Comentario – Virtudes en las que no es ningún lujo invertir
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 04/08/2013
En el ámbito político rechazamos radicalmente las actitudes despóticas y de control, actitudes que, por el contrario, aceptamos pacíficamente en el mundo de las empresas y las organizaciones. Esta es una de las paradojas centrales de nuestro sistema económico y social. Luchamos y hacemos revoluciones contra tiranos y dictadores, pero en cuanto salimos de la plaza y atravesamos la puerta de la empresa, colgamos en el perchero nuestro traje de ciudadano democrático y dócilmente nos ponemos el traje de súbdito regulado y controlado.
Esta paradoja depende en buena medida de algunos equívocos sobre el término “incentivo”, que se está convirtiendo en el principal instrumento de culto capitalista. Una palabra mágica que invocan muchos, a todos los niveles, hasta tal punto que podemos hablar de una auténtica “ideología del incentivo" que está ocupando parte de nuestra vida.
En realidad, la palabra incentivo es antigua. Durante la Edad Media, el incentivus (que viene de incinere = cantar y encantar) era el instrumento de viento, por lo general una flauta, a cuyo sonido debían acomodarse los instrumentos y las voces del coro. La flauta es también el instrumento del encantador de serpientes, que, hechizadas por su dulce sonido, van dóciles donde la melodía las conduce. Después, el uso del incentivus se extendió de la flauta a la trompeta que animaba y marcaba el ritmo de la carrera de los solados en el campo de batalla. El incentivo, pues, es lo que nos estimula, nos hace solícitos, nos impulsa a realizar acciones audaces. Encantándonos con su melodía, nos lleva donde el músico quiere. El incentivo se presenta como un contrato libre y por ello nos fascina. La empresa capitalista nos propone un esquema retributivo o de carrera y nosotros, los trabajadores, lo aceptamos “libremente”. Su objetivo, como dice su antigua raíz, es alinear el comportamiento de los distintos miembros de la empresa, hacer que el comportamiento del empleado esté alineado con el objetivo de la propiedad de la empresa, ya que si faltara esta alineación los objetivos y las acciones serían naturalmente divergentes, discordantes y desafinados.
Pero para entender la naturaleza de la ideología del incentivo es necesario conocer su historia, que no nace de la tradición de la ciencia económica sino de las teorías científicas de la dirección que se desarrollaron en los Estados Unidos en los años 20, es decir entre las dos guerras mundiales y con la presencia de fascismos, totalitarismos y colectivismos. Una fase de pesimismo civil y antropológico que, como en Machiavelli y Hobbes, generó una teoría basada en una concepción pesimista y reduccionista de la naturaleza humana. Al principio, la lógica del incentivo originó fuertes polémicas y discusiones éticas que, sin embargo, pronto fueron silenciadas. Durante la guerra fría el control de las personas mediante el incentivo se presentó como una forma de vacuna contra una enfermedad que parecía mucho más grave. El control y la planificación dentro de las organizaciones fueron la pequeña dosis de veneno ingerida para protegerse del posible virus mortal de la planificación y del control total del sistema no liberal que se estaba consolidando en la otra parte del mundo. Así la renuncia a la libertad y a la igualdad dentro de las empresas apareció como un mal necesario para mantener en pie el sistema capitalista y la democracia. Se defendió la democracia política sacrificando la económica. Libertad en lo social y planificación en la empresa. Hoy los sistemas colectivistas han pasado a la historia y sin embargo la vacuna se sigue inyectando en nuestros cuerpos y ha traspasado ampliamente el ámbito de la gran empresa industrial para la cual fue pensada al principio.
El principal efecto colateral, grande y nocivo, de la ideología del incentivo, es que realiza un reino de relaciones humanas en las que no hay nada con valor intrínseco, nada que tenga valor antes del cálculo coste-beneficio. Hay un segundo elemento crucial que se llama poder. La alineación producida por el incentivo no es recíproca. Quien detenta el poder fija los objetivos y diseña el esquema del incentivo y a la parte débil solo se le pide que se alinee a través del canto mágico del encantador. Así pues el incentivo se lo ofrece quien tiene poder a quienes carecen de él, para controlar sus acciones, sus motivaciones y su libertad. La naturaleza del incentivo es permitir la gestión unilateral del poder, no la reciprocidad entre iguales. Su función es el control, no la libertad. Los sindicatos, por ejemplo, no podrán entender muchas de las razones de su actual crisis ni redescubrir su vocación, mientras no lean el mundo del trabajo dentro de esta nueva ideología.
Finalmente, la cultura del incentivo reduce la complejidad antropológica y espiritual de la persona. La gran cultura clásica sabía que las motivaciones humanas son muchas y no pueden reconducirse a un único canon de medida, tanto menos el monetario. También sabía que cuando se usa el dinero para motivar a la gente, con el tiempo inevitablemente las motivaciones intrínsecas tienden a reducirse y se empobrecen mucho las organizaciones, la sociedad y las personas, que tienen un valor infinito, entre otras cosas porque sabemos encontrar otras formas de valor en las cosas y en nosotros mismos. Para que las personas estén bien entonadas dentro de las organizaciones y sean con-cordes, hacen falta muchos instrumentos, incluida la flauta del incentivo, pero sólo en consonancia con el violín de la estima, el oboe de la philia y la viola del reconocimiento. Porque si sólo suena un instrumento, en los lugares de trabajo, se pierde biodiversidad, creatividad, gratuidad, abundancia y libertad y se acaba por arrancar de las personas las notas menos altas y las melodías menos originales y más tristes.
Sabemos bien lo necesaria que es en la vida diaria de las familias y de la sociedad civil la multidimensionalidad de los incentivos y de los premios (que son más importantes, ya que, a diferencia de los incentivos, reconocen la virtud, en lugar de intentar crearla artificialmente y controlarla). Pero cometemos el error de pensar que en las empresas no cuentan los otros valores, porque son demasiado altos para malgastarlos en el vulgar mundo de la economía. Si así fuera, no tendría explicación el pasado y el presente de tanta economía cooperativa, social y civil, ni la acción de todos los empresarios y trabajadores italianos y europeos que, hijos e hijas de otra cultura económica, espiritual y civil, en estos años están saliendo adelante reaccionando por instinto ante la lógica de los incentivos que sigue siendo propuesta y aplicada por consultores, bancos e instituciones que los leen con las gafas de la ideología del incentivo.
A lo largo de nuestra vida, todos hemos tomado opciones, tanto pequeñas y ordinarias como decisivas, en contra de la lógica del incentivo, eligiendo otros valores por encima del dinero y la carrera. Y lo hemos hecho y muchos seguimos haciéndolo, no por heroísmo sino por dignidad y por fidelidad a esa parte que-no-está-en-venta y nos habita en lo profundo de todos nosotros. En las páginas de la vida de toda persona y de toda organización hay muchas palabras escritas con tinta simpática, que la fría lógica del incentivo no puede ver, porque necesitaría para ello del calor de otros registros relacionales. Pero mientras estas frases sigan siendo invisibles, no seremos capaces de contar qué es lo que ocurre de verdad en el mundo del trabajo y mucho menos seremos capaces de mejorarlo.
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