Prudencia (y algo más)

Prudencia (y algo más)

Comentario – Virtudes para recuperar y vivir/3

por Luigino Bruni 

publicado en Avvenire el 25/08/2013 

logo_avvenireLa virtud de la prudencia siempre ha sido profundamente amiga de la vida buena y la buena economía. Pero es muy importante saber reconocer la prudencia no virtuosa así como una cierta imprudencia que puede considerarse virtud.

Al alba de la modernidad se planteó el debate sobre qué mecanismos (providenciales para algunos) podrían orientar hacia el bienestar social no solo las escasas virtudes sino sobre todo los abundantes vicios de las personas reales, los vicios del <hombre tal y como es, para hacer buen uso de ellos en la humana sociedad> (Vico, “La ciencia nueva”, 1744).

En este contexto, Adam Smith demostró (convenciendo con ello a no pocos) que el desarrollo y la riqueza de las naciones no nacía del vicio de la avaricia ni de la pasión triste del egoísmo, sino de la virtud cardinal de la prudencia, de <cuidar los bienes, la clase y la reputación del individuo> (Smith, “Teoría de los Sentimientos Morales”, 1759). Así pues, es prudente el buen padre (o madre) de familia que se ocupa de su patrimonio, manteniéndolo y aumentándolo, y cuando le regala un coche al hijo mayor de edad le dice: <Ten mucho cuidado>. Todo eso es sin duda virtud, bien individual y bien común. Si repasamos nuestra historia nos daremos cuenta de que la virtud de la prudencia estaba en la raíz de nuestra civilización campesina y artesana, donde se educaba al buen uso de los bienes, al mantenimiento de las pocas cosas que había, y al desarrollo prudente de patrimonios, sueños y proyectos de vida. Una historia que nos recuerda que los comportamientos viciosos contra la prudencia son el despilfarro, la dejadez y la estupidez de quienes derrochan sus bienes (o los de sus padres), y que nuestro bienestar depende ante todo de la virtud de nuestros conciudadanos, de si el vecino cuida su jardín y paga los impuestos, de la virtud de los clientes y también de las administraciones públicas.

Aquel primer optimismo ilustrado de la transformación de la prudencia de los individuos en virtud pública duró poco, aunque algunos sigan, ideológica e ingenuamente, invocándolo. No hay más que leer las novelas de Giovanni Verga para darse cuenta de que el escenario ya había cambiado radicalmente. Los vicios privados dejaban ya demasiados <vencidos> a lo largo de la <riada del progreso>, y la Providencia se convirtió en la barcaza naufragada de Patron ‘Ntoni. La esperada y por muchos invocada economía de mercado, armoniosa y mutuamente provechosa, se estaba convirtiendo en capitalismo. Sus estructuras de poder estaban creando nuevas formas de feudalismo, nuevas desigualdades, nuevas rentas y nuevos nobles distinguidos por una distinta pero no menos eficaz sangre azul. En particular, cada vez somos más conscientes de que los procesos más importantes de la economía tienen lugar dentro de las instituciones, en las organizaciones (el Estado entre ellas), en los bancos y en las empresas, donde la prudencia y las virtudes de los individuos no producen vida buena si dan lugar a relaciones de poder asimétricas que refuerzan las desigualdades de todo tipo.

He aquí que el escenario cambia radicalmente y a la persona prudente ya no se le pide sólo que oriente con la virtud su propia vida y la de su familia, sino que actúe para cambiar leyes, estructuras y sistemas de gobierno de las empresas y de muchos bienes comunes. Así se empieza a escribir un nuevo-antiguo capítulo moral de crucial relevancia: si una persona virtuosa vive dentro de instituciones viciosas, para poder vivir de verdad la virtud de la prudencia debe saber actuar también de forma imprudente. Si quiere ser verdaderamente virtuoso y prudente, debe saber poner en segundo plano el cuidado de sí mismo y de sus propios intereses, patrimonios e incluso afectos. Quienes quieren y deben denunciar injusticias manifiestas y mentiras, no pueden callar “prudentemente” frente a chantajes y represalias, no viven la dimensión de la prudencia que llamamos virtud. Ciertamente, algún filósofo podría sostener que deberíamos ampliar el concepto de prudencia hasta incluir un yo meta-individual, así como los bienes espirituales e incluso los ultraterrenales. Yo personalmente prefiero pensar que para entender el valor y la lógica de las virtudes, es necesario tomarse en serio su naturaleza paradójica. La virtud es verdaderamente virtuosa cuando muere y se abre a un “más allá” más grande, en una relación nueva con las demás virtudes, sin rendirse ante las pseudovirtudes de lo “políticamente correcto”. Así la prudencia es justa cuando es capaz de hacerse imprudente, la fortaleza es prudente cuando sabe convertirse en debilidad humilde y cada virtud se realiza cuando florece en agape, allí donde reina una justicia que puede hacer que quien, sin tener culpa, ha trabajado sólo la última hora pueda recibir el salario diario. Fuera de este horizonte, el comportamiento prudente de por sí pierde contacto con la virtud, como quien aparca en doble fila y “prudentemente” repliega el retrovisor. Si no nos tomamos en serio esta paradoja crucial y (al menos para mí) formidable, la virtud termina por transformarse en el vicio más grande, porque se convierte en un ejercicio egoísta que tiende a la perfección individual pero olvidándose del otro.

El ágape es el cumplimiento de toda acción moral, que nunca está definida ni completa dentro de ningún horizonte de ley, ni siquiera del de las virtudes, a las que el ágape llama a transcenderse para que puedan convertirse (paradójicamente) en ellas mismas. Si quienes tienen que ir a las periferias morales y antropológicas del mundo no tocan e incluso no sobrepasan de vez en cuando los límites de la justicia trazados por las leyes de la ciudad, no pueden ser verdaderamente justo. Si cuando Alí llamó a la puerta de mi amigo siciliano y párroco, éste se hubiera quedado prudentemente en la puerta sin acogerle en su casa (pensando en las consecuencias penales que hubiera podido tener y efectivamente tuvo), no habría sido verdaderamente virtuoso. Una dinámica paradójica que conocen bien quienes trabajan en las comunidades de rehabilitación y en las cárceles de menores, así como todas las personas que siguen arriesgando su carrera, sus bienes, su facturación, sus puestos de trabajo y la quiebra de su empresa.

No se les pide a todos en todo momento que vivan esta dimensión paradójica de la virtud. Pero si no respondemos cuando llega la llamada, comprometeremos la calidad ética y espiritual de nuestra existencia. Porque no se trata de actos extraordinarios de unos cuantos héroes, sino acciones de la que todos en potencia somos capaces. Esta virtud-que-va-más-allá-de-la-virtud es la levadura que eleva el pan de una vida ya virtuosa y le da la fuerza para mover montañas. Gandhi no habría liberado la India si no hubiera sido virtuosamente imprudente, ni Francisco nos habría enseñado la fraternidad si no hubiera besado imprudentemente al leproso, ni muchas mujeres y muchos vagabundos habrían sido liberados y llamados a la vida si no hubieran encontrado en el camino personas agápicamente imprudentes que han querido y sabido abrazarles, sin conformarse con la solidaridad inmune que está llenando nuestra economía y, por desgracia, también la parte no lucrativa de ella. El territorio de las virtudes – que coincide con el territorio de lo humano – se extiende y se humaniza cada vez que alguien tiene la imprudencia de superar los límites asignados a las virtudes, pagando en primer persona y casi siempre sin descuento. Benditas imprudencias, que impulsan hacia delante la civilización y hacen del mundo un lugar digno y bello para vivir.

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