stdClass Object ( [id] => 16969 [title] => Simplemente la vida [alias] => simplemente-la-vida [introtext] =>El alba de la medianoche/29 – Hemos sido engendrados para siempre; el mundo no será abandonado.
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (55 KB) el 05/11/2017
«La Biblia no es mi texto sagrado, si bien advierto su sacralidad, que deduzco de su capacidad para absorber el grito del mundo. El grito de dolor de Jeremías es prácticamente un aullido. Job aúlla. Isaías también. Es un texto sagrado hecho de desesperaciones, fracasos y una implacable fe en un Dios que no responde»
Guido Ceronetti, en una entrevista del 2013
«Palabra que dijo Jeremías, profeta, a Baruc, hijo de Nerías, cuando escribió estas palabras en el rollo, al dictado de Jeremías, el año cuarto de Joaquín, hijo de Josías, rey de Judá: Esto dice el Señor, Dios de Israel, para ti, Baruc: “Tú dices: ¡Ay de mí!, que el Señor añade penas a mi dolor; me canso de gemir y no encuentro reposo”. Dile esto: Así dice el Señor: ... “¿Y tú pides algo grande para ti? No lo pidas. Porque yo he de enviar desgracias a todo ser vivo pero tú salvarás tu vida como botín adondequiera que vayas». (Jeremías 45, 1-5).
[fulltext] =>Es muy bonito que una tradición bíblica (el texto griego de los Setenta) haya querido poner como broche de oro del libro de Jeremías esta bendición a Baruc. Jeremías culmina su libro con una palabra de YHWH para su discípulo. No sabemos mucho de Baruc. Este secretario-notario aparece en el libro de Jeremías dentro del gran relato de la compra del campo en Anatot (capítulo 32). Después se convierte en mucho más que un secretario-escribano: le acompaña en las tremendas horas de la toma de Jerusalén, transcribe dos veces sus palabras en el rollo (cap. 36), se las lee a la comunidad en el templo y después le sigue a Egipto. El texto data esta bendición más de veinte años antes de la ocupación babilónica. Pero el redactor final del texto – quizá el mismo Baruc –, violentando la sucesión cronológica de los hechos, coloca esta bendición en Egipto, al final de la vida de Jeremías. Es como un testamento, que puede haber sido escrito en un momento cualquiera de la vida, pero solo se revela y es eficaz al final. O como las vocaciones, que se desarrollan en el tiempo-kronos pero solo se comprenden al final, en ese tiempo-kairós distinto y único. A lo mejor Baruc tuvo que esperar más de veinte años, pasando por todas las pruebas de Jeremías y suyas, para comprender el sentido de esa bendición. La comprensión de esas palabras distintas exige siempre la vida entera, a veces incluso no basta una vida.
Baruc es la imagen del discípulo bueno de un profeta. Es la pluma de la voz. Aprende las palabras de YHWH escuchando las palabras de Jeremías. Padece sufrimientos y angustias parecidos (“me canso de gemir y uno encuentro reposo”), posiblemente los mismos en algunos momentos decisivos. Esta asociación nos desvela algo de la dinámica típica de la relación entre un profeta (y quien ha recibido un carisma) y sus discípulos. El primer encuentro con el profeta se puede producir en distintos contextos. Es posible que Baruc lo conociera trabajando, realizando su oficio de escribano-transcriptor de un contrato. Si es así, aquel contrato tan laico se convirtió en sacramento de otra llamada decisiva, que alteró su vida y su trabajo.
La llamada del discípulo del profeta es una vocación distinta pero va unida a la del profeta. El profeta recibe la palabra directamente de YHWH. También el discípulo recibe una palabra directa y personal, pero solo la puede comprender en una relación dinámica con el profeta. Baruc sabe que sin un lazo, profundo y misterioso pero esencial, con la tarea, el destino y el desarrollo de Jeremías, él no puede desempeñar su tarea, ni entender su palabra y realizar su destino, ni tampoco desarrollarse. La vida del discípulo es un “cuerpo a cuerpo” personal. No es un simple seguidor del profeta. Vive un seguimiento múltiple: sigue al profeta, a la voz que habla en el profeta y a la voz que habla en su alma. La belleza típica de los discípulos de los profetas consiste en permanecer y crecer dentro de este específico triálogo. A algunos profetas puede bastarles el diálogo, pero los discípulos necesitan un número más, dos no es suficiente. Por eso, el error más típico y frecuente de los seguidores de un profeta consiste en reducir el triálogo a diálogo, bien anulando la voz en su propia conciencia, bien prescindiendo del profeta para ir directamente a la fuente de las palabras (“¿y tú pides algo grande para ti?”), bien – este es el caso más común – identificando la voz del profeta con la de YHWH (y haciendo del profeta un ídolo). Para convertirse en discípulos adultos, no hay que reducir el tres a dos.
El discípulo tiene, pues, un papel activo, dinámico, responsable y creativo. Un discípulo que solo sea discípulo no es un buen discípulo. Baruc con el tiempo se convierte en compañero, socio, consejero y tal vez co-autor de palabras que, al ser escritas, pasan de ser palabras de Jeremías a ser palabras también de Baruc. La Biblia – como la vida – es grande porque es más grande que las palabras de sus protagonistas principales. Probablemente durante las largas esperas de la palabra, como los diez larguísimos días transcurridos en el campamento de Belén (42,7), Jeremías dialogaría con Baruc, compartiría con él el sentido de ese silencio, las incertidumbres, los miedos y las esperanzas. Tal vez podamos descubrir un rastro de estos diálogos secretos en la acusación que le dirigen los supervivientes: «Baruc, hijo de Nerías, te incita contra nosotros, para entregarnos en manos de los caldeos» (43,3).
Quien es o ha sido discípulo de un profeta conoce bien los diálogos silenciosos, los penosos acompañamientos del alma, la búsqueda de la propia no-luz en los ojos del otro. Incluso la co-escritura de palabras donadas. Si Baruc no hubiera sido más que un simple secretario de Jeremías, su nombre no habría sido elegido más tarde para un libro bíblico y para otros escritos apócrifos y apocalípticos.
Si es cierto que el discípulo tiene una necesidad absoluta del profeta, no es menos cierto que el profeta necesita discípulos, al menos uno. Quién sabe cuántos profetas no habrán dejado huella por falta de un Baruc, o porque su Baruc no fue tan adulto, fiel y resiliente como el profeta. Esta reciprocidad misteriosa está en el corazón de la vida carismática del mundo, que hace de la profecía, que es tal vez la experiencia más individual bajo el sol, una experiencia colectiva, transformando una voz interior en una realidad social.
Esta relación entre Jeremías y Baruc encierra también una imagen espléndida de la paternidad. El hijo recoge nuestra palabra, escribe nuestro nombre. Asiste y acompaña nuestros sufrimientos, nuestros fracasos, nuestra fidelidad y nuestra infidelidad. Sella la compra de nuestro campo y al final ve que no volvemos a casa, porque el campo comprado no era para nosotros. Recoge nuestro testamento. El hijo no puede entrar en esa esfera íntima del conocimiento donde cada uno escucha en solitario su voz, pero nos ayuda a entenderla e interpretarla con su sola presencia. Después, un día recibe nuestra última bendición y nosotros nos damos cuenta de que no hemos podido ahorrarle los sufrimientos y las angustias de todos, y que el único don verdadero, “botín” y herencia, es sencillamente la vida. Y después salimos de escena, esperando haber cumplido simplemente con nuestro deber, hasta el final. Cada hijo escribe nuestra promesa, es testigo, es herencia, es notario de nuestro testamento. Es el alba a medianoche.
No sabemos mucho del Jeremías de la historia, pero sí sabemos mucho, casi todo, del Jeremías del libro. Esto nos basta. Su libro no nos habla de los últimos días de Jeremías ni de su muerte. Desaparece como Moisés, como Isaías. No mueren como héroes, porque no vivieron como héroes. Recibieron una vocación, una tarea, una misión y simplemente la desempeñaron hasta el final. Pero al vivirla nos enseñaron qué quiere decir una vocación, qué significa una palabra olvidada y borrada por nuestra generación: para siempre. Y después se van, como se van los amigos, los padres y los maestros. Y nosotros nos quedamos más solos.
Este Jeremías, seducido por su Dios, nos ha seducido a nosotros. Nos hemos parecido un poco a Baruc. A lo mejor nosotros también le hemos conocido trabajando - ¿qué hay más vocacional que el trabajo? -, nos ha seducido con sus palabras inmensas e infinitas y libremente hemos decidido seguirle. Con él hemos asistido a la caída de Jerusalén y de nuestros templos. Si no leemos a Jeremías sentados sobre las ruinas de nuestras religiones, de nuestro pueblo y de nuestros sueños más grandes, no nos seducirá ni nos cambiará. Le hemos visto colgarse un yugo al cuello, romper una jarra, ser torturado en la cárcel. Nos hemos alegrado con él cuando un eunuco le ha liberado. Después le hemos seguido a Egipto, hemos sido deportados con él y hemos acabado entre ídolos dorados y brillantes. Hemos escuchado una vez más su condena de la idolatría, hemos entendido que la tentación de la idolatría estaba dentro de nosotros y hemos intentado volver a creer en esa palabra desnuda, invisible y distinta.
Hoy hemos escuchado esta última bendición, y hemos sentido que era y es también para nosotros: “tú salvarás tu vida como botín adondequiera que vayas”. Hemos descubierto que esta bendición de Baruc se parece mucho a la bendición de Jeremías al eunuco etíope (39,18), un descartado, un extranjero, una víctima. Las bendiciones de los profetas son sobre todo bendiciones para las víctimas, para los pobres, los perseguidos, los mansos y los afligidos. Solo conocen estas bienaventuranzas. Nos las repiten y nos las repetirán siempre, como eternos mendigos de nuestra escucha, que siempre será demasiado escasa.
Nosotros también debemos dejar que Jeremías salga de escena. No sin el dolor típico y grande de quien se despide de un amigo de verdad. Sabe, espera que vuelva, pero la separación duele siempre. Quiero que también en esta ocasión, al terminar el comentario de este libro para Avvenire, mi última palabra sea un gracias plural, grande, sincero y emocionado. Gracias a la Biblia, porque sigue alimentándome sin saciarme. Gracias a Jeremías, maestro inmenso de vida, compañero necesario para aprender el oficio de vivir. Gracias a vosotros, lectores que, como Baruc, habéis seguido conmigo a Jeremías en este largo camino que ha durado seis meses y ha pasado volando porque “un día con los profetas es como mil años fuera de ellos”. Y gracias, como siempre, al director Marco Tarquinio que sigue regalándome su confianza generativa.
A partir del domingo que viene retomaremos el tema de las Organizaciones con Motivación Ideal (OMI), con la seguridad de que las palabras que nos ha regalado Jeremías nos ayudarán a conocer un poco mejor la gramática de los ideales que se convierten en organizaciones y comunidades. «Y el Señor me dijo: el mundo no será olvidado». (Apocalipsis Sirio de Baruc, IV).
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Este gran poeta de Dios se despide con una bendición especial para Baruc, que se abre al misterio del seguimiento de los profetas y a la vocación típica y bella del discípulo. Luigino Bruni en Avvenire. 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Luigino Bruni
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (58 KB) el 29/10/2017
«Cuanto mayor es el desarraigo del ámbito vital que nos es propio, tanto desde el punto de vista profesional como personal, con más fuerza percibimos que nuestra vida, a diferencia de la de nuestros padres, tiene un carácter fragmentario. Nuestra existencia espiritual queda inconclusa».
Dietrich Bonhoeffer, Carta a Eberhard Bethge, 1944
La ideología es la anti-esperanza. La esperanza nace en la realidad imperfecta de hoy y se alimenta de un mañana mejor, que todavía no conoce pero espera. Es la virtud-don que nos permite atravesar desiertos, caminar en la aridez sabiendo que al final nos espera una tierra prometida, que es real aunque nadie la haya visto. La esperanza nos permite ver Canaán mientras aún estamos en las aguas de Meribá.
