El árbol de la vida

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El árbol de la vida – El don del Génesis y un deseo: volver a soñar con Dios

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 03/08/2014

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Logo Albero della vita"‘Él les habló y ellos reían y lloraban a un tiempo. Todos extendieron las manos hacia él, que estaba en medio de ellos, y le besaron, mientras él les acariciaba. Así termina esta invención de Dios, la bella historia de José y sus hermanos.” (Thomas Mann, José y sus hermanos).

“¿Cuál es vuestro oficio?”, les preguntó Faraón a los hermanos de José. “Pastores de ovejas”, respondieron (47,3). La pregunta acerca del oficio es la primera de la vida adulta. Cuando no sabemos responder a esa primera pregunta, no sufre sólo nuestro puesto de trabajo, sino nuestro lugar en el mundo. El oficio es la sintaxis con la que componemos nuestro discurso social.

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Por eso, cuando a un joven no se le da un oficio (que antes que talento y esfuerzo es don, ya que el oficio se aprende de otro), le faltan palabras para hablar de sí a los demás y a uno mismo. La grave indigencia de puestos de trabajo de nuestro tiempo es también consecuencia de una profunda crisis de los oficios. Los oficios generados por la cultura artesana, marinera y campesina, la cultura de las profesiones, la fábrica y los oficios, se están contrayendo rápidamente. Muchos oficios ya han desaparecido y, en esta carestía de promesas y de sueños, no conseguimos crear otros nuevos en número suficiente.

Jacob “vivió en Egipto diecisiete años, siendo los días de Jacob, los años de su vida, ciento cuarenta y siete años” (47,28). Al sentir que se acercaba la muerte, Jacob-Israel repasó y resumió su larga vida: “El-Sadday se me apareció en Luz, en país cananeo; me bendijo y me dijo: ‘Mira, yo haré que seas fecundo y que te multipliques’. … Cuando yo venía de Paddán se me murió en el camino Raquel, en el país de los cananeos … Allí la sepulté, en el camino de Efratá, o sea Belén” (48,3-7). La vocación, la voz y Raquel. La Alianza, la promesa, las luchas, los abrazos y la fidelidad. Los habitantes de esta historia son las personas queridas, los lugares, Dios. Todos siempre presentes, todos siempre protagonistas. Cuando se tiene el don de vivir conscientemente los últimos y valiosos momentos de la vida (y es un verdadero don), vuelven a nosotros los rostros y reviven los lugares de los amores y de los dolores, de las buenas decisiones tomadas y de las citas a las que faltamos en las encrucijadas decisivas. No es raro que la última mirada a un rostro o a un lugar suponga la última reconciliación con la vida, donde arrancamos la última bendición al ángel de la muerte. Somos tiempo y espacio, que al final se confunden el uno en el otro: Raquel y Belén, El-Sadday y Luz, Paula y el colegio G. Leopardi donde nos conocimos. Todos ellos vuelven a la vida y dicen juntos nuestras últimas-primeras palabras.

Después Jacob puso las manos sobre la cabeza de sus nietos Manasés y Efraím y los bendijo con palabras de cielo (48,15-16). A continuación llamó a sus hijos y les dijo: “Apiñaos y oíd, hijos de Jacob” (49,1-2). Y así va pronunciando las últimas palabras para cada hijo, “bendiciendo a cada uno con su bendición correspondiente” (49,28), sin esconder los errores y las culpas (de Rubén, Leví y Simeón). Pero una vez más, la bendición más hermosa es la de José, que es como un salmo: “Un retoño es José, retoño junto a la fuente, cuyos vástagos trepan sobre el muro. Le molestan y acribillan, le asaltan los flecheros; pero es roto su arco violentamente … bendiciones de los cielos desde arriba, bendiciones del abismo que yace abajo, bendiciones de los pechos y del seno … ” (49,22-26). Como último deseo, pidió a sus hijos ser sepultado en la cueva de la Makpelá (49,31), comprada por Abraham a los hititas para Sara “como propiedad” (49,30), con un contrato en regla (50,13). Cuando acabó de hablar a sus hijos, Jacob “recogió sus piernas en el lecho, expiró y se reunió con los suyos” (49,33). Morirá en Egipto pero descansará en la tierra de Canaán.

En estos tiempos de enemistad con la muerte y, por lo tanto, con el límite, deberíamos releer muchas veces las bellas muertes de los patriarcas para sentirnos amados por ellas. La espléndida muerte de Jacob originó una nueva crisis en la fraternidad: “Vieron los hermanos de José que había muerto su padre y dijeron: ‘A ver si José nos guarda rencor y nos devuelve todo el daño que le hicimos’” (50,15). Aferrados por este temor, le enviaron a José un mensaje que contenía (probablemente) una mentira: “Tu padre encargó antes de su muerte: ‘Así diréis a José: Por favor, perdona el crimen de tus hermanos’” (50,16-17). Pero José “lloró mientras le hablaban”, y dijo una vez más: “Aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien”. “No temáis” (50,19-21). Y, como en el primer perdón, José usó las mejores palabras para cualquier reconciliación: “No vosotros, sino Dios”.

Cuando se trata de curar la fraternidad herida, como en el caso de José y sus hermanos, el perdón no consiste en olvidar el pasado sino en invertir en una nueva relación ‘resucitada’. El perdón de la víctima no es suficiente, es necesario que quien ha cometido el delito crea de verdad en el perdón recibido. Los hermanos, ante el primer perdón, tal vez pensaron: “¿Lo hará por nosotros o por nuestro padre?”. La muerte de Jacob hizo surgir la duda y condujo a una nueva crisis, una nueva mentira, un nuevo llanto y un nuevo perdón.

No es raro que la muerte de uno de los padres origine una crisis en la relación entre los hermanos y hermanas. No sólo por cuestiones de herencias o intereses. La muerte del último progenitor, aun cuando los hijos ya sean mayores, siempre es un paso decisivo en las relaciones entre hermanos y hermanas. La situación de orfandad que se produce es real, al igual que la sensación de que una raíz profunda se seca por dentro. El principio de unidad de la familia, que era también un ‘lugar’, la casa materna, lugar de reunión, fiesta y reconciliación, deja de existir o existe de una forma distinta, y hay que encontrar un lugar nuevo, renovado. Si la relación había conocido heridas profundas, a veces hay que volver a per-donar para donar al perdonado el espacio y el tiempo necesarios para acoger el perdón: “Así les consoló y les habló al corazón” (50,21). El perdón no es un acto, sino un proceso, en el que hay que perdonar dos, siete o setenta veces siete.

Después “José murió a la edad de ciento diez años; le embalsamaron y se le puso en un sarcófago en Egipto”. Así termina, tras veinticinco semanas, este comentario al libro del Génesis. A partir del próximo domingo nos espera el Éxodo, siguiendo la misma voz y la misma promesa.

Comenzamos esta aventura del alma, difícil y estupenda, buscando nuevas palabras para la economía. Hemos encontrado mucho más que eso. Viajando al ‘final de la noche’ hemos vislumbrado el árbol de la vida. Nos despertamos, llamados a la existencia, en el jardín de la creación y allí, asombrados por el ser, hablamos con Dios en la brisa de la mañana y asistimos al primer cruce entre dos miradas humanas, ‘ojos en los ojos’. Después, en los campos, fuimos testigos del primer fratricidio-homicidio y el olor de la sangre del primero hombre-hermano muerto llegó hasta nosotros. Vimos a Lamek asesinar a un niño. El tiempo se paró, todos morimos con Abel y con los niños muertos en todas las guerras del mundo y los que siguen muriendo hoy (ha sido doloroso comentar estos últimos capítulos mientras caían los misiles sobre la ‘tierra de Canaán’). Subimos a un arca construida por el único justo y nos salvamos, hombres, mujeres y animales. Después del diluvio, nos detuvimos en Babel: allí sentimos la tentación del comunitarismo, la superamos y nos pusimos en camino, dispersados y salvados a lo largo de la historia. Así llegamos a Ur de los Caldeos, donde encontramos a un arameo errante que partió creyendo en una voz distinta, más verdadera que la de los dioses de madera. Le dimos las gracias por haber creído también por nosotros y deseamos ser como él. Sonreímos por el hijo llegado en la vejez y después huimos al desierto, expulsados por Sara, junto con Agar e Ismael. Subimos con Abraham e Isaac al monte Moria; y sobre aquel monte, como en tantos otros lugares, perdimos y recobramos un hijo, pero sobre todo volvimos a escuchar la primera voz y a creer en su promesa. Nos enamoramos de Raquel a la orilla de un pozo y morimos con ella dando a luz a Benjamín. Vadeamos un torrente para regresar a casa del hermano engañado y allí fuimos atacados, combatidos, heridos y bendecidos, convirtiéndonos como Jacob, en Israel. Vimos el paraíso, soñamos con ángeles y con Dios, el sueño de los sueños. Al final, nos encontramos con José, en el fondo de un pozo-tumba del que resucitamos para llegar a Egipto y convertirnos en intérpretes de sueños. Allí, en compañía de Thomas Mann, volvimos a aprender la fraternidad, comprendimos que la tierra prometida es la tierra de todos y descubrimos la importancia de los sueños. Pero antes y por encima de eso hemos sido inundados, sumergidos, arrollados y amados por las bendiciones, que han superado a las muchas ambigüedades y maldades que también hemos encontrado, sintiéndolas vivas en nuestras carnes. Bendiciones que nos han dicho, mil veces y en mil modos distintos, que la última palabra sobre el mundo y sobre el hombre no es la de Caín, aunque sea la que más se escuche en la tierra, ayer, hoy y tal vez también mañana. El Génesis nos ha dado oídos para escuchar otras voces, menos ruidosas pero más auténticas. Tratar de captarlas en el estruendo de la historia es nuestra primera tarea si queremos seguir siendo humanos, seres espirituales capaces de infinito. Pero sobre todo nos ha dejado dentro una pregunta que es también un compromiso, un grito y un deseo: ¿cuándo volveremos a soñar de nuevo con Dios?

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El árbol de la vida – El don del Génesis y un deseo: volver a soñar con Dios

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 03/08/2014

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“¿Cuál es vuestro oficio?”, les preguntó Faraón a los hermanos de José. “Pastores de ovejas”, respondieron (47,3). La pregunta acerca del oficio es la primera de la vida adulta. Cuando no sabemos responder a esa primera pregunta, no sufre sólo nuestro puesto de trabajo, sino nuestro lugar en el mundo. El oficio es la sintaxis con la que componemos nuestro discurso social.

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Al final de la noche y más allá

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El árbol de la vida – Todo padre se hace de nuevo hijo para recuperar al hijo

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 27/07/2014

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Logo Albero della vita"‘¿Quién es ese hombre de mediana corpulencia, vestido con la elegancia de este mundo?’, preguntó Jacob ….‘Papá, es tu hijo José’, respondió Judá. … Con dolor y con amor miró larga e intensamente el rostro del egipcio y no lo reconoció. Pero los ojos de José, debido a tan larga mirada, se llenaron de lágrimas que le caían por las mejillas; y cuando lo negro de los ojos se ablandó completamente por el llanto, entonces aparecieron los ojos de Raquel” (Thomas Mann, José y sus hermanos).

El mejor punto para observar la existencia es el último. El sentido pleno y más auténtico de toda una vida se revela al final, cuando la vocación se cumple y el diseño se desvela. La vejez, para cuantos tienen el don de llegar a ella, es una etapa decisiva de la vida, porque allí es donde entendemos, a la luz luminosa del ocaso, la trama de nuestro relato.

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Y así puede ocurrir que, cuando la vida natural parece aproximarse a su fin, la vida espiritual conozca una nueva y decisiva primavera (hay muchas primaveras en los otoños de la vida, pero no siempre tenemos ojos para reconocerlas, incluso viviendo a su lado). Y el camino vuelve a empezar, la aventura del alma vuelve a ponerse en marcha con el mismo entusiasmo de la primera juventud. Eso es lo que ocurrió en la vida de los patriarcas y en la vida de Jacob, que, ya viejo, se puso en camino hacia Egipto, siguiendo la misma voz que le había llamado de joven en Betel.

Tras reconciliarse con sus hermanos, José los envía a Canaán para que traigan a Egipto a Jacob y a todo el clan familiar, “pues la carestía durará cinco años más” (45,11). A cada uno de ellos le da una “muda”. A Benjamín, el hermano nacido de la misma madre, Raquel, le da “trescientas piezas de plata y cinco mudas” (45,22).

La colorida vestidura real de mangas largas, regalo de su padre Jacob (37,3), fue motivo central de conflicto entre el joven José y sus hermanos. La ropa que le quitaron antes de arrojarlo al pozo en el desierto (37,23) y entregaron después a su padre manchada con la sangre de un cabrito degollado (37,31), se convierte ahora en el regalo de José a sus hermanos. Todos reciben una vestidura nueva. Once vestiduras inmaculadas ocupan el lugar de la túnica manchada por la envidia. Donde un día abundó la culpa, ahora sobreabunda la charis.

“José sigue vivo” (45,26), le anuncian los hijos a Jacob-Israel. A diferencia de ellos, Jacob (tal vez con Benjamín y las mujeres) estaba convencido de que aquella sangre era la de José, muerto por una fiera. Durante muchos años había vivido con aquel dolor en el corazón. Después de la inicial incredulidad ante la noticia de la ‘resurrección’ del hijo (“pero él se quedó impasible”, 46,26), Jacob-Israel exclama: “¡José, mi hijo, está vivo! Iré y le veré antes de morir” (45,28).

Quiere ir, pero antes de salir debe hacer algo importante: “Israel levantó las tiendas con todas sus pertenencias y llegó a Berseba, donde hizo sacrificios al Dios de su padre Isaac” (46,1). Jacob deja Hebrón, la tierra de la promesa, y se dirige a la casa donde vivieron como emigrantes su padre Isaac y su madre Rebeca, en el desierto de Berseba, a donde huyó Agar, la sierva madre de Ismael. Allí, durante una carestía, Isaac se encontró con YWHW en uno de los momentos decisivos de su vida. Allí le habló, le anunció la promesa y le dijo: “No bajes a Egipto; habita la tierra que yo te mostraré” (26,2). Ahora, por otra carestía, Jacob está a punto de dejar la tierra de Canaán para ir precisamente al mismo Egipto que el Señor prohibió a Isaac. A su padre se le negó Egipto porque la tierra prometida por YHWH era otra: la tierra de Canaán, la que ahora habitaba Jacob. La primera voz, que le habló a Isaac para prometerle una tierra distinta de Egipto, no podía tener la misma fuerza que la voz de su corazón de padre, que quería volver a ver al hijo que creía muerto desde hacía años. En el humanismo bíblico, las voces no son todas iguales y la salvación está en reconocer y seguir la voz más verdadera, que no es la más cómoda ni la de los falsos profetas o la de los dioses de madera, ni tampoco simplemente la voz del corazón. Por eso Jacob vuelve a la tierra de Isaac (en el mundo de la Biblia también los lugares tienen una vocación), para comprender, para rezar, para escuchar, para discernir las voces y para elegir. También en esta ocasión “Dios dijo a Israel en visión nocturna: ‘¡Jacob, Jacob!’. ‘Heme aquí’, respondió. ‘Yo soy Dios, el Dios de tu padre; no temas bajar a Egipto … José te cerrará los ojos” (46,2-4). Solo ahora Jacob sabe que la voz que le habla y vuelve a llamarle (“¡Jacob, Jacob!”) es la del Dios de su padre, la de YHWH; y si es la misma voz la que le manda ir al Egipto prohibido a Isaac, entonces puede y debe partir.

Para escuchar de nuevo la voz y entender, Jacob no vuelve a Betel, donde recibió su primera vocación y donde vio los ángeles y el paraíso (28,13-22). Vuelve, por el contrario, a la tierra de sus padres, quiere escuchar al mismo Dios de Isaac, en el lugar del padre y de la madre. Quiere escuchar su nombre pronunciado por la misma voz verdadera, la que nunca le ha engañado, la de la Alianza y la promesa.

Muchas veces aquellos que tratan de vivir en la verdad, antes de realizar una elección importante y decisiva, vuelven a casa de sus ‘padres’, a su tierra y a sus lugares. Sobre todo vuelven cuando van a tomar una decisión que va en dirección contraria a la que ha constituido la primera alianza, la promesa, la vocación. Vuelven a la casa madre a buscar señales, esperando volver a escuchar una voz más profunda, para tener certezas más auténticas, para reencontrar el sentido de la vida, la vocación y la promesa. Para sentirse llamados por su nombre.

La empresa familiar atravesaba un largo periodo de dificultades. Llegó la oferta de compra de una multinacional por una suma importante. ‘¿Debo vender la empresa que fundó mi abuelo y que luego se convirtió en la vida de mis padres, en la gran historia de la familia, en la más hermosa historia que nos hemos contado? ¿Debo ser yo quien escriba la última palabra de esta historia?’. El plazo se acaba, las noches se hacen difíciles y largas. Luis siente deseos de volver a la primera nave, ahora en desuso, donde todavía sigue viva parte de una historia hecha de relaciones, palabras, dolores, corazón y carne. La nave donde aprendió el oficio de su padre. Desde allí se dirige a la granja del abuelo, en cuyo taller aprendió a trabajar la madera, y donde escuchó los gloriosos relatos de los primeros tiempos de la fundación de la empresa, de la emigración a América, de la guerra, la carestía, el hambre, el frente y la muerte siempre tremenda y siempre viva de los hijos. Y en ese silencio ‘habitado’ trata de captar las antiguas voces y reconocer entre ellas la voz de la juventud, cuando todo era claro y diáfano, la voz que le hizo renunciar a un puesto fijo para continuar esa historia.
Quiere entender si la voz que ahora parece decirle ‘vende’ es la misma buena voz que un día le dijo ‘quédate’. Se trata de verdaderas peregrinaciones en las que buscamos, tal vez sin ser conscientes, la bendición de los padres para las decisiones difíciles de hoy. Tal vez deberíamos hacer más peregrinaciones y acordarnos de mendigar la bendición, sobre todo cuando las voces buenas ya no nos hablan en nuestras casas, en estos tiempos de reforma de los pactos sociales, en estos siete años de vacas flacas (2008-2015).

