Desde las empresas hasta el capitalismo, ¿la consultoría se hace con todo?

Desde las empresas hasta el capitalismo, ¿la consultoría se hace con todo?

Análisis. Un reciente y argumentado libro, bastante crítico, («Il grande imbroglio / The big Con [El gran engaño]»), aporta provocaciones útiles sobre un sistema que se ha vuelto dominante. El paradigma de la dirección [management] está siendo sustituido por la consultoría.

Luigino Bruni.

Publicado en Avvenire el 07/12/2023.

La obra crítica "Il Grande Imbroglio" (Laterza), de las economistas Mariana Mazzucato y Rosie Collington, está dedicado el creciente recurso a las empresas de consultoría.

¿Por qué las sociedades de consultoría han pasado de ser un instrumento para ayudar a las empresas a suponer una debilidad para las empresas, el gobierno y las instituciones? ¿Cuándo y por qué la consultoría, una industria que hoy roza el billón de dólares, ha pasado de ser un recurso a ser la principal enfermedad de nuestra economía? Il Grande Imbroglio («The big Con»), el libro escrito por las economistas Mariana Mazzucato y Rosie Collington (Laterza, 2023), trata exactamente de estos temas: «De nuestro análisis de la industria de la consultoría surge un cuadro oscuro de la situación actual. Todos esos contratos con sociedades de consultoría, que interpretan los más variados roles, debilitan a las empresas, infantilizan al sector público y distorsionan la economía» (p.12). Para entender la novedad del libro es necesario realizar una larga premisa.

El extraordinario éxito de la consultoría, el fenómeno económico tal vez más relevante desde el comienzo de este milenio, se inscribe dentro de un cambio mucho más general de nuestra cultura, donde el paradigma de los negocios está conociendo un grande, inesperado y creciente éxito. La lógica de la gran empresa ha adquirido en la vida civil el primer puesto, ocupado el siglo pasado por la democracia. A la pregunta: “¿quieres hacer algo bueno en la sociedad?” ayer se respondía: “crea democracia y por tanto participación, reduce las desigualdades, incluye al mayor número posible de personas”. En base a esta respuesta imaginamos y después construimos el estado del bienestar del siglo XX, los derechos humanos y sociales, la escuela pública, la sanidad universal, las pensiones y la imposición progresiva. Con el cambio de milenio, a esa misma pregunta hoy se responde: “si quieres hacer algo bueno aprende de las empresas, allí es donde se encuentra la excelencia, allí se hacen las cosas importantes”. De este modo, las grandes empresas con ánimo de lucro han sido objeto de una auténtica metamorfosis simbólica y cultural. Eran iconos de la explotación, la desigualdad y la alienación, pero se han convertido en el símbolo perfecto del nuevo mundo, del reino del mérito y de su nueva justicia, del bienestar e incluso de la felicidad, un mundo religioso edificado sobe los dogmas de la meritocracia, el liderazgo y los incentivos. Y así, la gran empresa, de centro del conflicto social, de lugar donde acudir para entender las injusticias del capitalismo, ha dejado su crisálida en el viejo milenio y se ha convertido en una hermosa mariposa civil y ética, que todas las demás instituciones (desde la escuela hasta la política) quieren y deben imitar, con un inédito éxito en el ámbito de las Iglesias y los movimientos y comunidades espirituales, donde ya no es posible realizar un capítulo general o una asamblea sin los profesionales de la consultoría empresarial.

Pero la consultoría está emergiendo como la segunda revolución reciente, que en pocos años ha sustituido a la primera forma que la cultura de empresa había asumido en la última parte del siglo XX, es decir al management científico. La primera forma que adquirió la cultura de la gran empresa moderna fue el management moderno, que a su vez ocupó el puesto de la “vieja” dirección empresarial, aunque sin sustituir del todo al viejo empresario, sino trabajando con y para él/ella. En realidad, el management científico es una innovación que se remonta a las grandes fábricas manufactureras de la primera mitad del siglo XX (no es casual que se hable de “fordismo” y “taylorismo”). Pero durante más de medio siglo la ciencia del management era cosa de ingenieros (no de economistas) y se aplicaba sobre todo a la gran industria. No fue hasta los años 80 y 90 cuando el management científico se extendió desde la fábrica al resto de organizaciones, entre otras cosas, por el paso tecnológico al postfordismo. Con el final del milenio, el fordismo pasó en muchas regiones avanzadas del mundo, pero no así su modelo de gestión de las relaciones laborales y de gobernanza. Así, los instrumentos y las técnicas de la dirección se convirtieron en una cultura universal, que salió de la fábrica para entrar en toda la sociedad. El directivo ocupó, por una parte, el lugar del empresario y por otra la del viejo jefe o dirigente público.