[fulltext] =>La ideología, por el contrario, vive de un hoy que ya es perfecto y no espera nada de lo que no conoce. Nos deja siendo toda la vida esclavos en Egipto, pero tiene una extraordinaria capacidad para transformar la esclavitud de las fábricas de ladrillos en una “tierra que mana leche y miel”. La tierra prometida es la que se habita ya. Por eso, la falta de sorpresa y de asombro es típica de los enfermos del mal de la ideología. No pueden asombrarse porque no hay nada que les interese en el mundo presente y futuro que no haya acontecido ya o sea ya conocido y perfectamente controlado y dominado. El asombro necesita cierta ignorancia (a lo mejor solo los niños se asombran verdaderamente) y cierto deseo que nace de la conciencia de que la vida es maravillosa y sus páginas más bellas todavía están por escribirse. Entonces lo esperamos todo, siempre, de verdad. Pero cuando nos hemos convencido de que hemos llegado finalmente a poseer el secreto de la vida y que conocemos todo lo que hay que conocer bajo el sol, no queda nada que esperar. Los deseos se apagan y comenzamos a morir.
La ideología es la transformación de la idea en realidad. La ideología niega el “espacio” que separa lo ideal de lo real, o bien lo vive como un mal, un pecado, un escándalo. En cambio, la esperanza cultiva y cuida lo real de hoy para que pueda florecer mañana en algo nuevo; y ese “espacio” es el terreno del deseo y de la espera. El ya de la ideología maldice al todavía no. La esperanza, en cambio, lo bendice porque lo vive como el comienzo del cumplimiento de la promesa.
La Biblia es, entre otras muchas cosas, un gran tratado sobre el nacimiento, desarrollo y justificación de las ideologías. Es una sintaxis, y muchas veces una semántica, de la naturaleza tremenda del pensamiento y de la acción ideológica. El pueblo ha visto Jerusalén invadida, el templo convertido en un montón de escombros, y el rey y sus ministros muertos o deportados. Ha creído a los falsos profetas, se ha alimentado de ilusiones, hasta que no ha quedado nada de su reino. Pero ahora, a pesar de todas las evidencias en contra, sigue produciendo ideologías, dando su interpretación de esa ruina. Jeremías solo puede contar otra historia, la de siempre, porque es la única que conoce: «Respondió Jeremías a todo el pueblo: “¿Y no recordaba el Señor y no pensaba en todo el incienso que quemabais en las ciudades de Judá…? El Señor ya no podía soportar vuestras malas acciones, las abominaciones que cometíais… No habéis procedido según su Ley, preceptos y mandatos. Por eso os ha sucedido esa calamidad, que dura hasta hoy"» (Jeremías 44, 20-23).
Llegamos casi al final de nuestro comentario al libro de Jeremías y debemos intentar responder a una pregunta difícil pero ineludible: ¿Y si lo de Jeremías también fuera ideología? ¿Y si la interpretación de Jeremías hubiera resultado verdadera tan solo porque la hizo propia la élite de intelectuales que fijó el canon? ¿Y si el culto verdadero hubiera sido el de la “reina del cielo”, el buen culto de la gente sencilla, de las mujeres humildes y oprimidas? ¿Quién nos dice que Jeremías hablaba en nombre del Dios verdadero mientras sus connacionales lo hacían en nombre de ídolos equivocados? Nadie nos lo puede decir con certeza ni tampoco podemos excluir que algunas de estas cosas ocurrieran realmente. Del mismo modo que nadie puede garantizarnos que Jeremías y los demás profetas bíblicos no fueran simples auto-engañados como todos los falsos profetas, neuróticos convencidos de que oían voces que no existían. ¿No serían las vicisitudes y los conflictos internos del poder religioso de Israel los que consideraron “verdaderos” y buenos los oráculos de algunos profetas y falsos todos los demás? ¿No elegiría la escuela rabínica, en un momento determinado, a Jeremías o a Isaías como profetas, ocultando los oráculos de otros profetas competidores suyos?
Estas preguntas son serias porque están en la raíz de toda la Biblia y de todo humanismo religioso (y tal vez también laico), porque hablan, sencillamente, de esa grandísima experiencia humana que se llama fe. La fe es antes que nada confianza en el relato de una experiencia histórica de la relación entre un pueblo y su Dios. Primero viene la fe y después la experiencia subjetiva de creer en la existencia de Dios. También pueden darse contemporáneamente, pero la primera es la decisiva. Entre otras cosas, porque cuando creer en Dios no es o no se convierte en creer en la palabra de las personas concretas que me han contado a ese Dios dentro de las vicisitudes de su propia historia, esta creencia dura poco, sirve para muy poco, y no incide en la vida y cuando incide solo hace daño. Sin creer antes en el capital narrativo de los padres y madres en la fe, nunca sabremos si la voz que nos llamó un día por nuestro nombre era un fantasma, un ídolo, un auto-engaño o simplemente nada.
Esta fe no es la garantía ni la seguridad de que no estamos creyendo en una historia falsa. La libertad del creyente está precisamente en la posibilidad real de haber creído en un gran engaño colectivo. Aquí está su belleza y su riesgo. La fe puede no ser una ilusión porque es posible que lo sea. Y cuando comenzamos a estar seguros de la imposibilidad de la ilusión ya estamos pisando el terreno de la ideología. Demasiadas personas no consiguen madurar dentro de experiencias colectivas de fe porque no son educadas para habitar ese riesgo existencial. Por eso crecen con una fe demasiado pequeña como para convertirse en personas adultas.
El dios abstracto se hace concreto cuando alguien me cuenta una historia y me dice cuál es el nombre de Dios. En la Biblia, el nombre es también la encarnación de la idea de Dios en una experiencia histórica y concreta, el Logos que viene a habitar entre nosotros. El nombre es una palabra revelada en un encuentro concreto entre un hombre con un nombre (Moisés) y una voz, en las laderas de un monte con un nombre (Horeb), para liberar a un pueblo esclavo en un lugar (Egipto). El nombre significa historia, geografía, comunidad, tradición. Por eso el nombre de YHWH es custodiado en el corazón mismo de la Ley. Es la intimidad de una relación concreta y viva. Se pronuncia sin pronunciarlo.
Entonces, no resulta sorprendente que a las mujeres que hacían «tortas con la imagen de la reina del cielo» (44,19), Jeremías les responda: «Cumplid los votos que habéis hecho de ofrecer incienso y libaciones a la reina del cielo. Pero escuchad la palabra del Señor, judíos que habitáis en Egipto: Mirad: Yo juro por mi nombre ilustre – dice el Señor – que ya no invocará mi nombre ninguna boca judía, diciendo “vive YHWH"» (44,26). A la imagen de la reina del cielo impresa en el pan, Jeremías contrapone el nombre. El nombre no es la imagen. En la Biblia, la única imagen verdadera y buena de Dios es el Adam. Pero nosotros no somos el nombre de Dios. Estamos hechos a su imagen, pero no heredamos su nombre.
Este diálogo entre nombre e imagen nos muestra algo importante del humanismo bíblico y de su antropología. La Biblia nos dice que en nuestro ser llevamos impresa la imagen de Dios, pero no llevamos su nombre. A diferencia de las generaciones humanas, el Dios bíblico es un Padre que no imprime su nombre en el de sus hijos. Nos deja nuestro nombre y nos imprime su imagen. Nuestra libertad es tan grande que es también libertad del nombre del Padre pero no de la imagen, que sigue impresa también en los hijos de Caín.
Quien quiera leer la palabra de Dios en la tierra, tiene la Biblia y otros textos sagrados (y profanos: mucha literatura y poesía). Quien quiera oír la voz de Dios, puede escuchar a los profetas. Pero quien quiera ver lo más divino que hay bajo el sol solo tiene que mirar a lo más humano que hay en la tierra: un hombre, una mujer. Para salvar esta altísima dignidad de los seres humanos, la Biblia no nos permite representar otras imágenes de la divinidad. Serían menos hermosas y verdaderas que las que ya tenemos a nuestro alrededor, cada día, cuando nos miramos unos a otros. Cuando apareció en la tierra el primer hombre, el universo comprendió algo más de la imagen de Dios.
El hecho de representar una divinidad en un pan o en una piedra ya le dice al hombre bíblico que el Dios representado es un ídolo. Le dice: la única imagen buena de ese nombre eres tú. Aquí encontramos también una explicación a la pobreza pictórica de la tradición del pueblo de Israel: la prohibición de representar la imagen de YHWH se ha convertido en un freno para representar la imagen de su imagen. No somos Dios, pero nos parecemos tanto a él que la primera y mayor tentación del hombre es hacerse dios a sí mismo y, por tanto, hacerse idólatra de sí mismo.
Estas palabras sobre el “nombre” son las últimas de Jeremías. Después saldrá de escena sin que Baruc nos cuente el final de su vida, tal vez para no arriesgarse a que las vicisitudes de su biografía eclipsaran su palabra no-suya. Con la estupenda bendición de Jeremías a Baruc concluiremos el próximo domingo nuestra búsqueda del alba a medianoche. Mientras tanto, nos detenemos aquí para que el corazón descanse contemplando la imagen más bella bajo el sol, que brilla e ilumina las noches más oscuras del mundo.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (58 KB) el 29/10/2017
«Cuanto mayor es el desarraigo del ámbito vital que nos es propio, tanto desde el punto de vista profesional como personal, con más fuerza percibimos que nuestra vida, a diferencia de la de nuestros padres, tiene un carácter fragmentario. Nuestra existencia espiritual queda inconclusa».
Dietrich Bonhoeffer, Carta a Eberhard Bethge, 1944
La ideología es la anti-esperanza. La esperanza nace en la realidad imperfecta de hoy y se alimenta de un mañana mejor, que todavía no conoce pero espera. Es la virtud-don que nos permite atravesar desiertos, caminar en la aridez sabiendo que al final nos espera una tierra prometida, que es real aunque nadie la haya visto. La esperanza nos permite ver Canaán mientras aún estamos en las aguas de Meribá.
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Luigino Bruni
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«Un pueblo que cree en sí mismo tiene también su Dios propio. Proyecta su goce consigo mismo, su sentimiento de poder, en un ser al que puede dar las gracias por todo eso. Quien es rico ansía dar; un pueblo orgulloso tiene necesidad de un Dios al que "sacrificar"… Donde declina la voluntad de poder, se registra un decaimiento fisiológico, una "décadence". La divinidad de la "décadence" se convierte en el Dios de los fisiológicamente decadentes, de los débiles.»
Friedrich Nietzsche, El Anticristo
Hay momentos decisivos en los que la fe y la esperanza son prácticamente una misma cosa. Esto es lo que ocurre cuando la pregunta: “¿tú crees?” nos parece demasiado pequeña e incapaz de captar la riqueza del misterio de nuestro corazón. Cuando perdemos la fe sencillamente porque nos hacemos adultos y la primera fe infantil no logra crecer junto al amor y al dolor propio y ajeno, entonces puede que la fe vuelva a casa de la mano de la esperanza. La esperanza es más resiliente que la fe, pues incluso bajo un cielo vaciado siempre podemos esperar que las palabras buenas que nos decían que en el mundo había un amor más grande fueran verdaderas; que algunas fueran verdaderas, al menos una. Aunque dejemos de creer en Dios, siempre podemos esperarlo. Podemos esperar que nuestro mayor haya sido el que cometimos el día en que dejamos de rezar, pero aquel día no podíamos saberlo. Y esta esperanza, humilde y mansa, se convierte en una nueva oración verdadera, que llena de vida y de belleza la humanísima e inquieta espera del todavía-no.
[fulltext] =>«Juan, hijo de Carej, y sus capitanes reunieron al resto de Judá, (...) y también al profeta Jeremías y a Baruc, hijo de Nerías. Y llegaron a Egipto, sin obedecer al Señor» (Jeremías 43, 4-7). Los supervivientes llevan consigo a Jeremías y a su discípulo Baruc a Egipto. Le llevan en medio de ellos, como si fuera una nueva arca de la Alianza. No escuchan sus palabras, pero el pacto con ese Dios distinto y los relatos de los patriarcas y de la liberación a través del mar, siguen vivos en sus cromosomas morales y espirituales y, de algún modo, siguen determinando sus acciones.
Es lo mismo que les ocurre a quienes olvidan la fe de los padres y las oraciones aprendidas en la infancia, pero experimentan un dolor verdadero cuando un terremoto destruye la iglesia del pueblo donde de pequeños escuchaban palabras buenas. Puede que esta fe no sea solo cultura o nostalgia de la infancia. Puede que actúe a un nivel más profundo de nuestra psicología, que obre sin que seamos conscientes, a veces incluso a nuestro pesar, como un instinto o un destino. Puede que no escuchemos a los profetas, puede que incluso los matemos, pero hay un “resto” del alma que puede sintonizar con su voz. Por eso los queremos con nosotros. No les escuchamos, pero nos gusta tenerlos cerca, a nuestro lado, por esa necesidad de vida y de verdad que también sienten los malvados. Cuando somos malos, no dejamos de ser humanos. Somos Adán antes que Caín, y seguimos siendo Adán después de Abel. Seguimos siendo imagen y semejanza de aquel a quien podemos no escuchar con los oídos, pero no podemos evitar escuchar con los tuétanos. Esta es la antropología bíblica.