Jacob, en la casa de sus padres, vuelve a escuchar la misma voz, entiende que tiene que partir y se pone en marcha. Sus ojos se cerrarán en Egipto y no en la tierra de Canaán. Ya viejo (“Ciento treinta son los años de mis andanzas”, le dirá al Faraón (47,9) que fue llamado a dejar la tierra de la promesa y a ponerse de nuevo en camino hacia una tierra extranjera (47,4), para morir allí exiliado. El ‘’ de la vejez es decisivo, tan decisivo como el primero, porque es el cumplimiento de su vocación.

Era necesario llegar hasta el final de la historia de Jacob para descubrir uno de los tesoros más valiosos de toda la Biblia: la tierra prometida no consiste en ocupar un territorio sino en seguir una voz. Y así toda tierra, incluso la tierra prometida, es tierra extranjera, porque la tierra es un regalo que se habita provisionalmente, no se posee. Todo hombre que sigue una ‘voz’ es un extranjero toda su vida y en cualquier tierra. La casa de la humanidad es la tienda del nómada.

“Llegaron al país de Gosen. José enganchó su carroza y subió a Gosen, al encuentro de su padre Israel; y viéndole se echó a su cuello y estuvo llorando sobre su cuello. Y dijo Israel a José: ‘Ahora ya puedo morir, después de haber visto tu rostro’” (46,29-30).

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El árbol de la vida – Todo padre se hace de nuevo hijo para recuperar al hijo

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 27/07/2014

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Logo Albero della vita"‘¿Quién es ese hombre de mediana corpulencia, vestido con la elegancia de este mundo?’, preguntó Jacob ….‘Papá, es tu hijo José’, respondió Judá. … Con dolor y con amor miró larga e intensamente el rostro del egipcio y no lo reconoció. Pero los ojos de José, debido a tan larga mirada, se llenaron de lágrimas que le caían por las mejillas; y cuando lo negro de los ojos se ablandó completamente por el llanto, entonces aparecieron los ojos de Raquel” (Thomas Mann, José y sus hermanos).

El mejor punto para observar la existencia es el último. El sentido pleno y más auténtico de toda una vida se revela al final, cuando la vocación se cumple y el diseño se desvela. La vejez, para cuantos tienen el don de llegar a ella, es una etapa decisiva de la vida, porque allí es donde entendemos, a la luz luminosa del ocaso, la trama de nuestro relato.

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Mendigos de bendiciones

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El árbol de la vida – José y el milagro de la reconciliación-resurrección

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 20/07/2014

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Logo Albero della vita‘Soy yo. Soy yo, vuestro hermano José’. ‘¡Ciertamente es él!’ gritó Benjamín, casi sin poder respirar de alegría. Echando a correr escaleras arriba, cayó de rodillas y con vehemencia abrazó las piernas del hermano Reencontrado. ‘Yashub, Joseph-el, Jehosiph’, sollozaba al verle con la cabeza levantada. ‘Eres tú, eres tú, sí, naturalmente, eres tú. No has muerto.” (Thomas Mann, José y sus hermanos).

Seguir el desarrollo y el cumplimiento de una vocación es una de las experiencias humanas más sorprendentes. Es un don especialmente valioso en tiempos de carestía de ‘voces’ y de sueños, cuando se siente con más fuerza el deseo de gratuidad y la nostalgia de esas historias de pura charis que sólo aquellos que reciben una vocación pueden vivir y hacernos vivir.

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Toda vocación verdadera, ya sea artística, religiosa o civil, es un bien público, como una fuente, un bosque, un océano, e incluso más, porque la presencia de vocaciones que alcanzan su madurez hace de la tierra de todos un lugar mejor para vivir, morir y tener y criar niños. La Biblia es también un cofre donde se han guardado durante milenios muchas grandes historias de vocaciones. Guardadas sólo para nosotros. Para que podamos revivirlas, encarnarlas y convertirlas en nuestras historias, mejorando así nuestra vida y la de todos.

José recibió el anuncio de su vocación en un sueño, cuando, siendo niño en Canaán, vio su gavilla erguida en medio del campo y las otras once gavillas (sus hermanos) inclinadas ante él (37,7). Sólo después de muchos años y de mucho dolor, José, y nosotros con él, consigue interpretar verdaderamente sus sueños de muchacho. A veces hace falta toda una vida y grandes sufrimientos para descifrar nuestros sueños y los de los demás, y para comprender que los talentos de un hermano (de un compañero, de un miembro de nuestra comunidad…), que al principio nos parecían una amenaza, eran, en cambio, la salvación para todos.

“Yo soy José. ¿Vive aún mi padre? … yo soy vuestro hermano José, a quien vendisteis a los egipcios” (45,3-5). El culmen del ciclo de José se concentra en unos pocos, pero estupendos y muy humanos versos. Hasta este llanto-grito, José era hermano porque era hijo del mismo padre. Ahora recupera su condición de hermano por haber engendrado en el dolor-amor un nuevo vínculo de fraternidad. La fraternidad sólo de sangre nunca ha salvado a nadie. Muchas veces ha sido causa de injusticias, privilegios, discriminaciones y violencia. La primera fraternidad natural de José murió junto con el cabritillo con cuya sangre tiñeron los hermanos su túnica real para simular su muerte ante Jacob (37,31). Ahora, después de años en Egipto, José y sus hermanos renacen a una nueva fraternidad, que resurge de la muerte de la fraternidad de la sangre.

En aquel llanto, junto a la palabra ‘hermano’ encontramos también la palabra ‘padre’: ‘¿Vive aún mi padre?’ Fraternidad y paternidad. En todo el ciclo de José, que es un gran relato sobre la fraternidad, el padre Jacob y la madre Raquel no están ausentes. Su presencia es constante, son co-protagonistas esenciales de la historia, aunque en un segundo plano, para dejar espacio al desarrollo de la metamorfosis de la fraternidad entre los hijos.

La fraternidad bíblica, a diferencia de la de la revolución francesa, no es una fraternidad sin paternidad o contra ella. La paternidad-maternidad nos habla de una historia y un destino común, es la raíz y la cuerda (fides) que nos liga unos a otros a través del tiempo. A diferencia de los grandes mitos griegos sobre la paternidad (negada en Edipo o esperada desde el mar en Telémaco), la paternidad bíblica está al servicio de la fraternidad, porque es memoria de la Alianza y prenda del cumplimiento de la Promesa. La paternidad-maternidad es también el lugar donde se recompone la fraternidad: Isaac e Ismael se reencuentran en la cabecera de Abraham; Esaú y Jacob en la de Isaac. El Génesis nos dice que sólo es posible la reconciliación verdadera dentro de un pacto, creyendo juntos de nuevo en la misma promesa, en un camino común. Esta reconciliación se produce en Egipto, lejos de casa, pero bajo el signo de un padre, aunque lejano y con poca notoriedad.

“Y echándose al cuello de su hermano Benjamín, lloró; también Benjamín lloraba sobre el cuello de José. Luego besó a todos sus hermanos, llorando sobre ellos; después de lo cual sus hermanos estuvieron conversando con él” (45,14-15). Cuando José estaba con ellos en Canaán, los hermanos “no podían ni siquiera saludarle” (37,4). Ahora los hermanos le hablan con una actitud nueva y más hermosa. La señal más elocuente de que una relación se ha roto es cuando se deja de hablar. Hay pocas experiencias peores que las de unos compañeros de trabajo o unos vecinos que no se hablen, no por no conocerse, sino porque a causa de algún conflicto, han dejado de hablarse. Cuando la palabra, que es el pan de cada día de nuestras relaciones, desaparece, con ella termina la vida buena, la alegría y muchas veces también la empresa. Cuando no nos hablamos con los compañeros o no lo hacemos serenamente, por la mañana nos levantamos mal, las horas de trabajo no pasan nunca y a veces hasta enfermamos. Los silencios relacionales son siempre muy tristes, pero son aún más tristes e inhumanos cuando dejamos de hablarnos con los hermanos, que comparten el mismo techo. En ese caso, la palabra que se apaga no nos quita sólo la alegría, sino que nos ‘mata’, arrancando la bendición de nuestras obras y haciendo que nuestros hijos se críen mal (el primer acto de amor con un hijo es intentar darle relaciones primarias reconstruidas). Cuando, tras años de silencios equivocados y tremendos, volvemos a hablarnos con serenidad (gracias a Dios, eso sigue ocurriendo, porque el mundo es amado, aunque lo olvide), casi siempre las primeras palabras son lágrimas y besos mudos de paz (‘besó a todos sus hermanos, llorando sobre ellos’). Estas son las primeras palabras que conseguimos decir, sobre todo cuando somos nosotros quienes necesitamos ser perdonados: “Pero sus hermanos no podían contestarle” (45,3).

Si leemos bien entre las líneas de esta reconciliación, descubriremos una nueva dimensión de la vocación de José, que se convierte en fundamental para la nueva fraternidad. José, antes de desvelarse, primero había soñado, después había contado sus sueños y finalmente se había convertido en intérprete de los sueños de los demás. Ahora, para reconstruir la relación con sus hermanos, José ya no interpreta los sueños, sino que se convierte en intérprete de una historia, la de su fraternidad negada y reconstruida. Ahora su don es el ofrecimiento de una interpretación salvadora de hechos reales del pasado. No acusa, no reivindica, no condena, sino que pronuncia las únicas palabras capaces de reconciliar: “No os pese mal, ni os de enojo el haberme vendido acá, pues para salvar vidas me envió Dios delante de vosotros”. Y concluye: “No fuisteis vosotros los que me enviasteis acá, sino Dios” (45,5-8).

Estamos ante una obra maestra del arte de la reconciliación tras heridas profundas. José, la víctima, carga sobre sí el mal que los hermanos le causaron a él y a su padre y hace su interpretación más hermosa, la única capaz de curar y reconciliar: ‘No fuisteis vosotros, sino Dios’. Para curar la fraternidad traicionada no existen otras palabras. Hacen falta palabras que vean el pasado de otra forma y lo amen y lo salven. Para curar en profundidad una gran traición, debemos encontrar a toda costa una lectura de los hechos que muestre el bien que surge del mal. Estas lecturas de las víctimas (sólo las víctimas las pueden hacer) no son sencillas ni indoloras, porque deben ser auténticas y no inventadas. Hace falta mucho esfuerzo-amor para encontrar una verdad de bien más auténtica que la que aparece a primera vista. Sin estas interpretaciones transformadoras, que tienen la fuerza de resucitar relaciones muertas, las reconciliaciones son frágiles y a la primera crisis se convierten en reivindicaciones, acusaciones recíprocas y sentimientos de culpa. Y la vieja herida vuelve a sangrar. ‘Tu egoísmo ha causado muchas pérdidas a nuestra empresa, o enormes sufrimientos a nuestra familia. Pero estos años nos han hecho madurar a todos, y gracias a ese dolor ahora podemos comenzar una nueva vida, aún más bella’. El mal causado sigue siendo mal (‘… vuestro hermano, a quien vendisteis a los egipcios’), pero la posibilidad de volver a empezar de verdad depende de la interpretación de los frutos de vida también del mal causado y sufrido. También los momentos moralmente más altos de la historia de los pueblos son fruto de una lectura distinta de los fratricidios pasados, para resucitarlos en un presente de fraternidad. Lo hemos hecho, así que lo podemos y lo sabemos hacer. Estas interpretaciones difíciles del pasado son experiencias colectivas, pero no acontecen sin la presencia de al menos un “José” y de una o varias personas-víctimas concretas y grandes, capaces de pronunciar palabras distintas.

La palabra crea y es eficaz. Este es uno de los grandes mensajes del Génesis. La historia de José nos dice algo nuevo: la palabra es capaz de recrear también nuestras relaciones rotas, de resucitarlas de la tumba-pozo a donde sigue arrojándolas nuestra maldad. Con la palabra es posible curar nuestras fraternidades heridas, dando interpretaciones de historias que las resuciten. Es la posibilidad de otra fraternidad, más profunda y universal que la de la sangre, el regalo más grande que José nos sigue haciendo. Si la Biblia ha querido poner en el corazón de la historia de la Alianza y de la Promesa una fraternidad muerta y resucitada, entonces el milagro del fratricidio transformado en nueva fraternidad es posible y forma parte del repertorio humano. Y puede repetirse en cualquier lugar y cualquier día, también hoy.

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El árbol de la vida – José y el milagro de la reconciliación-resurrección

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 20/07/2014

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Seguir el desarrollo y el cumplimiento de una vocación es una de las experiencias humanas más sorprendentes. Es un don especialmente valioso en tiempos de carestía de ‘voces’ y de sueños, cuando se siente con más fuerza el deseo de gratuidad y la nostalgia de esas historias de pura charis que sólo aquellos que reciben una vocación pueden vivir y hacernos vivir.

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Hermanos, nunca sin el Padre

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El árbol de la vida – José y el perdón, que nunca consiste sólo en olvidar

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 13/07/2014

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Logo Albero della vita“Acepta mi ofrecimiento. Tómame a mí, y no a él, como siervo tuyo: … yo quiero expiar, expiar por todos. Aquí, ante ti, hombre extraño, aferro el juramento que hicimos los hermanos, el horrible juramento con el que nos ligamos; lo tomo con las dos manos y lo hago pedazos sobre mi rodilla. Nuestro undécimo hermano, el cordero del padre, el primogénito de la Justa, no fue destrozado por una bestia, sino que nosotros, sus hermanos, lo vendimos al mundo” (Thomas Mann, José y sus hermanos).

Para curar las heridas profundas de las relaciones primarias de nuestra vida (la fraternidad), el tiempo es imprescindible. Para reconciliarnos de verdad, hace falta que el dolor-amor penetre hasta la médula de la relación estropeada, sea absorbido y lentamente la cure. Y sobre todo hacen falta hechos que digan, con el lenguaje del comportamiento, que verdaderamente queremos volver a empezar.

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La segunda parte del ciclo de José es una espléndida lección sobre el proceso de recomposición de la fraternidad negada, sobre todo en aquellos casos de fraternidad rota en los que existe una víctima inocente, que consigue, tras un largo y doloroso camino, llegar al perdón y a la reconciliación. Pasados los primeros siete años de abundancia ("de vacas gordas"), vino una durísima carestía, "pero en todo Egipto había pan" (Génesis 41,54). La carestía llegó también a Canaán. Jacob-Israel "vio que se repartía grano en Egipto" (42,1), y envió a sus hijos a la tierra del Nilo. Los hijos partieron, a excepción de Benjamín, el último hijo suyo y de Raquel, a quien Jacob retuvo consigo. Se decía: "no vaya a sucederle alguna desgracia" (42,4), como le había ocurrido años antes a José, quien ahora les esperaba convertido en “visir” de Egipto (41,40). No es raro que las “carestías” nos lleven a reconciliarnos tras años de conflicto. José, todavía adolescente, fue vendido como esclavo por los mismos hermanos a los que salva ahora, de adulto, alimentándolos con su grano.

Con la llegada de los hermanos de José a Egipto comienza una obra maestra de la narrativa bíblica. José reconoce inmediatamente a sus hermanos, pero "ellos no le reconocieron" (42,8). El Génesis no nos dice mucho acerca de las emociones que experimentó José en aquel encuentro. Sólo nos dice que "él no se dio a conocer", que "les habló con dureza" (42,7), y que "se acordó de los sueños que había soñado respecto a ellos" (42,9). Les acusa de ser espías y los mete en la cárcel. Como precio por su libertad, les pide que vuelvan a casa y le traigan al "hermano pequeño" (42,15), Benjamín. Mientras tanto, retiene a uno de ellos (Simeón) como prenda de su regreso (42,24). Los nueve hermanos salen hacia Canaán y José orquesta una primera prueba para comprobar si el corazón de sus hermanos ha cambiado efectivamente. Junto al grano, manda meter en sus sacos (sin que ellos lo sepan) el dinero con el que habían pagado el grano (42,25). Cuando abran los sacos ¿se quedarán con el dinero y no volverán a liberar a Simeón (lo venderán por dinero, como habían hecho con él), o por el contrario, volverán a rescatarle? “¿Cuál es el verdadero motivo por el que me vendieron mis hermanos a los mercaderes?’, se habrá preguntado José en sus años egipcios. ¿Sólo por veinte siclos de plata? Y ahora ¿harán lo mismo con otro hermano? ¿O habrán cambiado de verdad?”

En muchos de los grandes conflictos entre “hermanos”, antes o después, surge la pregunta: ¿De verdad lo habrán hecho por dinero? ¿Por la herencia? ¿Por la casa? ¿Habremos sido capaces de hacernos daño por tan poca cosa, rompiendo el vínculo de nuestra fraternidad y “matando” a nuestros padres? ¿Todo este dolor sólo por veinte denarios?

Los hermanos encuentran el dinero en los sacos (42,28), pero, tras convencer a duras penas a su padre Jacob (43,6-12), vuelven a Egipto llevando con ellos a Benjamín, junto con el dinero encontrado en los sacos para devolverlo, y muchos regalos. José entonces cambia de actitud, les invita a comer (43,41) y, al ver a Benajmín, "José tuvo que darse prisa, porque le daban ganas de llorar de emoción por su hermano, y entrando en el cuarto lloró allí " (43,30).

José aún no se ha descubierto como hermano, porque el proceso de recomposición de la fraternidad no ha terminado todavía. Por eso hay un nuevo golpe de escena: José ordena a su asistente que meta a escondidas un vaso sagrado en la talega de Benjamín (44,2). Los once hermanos parten hacia casa, pero el asistente les alcanza y les acusa de haber robado la copa. Ellos lo niegan y, seguros de su inocencia, afirman: "Aquel a quien se le encuentre [la copa], que muera" (44,9). Pero cuando la copa aparece en el saco de Benjamín, "ellos se rasgaron las vestiduras". Transidos de dolor vuelven a José, donde tiene lugar la segunda prueba del arrepentimiento y de la conversión, que toca el corazón de la relación de fraternidad.

