el peaje de la autopista.
Estoy convencido de que ese gracias, que no le decimos solo al amigo sino también al camarero, al panadero o al cajero del supermercado, no es sólo fruto de la buena educación o la costumbre, sino que ese gracias expresa el reconocimiento de que aunque no hagamos más que nuestro deber, en el trabajo siempre hay algo más, que transforma ese intercambio en un acto verdaderamente humano. Es más, podría decirse que el trabajo comienza de verdad cuando vamos más allá de la letra del contrato y ponemos lo mejor de nosotros a la hora de preparar una comida, apretar un tornillo, limpiar el baño o dar una clase. Trabajamos de verdad cuando delante del señor Rossi ponemos Mario, o cuando delante del profesor Bruni ponemos Luigino. Cuando, por el contrario, nos detenemos antes de dar ese paso, el trabajo se parece demasiado al de la máquina de café y queda fuera del umbral de la oikos (casa) de lo humano.
Aquí aparece una paradoja importante para las empresas y organizaciones actuales. Los trabajadores y directivos de cualquier empresa, si son buenos y honrados, saben que el trabajo es verdaderamente tal y da frutos de eficiencia y eficacia cuando excede al deber y al contrato, cuando es don (como nos recuerda el último libro de N. Alter, Donner et prendre). Sobre todo en las complejas organizaciones modernas, si el trabajador no dona libremente su pasión, su inteligencia y sus motivaciones intrínsecas, no hay control ni incentivo ni sanción que pueda conseguir que el trabajador de lo mejor de sí mismo, algo que además es un factor competitivo esencial para el éxito de la propia empresa.
Cada vez es más cierto que el éxito de las empresas en el contexto competitivo internacional depende sobre todo del capital humano, de las personas y de su inteligencia y creatividad. Las personas hacen que la empresa crezca y produzca riqueza cuando ponen en juego todas sus capacidades al desarrollar una determinada profesión o al realizar una tarea dentro de una organización. Cualquiera que trabaje en una organización sabe que esta dimensión motivacional y, me atrevería a decir, espiritual del trabajo, no puede comprarse o programarse. Solo puede ser acogida por el trabajador como expresión de su reciprocidad, de su don. Podemos comprar con incentivos adecuados la prestación, pero no podemos comprar en el mercado de trabajo lo que verdaderamente necesita nuestra empresa para vivir y crecer. En otras palabras: podemos comprar y controlar cuándo se entra y se sale de la oficina, podemos comprobar qué se hace durante las ocho horas de trabajo, pero no podemos controlar ni comprar cómo se trabaja, si se pones o no el alma, con qué pasión y creatividad se vive la jornada laboral. Las cláusulas y las características de los contratos de trabajo se quedan precisamente a las puertas de lo verdaderamente importante para una relación humana de trabajo que dura años y que vive de todas esas dimensiones que ningún contrato puede prever ni especificar. Es como decir que con los contratos de trabajo normales y con los incentivos se consigue “comprar” sólo la parte menos importante del trabajo y del trabajador humano, la actividad que más se parece a la de las máquinas, pero no se pueden obtener las dimensiones más profundas y cualitativas de la actividad laboral, de las que depende en gran medida el éxito incluso económico de la empresa. Los distintos mecanismos de incentivos, puesto que son necesariamente instrumentos externos y extrínsecos, siempre serán parciales e imperfectos. En el peor de los casos (cada vez más frecuentes y muchos de ellos objeto de estudio por los economistas), estos instrumentos producen el efecto contrario, ya que los incentivos monetarios muchas veces entran en conflicto con las motivaciones intrínsecas de los trabajadores.
Aquí es donde surge la paradoja, al reconocer que (cada vez más) las empresas y las organizaciones en general, en estos dos siglos de capitalismo, han construido un sistema de incentivos y recompensas incapaz de reconocer el “plus” del don presente en el trabajo humano. Cuando, para reconocer el don que contiene el trabajo, las empresas usan los incentivos clásicos (como el dinero), el “plus” del don es absorbido por el contrato y se convierte en un deber, por lo que desaparece. Pero cuando las empresas y sus directivos no hacen nada para evitar la desaparición del don, con el tiempo también ese exceso desaparece, produciendo tristeza y cinismo en los trabajadores y peores resultados para la empresa. Creo que esta imposibilidad de reconocer el plus del trabajo es una de las razones por las que, en todos los trabajos (desde el obrero hasta el profesor universitario), después de los primeros años llega casi siempre una crisis profunda, cuando nos damos cuenta de que hemos dado durante años lo mejor de nosotros mismos a esa organización, sin sentir que se conoce y reconoce lo que se ha dado, que es siempre inmensamente más grande que el valor del salario recibido. Así nos sentimos mucho menos valorados de cuanto valemos, porque las organizaciones no encuentran el lenguaje adecuado para expresar todo lo que hay entre el sueldo y el don de la propia vida. Estoy convencido de que muchas veces una de las causas de un cambio de trabajo es la búsqueda continua de este reconocimiento que casi nunca llega.
En este cambio de época, que afecta también a la cultura del trabajo y de la empresa, el arte más difícil que deben aprender y cultivar los directivos de empresas y organizaciones es precisamente el arte de encontrar mecanismos que sepan reconocer, al menos en parte, el don que hay en el trabajo, en todo trabajo. Al mismo tiempo, los trabajadores no debemos pedir demasiado a nuestro trabajo, sabiendo que el trabajo es importante pero nunca podrá agotar nuestra necesidad de dar y recibir dones, nuestra vocación de reciprocidad. El trabajo tiene sus momentos tiene fecha de comienzo y de fin, conoce los tiempos de la enfermedad y la fragilidad, mientras que nuestra necesidad de reciprocidad nos acompaña y aumenta durante toda la vida, es anterior al trabajo y seguirá después de él. Si no sabemos reconocer y marcar el límite del trabajo en la economía de nuestra vida (y la de nuestras comunidades), el trabajo será siervo o patrón, pero nunca “hermano trabajo”.
Entonces, trabajamos verdaderamente, y el trabajo es plenamente virtud, cuando reconocemos en nosotros mismos y en los demás que el trabajo es más que la letra del contrato, y vivimos verdaderamente cuando reconocemos que la vida es más que el trabajo.
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Trabajo: Motivar a las personas no es cuestión de incentivos
por Luigino Bruni
publicado en el semanario Vita del 18 de febrero de 2011
El trabajo entendido como virtud es una conquista de la modernidad. En el mundo antiguo (greco-romano y también oriental) trabajaban los esclavos. El hombre libre, el ciudadano, gracias a los esclavos (que trabajaban por él) podía liberarse de la necesidad de trabajar y dedicarse a actividades más dignas del hombre libre, como la filosofía, la política o la gimnasia. Durante el medievo cristiano el trabajo comienza a afirmarse como virtud (como actividad buena en sí misma, como camino de felicidad), gracias a los carismas monásticos que empiezan a ver al monje también como trabajador (este es uno de los significados del lema benedictino ora et labora).
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por Luigino Bruni
publicado en el semanario Vita del 10 de diciembre de 2010
Vista en su conjunto y sobre todo en comparación con la parálisis y la confusión en las que lleva años sumida la universidad italiana, la reforma Gelmini es un acontecimiento importante que introduce muchos elementos innovadores y positivos: sobre todo el énfasis en la calidad, en la evaluación del desempeño de los profesores y en una mayor eficiencia del sistema en su conjunto. Pero hay algunas cuestiones de fondo sobre las que es necesario reflexionar un poco más.
[fulltext] =>Un punto fundamental que hay que poner de relieve es el siguiente: las universidades no son solo, ni siquiera principalmente, centros de investigación o comunidades académicas; siguen siendo sobre todo escuelas, es decir comunidades de profesores, alumnos y personal administrativo, personas.
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Un profesor universitario está llamado a desempeñar varias funciones, especialmente tres: didáctica (clases, tesis, recibir estudiantes), actividades organizativas (reuniones, consejos, comisiones …) e investigación (publicaciones, congresos, seminarios, experimentos, recogida de datos). Al leer el texto de la reforma y los debates que la acompañan, surge con fuerza la idea de que casi toda la atención se concentra, en la práctica, en la tercera función, puesto que en Italia, sobre todo en algunas disciplinas, se había dejado este aspecto un poco de lado. Pero hay algunos peligros latentes. En la vida académica actual los incentivos para investigar son ya mucho más altos que los que se destinan a mejorar la didáctica. Ganar un concurso de profesor ordinario, por ejemplo, depende totalmente de las publicaciones y nada de la calidad de la didáctica o de la relación con los estudiantes.
Se podría objetar que esta reforma da mucha importancia a la evaluación de la calidad de la didáctica, en base a la cual se asignará una parte de los recursos a los distintos centros. Pero el problema está en el sistema de incentivos y en su compatibilidad: los profesores tienen incentivos individuales fuertes para preferir la investigación, mientras que el incentivo para mejorar la calida de la didáctica es para el centro. El mayor problema es cómo alinear estos dos incentivos divergentes.
La investigación es importante, pero la didáctica no lo es menos, ya que expresa, tal vez mejor que la investigación, la naturaleza comunitaria y relacional de toda escuela y nos recuerda el pacto formativo que está en la base de toda escuela, aunque sea universitaria. Sería muy triste que con todo este énfasis en el mérito y la meritocracia, nos olvidáramos de un componente nada secundario para nuestras universidades del mañana: los estudiantes.