Tras llegar a Egipto con la caravana, Jeremías sigue simplemente realizando su tarea, cumpliendo su destino. Sigue profetizando en nombre de YHWH, hablando con la boca y con los gestos: «El Señor dirigió la palabra a Jeremías en Tafne: “Agarra unas piedras grandes y entiérralas en el mortero del pavimento que está a la entrada del palacio del faraón en Tafne, en presencia de los judíos”» (43,8-9). El sentido del gesto queda claro de inmediato: «Yo mandaré a buscar a Nabucodonosor, rey de Babilonia, mi siervo, y colocaré su trono sobre estas piedras que he enterrado, y plantará su pabellón sobre ellas» (43,10). Han huido a Egipto, pero no pueden escapar a su triste destino. En Egipto, YHWH sigue hablando a Jeremías y entregándole mensajes para el pueblo. Y Jeremías obedece. Lo ha hecho toda la vida y lo sigue haciendo en el exilio, sin patria y sin templo. Esta voz nómada y errante, que habla sin templo, entre deportados y nuevos dioses, expresa una vez más la radical laicidad del humanismo bíblico: para encontrar el espíritu divino en la tierra solo hacen falta personas humanas, voces de hombres y de mujeres, manos, ojos y cuerpos. El único templo imprescindible bajo el sol somos nosotros. Tal vez en este tiempo nuestro, donde Dios habla cada vez menos en los templos, podamos esperar escuchar su voz si encontramos y reconocemos al menos a un profeta.
Jeremías sigue profetizando y los suyos siguen sin escucharle: «Así dice el Señor, Dios de Israel: "¿Por qué me irritáis con las obras de vuestras manos, quemando incienso a dioses extraños en Egipto?"» (44,7-8). Al final de su misión y de su vida, Jeremías se encuentra combatiendo las mismas batallas de los primeros tiempos en Anatot. Sobre todo, vemos su eterna y continua lucha contra la idolatría, la gran enfermedad de Israel y de todas las religiones, que los profetas podrían curar si fueran escuchados: «Todos los hombres que sabían que sus mujeres quemaban incienso a dioses extraños y todas las mujeres que asistían y los que habitaban en Patros respondieron a grandes voces a Jeremías: "No queremos escuchar esa palabra que nos dices en nombre del Señor, sino que haremos lo que hemos prometido: quemaremos incienso a la reina del cielo y le ofreceremos libaciones; igual que hicimos nosotros y nuestros padres, nuestros reyes y jefes en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén"» (44,15-17). Coherentes y sinceros en su rechazo hasta el final.
El hecho de que encontremos la misma (y vana) lucha contra la idolatría al final del libro y al final de la profecía de Jeremías, deportado, cansado y viejo, tiene una enorme importancia. El día en que Jeremías recibió la vocación, YHWH le dijo: los reyes, los sacerdotes y todo el pueblo «te harán la guerra, pero no te vencerán» (1,19). ¿Cómo es que los enemigos no han “vencido”? En realidad, si recorremos el libro entero, nos daremos cuenta de que Jeremías sabía, por vocación, que el pueblo estaba demasiado deteriorado como para convertirse. Siempre ha tenido que anunciar el final. ¿Dónde está, pues, la “victoria” de Jeremías? Antes que nada, hay que decir que los profetas no quieren vencer, solo quieren responder a su vocación, resistir hasta el final en la falta de éxito y en la frustración, no apagar su voz y dejar que siga gritando en el desierto donde nadie escucha. En ese sentido, Jeremías sí que “ha vencido”.
Los profetas saben que no pueden ganar sus batallas idolátricas. La idolatría es invencible, porque a los seres humanos nos gusta demasiado construir ídolos. Hasta el final, el libro de Jeremías nos explica una y otra vez la naturaleza de la idolatría y por tanto su carácter inevitable: «Desde que dejamos de quemar incienso a la reina del cielo y de ofrecer libaciones carecemos de todo, y morimos a espada y de hambre» (44,17-19). La raíz de la idolatría es nuestra tendencia radical a transformar la relación con la divinidad en un intercambio comercial. Creemos en un dios mientras nos conviene, mientras esa divinidad en particular satisface nuestras necesidades; y cambiamos de dios en cuanto pensamos que otro “dios” servirá mejor a nuestros intereses. Cuando cambiamos un dios por otro más conveniente estamos diciendo claramente que tanto el dios viejo como el nuevo son, simplemente, ídolos, es decir experiencias de consumo para buscar nuestro interés. La relación idolátrica consiste en consumirse recíprocamente: el ídolo consume a su creyente y el idólatra consume al ídolo, hasta el recíproco holocausto total.
La idolatría regresa puntualmente cada vez que en la experiencia religiosa o ideal prevalece la dimensión del consumo de bienes espirituales, la búsqueda de emociones fuertes, la satisfacción de los propios intereses y del placer. Los hombres y las mujeres siempre lo han hecho. Y lo siguen haciendo, dentro y fuera de las religiones, dentro y fuera de la iglesia y de los movimientos y comunidades religiosas. Es natural, es humano, buscar una relación de conveniencia también con Dios. Pero no es la experiencia de Dios que los profetas ofrecen y defienden.
La relación con el Dios bíblico le conviene al hombre en grado máximo. Pero esa conveniencia se sitúa en un plano distinto al económico, al del consumo y el placer. Esta es la gran enseñanza de Job, de los evangelios y de los profetas. No es la conveniencia del poder y de la riqueza. La conveniencia del Dios bíblico tiene que ver más bien con la impotencia de Job, la derrota de los profetas, la “potencia” del Sermón de la montaña, la “debilidad” de un Dios omnipotente que no consigue convertir ni siquiera a su pueblo. Todas las veces, y son muchas, que medimos la conveniencia de la fe con el metro de nuestro consumo y de nuestro placer ya estamos dentro de una relación idolátrica, aunque a nuestro ídolo conveniente le demos el nombre de Dios. No debemos olvidar que, en las faldas del Sinaí, el nombre que se le dio al becerro de oro, paradigma de todo ídolo, fue el de YHWH: «Entonces ellos exclamaron: “Este es tu Dios, Israel, el que te ha sacado de la tierra de Egipto". Viendo esto Aarón, erigió un altar ante el becerro y anunció: “Mañana habrá fiesta en honor de YHWH"» (Éxodo 32,4-5). Quizá el principal motivo que hace invencible la idolatría sea precisamente el nombre: el ídolo de hoy lleva con frecuencia el mismo nombre que el Dios de ayer, y lo celebramos bajo el mismo monte, en los mismos altares y con las mismas oraciones.
La tenaz lucha de los profetas contra la idolatría, que la Biblia ha conservado, nos ayuda a tomar conciencia de nuestra idolatría (nosotros, en cambio, vemos antes la idolatría de los demás). Después, nos da esperanza en que un día podremos oír una voz distinta más allá de los muchos ídolos que llenan nuestra casa. La fe bíblica, toda fe, es auténtica si nos ayuda a tomar conciencia de nuestra natural e inevitable condición idolátrica, y por consiguiente deja que nazca en el alma el deseo de algo más verdadero. Y nos lo repite cien veces, mil veces, a lo largo de la vida. Hasta el final, cuando nos ayudará, si no hemos dejado de escucharla y frecuentarla, a distinguir al ángel bueno de la muerte del último ídolo desconocido. Ese será nuestro último gracias a la Biblia, a los profetas, a la vida.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (71 KB) el 22/10/2017
«Un pueblo que cree en sí mismo tiene también su Dios propio. Proyecta su goce consigo mismo, su sentimiento de poder, en un ser al que puede dar las gracias por todo eso. Quien es rico ansía dar; un pueblo orgulloso tiene necesidad de un Dios al que "sacrificar"… Donde declina la voluntad de poder, se registra un decaimiento fisiológico, una "décadence". La divinidad de la "décadence" se convierte en el Dios de los fisiológicamente decadentes, de los débiles.»
Friedrich Nietzsche, El Anticristo
Hay momentos decisivos en los que la fe y la esperanza son prácticamente una misma cosa. Esto es lo que ocurre cuando la pregunta: “¿tú crees?” nos parece demasiado pequeña e incapaz de captar la riqueza del misterio de nuestro corazón. Cuando perdemos la fe sencillamente porque nos hacemos adultos y la primera fe infantil no logra crecer junto al amor y al dolor propio y ajeno, entonces puede que la fe vuelva a casa de la mano de la esperanza. La esperanza es más resiliente que la fe, pues incluso bajo un cielo vaciado siempre podemos esperar que las palabras buenas que nos decían que en el mundo había un amor más grande fueran verdaderas; que algunas fueran verdaderas, al menos una. Aunque dejemos de creer en Dios, siempre podemos esperarlo. Podemos esperar que nuestro mayor haya sido el que cometimos el día en que dejamos de rezar, pero aquel día no podíamos saberlo. Y esta esperanza, humilde y mansa, se convierte en una nueva oración verdadera, que llena de vida y de belleza la humanísima e inquieta espera del todavía-no.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (44 KB) el 15/10/2017
«Si Dios existe, hoy más que nunca necesita que haya alguien que, si no sabe decir quién es, al menos nos diga quién no es. Nosotros necesitamos cambiar de Dios para conservarlo, y para que él nos conserve a nosotros»
Paolo de Benedetti, ¿Qué Dios?
Cuando se produce el encuentro con la Biblia, si se produce, si este es un encuentro casto (porque no usamos la Biblia para nuestra propia felicidad), libre (porque estamos dispuestos a descubrir nuevas realidades y a cambiar de verdad todas nuestras convicciones acerca de la religión) y gratuito (porque no busca convertir a nadie excepto el propio corazón), la amistad con la palabra bíblica se convierte en una maravillosa educación a la intimidad de la palabra y de las palabras.
Finalmente comenzamos a amar a los poetas, a entenderlos mejor y de otra manera, a darles las gracias en el alma. Descubrimos la profundidad de la sabiduría, aprendemos a distinguirla de la inteligencia y de los talentos naturales y, por tanto, a encontrarla, abundante, entre los pobres. Y después nos ponemos a la escucha para aprender. Si además tenemos suficiente valor y resiliencia como para llegar hasta los profetas, nos esperan descubrimientos aún más impresionantes y grandes. Por ejemplo, podemos intuir la relación que existe entre las distintas palabras presentes en la Biblia. Podemos entender que cuando la palabra de YHWH, en distintas formas y momentos, llega al alma de los profetas, es solo palabra de Dios, pero en cuanto pasa del alma a la boca, para ser pronunciada, se convierte también en palabra de Jeremías, Isaías o Amós.
[fulltext] =>Toda la Biblia es fruto de ese diálogo estupendo entre logos y carne, entre palabra acogida en el alma y palabra dicha con la boca, entre obediencia y libertad. Esa palabra es toda de Dios y toda del profeta; toda de la relación entre el profeta y Dios. De este modo nos asomamos al misterio trinitario de la palabra bíblica. Pero si el camino avanza y salva sobre todo la libertad, entonces es posible pasar del encuentro con la intimidad de la palabra a otra idea y a otra experiencia de Dios, incluso de su fundamento. Empezamos a conocer a otro Dios, lo vemos salir de las religiones y de los templos para trasladarse a las fábricas, a las pateras de los inmigrantes, a las salas de juego, a las calles desoladas de la noche. Los ídolos aman los altares y los sacrificios; el Dios bíblico solo está cómodo en los lugares que un dios-como-dios-manda no debería frecuentar. Porque solo allí consigue resucitar cada día. Las religiones no resistirán la onda expansiva de dolor y amor del tercer milenio si no se transforman en algo distinto a lo que han sido durante los milenios anteriores. El cristianismo tendrá futuro como humanismo religioso (y no solo como cultura y tradición) si renace, una vez más, de la Biblia.