Judá, que había ideado la venta de José, le dice a su hermano: "Permite que me quede yo en vez del muchacho como esclavo, y suba el muchacho con sus hermanos" (44,33). Los hermanos ya han dado prueba de que no quieren cambiar a Simeón por dinero y ahora Judá muestra su corazón nuevo ofreciéndose a cambio de Benjamín.

Después de ciertas heridas, para poder volver a empezar de verdad no bastan las palabras, tampoco en la cultura bíblica basada en la Palabra. José habría podido interrogar a sus hermanos y comprobar así su arrepentimiento. En cambio, quiso ver sus hechos a escondidas. Después de una traición conyugal, de un gran engaño de un hermano o de un socio, las palabras “discúlpame” o “perdona” no bastan. Son necesarias pero no suficientes. Hacen falta hechos, comportamientos, expiaciones, penitencias. No se trata de venganza ni de represalia, sino de todo lo contrario: es amor. Si has traicionado intencionadamente nuestro pacto matrimonial, si de verdad queremos invertir en nuestra familia y volver a empezar, no bastan las palabras ni un regalo, ni una cena. Es necesario que tú me demuestres con hechos “costosos” e inequívocos que de verdad quieres volver a empezar, que de verdad quieres creer de nuevo en nuestra relación, que quieres que curemos juntos la herida que le has causado a nuestra relación. El perdón bíblico es el per-don que resucita, no un “olvido” del pasado, sino un recuerdo doloroso para reconstruir un nuevo futuro. Es perdón que tiende a la reconciliación.

Cada familia, cada fraternidad y cada comunidad saben cuáles son los actos concretos que se necesitan, pues sin esos actos la reconciliación no se da o es demasiado frágil. Las relaciones son realidades “encarnadas”, no son sólo sentimientos o buenas intenciones. Nuestras relaciones son “terceros” que están delante de nosotros. Están vivas como nosotros y con nosotros. Como nuestros hijos, toman nuestra “carne”. Cuando una relación es negada o traicionada, su carne resulta herida, la misma carne que hay que curar con tiempo y con hechos. Esta es una gran enseñanza del humanismo bíblico, que nos revela la lógica del sacramento de la penitencia (no se puede entender ningún “sacramento” sin tener una idea “encarnada” de las relaciones y de la vida), y que ha permitido que un día una relación (el Espíritu) pudiera ser llamada Persona.

José nos sugiere, además, que, después de grandes traiciones, muchas reconciliaciones no son duraderas porque les falta tiempo para recorrer un camino de reconciliación, entre otras cosas porque estos caminos cuestan mucho a todos (José llora muchas veces en estos capítulos). La virtud de la fortaleza se les pide sobre todo a aquellos que deben aceptar el arrepentimiento y perdonar. La gran tentación es la de pararse demasiado pronto (tal vez por piedad) y no dejar que el tiempo cure la relación llegando hasta el fondo de la herida. Cuando sabemos resistir, los sentimientos de todos se purifican (también los de José). El perdón de los inocentes es una de las pocas acciones que hacen que el Cielo se conmueva. Sólo vivimos en la historia y todos los acontecimientos cruciales de nuestra vida tienen una necesidad esencial de tiempo: volver a Canaán, nueve meses en un útero, tres días en un sepulcro.

Para terminar, en este fresco de reconciliación, el dinero tiene un papel especial. El dinero introducido en los sacos y devuelto no es sólo una prueba de arrepentimiento y de conversión. José, en efecto, vuelve a poner dinero en los sacos también en el segundo viaje (44,1), cuando sus hermanos ya habían superado la primera prueba “económica”. Esta devolución del dinero puede esconder un tesoro. Cuando los novios se dejan (o se dejaban) se devuelven los regalos, porque a falta de amor esos objetos pasan de ser “bienes” a ser “males”. La historia de José nos dice que cuando se niega la fraternidad, se debe devolver también el dinero de los contratos. El precio que pagamos a los abogados por luchar por una herencia o por un conflicto en las empresas familiares, no produce ningún bien. El dinero es siempre una mala moneda para curar las relaciones, pero es pésima en el caso de la fraternidad. Sin un nuevo pacto de reconciliación, no hay contrato que pueda saciar nuestra hambre de grano en las carestías de la fraternidad: "Volverán a sentarse a mi sombra; harán crecer el trigo, florecerán como la vid, su renombre será como el del vino del Líbano" (Oseas, 14,8).

 

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El árbol de la vida – José y el perdón, que nunca consiste sólo en olvidar

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 13/07/2014

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Logo Albero della vita“Acepta mi ofrecimiento. Tómame a mí, y no a él, como siervo tuyo: … yo quiero expiar, expiar por todos. Aquí, ante ti, hombre extraño, aferro el juramento que hicimos los hermanos, el horrible juramento con el que nos ligamos; lo tomo con las dos manos y lo hago pedazos sobre mi rodilla. Nuestro undécimo hermano, el cordero del padre, el primogénito de la Justa, no fue destrozado por una bestia, sino que nosotros, sus hermanos, lo vendimos al mundo” (Thomas Mann, José y sus hermanos).

Para curar las heridas profundas de las relaciones primarias de nuestra vida (la fraternidad), el tiempo es imprescindible. Para reconciliarnos de verdad, hace falta que el dolor-amor penetre hasta la médula de la relación estropeada, sea absorbido y lentamente la cure. Y sobre todo hacen falta hechos que digan, con el lenguaje del comportamiento, que verdaderamente queremos volver a empezar.

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La fraternidad no se compra

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El árbol de la vida – José, verdadero "intérprete" de sueños, expresa (y da) la realidad

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 06/07/2014

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Logo Albero della vita"Dios pronosticará algo bueno también a Faraón”. “Tú hablas de Dios”, inquirió Amenhotep. “Lo haces a menudo. ¿A qué Dios te refieres? Puesto que eres de Zahi y de Amu, supongo que te referirás al toro del campo, al que en oriente llaman Baal, el Señor”. José sonrió levemente y negó con la cabeza. “Mis antepasados, los soñadores de Dios”, dijo, “estipularon un pacto con otro Señor”. “Entonces sólo puede tratarse de Adonai, el Prometido”, dijo el rey rápidamente, “por quien el flautista se lamenta en los barrancos, el dios que resurge” (Thomas Mann, José y sus hermanos)

Las carestías son múltiples y diversas. Nuestro tiempo está atravesando la mayor carestía de sueños que la historia humana haya conocido nunca. [fulltext] => La carestía de sueños que produce este capitalismo individualista y solitario es una forma muy grave de pobreza. La falta de pan no hace desaparecer el hambre, pero cuando nos privamos de los sueños terminamos por no percibir siquiera su ausencia. Nos acostumbramos a un mundo empobrecido, en el que las mercancías apagan los deseos. Y nos hacemos tan pobres que ni siquiera llegamos a percibir que se trata de una pobreza. ¿Cómo es posible soñar con ángeles, con el paraíso o con los grandes ríos de Egipto, si nos dormimos delante de un televisor? Para tener sueños grandes hay que dormirse con una oración en los labios o despertarse con el libro de poemas que ha velado nuestro sueño, abierto sobre el pecho.

 El joven José se encontró, inocente, en la cárcel, arrojado de nuevo al fondo de un ‘pozo’ (40,15). Pero esa cárcel se convirtió también en el lugar del pleno florecimiento de su vocación, anunciada en los sueños proféticos que tenía de niño. Los primeros sueños le llevaron a Egipto como esclavo. Los sueños que interpretará en la tierra del Nilo serán el camino para la realización de sus grandes sueños juveniles y para el encuentro con sus hermanos-vendedores y con su padre. En la cárcel es donde comienza una nueva etapa de la vida de José, decisiva para él mismo y para su pueblo (no es raro que una ‘cárcel’ se convierta en lugar de comienzo de una vida nueva). En ese ‘pozo’, José pasa de ser contador de sus propios sueños a ser intérprete de los sueños ajenos. De muchacho contaba sus sueños, pero no los interpretaba. El dolor por haber sido odiado y vendido por sus hermanos, la esclavitud y finalmente la cárcel, le hacen madurar y le revelan quién es. En el crisol del sufrimiento y la injusticia descubre su vocación y se convierte en servidor de los sueños de los demás.

En aquella cárcel se encontraron con él dos altos oficiales de la corte: el escanciador y el panadero del faraón (40,1). Estos “soñaron sendos sueños en una misma noche, cada cual con su sentido propio” (40,5). Por la mañana “José vino a ellos y los encontró preocupados”, y les preguntó: “¿Por qué tenéis hoy mala cara?”. Le respondieron: “Hemos soñado un sueño y no hay quien lo interprete” (40,7-8). Ambos funcionarios contaron su sueño a José y él se lo interpretó. Sólo quien ha soñado y ha tenido la valentía de contar sus sueños puede convertirse en hermeneuta de los sueños ajenos. Por una ley de la paradoja que se encuentra en el corazón de muchas cosas elevadas de la vida, los mejores intérpretes de los sueños ajenos son aquellos que más han sufrido a causa de sus propios sueños.

Tener sueños y no encontrar a nadie que los interprete es un gran motivo de infelicidad para aquellos que siguen soñando, a pesar de la carestía. Son muchos los que siguen soñando, sobre todo en los países más pobres en PIB y más ricos en sueños. Sus sueños pronto producirán riqueza. Los sueños son siempre algo serio, pero los más importantes son los que se sueñan ‘con los ojos abiertos’, esos sueños a los que llamamos proyectos, aspiraciones, deseos de libertad y de justicia, deseos de futuro y de felicidad, esos sueños que nos hacen intuir cuál es nuestro lugar en el mundo. Pero hoy como ayer, los sueños necesitan intérpretes, necesitan de alguien que sepa descifrar su contenido. Si no, los sueños se apagan. Estos intérpretes siempre son importantes, pero en la juventud, en la época de los grandes sueños, son fundamentales.

José empieza a interpretar los sueños como un regalo para sus dos compañeros de cárcel: “José les dijo: ¿No son de Dios los sentidos ocultos? Vamos, contádmelo a mí” (40,8). La ‘buena’ interpretación de los sueños es la que nace de la gratuidad, no del beneficio (“¿no son de Dios los sentidos ocultos?”). En la necesidad esencial de esta gratuidad radica la razón de la escasez de buenos intérpretes para nuestros sueños. Es cierto que son un don raro, pero no excesivamente raro. Los ‘guías espirituales’ pertenecen a esa valiosa categoría humana de personas que escuchan e interpretan nuestros sueños y nuestros signos. La buena interpretación de los sueños es gratuidad pedida y regalada. No es un oficio, y cuando se convierte en oficio deja de ser buena.

José interpreta de forma muy distinta ambos sueños. Al jefe de los escanciadores le predice la liberación, al jefe de los panaderos le anuncia la muerte, como así sucederá. El valor moral de un intérprete de sueños se mide por su honradez, es decir, por la capacidad y la valentía para decirnos también las interpretaciones que no nos gustan. Hoy, como ayer, hay demasiados intérpretes rufianes que nos dicen sólo las interpretaciones que nos gustan. A veces también los intérpretes honrados dan interpretaciones equivocadas, cuando no tienen suficiente valentía ni suficiente amor. El carisma de la interpretación de sueños se apaga cuando no se salvaguarda en el sufrimiento de las interpretaciones difíciles. He conocido jóvenes con una vida muy difícil e incluso destrozada, por malos intérpretes de sueños, que no tuvieron el coraje ni la honradez de darles la interpretación verdadera, cuando había evidentes signos de que su vocación era distinta a la que ellos pensaban. En lugar de cargar con el dolor de esa dura verdad, manipularon los sueños de esos jóvenes, alimentando falsas ilusiones o, más bien, desilusiones, frustraciones e infelicidad. Fiarse de un manipulador de sueños hace más daño que dejar que el sueño muera por falta de intérpretes.

Dos años después, también el faraón tuvo un sueño. “Soñó que se encontraba parado a la vera del Nilo. De pronto suben del río siete vacas hermosas y lustrosas que se pusieron a pacer en el carrizal. Pero he aquí que después de aquellas subían del río otras siete vacas, de mal aspecto y macilentas … Pero las vacas de mal aspecto y macilentas se comieron a las siete vacas hermosas y lustrosas” (41,1-4). El faraón se despertó inquieto; volvió a dormirse e inmediatamente tuvo otro sueño: “Siete espigas crecían en una misma caña, lozanas y buenas. Pero he aquí que otras siete espigas flacas y asolanadas brotaron después de aquellas y las espigas flacas consumieron a las siete lozanas y llenas” (41,5-7). Esos dos sueños agitaron el alma del faraón, quien mandó “llamar a todos los magos y a todos los sabios de Egipto. Faraón les contó su sueño, pero no hubo quien se lo interpretara a Faraón” (41,8). Aquí el relato da un giro repentino. El jefe de los escanciadores, a quien José había interpretado el sueño dos años antes, se acuerda de él. Habla con el faraón y éste le manda llamar. José le revela inmediatamente la clave para comprender lo que va a ocurrir y la naturaleza de sus actos: “No hablemos de mí, que Dios responda en buena hora [shalom] a Faraón” (41,16). Estamos ante un momento crucial de cambio: es el fin de la era de los adivinadores, arúspices y magos, y el comienzo del tiempo de la profecía. José se convierte en el primer profeta de Israel. En la lectura que hace del sueño del faraón encontramos los rasgos esenciales que diferencian la auténtica interpretación profética de los productos de los adivinadores y falsos profetas de todos los tiempos. La interpretación profética es don-gratuidad, porque es el ejercicio de un carisma que el ‘profeta’ recibe. No es obra suya ni una técnica aprendida en una escuela, sino un don que su destinatario debe acoger y en el que debe creer, para poder ser eficaz. E impulsa siempre a la acción y al cambio.

En nuestra sociedad hay muchos consultores por dinero. Cada vez hay más magos y horóscopos. Pero no hay muchos buenos intérpretes de sueños y a los pocos que hay no se les busca ni se les escucha, están en peligro de extinción por falta de demanda. En cambio, el Faraón creyó en la interpretación-profecía de José y actuó. “He aquí que vienen siete años de gran hartura en todo Egipto. Pero después sobrevendrán otros siete años de hambre y se olvidará toda la hartura de Egipto, pues el hambre asolará el país [las vacas-espigas flacas que devoran a las gordas]” (41,29-30). Después José continuó: “Fíjese el Faraón en algún hombre inteligente y sabio, y póngalo al frente de Egipto … para recoger el quinto a Egipto durante los siete años de abundancia” (41,33-34).

Los tiempos ‘de vacas flacas’ pasan. Estas carestías, antes o después, se acaban naturalmente, aunque a veces haya que pagar un alto precio. Las carestías de sueños, en cambio, no acaban solas. Sólo terminan si, en un momento determinado, decidimos volver a aprender a soñar. No es imposible. Hemos sabido hacerlo después de miserias infinitas e indecibles, después de guerras y dictaduras, después de fratricidios, después de la muerte de los niños. Hemos querido volver a empezar a soñar juntos. Escuchando a los poetas, a los santos y a los artistas, que han sabido interpretar nuestros nuevos sueños. Rezando y llorando juntos, recitando sus poesías y cantando sus canciones, que son las nuestras. Sólo así las personas y los pueblos renacen y resurgen de verdad.

 “El faraón se quitó el anillo de la mano y lo puso en la mano de José, le hizo vestir ropas de lino fino y le puso el collar de oro al cuello” (41,42).

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El árbol de la vida – José, verdadero "intérprete" de sueños, expresa (y da) la realidad

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 06/07/2014

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Logo Albero della vita"Dios pronosticará algo bueno también a Faraón”. “Tú hablas de Dios”, inquirió Amenhotep. “Lo haces a menudo. ¿A qué Dios te refieres? Puesto que eres de Zahi y de Amu, supongo que te referirás al toro del campo, al que en oriente llaman Baal, el Señor”. José sonrió levemente y negó con la cabeza. “Mis antepasados, los soñadores de Dios”, dijo, “estipularon un pacto con otro Señor”. “Entonces sólo puede tratarse de Adonai, el Prometido”, dijo el rey rápidamente, “por quien el flautista se lamenta en los barrancos, el dios que resurge” (Thomas Mann, José y sus hermanos)

Las carestías son múltiples y diversas. Nuestro tiempo está atravesando la mayor carestía de sueños que la historia humana haya conocido nunca. [jcfields] => Array ( ) [type] => intro [oddeven] => item-odd )

Los honrados ojos del profeta

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El árbol de la vida – José es puesto a la prueba (varias veces), pero vive con lealtad

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 29/06/2014

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Logo Albero della vita"La primera sensación que tuvo Nejliúdov, al despertarse por la mañana, fue la de haber cometido algo muy reprobable la víspera. Pero, al ordenar sus ideas, se convenció de que no se trataba de una mala acción, sino más bien de malos pensamientos… Uno puede arrepentirse de haber cometido una mala acción y no volver a repetirla; en cambio los malos pensamientos siempre engendran malas acciones.”

La historia de José en casa del oficial egipcio Putifar, es una gran lección sobre la gramática de la lealtad. La lealtad no es una virtud de nuestro tiempo. [fulltext] => Durante siglos, las empresas y las instituciones, para vivir, han recurrido a un patrimonio de lealtad forjado por los valores, el esfuerzo y los hábitos de las familias, iglesias y comunidades, y alimentado por las grandes narrativas, el arte y la literatura. Hace años dejamos de generar intencionadamente estos valores y estos hábitos, pero la lealtad sigue siendo necesaria, incluso más que antes. Hace años pensamos que sería posible sustituir la lealtad por incentivos. Pagando y controlando a trabajadores y directivos, esperábamos que se hicieran ‘leales’ cuando “no hubiera nadie en casa” (39,11) para verles y controlarles. Es una lástima que sólo ahora nos demos cuenta de que esta sustitución no funciona más que para las cosas muy sencillas y, sin embargo, es mortal cuando se trata de gestionar situaciones importantes o cruciales. Esta fragilidad radical de nuestro sistema económico y social deriva de una grave carencia de la virtud de la lealtad. Tomar conciencia colectiva de ello sería una gran ventaja.

