El ciento y el cinco

El ciento y el cinco

Comentario – Superar la crisis recuperando la visión y la capacidad generadora también de los capitales

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 14/04/2013

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Las crisis, sobre todo cuando son profundas y graves, son señal de que una comunidad civil o económica está agotando su capacidad generadora y empieza a no ser capaz de crear verdadero valor económico, civil, político, cultural y científico, porque ha perdido sus valores y ya no sabe qué es lo que vale. Hay una regla general en el corazón de la ley que rige la evolución de las civilizaciones y su economía: la fuerza generadora del uso cívico de la riqueza se apaga cuando llega a su culmen, porque los éxitos y los frutos con el tiempo terminan por apagar el hambre de vida y la esperanza que la originaron.

Esto es evidente no sólo en el análisis histórico. Basta viajar de vez en cuando a China – donde me encuentro ahora –, a Filipinas o a Brasil para ver que la raíz de su (actual) desarrollo económico y cívico se nutre de la linfa vital del entusiasmo civil y del deseo de liberación individual y social, que se expresan también en las ganas de vivir que se respira en las calles, sobre todo entre los pobres y los niños.

Estos recursos morales y espirituales se consumen pero no se regeneran por sí solos y así, tras un periodo más o menos largo, se acaban. Es una ley despiadada pero también providencial, porque a la vez es un gran mecanismo que permite que quienes montan en el tiovivo del bienestar y la prosperidad no seamos siempre los mismos. En el plano económico-civil todo eso hace que en las fases civilmente positivas y expansivas, los capitales (stocks) estén al servicio de las rentas (flujos): los terrenos, las casas, los inmuebles, los ahorros y los títulos accionariales están en función de las rentas del trabajo (salarios) y de la empresa (beneficios). En estas fases felices, los capitales existen y son importantes, pero a esos capitales se les pone a producir rentas para el desarrollo y el bien común.

Estos recursos morales y espirituales se consumen pero no se regeneran por sí solos y así, tras un periodo más o menos largo, se acaban. Es una ley despiadada pero también providencial, porque a la vez es un gran mecanismo que permite que quienes montan en el tiovivo del bienestar y la prosperidad no seamos siempre los mismos. En el plano económico-civil todo eso hace que en las fases civilmente positivas y expansivas, los capitales (stocks) estén al servicio de las rentas (flujos): los terrenos, las casas, los inmuebles, los ahorros y los títulos accionariales están en función de las rentas del trabajo (salarios) y de la empresa (beneficios). En estas fases felices, los capitales existen y son importantes, pero a esos capitales se les pone a producir rentas para el desarrollo y el bien común.

La virtud dominante en estos periodos civilmente fecundos es la esperanza, que permite ver los capitales (reales y financieros) como instrumentos a poner en juego, como talentos con los que negociar para hacerlos fructificar. Los stocks se ven en función de los flujos. Se ven los “cien” del valor del capital de hoy, pero se ven más los “cinco” que esos cien pueden producir si están bien invertidos, porque esa renta/flujo es una señal de la capacidad generadora de mi empresa o de mi vida. El primer sentido del buen grano no es nunca la acumulación en el granero. Ahí radica también la diferencia entre el campesino y el mercenario, entre la inversión y la pura acumulación y entre el empresario, protagonista de las fases expansivas, y el especulador, protagonista de todo declive.

La riqueza que genera rentas causa felicidad y fecundidad, mientras que la riqueza acumulada por sí misma causa miseria y esterilidad. Cuando la cultura latina quería representar la felicitas, sus símbolos y sus imágenes eran las cosechas fecundas (Campania felix), las herramientas de trabajo y los niños, que hoy igual que ayer son el primer signo de feliz fecundidad para las familias y los pueblos. Todo esto lo conoce muy bien la cultura popular con su arte, que, para representar el icono de la infelicidad, elige al avaro antes que al pobre, porque el avaro es un rico mísero que, con todas sus posesiones, no conoce el florecimiento y la fecundidad, igual que los capitales que hoy son llevados a los paraísos fiscales.

Una empresa, un sistema económico o una civilización comienzan su decadencia cuando el nexo entre capitales y frutos se invierte y el objetivo del capital es el capital. A la esperanza le sustituye el miedo, el grano encuentra su sentido en el granero, olvidándonos de aquellos que necesitan ese grano para vivir y para trabajar. En el lenguaje de la economía, la gran crisis comienza cuando las rentas (flujos) empiezan a estar en función de los capitales (stocks), y los beneficios y los salarios en función de las rentas. Así, los empresarios se transforman en especuladores, las élites que habían determinado la fase virtuosa del ciclo económico-civil se convierten en castas, que dedican sus energías a conservar los privilegios adquiridos en tiempos pasados. En los periodos felices predominan la confianza y la cooperación y se ve a los otros como potenciales aliados con los que acometer nuevas empresas. En las fases de declive nos miramos unos a otros con sospecha y el vecino se convierte en un rival, en un enemigo que puede restarnos una parte de renta.  Las relaciones sociales se pervierten, los otros (nosotros no) son todos evasores y deshonestos y su bienestar se convierte en una amenaza para el nuestro. En cambio, en los periodos mejores, «el mercado nos enseña a ver con benevolencia la riqueza y el bienestar de los otros» (John Stuart Mill, 1848), porque lo que importan son las nuevas tartas y no el tamaño de los trozos de las tartas que creamos en el pasado. En Italia hoy es aún peor: «Conseguimos pelearnos por el reparto de futuras tartas que no llegaremos a crear nunca», me confiaba un empresario siciliano.

Nuestra crisis dice que estamos dilapidando los capitales de valores cívicos y religiosos responsables de los milagros económicos y sociales de hace décadas. Necesitamos un nuevo milagro económico, civil y moral. Después de la segunda guerra mundial nuestros padres y abuelos tomaron los escombros producidos por humanismos fratricidas y, con sus valores, los transformaron en ladrillos, en piedras angulares de sus nuevas casas y de la casa común europea. Si hoy queremos ver un presente y un futuro posibles e incluso tal vez mejores, debemos encontrar los recursos necesarios para transformar nuestros escombros en una nueva casa y en una nueva eco-nomía. Nuestros escombros no están hechos de cemento y cal, pero, a su manera, esta crisis también está destruyendo casas, fábricas e iglesias, está cosechando sus víctimas y tiene sus héroes y su Resistencia. Debemos encontrar los recursos necesarios para recoger los escombros y transformarlos en ladrillos. Y debemos excavar mucho, porque las piedras mejores no están en la superficie, en parte están sepultadas o ignoradas porque – al igual que nuestra vocación comunitaria – se las considera piedras de tropiezo y se las desecha. Hay que rescatarlas y convertirlas en las piedras angulares de la nueva casa, de la nueva economía y del nuevo trabajo.

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