Bruni: «Las tres raíces del desinterés por el cristianismo»

Bruni: «Las tres raíces del desinterés por el cristianismo»

Católicos y cultura. Para una reflexión crítica sobre el presente es necesario redescubrir la comunidad y encontrar nuevos códigos narrativos. Y releer mecanismos y dinámicas del pasado de la Iglesia renegados por la historia.

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 24/06/2024

Continúa el debate sobre catolicismo y cultura, iniciado por PierAngelo Sequeri y Roberto Righetto.En las últimas semanas, intervinieron Gabriel, Forte, Petrosino, Ossola, Spadaro, Giaccardi, Lorizio, Massironi, Giovagnoli, Santerini, Cosentino, Zanchi, Possenti, Alici, Ornaghi, Rondoni, Esposito, Sabatini, Cacciari, Nembrini, Gabellini, Vigini, Timossi, Colombo, De Simone y Arnone.

Partamos de un dato: los temas tratados en los debates de los teólogos no parecen ser los que apasionan a la gente de nuestro tiempo ya post-religioso. Hoy suenan proféticas las preguntas radicales del último Bonhoeffer: «¿qué cosa significan una Iglesia, una comunidad, una predicación, una liturgia, una vida cristiana en un mundo no religioso? ¿Cómo hablamos de Dios sin religión? ¿Cómo hablamos “mundanamente” de “Dios”? ¿Qué significa esto? ¿Qué significado tienen el culto y el rezo en la no-religiosidad?» (Resistencia y Sumisión). Su cristianismo no-religioso todavía no ha empezado y, sin embargo, quizás esta evolución sería la única cosa necesaria para rescatarlo del reino de la irrelevancia creciente en la vida corriente de las personas. Para la casi totalidad de las poblaciones occidentales, la religión ya no cumple ni siquiera la función residual de “tapagujeros”.

Esta falta de pasión y de interés por el cristianismo, paralela a una vaga y confusa demanda de espiritualidad, tiene claramente raíces antiguas y profundas. Aquí quiero discutir tres. La primera tiene que ver directamente con la larguísima época de la cultura de la Contrareforma y su complicada y no lograda relación con la Modernidad, una cultura y una mentalidad que duraron casi cuatro siglos. El shock de la Reforma de Lutero representó un verdadero trauma para la iglesia romana. El miedo a la caída por debajo de los Alpes de los vientos cismáticos y heréticos del Norte se entrelazó intensamente con el miedo al Humanismo y por tanto a la Modernidad, como también lo revela la incomprensión y el rechazo de Erasmo de Rotterdam y su movimiento. La Contrareforma generó también algunas luces (desde las obras sociales de los carismas a una cierta piedad popular), pero sus sombras culturales fueron muchas y muy grandes. La clausura, por ejemplo, del ejercicio de la libertad de conciencia - «La libertad de conciencia predicada por los herejes era una libertad digna de los hijos del diablo, peor que cualquier esclavitud» (Bellarmino, 1587) -, o aquella en relación con el conocimiento popular de las Escrituras, la falta de escucha ante los reclamos de igualdad y ante las críticas a las jerarquías sacras, se convirtieron inmediatamente en clausuras respecto al espíritu moderno. Como efecto colateral importante, los mejores pensadores católicos empezaron progresivamente a desplazarse de la teología (y la filosofía) hacia otros ámbitos del saber que ardían y “quemaban” menos. De hecho, después del Concilio de Trento, ocuparse con libertad de conciencia de cuestiones teológicas podía fácilmente llevar a la excomunión o a la hoguera, y la solución fue l’exit (la fuga). Los mejores talentos italianos y latinos se dedicaron a otra cosa (música, arte, literatura, ciencia, teatro, economía), y la teología y la filosofía moderna se volvieron asuntos principalmente protestantes y nórdicos. Así, la Modernidad y la Iglesia católica siguieron caminos divergentes, y en la era y en los países de la Contrareforma los teólogos-filósofos significativos se cuentan con los dedos de una mano. Este distanciamiento progresivo entre Iglesia católica y pensamiento moderno, además de generar una escasez de vocaciones en las disciplinas teológicas, no podía no generar una natural y creciente distancia entre los temas de la teología y aquellos centrales en la Modernidad.