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por Luigino Bruni
publicado en el semanario Vita del 10 de diciembre de 2010
Vista en su conjunto y sobre todo en comparación con la parálisis y la confusión en las que lleva años sumida la universidad italiana, la reforma Gelmini es un acontecimiento importante que introduce muchos elementos innovadores y positivos: sobre todo el énfasis en la calidad, en la evaluación del desempeño de los profesores y en una mayor eficiencia del sistema en su conjunto. Pero hay algunas cuestiones de fondo sobre las que es necesario reflexionar un poco más.
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Más allá de la crisis: De la econo-mía a la econo-nuestra
El individualismo está trasnochado
por Luigino Bruni
publicado en el semanario Vita del 3 de diciembre de 2010
El capítulo anterior terminó en una encrucijada: la que muchas veces señala en la historia de los pueblos de una parte la fraternidad y de la otra el fratricidio. La primera comunidad, de la que nos habla la gran tradición judeocristiana y por ende occidental, ante esa encrucijada eligió el fratricidio :
[fulltext] =>Sigues siendo el de la piedra y la honda, hombre de mi tiempo. Estabas en la carlinga, con las alas malignas y los meridianos de la muerte; te ví en el carro de fuego, en el patíbulo y en la rueda de tortura. Te ví, eras tú ... Y esa sangre huele como el día aquel en que un hermano le dijo a otro hermano: «Vamos al campo»” (S. Quasimodo).
Otras veces, ante la misma encrucijada, personas, comunidades y pueblos han embocado la senda de la fraternidad, tal vez después de una experiencia trágica, como ocurrió en la reconstrucción de Italia tras el fascismo, en la India de Gandhi o en la Sudáfrica de Mandela. Hoy también, para salir de esta crisis grande y profunda (no solo crisis financiera o económica, sino también crisis de relaciones interpersonales, políticas, religiosas y con la naturaleza), nos encontramos ante esta misma encrucijada.
Ya hemos entrado decididamente en la era de los bienes comunes (si bien el mundo académico todavía no se ha enterado y en las facultades de todo el mundo apenas se dedican a los bienes comunes unas breves referencias, cuando queda tiempo) y la fraternidad debe convertirse también en una virtud del mercado, ya que las clásicas virtudes del mercado, que son las virtudes individuales de la prudencia, la innovación, la responsabilidad, la independencia, etc. han dejado de ser suficientes. ¿En qué sentido debe y puede la fraternidad convertirse en una virtud del mercado? Hay muchas traducciones posibles del principio de fraternidad en economía y de hecho hace tiempo que la palabra fraternidad comienza a estar presente también en las revistas científicas. Pero ¿de qué fraternidad estamos hablando? Ciertamente no de la hermandad de sangre, ni de la que es exclusiva de los lazos familiares o de clan, ni de la que evocan muchas veces algunas comunidades cerradas y discriminatorias. El uso del término fraternidad que puede y debe convertirse en principio económico es el que hace referencia al tríptico de la Ilustración europea, a esa fraternidad que fue, junto a la libertad y a la igualdad, uno de los pilares de la nueva Europa, del nuevo pacto social al que le faltaban aquellos tres principios. Esta fraternidad comporta, para los miembros de una comunidad, sentirse parte de un destino común, estar unidos por un vínculo menos exclusivo y electivo que el de la amistad, pero que es capaz de suscitar sentimientos de simpatía recíproca y que puede y debe expresarse también en las transacciones ordinarias del mercado. Es más, los economistas ilustrados y los italianos especialmente (Genovesi, Dragonetti, Filangieri), entendían la construcción de la economía de mercado como una precondición para que la fraternidad no se quedase en principio abstracto sino que se convirtiese en praxis diaria y generalizada. Pero ¿cómo cambia la visión de la economía y del mercado cuando nos tomamos en serio la fraternidad? ¿cómo podemos reconciliar la idea del mercado visto como fraternidad con el mecanismo de los precios? Si no respondemos a estas preguntas, sería como decir que una economía civil de la fraternidad solo es posible en pequeñas comunidades premodernas o en los márgenes de la economía de mercado ordinaria, un mensaje que no podemos aceptar. Yo propongo llamar fraterna a una interacción de mercado cuando se vive y representa como una relación que hace de las partes contratantes un agente colectivo, un equipo.
Según la visión estándar de la economía, que se remonta a Smith, tal y como veíamos hace un par de capítulos, cuando A realiza un intercambio con B no tiene la intención de buscar una ventaja para B, sino que satisface las necesidades de B sólo como un medio para alcanzar sus propios objetivos. Según esta idea, tanto el bien común como el bien del otro sujeto del intercambio, serían efectos no intencionados. Por otra parte, como reacción a esta visión demasiado poco social o fraterna, hay quien cree que la auténtica socialidad o la fraternidad siempre van asociadas a alguna forma de sacrificio por parte de alguno o de todos los sujetos del intercambio, por lo que no sería compatible con las transacciones ordinarias del mercado.
Yo, en cambio, estoy convencido de que la categoría de la fraternidad, traducida en la vida económica, debería permitirnos pensar que una relación de mercado puede ser, al mismo tiempo, mutuamente ventajosa y genuinamente social. La virtud de la fraternidad, en efecto, permite superar también esta visión dualista (por una parte estaría el mercado, el reino de la ventaja mutua; y por otra la fraternidad, el reino del sacrificio), que no ayuda ni al mercado, que a fuerza de considerarlo no moral, cada vez es menos moral, ni al no-mercado, donde la asociación de la familia y la amistad con la pura gratuidad muchas veces ha escondido relaciones de poder y patologías de todo tipo; no hay más que pensar en la cuestión femenina en las comunidades tradicionales.
Desde el punto de vista de la fraternidad, en el contrato de mercado las partes se comprometen a hacer lo que les corresponde para alcanzar un objetivo común. Este objetivo común es el beneficio conjunto que se deriva del contrato, evidentemente dentro de los límites concretos determinados por esa transacción. Cada parte, al cumplir con su obligación concreta, actúa con la intención de participar en una combinación de acciones encaminadas al beneficio de todo el equipo. Así, cuando Andrea (a quien conocimos capítulos atrás) se dirige a la pescadería, no es simplemente prudente y piensa en su propio interés; sino que, en la perspectiva de la fraternidad, es como si dijese a Bruno: “Te propongo una acción conjunta que nos beneficia a ti y a mí: tu me ayudas a satisfacer mi necesidad de pescado y yo te ayudo a satisfacer tu necesidad de dinero. Realicemos juntos esta acción conjunta, formemos un equipo temporal”. Si se alcanza el acuerdo entre los dos, el cliente (Andrea) intencionadamente quiere que el pescadero (Bruno) se beneficie del intercambio y viceversa. Así cada uno tiene la intención consciente de ser útil al otro. La ventaja mutua (y no sólo el interés personal) es la intención y el contenido del intercambio. Esta es una manera de compatibilizar el concepto de fraternidad con la economía de mercado, pero con una condición: que el equipo y la intención de beneficiar al otro se creen durante la ejecución del contrato y no sea un criterio para elegir a la otra parte del contrato. Por ejemplo, a la virtud de la fraternidad no se le pide que un cliente elija a determinado proveedor para ayudarle (porque tal vez está pasando por una crisis económica). Solo en el momento en que se estipula el contrato, el cliente se compromete a perseguir un objetivo común. Genovesi, por ejemplo, (y yo con él) normalmente no le daría a un empresario el siguiente consejo: “elige el proveedor A porque tiene dificultades económicas, aunque sus precios sean más altos que los de B”. Una visión fraterna no conduce a la creación de economías informales de “amigos”, donde los socios comerciales se eligen por razones de “amistad”. Creo que el reto de experiencias de economía social como la Economía de Comunión, el comercio justo o la banca ética, consiste en mantener unidas las señales de los precios con un auténtico espíritu de fraternidad. Cuando estos dos niveles se confunden y se elige al proveedor solamente o primariamente porque es un “amigo” o porque es “parte del proyecto”, esa fraternidad entra en conflicto con las virtudes del mercado.
Para terminar, a partir de la fraternidad vista como paradigma del mercado surge también una idea distinta de la competencia. La visión dominante tiende a ver la competencia entre las empresas A y B como una lucha, cuyo efecto no intencionado es la reducción de los precios de mercado, lo que proporciona una ventaja a los clientes C. En cambio, la competencia vista desde la perspectiva de la fraternidad lleva a ver el juego de mercado centrado en los ejes A-C y B-C: cada empresa trata de satisfacer a sus clientes mejor que la otra, y la que no lo consigue sale del mercado como efecto en cierto sentido no intencionado. Pero el objetivo de A es cooperar con C, formar un equipo, no “golpear” al competidor B; y viceversa.
La vida social es un conjunto de oportunidades que hay que aprovechar juntos. El mercado es un sistema que nos permite aprovechar estas oportunidades para crecer junto con los demás y no contra ellos. La economía de mercado entonces se convierte en un conjunto formado por muchas relaciones cooperativas, un mundo poblado por equipos temporales, donde cada uno se comprende a sí mismo en relación con los otros y no piensa solo en la econo-mía sino en la econo-nuestra. Solo la econo-nuestra, donde la palabra “nuestra” es tan grande como la tierra, puede estar a la altura de los retos que nos aguardan.