Sin embargo, en la etapa de mayor éxito del management moderno ocurrió algo verdaderamente nuevo. Hizo explosión la sociedad líquida, que entró por vez primera en las empresas. Con trabajadores líquidos, y por tanto frágiles e inseguros, el management dejó de funcionar, porque también este tipo de empresa necesitaba trabajadores ya formados en la ética de las virtudes en la familia y en la comunidad. En particular, el nuevo directivo seguía teniendo necesidad de la jerarquía, y por tanto de trabajadores que le atribuyeran un valor y aceptaran ser guiados y “controlados” con los instrumentos del management – esencialmente incentivos y control –. Los directivos se encontraron inundados por una enorme petición de atención, de quejas, de conflictos, de crisis relacionales colectivas e individuales, por parte de unos trabajadores que estaban cambiando demasiado profundamente. A su vez, los directivos no tenían, casi nunca, lugares más “altos” donde descargar y compensar las tensiones que acumulaban, porque las empresas fueron perdiendo a las familias de empresarios que las habían generado. La demanda de atención a las relaciones que afectaba a los medianos y altos directivos se bloqueaba en el management, sin que este contara con otros lugares de supervisión donde gestionar esta demanda que venía desde abajo.

En este contexto de gran cambio es donde hace unos años hizo explosión la consultoría. Ya existía desde hacía décadas, pero con la entrada en el siglo XXI se convirtió en algo distinto y universal. Al lado de los directivos y de lo que quedaba del empresario en las grandes empresas (muy poco), se formó una pléyade muy variada de consultores, a los que se añadieron psicólogos del trabajo, expertos en felicidad y bienestar laboral, filósofos prácticos del sentido, la misión y el propósito, pero también sacerdotes, monjas y expertos en meditación transcendental y espiritualidades arcaicas del Pacífico para acompañar y formar en la espiritualidad de la empresa, por no hablar de las nuevas figuras de coaches y counselors, que se presentan a nuestros estudiantes como las profesiones más seguras para el futuro. Así, hace medio siglo quienes guiaban las empresas eran los empresarios, hace treinta años eran los directivos, y hoy son los consultores, que están sustituyendo a los empresarios y a los directivos.

En todo este proceso, las autoras de Il grande imbroglio analizan dos fenómenos con especial atención: la infantilización de las empresas y la externalización de las competencias. La infantilización (tratada en el capítulo 6) de los gobiernos, de las empresas y ahora también de las organizaciones y de todas las instituciones, nace de la progresiva reducción de su autonomía. El libro, con datos en la mano, muestra cómo se está creando una auténtica adicción a los consultores, a los que recurren unos empresarios y directivos cada vez más inseguros; y después, como ocurre en todas las dependencias sin sustancia, para mantener mañana la misma satisfacción de hoy, tienen que aumentar la dosis (p. 156). Empresas y empresarios reducidos a niños sin autonomía que para cualquier decisión recurren al exterior buscando seguridades – la presencia de las grandes sociedades de consultoría es también una especie de “certificación” de las relaciones y de la gestión de las emociones, parecida a las antiguas certificaciones de calidad –.

Por eso, la consultoría no crece por oferta inducida, sino que es guiada por la demanda, ya que son las empresas (y las instituciones) las que – drogadas – lo solicitan cada vez más: «La oferta es una respuesta a una demanda» (p.104). Los consultores también desempeñan una función psicológica (p.127). La infantilización es, por tanto, una pérdida de autonomía, responsabilidad y control en las decisiones, que son “subcontratadas” con sujetos terceros que acaban siendo los verdaderos conductores de las instituciones de hoy. Las autoras ven también la política nacional e internacional guiada sobre todo por consultores, con un enorme problema de conflicto de intereses, porque son las mismas empresas de consultoría las que, por una parte, asisten a los gobiernos para reducir el impacto ambiental y, por otra, a las empresas para ayudarlas a aumentarlo (p.241).

Es interesante otro punto que se pone de relieve en la parte central del libro: la cuota de valor añadido que va a la consultoría no es técnicamente beneficio sino renta (pp.103 y siguientes), porque es parte de un juego de suma cero con los empresarios, una especie de impuesto invisible que con frecuencia se traslada a los precios de los bienes de consumo. Para terminar, las autoras denuncian un último gran peligro. Es el representado por el crecimiento en el capitalismo actual de un poder sin responsabilidad, puesto que los consultores no pueden ni quieren responder de las consecuencias derivadas de sus consejos, que cada vez son más sustitutivos y no subsidiarios de las decisiones de las empresas. Así pues, no solo la economía está entrando en crisis, sino que también – como repiten muchas veces Mazzucato y Collingon – está sufriendo la democracia.


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