En el “resto” de Judá que no fue deportado a Babilonia y ahora está acampado cerca de Belén, está Jeremías. El grupo de supervivientes está abatido y perdido, no sabe qué hacer. Por eso echan mano de un recurso extremo. Van a ver a Jeremías y le dicen: «Reza al Señor, tu Dios, por nosotros y por todo este resto (…) Que el Señor, tu Dios, nos indique el camino que debemos seguir y lo que debemos hacer» (42,2-3). Estas palabras, llenas de confianza, parecen sinceras y probablemente lo sean. Jeremías responde: «De acuerdo; yo rezaré al Señor, vuestro Dios, según me pedís, y todo lo que el Señor me responda os lo comunicaré, sin ocultaros nada» (42,4). Ellos responden: «Sea favorable o desfavorable, obedeceremos al Señor, nuestro Dios» (42,6). Es un diálogo muy hermoso, lleno de emoción y de pathos, de confianza recíproca, donde YHWH al final pasa de ser «tu Dios» a «nuestro Dios». Estas palabras podrían iniciar un cambio radical en la actitud del pueblo, puesto a prueba y amansado por tantos sufrimientos.
Pasa el tiempo y solo «diez días» después (42,7), Jeremías recibe la palabra. Diez larguísimos días para una comunidad atemorizada, desbandada y herida. Podemos imaginar los movimientos de los corazones y los cuerpos en el campamento de Belén. Probablemente Juan y los demás comandantes se acercarían a la tienda de Jeremías y alguna vez se atreverían a cruzar el umbral para preguntar si había llegado la palabra para ellos. ¿Por qué Jeremías espera diez días, en un momento tremendo, cuando los días son tan largos que parecen meses o años? Sencillamente porque los profetas, cuando hablan en nombre de Dios, no son dueños del contenido ni de los tiempos de la palabra. Los falsos profetas hablan a voluntad, sencillamente porque no tienen nada verdadero que decir. Este largo tiempo que transcurre entre la pregunta y la respuesta es la enésima prueba de la honradez de Jeremías, de la verdad de su profecía. Los profetas son mendigos de la palabra distinta que deben anunciar. Piden y después solo cabe esperar, pobres como todos, pero con la seguridad de que la palabra llegará. Son centinelas ignorantes de la noche (Isaías 28), que pueden y deben escuchar y acoger todas las preguntas sin poder dar todas las respuestas.
El profeta es el hombre y la mujer de la espera, que se sorprende y emociona cada vez que la palabra, que podía venir, llega de verdad. ¿Qué experimentarán los profetas en el momento en que sienten que la palabra se está formando en su seno? Toda palabra verdadera es un don, un parto, que requiere todo el tiempo de la gestación y dolores de parto. La palabra verdadera solo puede hacerse carne en la plenitud del tiempo. La tierra de Belén lo verá de nuevo.
Jeremías es consciente de que el clima de confianza se está deteriorando hora tras hora, y la probabilidad de que la palabra, que está madurando en la espera, sea acogida se hace más pequeña a cada minuto que pasa. Seguro que tiene una opinión acerca de la decisión que el pueblo debe tomar, pero durante su larga vida ha aprendido a distinguir la voz del hombre Jeremías de la que YHWH le susurra en su interior. Seguro que ha pensado que la palabra esperada de YHWH será, con toda probabilidad, muy parecida a la que había dicho otras veces: confiad en los babilonios y quedaos en la patria bajo su protección. Pero decide esperar hasta el final. Tal vez hicieran falta diez largos días porque la voz de su opinión personal era fuerte. Cuanto más fuertes son las ideas propias del profeta honesto, más difícil y lento debe ser el proceso de discernimiento espiritual. Este proceso, delicadísimo, no siempre llega a cumplimiento. Uno de los sufrimientos típicos de los profetas con fuerte personalidad (como Jeremías) está en impedir que sus propias ideas tapen la voz de Dios. Es muy fácil que un profeta verdadero con una fuerte personalidad se transforme en falso profeta, si la fuerza de su propia voz acalla la otra voz. Los “pecados contra el Espíritu Santo” no son perdonables sobre todo para los profetas. Otras veces el proceso se bloquea porque la gravedad de determinados momentos y la compasión del profeta hacia su gente, que sufre en la espera, le hacen acelerar los tiempos, y la respuesta llega en el octavo o noveno día. Ese día no esperado es el día decisivo. Una de las cualidades más valiosas de los profetas es la de ser capaz de resistir bajo la tienda mientras la gente se agolpa a su alrededor pidiendo, llorando y gritando que llegue el don de la palabra.
Jeremías consigue llegar al décimo día y finalmente habla. Pero ¿quién nos dice que diez días son el tiempo adecuado y no once o veinte? Nos lo dice la Biblia, porque si Jeremías, en ese acontecimiento decisivo de su vida y de la vida del pueblo, se hubiera equivocado de día, todo habría sido distinto, su aventura habría tenido un final distinto, y su libro tal vez no habría llegado hasta nosotros, o habría sido muy distinto. Esta es la misteriosa pero verdadera “infalibilidad” de la palabra bíblica. «Así dice el Señor, Dios de Israel, a quien me enviasteis para presentarle vuestras súplicas: Si os quedáis a vivir en esta tierra, os construiré y no os destruiré, os plantaré y no os arrancaré» (42,9-10). La palabra que Jeremías recibe para el pueblo es una palabra grande, fuerte, importante. Dentro de ella encontramos las palabras vocacionales de Jeremías, las del primer día. Pero esta vez no son exactamente las mismas palabras. A Jeremías YHWH le había dicho que tendría que «edificar y destruir, plantar y arrancar» (1,10). Ahora, al final de su vida, recibe una palabra que se convierte en el cumplimiento de su vocación: no destruir ni arrancar, sino solo construir y una nueva vida. Durante esos diez días no solo madura una palabra para el pueblo; la espera engendra también una palabra nueva para Jeremías.
Pero, mientras tanto, en esos diez larguísimos días, muchas cosas han cambiado. Los sentimientos de confianza y familiaridad recíproca han cambiado radicalmente. El miedo y la inseguridad toman de nuevo la delantera, y el “cesto de higos” que se ha quedado en Judá se muestra, de nuevo, podrido (cap.24). Dicen a Jeremías: «¡Mentira! No te ha mandado el Señor, nuestro Dios, decir: No vayáis a Egipto a residir allí» (43,2). La larga espera genera una palabra verdadera, pero ésta es rechazada por la comunidad, a pesar de las solemnes promesas de escucharla que habían hecho a YHWH y a Jeremías.
Esta falta de éxito de Jeremías nos ayuda a intuir algo más acerca del sentido de la espera y de su vocación. ¿Cómo habría respondido el pueblo al oráculo de YHWH si hubiera hablado inmediatamente, sin esperar todos esos días? ¿Habría elegido desobedecer en cualquier caso? Es posible que Jeremías se hiciera estas preguntas después del enésimo fracaso de su palabra, sobre todo al darse cuenta el décimo día de que la palabra de YHWH era exactamente la misma que él habría dicho inmediatamente. O también es posible que la palabra de quedarse en la patria madurara en el último minuto del décimo día. No lo sabemos. Solo sabemos que la palabra del primer día y la del décimo, aunque sean iguales en la letra, no lo son en el espíritu. Jeremías, por experiencia, podía saber en un 99% que la palabra llegaría y sería parecida a la suya. Pero quedaba un pequeño 1%, un grano de mostaza que puede mover montañas, el ojo de una aguja distinta por donde a veces pasan camellos. Jeremías ha tenido que arriesgarlo todo para salvar esa infinitesimal posibilidad. Los profetas solo saben hacer eso. Nosotros también nos hemos salvado alguna vez porque alguien ha querido creer en la probabilidad del 1% de nuestra inocencia y belleza, cuando el 99% decía lo contrario. En el campamento de Belén, el pueblo no consiguió pasar por el ojo de la aguja. Pero nosotros, gracias a la fidelidad de Jeremías, podemos seguir esperando.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (44 KB) el 15/10/2017
«Si Dios existe, hoy más que nunca necesita que haya alguien que, si no sabe decir quién es, al menos nos diga quién no es. Nosotros necesitamos cambiar de Dios para conservarlo, y para que él nos conserve a nosotros»
Paolo de Benedetti, ¿Qué Dios?
Cuando se produce el encuentro con la Biblia, si se produce, si este es un encuentro casto (porque no usamos la Biblia para nuestra propia felicidad), libre (porque estamos dispuestos a descubrir nuevas realidades y a cambiar de verdad todas nuestras convicciones acerca de la religión) y gratuito (porque no busca convertir a nadie excepto el propio corazón), la amistad con la palabra bíblica se convierte en una maravillosa educación a la intimidad de la palabra y de las palabras.
Finalmente comenzamos a amar a los poetas, a entenderlos mejor y de otra manera, a darles las gracias en el alma. Descubrimos la profundidad de la sabiduría, aprendemos a distinguirla de la inteligencia y de los talentos naturales y, por tanto, a encontrarla, abundante, entre los pobres. Y después nos ponemos a la escucha para aprender. Si además tenemos suficiente valor y resiliencia como para llegar hasta los profetas, nos esperan descubrimientos aún más impresionantes y grandes. Por ejemplo, podemos intuir la relación que existe entre las distintas palabras presentes en la Biblia. Podemos entender que cuando la palabra de YHWH, en distintas formas y momentos, llega al alma de los profetas, es solo palabra de Dios, pero en cuanto pasa del alma a la boca, para ser pronunciada, se convierte también en palabra de Jeremías, Isaías o Amós.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (43 KB) el 08/10/2017
«Saluda las orillas del Jordán,
las torres derruidas de Sión...
¡Oh patria mía, bella y perdida!
¡Oh remembranza, querida y fatal!»T. Solera y G.Verdi, Nabucco/Nabucodonosor
Podemos imaginar mil veces el final de una historia. Podemos intentar hacernos una idea precisa pensando que el final ya está inscrito en las múltiples señales que encontramos e interpretamos. Pero cuando de verdad llega el final, siempre es distinto. Sabíamos que Marcos crecería, pero el día que nos damos cuenta de que ese “niño” precioso ya no está, surgen otras emociones y otras lágrimas, distintas y bellas. Muchas veces habíamos dicho que las malas acciones nos conducirían al final, pero el día en que de verdad tenemos que llevar los libros al juzgado, todo es distinto, con dolores y lágrimas verdaderas que no supimos ver. Habíamos cuidado cada detalle de nuestro último día en la comunidad, pero cuando cerramos de verdad la puerta de la habitación y cruzamos el umbral para siempre, en lo profundo del corazón ocurre algo totalmente nuevo; no podíamos conocer el sabor del último pan comido con los compañeros, ni la nostalgia del cielo que nos ha acompañado durante toda la vida. No lo sabíamos, no podíamos saberlo, no debíamos saberlo, para que pudiéramos intentar elevar un vuelo imposible. Podemos y debemos prepararnos para acoger con sencillez la idea de su segura venida, pero cuando el ángel de la muerte venga de verdad, seguro que no es como lo hemos soñado. Nos sorprenderá el hecho de que, viviendo, hemos aprendido también a morir. Pero no podíamos saberlo, ya que en caso contrario no sería el don más grande.
[fulltext] =>Jeremías se había pasado cuarenta años viendo, oyendo y diciendo que Jerusalén sería destruida, que sus ciudadanos serían asesinados y los supervivientes deportados. Pero el día en que el ejército babilonio entró de verdad en la ciudad, destruyó el templo y mató de verdad a mujeres, hombres y niños, habrá sido un día distinto y ciertamente más doloroso para él. Los profetas, a diferencia de nosotros, no se alegran viendo pasar el cadáver anunciado por el río, no dicen con maliciosa satisfacción: “ya os lo había dicho”. Mueren dos veces: cuando anuncian el final y cuando ven cómo se hace realidad ante sus ojos, en su propia carne. «El año noveno de Sedecías, rey de Judá, el mes décimo, vino Nabucodonosor, rey de Babilonia, con todo su ejército a Jerusalén, poniéndole cerco. El año undécimo de Sedecías, el mes cuarto, el día noveno, abrieron brecha en la ciudad (…) Los caldeos incendiaron el palacio real y las casas del pueblo, y destruyeron las murallas». (Jeremías 39,1-3;8). Al caer la ciudad, el rey Sedecías intenta huir para salvar el pellejo (39,1). ¡Cuántas veces hemos visto esto mismo a lo largo de la historia! Pero es capturado cerca de Jericó, y sometido al suplicio más atroz: «El rey de Babilonia hizo ajusticiar en Ribla a los hijos de Sedecías, ante su vista, y a todos los notables de Judá también los hizo ajusticiar el rey de Babilonia. A Sedecías lo cegó y le echó cadenas de bronce, para llevarlo a Babilonia» (39,6-7).