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Más allá de la crisis: De la econo-mía a la econo-nuestra
El individualismo está trasnochado
por Luigino Bruni
publicado en el semanario Vita del 3 de diciembre de 2010
El capítulo anterior terminó en una encrucijada: la que muchas veces señala en la historia de los pueblos de una parte la fraternidad y de la otra el fratricidio. La primera comunidad, de la que nos habla la gran tradición judeocristiana y por ende occidental, ante esa encrucijada eligió el fratricidio :
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Es la fraternidad. Pocos la relacionan con los temas económicos. Pero sin ella no hay modelo que aguante. Está ocurriendo hoy: la lógica individual que maximiza la ventaja a costa del interés de todos nos está llevando a una vía muerta.
por Luigino Bruni
publicado en el semanario Vita del 26 de noviembre de 2010
El de los bienes comunes se está convirtiendo en uno de los grandes temas de nuestra época. Pero si es cierto que los bienes comunes son cada vez más importantes, tenemos que desarrollar nuevas virtudes, puesto que las típicas virtudes individuales del mercado ya no son suficientes para superar los nuevos retos.
¿Qué es la “tragedia de los bienes comunes”? En primer lugar, es el título de un celebre artículo publicado por el biólogo D. Hardin en 1.968 en la prestigiosa revista Science. La tesis es fuerte y clara: ante los bienes comunes (commons), aunque cada uno se ocupe prudentemente de sus intereses, sin darnos cuenta y sin querer, corremos el peligro de ir serrando poco a poco la rama sobre la que estamos sentados todos. ¿Por qué?
[fulltext] =>El ejemplo que aparece en el artículo de Hardin es el más conocido y es el que ha pasado a todos los libros de texto de microeconomía: un pasto comunal libre, al que todos los ganaderos llevan sus vacas a pastar. La opción que maximiza la libertad y el interés individual es la de llevar muchos animales al pasto, puesto que la ventaja individual de llevar una vaca a pastar es + 1, mientras que la disminución de hierba es solo una fracción de – 1 (ya que el daño se reparte entre todos los ganaderos que usan el pasto comunal). Así pues, el beneficio individual es mayor que el coste individual y eso hace que aumente el uso del bien común. Esto vale siempre, mientras haya un metro cuadrado libre de hierba, lo que conduce a la destrucción del pasto… a menos que haya algo que limite, de algún modo, la libertad individual.
La difícil relación con los límites
Desde los árboles de la isla de Pascua hasta el agujero en la capa de ozono y desde las truferas de mi pueblo de Las Marcas (Italia) hasta la imparable disminución de acuíferos en la India y en el lago Albano, la historia, grande y cotidiana, habla de tragedias de comunidades y civilizaciones, pequeñas y grandes, que “colapsaron” porque no fueron capaces de no sobrepasar los límites, es decir el punto crítico de no retorno a partir del cual el proceso se hace irreversible. La población de la isla de Pascua no se extinguió por talar el último árbol, sino por superar, en un momento determinado y de manera inconsciente, una barrera, un umbral a partir del cual se hizo inevitable llegar a la extinción incluso del último árbol.
Pero en la historia humana hay también otros muchos episodios en los que las comunidades sí han sido capaces de parar a tiempo y de evitar el trágico colapso, coordinándose y limitando la libertad individual. Hay una clave de lectura que nos permite interpretar las normas sociales, leyes, tradiciones antiguas, usos y costumbres, como instrumentos que las civilizaciones han inventado para evitar el colapso.
Cuando hoy nos preocupamos por la gestión del agua, por las ciudades y por el medio ambiente, la trágica pregunta que se nos plantea cada vez con más urgencia es la siguiente: ¿llegaremos a sobrepasar el límite siguiendo la senda de los antiguos habitantes de la isla de Pascua o seremos capaces de parar a tiempo y coordinarnos? ¿tendremos la sabiduría individual y colectiva necesaria para que nuestras comunidades – incluida la comunidad mundial de seres humanos y otras especies del planeta –, en lugar de colapsar o implosionar, puedan vivir y crecer en armonía?
Para tener esperanza en el triunfo de la segunda posibilidad necesitamos nuevas virtudes, ya que las virtudes típicamente individuales (como la búsqueda prudente del propio interés) no ofrecen garantías suficientes para hacer frente a los retos de los bienes comunes y con ellos al reto del “Bien Común” (no existe el bien común sin bienes comunes).
La necesaria fraternidad.
Los bienes comunes necesitan virtudes de reciprocidad, que expresen con claridad el vínculo que existe entre las personas. ¿Qué virtudes son esas?
La primera virtud que hay que erigir hoy como principio fundacional de la post-modernidad, de la sociedad globalizada y de la economía de los bienes comunes, es la fraternidad. Cada vez se hace más urgente un nuevo pacto social mundial entre ciudadanos libres e iguales (y no solo los del G20, sino potencialmente todos), que se autolimiten en el uso de los recursos comunes.
La libertad y la igualdad hacen referencia al individuo. La fraternidad, en cambio, es un bien de vínculo entre las personas, un vínculo que expresa ambivalencia, pues es a la vez una relación y un lazo. Pero si no reconocemos los vínculos que nos unen unos a otros, no podremos salir de la tragedia de los bienes comunes. Debemos tomar conciencia de que la vida en común es una red de relaciones entre personas, comunidades y pueblos, una red de relaciones que la globalización y las tecnologías hacen cada vez más entrelazada y tupida.
Uno de los grandes cambios que se están produciendo en nuestra sociedad post-moderna tiene que ver con la centralidad de los bienes comunes, que se están convirtiendo no en la excepción sino en la regla de la vida económica y civil. Hoy la calidad del desarrollo de los pueblos y de toda la tierra tiene que ver ciertamente con zapatos, frigoríficos y lavadoras (los clásicos bienes privados), pero depende mucho más de bienes (o males) comunes como los gases de efecto invernadero, el agua o el stock de confianza en los mercados financieros (la crisis financiera también puede interpretarse como una tragedia del bien común confianza), de los que dependen en última instancia la comida, los zapatos y los frigoríficos.
Muchas veces, a lo largo de la historia de los pueblos, nos hemos encontrado ante la encrucijada fraternidad-fratricidio, dos caminos que siempre, desde los tiempos de Caín, limitan uno con el otro. Unas veces hemos elegido el sendero de la fraternidad, otras, las más, el del fratricidio. Una vez más, estamos en la encrucijada.
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La virtud que tenemos que redescubrir para salvarnos de la extinción
Es la fraternidad. Pocos la relacionan con los temas económicos. Pero sin ella no hay modelo que aguante. Está ocurriendo hoy: la lógica individual que maximiza la ventaja a costa del interés de todos nos está llevando a una vía muerta.
por Luigino Bruni
publicado en el semanario Vita del 26 de noviembre de 2010
El de los bienes comunes se está convirtiendo en uno de los grandes temas de nuestra época. Pero si es cierto que los bienes comunes son cada vez más importantes, tenemos que desarrollar nuevas virtudes, puesto que las típicas virtudes individuales del mercado ya no son suficientes para superar los nuevos retos.
¿Qué es la “tragedia de los bienes comunes”? En primer lugar, es el título de un celebre artículo publicado por el biólogo D. Hardin en 1.968 en la prestigiosa revista Science. La tesis es fuerte y clara: ante los bienes comunes (commons), aunque cada uno se ocupe prudentemente de sus intereses, sin darnos cuenta y sin querer, corremos el peligro de ir serrando poco a poco la rama sobre la que estamos sentados todos. ¿Por qué?
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El mundo va bien si cada uno se ocupa de sus intereses
por Luigino Bruni
publicado en el semanario Vita del 5 de noviembre de 2010
Andrea entra en la pescadería que está debajo de su casa para comprarle a Bruno pescado fresco. Andrea le da 20 euros a Bruno y este último le da pez espada del Mediterráneo. Así se realiza uno de los muchos fenómenos que llamamos “intercambio de mercado”. Pero ¿qué es lo que ocurre verdaderamente entre Andrea y Bruno dentro de la pescadería? Depende del punto de vista y también de lo que seamos capaces de “ver”.
Un sociólogo, de paso por la tienda, podría ver en ese hecho, por ejemplo, a los marineros mal pagados, muchos de ellos irregulares, que están bajo ese pez espada y pensaría en las relaciones humanas (en palabras de Marx) «que se ocultan bajo el envoltorio de las mercancías ».
[fulltext] =>EL MUNDO VA BIEN SI CADA UNO SE OCUPA DE SUS INTERESES
No es una paradoja, sino una regla económica. Como decía Smith, ocuparse del interés personal es una virtud. Aunque hoy, en las sociedades complejas, la regla se tambalea.
Andrea entra en la pescadería que está debajo de su casa para comprarle a Bruno pescado fresco. Andrea le da 20 euros a Bruno y este último le da pez espada del Mediterráneo. Así se realiza uno de los muchos fenómenos que llamamos “intercambio de mercado”. Pero ¿qué es lo que ocurre verdaderamente entre Andrea y Bruno dentro de la pescadería? Depende del punto de vista y también de lo que seamos capaces de “ver”.
Un sociólogo, de paso por la tienda, podría ver en ese hecho, por ejemplo, a los marineros mal pagados, muchos de ellos irregulares, que están bajo ese pez espada y pensaría en las relaciones humanas (en palabras de Marx) «que se ocultan bajo el envoltorio de las mercancías ».
Si quien observa la escena es un concejal municipal, tal vez le atraería la figura de Bruno que, para soportar la competencia de los grandes hipermercados, se ve obligado a no pagarse el sueldo desde hace meses, agotando los ahorros de toda una vida con tal de no cerrar la pescadería que heredó de su abuelo.
Un ambientalista, en cambio, podría pensar en el armador que se enriquece esquilmando la fauna marina de nuestros caladeros. Y así podríamos seguir añadiendo otros puntos de vista, otras perspectivas.
