Análisis – Un cambio de época como el actual sugiere cambios valientes para encarnar la vida monástica en formas nuevas
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 13/12/2024
El monasticismo fue durante la Edad Media el fenómeno cultural y económico más importante de muchas regiones de Europa. No tendríamos – o serían más pobres – la farmacia natural, la gran biodiversidad enogastronómica, la silvicultura, muchas innovaciones técnicas y tecnológicas, la cultura del trabajo, las escuelas y los libros, sin los monasterios y las abadías. Un componente importante de la economía europea maduró y creció dentro de los monasterios y en sus largas cadenas externas, sin olvidarse de la fuertísima red de ferias que tenían lugar casi siempre en las plazas de las abadías, que garantizaban la fides (fe y confianza) necesaria para los mercados de ayer, y quizás de hoy. El ‘Ora et Labora’ fue también un espíritu cultural, económico y social de Europa. La primera unión europea floreció de una constelación de abadías y monasterios, masculinos y femeninos, donde se cuidaba la fe cristiana, la civilización clásica, y donde se innovaba en casi todos los ámbitos de la vida.
Muchas de esas antiguas instituciones todavía están presentes en los países europeos, no obstante el profundo cambio en el escenario religioso y civil del último siglo y medio. Las abadías y los monasterios sobreviven con sus hermosas iglesias y otros edificios y terrenos anexos, pero la vida por dentro se está apagando progresivamente. Todavía hay, en varios lugares, comunidades monásticas que experimentan nuevas primaveras de creatividad y nuevas vocaciones, pero son luminosas excepciones en una oscura noche. Viendo los datos demográficos, en un par de décadas cerca del 90% de los actuales monasterios europeos estarán vacíos. El futuro queda confiado al mercado, si algunas multinacionales ven en ellos una buena inversión; el resto terminará en alguna rara institución pública particularmente visionaria (y rica) que los transformará en museo, y lo que no encuentre interés ni del sector público ni del privado simplemente desaparecerá. ¿Este es el único destino? Tal vez no.
La situación es grave tanto como sobrevalorada. No tiene mucho que ver, única o principalmente, con la suerte de los inmuebles y del patrimonio: el centro de la cuestión es teológico y espiritual, no económico – la economía, en la vida religiosa, se parece a la luz roja en la guantera del auto: es la primera en encenderse ante una ‘crisis’, pero se apaga arreglando el ‘motor’. En estos años tuve la oportunidad de acompañar diferentes realidades monásticas, todas en dificultad por falta de futuro, acentuada por la riqueza del pasado. Aparece la dificultad de imaginar escenarios realmente distintos de los conocidos hasta ahora (toda crisis profunda es crisis de la imaginación del futuro), sumado a la experiencia de una escucha no adecuada por parte de las instituciones diocesanas o vaticanas que, tal vez con buenas intenciones, responden a los gritos de ayuda con el código de derecho canónico y con los documentos para la vida monástica y consagrada, escritos claramente en y para un mundo que ya casi no existe; también porque en cierta parte de la iglesia sigue vivo y operativo el recuerdo de los tiempos en que los monasterios eran fuertes y poderosos. ¿Qué hacer entonces?
En los tiempos de cambio de época los pequeños ajustes al margen, o el gradualismo, no solo no funcionan sino que son el camino perfecto para chocarse contra un muro. Es necesaria una refundación radical y rápida de la vida monástica (y de la vida religiosa consagrada en general) masculina y femenina.
Sigamos un razonamiento lateral, una suerte de ejercicio alegórico. Imaginemos una empresa que a mitad del siglo XX empieza a construir centros de esquí en los Apeninos, primero en Romagna, después poco a poco en Toscana, en Marche, en Lazio, en Abruzzo, hasta construir un imperio. Hace algunos años llegó el cambio climático: cada vez menos nieve, cada vez más nieve artificial, más costos, menos beneficios, menos empleados calificados que se trasladen a los Alpes. Las crecientes pérdidas son el resultado de esta policrisis, que ya se ha convertido también en malestar laboral y en aumento de los conflictos. ¿Qué puede hacer esta empresa? Puede cerrar, obviamente; puede también intentar seguir adelante algunos años más, disparando nieve con los cañones, levantando las manos al cielo para que las temperaturas no sean demasiado altas. Pero también puede hacer otra cosa: puede decidir usar sus últimos recursos para intentar un cambio radical. Tener en cuenta que el clima del mundo ha cambiado, y que no va a volver; ganarle por lo tanto a la nostalgia de los buenos tiempos, dejar de maldecir el mundo malvado que ha causado el calentamiento global, y luego orientar el deseo hacia el futuro. Y luego, una linda mañana, empezar a transformar las instalaciones de esquí en una red de parques ecológicos, con programas de formación en bosques, con caminatas, bicis, mucho deporte y cultura ecológica, invirtiendo quizás en la formación de los niños y en los restaurantes y hoteles de impacto cero. Cierto, este empresario también se preguntará: ¿habrá un mercado?, ¿encontraré nuevos socios y personal de calidad?
