Comentario - Este primero de mayo en esta Italia
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 01/05/2013
Este primero de mayo es una fiesta doliente. Pero no deja de ser fiesta y eso es bueno. Una fiesta con ropa de trabajo y también con la de la falta de trabajo. Una fiesta acompañada por las lágrimas (y a veces por la depresión) de los parados, de quienes han perdido el trabajo o de quienes siendo jóvenes no lo encuentran. Hoy deberíamos escucharles más y mejor, estar a su lado. Es bueno celebrar el trabajo, sobre todo cuando está en crisis, cuando duele, porque las fiestas son muy valiosas en tiempos de prueba, cuando hay que cruzar el desierto, cuando surge la nostalgia de las ‘cebollas’ de la esclavitud en Egipto.
Pero no olvidemos las lágrimas de quienes no pueden trabajar ni el día anterior ni el día siguiente a la fiesta, si queremos que el día de hoy sea de verdad fiesta de todos. La única reducción aceptable de días festivos sería tal vez la resultante de la fusión entre el primero de mayo y del dos de junio (fiesta de la República Italiana), porque cuando falta el trabajo o éste es malo, demasiado precario e inseguro, cede el muro maestro de la República, que es el primer muro de cada casa. La indecente tasa de paro que tenemos es la primera tasa de nuestra Casa común; una tasa inhumana que deberíamos abolir. La falta de trabajo se está convirtiendo en la principal carestía de nuestra sociedad. Una carestía que convive, como todas las carestías de la historia, con la opulencia de otros, para quienes las crisis de los pobres, o simplemente de las personas corrientes, no empiezan ni acaban nunca, porque no les afectan y a veces incluso les favorecen.
Hay una pregunta difícil, poco popular pero edificante, en esta bonita fiesta del trabajo: ¿Fiesta de qué trabajo? ¿Y de qué trabajadores? El trabajo es el gran denominador común de la democracia. Es un elemento que tenemos en común y que nos hace iguales (en cierto sentido), más allá de las diferencias de salario, de función y de clase social. Para señalar, entre otras cosas, esta dimensión de igualdad entre los ciudadanos que el trabajo crea – y que la falta de trabajo y las rentas destruyen – hemos querido escribirla (y nos gustaría seguir escribiéndola) como la primera palabra de la República.
Por esta razón hoy pueden hacer fiesta, y la hacen, los obreros y los ejecutivos millonarios; las mujeres que mantienen con su trabajo a sus maridos desempleados a veces con la vida arruinada por las máquinas tragaperras y los empleados de esas mismas salas de juegos; los gestores de 'hedge funds' y los trabajadores que están perdiendo el trabajo porque la propiedad está en crisis y ha vendido la empresa a esos mismos fondos especulativos. Todos son trabajadores. Todos hacen fiesta hoy. Pero si nos quedáramos únicamente con esta dimensión del trabajo y de la fiesta, aun siendo real y verdadera, no captaríamos el alma más profunda de esta jornada ni del trabajo mismo.
Si es cierto que el trabajo de Carlos, un ejecutivo muy bien pagado, y el de Ana, una trabajadora de temporada, tienen algo en común, no es menos cierto que estas dos actividades humanas tienen muchas más cosas que no están en común e incluso son contrapuestas. Igualmente, hay algo en común pero sobre todo mucha diversidad, entre Juana, que en estos tiempos de crisis está gastando los ahorros de toda una vida para no cerrar el negocio y no despedir a sus dos empleados, y los propietarios del hipermercado del extrarradio. Lo primero que es verdaderamente diferente entre Ana, Juana y Carlos se llama poder, y después vienen los privilegios, los derechos, las oportunidades, las libertades, la nómina y tal vez la alegría de vivir (a saber quién tendrá más).
El trabajo expresa la esencia de la democracia porque encarna las diferencias reales entre las personas, las que son importantes para la calidad de vida y la dignidad. Y lo expresa mucho mejor que las finanzas o el consumo. Cuando Lucas, obrero, entra en un concesionario a consumir y se compra un coche deportivo (probablemente a crédito), el vendedor le trata de forma muy parecida, casi igual, al ricachón o al ‘patrón’ en la empresa. Lucas conduce por la ciudad y se siente, en su precioso automóvil, igual a sus jefes, a su alcalde o a sus gobernantes. Esta es una dimensión que la democracia confía al consumo, esencial para entender el mundo moderno y la fuerza simbólica y evocadora de las mercancías, pero muy frágil y superficial. De hecho, cuando ese obrero se baja del coche y entra en su puesto de trabajo, en seguida se da cuenta de que no es igual que su ‘jefe’ y si no tiene un puesto de trabajo seguro o si lo pierde, la actitud del concesionario y de la financiera cambia radicalmente y Lucas vuelve a parecerse a los antiguos siervos.
En el día de hoy debemos recordar que una de las principales esperanzas y promesas de la civilización moderna ha consistido en confiar sobre todo al (justo) trabajo la reducción de las distancias entre derechos, oportunidades, libertades efectivas y dignidad entre las personas. Hasta hace algunos años incluso lo había logrado, al menos en parte, puesto que la distancia entre el obrero de la fábrica y su patrón era menor que la que existía entre el siervo de la gleba y su señor.
Los contratos de trabajo enlazan clases, intereses y personas, creando una red de solidaridad que envuelve – o debería envolver – a toda la sociedad y algún día al mundo entero. Esta es también la verdadera vocación social del trabajo, su más alta dignidad: ser cemento de la sociedad, vínculo de reciprocidad que une a los distintos, que nos acerca unos a otros en relaciones de mutuo provecho y de amistad civil. Pero en este tiempo de capitalismo financiero, estas distancias sociales y económicas han vuelto a crecer y los nuevos patrones se están peligrosamente pareciendo mucho, demasiado, a los viejos señores feudales. Por estas razones la fiesta del trabajo es sobre todo la fiesta de Ana, Juana y Lucas.
Una fiesta de todos, pero sobre todo de quienes todavía están muy lejos de Carlos, a quien esta fiesta tal vez le plantee alguna pregunta difícil y le invite a una conversión individual y de sistema. Una fiesta que nos dice que no debemos quedarnos tranquilos mientras las distancias medidas con el metro de las libertades efectivas, los derechos, las oportunidades y la dignidad no se reduzcan y en muchos casos se anulen. Italia es una República democrática basada en el trabajo.
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