El intercambio equivalente
¿Y qué “vería” en ese intercambio un economista? Un economista tradicional o estándar (si se le puede llamar así), es decir uno de mis muchos compañeros que enseña la ciencia económica en una de las muchas universidades del mundo (todas demasiado iguales, por desgracia), explicaría el hecho humano que acontece dentro de la pescadería como un intercambio de cosas, mediado por personas; y si tuviese una pizarra, lo representaría de este modo: A hacia B y B hacia A, especificando que el valor de las dos transacciones (las dos flechas) es equivalente (entre otras cosas, eso es lo que diferencia a un contrato de un intercambio de dones). Para explicarlo mejor, podría añadir después que el objetivo o la motivación de Andrea es tener el pescado y el de Bruno es tener el dinero y cada uno le da algo al otro como medio para alcanzar su propio objetivo.
Todo este sencillo discurso (que tal vez yo haya complicado) fue erigido en 1776 por Adam Smith como pilar de la fundación de la economía política y resumido en una de las más célebres frases de las ciencias sociales: «No es de la benevolencia del carnicero, cervecero o panadero de donde obtendremos nuestra cena, sino de su preocupación por sus propios intereses. No apelamos a su sentido de la humanidad, sino a su interés » (de “La riqueza de las naciones”). Esta serie de artículos está dedicada a las virtudes del mercado ¿En qué sentido podemos llamar virtud, con Smith, al intercambio de mercado basado simplemente en el interés? Para entender mejor y sin ingenuidad la operación de Smith, es decir la transformación del interés personal de vicio en virtud, hay que tener en cuenta que pocas líneas antes del pasaje sobre el carnicero, Smith habla largamente del mendigo que, para poder cenar, «depende de la benevolencia de sus conciudadanos», del carnicero y del panadero de su pueblo. El mendigo es el único, comenta Smith, que depende «principalmente de la benevolencia de sus conciudadanos».
Relaciones entre iguales
El hombre libre, por el contrario, prefiere ser independiente de sus benefactores para construir relaciones entre iguales. Además hay que tener en cuenta que el mundo contra el que Smith y todos los economistas clásicos desataban su dura polémica era el mundo feudal, donde multitud de mendigos dependían para vivir de la “benevolencia” y de la limosna de unos pocos señores feudales benevolentes. En un mundo de dependencia feudal, de siervos y señores, nunca podrá existir amistad entre el mendigo y el carnicero (la amistad exige igualdad), ni en la tienda ni después en el bar.
Pero si el ex mendigo encuentra un trabajo y vuelve a la pescadería a comprar pescado, aunque dentro de la tienda el intercambio no sea (para Smith, que no para mí, como veremos en los próximos capítulos) una forma de amistad, los dos pueden encontrarse después en el bar en un plano de igualdad, de mayor dignidad y, si quieren, incluso de amistad.
La virtud, cualquier virtud, exige personas libres. En un mundo de mendigos, hoy igual que ayer, no puede haber auténticas virtudes civiles. Por eso, según la teoría económica clásica, el invento del mercado se convierte en instrumento de civilización y también el intercambio de mercado, aunque no se base en la benevolencia sino en el auto interés, se convierte en expresión de virtud.
Esta independencia es, en efecto, una virtud, una virtud muy querida para la filosofía estoica (y más aún para Smith). Pero hay más. Una sociedad civil donde cada uno persigue sus intereses funciona bien porque el cuidado de los propios intereses es expresión de la virtud de la prudencia. Por ejemplo, si todos los ciudadanos de Milán se ocuparan de la educación de sus hijos, hicieran bien su trabajo, cuidaran el jardín y pagaran los impuestos para producir bienes públicos, es decir si Milán estuviera llena de “hombre prudentes”, automáticamente también la ciudad sería virtuosa.
Esta es, en esencia, la idea que encierra la metáfora más famosa del pensamiento económico, la de la “mano invisible”: cada uno persigue sus intereses particulares y la sociedad, providencialmente, se encuentra con el bien común. También por esta razón, en polémica con los moralistas anteriores y contemporáneos a él (pienso en Mandeville o en Rousseau), para Smith el interés personal no es un vicio sino una virtud: la prudencia. Esta operación “semántica” (la misma palabra, auto-interés, cambia de significado moral) se encontraba en la base de la legitimación ética de la naciente economía política y de la economía de mercado que, no hay que perderlo de vista, ha desempeñado una función civilizadora del mundo con respecto al régimen feudal.
Pero los bienes comunes lo cambian todo
Sin embargo hay un problema muy serio. La legitimación ética del intercambio y esta visión virtuosa del interés (visto como expresión de prudencia), ha funcionado y sigue funcionando en sociedades sencillas, en las que el bien de los individuos es también directamente el bien de todos, donde, en lenguaje más técnico, los bienes son sobre todo privados. Cuando, por el contrario, los bienes se hacen comunes, cuando los bienes económicos más importantes y estratégicos para nosotros y para nuestros nietos, para los más pobres y para las demás especies, son las energías no renovables, los bosques, los lagos, los mares y los bienes medioambientales, al igual que la gestión de una comunidad de propietarios o la convivencia en las ciudades multiétnicas, la cosa se complica terriblemente.
Entran en juego algunas de las “visiones” de los observadores de la pescadería distintas a la del economista, que aparecían al comienzo de este artículo. La virtud de la prudencia deja de ser automáticamente una virtud del mercado, ya que deja de ser cierto que la búsqueda del interés privado produzca también bien común, tema crucial al que dedicaremos el próximo capítulo.
Si quien observa la escena es un concejal municipal, tal vez le atraería la figura de Bruno que, para soportar la competencia de los grandes hipermercados, se ve obligado a no pagarse el sueldo desde hace meses, agotando los ahorros de toda una vida con tal de no cerrar la pescadería que heredó de su abuelo.
Un ambientalista, en cambio, podría pensar en el armador que se enriquece esquilmando la fauna marina de nuestros caladeros. Y así podríamos seguir añadiendo otros puntos de vista, otras perspectivas.
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¿Y qué “vería” en ese intercambio un economista? Un economista tradicional o estándar (si se le puede llamar así), es decir uno de mis muchos compañeros que enseña la ciencia económica en una de las muchas universidades del mundo (todas demasiado iguales, por desgracia), explicaría el hecho humano que acontece dentro de la pescadería como un intercambio de cosas, mediado por personas; y si tuviese una pizarra, lo representaría de este modo: A hacia B y B hacia A, especificando que el valor de las dos transacciones (las dos flechas) es equivalente (entre otras cosas, eso es lo que diferencia a un contrato de un intercambio de dones). Para explicarlo mejor, podría añadir después que el objetivo o la motivación de Andrea es tener el pescado y el de Bruno es tener el dinero y cada uno le da algo al otro como medio para alcanzar su propio objetivo.
Todo este sencillo discurso (que tal vez yo haya complicado) fue erigido en 1776 por Adam Smith como pilar de la fundación de la economía política y resumido en una de las más célebres frases de las ciencias sociales: «No es de la benevolencia del carnicero, cervecero o panadero de donde obtendremos nuestra cena, sino de su preocupación por sus propios intereses. No apelamos a su sentido de la humanidad, sino a su interés » (de “La riqueza de las naciones”). Esta serie de artículos está dedicada a las virtudes del mercado ¿En qué sentido podemos llamar virtud, con Smith, al intercambio de mercado basado simplemente en el interés? Para entender mejor y sin ingenuidad la operación de Smith, es decir la transformación del interés personal de vicio en virtud, hay que tener en cuenta que pocas líneas antes del pasaje sobre el carnicero, Smith habla largamente del mendigo que, para poder cenar, «depende de la benevolencia de sus conciudadanos», del carnicero y del panadero de su pueblo. El mendigo es el único, comenta Smith, que depende «principalmente de la benevolencia de sus conciudadanos».
Relaciones entre iguales
El hombre libre, por el contrario, prefiere ser independiente de sus benefactores para construir relaciones entre iguales. Además hay que tener en cuenta que el mundo contra el que Smith y todos los economistas clásicos desataban su dura polémica era el mundo feudal, donde multitud de mendigos dependían para vivir de la “benevolencia” y de la limosna de unos pocos señores feudales benevolentes. En un mundo de dependencia feudal, de siervos y señores, nunca podrá existir amistad entre el mendigo y el carnicero (la amistad exige igualdad), ni en la tienda ni después en el bar. Pero si el ex mendigo encuentra un trabajo y vuelve a la pescadería a comprar pescado, aunque dentro de la tienda el intercambio no sea (para Smith, que no para mí, como veremos en los próximos capítulos) una forma de amistad, los dos pueden encontrarse después en el bar en un plano de igualdad, de mayor dignidad y, si quieren, incluso de amistad.
La virtud, cualquier virtud, exige personas libres. En un mundo de mendigos, hoy igual que ayer, no puede haber auténticas virtudes civiles. Por eso, según la teoría económica clásica, el invento del mercado se convierte en instrumento de civilización y también el intercambio de mercado, aunque no se base en la benevolencia sino en el auto interés, se convierte en expresión de virtud.
Esta independencia es, en efecto, una virtud, una virtud muy querida para la filosofía estoica (y más aún para Smith). Pero hay más. Una sociedad civil donde cada uno persigue sus intereses funciona bien porque el cuidado de los propios intereses es expresión de la virtud de la prudencia. Por ejemplo, si todos los ciudadanos de Milán se ocuparan de la educación de sus hijos, hicieran bien su trabajo, cuidaran el jardín y pagaran los impuestos para producir bienes públicos, es decir si Milán estuviera llena de “hombre prudentes”, automáticamente también la ciudad sería virtuosa.