En medio del caos general, Jeremías había dado de nuevo con sus huesos en la cárcel y por consiguiente era uno de los hebreos destinados a la deportación a Babilonia. Tras la captura de Sedecías, los babilonios dejan a un hebreo, Godolías, que no es de estirpe davídica, como gobernador del “resto” que se queda en el país: «A la gente pobre que no tenía nada, los dejó en el territorio de Judá y les entregó aquel día viñedos y campos» (39,10). Es uno de esos casos, no tan raros, donde ser pobre se convierte en una providencia. Elevó a los humildes y despidió a los ricos con las manos vacías. En cuanto a Jeremías, cuya fama de profeta anti-resistencia era conocida por los caldeos, «Nabucodonosor, rey de Babilonia, había dado órdenes a Nabusardán, jefe de la guardia, diciendo: "Tenlo, mira por él, no le hagas ningún daño, sino trátalo como él te diga"». (39,12). El jefe de la guardia le dice a Jeremías: «Ahora yo te suelto hoy las cadenas de tus brazos. Si quieres venir conmigo a Babilonia, yo te cuidaré; si no quieres venir conmigo a Babilonia, déjalo. Toda la tierra está delante de ti, y puedes ir a donde te parezca bien. Si prefieres vivir con Godolías, hijo de Ajicán, hijo de Safan, a quien el rey de Babilonia ha nombrado gobernador de Judá, vive con él entre tu pueblo, o vete adonde te parezca bien. El jefe de la guardia le dio provisiones y regalos, y lo dejó libre» (40,4-5). Jeremías es liberado y recibe un regalo. No sabemos en qué consiste ese regalo, pero en todo caso es significativo encontrar un regalo al final de un episodio central en la aventura de Jeremías. Los dones son muy importantes, se encuentran en el corazón de la vida y de la muerte. La Biblia lo sabe, y pone un don dentro de una liberación, como sacramento de una elección decisiva. Nosotros hemos encerrado a los dones en el campo de lo no-necesario y, muchas veces, de lo inútil. La Biblia no: los sitúa en su lugar adecuado, en el cruce entre la libertad y la esclavitud.
Ahora Jeremías es plenamente libre para elegir a dónde ir. El reconocimiento de que goza ante los caldeos le ha ganado el privilegio de poder decidir su suerte. Ir a Babilonia supondría protección y seguridad, y tal vez un puesto en la corte de Nabucodonosor. Sin embargo «Jeremías se fue con Godolías, hijo de Ajicán, a vivir con él, entre el pueblo que había quedado en el país» (40,6). Jeremías decide quedarse, usa el privilegio de la libertad para quedarse entre su gente, entre los pobres. ¿Por qué? Quizá tuviera alguna esperanza en Godolías, miembro de una familia amiga (26,24). O quizá la conciencia o la voz le dijeran, sencillamente, que debía quedarse en el país devastado, entre el resto formado por pobres. Los verdaderos profetas solo se sienten en casa entre los pobres. Es posible elegir quedarse en una tierra devastada y desolada simplemente porque en el interior se siente el impulso de quedarse. Muchos huyen, otros son “deportados” por la vida a otros lugares. Sin embargo, algunos, uno, decide quedarse. Cuando de la comunidad que fue el gran sueño de juventud, la tierra prometida, solo queda un puñado de escombros, muchos huyen, pero alguien decide quedarse. No sabe explicar los motivos que le impulsan a quedarse, solo sabe que debe quedarse. En la tierra existen los imperativos del alma. Tal vez ni siquiera elija quedarse: simplemente se queda. Quizá por esa extraña fidelidad a la tierra, inscrita en los cromosomas del corazón, heredada de los padres y de los abuelos que le enseñaron, con el magisterio de la pobreza digna, que la fidelidad, antes que una elección, es un destino, una llamada muda de la carne, un reclamo de los orígenes. La vida es importante y hay que llegar a su final aprendiendo el arte magnífico del «Stabat». No sabe por qué, pero se queda. No se marcha como los demás y con los demás cuando podría hacerlo, como Jeremías. Quedarse cuando uno podría marcharse tiene un inmenso valor moral y espiritual, es un bien común muy valioso. Las ciudades quedarían destruidas para siempre si no hubiera alguien que decidiera quedarse cuando podría marchar, al menos uno. A los profetas de nuestro tiempo hay que buscarlos entre esas personas capaces de quedarse cuando podrían irse: en la fidelidad, larga y silenciosa, en medio de las ruinas.
En los primeros meses, Jeremías ve realizarse su profecía. Godolías demuestra ser un jefe sabio. Su nueva residencia se convierte en lugar de reunión de los hebreos dispersos y en centro de renacimiento: «tuvieron una gran cosecha de vino y fruta» (40,12). Pero la esperanza dura poco. Ismael, un miembro de la casa real de estirpe davídica, urde una conjura contra Godolías: «Se levantó Ismael, hijo de Natanías, y sus diez hombres, apuñalaron a Godolías» (41,1-2). En el "cesto" había higos podridos (24,8), y todo se pudre. En todo caso, el trágico relato de Godolías es muy importante y bello. El texto nos lo presenta como un verdadero sabio y un hombre justo. Juan, uno de sus oficiales, le advierte de que Ismael viene para matarle, por cuenta de los amonitas. Juan le dice: «Yo iré y mataré a Ismael. Así no te matarán a ti». Pero Godolías le responde: «No hagas eso» (40,16). Sin embargo, Juan tenía razón. Ismael viene, Godolías le acoge como a un invitado y el primero le asesina «mientras comían juntos» (41,1).
Siempre ha habido invitados que han dado muerte a sus anfitriones. Pero son muchos más los anfitriones que han sido bendecidos por sus invitados. La humanidad se hace más humana cada vez que el dolor y el miedo al invitado asesino de la casa de al lado no mata nuestra libertad de abrir con confianza y generosidad la puerta al desconocido que llega. Ni los benjaminitas de Guibeá (Jueces 19-21), ni Polifemo, han vencido de verdad en la historia, aunque su sombra vuelva a aparecer, puntual y amenazadora, demasiadas veces. Cuando acogemos a un invitado en nuestra casa y le abrimos nuestro corazón y nuestra mesa, no podemos saber si se trata de un “ángel” (Hebreos 13,2) o de Ismael el homicida. Godolías paga con su vida su elección de la hospitalidad. Prefiere arriesgar en el encuentro con el otro, no ser prudente, no creer a Juan. Pero su sacrificio permite que nosotros nos indignemos, condenemos a Ismael y reforcemos las buenas razones de la hospitalidad.
Las historias bonitas con final feliz no fortalecen la conciencia moral colectiva más profunda de los pueblos. Las normas éticas más importantes se forman en el ejercicio continuo de aprobación e indignación de personas y personajes a los que no hemos conocido nunca, empezando por los cuentos de la infancia (los hombres y las mujeres de carne y hueso que nos rodean no bastan para formar nuestros sentimientos: es necesaria también la realidad aumentada por la gran palabra bíblica y por la literatura). Un pueblo que deja de leer y de narrar sus grandes historias se apresta a la carestía más grande: la de la empatía y la indignación, columnas portantes de toda casa común buena y justa, y de todo corazón humano.
La herida mortal de un justo, producida por un acto agápicamente imprudente, se convierte en un clavo hincado en la pared de la roca para continuar la escalada moral del mundo, a una altura que la suma de mil acciones prudentes sin herida no alcanza ni siquiera a rozar. El cristianismo no ha inventado el ágape: lo ha reconocido y exaltado. Si hemos podido intuir la resurrección especial del Cristo, es porque la Biblia ya había resucitado a muchos justos, custodiando sus cruces, narrándolas durante siglos bajo las tiendas. Godolías no muere para siempre: vive cada vez que, leyendo la Biblia, volvemos a sentir el olor de su sangre inocente y lo reconocemos entre las víctimas de la tierra. Y seguimos abriendo la puerta.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (43 KB) el 08/10/2017
«Saluda las orillas del Jordán,
las torres derruidas de Sión...
¡Oh patria mía, bella y perdida!
¡Oh remembranza, querida y fatal!»T. Solera y G.Verdi, Nabucco/Nabucodonosor
Podemos imaginar mil veces el final de una historia. Podemos intentar hacernos una idea precisa pensando que el final ya está inscrito en las múltiples señales que encontramos e interpretamos. Pero cuando de verdad llega el final, siempre es distinto. Sabíamos que Marcos crecería, pero el día que nos damos cuenta de que ese “niño” precioso ya no está, surgen otras emociones y otras lágrimas, distintas y bellas. Muchas veces habíamos dicho que las malas acciones nos conducirían al final, pero el día en que de verdad tenemos que llevar los libros al juzgado, todo es distinto, con dolores y lágrimas verdaderas que no supimos ver. Habíamos cuidado cada detalle de nuestro último día en la comunidad, pero cuando cerramos de verdad la puerta de la habitación y cruzamos el umbral para siempre, en lo profundo del corazón ocurre algo totalmente nuevo; no podíamos conocer el sabor del último pan comido con los compañeros, ni la nostalgia del cielo que nos ha acompañado durante toda la vida. No lo sabíamos, no podíamos saberlo, no debíamos saberlo, para que pudiéramos intentar elevar un vuelo imposible. Podemos y debemos prepararnos para acoger con sencillez la idea de su segura venida, pero cuando el ángel de la muerte venga de verdad, seguro que no es como lo hemos soñado. Nos sorprenderá el hecho de que, viviendo, hemos aprendido también a morir. Pero no podíamos saberlo, ya que en caso contrario no sería el don más grande.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (35 KB) el 01/10/2017
«El deber para con el prójimo no se limita únicamente a las personas que viven a nuestro lado. El vínculo entre el samaritano y el israelita herido lo establecen los acontecimientos mismos. Al encontrarse en aquella situación, el samaritano tuvo acceso a una nueva projimidad. En nuestro mundo hay muy pocas personas a las que no podamos considerar como nuestro prójimo»
Amartya Sen, La idea de la justicia
La laicidad de la Biblia es importante, pero cada vez está más alejada de nuestra vida de creyentes y de “laicos”. El humanismo bíblico es, antes que nada, un alegato sobre la vida, sobre toda la vida, en especial sobre la vida humana. La Biblia habla mucho de Dios, pero no habla solo de Dios, habla sobre todo de nosotros. Nos dice que en la vida no está solo Dios: está la vida. El Dios bíblico sabe retirarse, callar, para dejarnos espacio a nosotros, a nuestra libertad y a nuestra responsabilidad. No monopoliza nuestra vida. No quiere un culto continuo y perpetuo. Eso solo lo buscan y lo obtienen los ídolos. El Dios bíblico es un libertador. No nos libera de los ídolos para someternos a él. Si así lo hiciera sería el ídolo perfecto. Activa procesos, no ocupa espacios, ni siquiera los espacios sagrados, que frecuenta poco, porque prefiere la plaza, la casa y la viña al templo. Pero, sobre todo, le gusta ver lo que acontece bajo el sol, seguirnos con una mirada de esperanza en el pleno ejercicio de nuestra humanidad. Se asombra cuando ve nuestras maldades, pero se asombra aún más ante la belleza de nuestros actos, ante el espectáculo admirable de la solidaridad y de la fraternidad, sobre todo cuando se trata de esa solidaridad y fraternidad maravillosas que comienzan en el corazón de los más pobres y de los descartados.
[fulltext] =>«Ebedmélec, un criado del rey, eunuco nubio que también vivía en palacio, se enteró de que habían metido a Jeremías en el aljibe (…) Salió del palacio y habló al rey: “Majestad, esos hombres han tratado inicuamente al profeta Jeremías, arrojándole al aljibe, donde morirá de hambre” (porque no quedaba pan en la ciudad). Entonces el rey ordenó a Ebedmélec, el nubio: “Toma tres hombres a tu mando y sacad al profeta Jeremías del aljibe antes de que muera”» (Jeremías 38,7-10). Un eunuco, un etíope – un descartado, un extranjero – salvó a Jeremías del fango y de la muerte. No sabemos mucho de este salvador. Pero sabemos que había muchos eunucos en la antigüedad, en Oriente, en Persia y en todo la cuenca mediterránea, Roma incluida. Eran esclavos especialmente apreciados y caros en el mercado, porque podían desempeñar funciones especiales y delicadas (como, por ejemplo, custodiar a las mujeres del harén). Muchos de ellos eran castrados antes de la pubertad y adquirían voz y gestos femeninos. Por lo general, eran utilizados al servicio de la corte y del templo. En Europa ha habido formas similares a la de los antiguos eunucos hasta tiempos recientes (por ejemplo, en los coros sagrados, hasta comienzos del siglo XX). Hace unas semanas pude ver a algunos de ellos en la India (los Hijras) pidiendo limosna en los semáforos. En ellos vi a los eunucos de la Biblia, su tristísima condición de víctimas, y el estupor y el dolor me dejaron sin palabras.