José llega a Egipto como esclavo. Había sido comprado por Putifar, un funcionario del faraón. El Génesis nos muestra a José como una persona de gran valor; no ya como el muchacho ingenuo que cuenta sus sueños-profecía a sus envidiosos hermanos, sino como un administrador perfecto, que lo hace todo bien: “JHWH asistió a José, que llegó a ser un hombre afortunado, mientras estaba en casa de su señor egipcio” (39,2). José se gana el aprecio y la confianza incondicional de Putifar, quien “dejó todo lo suyo en manos de José y, con él, ya no se ocupó personalmente de nada más que del pan que comía” (39,6). Y así “JHWH bendijo la casa del egipcio en atención a José, extendiéndose la bendición de JHWH a todo cuanto tenía en casa y en el campo” (39,5). La bendición de José, heredero de la primera gran bendición de Abraham, se extiende a toda la casa donde vive y para la que trabaja. El bien excede la bondad de la persona que lo realiza. Cuando una persona buena y justa actúa en una comunidad o en una empresa, su bondad-bendición contagia todo lo que toca y se convierte en un bien común. La primera bendición de cualquier realidad humana son las personas, a veces una sola: “ [Abraham] serás una bendición” (12,2).

La lealtad de José, que es el corazón de este relato, emerge con toda su fuerza durante la gestión del conflicto con la mujer de su señor (el Génesis no nos dice su nombre). José se nos presenta como un joven “apuesto y de buena presencia” (39,6), igual que su madre Raquel (29,17), revestido también de esa belleza moral típica de las personas justas y rectas, que no es menos fascinante que la belleza física. En él “se fijó” la mujer de Putifar “y le dijo: ‘acuéstate conmigo’” (39,7). José respondió: “Mi señor no me controla nada de lo que hay en su casa, y todo cuanto tiene me lo ha confiado … No me ha vedado absolutamente nada más que a ti misma … ¿Cómo entonces voy a hacer este mal tan grande, pecando contra Dios” (39,9). Putifar, en efecto, sólo le había pedido cuentas “del pan que comía”, y en aquella cultura el ‘pan’ era también imagen o eufemismo de la intimidad conyugal. Y así “aunque ella insistía en hablar a José día tras día, él no accedió a acostarse y estar con ella.” (39,10).

Esta ‘prueba’ de José es un paradigma de todas las situaciones en las que una persona tiene la oportunidad de ser leal. En la lealtad brilla en toda su pureza una dimensión típica de todas las virtudes, que no son cosa de preferencias o valores, sino de actos. Es un bien de experiencia, porque sólo somos leales cuando nuestros principios se traducen en un acto concreto. Podemos creer sinceramente en el valor de la lealtad, pero para ser leales tenemos que demostrarlo sobre el terreno. No bastan las rectas intenciones o los buenos pensamientos, aunque es cierto que para ser leal es necesario cultivar los buenos pensamientos y rechazar los malos. Como ocurre con todos los bienes de experiencia, no podemos saber si este ‘bien’ se encuentra verdaderamente en nuestra ‘panera’ hasta que nos vemos envueltos una experiencia concreta, en la que descubrimos si pensamos que somos leales o si lo somos realmente. Eso quiere decir que podemos hacernos leales incluso después de un desliz de deslealtad. Como también podemos descubrir, sorprendidos y emocionados, después de una experiencia inédita, que tenemos en nosotros una fuerza moral que no creíamos poseer. El martirio debe ser algo semejante; por eso antes que un don que se hace es un don que se recibe. José, que ya era justo, no supo que también era leal hasta que la mujer de su señor se fijó en él. Ni un instante antes.

Aquí descubrimos una característica esencial de la lealtad. Su existencia y su valor se miden en base a un costo concreto que la persona que quiere ser leal debe asumir, diciendo ‘no’ a una (o varias) acción desleal que podría ahorrarle ese coste. La lealtad siempre cuesta y muchas veces se traduce en ‘no hacer’. Por eso, la lealtad es difícil de ver. Sin esta alternativa costosa, que llega “un día” cuando “no hay nadie en casa”, la lealtad no emerge. El coste que José tiene que asumir para ser leal a Putifar, no es tanto la renuncia al placer sexual como las previsibles consecuencias de su rechazo, dada la radical asimetría de poder que existe entre él y la mujer de su señor. Un coste que pronto se pondrá de manifiesto.

En la continuación de este episodio del gran ciclo de José, hay además una enseñanza sobre otra dimensión de la lealtad, no necesaria pero sí muy frecuente. José, para ser leal, tiene que decir ‘no’ a un ofrecimiento que le llega de la misma parte en la que se encuentra la persona-institución a la que quiere ser leal. “Cierto día entró él en la casa para hacer su trabajo y coincidió que no había ninguno de casa allí dentro. Entonces ella le asió de la ropa diciéndole: ‘acuéstate conmigo’. Pero él, dejándole su ropa en la mano, salió huyendo afuera”. Entonces la mujer “gritó a los de su casa diciéndoles: ‘¡Mirad! Nos ha traído un hebreo para que se burle de nosotros. Ha venido a mí para acostarse conmigo, pero yo he gritado” (39,11-14). La misma versión falsa y torticera se la contó después la mujer al marido (39,17), el cual prendió a José “y lo puso en la cárcel” (39,19).

Otra vez sin “ropa” y otra vez arrojado violentamente a un “pozo” (40,15).

Y José calla. Como ‘oveja muda’, no se defiende. La Biblia no nos dice nada de las razones de este silencio. Pero esa no-palabra nos puede desvelar otra dimensión fundamental de la lealtad, tal vez la más típica. La lealtad se vive, no se cuenta. Sobre todo cuando para ser leales ha habido que decir un gran ‘no’ a alguien íntimo, de la misma ‘casa’. También estos silencios pueden ser expresión de lealtad, pero sólo cuando quien calla carga con las consecuencias. Algunas veces la lealtad puede entrar en conflicto con otras virtudes, como la justicia; dentro de los conflictos entre virtudes es donde se ejercita nuestra responsabilidad moral.

Si la lealtad es una virtud silenciosa e invisible en su parte más profunda y auténtica, entonces no puede contar con los típicos premios y agradecimientos que sostienen y refuerzan muchas virtudes ‘públicas’. La recompensa por el coste asumido por permanecer leales es totalmente intrínseca y por eso aquellos que no tienen una vida interior, de la que mana esa única recompensa, no pueden ser o permanecer leales. Si queremos que el mundo y las instituciones de mañana sean más leales, debemos lanzar una nueva campaña de vida interior y de espiritualidad. Sin lealtad no es posible mantener la fidelidad, primero a los pactos y a las promesas primarias de la vida, y después a los contratos.

Para terminar, si la lealtad es por naturaleza difícilmente observable, eso quiere decir que en el mundo y entre las personas que nos quieren hay mucha más lealtad de la que conseguimos ver. Si fuéramos capaces de ver más en profundidad a nuestros amigos, nuestras mujeres, nuestros maridos, nos daríamos cuenta de que detrás de su amor fiel y sus ojos buenos, se esconden, invisibles y silenciosos, muchos actos de lealtad que han sido los verdaderos cimientos de esas relaciones fuertes. En los últimos instantes de la vida, también nos hacemos recíprocamente actos de lealtad-fidelidad decisivos, como nuestra herencia más preciada. Otros, tal vez más hermosos y ciertamente más dolorosos, no podemos o no logramos contarlos y mueren con nosotros; pero todos dan mucho fruto, y hacen más bello y más digno nuestro mundo. “El señor de José lo prendió y lo puso en la cárcel … Pero JHWH asistió a José” (39,21).

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El árbol de la vida – José es puesto a la prueba (varias veces), pero vive con lealtad

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 29/06/2014

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Sin precio y sin estruendo

El árbol de la vida – José es puesto a la prueba (varias veces), pero vive con lealtad por Luigino Bruni publicado en Avvenire el 29/06/2014 descarga el pdf en español "La primera sensación que tuvo Nejliúdov, al despertarse por la mañana, fue la de haber cometido algo muy reprobable la víspera...
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El árbol de la vida – El valor del hombre, la dignidad de cada mujer

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 22/06/2014

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Logo Albero della vita"El viaje continuó hasta Efratá, al lugar donde está enterrada Raquel. José se arrojó sobre la tumba de su madre transido de dolor: ‘Madre, madre, tú que me engendraste, levántate, vuelve a la vida y verás a tu desventurado hijo, abandonado y vendido como esclavo … Despierta del sueño, madre mía, cuida de mi padre, que hoy está conmigo en alma y corazón; quédate a su lado y confórtale’” (Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos).

 La palabra beneficio (bèça‘) hace su aparición en la Biblia en referencia a la venta de un hermano: “¿Qué beneficio obtendremos de asesinar a nuestro hermano?” (37,26). Los hermanos hicieron caso a Judá y después de haberlo arrojado a un pozo, “vendieron a José por veinte piezas de plata” (37, 28) a unos mercaderes que iban de paso.

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Ese era el precio de un esclavo o de un par de sandalias, veinte veces menos que el precio que pagó Abraham a los hititas por la tumba de Sara. José, el hermano menor, fue vendido como esclavo a los ismaelitas, que eran descendientes del hijo de Araham y Agar, rechazado por Sara y expulsado también él al desierto. El dinero y el beneficio aparecen íntimamente relacionados con la muerte. Entran en escena como un medio para evitarla, pero en realidad no se apartan mucho de ella. Las grandes civilizaciones sabían muy bien que el terreno del beneficio limita por un lado con el del amor y la vida pero por el otro con el de la muerte y el pecado, y que los mojones que señalan su límite pueden moverse y traspasarse con frecuencia en ambas direcciones. Nuestra civilización es la primera que, en su conjunto, ha olvidado la existencia de la frontera izquierda de la tierra del beneficio, olvidando con ello que “el salario del justo es para vivir, la renta del malo es para pecar” (Proverbios, 10,16). Hoy, como ayer, existen mercaderes que compran y venden sólo “almáciga, sandáraca y ládano” (37,25); pero hay otros, mezclados con los primeros en las mismas plazas, que, además de cosas, compran y venden ‘hermanos’ por veinte siclos o menos.

Después de que la caravana de mercaderes de cosas y de muchachos reemprendió la marcha en dirección a Egipto, los hermanos “tomaron la túnica de José, y degollando un cabrito, tiñeron la túnica en sangre, y enviaron la túnica de manga larga, haciéndola llegar hasta su padre … El la examinó y dijo: ‘¡Es la túnica de mi hijo! ¡Algún animal feroz le ha devorado! ¡José ha sido despedazado!” (37,31-33). Estamos dentro de uno de los pasajes más intensos del Génesis: “Jacob desgarró su vestido, se echó un sayal a la cintura e hizo duelo por su hijo durante muchos días. … Y decía: ‘voy a bajar en duelo al seol donde mi hijo’” (37,31-35). Son versículos de una gran belleza y de una inmensa humanidad, que convierten en eterno y sagrado ese dolor paterno, para el cual (a diferencia de la orfandad y la viudedad) no existe una palabra específica, tal vez porque es impronunciable. El paraíso debe existir, aunque solo sea para hacer justicia a estos dolores sin nombre y para que la ropa larga y de colores de los hijos vuelva a ser inmaculada.

Después, Judá “se separó de sus hermanos” (38,1), y quizá para alejarse de aquella túnica y de aquella sangre, se adentró en la tierra de los cananeos, donde se convirtió en protagonista, con su nuera Tamar, de una de las historias más bellas del Génesis. La cananea Tamar se había quedado viuda después de haberse casado con Er, el primogénito de Judá. Debido a la llamada ley del levirato, Judá le pide a su segundo hijo Onán que le de descendencia a Tamar. Pero también Onán muere, tras negarse a cumplir con su deber hacia Tamar (38,6-9). Entonces Judá empieza a pensar si no será Tamar la causa de la muerte de sus dos hijos (38,11). Era corriente en muchas culturas antiguas, y todavía hoy lo sigue siendo en algunas zonas de la India o de Africa, creer que las viudas traían infortunios y maldiciones y por eso eran despreciadas y maltratadas. Y le dice: “Quédate como viuda en casa de tu padre hasta que crezca mi hijo Selá” (38,11). Pasa el tiempo y Selá se hace mayor, pero Judá no mantiene su palabra y no respeta la ley del levirato, por lo que Tamar sigue sola y sin hijos. Entonces llega el golpe de escena. Tamar se entera de que Judá está de paso por sus tierras, lejos de su tribu. Se quita las ropas de viuda (38,14), se cubre con un velo para no ser reconocida por su suegro y le espera en una encrucijada del camino. Judá, al verla, “la tomó por una prostituta” (38,15), y como precio promete a Tamar enviarle un cabrito. Pero la nuera, antes de entregarse a Judá, quiere una prenda: “Tu sello, tu cordón y el bastón que tienes en la mano” (38,18), las ‘señas de identidad’ de los señores de aquellos lugares. Tamar se queda embarazada. Y cuando Judá tres meses después se entera de que su nuera espera un niño (aunque después en realidad serán dos gemelos: Peres y Zéraj: 38,29-30), la condena a muerte. Mientras la llevan a la hoguera, Tamar culmina su plan: “Del hombre a quien esto [el sello, el cordón y el bastón] pertenece estoy encinta” (38,25). “Judá lo reconoció y dijo: ‘Ella tiene más razón que yo, porque la verdad es que no la he dado por mujer a mi hijo Selá’” (38,26). Con este último acto de responsabilidad, Judá se redime también a sí mismo. Habría podido utilizar su poder de hombre y de jefe del clan para desdecir a Tamar, una mujer indefensa. Pero no lo hizo y, al menos en este acto, fue un hombre justo.

Así termina la historia de Tamar. Esta conclusión nos dice claramente de parte de quién está el Génesis: de parte de Tamar, que se nos presenta como una figura positiva y justa (“Ella tiene más razón que yo”), con rasgos parecidos a las grandes figuras femeninas de la Biblia (Judit, Rut). Y si dejamos en suspenso la lectura moralista de estos episodios (algo que debemos hacer siempre, si es que esperamos poseer algo de ‘inteligencia de las escrituras’), en la historia de Tamar descubriremos muchos mensajes de vida. En primer lugar, el Génesis, al reprobar a Judá y alabar a Tamar, nos recuerda que existe tanto una prudencia equivocada como una transgresión salvadora. Por miedo a la posible muerte del tercer hijo (“que no muera también él, lo mismo que sus hermanos”: 38,11), Judá no se pone al servicio de la vida y niega la descendencia a su nuera y a su familia. Esta prudencia tan poco arriesgada muchas veces es enemiga de la vida y del futuro, no es una virtud sino un vicio, un pecado. En la historia de Judá y Tamar regresa con fuerza un contrapunto que acompaña a todo el concierto bíblico: la predilección y el rescate de los últimos. Solo juntando la ‘voz’ de los patriarcas, los reyes y la Ley, con la de los humildes ensalzados, la Biblia puede resonar con toda su belleza y salvación. La lectura más provechosa y verdadera de la Palabra de Dios es la que nos hace volver del revés el orden y la jerarquía de nuestro tiempo humano, la que ensalza a los humildes y humilla a los poderosos, la que sacude y echa por tierra nuestras hondas convicciones éticas sobre lo que es la moralidad, el pecado, la culpa y la inocencia. Una Biblia sin la presencia de la humanidad herida e incluso pecadora, sería un libro que no produciría ningún provecho a los hombres y mujeres de verdad.

Pero en este episodio del Génesis podemos encontrar, escondido aunque no invisible, otro mensaje adicional, dirigido sobre todo a los varones y a los poderosos: ‘las mujeres que buscáis en las ‘encrucijadas de los caminos’ y que, como Judá, ‘tomáis por prostitutas’, pueden ser personas de vuestra casa. Y lo son realmente. Vosotros no las reconocéis, las consideráis extrañas y sin cara, pero Elohim ve más allá del velo y llegará el día de justicia en que tendréis que dar cuentas de los ‘sellos’ que habéis dejado como prenda ante ellas.

Debemos dar las gracias al autor de estos relatos y a todos aquellos que los han guardado durante milenios, pagando un alto precio, por haber tenido el valor de contarnos toda la humanidad desnuda y herida, sin censuras ni pudores. Y si toda la humanidad es don, entonces todo ser humano puede encontrar en estos textos un camino de redención y salvación, ayer, hoy y siempre.

Sólo si entramos en esta lógica ‘contrapuesta’, podremos evitar el asombro al leer en la genealogía de Jesús de Nazaret: “Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá y a sus hermanos, Judá engendró de Tamar a Peres y a Zéraj” (Mateo 1,2). Sí, entre Abraham y Jesús están Tamar y Judá.

En aquella encrucijada cerca de la fuente, Tamar no se encontró sólo con su suegro. Ella no lo sabia, pero la verdadera cita en aquel camino era otra: la que ha quedado encastrada para siempre, como una perla rara, en la gran historia de la salvación.

No hay que vender a un hermano a los mercaderes por veinte monedas, ni hay que enviarle al padre la larga y coloreada túnica del hijo teñida en la sangre de un cabrito, como tampoco hay que humillar ni abandonar a una nuera-viuda. Pero mientras haya personas que sigan cometiendo esos delitos y engendrando víctimas, en el mundo habrá al menos un ‘lugar’ (la Biblia) en el que poder reconocerse y sentirse acompañados, amados, consolados, tomados de la mano y levantados, incluso en las situaciones más dramáticas y oscuras de la existencia propia y ajena. Y después encontrar la fuerza para volver a ponerse en camino, para no morir ni dejar morir, para esperar de verdad en una tierra prometida, en una resurrección, en el paraíso de Abel, Ismael, Agar, Dina, José y Tamar.

