El sentido de la empresa

El sentido de la empresa

Comentario - Esta crisis es una «gran depresión», una enfermedad social

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 21/04/2013

logo_avvenireLa crónica sigue dando noticia del suicidio de empresarios y trabajadores. Pero también hay muchos, demasiados, suicidios propiamente de empresas, de los que, en cambio, se habla muy poco. Esta crisis es verdaderamente una “gran depresión”. En ella podemos reconocer todos los síntomas de cualquier depresión seria: tristeza constante, falta de entusiasmo, ganas de dejarse llevar, el deseo que se apaga y, sobre todo, falta de ganas de vivir, de levantarse con gusto por la mañana para estrenar una nueva jornada y encontrar personas, de tener algo que contarnos a nosotros mismos, a nuestra familia y a los demás.

El sentido de la vida no puede ni debe radicar únicamente en el trabajo, pero el sentido del trabajo y de la empresa también forman parte del sentido de la vida. En China he descubierto con asombro que la palabra que utilizan para designar lo que en occidente llamamos “business” (negocio)  está compuesta por la unión de dos ideogramas, vida y significado: el sentido de la vida. “Creé esta empresa porque tenía algo bello que decir”, me contó un día un empresario.

Haciendo empresa y trabajando también se adquiere sentido, significado y dirección. Y cuando el trabajo y la empresa entran en crisis, puede ocurrir que no sepamos dónde ir, que nos sintamos perdidos y por lo tanto perdamos también de vista el porqué del camino y su cansancio.

Hay un cansancio típico de estos tiempos. Es el que viven los empresarios que tratan de vencer la fuerte tentación de vender su empresa o de cerrarla, dándose por vencidos. Hay empresas que es bueno que se vendan, por distintos motivos. Bien porque la propiedad haya agotado su fuerza vital innovadora, o porque el empresario se jubile y los hijos no tengan intención de continuar su obra, o tal vez porque la empresa no nació de un proyecto de vida sino para aprovechar una oportunidad y al igual que se aprovechó para entrar se puede aprovechar – a lo mejor en condiciones menos favorables – para salir. Podríamos seguir dando “buenas” razones para vender una empresa. Incluso a veces produce los mismos efectos que la venta de una antigua y rica biblioteca por sus herederos: no es agradable, pero los libros se liberan para revivir en otros lectores, en nuevas bibliotecas.

Hay empresas que incluso es bueno que cierren, algunas simplemente porque han terminado su ciclo de vida y su función, otras porque probablemente sería demasiado caro e ineficiente invertir para darles una segunda vida y otras porque nacieron mal, por puros fines especulativos. A estas empresas se les pueden aplicar las palabras de Manzoni sobre doña Práxedes: “cuando se dice que estaba muerta, ya se ha dicho todo”. La responsabilidad de los propietarios y de las instituciones consiste en evitar el daño a los trabajadores o en limitarlo al máximo, cosa que desgraciadamente en épocas de recesión no ocurre casi nunca.

Pero hay empresas que no deberían venderse ni cerrarse, porque todavía tienen algo que decir, historias que contar, potencialidades que expresar, buenos productos. Hoy muchas de estas empresas están llegando a este triste final. Detrás de la venta o el cierre de estas empresas muchas veces está la crisis personal de un empresario, de una empresaria, de una familia, de un grupo de personas que, en un momento determinado, dejan de creer que su “criatura” tenga futuro. Estas crisis forman parte de la vida, pero en las fases de depresión colectiva, como la que atravesamos, estas crisis se multiplican y se endurecen, amplificadas por una sensación de abandono por parte de los mercados, los bancos y las instituciones.

En muchos casos, estos empresarios pasan por una verdadera prueba moral o espiritual y tienen la impresión de haber llevado a su familia, a sus trabajadores, a la comunidad que les rodea y a ellos mismos, a una aventura ingenua y equivocada, debida tal vez (piensan ellos) a la soberbia, al orgullo y a no ser conscientes de sus limitaciones y de sus verdaderos medios. A veces esta experiencia va acompañada de cansancio y enfermedad, o de calumnias y denuncias. Entonces se anhela la liquidación o la venta, como única salida para la salvación de la empresa. Y así, sobre todo cuando la facturación y los márgenes se ven reducidos por la crisis, no vemos la hora de que venga alguien y nos quite lo que ha pasado de ser el “sentido” de la vida a ser únicamente un peso, cuando no una pesadilla.

En esos momentos no importa quién sea el nuevo empresario/especulador ni con qué capitales o con qué proyectos venga, con tal de que sea capaz de convencer a los bancos y a los sindicatos. De esta manera una historia familiar, comunitaria, de capitales intelectuales, de conocimientos, forjada durante décadas o tal vez siglos, corre peligro de desaparecer, por falta de fuerzas, porque no se dan las condiciones para superar la prueba y porque demasiadas veces se experimenta la soledad y el abandono de las instituciones. Es el suicidio de la empresa, que a veces arrastra al empresario con ella. Los datos sobre el mal traspaso de estas buenas empresas son impresionantes y preocupantes. Tenemos una enorme necesidad de crear “lugares” para acompañar a estos empresarios y trabajadores que tienen que afrontar estas pruebas individuales y colectivas.

Las civilizaciones han conocido otras enfermedades sociales parecidas y han sabido curarlas (con ritos, arte, mitos…). Unos lugares y una cura que también nosotros debemos aprestarnos a buscar. En estos nuevos lugares, más que asesores fiscales o economistas e incluso más que instituciones (necesarias), hacen falta expertos en humanidad, hombres y mujeres capaces de esperanza, conocedores del alma humana y dispuestos a curarla con la escucha de la historia y con (pocas) palabras.

Sobre todo hacen falta comunidades curativas. Pero en nuestra cultura hemos separado demasiado los negocios del resto de la vida, el contrato del don, el eros del ágape. Y así hemos dejado de entender que una empresaria o un empresario son antes que nada personas y que detrás de una crisis empresarial se puede esconder una verdadera prueba moral y espiritual, que hay que curar a este nivel, mucho más profundo y vital que el plan de negocio o los préstamos bancarios (que hoy de todos modos serían de gran ayuda). Para revitalizar nuestras empresas enfermas hay que ayudar a muchos empresarios y trabajadores a recuperar el “sentido de la vida” y de la empresa que están perdiendo

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