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No es una paradoja, sino una regla económica. Como decía Smith, ocuparse del interés personal es una virtud. Aunque hoy, en las sociedades complejas, la regla se tambalea.
Andrea entra en la pescadería que está debajo de su casa para comprarle a Bruno pescado fresco. Andrea le da 20 euros a Bruno y este último le da pez espada del Mediterráneo. Así se realiza uno de los muchos fenómenos que llamamos “intercambio de mercado”. Pero ¿qué es lo que ocurre verdaderamente entre Andrea y Bruno dentro de la pescadería? Depende del punto de vista y también de lo que seamos capaces de “ver”.
Un sociólogo, de paso por la tienda, podría ver en ese hecho, por ejemplo, a los marineros mal pagados, muchos de ellos irregulares, que están bajo ese pez espada y pensaría en las relaciones humanas (en palabras de Marx) «que se ocultan bajo el envoltorio de las mercancías ».
Si quien observa la escena es un concejal municipal, tal vez le atraería la figura de Bruno que, para soportar la competencia de los grandes hipermercados, se ve obligado a no pagarse el sueldo desde hace meses, agotando los ahorros de toda una vida con tal de no cerrar la pescadería que heredó de su abuelo.
Un ambientalista, en cambio, podría pensar en el armador que se enriquece esquilmando la fauna marina de nuestros caladeros. Y así podríamos seguir añadiendo otros puntos de vista, otras perspectivas.
El intercambio equivalente
¿Y qué “vería” en ese intercambio un economista? Un economista tradicional o estándar (si se le puede llamar así), es decir uno de mis muchos compañeros que enseña la ciencia económica en una de las muchas universidades del mundo (todas demasiado iguales, por desgracia), explicaría el hecho humano que acontece dentro de la pescadería como un intercambio de cosas, mediado por personas; y si tuviese una pizarra, lo representaría de este modo: A hacia B y B hacia A, especificando que el valor de las dos transacciones (las dos flechas) es equivalente (entre otras cosas, eso es lo que diferencia a un contrato de un intercambio de dones). Para explicarlo mejor, podría añadir después que el objetivo o la motivación de Andrea es tener el pescado y el de Bruno es tener el dinero y cada uno le da algo al otro como medio para alcanzar su propio objetivo.
Todo este sencillo discurso (que tal vez yo haya complicado) fue erigido en 1776 por Adam Smith como pilar de la fundación de la economía política y resumido en una de las más célebres frases de las ciencias sociales: «No es de la benevolencia del carnicero, cervecero o panadero de donde obtendremos nuestra cena, sino de su preocupación por sus propios intereses. No apelamos a su sentido de la humanidad, sino a su interés » (de “La riqueza de las naciones”). Esta serie de artículos está dedicada a las virtudes del mercado ¿En qué sentido podemos llamar virtud, con Smith, al intercambio de mercado basado simplemente en el interés? Para entender mejor y sin ingenuidad la operación de Smith, es decir la transformación del interés personal de vicio en virtud, hay que tener en cuenta que pocas líneas antes del pasaje sobre el carnicero, Smith habla largamente del mendigo que, para poder cenar, «depende de la benevolencia de sus conciudadanos», del carnicero y del panadero de su pueblo. El mendigo es el único, comenta Smith, que depende «principalmente de la benevolencia de sus conciudadanos».
Relaciones entre iguales
El hombre libre, por el contrario, prefiere ser independiente de sus benefactores para construir relaciones entre iguales. Además hay que tener en cuenta que el mundo contra el que Smith y todos los economistas clásicos desataban su dura polémica era el mundo feudal, donde multitud de mendigos dependían para vivir de la “benevolencia” y de la limosna de unos pocos señores feudales benevolentes. En un mundo de dependencia feudal, de siervos y señores, nunca podrá existir amistad entre el mendigo y el carnicero (la amistad exige igualdad), ni en la tienda ni después en el bar.
Pero si el ex mendigo encuentra un trabajo y vuelve a la pescadería a comprar pescado, aunque dentro de la tienda el intercambio no sea (para Smith, que no para mí, como veremos en los próximos capítulos) una forma de amistad, los dos pueden encontrarse después en el bar en un plano de igualdad, de mayor dignidad y, si quieren, incluso de amistad.
La virtud, cualquier virtud, exige personas libres. En un mundo de mendigos, hoy igual que ayer, no puede haber auténticas virtudes civiles. Por eso, según la teoría económica clásica, el invento del mercado se convierte en instrumento de civilización y también el intercambio de mercado, aunque no se base en la benevolencia sino en el auto interés, se convierte en expresión de virtud.
Esta independencia es, en efecto, una virtud, una virtud muy querida para la filosofía estoica (y más aún para Smith). Pero hay más. Una sociedad civil donde cada uno persigue sus intereses funciona bien porque el cuidado de los propios intereses es expresión de la virtud de la prudencia. Por ejemplo, si todos los ciudadanos de Milán se ocuparan de la educación de sus hijos, hicieran bien su trabajo, cuidaran el jardín y pagaran los impuestos para producir bienes públicos, es decir si Milán estuviera llena de “hombre prudentes”, automáticamente también la ciudad sería virtuosa.
Esta es, en esencia, la idea que encierra la metáfora más famosa del pensamiento económico, la de la “mano invisible”: cada uno persigue sus intereses particulares y la sociedad, providencialmente, se encuentra con el bien común. También por esta razón, en polémica con los moralistas anteriores y contemporáneos a él (pienso en Mandeville o en Rousseau), para Smith el interés personal no es un vicio sino una virtud: la prudencia. Esta operación “semántica” (la misma palabra, auto-interés, cambia de significado moral) se encontraba en la base de la legitimación ética de la naciente economía política y de la economía de mercado que, no hay que perderlo de vista, ha desempeñado una función civilizadora del mundo con respecto al régimen feudal.
Pero los bienes comunes lo cambian todo
Sin embargo hay un problema muy serio. La legitimación ética del intercambio y esta visión virtuosa del interés (visto como expresión de prudencia), ha funcionado y sigue funcionando en sociedades sencillas, en las que el bien de los individuos es también directamente el bien de todos, donde, en lenguaje más técnico, los bienes son sobre todo privados. Cuando, por el contrario, los bienes se hacen comunes, cuando los bienes económicos más importantes y estratégicos para nosotros y para nuestros nietos, para los más pobres y para las demás especies, son las energías no renovables, los bosques, los lagos, los mares y los bienes medioambientales, al igual que la gestión de una comunidad de propietarios o la convivencia en las ciudades multiétnicas, la cosa se complica terriblemente.
Entran en juego algunas de las “visiones” de los observadores de la pescadería distintas a la del economista, que aparecían al comienzo de este artículo. La virtud de la prudencia deja de ser automáticamente una virtud del mercado, ya que deja de ser cierto que la búsqueda del interés privado produzca también bien común, tema crucial al que dedicaremos el próximo capítulo.
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Es el protagonista del desarrollo económico. Con sus ideas y su valentía rompe el estancamiento y dinamiza el sistema. Nuca se lo agradeceremos bastante...
por Luigino Bruni
publicado en el semanario Vita del 29 de octubre de 2010
El mercado, cuando funciona correctamente, es un lugar en el que se reconoce y se premia la innovación y la creatividad humana. La competencia del mercado (sobre la que ya hemos hablado en artículos anteriores) puede verse – y así hay que verla si queremos captar su realidad más auténtica – como una competición por innovar: los que innovan crecen y viven y los que no innovan se quedan atrás, fuera del juego económico y civil.
El autor que mejor ha entendido esta dinámica virtuosa del mercado (la capacidad de innovar es sin duda una virtud, porque es expresión de areté, de excelencia) es el economista austriaco J.A. Schumpeter. En su libro Teoría del desarrollo económico (de 1911), un texto clásico cuya lectura sigue siendo aconsejable para quienes estén interesados en las buenas obras de teoría económica y social, él describe magistralmente la dinámica de la economía de mercado como una “carrera” entre innovadores e imitadores.
[fulltext] =>Para explicar la naturaleza y la función de la innovación, Schumpeter recurre a un modelo en el que el punto de partida es el “estado estacionario”, una situación en la que las empresas solo realizan actividades rutinarias y el sistema económico se replica perfectamente a sí mismo en el tiempo, sin que se produzca verdadera creación de riqueza.
El desarrollo económico comienza cuando un empresario rompe el estado estacionario al introducir una innovación, que puede ser una invención técnica, una nueva fórmula organizativa o la creación de nuevos productos o mercados, que reduce el coste medio y hace que la empresa pueda crear nueva riqueza.
El empresario-innovador es el protagonista del desarrollo económico, puesto que crea verdadero valor añadido y dinamiza el sistema social. Después, al innovador le sigue un “enjambre” de imitadores atraídos por ese valor añadido como las abejas por el néctar. Estos imitadores entran en los sectores en los que se ha producido la innovación, haciendo que el precio de mercado de esos productos baje hasta absorber completamente el beneficio generado por la innovación. De este modo la economía y la sociedad regresan al estado estacionario, hasta que una nueva innovación vuelve a desencadenar el ciclo del desarrollo económico. Para Schumpeter el beneficio tiene naturaleza transitoria, ya que subsiste mientras hay innovación, durante el lapso de tiempo que transcurre entre la innovación y la imitación.