José fue bajado a Egipto, y Putifar … lo compró a los ismaelitas” (39,1).

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El árbol de la vida – El valor del hombre, la dignidad de cada mujer

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 22/06/2014

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Logo Albero della vita"El viaje continuó hasta Efratá, al lugar donde está enterrada Raquel. José se arrojó sobre la tumba de su madre transido de dolor: ‘Madre, madre, tú que me engendraste, levántate, vuelve a la vida y verás a tu desventurado hijo, abandonado y vendido como esclavo … Despierta del sueño, madre mía, cuida de mi padre, que hoy está conmigo en alma y corazón; quédate a su lado y confórtale’” (Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos).

 La palabra beneficio (bèça‘) hace su aparición en la Biblia en referencia a la venta de un hermano: “¿Qué beneficio obtendremos de asesinar a nuestro hermano?” (37,26). Los hermanos hicieron caso a Judá y después de haberlo arrojado a un pozo, “vendieron a José por veinte piezas de plata” (37, 28) a unos mercaderes que iban de paso.

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La Palabra cambia el mundo

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El árbol de la vida – José, predilecto y no querido, lleva la salvación

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 15/06/2014

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Logo Albero della vita“Tú eras el predilecto de mi corazón, en ti seguía viviendo mi Única Amada. Tú tenías sus ojos y su mirada, la misma con la que ella me miró en el pozo, cuando la descubrí entre las ovejas de Labán. Entonces hice rodar la piedra del pozo y ella me permitió besarla, mientras los pastores exultaban: ‘lu, lu, lu’. En ti, hijo amado, yo conseguí retenerla. Y cuando el Poderoso me la quitó, ella siguió viviendo en tu gracia. ¿Qué hay más dulce que el doble y oscilante alternarse de un rostro a otro?” (Thomas Mann, José y sus hermanos).

Los personajes bíblicos no son máscaras de una pieza teatral. No interpretan un papel ni un carácter (bueno-malo, traidor-traicionado, etc.). Son seres humanos, con los colores y los rasgos de la humanidad entera.

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Algunos de estos personajes recibieron una llamada especial con vistas a una tarea y a una salvación colectiva, pero nunca dejaron de ser hombres y mujeres completos. En ellos se mezclan la bondad, la pureza, los enredos, los robos, las bendiciones, los abrazos, la fraternidad y el fratricidio, dando vida a una historia de verdadera salvación para todos. Los protagonistas del Génesis nos hablan y nos resultan cercanos porque no ocultan la desnudez de sus emociones y ambivalencias, porque no temen adentrarse en la mezquindad y en las contradicciones de la condición humana. Por eso dibujan una salvación posible para todos, prestando atención a toda ideología, incluidas las múltiples ideologías de la fraternidad.

 A José, el protagonista del último (y grandioso) ciclo del Génesis, no se le recuerda como el cuarto patriarca (siempre se dirá “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”). José es hijo de Jacob y de Raquel pero, sobre todo, José es hermano, y su historia es una gran enseñanza sobre la gramática de la fraternidad bíblica (y la nuestra).

Jacob-Israel tuvo a José de Raquel, la mujer de la cual se había enamorado en el pozo. Su padre sentía por José un amor especial, una explícita y manifiesta predilección. El texto no teme reconocerlo: “Israel amaba a José más que a todos los demás hijos” (37,3). Por eso “le había hecho una túnica de manga larga” (37,3). Esta túnica (ketônet passîm) era especial, distinta a las de sus hermanos. Era larga y de colores, las mangas cubrían la palma de la mano, y probablemente estaba cubierta de bordados. Para Thomas Mann, esa túnica fue de Raquel, un regalo de bodas que su padre Labán compró a los mercaderes porque había pertenecido a la hija de un rey. Ciertamente un ropaje de lujo, poco adecuado para quien tiene que trabajar. Un mensaje de predilección y de estatus dentro del clan que llegó fuerte y claro hasta los demás hermanos: “vieron sus hermanos cómo le prefería su padre a todos sus otros hijos, y le aborrecieron” (37,4). A esta compleja situación familiar (hijos de otras mujeres amadas por Jacob, hijos de esclavas, un predilecto), se añade otro elemento que complica aún más el relato. José es un soñador, pero sobre todo un narrador público de sus sueños. José, a diferencia de su padre, no sueña con el paraíso ni oye las palabras de JHWH (en todo el ciclo de José, Dios permanece muy en segundo plano, toda la escena la ocupan las relaciones interhumanas). El protagonista de sus sueños es él mismo: “Oíd el sueño que he tenido. Me parecía que nosotros estábamos atando gavillas en el campo, y he aquí que mi gavilla se levantaba y se tenía derecha, mientras que vuestras gavillas le hacían rueda y se inclinaban hacia la mía” (37,7). Sus hermanos “acumularon todavía más odio contra él por causa de sus sueños y de sus palabras” (37,8). Después tuvo otro sueño: “El sol, la luna y once estrellas se inclinaban ante mí” (37,9). Tras este segundo sueño, Jacob (que se reconoció en el “sol” del sueño) le reprendió (37,10), y sus hermanos (‘las once estrellas’) “le tenían envidia” (37,11). Los hermanos no aman a José, el hijo vestido de rey, porque es el predilecto del padre. Y José, de forma imprudente e ingenua, cuenta sus sueños, con el ímpetu y la hermosa inmadurez de la juventud pero también debido a su temperamento-tarea (los sueños forman parte de la vocación de José). Esos relatos acaban por transformar el sentimiento de envidia y celos en verdadero odio y más tarde en un plan para eliminarle. En efecto, cuando José es enviado (imprudentemente) por su padre a comprobar que sus hermanos, que están pastoreando en la zona de Siquem, están bien (shalom), en cuanto éstos lo ven desde lejos, exclaman: “Por ahí viene el soñador [el señor de los sueños]” (37,19). Entonces deciden matarlo (“Ahora, pues, venid, matémosle” (37,20)). Después, tras las palabras de Rubén, el primogénito, cambian de idea y deciden arrojarlo a un pozo en el desierto (“No derraméis sangre. Echadle a ese pozo” (37,22). Y por fin, siguiendo la sugerencia de Judá, lo venden a una caravana de mercaderes que pasa por allí (“Vamos a venderle a los ismaelitas” (37,27)).

Este trágico final de José (después descubriremos que es también un final salvador, pero ahora aún no lo sabemos, no debemos saberlo) depende de un elemento decisivo: los hermanos creen en los sueños de José. Ellos son los intérpretes y leen el contenido de aquellos sueños como una verdadera revelación o profecía. La fuerza de la verdad de sus sueños y de sus palabras condena a José. Si los hermanos no hubieran visto el potencial de José para convertirse en ‘la primera gavilla’ de la familia, únicamente se habrían reído de él considerándolo un muchacho vanidoso. En cambio, reconocen que la predilección del padre puede estar al servicio de un plan divino y de un talento natural que elevan a José por encima de ellos.

Con José entra en escena un nuevo tipo de conflicto intrafamiliar. Hasta ese momento los conflictos en la casa de Abraham habían sido dualistas: Caín/Abel, Saray/Agar, Jacob/Esaú, Lía/Raquel. Ahora el conflicto se da entre un hermano y los demás hermanos. Nos encontramos ante una discriminación comunitaria, ante una envidia y unos celos colectivos, que se traduce en una violenta persecución y después en una expulsión rayana con el fratricidio.

La envidia colectiva hacia una persona es una grave y extendida enfermedad social, organizativa y comunitaria. Ahí está, cada vez que, mediante la envidia y los celos, se crea en un grupo una especie de solidaridad perversa hacia una persona, que después se convierte en ostracismo y persecución por parte de todos los demás. Lo que ocurre (casi) siempre es que los perseguidores, para justificarse, encuentran motivos de culpabilidad en el perseguido, enmascarando a los demás y a ellos mismos el verdadero y único motivo: la envidia y los celos (también en el texto bíblico hay algunos pasajes en los que el narrador, en base a antiguas tradiciones, deja abierta la posibilidad de una parcial corresponsabilidad de José (37,2;10)).

Además, no es raro que el primer motivo de persecución nazca de los ‘sueños’ del perseguido. Un miembro de un grupo, sobre todo si ya se está distinguiendo por algún motivo, comunica a sus compañeros o a los miembros de la comunidad un proyecto de vida, un plan de reforma, una visión más grande. Los oyentes interpretan el ‘sueño’ y, al conocer las cualidades del soñador, creen que esos proyectos más grandes que los suyos pueden hacerse realidad. Se desencadena la envidia y los celos (que son hermanos gemelos) y a veces también un plan para eliminar al ‘señor de los sueños’. Este tipo concreto de envidia (la envidia de los sueños de los demás), especialmente falsa y dañina, se activa cuando un miembro del mismo grupo (todas las envidias se desarrollan entre semejantes) tiene un talento que consiste en su capacidad para soñar cosas grandes y poder realizarlas. Esta envidia y estos celos hacia el otro nacen de la falta en nosotros de sueños igual de grandes y bellos. En este tipo de procesos relacionales, la presencia del privilegio (la ropa y los sueños) es real, no se la inventan los envidiosos, quienes simplemente la interpretan como una amenaza en lugar de verla como un bien común. Por eso, esta envidia (sobre todo cuando se desarrolla dentro de nuestras comunidades primarias) sólo se cura mediante la reconciliación con el talento del otro, hasta sentirlo como propio y de todos. Resulta emblemático que antes de arrojarlo al pozo, los hermanos “despojaron a José de su túnica” (37,23).

En este tipo de dinámicas comunitarias, la gran tentación del soñador es la de renunciar a soñar y dejar de contar los sueños a los amigos. Pero si ya no le contamos a nadie nuestros sueños más hermosos y vocacionales, pronto llegará el día en que ya no conseguiremos soñar: cerraremos los ojos para ver más y no veremos nada. Mientras tengamos a alguien a quien contar nuestros sueños, seguiremos teniendo amigos (la amistad es también el ‘lugar’ donde podemos contarnos, recíprocamente, los sueños más grandes). José contaba sus sueños a sus hermanos porque les consideraba amigos; era joven y se fiaba de ellos (¿qué hermano pequeño no se fía de los hermanos mayores?). Traicionar o pervertir un sueño contado por un amigo-hermano es el primer delito de la amistad y de la fraternidad (que así no pasa de ser un asunto de sangre). Cuando la envidia de los demás nos despoja de la túnica de colores y mata nuestros sueños, las comunidades comienzan un inexorable declive moral y espiritual. Y el soñador se apaga, se entristece y se pierde.

José no dejo de narrar sus sueños y esos sueños narrados salvaron también a sus hermanos.

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El árbol de la vida – José, predilecto y no querido, lleva la salvación

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 15/06/2014

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Los personajes bíblicos no son máscaras de una pieza teatral. No interpretan un papel ni un carácter (bueno-malo, traidor-traicionado, etc.). Son seres humanos, con los colores y los rasgos de la humanidad entera.

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El don del hermano soñador

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El árbol de la vida – La buena muerte de los Patriarcas y la pobre soledad

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 08/06/2014

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"Lo único que le dolía es que empezaba a hacerse viejo y tendría que dejar la tierra donde estaba. Es una injusticia de Dios que después de gastar la vida en hacerte una hacienda, cuando finalmente consigues tenerla y quieres más, ¡tengas que dejarla! Así que cuando le dijeron que había llegado el momento de dejar su hacienda y pensar en el alma, salió al patio tambaleándose como un loco, y fue matando a bastonazos a sus patos y a sus pavos gritando: ¡Hacienda mía, vente conmigo!”

(Giovanni Verga, La roba).

No es cierto que el progreso sea un conjunto de vectores orientados en la misma dirección. La modernidad ha supuesto una mejora y un gran desarrollo para muchas dimensiones de la vida, pero no para el arte de envejecer y morir, que está sufriendo un rápido y fuerte retroceso. La fase final del ‘ciclo de Jacob’ está marcada por el dolor y la muerte, sobre todo de las mujeres.

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Después de la triste historia de Dina, encontramos la muerte de Debora, “la nodriza de Rebeca” (35,8), que fue sepultada bajo “la encina del llanto”. A continuación, la de Raquel, la esposa amada de Jacob, que murió en el parto trayendo al mundo a su segundo hijo: “En medio de los apuros del parto, le dijo la comadrona: “¡Animo, que también este es hijo”. Pero “al exhalar el almale llamó ‘Ben-Oní’ [hijo de mi dolor]; pero su padre le llamó ‘Benjamín’ [hijo de la prosperidad]” (35,18). Jacob seguía moviéndose, como peregrino y extranjero, por la tierra prometida. Como caminante, sepultó a Raquel en Belén (la ‘casa del pan’), en el camino que le conducía a la tierra de su padre Isaac (Hebrón). Sobre su tumba erigió una vez más una estela, marcando así para siempre aquella tierra y su propia vida.

Las mujeres siguen dando a luz con dolor y por muchos avances que haya logrado la medicina, el parto sigue siendo un momento crucial que confiere una dignidad y un valor único en el universo a la vida de las madres. Demasiadas mujeres siguen muriendo todavía hoy en el parto (mil cada día), también en los países tecnológicamente más avanzados. Algunas veces, en estos encuentros entre vida y muerte, se repite la alquimia de Raquel: el niño ‘hijo del dolor’ y de la muerte toma un nombre nuevo y se transforma en ‘hijo de la prosperidad” y de la vida. Y en estas transformaciones y verdaderas resurrecciones, por lo general es el padre el que le da al hijo un nombre nuevo, viendo en él para siempre, como en cada hijo, el rostro de la madre y esposa.

Finalmente, muere también Isaac: “Jacob llegó adonde su padre Isaac, a Mambré … donde residieron Abraham e Isaac como extranjeros. Isaac alcanzó la edad de ciento ochenta años. Entonces Isaac expiró y murió, fue a reunirse con su pueblo, anciano y lleno de días. Lo sepultaron sus hijos Esaú y Jacob” (35,27-29). La muerte de Isaac es un calco casi literal de la de su padre Abraham: “Estos fueron los días de vida de Abraham: ciento setenta y cinco años. Expiró, pues, Abraham y murió en buena ancianidad, viejo y lleno de días, y fue a juntarse con su pueblo. Sus hijos Isaac e Ismael le sepultaron en la cueva de la Makpelá” (25,7-9). Abraham e Isaac mueren tras una larguísima vida, ‘llenos de días’, ‘en buena ancianidad’. La muerte del padre es además ocasión de encuentro para los hijos, que habían vivido en conflicto. Una espléndida escena que revive de vez en cuando en nuestras historias cotidianas. En estas dos bellas muertes aparece el verbo ‘expirar’. Al morir devolvemos el ‘soplo vital’ que recibió el Adam en el momento de su creación y que todo hombre recibe al venir al mundo. La vida no es manufactura nuestra, sino ese misterio que está entre el primer aliento recibido y el último aliento devuelto.

La contemplación de la buena muerte de los Patriarcas no debe llevarnos a olvidar que no todas las muertes de ayer y de hoy son buenas. La muerte de los niños y los jóvenes llega como un ladrón, como un enemigo que viene a llevarse lo que no le corresponde. Pero hay muchas otras muertes, la mayoría, que podrían ser buenas si tuviéramos los recursos espirituales y morales para vivirlas bien. Las religiones, la piedad popular, la ética familiar, la espiritualidad, muchas de las civilizaciones tradicionales no occidentales e incluso las grandes ideologías del siglo XX generaron una buena gestión del dolor y de la muerte, porque elaboraron una cultura del envejecimiento y del final de la vida mucho más sostenible que la que domina hoy nuestra civilización de consumo. Muchos (aunque no todos) ancianos de ayer murieron ‘llenos de días’ y en ‘buena ancianidad’. Mi abuelo Domingo es uno de ellos. Pero hoy en día, no comprendemos ni aceptamos la edad de la decadencia del cuerpo y de la vida, y creamos ‘mercados de la juventud’ cada vez más florecientes, como sucedáneos. Tratamos de olvidar que, por mucho que la retrasemos con caros tratamientos estéticos, con horas de gimnasio y extenuantes carreras metropolitanas, la edad del ocaso llega inexorable. Llegar sin preparación al encuentro con el decaimiento físico es devastador, porque entonces la muerte se presenta como el final de todo: de nosotros mismos, de los amores, de ‘la hacienda’, del pasado y del mundo. Y al no apreciar ni amar nuestra vejez ni la de los demás, no apreciamos ni amamos a los ancianos, que se han convertido en una gran ‘periferia’ de nuestro tiempo. Así, la sociedad y la economía dilapidan un patrimonio de gran valor y de grandes valores.

Tenemos una necesidad vital de nuevos carismas, que nos vuelvan a enseñar el arte de la plenitud de los días y la buena ancianidad, que vean de otra forma esta gran pobreza de nuestro tiempo y la amen. Sin una dócil reconciliación con la vejez, ésta termina paradójicamente por dominar también los años de la juventud, que pasan más veloces cuanta mayor es la obsesión por su final. En cambio, si sabemos amarla y acogerla, la vejez nos revela también sus delicadas y escondidas, que no pequeñas, bellezas. La belleza siempre ha sido espiritual, mucho más ética que estética. Conocí a Rita Levi Montalcini, a Madre Teresa y a Nelson Mandela cuando ya eran de edad avanzada y siempre me parecieron muy hermosos, no menos que mis sobrinos o los jóvenes de mi universidad.

