Comentario – El gran vicio de los tiempos de crisis
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 12/05/2013
Hay un vicio que está tomando auge en este tiempo de crisis y que amenaza con convertirse en una auténtica enfermedad social. Es la pereza, una especie de enfermedad del carácter, el espíritu y la voluntad. A pesar de lo extendida que está, de la pereza se habla hoy demasiado poco, por considerarla una palabra arcaica y en desuso. A los pocos que aún comprenden su significado, les cuesta considerarla un vicio. En efecto, ¿por qué razones deberíamos considerar un vicio el desánimo, la tristeza o el aburrimiento?
Los fundadores del ethos occidental, desde los griegos hasta los filósofos medievales, creían unánimes que la pereza era un gran vicio, es decir, un vicio capital, porque está en el origen de otros desórdenes derivados o de otras enfermedades del vivir, como la vagancia, la inconstancia, la indolencia, la falta del sentido de la vida, la resignación, la depresión y a veces incluso la depresión clínica. Para entenderlo hay que volver a aquellas civilizaciones y recordar que para el humanismo de aquel entonces la pereza representaba una amenaza, no sólo para el individuo sino también, como cualquier otro vicio, para el bien común y la felicidad pública, que son fruto de la acción de personas laboriosas y comprometidas.
La vida buena es vida activa, es tarea, dinamismo y compromiso cívico, político, económico y laboral. Por eso, cuando en el cuerpo social se instala el virus de la pereza, hay que luchar contra él, rechazarlo y expulsarlo para no morir. El vicio, como la virtud, es antes que nada una categoría cívica. Las virtudes son caminos buenos que conducen al desarrollo humano y a la felicidad. Los vicios nos desvían y hacen que la vida languidezca. Con vicios y sin virtudes la vida no funciona. El peligro no está en realizar una acción individual equivocada, sino en caer poco a poco en un estado moral y existencial, que no siempre es consecuencia de una decisión intencionada y consciente de tomar un determinado camino (por eso, entre otras cosas, el vicio y el pecado son cosas distintas). El vicio, además, es un placer erróneo y pequeño, que impide al individuo y a la comunidad alcanzar el placer bueno y grande que va unido al uso correcto (virtuoso) del cuerpo y el espíritu. Es contentarse con las algarrobas de los cerdos y perderse la comida de la mesa de casa.
Esta búsqueda de un placer pequeño y equivocado también está presente en la pereza, aunque nos pueda parecer menos evidente que en el caso de la gula, la avaricia o la lujuria. La pereza llega después de un trauma, una crisis, una desilusión, un acontecimiento luctuoso, un fracaso o una herida. En lugar de echar el resto para recuperarnos y ponernos de nuevo en pie, nos deleitamos en nuestro propio mal, nos compadecemos y nos lamemos las heridas. En este deleite perezoso conseguimos experimentar un cierto consuelo e incluso una forma de placer, un dulce naufragar que nos permite sobrevivir, que no vivir, después de la crisis. Hoy nuestra civilización consumista nos ofrece muchas cosas que hacen más agradable cultivar la pereza (pensemos una vez más en la televisión), amplificando sus trampas. Pero este placer perezoso es un placer equivocado, miope y muy pequeño, porque la pasividad narcisista de la pereza no es la forma adecuada de elaborar nuestros fracasos, que se encuentra más bien, como nos recuerda la sabiduría antigua, en la vida activa, en salir de casa y ponerse en marcha solícitamente...
Por eso, hay otra enfermedad actual, también endémica y social, que se parece mucho a la antigua pereza. Es el narcisismo. La pereza es un gran vicio, porque cuando se apodera de nosotros nos hace vivir mal y, si no se cura, puede llevarnos a una auténtica muerte espiritual. Es lo que les ocurre hoy a muchas personas en el mundo de la empresa y el trabajo, que, después de una gran crisis, renuncian a vivir y tampoco dejan vivir a los que están a su lado. Ni más ni menos que por no ser capaces de volver a vivir y a dar vida.
Para saber en qué consiste la pereza o la melancolía, podemos recurrir a la fuerza típica del arte, como en el misterioso grabado de Durero, donde la melancolía (sinónimo entonces de pereza y tristeza) está representada por un pequeño ser monstruoso que impide al autor usar sus instrumentos de trabajo, que yacen abandonados en tierra. Y al fondo, un cielo estrellado. Trabajo y estrellas, dos elementos que caen juntos cuando domina la pereza. Como ocurrió en los tiempos en los que se creó esta obra maestra, tiempos del Príncipe de Machiavelli, del ocaso del humanismo civil, de guerras civiles en Italia y de luchas de religión en Europa. La pereza era compañera de aquellos tiempos de crisis igual que hoy acompaña a los nuestros.
La cura más eficaz de la pereza, como de cualquier vicio, consiste en parar de inmediato el proceso rápido y acumulativo, en cuanto se reconocen los primeros síntomas: no terminar los procesos, dejar los trabajos a medias, no repasar el último borrador de un artículo, experimentar hastío por el trabajo bien hecho, repetirse con frecuencia: “¿quién me mandará a mí hacer esto?” o “no merece la pena”.
La sabiduría antigua de la ética y de las virtudes y los vicios, nos sugiere que cuando advirtamos las primeras señales debemos reaccionar inmediatamente y «sin demora». El vicio consiste en la ausencia de esta reacción decidida, no en el hecho de experimentar los síntomas. ”Me levantaré y volveré donde mi padre”: esta es la respuesta virtuosa a una pereza que, en cambio, se conformaría con las algarrobas.
En el grabado de Durero, junto a los instrumentos de trabajo abandonados se encuentra el cielo estrellado. Pero el hombre melancólico mira hacia otro lado. La crisis es catastrófica cuando consigue apagar el deseo en el alma. El deseo necesita crisis, porque nace de la caída de las estrellas (de-sidera significa etimológicamente falta de estrellas) y de las ganas de reencontrarlas. Quien cae en la pereza y se contenta con un cielo oscurecido, ya no quiere ver las estrellas. Demasiadas veces esta triste conformidad deriva de la soledad, cuando no tenemos a nadie que sepa estar a nuestro lado y nos lleve a ver de nuevo las estrellas.
Sólo saldremos de esta crisis, demasiado seria como para dejarla en manos únicamente de las decisiones económicas y financieras, transformando la resignación, el abatimiento y la pereza de muchos ciudadanos y de países enteros en nuevos proyectos políticos y en nuevo entusiasmo ciudadano, reuniendo soledades en un destino social común, transformando pasiones tristes y estériles en pasiones alegres y generadoras, vicios en virtudes cívicas. ¿Lo conseguiremos?
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