En este episodio del libro de Jeremías llama la atención la descripción que hace Baruc de la acción del eunuco, delicada y llena de detalles: «Ebedmélec tomó a su mando los hombres, entró en el ropero de palacio y allí tomó tiras y trapos, y los descolgó con la soga hasta el aljibe. Y Ebedmélec, el nubio, dijo a Jeremías: “Colócate los trapos en los sobacos, por debajo de la soga”. Y Jeremías lo hizo» (38,11-12). Este detalle, que puede parecer insignificante, expresa sin embargo la espléndida humanidad de ese hombre mutilado, frecuentador de mujeres. De ellas aprendió el arte del cuidado, y su propio sufrimiento le hizo competente en el sufrimiento del cuerpo de los demás. Una vez más, la salvación de un profeta llega de un descartado, de un maldito, de una extranjero, de una víctima. Educado por el gran dolor y hecho dócil al espíritu, es capaz de reconocer una voz distinta en medio del estruendo general, y después actúa y realiza un rescate.
A los pobres no les salvan los faraones, los reyes, los poderosos, los grandes ni los ricos. Hoy como ayer, las víctimas reciben la primera salvación de otras víctimas, gracias a esa solidaridad del dolor que, cuando se pone en marcha, obra auténticos milagros y puede transformar una cárcel o incluso un lager en un Edén de la fraternidad. En Jerusalén, en medio de la confusión y desesperación general, donde cada uno busca salvar su vida, un hombre castrado transforma el palacio contaminado por cortesanos y políticos corruptos en un paraíso de humanidad. Una víctima logra ver a otra víctima, al profeta, y encuentra los recursos necesarios para actuar, buscando en el caos de una corte en disgregación, unos trozos de tela para que sus axilas no sufran daño.
Tal vez el etíope conociera a Jeremías, tal vez no. No sabemos nada acerca de este detalle del relato. Pero esta ignorancia nos recuerda una cosa muy importante: la projimidad no es igual a la amistad. No es necesario conocer personalmente a alguien para sentirse su prójimo. El samaritano del evangelio de Lucas, forastero como el etíope de Jeremías, no conocía el nombre del hombre agredido por los bandidos, pero vivió esa projimidad fraterna que no necesita nombres, documentos ni permisos de residencia. No sabía ni quería saber si aquel hombre estaba en la calle porque huía de un conflicto, si era inocente o culpable, o si “simplemente” era un emigrante económico. Era un hombre, una víctima. La amistad debe conocer el nombre del otro, la fraternidad no. La amistad necesita frecuentación, contactos, intimidad; la fraternidad no. El hombre que iba camino de Jericó y Jeremías eran hombres y víctimas. No hace falta nada más para detenerse ante un herido, socorrerlo, llevarlo a la posada, cuidar de él y dejarle dinero al posadero. El samaritano y el etíope supieron ser prójimos sin ser cercanos por geografía, clan, condición social, etnia o religión. La projimidad sin necesidad de cercanía es una de las mayores conquistas morales de la humanidad, que cada día muere y cada día resucita. En nuestras periferias, en los centros de acogida, junto a muchos Sedecías y funcionarios de la corte, sigue habiendo muchos etíopes con ojos capaces de ver a otras víctimas y reconocerlas porque tienen su mismo olor: el olor humano, el mejor olor de la tierra. Etíopes que buscan trapos en los armarios para sacar del fango a hombres y mujeres como ellos.
En tiempos de ruina y deportación, en medio del gran dolor de la violencia extrema, también renacen trozos de projimidad y, de vez en cuando, de fraternidad. Pero si queremos verla, debemos buscarla entre las víctimas y entre los descartados, que muchas veces guardan en su dolor la capacidad de sentir en las entrañas el dolor de los demás, y después actuar. La primera pobreza, inmensa pobreza, que genera muchas veces el poder y la riqueza es la atrofia de ese músculo del corazón al que llamamos misericordia, que primero nos impide ver a las víctimas y después sentirlas como verdaderos hermanos y hermanas, para finalmente actuar. Cuando en la vida humana se atrofia este músculo moral, volvemos a Caín, aunque vivamos cómodamente en una corte y estemos saciados y rodeados de nuevos siervos y eunucos. En nuestro mundo hay una pobreza, cada vez más grande, de esta humanidad integral. Sin embargo, ningún indicador de bienestar la mide, porque no la quiere medir. Así nos vamos hundiendo en una creciente deshumanización, en un fango distinto al de las termas y las salas de masajes. Es posible que nos hayamos convencido de que ya no hay pobres, tan solo porque nos hemos empobrecido tanto en el alma que ya no podemos verlos, escucharlos ni salvarlos del barro.
Aquel etíope castrado contenía en sí toda la humanidad presente en aquel palacio decaído y corrupto. Así salvó a un profeta. Y en él nos sigue salvando a nosotros, cuando, gracias a la Biblia, nos encontramos hoy con él y le damos las gracias. Aquel eunuco vio y salvó al profeta porque era un hombre entero, íntegro en el alma aunque mutilado en el cuerpo. Es posible ser entera y auténticamente humano con mutilaciones en el cuerpo. Las mutilaciones y auto-mutilaciones del alma son mucho más graves, porque lo primero que se extirpa es precisamente la capacidad espiritual de vernos amputados. Jeremías profetizó una bendición para el etíope Ebedmélec. Pronunció para él palabras de salvación: «El Señor dirigió la palabra a Jeremías mientras estaba preso en el patio de la guardia: “Vete y di a Ebedmélec, el nubio: Así dice el Señor Dios de Israel: Yo cumpliré mis palabras contra esta ciudad (…) Aquel día te libraré y no caerás en poder de los hombres que tú temes; seguro que libraré y no caerás a espada: salvarás tu vida, porque confiaste en mí"» (39,15-18). Esta es una forma sublime de reciprocidad, donde las palabras de bendición y salvación de un profeta se convierten en la respuesta a la liberación del fango.
Otro etíope, otro día, tuvo otro encuentro mientras leía a otro profeta. Fue el primer no judío bautizado por los apóstoles: «El ángel del Señor habló a Felipe diciendo: “Levántate y marcha hacia el mediodía por el camino que baja de Jerusalén a Gaza. Es desierto”. Se levantó y partió. Y he aquí que un etíope eunuco (...) regresaba sentado en su carro, leyendo al profeta Isaías» Hechos 8,26-28). El apóstol se encontró con otro etíope, otro eunuco, tras una teofanía, tras la palabra de un ángel. Todas las teofanías de la Biblia son hermosas, pero las más espléndidas son los relatos de ángeles que se hacen amigos de los pobres: el ángel que se le apareció a Agar, la esclava expulsada al desierto por su dueña celosa; el ángel que hizo de un eunuco extranjero un signo de la salvación universal. No sabemos si Lucas quiso narrarnos el bautismo de este etíope para recordarnos a aquel otro etíope lejano salvador del profeta. Pero podemos pensar y esperar que así fuera. No sería extraño en una Biblia llena de improbables reciprocidades y fraternidades en el espacio y en el tiempo. Podemos y queremos pensar que, después de escuchar las palabras de Jeremías, aquel primer eunuco etíope también «siguió gozoso su camino» (Hechos 8,39).
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (35 KB) el 01/10/2017
«El deber para con el prójimo no se limita únicamente a las personas que viven a nuestro lado. El vínculo entre el samaritano y el israelita herido lo establecen los acontecimientos mismos. Al encontrarse en aquella situación, el samaritano tuvo acceso a una nueva projimidad. En nuestro mundo hay muy pocas personas a las que no podamos considerar como nuestro prójimo»
Amartya Sen, La idea de la justicia
La laicidad de la Biblia es importante, pero cada vez está más alejada de nuestra vida de creyentes y de “laicos”. El humanismo bíblico es, antes que nada, un alegato sobre la vida, sobre toda la vida, en especial sobre la vida humana. La Biblia habla mucho de Dios, pero no habla solo de Dios, habla sobre todo de nosotros. Nos dice que en la vida no está solo Dios: está la vida. El Dios bíblico sabe retirarse, callar, para dejarnos espacio a nosotros, a nuestra libertad y a nuestra responsabilidad. No monopoliza nuestra vida. No quiere un culto continuo y perpetuo. Eso solo lo buscan y lo obtienen los ídolos. El Dios bíblico es un libertador. No nos libera de los ídolos para someternos a él. Si así lo hiciera sería el ídolo perfecto. Activa procesos, no ocupa espacios, ni siquiera los espacios sagrados, que frecuenta poco, porque prefiere la plaza, la casa y la viña al templo. Pero, sobre todo, le gusta ver lo que acontece bajo el sol, seguirnos con una mirada de esperanza en el pleno ejercicio de nuestra humanidad. Se asombra cuando ve nuestras maldades, pero se asombra aún más ante la belleza de nuestros actos, ante el espectáculo admirable de la solidaridad y de la fraternidad, sobre todo cuando se trata de esa solidaridad y fraternidad maravillosas que comienzan en el corazón de los más pobres y de los descartados.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (38 KB) el 24/09/2017
Casandra: «¿He errado el tiro o doy en la diana como un buen arquero? ¿Soy acaso una falsa profetisa charlatana que llama a la puerta? Testifica a mi favor y jura que conozco los crímenes antiguos de esta casa (...) De nuevo el terrible esfuerzo de vaticinar la verdad me agita y me turba con sus siniestros preludios»
Esquilo, Agamenón
Cuando hemos cultivado una gran ilusión en nuestra vida, siempre resulta complicado y extremadamente doloroso gestionar la desilusión. Cuando, además, hemos vivido ese tiempo de ilusión de buena fe y durante muchos años y vislumbramos el día de la posible desilusión, casi siempre preferimos quedarnos en la ilusión. Llamar a la ilusión por su verdadero nombre implica tener que pronunciar palabras que duelen demasiado si se dicen hasta el fondo: fracaso, (auto)engaño, inmadurez, manipulación. Sin embargo, deberíamos entender que la ilusión solo puede florecer bien en la desilusión, y vivirla como un bendito paso necesario para dar buenos frutos, antes de concluir en la verdad nuestro viaje bajo el sol.
[fulltext] =>El resultado de la lucha entre la ilusión y la desilusión – una auténtica agonía, sobre todo para las personas buenas y honradas – depende mucho de qué personas estén a nuestro lado en el campo de batalla. Si tenemos como compañeros a uno o varios falsos profetas, permaneceremos aprisionados en la ilusión y seguiremos negando la realidad, aunque sea obvia y evidente para todos. Porque los falsos profetas son maestros a la hora de presentar los hechos contrarios a su ideología como la última prueba que hay que superar para estar finalmente preparados para encontrar la verdadera salvación. En cambio, si en la lucha tenemos a nuestro lado a un verdadero profeta, la edad de la ilusión puede al fin terminar y el dolor malo y opresor puede transformarse en el padecimiento bueno de la liberación. Frente a la caída, total y definitiva, de aquello que durante mucho tiempo nos pareció la vida más hermosa y verdadera en la tierra y en el cielo, la única salvación posible pasa por acoger dócilmente la desilusión. Hay que invitarla a cenar, poner los manteles y los cubiertos más bonitos, y descorchar el mejor vino de la bodega. Y después hacer fiesta juntos, invitando a los pocos amigos de verdad y a los poquísimos profetas. Sin esta cena de reconciliación no podremos descubrir, un día, que esa vida era verdaderamente hermosa, tal vez mucho más hermosa que como la habíamos imaginado.
«Intentó Jeremías salir de Jerusalén hacia el territorio de Benjamín, para repartirse una herencia con los suyos. Al llegar a la puerta de Benjamín estaba allí el capitán de la guardia, Yirayas, hijo de Selamías, hijo de Ananías, quien detuvo al profeta Jeremías, diciendo: “¿Así que te pasas a los caldeos?”. Respondío Jeremías: “Mentira. No me paso a los caldeos”. Pero Yirayas no le creyó, sino que lo detuvo y lo llevó a los dignatarios. Los dignatarios se irritaron contra Jeremías, lo hicieron azotar y lo encarcelaron en casa de Jonatán (…) Así entró Jeremías en el calabozo del sótano, y allí pasó mucho tiempo» (Jeremías 37, 11-16). Llegamos al último bloque de la historia de Jeremías contada por Baruc. A este bloque se le conoce como el ciclo del “martirio de Jeremías”. Es su calvario, su pasión. Hay muchas, importantes y potentes analogías con los relatos de la pasión de otros hombres justos. Los golpes, los interrogatorios, los nocturnos diálogos secretos, el calabozo y el lodo. Es posible conocer los evangelios y la vida, pasión y muerte de Jesucristo sin haber leído nunca la Biblia, ni a los profetas, ni a Job ni a Jeremías. Muchos lo han hecho y lo siguen haciendo. Pero si leemos los evangelios junto a toda la “Ley y los profetas”, es posible que aprendamos a conocer otro cristianismo, que empecemos otra vida espiritual y, tal vez, encontremos otro Cristo.