Es una gran injusticia que hoy muchos ancianos no puedan pasar los últimos años de su vida rodeados de nietos; los niños son esenciales para alegrar la vejez y hacer buena la ancianidad. Una cultura que consiente que cada vez más ancianos mueran solos o en ‘compañía’ de otros ancianos solos es una cultura estúpida y profundamente ingrata. Hoy en Italia el 62.5% de las mujeres ancianas viven solas (frente al 30% de los hombres). Es un dato muy grave, sobre todo si pensamos que estas mujeres han gastado los mejores años de su vida cuidando de sus ancianos y renunciando (más o menos libremente) a tener vacaciones y a desarrollarse profesionalmente. Toda una generación de mujeres está muriendo con un enorme ‘crédito de cuidados’. Los cuidados que reciben en la ancianidad son infinitamente menores que los que proporcionaron cuando eran jóvenes. Mañana encontraremos un nuevo equilibrio entre generaciones y entre sexos (esperemos que sea mejor) y ese crédito se reducirá. Pero eso no quita nada del injusto dolor padecido por toda una generación de mujeres.

La felicidad y la sabiduría de una civilización se miden sobre todo por cómo sabe envejecer y morir. Cuando un joven ve a un padre o a una abuela morir mal, es su propia vida la que se entristece, aunque no se de cuenta. Un viejo que consigue envejecer y morir en una ‘buena ancianidad’ realiza un gran acto de esperanza y de amor por los jóvenes, por sus hijos y por todos. También puede suceder que un justo envejezca y muera desesperado y mal sin dejar de ser justo. Pero luchar ‘toda la noche’ para arrancar finalmente una bendición incluso al ángel de la muerte forma parte del buen oficio de vivir.

La ‘buena ancianidad’ y la ‘plenitud de los días’ de Abraham e Isaac (y, después, de Jacob: 49,33) todavía impresionan y emocionan más si tenemos en cuenta que en aquella fase histórica del pueblo de Israel, la vida más allá de la muerte era un concepto muy difuminado, vago y oscuro (el Seol). El Dios de la Alianza y de la Promesa era un “Dios de vivos” y no un dios de muertos. Para ellos JHWH actuaba y hablaba en la tierra. Muchos personajes bíblicos, ante la muerte que se acerca, lo que más sienten es no poder ver más al Señor, conocido como el Señor de la vida, a quien se podía conocer, escuchar y seguir, viviendo en el mundo. La fe bíblica es encuentro, alianza, seguimiento, historia. La experiencia religiosa es hecho histórico, acontece en el tiempo y en el espacio, es una dimensión fundamental de la vida. Esta y no otra es la fe que nos entregaron Abraham, Isaac y Jacob. En ellos se encuentra la raíz profunda de la verdadera laicidad: el lugar de la fe es la historia. La tierra prometida es nuestra tierra. Y mientras haya historia y tierra, la misma voz que les encontró a ellos podrá encontrarnos y sorprendernos a nosotros: “¡Así pues, está JHWH en este lugar y yo no lo sabía!” (28,16). Esta es su mayor herencia..

Después de sepultar con su hermano Esaú a su padre Isaac, “Jacob se estableció en el país en el que vivió su padre como extranjero, el país de Canaán” (37,1).

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El árbol de la vida – La buena muerte de los Patriarcas y la pobre soledad

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 08/06/2014

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"Lo único que le dolía es que empezaba a hacerse viejo y tendría que dejar la tierra donde estaba. Es una injusticia de Dios que después de gastar la vida en hacerte una hacienda, cuando finalmente consigues tenerla y quieres más, ¡tengas que dejarla! Así que cuando le dijeron que había llegado el momento de dejar su hacienda y pensar en el alma, salió al patio tambaleándose como un loco, y fue matando a bastonazos a sus patos y a sus pavos gritando: ¡Hacienda mía, vente conmigo!”

(Giovanni Verga, La roba).

No es cierto que el progreso sea un conjunto de vectores orientados en la misma dirección. La modernidad ha supuesto una mejora y un gran desarrollo para muchas dimensiones de la vida, pero no para el arte de envejecer y morir, que está sufriendo un rápido y fuerte retroceso. La fase final del ‘ciclo de Jacob’ está marcada por el dolor y la muerte, sobre todo de las mujeres.

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Los días que ya no nos llenan

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El árbol de la vida – La violación de Dina, la destructiva venganza y el pacífico gracias con el que volver a empezar

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 01/06/2014

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"Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano. Tomó la palabra Jesús y dijo: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?"

(Evangelio de Lucas, 17,15-17)

Ante la historia de Dina deberíamos simplemente permanecer en silencio: “Dina, la hija que Lía había dado a Jacob, salió una vez a ver a las muchachas del país. Siquem, hijo de Jamor el jivita, príncipe de aquella tierra, la vio, se la llevó, se acostó con ella y la violó.” (34,1).

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Al revivir los tristes acontecimientos de este capítulo del Génesis, uno siente la fuerte tentación de saltarse todo el capítulo para buscar otras historias. Pero no lo haremos, entraremos también en estas páginas cargadas de humanidad, tan desoladoras como comunes y frecuentes en la historia, y que, sin embargo, pueden esconder, entre líneas, mensajes de vida. Buena parte del esfuerzo de aquellos que intentan penetrar desde cualquier perspectiva la verdad de la condición humana, consiste en tratar de mantener juntos a Adán y a Caín, a Noé y a Lamek, a Sara y a Agar. Lo mismo ocurre con el abrazo entre Jacob y Esaú y la historia de Dina, sus secuestradores y sus hermanos vengadores. Cuando se lee la Biblia, con frecuencia se siente la fatal tentación de quedarse sólo con las páginas luminosas y saltarse las oscuras. Cuando esto ocurre, la lectura suele ser ideológica, convirtiendo una parte en el todo y perdiendo de vista la realidad, mestiza pero auténtica, de la vida humana. El auténtico humanismo bíblico no es una colección de ‘buenas prácticas’, sino una mirada de amor y de salvación sobre la humanidad entera. Es un humanismo que, para expresar la primacía de Adán sobre Caín y la victoria de la bendición sobre el mal, no esconde la parte oscura de nuestra condición. Un humanismo que conoce tan bien el alma y el cuerpo que puede enseñarnos que el mal, que aparece con su fuerza devastadora, no tiene la última palabra ni tampoco es nuestra primera palabra.

Dina, la hija única de Jacob, deja un día el campamento y las tiendas maternas “para ver a las muchachas del lugar”. Según la tradición, Dina es muy joven, tal vez todavía una niña (Génesis 30,21 y 31,41; el Libro de los Jubileos [30,2] habla de 12 años) y busca compañía. También hoy en muchos lugares de guerra y conflicto, los niños traspasan las barricadas y las fronteras visibles e invisibles puestas por los adultos. Los sobrepasan, con imprudencia y curiosidad por la vida, en busca de compañeros de juegos y de aventuras. Pero, hoy como ayer, la pureza de los niños y de las niñas puede tropezar, y de hecho tropieza, con la maldad y el delito de los adultos. Sobre todo las chicas jóvenes, al igual que su compañera Dina, siguen siendo vulnerables y viéndose amenazadas en su curiosidad, en sus juegos y en sus salidas de casa. Llevamos luchando miles de años, pero todavía no hemos conseguido que los juegos y las salidas de la tienda sean como las de sus hermanos varones. Basta la presencia de un solo Siquem en la ciudad, o la posibilidad de que esté, para que una chica no pueda salir cuando quiera “a buscar amigas”, y para que su libertad y sus oportunidades sean inferiores a las de sus hermanos. El grado de civilización de un pueblo se mide también por su capacidad para crear las condiciones culturales e institucionales para que los ‘paseos de Dina’ sean cada vez más posibles y seguros.

Después del asalto y la violación, la comunidad de los jivitas (cananeos) le pide a Jacob y a sus hijos que Siquem, el violador, pueda casarse con Dina (un “matrimonio reparador”), con la promesa de una abundante dote y un regalo de bodas: “pedidme cualquier dote, por grande que sea” (34,12). Pero Simeón y Leví, dos de los hermanos de Dina, cuando el trato parece llegar a buen puerto, “blandieron cada uno su espada y entrando en la ciudad … mataron a todo varón” (34,25). En la literatura antigua aparece muchas veces la imagen de la guerra desencadenada por el rapto de una mujer (Elena, las Sabinas…). Pero aquí esta guerra y esta violencia ocupan el lugar de las alianzas pacíficas y buenas con los pueblos cananeos que encontramos varias veces en los ciclos de Abraham e Isaac. Jacob, también él hombre de la Alianza, hombre de alianzas y pactos, que queda misteriosa y ambiguamente muy en segundo plano en el caso de Dina, no puede aprobar el acto homicida (y dice a los hijos: “Me habéis puesto a malas haciéndome odioso entre los habitantes de este país”, 34,30), que de repente conduce al pueblo de la promesa a la violencia anterior al arco iris de Noé.

Con el regreso de Dina a su familia, el Génesis retoma la historia de Jacob, sus epifanías y su camino. Elohim le habla de nuevo: “Levántate, sube a Betel y te estableces allí, haciendo un altar al Dios que se te apareció cuando huías de tu hermano Esaú” (35,1). En Betel, cuando huía hacia Labán, Jacob había recibido en sueños una vocación personal (28,13), había visto la escalera del cielo y allí había comenzado su verdadera historia. Ahora Jacob-Israel vuelve a Betel ciertamente más rico que la primera vez que pasó por allí. Ahora tiene una descendencia numerosa, muchos bienes y la reconciliación con Esaú, pero sobre todo tiene un nombre nuevo y la gran bendición del Yabboq. Está agradecido por las bendiciones recibidas a lo largo de los más de veinte años durante los cuales ha seguido la primera voz: “levantémonos y subamos a Betel, y haré allí un altar al Dios que me dio respuesta favorable el día de mi tribulación, y que me asistió en mi viaje” (35,3). La gratitud, toda gratitud verdadera, es expresión de gratuidad (la raíz griega, charis, es la misma). La más valiosa es la gratitud que ‘se vuelve hacia atrás’, no la que ‘mira hacia delante’. Hay muchos sentimientos y pasiones humanas en los que no es bueno mirar atrás (véase la mujer de Lot convertida por eso en estatua de sal; 19,26). La gratitud es una excepción a esta regla, porque cuando más genuina y eficaz es, más mira hacia atrás sin preocuparse del futuro. Es posible dar las gracias, con un regalo o con un ‘altar’, a un cliente o a un proveedor, mirando, como buenos empresarios, hacia delante y sabiendo que dar las gracias es una excelente inversión para el bueno futuro de las relaciones comerciales. No hay nada malo en ello. Pero decir gracias como si el mundo se acabara en ese agradecimiento es otra cosa, más alta y pura. Esta gratitud que mira hacia atrás es gracias-gratuidad, y por eso tiene un enorme valor, porque su único motivo es intrínseco a la relación. Es, por ejemplo, el agradecimiento de aquellos que practican el arte de ‘cerrar el círculo de una relación’, y después de un encuentro o un acontecimiento (que no se repetirá) escriben a las personas sencillamente para darles las gracias. Por este mismo motivo, la gratitud más grande es la que manifestamos a los pobres y a los pequeños, no a los poderosos (a quienes nunca hay demasiado que agradecer). Bien pensado, este es también el agradecimiento que expresamos cuando participamos en el funeral de un amigo o en las bodas de oro de nuestros padres. Es el agradecimiento que mostramos en la fiesta de jubilación de un compañero (esta dimensión debería ser suficiente para cuidar más estos detalles en nuestras empresas). Es también el agradecimiento a los artistas y filósofos del pasado, o a los santos (la santidad también puede verse como una gran gratitud colectiva que, al mirar hacia atrás en la vida de una persona, ayuda a todos a mirar hacia delante y hacia lo alto). Esta es la gratitud que le expresamos (y nos expresamos recíprocamente) a nuestra esposa en el lecho de muerte, cuando en un instante y en un punto se concentran todos los dolores y todas las bellezas del universo. Estos actos de ‘gratitud hacia atrás’ no son los únicos importantes de nuestra vida, pero cuando faltan también los demás agradecimientos pierden profundidad y valor.

Pero ese peregrinar nos recuerda también que en el camino de las auténticas vocaciones individuales y colectivas, de vez en cuando hay que repetir la ‘peregrinación de Jacob’ y volver a ponerse en marcha hacia el lugar de la primera vocación. Estas peregrinaciones siempre son útiles, pero para las personas y las comunidades nacidas de la escucha de una ‘voz’ y la creencia en una ‘promesa’ son indispensables, incluso para ese especial tipo de comunidad que es la empresa. Repetir la ‘peregrinación’ de Jacob es tremendamente valioso en los momentos de crisis, cuando se acaba de vivir un conflicto o una ‘guerra’. Salir hacia un ‘altar’ se convierte en un gran y eficaz medio para volver a empezar y recuperar los fundamentos éticos y espirituales de una relación, de una comunidad, de nosotros mismos. Salir juntos, encontrando antes del camino o a lo largo del mismo los motivos para agradecer y agradecernos. Después de su triste historia, Dina desaparece de la Biblia. Pero Dina sigue vive en demasiadas mujeres y niñas (y niños) secuestradas y violadas, ayer, hoy y mañana, en Italia, en la India o en cualquier lugar. Y si la Biblia ha querido presentarnos a la única hija de los tres patriarcas como una muchacha asaltada y violada, eso quiere decir que también este absurdo dolor lo ve Dios, que sigue sufriendo cada vez que las hermanas de Dina vierten sus mismas lágrimas y las recoge para siempre en su “odre” (Salmo 51). “Jacob llegó a Betel junto con todo el pueblo que le acompañaba, y edificó allí un altar” (35,6).

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El árbol de la vida – La violación de Dina, la destructiva venganza y el pacífico gracias con el que volver a empezar

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 01/06/2014

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"Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano. Tomó la palabra Jesús y dijo: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?"

(Evangelio de Lucas, 17,15-17)

Ante la historia de Dina deberíamos simplemente permanecer en silencio: “Dina, la hija que Lía había dado a Jacob, salió una vez a ver a las muchachas del país. Siquem, hijo de Jamor el jivita, príncipe de aquella tierra, la vio, se la llevó, se acostó con ella y la violó.” (34,1).

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Lo que hace que el mundo no se acabe

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El árbol de la vida – Jacob recibe un nuevo nombre y vuelve a descubrirse como hermano

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 25/05/2014

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"Aquel día amaneció antes que de costumbre. El sol salió dos horas antes de lo debido … Aquel sol, prematuramente aparecido, estaba dotado de una admirable potencia. Brilló con el esplendor de los días de la creación, el mismo que volverá a lucir al final de los tiempos"

(Midrash mayor del Génesis, LXVIII).

A diferencia de lo que ocurre en nuestra civilización de consumo, en la Biblia los nombres de las personas (y de los lugares) son algo muy serio. Se eligen siempre para señalar simbólicamente una vocación o un destino. Pero cuando el primer nombre cambia debido a un acontecimiento o encuentro extraordinario, el nuevo nombre se convierte en una llamada a una tarea especial y universal. Así, después de la Alianza, Saray y Abram se convirtieron en Sara y Abraham. Jacob, después de su combate nocturno, se convertirá en Israel.

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Una vez reconciliado con Labán, Jacob sabe que le espera lo más difícil: el encuentro con el hermano engañado, con Esaú. Pero Jacob no sabe que antes de ver de nuevo a Esaú le espera otro encuentro extraordinario en el vado del Yabboq (un afluente del Jordán). Tras veinte años de exilio, Jacob tiene miedo de volver a la tierra de su hermano. La bendición que le robó veinte años atrás le ha acompañado durante el exilio y teme que Esaú no haya olvidado el engaño. Lo primero que hace es anunciarle su llegada: “Jacob envió mensajeros por delante hacia su hermano Esaú” (32,4). Pero se entera de que su hermano avanza hacia él con cuatrocientos hombres, y “Jacob se asustó mucho y se llenó de angustia” (32,8). Teme a Esaú y busca la reconciliación con él. Le envía abundantes bienes, para adelantarse y preparar el gran encuentro: “doscientas cabras y veinte machos cabríos, doscientas ovejas y veinte carneros … diez toros, veinte asnas …” (32,15). Y espera: “voy a ganármelo con el regalo que me precede” (32,21). Se trata de prácticas antiquísimas. Muchas veces las comunidades han usado como primera palabra los regalos. La preparación del encuentro entre Jacob y Esaú es una de las historias más antiguas, que nos revela el vínculo profundo que existe entre el don y el perdón. Jacob envía regalos a Esaú para pedirle el don del perdón. El perdón verdadero nunca es un acto unilateral, sino un encuentro de dones.

Pero entre la preparación del encuentro con Esaú y el encuentro mismo, el escritor sagrado pone una fuerte discontinuidad narrativa: nos lleva de noche al vado de un río y allí nos hace vivir uno de los episodios más extraordinarios de la Biblia, cuando Jacob, el ‘bendito por engaño’, se convierte en ‘bendito por la lucha’. Jacob llega a este encuentro nocturno con un bagaje humano-divino abundante, complejo y doloroso. A ese vado, además de los rebaños, los bienes y la familia, Jacob lleva la primogenitura, el plato de lentejas, el robo de la bendición, las mentiras al anciano padre Isaac (y a JHWH), y los engaños hechos y recibidos de Labán. Son dolores que conviven con él junto al sueño de la ‘escalera’ y el paraíso, junto a los ángeles, la promesa, la llamada y la Alianza renovada. Acompañemos pues a Jacob hasta el Yabboq, sigámosle en la noche como si leyéramos este relato por vez primera (que es la primera y única lectura fecunda de la Biblia) y luchemos a su lado.