La iglesia no es una empresa, lo sabemos. Tampoco los monasterios, incluso si, históricamente, desarrollaron funciones de respuesta a necesidades sociales y económicas, no solo espirituales – Vallombrosa en Toscana o Aderbode en Flandes eran en la Edad Media algo parecido al Harvard o al MIT de hoy: al entrar uno no quedaba atraído por lo sagrado (había muchísimo de eso afuera), sino por las bibliotecas, los scriptorium, las viñas, las farmacias.
El paso de los centros de esquí a los parques ecológicos, en el campo de la vida monástica significaría empezar a pensar que el carisma monástico se puede encarnar hoy en algo distinto al pasado, porque el ‘clima espiritual’ del mundo realmente cambió. Empezar a incluir en los monasterios a familias, jóvenes, personas de cualquier edad o estado civil, no como ‘huéspedes’ sino como habitantes comunes, para tratar de continuar de otra manera el carisma del monasticismo y por ende de hacerlo vivir. Para imaginar algo así sería necesaria una revolución copernicana. Antes que nada empezar a diferenciar el estado de vida (matrimonio, celibato) de la vocación monástica, por lo tanto, creer que el carisma monástico es superior respecto al celibato o a la consagración que hasta ahora lo han caracterizado. Hoy, la pareja monasticismo/celibato, que cuando nació en la Edad Media encontraba su sentido, resulta en muchos aspectos una herencia inadecuada para salvar la experiencia y el carisma del monasticismo. En los monasterios puede siempre haber personas célibes, pero el desafío está en superar esa asociación exclusiva entre el celibato y el monasticismo.
En realidad, si vamos más en profundidad, nos damos cuenta de que el desafío es aún más radical. Lo descubrimos si tratamos de responder esta pregunta: ¿por qué la esencia del monasticismo – comunidad, rezo, liturgia, trabajo, contemplación, Palabra – debe ser un monopolio de una élite de célibes y vírgenes? ¿Por qué no extender la herencia espiritual de San Benito, San Agustín, San Bruno, Santa Teresa de Ávila a familias, jóvenes y ancianos? Nuestro tiempo, que se parece mucho a aquel mundo romano en el que nació el primer monasticismo, tiene todas las condiciones para una nueva primavera del carisma monacal. Pero es necesaria una democratización del monasticismo. La comunidad, la contemplación y la mística pueden volverse experiencias populares, potencialmente abiertas a todas las condiciones de vida, porque forman parte del repertorio de base de cualquier persona. Podemos empezar entonces a imaginar antiguos y nuevos monasterios, donde al núcleo de célibes se suman, con igual dignidad y derecho, otras personas, diferentes pero iguales. Lugares plenos de humanidad, de niños, de vida en todos los sentidos. Y así superar, en el plano teológico y antropológico, la vieja idea de una superioridad ética y espiritual del celibato sobre los otros estados de vida. También porque, dicho sea de paso, la misma gran cuestión femenina en la iglesia católica no se resolverá mientras haya una jerarquía sagrada entre las diversas vocaciones y los ministerios. La llegada de personas diferentes unidas por la misma vocación monástica llevará inevitablemente a cambios en las formas de gobierno, en la práxis concreta y en las responsabilidades, y el desafío será la fidelidad creativa al enorme pasado junto a la apertura al espíritu que sopla en el presente. Ya existen nuevas comunidades monásticas que están ensayando algo parecido; pero ahora se trata de imaginar una reforma general del monasticismo tradicional que considere esos experimentos como una cosa común y no como excepciones marginales (vistas a menudo con recelo).
Un tema específico es el de los ancianos. Hoy hay, y habrá todavía más mañana, muchos ancianos con familia o solos (viudos, separados), que quisieran pasar sus años de envejecimiento activo en un ambiente comunitario y espiritual, como respuesta a una auténtica vocación – conozco a algunos. Pero no para vivir en residencias de ancianos, alojados en las instalaciones del monasterio, sino como miembros comunes y activos, que pueden pasar una, dos o más décadas de su madura existencia junto a todos los demás.
Estoy convencido de que el ‘mercado’, las ‘necesidades’ y los ‘trabajadores’ (vocaciones), están ahí, pero están todavía latentes, por lo tanto hay que descubrirlos y activarlos. Sin dudas hay una creciente demanda de espiritualidad en Europa, que, tristemente, encuentra casi siempre una oferta equivocada, por parte de sectas emocionales, meditaciones bricolaje o neo-chamanismo.
La gran tradición monástica todavía puede intentar un nuevo encuentro con el espíritu de nuestra época. Sería necesario ‘solo’ una nueva capacidad de arriesgar, un mayor pensamiento teológico, generosidad por parte de las órdenes monásticas, más deseo de futuro, muchísimas confianza en los seres humanos, un granito de mostaza de fe – todos ingredientes que el evangelio siempre ha tenido, y tiene todavía.