Entre los siglos XIX y XX, una parte significativa del pensamiento católico, de Giuseppe Toniolo al padre Gemelli, seguían, alababan y celebraban la Edad Media y su Escolástica como la edad de oro del cristianismo – cuando «por encima la Iglesia, distinta e independiente del Estado, maestra y guardiana de la conciencia, defensora de la justicia social, tutora y sostén de los últimos, representante de la unidad y la universalidad del género humano» (Toniolo, Trattato di Economia Sociale, 1909). En consecuencia, la cultura católica vio el Humanismo y el Renacimiento como decadencia espiritual y ética: «¡Este es nuestro programa! Somos medievalistas. Me explico, nosotros nos sentimos profundamente distantes, incluso enemigos de la llamada “cultura moderna”, tan pobre de contenido… Tenemos miedo de esta cultura moderna porque asfixia las almas. Somos medievalistas porque hemos comprendido que es necesario que el alma que inspiraba a la cultura medieval inspire también nuestra cultura» (Agostino Gemelli, “Medioevismo”, Vita e Pensiero, Anno 1, fasc. I, 1914).

El Concilio Vaticano II y el movimiento que lo gestó tomó conciencia de esta distancia, pero habían pasado siglos de diálogos truncados y de desconfianza recíproca a los efectos grandes y profundos. Todavía en 1950, Pío XII escribía: «Dando una mirada al mundo moderno, que se halla fuera del redil de Cristo, fácilmente se descubren las principales direcciones que siguen los doctos. Algunos admiten de hecho, sin discreción y sin prudencia, el sistema evolucionista, aunque ni en el mismo campo de las ciencias naturales ha sido probado como indiscutible, y pretenden que hay que extenderlo al origen de todas las cosas, y con temeridad sostienen la hipótesis monista y panteísta de un mundo sujeto a perpetua evolución. Hipótesis, de que se valen bien los comunistas para defender y propagar su materialismo dialéctico y arrancar de las almas toda idea de Dios» (Humani Generis, Introducción).

Entre los efectos está la tristísima época de la represión del movimiento modernista católico, la última gran ola de la cultura de la Contrareforma. Cientos de teólogos, biblistas e historiadores católicos fueron marginados, perseguidos, y no pocas veces excomulgados “vitando”, expulsados y suspendidos para la enseñanza. Intelectuales italianos como Genocchi, Buonaiuti, Fracassini fueron la punta de un iceberg formado por la represión de un tardío y más que necesario diálogo teológico con las ciencias exegéticas e históricas, un diálogo con luces y sombras, con más luces que sombras. De ese modo perdimos otra vez casi un siglo de cultura bíblica, de diálogo con el método histórico-crítico, de una mirada adulta sobre la fe. Muchas vidas humanas destruidas, talentos perdidos. Sería por lo tanto urgente e importante que el próximo Jubileo sea para la Iglesia católica la ocasión para pedir perdón a todos los sacerdotes y católicos perseguidos después de la Pascendi de Pío X, por tesis que han sido aceptadas en este siglo en casi toda la Iglesia católica, y para pedir la rehabilitación.