¿Qué puede aportarnos hoy esta vieja teoría que tiene cien años? En primer lugar nos recuerda que la naturaleza más auténtica del empresario y de la función empresarial es la capacidad de innovar.
El empresario no es un buscador de beneficios. El beneficio no es más que una señal de que hay innovación. Cuando un empresario (incluso un empresario social) se queja de que le imitan, su vocación ya está en crisis. Hay que recordar que la imitación también es importante: hace que las ventajas que derivan de la innovación no se queden concentradas solo en la empresa innovadora, sino que se extiendan a toda la sociedad (por ejemplo mediante la reducción de los precios de mercado, que aumenta el bienestar colectivo).
La imitación es importante y desempeña una función en orden al bien común. La manera positiva de responder a la imitación es relanzar la carrera, volviendo a innovar. Todo esto es importante especialmente en la era de la globalización, donde la dinámica innovación-imitación es muy rápida y global. También hoy, como hace cien años, la respuesta para crecer y vivir no es quejarse o pedir medidas proteccionistas, sino invertir y relanzar el arte de innovar.
Esta teoría de la innovación, por otra parte, nos dice que cuando el empresario deja de innovar muere como empresario (transformándose tal vez en especulador) y, al hacerlo, obstaculiza la carrera innovación-imitación, que es la verdadera dinámica virtuosa que impulsa hacia adelante a la sociedad y no solo a la economía.
Una de las razones profundas de la crisis que estamos viviendo es la progresiva transformación de muchos empresarios en especuladores, que se produjo en las décadas posteriores al boom de las finanzas.
El empresario-innovador, a diferencia del especulador, por vocación ve el mundo como un lugar dinámico que puede cambiar. No piensa simplemente en aumentar su trozo de la “tarta”, sino en crear nuevas “tartas”, en aprovechar nuevas oportunidades, mirando hacia adelante en lugar de mirar hacia un lado para ver si hay rivales a los que batir en la pelea por la tarta.
Desde el humanismo civil del siglo XV hasta los distritos industriales del made in Italy, y desde los artesanos-artistas hasta los cooperadores sociales, Italia ha sido capaz de producir desarrollo económico y cívico siempre que se han creado las condiciones culturales e institucionales necesarias para poder cultivar las virtudes de la creatividad y de la innovación. Por el contrario, hemos dejado de crecer como país cada vez que ha prevalecido la lógica del lloriqueo y de la búsqueda por mantener rentas de posición, cuando hemos visto al otro como un rival a batir y no como un compañero con el que crecer juntos.
En tercer lugar, leer el mercado como un mecanismo que premia la innovación hace que pongamos el acento en las personas más que en los capitales, las finanzas o la tecnología. La innovación es, antes que nada, una mirada distinta sobre las cosas y sobre el mundo, propia de personas que ven la realidad de distinta manera.
El mismo Schumpeter, en la década de los 40 del siglo pasado, ya preveía que el paso de la función de innovación de las personas a los Centros de Investigación y Desarrollo de las grandes empresas cambiaría la naturaleza del capitalismo, haciéndole perder contacto con la dimensión personal, que es la única que puede innovar verdaderamente.
Hoy, tras décadas de borrachera por lo “grande” y por lo anónimo, nos estamos dando cuenta de cada vez hay más empresas que consiguen crecer y ser líderes en la economía globalizada gracias a que en ellas hay una o más personas capaces de ver la realidad de manera distinta y, por ello, de innovar. Es la inteligencia de las personas (saber “leer y ver las cosas por dentro”) la clave de toda innovación verdadera y de todo valor económico, como bien sabía un economista italiano, anterior a Schumpeter. Me refiero al milanés Carlo Cattaneo, quien, a mediados del siglo XIX, escribía una de las tesis más bellas y humanistas sobre la acción económica, que nos recuerda que la virtud de la innovación se basa en otra virtud todavía más radical (porque es más universal): la creatividad: «No hay trabajo ni hay capital que no comience con un acto de inteligencia. Antes de cualquier trabajo y de cualquier capital… es la inteligencia la que empieza la obra e imprime en ellos por vez primera el carácter de riqueza ».
Para terminar, esta dinámica, esta virtuosa carrera de relevos innovación-imitación trasciende el ámbito económico. Nos proporciona una hermosa y original clave de lectura para comprender no solo el mercado sino también la historia civil de los pueblos. Cuando las sociedades y los mercados apoyan a las personas que innovan, cuando estas personas no se quejan sino que se alegran de ser imitados, cuando también las instituciones universalizan esas innovaciones, entonces la vida en común y el mercado funcionan y son lugares hermosos para vivir.
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publicado en el semanario Vita del 29 de octubre de 2010
El mercado, cuando funciona correctamente, es un lugar en el que se reconoce y se premia la innovación y la creatividad humana. La competencia del mercado (sobre la que ya hemos hablado en artículos anteriores) puede verse – y así hay que verla si queremos captar su realidad más auténtica – como una competición por innovar: los que innovan crecen y viven y los que no innovan se quedan atrás, fuera del juego económico y civil.
El autor que mejor ha entendido esta dinámica virtuosa del mercado (la capacidad de innovar es sin duda una virtud, porque es expresión de areté, de excelencia) es el economista austriaco J.A. Schumpeter. En su libro Teoría del desarrollo económico (de 1911), un texto clásico cuya lectura sigue siendo aconsejable para quienes estén interesados en las buenas obras de teoría económica y social, él describe magistralmente la dinámica de la economía de mercado como una “carrera” entre innovadores e imitadores.
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Hacer el trabajo que a uno le gusta puede ser una utopía. En realidad, hay que hacer el trabajo que el mundo necesita. Esta es una regla impuesta por el mercado. Siempre que se garantice la libertad y una sana reciprocidad.
por Luigino Bruni
publicado en el semanario Vita del 22 de octubre de 2010
Si observamos el mercado, las empresas y toda la vida económica, en seguida nos daremos cuenta de que se trata de una red de relaciones cada vez más tupida, global y compleja. Pero el mercado moderno no sólo ha hecho que las relaciones, los contactos humanos y la cooperación se multipliquen con respecto al mundo anterior. También ha cambiado su naturaleza, al situarse como un gran mediador que inmuniza las relaciones interpersonales y la vida en común, sustituyendo los fuertes y ambivalentes vínculos comunitarios por los débiles vínculos contractuales, el cash nexus.
No nos equivocaríamos mucho si interpretamos los últimos siglos, no sólo en Occidente, como una progresiva extensión de la cooperación de mercado y de su lógica relacional. Una extensión y un avance que presenta algunos aspectos muy problemáticos (o “vicios”), pero también las virtudes que estamos poniendo de relieve en esta sección.
[fulltext] =>La virtud sobre la que quiero llamar la atención esta semana es el “anti narcisismo”. No es de las que saltan a la vista cuando se observa una economía (o una sociedad) de mercado, pero personalmente la considero una clave para comprender nuestra sociedad.
Hacer lo que no agrada
Podemos entender el mercado, cuando funciona correctamente, como un gran mecanismo social que remunera o “premia” (como diría Giacinto Dragonetti) las actividades humanas útiles para la colectividad aunque sean escasas. En la vida en común de cualquier sociedad compleja, donde existe una división del trabajo y una división del conocimiento, hay muchas actividades o trabajos que no se desarrollan espontáneamente, simplemente porque no son remunerativos en sí mismos, no proporcionan remuneración intrínseca.Para entender esta virtud, imaginemos una sociedad donde no exista el mercado como mecanismo de regulación de las actividades de las personas. ¿Podría funcionar una comunidad así?
Desde un punto de vista histórico, estas comunidades fueron la norma en el mundo antiguo; el mecanismo que permitía su funcionamiento era simplemente el mando o la jerarquía. Para alcanzar el orden social se sacrificaba la libertad individual e incluso la existencia misma de la individualidad. Otra posibilidad podría consistir en un sistema social en el que cada uno desempeñe las actividades que le gustan o a las que se sienta llamado. Estas actividades no las realizamos siguiendo una orden, sino porque nos gustan y nos producen alegría intrínseca.
¿Qué ocurriría en esta hipotética sociedad (que de vez en cuando aparece también en la historia)?
El escenario inevitable es el “desorden” social, ya que tendríamos un exceso (en relación con la demanda social) de actividades intrínsecamente remunerativas (artistas, poetas, jugadores de ajedrez, recogedores de hongos, estudiosos, economistas, místicos, atletas…) ya que producen alegría a quien las realiza. Pero tendríamos una oferta insuficiente de actividades poco remunerativas de por sí (barrenderos, porteros de noche, mineros, conductores de tranvía, trabajadores de autopista, reparadores de líneas eléctricas, guardias de seguridad, vigilantes carcelarios…), pero que a la sociedad le resultan extremadamente útiles.
Claro que se podría trabajar mucho en la ideología y el adoctrinamiento, para convencer al barrendero de lo bueno que es pasar ocho horas al día en medio del polvo como expresión de su vocación y de su daimon socrático, o para convencer a todos los enfermeros de que su vocación consiste en cuidar a las personas solo por la alegría intrínseca que produce la acción de cuidarlas. Pero intuimos que este tipo de operaciones ideológicas no suele funcionar con todo el mundo ni durante mucho tiempo, porque es casi inevitable que terminen convirtiéndose en comunidades liberticidas y autoritarias.
Además, en esas comunidades el riesgo de no-comunicación y no-encuentro entre las personas sería demasiado alto. Todo el mundo estaría tan ocupado en seguir su propia vocación que no se preocuparía por interactuar con los demás en un plano de reciprocidad. A una sociedad así podríamos tranquilamente llamarla narcisista.