Aquella noche se levantó, tomó a sus dos mujeres con sus dos siervas y a sus once hijos y cruzó el vado de Yabboq. … Jacob se quedó solo y alguien estuvo luchando con él hasta rayar el alba” (32,23-25). Un hombre (“ish”) se enfrenta con él en el vado. No sabemos el motivo de lo que se nos presenta como una auténtica emboscada. El hombre parece un habitante de la noche, que debe abandonar la lucha “al rayar el alba”. El combate es largo, y el hombre misterioso no consigue imponerse sobre Jacob (el Génesis muestras varias veces a Jacob como dotado de una fuerza extraordinaria; cf. 29,10). Para minar sus fuerzas, le golpea ‘por debajo de la cintura’, en la “articulación femoral”, dislocándole el fémur pero sin llegar a derrotarle (32,26). El adversario ruega a Jacob: “suéltame, que ha rayado el alba” (32,27). Y en ese preciso momento del diálogo-lucha, Jacob vuelve a mendigar una bendición: “No te suelto hasta que no me hayas bendecido” (32,27). El luchador le pregunta: “¿Cuál es tu nombre?”. “Jacob”. “En adelante no te llamarás Jacob sino Israel; porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y le has vencido” (32,29). También Jacob le pregunta al luchador por su nombre y como respuesta obtiene la bendición que le había pedido: "‘¿Para qué preguntas por mi nombre? Y le bendijo allí mismo” (32,30). En realidad el luchador misterioso ya le había revelado su nombre: “porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres”. Su adversario era un hombre y era Elohim. Jacob es bendecido y herido por la misma (P)persona. Esta es una gran metáfora de la fe (de la fe bíblica, no de la de los vendedores de consumos emotivos y psíquicos), que es una experiencia que sólo nos bendice hiriéndonos. Es también un gran icono de las relaciones humanas verdaderas (el adversario era también un hombre), en las que la bendición de la alteridad sólo nos alcanza cuando estamos dispuestos a exponernos a la posibilidad de la herida. Pero esta lucha es también una imagen poderosa de las relaciones humanas de nuestra sociedad de mercado; relaciones que se dan dentro de las empresas y las organizaciones, donde estamos perdiendo la bendición del otro porque tenemos miedo de su herida. Y así vemos que hay una carestía de bendiciones, de felicidad.

Cojeando “Jacob levantó los ojos y al ver que venía Esaú … se inclinó en tierra siete veces”. Pero “Esaú corrió a su encuentro, le abrazó, se le echo al cuello, le besó y lloraron” (33,4). Podemos hacer procesos interminables y ganar mil causas, pero la verdadera reconciliación sólo llega cuando conseguimos ‘llorar juntos’. Cualquiera que haya recibido una ofensa grave, sobre todo si viene de un familiar o de una persona amada, sabe que ese dolor es mucho más profundo que cualquier condena o indemnización en dinero. La única cura eficaz para esa herida es la reconciliación, el abrazo. Cuando no se ‘llora juntos’ la distancia entre el dolor y la indemnización es demasiado grande y las heridas permanecen abiertas y siguen sangrando. Las lágrimas derramadas por la muerte de nuestros seres queridos, por las profundas injusticias sufridas, por las calumnias recibidas, por las bendiciones robadas, sólo pueden ser enjuagadas si se funden en un abrazo con las lágrimas de aquellos que las han causado. Ya lo sabemos; sabemos que es muy difícil, pero también sabemos que no hay otro camino para tratar de curar las heridas de las relaciones primarias de nuestra vida. Y los procedimientos penales y civiles deberían favorecer estos abrazos.

Una pregunta sigue abierta entre muchas otras: ¿Por qué Dios se enfrenta y lucha con Jacob cuando éste se dirige a recomponer la fraternidad? ¿Por qué se entromete entre Jacob y Su promesa? En este combate podemos descubrir una de las leyes más profundas y menos exploradas de la humanidad. En un momento decisivo de la vida, el justo lucha con su justicia, el fundador con su obra, el carismático con su carisma, el poeta con su poesía y el empresario con su empresa. No por una perversión o por una maldad intrínseca de la vida o tal vez de Dios, sino porque cuando aquel que ha recibido una vocación y ha respondido a ella llega al culmen moral de su propia existencia, inevitablemente llega la ‘etapa del nombre nuevo’. Debe luchar con su primera misión y con su bendición para poder recibir, después de la herida de la lucha, otra bendición más auténtica. Yabboq y Jacob son nombres que en hebreo suenan parecido, casi como si uno fuera el anagrama del otro. Durante estas luchas, el principal adversario-luchador es lo más hermoso y grande de la vida, que se resiste interiormente a ‘morir’, y lucha y hiere: deus contra deum. Pero sólo cuando se sale de este vado, se levanta de verdad el vuelo hacia el infinito. Allí Raimundo Maximiliano Kolbe se convierte en el Padre Kolbe y lo hace para siempre.

Al final del combate, ‘Israel’ recibe la bendición de ‘Jacob’, puesto que comprende y siente que la vida-tarea de ayer no es un enemigo que nos combate sino un amigo que nos abraza y nos bendice, y que con la herida nos abre un acceso a la parte más profunda y mejor de nosotros mismos. Antes de ese vado nocturno, la bendición de Jacob era la que le había robado a su hermano. Ahora, que ha recibido una nueva bendición, completamente suya, que le quedará grabada para siempre en la carne (hay una tradición rabínica que dice que Jacob cojeó el resto de su vida), él también puede bendecir a Esaú: “acepta, te ruego, mi bendición” (33,11). Y el círculo se cierra. También nosotros, como Jacob, vamos mendigando bendiciones. Pero hoy corremos el peligro de perder la capacidad espiritual para entender que las grandes bendiciones se esconden dentro de las heridas inflingidas en la carne de nuestras relaciones. “Jacob llegó sin novedad a la ciudad de Siquem, en la tierra de Canaán” (33,18).

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El árbol de la vida – Jacob recibe un nuevo nombre y vuelve a descubrirse como hermano

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 25/05/2014

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"Aquel día amaneció antes que de costumbre. El sol salió dos horas antes de lo debido … Aquel sol, prematuramente aparecido, estaba dotado de una admirable potencia. Brilló con el esplendor de los días de la creación, el mismo que volverá a lucir al final de los tiempos"

(Midrash mayor del Génesis, LXVIII).

A diferencia de lo que ocurre en nuestra civilización de consumo, en la Biblia los nombres de las personas (y de los lugares) son algo muy serio. Se eligen siempre para señalar simbólicamente una vocación o un destino. Pero cuando el primer nombre cambia debido a un acontecimiento o encuentro extraordinario, el nuevo nombre se convierte en una llamada a una tarea especial y universal. Así, después de la Alianza, Saray y Abram se convirtieron en Sara y Abraham. Jacob, después de su combate nocturno, se convertirá en Israel.

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El perdón es una bendita lucha

El árbol de la vida – Jacob recibe un nuevo nombre y vuelve a descubrirse como hermano por Luigino Bruni publicado en Avvenire el 25/05/2014 descargar el pdf en español "Aquel día amaneció antes que de costumbre. El sol salió dos horas antes de lo debido … Aquel sol, prematuramente aparecido, ...
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El árbol de la vida – Y el hombre supo que los contratos nunca serían suficientes.

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 18/05/2014

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"Cuando Labán vio que Jacob no traía nada con él, dedujo que debía llevar en la alforja una gran cantidad de dinero y le abrazó por el costado … Jacob mismo le dijo: ‘Te equivocas si crees que he venido cargado de dinero. No tengo más que palabras’".

Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos.

El hombre antiguo tenía varios modos para acceder al misterio de la vida. Vivía en un mundo en el que los hombres, las mujeres y los seres “visibles” no eran más que una pequeña parte de todos los habitantes parlantes. La tierra estaba llena de mensajes y símbolos que podía percibir de forma fuerte y clara. Muchas de aquellas “palabras” vivas y verdaderas nosotros las hemos olvidado, como ocurre cuando aprendemos de adultos una nueva lengua y olvidamos la que aprendimos de niños. Eso nos empobrece.

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Al llegar a la tierra de su tío Labán, Jacob "divisa un pozo en el campo" (Génesis 29,2). El pozo es un gran símbolo en las culturas nómadas. Era y sigue siendo señal de vida, de regeneración de la naturaleza, de salvación de rebaños y personas, lugar de relaciones, de comunidad, de oasis y de encuentros. En la Biblia muchos encuentros entre hombres y mujeres tienen lugar alrededor de un pozo (Isaac, Moisés, Jesús con la Samaritana…). Existe una antigua y amplia familiaridad entre la mujer y el agua (sirenas, ninfas…). También Jacob conoce a su prima Raquel cerca de un pozo mientras pastoreaba las ovejas ("pues era pastora": 29,9) y se queda inmediatamente prendado de ella: "Jacob besó a Raquel y luego estalló en sollozos" (29,11).

La primera vez que la palabra “salario” aparece en la Biblia es durante el largo y complicado tiempo que pasa Jacob en casa de Labán: "Indícame cuál será tu salario" (29,15). El primer salario es una esposa: "Te serviré siete años por Raquel, tu hija pequeña" (29, 18). Es cierto que en este especial salario quedan rastros (que no nos gustan) del mundo antiguo, donde las hijas eran una especie de “mercancía” (31,14), pero también se esconde, como una perla, una de las más bellas definiciones del amor humano: "Jacob sirvió por Raquel siete años, que se le antojaron como unos cuantos días, de tanto que la amaba" (29,20).

En estos complejos e interesantes capítulos vemos que Jacob, como asalariado, no era un hombre libre. Era un extranjero sin propiedades, un trabajador por cuenta ajena, que vivía en unas condiciones sociales y jurídicas parecidas a las de un esclavo (en el mundo pre-moderno sólo la propiedad de la tierra creaba riqueza y estatus). Pero al cumplirse los siete años acordados, el contrato-salario no funciona: Labán, con un engaño (arte que Jacob conocía muy bien), le da por mujer no a Raquel "de bella presencia", sino a Lía, la primogénita "de ojos tiernos" (29,17), y le pide que se quede a su servicio otros siete años más para tener también a Raquel como esposa. Jacob se queda, porque "amaba a Raquel más que a Lía” (29,30). Transcurridos otros siete años, Jacob quiere regresar a Canaán. Labán debe abonarle su compensación: "Fíjame tu paga, y te la daré" (30,28). Los dos estipulan otro acuerdo para determinar la parte del rebaño que le corresponderá a Jacob, un contrato lleno de trucos (30,31-43) que acabará por comprometer la relación entre ellos (31,1-2). Así pues, también este segundo contrato entre Labán y Jacob produce conflictos e injusticias.

Hoy como ayer los contratos pueden producir desigualdades cada vez mayores y conflictos, si se convierten en instrumentos para empobrecer a la parte más débil del intercambio. Los fuertes y los débiles existen y siguen siendo tales aunque firmen contratos “libremente”. Esta es otra razón por la que al humanismo bíblico no le bastan los contratos (por muy necesarios e incluso indispensables que sean), sino que necesita pactos.

Este mensaje aparece en el epílogo del diálogo-conflicto que mantienen Labán y Jacob. Labán alcanza a Jacob en su huída y el sobrino le expresa toda su frustración por las injusticias del tío, que le había cambiado "diez veces el salario" (31,41). Pero al final de este difícil diálogo, Labán le dice: "Ven y hagamos un pacto entre los dos" (31,44). Después de la Alianza con JHWH y de las alianzas con los pueblos extranjeros, llega ahora la primera alianza entre hombres de la misma comunidad, un pacto entre dos personas que se descubren finalmente como semejantes. El contrato-salario no había sido para ellos un buen instrumento de paz y de justicia, el pacto sí lo será. En todos los pactos los símbolos son esenciales: "Entonces Jacob tomó una piedra y la erigió como estela" (31,45). La primera estela la había erigido en Betel (28,18) como altar después del sueño de la “escalera” que subía al cielo. Ahora erige una segunda estela por un pacto con otro hombre. Los pactos entre hombres no merecen estelas más pequeñas, porque también ellos celebran la Alianza, la vida, el amor. Tal vez esta sea la razón por la que la Iglesia católica considera el matrimonio celebrado por los esposos como un sacramento, igual que la eucaristía.

Pero los símbolos de este pacto no terminan aquí: "Y dijo Jacob a sus hermanos: “Recoged piedras”. Tomaron piedras, hicieron un majano y comieron allí sobre el majano". Y Labán dijo: "Testigo sea este majano entre tú y yo". (31,52). También Isaac comió con Abimelek (26,30) tras estipular la alianza entre ellos. Comer juntos después de un pacto era y sigue siendo mucho más que una “comida de trabajo” (si bien en todas las comidas de trabajo hay un eco de aquellos antiguos pactos). Compartir el alimento es compartir la vida, es la comunión que se hace también comida. El banquete de bodas es un elemento importante del pacto nupcial, porque dice comunitariamente otras palabras de vida importantes. Una reconciliación o una declaración de amor adquieren más fuerza si van acompañadas de una cena, de una fiesta, aunque estén preparadas con sobriedad. No creo que estos buenos pactos puedan celebrarse en clubs privados o secretos, en los que por el contrario se celebran muchos malos pactos, como vemos todos los días. En muchas culturas, después de los funerales se acostumbra a comer junto con los familiares del difunto, porque el alimento compartido se convierte en dolor compartido y en la renovación de un pacto comunitario. Nuestros funerales son tristes, pero más triste es lo que viene después del funeral: la soledad.

Nuestra época será recordada por muchas cosas espléndidas, pero también por haber inventado la comida rápida o el bocadillo solitario para el descanso a la hora del almuerzo. Todos conocemos la gran diferencia que existe, en términos de alegría y calidad de vida, entre una comida compartida con amigos o compañeros y una comida en solitario. Cuando comemos con un buen amigo o compañero, además de calorías “comemos” bienes relacionales que nos alimentan tanto o más que la comida y además mejoran nuestro trabajo, nuestra vida y nuestra salud (lo dicen los datos). El exceso de bocadillos solitarios es una señal de que nuestro modelo económico no es sostenible.

En los actos verdaderamente importantes, las palabras humanas son esenciales pero no son suficientes. Queremos oír hablar a la naturaleza, al cielo, a los antepasados, a los ángeles, a la tierra toda. Cuando detrás de un contrato hay cosas verdaderamente importantes (una nueva escuela, un hospital…) un brindis no basta. He conocido empresarios civiles y cooperadores que cuando contratan a un nuevo trabajador le invitan a cenar y durante esa cena le entregan la historia de la empresa, sus valores originales, y así el pacto fundacional revive y se amplía. No podemos ser compañeros de viaje sin el cum-panis, sin el pan compartido.

Los contratos que producen vida buena y duran en el tiempo van precedidos o seguidos de pactos. Una empresa que haya nacido sólo de contratos, o bien se convierte también en pacto (muchas veces tras superar una crisis) o muere. En la sociedad tradicional, los pactos estaban implícitos en las comunidades de las que los contratos de las empresas y de las cooperativas eran expresión; empresas y familias que, no por casualidad, nacían de una pertenencia familiar, política o espiritual común. También nuestra democracia y nuestras instituciones han nacido de pactos que brotaron de las lágrimas y la sangre de guerras y dictaduras. Por este motivo los contratos que generaron aquellos pactos han sido fuertes y buenos y nos hacen vivir todavía hoy.

¿Pero dónde estamos fundamentando hoy los nuevos contratos, los nuevos bancos, los nuevos partidos, las nuevas empresas? ¿Dónde están nuestros pactos, nuestros símbolos, nuestras estelas, nuestros cum-panis? ¿Hasta cuándo nos conformaremos con tener por “testigos” a las hipotecas y a los abogados? Esta “falta de fundamento” es la razón más profunda de tantas crisis de nuestro tiempo. Nuestra generación sigue apoyando sus pactos sobre un patrimonio ético, espiritual y simbólico construido durante siglos de civilización. Pero lo estamos agotando. Si queremos empezar a regenerarlo, tenemos que volver a fundar simbólicamente nuestras relaciones y aprender de nuevo a compartir el pan bueno.

Después de aquel pacto y de aquella comida de paz, a Jacob “le salieron al encuentro los ángeles de Dios".

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El árbol de la vida – Y el hombre supo que los contratos nunca serían suficientes.

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 18/05/2014

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"Cuando Labán vio que Jacob no traía nada con él, dedujo que debía llevar en la alforja una gran cantidad de dinero y le abrazó por el costado … Jacob mismo le dijo: ‘Te equivocas si crees que he venido cargado de dinero. No tengo más que palabras’".

Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos.

El hombre antiguo tenía varios modos para acceder al misterio de la vida. Vivía en un mundo en el que los hombres, las mujeres y los seres “visibles” no eran más que una pequeña parte de todos los habitantes parlantes. La tierra estaba llena de mensajes y símbolos que podía percibir de forma fuerte y clara. Muchas de aquellas “palabras” vivas y verdaderas nosotros las hemos olvidado, como ocurre cuando aprendemos de adultos una nueva lengua y olvidamos la que aprendimos de niños. Eso nos empobrece.

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El camino: decir y fortalecer la alianza

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El árbol de la vida – Jacob necesitó un sueño para encontrar su “escalera”. ¿Y nosotros?

de Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 11/05/2014

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"Samuel dijo a Saúl: "<¿Por qué me perturbas y me haces subir?>. Saúl respondió: ".

Primer libro de Samuel, 28,15

El libro del Génesis no es un tratado de moral ni un manual de ética familiar. Es mucho más que eso. El ciclo de Jacob (capítulos 27-37) es un hermoso fresco sobre la grandeza humana y sus contradicciones, en el que se usan todos los colores de la vida y todos los tonos de las relaciones sociales y familiares, desde los resplandecientes y luminosos de las teofanías y las bendiciones hasta los tenebrosos y nocturnos de las mentiras y los engaños.

