El trabajo no puede acabarse ni reducirse, porque es amor y cooperación. Cuando trabajamos, nuestra inteligencia se acentúa. Y seguiremos basando nuestra democracia en el trabajo.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 19/10/2017
Èsbozar escenarios sombríos acerca del trabajo de mañana se ha convertido en algo muy común. Es urgente hablar de ellos y, si es posible, enriquecerlos y rectificarlos, porque hoy el trabajo necesita sobre todo miradas generosas y palabras realistas pero llenas de esperanza. Muchos sociólogos, filósofos, periodistas y futurólogos nos siguen repitiendo que cada vez habrá menos trabajo y que en la era de Internet y de la inteligencia artificial debemos resignarnos a dejar fuera del trabajo más o menos a la mitad de las personas en edad de trabajar. Las máquinas trabajarán por nosotros y nosotros sencillamente nos dedicaremos a otras cosas y sobreviviremos gracias a la gran productividad de los robots, que nos permitirá a todos recibir una cantidad de dinero suficiente para vivir. Los más hábiles y mejor formados trabajarán en sinergia con los ordenadores y harán que el sistema económico funcione perfectamente, de una forma tan perfecta que ya no nos necesitará.
En el fondo, añade alguien, en civilizaciones pasadas los trabajadores de verdad no eran muchos: la mayor parte de la población estaba formada por cortesanos, nobles, monjes y religiosos, mendigos, enfermos, siervos, esclavos o mujeres que no estaban en el “mercado de trabajo” (aunque siempre hayan trabajado más que los demás).
Otros escenarios más positivos imaginan – aunque siempre dentro de un cuadro en el que el trabajo escasea – que deberíamos redistribuir el trabajo que queda, trabajando menos para trabajar todos. La semana laboral se reduciría a 15 horas o 20 como máximo.
El trabajo como actividad predominante de las personas adultas sería una fase histórica con una duración de un siglo y medio, más o menos, en Occidente. Pronto volveríamos a la situación que ha caracterizado a la humanidad durante milenios: una excepción, un paréntesis, una anomalía.
Si este paisaje fuera el único o siquiera el más probable, deberíamos estar verdaderamente muy preocupados. Pero, gracias a Dios, en el horizonte hay colores menos tenebrosos, que permiten pensar y esperar que el tiempo de mañana sea bueno.
En primer lugar, deberíamos entender un poco mejor en qué se ha convertido el trabajo en este siglo y medio distinto en la trayectoria de Occidente. El trabajo, tal y como lo conocemos hoy, no es fruto de una evolución gradual en siglos pasados. No, el trabajo moderno es sobre todo una invención, una inmensa innovación a partir de una conjunción astral de muchos elementos: el humanismo, el catolicismo social, la reforma protestante, el movimiento socialista, la cooperación, los movimientos sindicales, las heridas de los fascismos y de las guerras. Gracias a todo eso, en ese breve lapso de tiempo, el trabajo ha producido la mayor cooperación que la aventura humana haya construido nunca en su larga historia. Trabajando y llenando el mundo del trabajo de derechos y deberes, hemos ido creando una red cada vez más amplia, hasta cubrir casi todo el mundo. Los productos y servicios que pueblan nuestra vida son fruto de una cooperación de millones y millones de personas. Para que yo pueda escribir y vosotros leer este artículo, es necesaria la cooperación de decenas de miles de personas, o tal vez más. La redacción del periódico, la tipografía, el almacén, los aviones y trenes que transportan los ejemplares, toda la red de distribución, la energía eléctrica, la red de Internet, la industria del papel… No es una cooperación romántica. A veces trabajar resulta duro, muy duro. La muerte llega también en el trabajo, entre otras cosas porque el trabajo es tan serio y tremendo como la vida.
La democracia es también una inmensa, implícita, fuerte y capilar acción conjunta, que multiplica las oportunidades y la biodiversidad económica y civil de la tierra. El mercado es esta gran cooperación, incluso cuando adquiere forma de competencia. También cooperamos compitiendo de forma correcta y leal en los mercados: uno de los errores teóricos y prácticos más graves consiste en contraponer competencia y cooperación.
Aprendiendo a trabajar y a trabajar con otros, hemos orientado nuestras energías y nuestra creatividad de forma que pudieran florecer plenamente, para llegar y servir a una cantidad cada vez mayor de personas. Tenemos muchas formas de expresar nuestra inteligencia, creatividad y amor; pero cuando trabajamos nuestra inteligencia-creatividad-amor se eleva, se sublima. Se convierte en algo maravilloso.
Mozart hizo muchas cosas en su vida, pero cuando componía Mozart era de verdad Mozart. Mi amigo Vittorio hacía muchas cosas, con distinta calidad, pero cuando reparaba el coche era de verdad Vittorio. Yo aprendí a conocerle cuando empecé a verle trabajar, porque cuando trabajaba, sudando y con los dedos negros, su personalidad florecía y se desvelaba su alma más verdadera. Trabajar es también una forma adulta de amar, una forma seria y verdadera de contribuir a nuestro bien y al bien de los demás. Si un día alguien volviera del pasado y me pidiera: “muéstrame en un par de horas lo mejor que habéis hecho los humanos en estos siglos”, no le llevaría a un museo ni a una iglesia; le llevaría conmigo a una empresa, a una fábrica, donde la gente está realizando una gran acción colectiva generativa (y después al despedirle le leería una poesía que no conozca: el arte es una forma elevada de trabajo). Hemos derrotado mil enfermedades, hemos llegado hasta Marte, sencillamente trabajando y trabajando mucho. Si mañana logramos derrotar otras mil enfermedades, erradicar el hambre, dar estudios a todos los niños y jóvenes de la tierra, lo haremos únicamente trabajando, trabajando mucho, trabajando mejor, trabajando juntos.
Los seres humanos no sabemos hacer nada mejor bajo el sol. Si tuviéramos que dejar de trabajar o tuviéramos que trabajar demasiado poco, el verdadero peligro estaría en que orientáramos nuestras energías hacia actividades menos apasionantes, serias, responsables, difíciles y desafiantes que el trabajo. Tal vez, volveríamos a ejercitarnos demasiado en el arte de la guerra.
No es cierto que el trabajo se vaya a acabar. Quienes lo dicen infravaloran la inteligencia, la creatividad y el amor de las mujeres y de los hombres. Haremos trabajos distintos, muchos más servicios y menos cadenas de montaje, pero seguiremos trabajando, cooperando y queriéndonos trabajando. Y mañana bendeciremos la tecnología que nos liberado de trabajos poco interesantes para poder realizar otros mejores. Hemos sido capaces de producir máquinas y robots tan inteligentes que pueden (casi) prescindir de nosotros, porque hemos trabajado mucho, juntos, y hemos puesto en el trabajo nuestra mejor inteligencia. Mientras haya alguien que invente algo para satisfacer las necesidades de otro, mientras creemos ocasiones siempre nuevas de mutuo provecho, el trabajo no terminará. Y nuestra verdadera riqueza de las naciones seguirá siendo la suma de las relaciones mutuamente provechosas que logremos imaginar y después realizar. Mientras nos veamos unos a otros como portadores de necesidades y deseos aún no expresados y utilicemos nuestra maravillosa inteligencia y nuestro amor creativo, habrá trabajo. Para muchos, quizá para todos.
Trabajaremos de otro modo, pero seguiremos trabajando. No tenemos nada mejor que hacer.
Seguiremos fundando nuestra sociedad y nuestra democracia en el trabajo.