Pagar más al minero
¿Qué es, entonces, el mercado desde este punto de vista? Es un mecanismo que ofrece remuneración “extrínseca”, normalmente dinero, por realizar actividades que no desarrollaríamos, al menos en cantidad suficiente para la sociedad, si nos limitáramos a seguir nuestra vocación y nuestras aspiraciones. El mercado, mediante el mecanismo del precio, consigue remunerar no sólo las actividades que nos gustan, sino las que los demás, con quienes interactuamos y quienes nos remuneran por esas actividades, consideran útiles.
Por eso el mercado es también un sistema de señales que nos indican si las cosas que nos gustan les interesan a alguien más o no. Esta es la razón por la que el intercambio de mercado puede entenderse también como una forma de reciprocidad y de vínculo social. Este permite que se realicen actividades útiles para el bien común con libertad y dignidad. Cuando elegimos un oficio o una actividad, el mercado nos lleva a ponernos en el lugar de los demás y a preguntarnos si lo que hacemos nos gusta solamente a nosotros o también le gusta y le es útil a alguien más, con quien me relaciono. En base a todo eso afirmaba Adam Smith (y muchos otros economistas) que había que pagar relativamente más a un minero que a un profesor universitario (que obtiene una recompensa intrínseca de su actividad que, en cambio, el minero no obtiene), una tesis que yo seguiría suscribiendo hoy.
La última palabra la tienen los demás
En este sentido, el mercado nos impulsa a mantener una actitud adulta y no narcisista. Desde este punto de vista no sería virtuoso el comportamiento de alguien que se queje de que sus obras (científicas o artísticas, por ejemplo) no tienen mercado. En algunos casos podría tratarse de artistas incomprendidos, pero muchas veces se trata de personas civilmente inmaduras, que no aceptan la idea de que en este mundo no somos normalmente nosotros mismos los jueces de la bondad y calidad de los que creamos y producimos, sino los otros, que nos lo expresan, entre otros modos (aunque no sean estos evidentemente los únicos) cuando compran nuestras obras.Esto no quiere decir que tengamos que renunciar a cultivar nuestra vocación también en el mundo del trabajo. Solo tenemos que aprender que si no conseguimos vivir cultivando nuestro daimon, tendremos que aceptar, de manera no narcisista, el hecho de realizar otras actividades no vocacionales pero remuneradas (como un trabajo a tiempo parcial), que nos permitan cultivar la vocación en otros ámbitos (por ejemplo pintar).
Recuerdo a unos “estudioso” que estaban convencidos de que habían escrito el libro que cambiaría la historia, pero como no conseguían convencer a ningún editor de su profecía, publicaron el libro a su costa y, lo que es más fácil, obligaban a sus estudiantes a comprarlo.
Es cierto que los instrumentos o el lenguaje que el mercado usa para decir que tu trabajo o tu actividad me/nos gusta, es demasiado pobre (dinero o incentivos materiales), aunque quizá sean mejores que el ordeno y mando y la jerarquía dictatorial. Pero eso no anula el valor de esta virtud del mercado, que nos recuerda que el mundo es un lugar donde el agua baja de la montaña hasta el valle y donde las relaciones humanas se fundamentan en la ley de la reciprocidad, incluida esa forma de reciprocidad que es la relación de mercado.
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Luigino Bruni: una categorÍa clave para el bienestar
Hacer el trabajo que a uno le gusta puede ser una utopía. En realidad, hay que hacer el trabajo que el mundo necesita. Esta es una regla impuesta por el mercado. Siempre que se garantice la libertad y una sana reciprocidad.
por Luigino Bruni
publicado en el semanario Vita del 22 de octubre de 2010
Si observamos el mercado, las empresas y toda la vida económica, en seguida nos daremos cuenta de que se trata de una red de relaciones cada vez más tupida, global y compleja. Pero el mercado moderno no sólo ha hecho que las relaciones, los contactos humanos y la cooperación se multipliquen con respecto al mundo anterior. También ha cambiado su naturaleza, al situarse como un gran mediador que inmuniza las relaciones interpersonales y la vida en común, sustituyendo los fuertes y ambivalentes vínculos comunitarios por los débiles vínculos contractuales, el cash nexus.
No nos equivocaríamos mucho si interpretamos los últimos siglos, no sólo en Occidente, como una progresiva extensión de la cooperación de mercado y de su lógica relacional. Una extensión y un avance que presenta algunos aspectos muy problemáticos (o “vicios”), pero también las virtudes que estamos poniendo de relieve en esta sección.
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No se puede leer el mercado sólo en términos de competencia. Es, en cambio, una acción cooperativa y competitiva conjunta. La experiencia así lo demuestra
por Luigino Bruni
publicado en el semanario Vita del 15 de octubre de 2010
El pensamiento y la cultura occidentales han arrastrado tras de sí durante milenios algunas dicotomías que han marcado su desarrollo produciendo tal vez algunos frutos, pero creando también muchos problemas en la vida de la gente. Las dicotomías más conocidas son: alma-cuerpo, espiritual-material, eros-agape y don-mercado. Algunas de estas contraposiciones se están superando en los últimos siglos (por ejemplo, alma-cuerpo), pero otras siguen bien radicadas en nuestra cultura, como es el caso de la que opone don y contrato, gratuidad y deber. En consecuencia, la gratuidad se ha considerado gravemente como un asunto ajeno a la vida económica normal y ha habido que inventarse un sector “no lucrativo”, basado en la filantropía, al que confiar el monopolio de la gratuidad en la vida económica y civil. Pero en realidad la cooperación y la competición muchas veces son dos caras de la misma vida común.
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En efecto, la competición tiene un papel co-esencial dentro de las organizaciones. Algunas veces las organizaciones enferman por un exceso de competición, pero otras veces lo hacen por la ausencia de competición entre sus miembros, siguiendo una dinámica de nivelación en la mediocridad y la ineficiencia. Si se lee la competición correctamente como cum-petere, como “buscar juntos” pero de manera distinta al buscar juntos de la cooperación, entonces la comparación con los demás y la emulación desempeñan un papel importante para conocer las propias limitaciones y potencialidades. Lo mismo ocurre en el deporte, donde el competidor es también el que me ayuda a conocer y superar mis límites y a poder alcanzar así la excelencia (la mía y la de la disciplina). La competencia con los otros señala mis límites y revela mi potencial escondido, que podría quedar latente (sobre todo en la juventud) si no hubiera competición.
Quienes vivimos dentro de empresas, escuelas, universidades e instituciones en general, sabemos que, cuando estas organizaciones e instituciones funcionan, la buena competición convive con la buena cooperación. En algunas fases y momentos se coopera por un objetivo común y en otros (por ejemplo ante un premio o un ascenso) se compite con las mismas personas con las que, al mismo tiempo, se coopera en muchos otros frentes. Cuando se pierde la capacidad de moverse contemporáneamente en estos dos registros, es decir de ver al compañero como un competidor y como un aliado, la vida en común se reduce a una sola dimensión y entra en crisis y la calidad humana de las relaciones se empobrece y deteriora.
Al mismo tiempo, no se puede leer el mercado sólo en términos de competencia, ya que la dinámica del mercado, tal y como nos enseñan autores clásicos como Mill o Einaudi y contemporáneos como Sen o Becattini, es sobre todo una acción cooperativa y competitiva conjunta, encaminada a crear un beneficio mutuo para los sujetos involucrados y, cuando funciona bien, para toda la sociedad. En otras palabras: si queremos entender la vida en común, las organizaciones y el mercado, debemos superar la contraposición entre cooperación y competición, una de las últimas dicotomías radicadas de las que no conseguimos liberarnos. Al igual que el eros no es ágape, la competencia no es cooperación, pero ambas son co-esenciales para el crecimiento de las personas y las comunidades. Tal vez si miramos más de cerca y observamos su dinámica histórica, nos demos cuenta de que entre eros, don, competencia y cooperación hay más semejanzas que diferencias.
Entonces, ¿por qué una de las virtudes del mercado, que ha sido concebido siguiendo este pensamiento dualista como el reino de la competición o la competencia, es la cooperación?
El primer economista que captó la naturaleza profundamente cooperativa del mercado fue el inglés David Ricardo, quien más o menos en 1815 formuló una de las primeras teorías económicas de verdad (ya que era contra-intuitiva). Según la teoría anterior el comercio y el intercambio tenían lugar cuando existía una ventaja “absoluta”. Pero Ricardo intuyó y demostró algo más: que también cuando la ventaja es solamente “relativa”, el intercambio es conveniente. Aunque Inglaterra sea más eficiente que Portugal en los dos sectores del vino y la seda, a Inglaterra le conviene especializarse en el sector donde es relativamente más fuerte, y – esto es lo importante – también en este caso el intercambio con el “más débil” es ventajoso para el “más fuerte”. Un ejemplo clásico es el del abogado que es más rápido que su secretaria escribiendo en el ordenador; en cualquier caso le conviene contratar a la secretaria para poder concentrarse en sus prácticas legales, que son más remunerativas (es el concepto conocido hoy como “coste oportunidad”). Pero, al igual que en el caso de Inglaterra, cuando este abogado contrata a una secretaria menos eficiente que él, no está haciendo “asistencia” o beneficencia, sino que está obteniendo también él (y no sólo la secretaria) una ventaja del intercambio. Cuando el mercado hace esto, es decir, incluye a los más débiles y les convierte en una oportunidad para todos, entonces cumple con su deber cívico, entonces es virtuoso.