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Cuando Esaú, que se había quedado engañado a orillas del río de la Alianza en compañía de otros "vencidos", descubrió el segundo engaño del hermano (el robo de la bendición patriarcal) “se enemistó con Jacob. … y se dijo: ‘Se acercan ya los días del luto por mi padre. Entonces mataré a mi hermano Jacob’” (27,41). La madre, Rebeca, que había orquestado el engaño, al conocer las intenciones de Esaú, le dijo a Jaocb: “Mira que tu hermano Esaú va a vengarse de ti matándote … hazme caso: levántate y huye a donde mi hermano Labán” (27,42-45). Toda fraternidad negada es una apertura a la posibilidad del fratricidio. Jacob obedece una vez más a su madre. Se va para no morir, evitando que su fraternidad conozca el mismo epílogo de Caín. La fraternidad en la Biblia no es nunca romántica ni sentimental. Otra salvación que llega "por dispersión" (como en Babel, como en la separación de Abraham y Lot). En el desierto le espera el encuentro decisivo, en un sueño. Allí Jacob se encuentra por primera vez con JHWH, quien le dirige una llamada personal. Desde ese momento JHWH ya no será sólo el Dios de los padres (“JHWH, tu Dios”, le había dicho Jacob a Isaac durante el diálogo del engaño; 27,20), sino que se convertirá también en su Dios, en la Voz que le llama por su nombre. Llegado al desierto, cae la noche y Jacob se duerme. Tiene un sueño: “Una escalera apoyada en la tierra y cuya cima tocaba los cielos; y he aquí que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella” (28,12). Y siempre en sueños JHWH le habla: “Yo soy JHWH, el Dios de tu padre Abraham y el Dios de Isaac. … Tu descendencia será como el polvo de la tierra … por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra” (28,13-14). Jacob, el tercer patriarca, el suplantador y el engañador, tiene un encuentro personal con el Dios de la Alianza y de los padres, y la promesa se convierte también en su promesa. Al despertar, exclama: “Así pues, está JHWH en este lugar y yo no lo sabía”. “Esta es la puerta del cielo” (28,16-17).

En la antigüedad, los sueños siempre estaban revestidos del misterio, eran algo serio e importante. También en la Biblia los sueños son lugar de verdaderas teofanías. Los hombres desconocían todavía la existencia del inconsciente y eran libres de soñar soñando y tenían varios lenguajes para escuchar y descifrar las múltiples y diversas palabras de la vida.

Antes de este sueño, Jacob no había recibido una vocación. Era tan solo el "nieto" de Abraham, hijo de la Alianza y de la promesa, pero era un hombre con una conducta ética de perfil bajo, ni mejor ni distinta de la de muchos hombres de su pueblo. El había escuchado los relatos sobre la Alianza y la promesa al atardecer con su familia bajo la tienda y había alimentado la esperanza en su alma. Pero la herencia de la Alianza y la promesa no pasa a través de la sangre; no es un título nobiliario ni se transmite con el apellido. Toda alianza hace referencia al nombre, es una vocación, un encuentro personal con la Voz que llama y que crea una tarea y un destino.

No basta ser hijo o pariente del fundador de una empresa para recoger su herencia moral. Un hijo hereda el estatus, el prestigio y los bienes de los padres, pero si no llega un momento en el que al menos uno de la familia siente una llamada personal a continuar la primera aventura humana y moral, a seguir con el sueño y el pacto que la engendraron, esa empresa muere (o es vendida). Mientras Juana no sea más que la hija de Bruno, el fundador, mientras no llegue un nuevo sueño, el primer pacto muere. La vocación existe, también en nuestro mundo postmoderno y desencantado que parece incapaz de soñar y de escuchar las voces profundas de la vida. Podemos tener ideas distintas acerca de Quién o qué es la voz que llama, pero es un dato de la experiencia que la tierra está llena de vocaciones que la hacen vivir y renacer cada día. No podríamos explicar (o lo haríamos mal) la existencia de artistas, científicos, poetas y misioneros, así como la presencia de muchos emprendedores sociales y civiles, si no tomamos en consideración la categoría de la vocación. Y desconoceríamos dimensiones esenciales de la vida (como la gratuidad) si en la tierra no hubiera personas "movidas interiormente", que no van detrás de los incentivos sino que siguen una voz.

Noemí llevaba veinte años trabajando para una empresa pública, Un día, un día concreto, sintió que tenía que dejar su trabajo seguro para dar vida con otros socios a una empresa en el sector de las energías alternativas, transformando así sus ideales éticos en un proyecto profesional y social. Un día, un día concreto, Marco leyó "por casualidad" un libro de economía y sintió el deseo de escribir al autor: “Este libro lo has escrito para mí”. Algunos años después, Marco cambió de vida y hoy es un empresario civil y de comunión. Pasión, interés, preferencias… ¡por supuesto! Pero para entender y contar bien estas historias de ayer, de hoy y de siempre, la palabra más fuerte y eficaz es ‘vocación’ (deberíamos escribir un “diccionario de las vocaciones” recogidas en los distintos campos de la actividad humana). La experiencia más auténtica y más fuerte es escuchar interiormente: “Puedes convertirte en algo que aún no eres, y que es la parte mejor de ti mismo”. Cada persona tiene una vocación, un camino hacia su propia excelencia y hacia el bien común, un "todavía no" que espera convertirse en un "ya". Pero no todas las vocaciones florecen, porque sin el encuentro con personas y lugares de gratuidad estas voces no se oyen. El ruido de la vida diaria las sofoca, un ruido que en nuestra civilización es demasiado fuerte. Cada vez que una persona descubre, sigue y mantiene una vocación, allí se da siempre un encuentro entre pasado, presente y futuro, entre cielo y tierra, que cambia y mejora el mundo para siempre. A veces esta voz se oye a los 12 años, a veces a los 80. La edad y la salud importan poco. Lo único que cuenta es encontrar un día la "puerta" del cielo y ver a los "ángeles" subir y bajar por la "escalera" que lo une a la tierra y a nuestra vida.

Lorenza es escritora y cuando compone sus relatos ve "bajar del cielo" a la abuela Ana que en los pocos años que pudo ir a la escuela aprendió de memoria las poesías que le recitaba los días de fiesta. Franco, empresario, el día en que por fin pudo inaugurar la sede de su empresa, "subió al cielo’" y le dio las gracias a su bisabuelo Juan, que de niño le transmitió la belleza y la sabiduría de crear con las manos y con el corazón.

Al despertar del sueño-encuentro, Jacob tomó la piedra (28,11) sobre la que había dormido y que había "participado" de su sueño porque también ella estaba viva, "la erigió como estela y derramó aceite sobre ella. Y llamó a aquel lugar Betel, aunque el nombre primitivo de la ciudad era Luz" (28,18-19). En las historias de vocaciones, la geografía tiene el mismo peso que la historia. No hablan sólo los hechos y los documentos, también hablan los lugares. Todos los símbolos son un encuentro entre historia y geografía, palabras y lugares. No podemos entender quiénes son de verdad Madre Teresa y Gandhi sin la India, o Etty Illesum sin la Holanda ocupada por los nazis, o don Oreste Benzi sin algunas oscuras calles de Rimini. También los lugares tienen nombres (es decir, llamada y destino), participan como protagonistas en nuestras historias y vocaciones, porque entre la tierra y los hombres existe una misteriosa pero real ley de reciprocidad. Todo eso el hombre de la Biblia lo sabía muy bien. Nosotros, con nuestra capacidad simbólica atrofiada, lo sabemos peor, pero no lo hemos olvidado del todo. Así, en los momentos de cansancio volvemos, muchas veces por instinto, a los lugares simbólicos de nuestra vida, donde un día concreto y en un lugar concreto, escuchamos la Voz decisiva, para dejarnos amar por ellos, para volver a elegirnos, para volver a soñar el primer sueño y sentirnos llamados por nuestro nombre.

La tierra y el cielo siguen vivos y nos hablan, Y nosotros, como Jacob, seguimos soñándolos y buscando toda la vida la "puerta del cielo" y una "escalera" para alcanzarlo.

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El árbol de la vida – Jacob necesitó un sueño para encontrar su “escalera”. ¿Y nosotros?

de Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 11/05/2014

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"Samuel dijo a Saúl: "<¿Por qué me perturbas y me haces subir?>. Saúl respondió: ".

Primer libro de Samuel, 28,15

El libro del Génesis no es un tratado de moral ni un manual de ética familiar. Es mucho más que eso. El ciclo de Jacob (capítulos 27-37) es un hermoso fresco sobre la grandeza humana y sus contradicciones, en el que se usan todos los colores de la vida y todos los tonos de las relaciones sociales y familiares, desde los resplandecientes y luminosos de las teofanías y las bendiciones hasta los tenebrosos y nocturnos de las mentiras y los engaños.

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La puerta del cielo es una voz

El árbol de la vida – Jacob necesitó un sueño para encontrar su “escalera”. ¿Y nosotros? de Luigino Bruni publicado en Avvenire el 11/05/2014 descarga el pdf en español "Samuel dijo a Saúl: ". Saúl respondió:
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El árbol de la vida – Isaac se “equivocó” de hijo, no de bendición

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 04/05/2014

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"No tengo manos
que me acaricien el rostro
(duro es el quehacer
de estas palabras
que no saben de amores),
no sé la dulzura
de vuestros abandonos;
he sido guardián
de vuestra soledad:
soy salvador
de horas perdidas" (D.M. Turoldo)

El arte, la poesía y la literatura serían muy distintos si no existieran el libro de Job, el Cantar de los Cantares, los Salmos, el Evangelio de Lucas o el libro del Génesis. Serían mucho más pobres en belleza y en palabras. Pero la fuerza poética de la Biblia se asienta sobre una radical, incondicional y absoluta fidelidad a la palabra; una fidelidad decisiva también para nosotros, los lectores de hoy, aunque nos cuente entenderla.

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En el ciclo de Isaac, la naturaleza y la fuerza de la palabra se manifiestan dentro de una tensión entre el plan "subversivo" de Rebeca y la voluntad de Isaac. La Alianza entre JHWH y Abraham continúa con dos gemelos que aparecen como rivales en conflicto ya desde el seno materno ("los hijos se entrechocaban en su seno", 25,22). Esaú "llegó a ser un cazador experto, un hombre montaraz, y Jacob un hombre tranquilo y sedentario" (25,27). En paralelo, se nos desvela una predilección cruzada de los padres hacia los hijos: "Isaac sentía predilección por Esaú", mientras que la madre "Rebeca prefería a Jacob" (25,28). Isaac, sintiendo que se acercaba su muerte, le pidió a Esaú que saliera a cazar para él "a fin de que mi alma te bendiga antes que me muera" (27,4). Rebeca "estaba escuchando" el diálogo y le dijo a Jacob: "Hijo mío, hazme caso en lo que voy a recomendarte. Ve al rebaño y tráeme de allí dos cabritos hermosos. Yo haré con ellos un guiso suculento para tu padre como a él le gusta … para que te bendiga antes de su muerte" (27,8-10). Jacob dijo: "Pero si mi hermano Esaú es velludo y yo soy lampiño. A ver si me palpa mi padre y … me busco una maldición en vez de una bendición" (27,11-12). Rebeca respondió: "Sobre mí tu maldición, hijo mío"(27,13). Así Rebeca "tomó las más preciosas ropas de Esaú… y vistió a Jacob, su hijo pequeño. Luego, con las pieles de los cabritos le cubrió las manos y la parte lampiña del cuello" (27,15-17). Jacob entró donde su padre y le dijo: "Soy tu primogénito Esaú" (27,19). Isaac le palpó y dijo: "La voz es la de Jacob, pero las manos son las manos de Esaú" (27,22). Después de aspirar el aroma de las ropas de Esaú ("el aroma de mi hijo es como el aroma de un campo", 27,27), pronunció su bendición: "Que Dios te dé el rocío del cielo y la grosura de la tierra, mucho trigo y mucho mosto…" (27,28-29). Después de esta bendición robada, llegó Esaú con la caza y le ofreció al padre su suculento guiso. Isaac le dijo: "¿Quién eres tú?". Respondió: "Soy tu hijo primogénito, Esaú" (27,32).

Aquí la narración da un giro. Un lector moderno, desconocedor del curso del relato, esperaría que la justicia de Isaac le llevara a llamar a Jacob y a revocar su bendición, incluso transformándola en maldición. En cambio, nada de eso ocurre: "A Isaac le entró un temblor fuerte y le dijo: … “Ha venido astutamente tu hermano y se ha llevado tu bendición”" (27,35). Isaac reconoce el engaño, sufre por su hijo predilecto, pero no retira la bendición: "Le he bendecido y bendito está" (27,33). Esaú "alzó la voz y rompió a llorar" (27,38). Así Esaú entra a formar parte del pueblo invisible de los rechazados pero no abandonados, como Ismael, Caín y sus muchos hijos.

Para entrar en este complejo episodio, debemos suspender el juicio “ético”, renunciar al análisis político (Esaú se convertirá en fundador de un pueblo rival de Israel) o psicológico acerca del comportamiento de Jacob y de Rebeca, y concentrarnos sobre todo en Isaac y en la lógica de la Alianza y la palabra. Isaac era el hijo dado y devuelto a Abraham, continuador de la Alianza de su padre y del arco iris de Noé, heredero del Pacto con la Voz que había creado el mundo diciéndolo, pronunciándolo. La Palabra llamó a Abraham por su nombre y habló con él, y después con Isaac (26,2-6). Ambos dialogaron con el Dios de la Palabra creadora y creyeron en la fuerza de sus palabras: las palabras de la promesa eran eficaces, pronunciadas para siempre.

Guardar la Alianza y mantenerse fiel a ella supone también guardar fidelidad a la palabra. Pero el "precio" de guardar la palabra evitando su degeneración es su irrevocabilidad: la palabra creadora crea siempre y para siempre, incluso cuando se pronuncia creyendo a un hijo mentiroso. Isaac no pudo retirar la bendición porque sus palabras eran palabras creadoras, eficaces, capaces de cambiar la realidad y habían hecho de Jacob, el suplantador, un bendito, "y bendito está".

El Génesis y toda la cultura bíblica han salvado la fuerza de la Palabra afirmando y salvando también la irreversibilidad de las palabras, asumiendo todas las consecuencias, a veces tan dolorosas como en el caso extremo y escandaloso de la hija de Jefté (Jueces 11,30-50). Pero, gracias al mantenimiento a toda costa de la palabra dada, alguien un día pudo escribir: "La Palabra se hizo carne" (Juan 1,14).

Los poetas, los escritores, los periodistas y todos los amantes de la palabra, de su valor y responsabilidad, deben estar agradecidos a Isaac y al Humanismo bíblico por haber salvado la fuerza creadora de la palabra. Nuestra cultura ha perdido esa fuerza, su ser para siempre. Estamos inundados de palabras que ya no dicen nada, que se multiplican como si la multiplicación de palabras escritas pudiera suplir la muerte de la fuerza creadora de la palabra dada. Llenamos los contratos de multitud de palabras escritas, no pronunciadas, que expresan la desconfianza y la ineficacia de las palabras que deberían ser su fundamento.

La fuerza de los contratos escritos sólo puede nacer de la fuerza de las palabras. Los contratos surgieron como evolución de los pactos, que eran y siguen siendo palabras creadoras. Los contratos son letra muerta cuando detrás de la palabra escrita no queda nada de creador y eficaz. Cuando las civilizaciones decidieron poner por escrito los pactos, los contratos y las leyes, lo hicieron para dar más fuerza a la palabra dada, no para sustituirla.

Un poco de la antigua fuerza de las palabras sobrevive hoy en los (escasos) pactos que todavía no se han convertido únicamente en contratos. Por ejemplo, durante el rito del matrimonio las palabras de los esposos son las que crean la nueva realidad de una "sola carne". Esas palabras serán después reforzadas y ratificadas por la firma de los esposos y testigos. Pero si las palabras creadoras no existieran antes, las firmas en el acto matrimonial no dirían nada o lo dirían mal. La familia nace de una promesa recíproca pronunciada, de un encuentro creador entre voces. Todos sabemos (y no debemos olvidarlo) que cuando queremos decir algo importante a un familiar o a un amigo (como por ejemplo pedir perdón) no basta escribir una carta y mucho menos un e-mail. Es necesario hablar y decir “perdóname”, y es necesario escuchar “te perdono”. No basta verlo escrito. Hoy como ayer, para fundar relaciones, familias, amistades o empresas, debemos volver a aprender a hablar; debemos volver a decirnos unos a otros los pactos, las promesas y las alianzas “en voz alta”. Todo eso vale también para las empresas y para los mercados que, cuando pierden el contacto con las palabras de las personas, se desnaturalizan y abandonan el territorio de lo humano. La fuerza de las palabras "te amo" dichas a una (sola) persona, sólo se puede entender dentro de una visión responsable en cuanto creadora e irreversible de la palabra y de las palabras.

Nuestro tiempo vive una profunda noche de la palabra y de las palabras, y corre peligro de morir ahogado en un mar de charlas, chats y sms. Es muy importante reconciliarse y volver a encontrar la palabra y las palabras, con su seriedad y su responsabilidad. En este nuevo encuentro, podría ser de gran ayuda acudir a la escucha de los poetas. Los poetas son esenciales para la vida, porque crean y dan vida a las palabras, defendiéndolas de la muerte. Son esenciales sobre todo en nuestro tiempo sin palabra y por lo tanto sin palabras.

Gracias Padre Isaac, y gracias Esaú, que pagasteis un alto precio por guardar la palabra para nosotros. A nosotros nos queda la responsabilidad de no despreciar vuestro don.

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El árbol de la vida – Isaac se “equivocó” de hijo, no de bendición

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 04/05/2014

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"No tengo manos
que me acaricien el rostro
(duro es el quehacer
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no sé la dulzura
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he sido guardián
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soy salvador
de horas perdidas" (D.M. Turoldo)

El arte, la poesía y la literatura serían muy distintos si no existieran el libro de Job, el Cantar de los Cantares, los Salmos, el Evangelio de Lucas o el libro del Génesis. Serían mucho más pobres en belleza y en palabras. Pero la fuerza poética de la Biblia se asienta sobre una radical, incondicional y absoluta fidelidad a la palabra; una fidelidad decisiva también para nosotros, los lectores de hoy, aunque nos cuente entenderla.

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