En un momento de relajación del asedio de los babilonios, ocupados en el frente egipcio (37,11), Jeremías, que aún goza de libertad de movimientos (37,4), sale de la ciudad posiblemente para comprar el terreno de Anatot del que nos habla el grandioso episodio del capítulo 32. Es detenido, acusado de colaboracionismo con el enemigo y arrojado a un calabozo. Como José, otro justo, el primer profeta de la historia de la salvación, que también es acusado por sus hermanos debido a sus palabras distintas, a sus sueños proféticos, verdaderos e incómodos, él también es salvado y librado de la muerte en el calabozo: «El rey Sedecías lo hizo traer y le preguntó en secreto en su palacio: “¿Tienes algún oráculo del Señor?” Respondió Jeremías: “Sí. Serás entregado en manos del rey de Babilonia”» (37,17).
La fidelidad de Jeremías a la palabra resulta extraordinaria e impresionante. Muchas veces hemos sido testigos de ella, pero cada vez nos vuelve a sorprender y nos quita el aliento. El rey manda llamar al profeta a la cárcel, buscando otras palabras distintas, pensando tal vez que el cambio de contexto geopolítico y el regreso del imperio egipcio darían como resultado otra profecía y otra salida distinta. Pero con Jeremías este tipo de juegos no funciona, ni siquiera en medio de la desesperación general. Y desde el fondo de su calabozo, anciano y extenuado, vuelve a decirle al rey las mismas palabras de siempre: la única salvación es la rendición, los caldeos volverán y ocuparán Jerusalén y el templo. No hay más.
Este nuevo episodio también habla alto y claro, y nos dice muchas cosas. Una de ellas es la ambivalencia radical de este rey (y del poder en general) que, por una parte, parece dar crédito a Jeremías pues le pide un nuevo oráculo, pero, por la otra, le gustaría sugerirle las palabras que debería decir, que son ciertamente distintas a las que Jeremías siempre ha dicho. El rey busca consuelos, Jeremías obedece a la verdad. Sedecías se comporta como quien, antes de tomar una decisión decisiva, siente la necesidad de que un “profeta” le aconseje y consuele, pero carece de la fuerza moral necesaria para acudir a un profeta honrado y verdadero que podría darle un consejo incómodo. Por eso busca, a veces inconscientemente, un padre espiritual o un spiritual coach manipulable que le aconseje la decisión que él ya ha tomado en su corazón. Son discernimientos mentirosos, sin amor a la verdad, engaños típicos cultivados desde siempre por los falsos profetas. En efecto, Jeremías añade: «¿Dónde están vuestros profetas que os profetizaban: “No vendrá contra vosotros el rey de Babilonia ni invadirá el territorio?”» (37,18). Es como si dijera: si quieres mentiras consolatorias, dirígete a los profetas de tu corte, a los aduladores que siempre te han dicho lo que querías oír, y te han llevado al abismo. Jeremías, sin embargo, resiste hasta el final, no se hace siervo del poder ni de sus ficciones.
Jeremías es grande por muchos motivos, pero esta fidelidad sin condiciones a la palabra y a su propia dignidad le hace inmenso. Ante la derrota ya inminente del rey y del pueblo, podría haber cedido a la pietas humana y haber dicho una palabra de consuelo, como quien se encuentra a la cabecera de un amigo que está llegando al final y le dice con amor: “Ya verás cómo te recuperas”. Nosotros lo hacemos, Jeremías no. Y con ello nos repite el valor absoluto de la verdad de la palabra, en todas las circunstancias, incluso en las más dramáticas, incluso cuando a alguien le parece que la verdad entra en conflicto con las exigencias de la caridad. Jeremías nos dice que mejor modo para traicionar la caridad es renunciar a servir a la verdad de la palabra. Los profetas dejan los descuentos, las rebajas y las amnistías para nuestros comercios de ayer y de hoy.
El diálogo secreto entre el profeta y el rey continúa: «Añadió Jeremías al rey Sedecías: “¿Qué delito he cometido contra ti o tus ministros o contra este pueblo para que me encierren en la cárcel? Pues ahora escúchame, majestad. Acoge mi súplica, no me conduzcas a casa de Jonatán, el escribano, no sea que muera allí". Entonces el rey Sedecías ordenó que custodiasen a Jeremías en el patio de la guardia y que le diesen una hogaza de pan al día – de la Calle de los Panaderos – mientras hubiese pan en la ciudad» (37,18-20).
En este diálogo, las palabras de Jeremías no van precedidas de “Así dice el Señor”, ni “Oráculo del Señor”. Estamos ante un diálogo entre dos hombres, entre un soberano y un profeta, entre un rey y un prisionero. Todas las palabras de Jeremías en el libro de Jeremías no son palabras de YHWH. También hay muchas palabras de Jeremías sin más, y no son menos bellas e importantes. Baste recordar el relato de su vocación, sus pruebas y sus cantos íntimos. Esta súplica que el anciano profeta, extenuado por su reclusión, dirige ahora al rey, no es ni un gesto profético ni un mandato de Dios. Es simplemente una palabra de Jeremías de Anatot. Una palabra como muchas de las que gritan los que sufren a los poderosos que pueden liberarles. Quizá todos los “oráculos” que hemos recibido a lo largo de nuestra existencia constituyen un capital que gastaremos cuando lleguemos a la cima de nuestro Gólgota, donde recordaremos solo una de esas palabras escuchadas y dichas, y compondremos nuestro salmo de abandono.
En los capítulos de su martirio, narrados por su escriba Baruc, Jeremías aparece cada vez más indefenso y solo, en manos de sus enemigos. Las palabras que repite son las que siempre ha dicho: «Así dice el Señor: El que se quede en esta ciudad morirá a espada, de hambre o de peste; el que se pase a los caldeos será tomado como botín, pero salvará la vida. Y así dice el Señor: Esta ciudad será entregada al ejército del rey de Babilonia para que la conquiste» (38,2-3). No tiene otras palabras que decir. Los ministros y los generales, rehenes de la ideología nacionalista y guerrera, le piden al rey que arreste de nuevo a Jeremías. El rey Sedecías responde: «Ahí lo tenéis, en vuestro poder: el rey no puede nada contra vosotros» (38,5). En esta pasión no podía faltar Pilato. Casi nunca falta en las pasiones verdaderas de los hombres y de Dios: «Ellos prendieron a Jeremías y lo arrojaron en el aljibe de Malquías, príncipe real, en el patio de la guardia, descolgándolo con sogas. En el aljibe no había agua, sino lodo, y Jeremías se hundió en el lodo» (38,6).
Jeremías se hunde en el lodo. Nosotros podemos ver cómo se hunde y seguir con nuestros asuntos, entretenidos con nuestras ilusiones. O podemos decidir sumergirnos con él, y esperar una salvación en el aljibe, pero sin saber si vendrá un eunuco etíope a salvarnos. Porque no hay suficientes “etíopes” para salvar a todos los Jeremías que siguen hundiéndose en el barro del mundo.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (38 KB) el 24/09/2017
Casandra: «¿He errado el tiro o doy en la diana como un buen arquero? ¿Soy acaso una falsa profetisa charlatana que llama a la puerta? Testifica a mi favor y jura que conozco los crímenes antiguos de esta casa (...) De nuevo el terrible esfuerzo de vaticinar la verdad me agita y me turba con sus siniestros preludios»
Esquilo, Agamenón
Cuando hemos cultivado una gran ilusión en nuestra vida, siempre resulta complicado y extremadamente doloroso gestionar la desilusión. Cuando, además, hemos vivido ese tiempo de ilusión de buena fe y durante muchos años y vislumbramos el día de la posible desilusión, casi siempre preferimos quedarnos en la ilusión. Llamar a la ilusión por su verdadero nombre implica tener que pronunciar palabras que duelen demasiado si se dicen hasta el fondo: fracaso, (auto)engaño, inmadurez, manipulación. Sin embargo, deberíamos entender que la ilusión solo puede florecer bien en la desilusión, y vivirla como un bendito paso necesario para dar buenos frutos, antes de concluir en la verdad nuestro viaje bajo el sol.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (40 KB) el 17/09/2017
«Si leo un libro y todo mi cuerpo se vuelve tan frío que ningún fuego consigue calentarlo, sé que es poesía»
Emily Dickinson, cartas
La escritura también puede ser una actividad espiritual. Escribimos de muchas maneras, por muchos motivos. Escribimos cosas muy distintas. Pero siempre ha habido y habrá personas que escriben porque han oído y acogido un mandato interior. Los poetas lo saben muy bien. Escriben para responder a una voz que habla y llama, y su poesía se convierte en fruto del “sí” a una encarnación. Nos dicen que la escritura es segunda, porque antes de ella está el don de la voz, la palabra y el espíritu. Hay muchas palabras pronunciadas, incluso palabras grandes e inmensas, que nunca llegan a ser palabras escritas. Pero no hay escritos grandes e inmensos que antes no hayan sido susurrados en el alma por una palabra. Esta dimensión vocacional y espiritual de la palabra escrita hace que nuestras otras palabras, escritas sin vocación, puedan ser, misteriosamente, verdaderas o al menos no completamente falsas.
[fulltext] =>Las pocas palabras espirituales son un bien común para todos, aunque no lo sepamos. La verdad de la palabra de aquellos que escriben obedeciendo a una voz da sustancia a las palabras de todos, nos salva de la vanitas global, radical y absoluta de la palabrería, a la que somos condenados cuando perdemos contacto con la escritura vocacional, cuando dejamos de leer a los poetas. Porque los poetas y los escritores por vocación son como el justo que salva de la destrucción nuestra ciudad de palabras. Mis abuelos no conocían las poesías de los poetas, pero sus palabras dialectales eran verdaderas, porque eran hijas de la verdad de la naturaleza, de la piedad popular y del dolor; y porque estaban llenas de refranes antiguos, de evangelio, de cantilenas, de canciones, de santos y de oración, de muchas oraciones. Por eso, cuando una hija o un nieto recitaban alguna poesía de los poetas que habían aprendido en la escuela, sabían intuirla con el corazón, más allá de la semántica y la métrica, y a veces se emocionaban de verdad, porque sentían y amaban aquellas palabras antes de entenderlas. Y al amarlas las entendían, al menos un poco. Hoy hemos perdido estas otras verdades de las palabras. Para salvarnos de la vanitas de la palabrería solo nos quedan los poetas, los grandes escritores, la Biblia y poco más. Pero nos hace falta un poco de silencio interior, que es necesario para oír otra voz distinta.
«El cuarto año de Joaquín, hijo de Josías, rey de Judá, el Señor dirigió la palabra a Jeremías: Toma el rollo y escribe en él todas las palabras que te he dicho sobre Judá y Jerusalén y sobre todas las naciones» (Jeremías 36,1-2). Este nuevo mandato representa un auténtico acontecimiento en la Biblia. La palabra que Jeremías dijo y gritó en la primera parte de su misión profética se convierte ahora, por una orden expresa de Dios, en palabra escrita. Jeremías y Baruc nos proporcionan así una de las experiencias más íntimas, valiosas y secretas de toda la Biblia. Este verbo convertido en rollo es un signo, un gesto profético como los otros, tan solemne y decisivo como colocarse un yugo, romper una jarra o no tomar esposa. Para intentar intuir algo de este acontecimiento, deberíamos volver a aquel mundo medio oriental edificado sobre la palabra oral y sobre los relatos, donde el primado no lo tenía la palabra escrita sino la palabra dicha. Lo que se pronunciaba con la boca valía más que lo que estaba escrito, porque para aquellas culturas no había nada más cierto y digno de confianza que la voz de una persona. La tasa de verdad de la palabra era mayor que la de la escritura porque también el valor del hombre era mayor que el de sus instrumentos. Ningún juramento escrito alcanzaba el valor de un juramento proclamado de viva voz. Todavía podemos intuir esto cuando pensamos en la fuerza del primer “te quiero” o del último “gracias” que susurramos a una madre.