Pensemos en la gran innovación que supuso el nacimiento de la cooperación social en Italia: los sujetos desfavorecidos incluidos en la empresa muchas veces han sido, más que un “coste” o un acto de beneficencia, ocasión de ventaja mutua también para la empresa contratante. Probablemente el escaso éxito de la Ley 482/1968 sobre la inserción laboral de personas con discapacidad en las empresas radique precisamente en que no se percibe esa ventaja mutua. Tanto las empresas como los sindicatos veían (y ven) al trabajador discapacitado esencialmente como un coste, como un peso. La cooperación social fue y sigue siendo verdaderamente innovadora al decir que esos trabajadores desfavorecidos podían ser un recurso para la empresa. Cuando esto no se hace, no salimos del aistencialismo en sus distintas formas y no valoramos las virtudes del mercado.
Pero cuando conseguimos activar esta cooperación dentro del mercado, los que reciben “ayuda” se sienten dentro de una relación de reciprocidad entre iguales que expresa una mayor dignidad. Ya no se sienten asistidos, sino sujetos dentro de un contrato de ventaja mutua y por ello experimentan una mayor libertad e igualdad. Una persona con síndrome de Down también puede realizar un contrato de ventaja mutua con una empresa, pero para ello es necesario que el empresario civil sea verdaderamente innovador y generador, porque la ventaja mutua siempre es una posibilidad (no se realiza siempre ni de forma automática), que requiere mucho trabajo y creatividad. Pero cuando esto ocurre, el mercado se transforma en un verdadero instrumento de inclusión y de crecimiento humano y cívico. El sacrificio del benefactor no siempre es una buena señal para quien recibe ayuda, porque puede ser expresión de una relación de poder escondida tal vez detrás de la buena fe.
Un empresario civil no debería descansar hasta que las personas incluidas en su empresa no se sientan útiles a la empresa y a la sociedad, y no asistidos por un filántropo o por una institución. El microcrédito ha supuesto una de las principales innovaciones de estos tiempos, que es la bancabilidad de los excluidos, que ha conseguido la liberación de muchas personas (sobre todo mujeres) de la miseria y de la exclusión de una manera más eficaz que muchos programas de ayuda internacional. También podríamos formular una especie de regla: si un programa no ayuda a todas las partes involucradas, difícilmente será de auténtica ayuda para ninguna. Si no me siento beneficiado, menos aún voy a beneficiar a otros y difícilmente los otros se sentirán beneficiados por mí, sobre todo si la relación dura en el tiempo. La ley de la vida es la reciprocidad, que hace que las relaciones no enfermen y crezcan en la mutua dignidad. También la reciprocidad del mercado puede entonces entenderse genuinamente como una forma de cooperación.
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por Luigino Bruni
publicado en el semanario Vita del 15 de octubre de 2010
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El mercado tiene muchas virtudes. Es hora de descubrirlas
por Luigino Bruni
publicado en el semanal Vita del 8 de octubre de 2010
“[Salerio:] Antonio está triste porque piensa en sus mercancías … [Antonio:] No es, por tanto, la suerte de mis mercancías lo que me entristece”
(Shakespeare, El mercader de Venecia).Estos tiempos de crisis (mucho más profunda y seria que la pura crisis financiera o económica) son ante todo una llamada a la responsabilidad individual y colectiva, también en el ámbito del pensamiento. Una dimensión de esta llamada a la responsabilidad es la necesidad de abrir un nuevo debate, auténtico y profundo, sobre la naturaleza de la empresa, de los bancos, del beneficio, del mercado y, en definitiva, del capitalismo. El reto está en conseguir hablar de estos grandes temas de la civilización sin ideologías y sin palabras gastadas que, de hecho, durante los últimos veinte años han impedido la realización de una crítica de nuestro sistema económico con la suficiente altura y profundidad, cuya necesidad es, sin embargo, cada vez mayor y más urgente.
En este número de Vita comienza una serie de artículos sobre el mercado, que podemos calificar de valientes porque mirarán a la economía desde un punto de vista impopular e insólito: el de las virtudes del mercado.
[fulltext] =>Pero ¿cómo podemos hablar seriamente de las virtudes del mercado, cuando hoy una parte influyente de la opinión pública considera que la lógica del mercado es corrosiva de las virtudes cívicas por conducir a la mercantilización de todas las relaciones humanas?
Yo mismo, en distintos escritos (algunos de ellos incluso publicados por Vita en años anteriores) he señalado los graves riesgos que comporta el fundamentalismo del mercado y sus vicios individuales y colectivos. El mercado, en cuanto actividad humana, es mejorable y por consiguiente debe someterse siempre a la crítica del pensamiento, sobre todo en los tiempos que hemos vivido, vivimos y muy probablemente viviremos durante mucho tiempo aún.
Nosotros creemos, sin embargo, que precisamente en épocas de crisis es muy importante recordar a las personas, a las instituciones y a las realidades humanas su “vocación”, invitándolas a descubrir o redescubrir su lado mejor. Como bien saben quienes han vivido crisis serias o han ayudado a otros a superarlas, para salir de estos momentos de impasse en la vida es necesario encontrar el propio “daimon” socrático, acudir a la parte mejor de uno mismo, encontrar o reencontrar la vocación profunda.
Algo parecido ocurre con las realidades colectivas, con las instituciones, con la sociedad. En momentos difíciles el pesimismo no sirve para nada, hay que saber buscar más hondo y beber en aguas más puras. No debemos olvidar que la fase actual de la economía de mercado (que podríamos llamar capitalismo financiero-individualista) nace de un pesimismo antropológico, que se remonta como mínimo a Lutero, Calvino y Hobbes. La gran hipótesis sobre la que se sustentan tanto la teoría económica como el sistema económico es el presupuesto de que los seres humanos son radicalmente oportunistas y auto-interesados como para dejarse comprometer por motivaciones más altas (como el bien común). Elocuente es a este respecto un pasaje de uno de los fundadores de la economía del siglo XX, el italiano Maffeo Pantaleoni, que desafiaba en un escrito de comienzos de siglo a “los optimistas” a demostrar que las motivaciones que hacen que “los barrenderos barran las calles, los sastres hagan trajes, los conductores de tranvía trabajen 12 horas, los mineros bajen a la mina, los agentes de cambio ejecuten órdenes, los molineros compren y vendan trigo, los agricultores caven la tierra, etc. son el honor, la dignidad, el espíritu de sacrificio, la esperanza de un premio en el más allá, el patriotismo, el amor al prójimo, el espíritu de solidaridad, la imitación de los antepasados y el bien de los sucesores y no solo una especie de retorno que se llama económico”.
Pero no podemos dejar que la última palabra acerca de la vida en común y el mercado la tenga este pesimismo antropológico. Tenemos el deber ético de dejar a quienes vengan detrás de nosotros una visión más positiva sobre el mundo, el hombre, la política y la economía.
Esta visión distinta y positiva puede comenzar con una reflexión sobre el “deber ser” del mercado, sobre su tarea moral en la edificación de una sociedad buena y justa, una sociedad civil que muere cuando es el mercado el único que regula la vida en común, pero que también muere o no se desarrolla cuando le falta el mercado con sus virtudes típicas, esas virtudes que parecen, y a veces lo están, alejadas de la praxis económica de nuestro tiempo y que por ello hay que volverlas a traer a nuestra conciencia personal y colectiva.
Comenzaremos nuestro viaje hacia el interior de las virtudes del mercado recuperando la idea de mercado que tenían y tienen los fundadores de la tradición de la economía civil, italiana y no sólo italiana: de Antonio Genovesi a John S. Mill, de Alfred Marshall a Luigi Einaudi, y de Giacomo Becattini a Robert Sugden. Para estos autores, aunque con matices distintos, el intercambio de mercado es también y sobre todo una forma de reciprocidad y de vínculo social, un pedazo de vida en común, un trozo de vida vivido con las mismas pasiones, vicios y virtudes, si es cierto que la economía es el estudio de los seres humanos en el desarrollo de los “asuntos ordinarios de la vida” como decía Alfred Marshall en 1890.
La semana que viene comenzaremos pues a explorar algunas de las virtudes del mercado.
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Pero también hoy los tiempos están maduros para afrontar un reto: hablar de este gran tema sin fundamentalismos ni ideologías. Porque la vida en común tiene necesidad del mercado.
El mercado tiene muchas virtudes. Es hora de descubrirlas
por Luigino Bruni
publicado en el semanal Vita del 8 de octubre de 2010
“[Salerio:] Antonio está triste porque piensa en sus mercancías … [Antonio:] No es, por tanto, la suerte de mis mercancías lo que me entristece”
(Shakespeare, El mercader de Venecia).Estos tiempos de crisis (mucho más profunda y seria que la pura crisis financiera o económica) son ante todo una llamada a la responsabilidad individual y colectiva, también en el ámbito del pensamiento. Una dimensión de esta llamada a la responsabilidad es la necesidad de abrir un nuevo debate, auténtico y profundo, sobre la naturaleza de la empresa, de los bancos, del beneficio, del mercado y, en definitiva, del capitalismo. El reto está en conseguir hablar de estos grandes temas de la civilización sin ideologías y sin palabras gastadas que, de hecho, durante los últimos veinte años han impedido la realización de una crítica de nuestro sistema económico con la suficiente altura y profundidad, cuya necesidad es, sin embargo, cada vez mayor y más urgente.
En este número de Vita comienza una serie de artículos sobre el mercado, que podemos calificar de valientes porque mirarán a la economía desde un punto de vista impopular e insólito: el de las virtudes del mercado.
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