La segunda razón, profundamente ligada a la primera, tiene que ver con los códigos narrativos de la fe cristiana católica (y del cristianismo). El largo y ausente diálogo entre la Iglesia católica y la Modernidad generó una creciente dificultad narrativa del acontecimiento cristiano, que en el siglo XXI detonó una casi incomunicación. Los códigos narrativos católicos se quedaron pre-modernos, mezclados con elementos míticos, sin una verdadera inculturación en el mundo moderno (para no hablar del post-moderno). La narración de la fe y de sus fundamentos bíblicos es todavía demasiado parecida a la de nuestros bisabuelos. Mientras la Iglesia intentó en las misiones, muchas veces con éxito, la inculturación de la fe en las culturas no-occidentales, no intentó con suficiente empeño la inculturación con la Modernidad que ella misma en buena parte había generado; y así, seguimos diciendo palabras de amor en una lengua convertida en lengua muerta. No está muerto el acontecimiento, no están muertos Dios, Jesús, el Evangelio, el eschaton: están muertos sus códigos narrativos; y está bien que hayan muerto, porque la mayor parte era más herencia del mundo griego-romano que del Evangelio. El pensamiento católico es poco relevante también porque se ha vuelto incomprensible su lenguaje, fuera de la iglesia y en el pueblo creyente. Y siendo la fe un asunto de logos, y por ende de diálogos, los códigos narrativos no son un tema de especialistas (los comunicadores), sino que atañen al corazón de la experiencia cristiana. Los nuevos códigos narrativos no van a nacer de las facultades de teología ni de los congresos académicos: se encuentran ya “en la calle”, en los lugares mestizos y promiscuos, sobre todo entre los jóvenes y los pobres. La nueva narración nacerá volviéndose a los mendicantes y poniéndose a la escucha de las cuestiones de vida de la gente, dentro y sobre todo fuera de la iglesia.

Por último, el consumismo. Entre los siglos XIX y XX, la Iglesia católica ha identificado en el comunismo y en el socialismo ateo su principal enemigo global, su nuevo Gog y Magog. Pero mientras combatía en esta batalla campal no se daba cuenta de que había otro enemigo, mucho más potente que el comunismo, que estaba avanzando y entrando entre sus muros. Mientras el capitalismo siguió siendo una cuestión de trabajo y de empresarios, y por tanto algo nórdico y calvinista (y laborioso), no consiguió penetrar profundamente en el mundo católico. Para nosotros, en el Sur, el trabajo siempre ha sido esfuerzo, empeño, fatiga. Era poco convincente y poco atrayente la visión del trabajo como vocación (beruf). Pero cuando en la segunda mitad del siglo XX el centro del capitalismo se corrió progresivamente de la fábrica al consumo, los países católicos y latinos fueron totalmente conquistados y ocupados. La arcaica y nunca superada “cultura de la vergüenza” se juntó con el humanismo de las mercancías, con el consumo ostentoso. Y como había presagiado en los años setenta Pierpaolo Passolini, el consumismo, mucho más que el fascismo y el comunismo, entró en el alma de nuestra gente, vaciándola de toda la herencia clásica y cristiana. La Iglesia ha enormemente subestimado este proceso, en nombre del engaño del espíritu cristiano del capitalismo. Tuvo miedo de la Modernidad de las ideas, pero recibió con los brazos abiertos a la Modernidad de las mercancías, porque no se presentaba como el logos de la serpiente sino como praxis, y fue así que no reconoció al ídolo, al fetiche en las mercancías. De esa manera, incubó durante mucho tiempo en su nido el huevo del cuco, que una vez eclosionado tiró del nido a los otros pájaros medio hermanos, siendo ahora hijo único y soberano (la verdadera “soberanía del consumidor”). Un consumismo que hoy está respondiendo, a su modo, a la creciente y confusa demanda de espiritualidad individualista. Los mercados de la espiritualidad barata se están convirtiendo en el gran negocio del futuro, donde la profecía marxista de la mercantilización del mundo se está paradójicamente cumpliendo con la reducción a mercancía de Dios mismo, el verdadero jaque mate. Junto a Dios, la gran víctima sacrificial de la religión del consumismo es la comunidad, es la transformación de la persona en individuo consumidor, quien más sólo y más aislado se encuentra más consume para sustituir las relaciones humanas faltantes con las mercancías. Así, está eliminando la pre-condición de toda experiencia religiosa, sobre todo en la Iglesia católica: la comunidad. Un catolicismo sin comunidad es un oxímoron teológico y pragmático.

La Iglesia católica debería reabrir o empezar una reflexión profunda sobre el capitalismo individualista y consumista, un tema que, en cambio. no parece estar al centro de los trabajos sinodales. La “muerte de Dios” vista y anunciada por Nietzsche se hizo realidad en nuestro capitalismo solitario del consumo, pero nosotros distraídos no nos dimos cuenta.


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