«Jeremías llamó a Baruc, hijo de Nerías, para que escribiese en el rollo, al dictado de Jeremías, todas las palabras que el Señor le había dicho. Después Jeremías le ordenó a Baruc: Yo estoy detenido y no puedo entrar en el templo. Entra tú en el templo un día de ayuno y lee en el rollo (…) A ver si presentan sus súplicas al Señor y se convierte cada cual de su mala conducta» (36,4-7). Jeremías no escribe directamente sus palabras (es probable que hubiera podido hacerlo, pues era de familia sacerdotal), sino que se las dicta a su escribano Baruc. Tal vez porque para escribir “todas las palabras de YHWH” no basta una sola persona, sino que hace falta una comunidad, o al menos una persona que primero escuche la palabra pronunciada en voz alta y después la escriba. La escritura es siempre un diálogo, nunca un monólogo. Es un acontecimiento social, una acción colectiva, una comunidad, una relación.
Además, Jeremías no puede ir personalmente al templo (tal vez por motivos de impureza o porque sería arrestado antes de terminar la lectura), y la traducción de la palabra en escritura posibilita que sea otro quien lea y done la palabra. Aquí se explica una característica fundamental de la palabra, quizá la primera: Una vez que la palabra oral se escribe, se emancipa de la relación de necesidad con quien la pronuncia. La escritura libera a la palabra de su dueño, la rescata, la llama a una libertad distinta. No es el único instrumento para esta operación (también las culturas orales sabían encarnar las palabras y liberarlas, a través de la memoria y el relato de las tradiciones), pero tal vez sí el más poderoso, tan poderoso que muchas veces el “esclavo” liberado mata a su dueño, cuando la palabra escrita es manipulada y pervertida.
Esta primera lectura solemne en el templo dio algunos frutos. Miqueas, persona amiga cercana al profeta, fue a ver a los jefes y «les contó todo lo que había oído leer a Baruc del rollo en presencia del pueblo» (36,13). Entonces los jefes mandaron a decir a Baruc: «Toma el rollo que has leído en presencia del pueblo y ven» (36,14). Baruc leyó ante los jefes, quienes «cuando oyeron el contenido, se asustaron, y se decían unos a otros: Tenemos que comunicar todo esto al rey» (36,16). Los jefes del pueblo y algunos sacerdotes del templo se tomaron en serio las palabras de Jeremías, algo que en cambio no hizo el rey Joaquín: «El rey estaba sentado en las habitaciones de invierno y tenía delante un brasero encendido. Cada vez que Yehudí terminaba de leer tres o cuatro columnas, el rey las cortaba con un cortaplumas y las arrojaba al fuego del brasero. Hasta que todo el rollo se consumió en el fuego del brasero. (…) Mandó arrestar a Baruc, el escribano, y a Jeremías, el profeta. Pero el Señor los escondió» (36,22-26). Nosotros hoy conocemos el corazón del rollo leído por Baruc, como también lo conocía el rey, que había escuchado muchas veces a Jeremías y sus profecías acerca de la destrucción de Jerusalén y del templo. Palabras que Joaquín no quiso escuchar y sigue sin querer escuchar. El resultado de la palabra escrita es el mismo que el de la palabra dicha. El gesto de quemar el papiro, trocito a trocito, expresa con un lenguaje nuevo lo que Joaquín ya había dicho muchas veces: tus palabras son paja, vanitas, nada. La palabra escrita comparte la misma suerte de la palabra dicha.
Pero entre las llamas y las cenizas nos espera otra maravillosa sorpresa. Jeremías, conocedor de las tradiciones del Norte, de la Alianza y el Éxodo, nos regala otro paralelismo con un gran episodio de la historia de la primera salvación. Al igual que YHWH dictó de nuevo a Moisés las Tablas de la Ley después de que la maldad y la idolatría de su pueblo las rompieran, ahora, después de la destrucción del primer rollo por parte de un rey sordo e infiel, Jeremías recibe una nueva orden: «Toma otro rollo y escribe en él todas las palabras que había en el primer rollo, quemado por Joaquín, rey de Judá» (36,27-28).
El texto del libro de Jeremías conservado y transmitido en la Biblia es la segunda escritura de la palabra de Jeremías, renacida de las cenizas de la primera. Jeremías aún vivía y estaba libre, y por consiguiente pudo reescribir las palabras que había recibido y dicho: «Jeremías tomó otro rollo y se lo entregó a Baruc, para que escribiese en él, a su dictado, todas las palabras del libro quemado por Joaquín, rey de Judá » (36,32). El fuego del brasero no pudo con el fuego de la palabra.
El relato concluye con una sencilla frase que encierra un mensaje espléndido. En la segunda edición del rollo «se añadieron otras muchas palabras semejantes» a las que estaban escritas en el rollo quemado (36,32). En la primera edición del rollo de Jeremías había algunas palabras que, probablemente, se perdieron para siempre; palabras semejantes, no idénticas, a las que dictó de nuevo. El fuego de la maldad y la estupidez humana siempre deja huella. Esta es otra expresión más de la seriedad y de la verdad de la historia humana. Pero lo verdaderamente importante es que en la segunda edición tenemos palabras nuevas que no estaban en la primera. Tal vez el fuego engendrara la escritura de las confesiones más íntimas de Jeremías, sus oraciones más hermosas, el relato de su llamada, sus maravillosos cantos desesperados. Tal vez. No podemos saberlo pero podemos imaginarlo, podemos desear que de la herida producida en el alma de Jeremías por aquel fuego hayan florecido sus páginas más bellas (nuestros deseos sobre lo que ya ha ocurrido no cambian la historia, pero cambian nuestro “ya” y nuestro “todavía no”).
La nueva vida que renace de las cenizas no es nunca una copia de la vida quemada. El cuerpo resucitado no es el primer cuerpo reanimado. La segunda entrega no es una réplica de la primera. Cuando el primer guión de nuestra historia se convierte en humo – ya sea quemado dolosamente por alguien, incendiado por auto-combustión o quemado sin más, sin que entendamos el porqué –, mientras sigamos vivos podemos escribir otro guión. Recordando las primeras palabras y añadiendo muchas otras. Estaremos vivos y fuera de la cárcel si ante las cenizas de algunas partes de nuestra vida o de la vida entera, en algún lado encontramos de nuevo la fuerza y un amigo escribano para volver a empezar un nuevo relato. Y al final descubrir que este es el relato más bello, y nunca lo hubiéramos escrito sin el fuego del brasero.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (40 KB) el 17/09/2017
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La escritura también puede ser una actividad espiritual. Escribimos de muchas maneras, por muchos motivos. Escribimos cosas muy distintas. Pero siempre ha habido y habrá personas que escriben porque han oído y acogido un mandato interior. Los poetas lo saben muy bien. Escriben para responder a una voz que habla y llama, y su poesía se convierte en fruto del “sí” a una encarnación. Nos dicen que la escritura es segunda, porque antes de ella está el don de la voz, la palabra y el espíritu. Hay muchas palabras pronunciadas, incluso palabras grandes e inmensas, que nunca llegan a ser palabras escritas. Pero no hay escritos grandes e inmensos que antes no hayan sido susurrados en el alma por una palabra. Esta dimensión vocacional y espiritual de la palabra escrita hace que nuestras otras palabras, escritas sin vocación, puedan ser, misteriosamente, verdaderas o al menos no completamente falsas.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (54 KB) el 10/09/2017
«Aunque no la leas, estás en la Biblia»
E. Canetti, El corazón secreto del reloj
Cuando una comunidad vive una crisis profunda, larga y de resultado incierto, lo que verdaderamente está en juego es el nexo entre el pasado y el futuro. Porque si bien es cierto que solo un buen futuro convierte el pasado en bendición, rescatándolo y liberándolo de la trampa de la nostalgia, no es menos cierto que sin una buena historia de ayer que contar hoy, tampoco tenemos palabras nuevas para hablar de un mañana bueno y creíble. Las crisis individuales y colectivas implican carestía de futuro y carestía de pasado, porque la amistad entre pasado y futuro es la que hace bello y fecundo el presente, en todas las etapas de la vida. Incluso cuando el ocaso se acerca y la sombra del pasado se hace muy alargada. Los recuerdos nos alimentan y nos acompañan siempre. Pero el pasado, por grande y estupendo que haya sido, no es suficiente para vivir el presente. Debemos esperar una nueva palabra, esperar ver el rostro de una hija que vendrá de nuevo hoy, o esperar ver, al fin, el rostro de Dios anhelado durante toda una vida. Para vivir bien en tiempos de crisis es indispensable tener un futuro capaz de entusiasmar, y éste florece a partir de un presente reconciliado con el pasado vivido como don y promesa, más allá de las heridas, los desengaños y los fracasos. En la justa reciprocidad entre raíces y yemas, entre bereshit y eskaton, se encuentra la verdadera posibilidad para seguir generando vida y futuro ahora.
[fulltext] =>«Palabras que el Señor dirigió a Jeremías después que el rey Sedecías pactó con el pueblo de Jerusalén para proclamar una remisión: que cada cual manumitiese a su esclavo hebreo y a su esclava hebrea, de modo que ningún judío fuera esclavo de un paisano suyo» (Jeremías 34,8-11). El capítulo 34 del libro de Jeremías contiene el relato de un hecho acontecido en Jerusalén durante el asedio de los babilonios. Jeremías recibe una palabra que toca el corazón de la vida social y política de su pueblo, porque se refiere a la salvación y a la liberación de hombres y mujeres que se encuentran en estado de esclavitud. En aquellos tiempos un hebreo podía convertirse en esclavo de otro hebreo esencialmente por deudas. Eran esclavos económicos. La Ley recibida de Moisés en el Sinaí (Éxodo 21) preveía que la esclavitud económica no durara más de seis años (en el código de Hammurabi el máximo eran tres años: § 117).
En la antigüedad, las deudas no pagadas eran un asunto grave. Pero había una importante y viva conciencia colectiva y religiosa de que la esclavitud no podía durar para siempre, de que un fracaso en el plano económico no podía convertirse en una condena de por vida, de que la economía no tiene la última palabra. Una conciencia que nosotros hoy hemos perdido. La liberación de los esclavos es uno de los grandes preceptos vinculados a la institución del shabat: al séptimo año los esclavos debían ser liberados. Por otro lado, para Israel, la liberación de los esclavos es signo y memorial de la gran liberación de la esclavitud de Egipto, siempre presente y viva en el corazón colectivo del pueblo. La primera liberación de la esclavitud debía enseñar a Israel que Dios es un libertador, que no quiere hombres esclavos sino libres y que YHWH es el Dios de la libertad. Pero, como recuerda también Jeremías, «vuestros padres no me escucharon ni me prestaron oído» (34,14). Y así, a pesar de lo que dice la Torah, muchos esclavos no son liberados. Muchos hebreos se encuentran en una prolongada condición de esclavitud y servidumbre. Son propiedad privada de otros hebreos. Son usados como instrumentos, como cosas, para satisfacer las necesidades de otros. Este episodio toma como punto de partida la profanación generalizada de la Alianza y de la Ley, que transforma en extraordinario un precepto que debería formar parte de la vida ordinaria del pueblo.
Por el relato, sabemos que, al principio, el pueblo obedece y los esclavos son efectivamente liberados. Pero poco después llega un verdadero golpe de escena, uno más. El libro de Jeremías nos está acostumbrando a ellos, pero nosotros no debemos acostumbrarnos. Los libertadores «se volvieron atrás, tomaron otra vez a los esclavos y esclavas que habían manumitido y los sometieron de nuevo a esclavitud» (34,11). Estamos ante un arrepentimiento a la inversa, una conversión perversa que anula la conversión buena. El pueblo, que finalmente había escuchado al profeta, cambia de idea y restablece la originaria condición injusta. No conocemos los motivos de este arrepentimiento. Tal vez el asedio de Nabucodonosor se relajara un poco, produciendo una nueva oleada de ideología nacionalista y contraria a Jeremías. Lo que sabemos es que el pueblo no interioriza el pacto de liberación, que se queda en la superficie. Por eso, basta una crisis o una menor percepción del miedo para violar la promesa, la Alianza y la palabra de Jeremías. La buena y justa resolución colectiva no tiene fuerza suficiente para durar en el tiempo.
El elemento crucial de los pactos es la duración. Puedo arrepentirme sinceramente. Puedo prometer cambiar de vida. Incluso podemos hacerlo juntos. Pero solo el paso del tiempo da una verdadera prueba de que la conversión es lo suficientemente profunda como para durar y producir un verdadero cambio. Solo Dios (y los profetas verdaderos) pueden cambiar la realidad de las cosas con la palabra, diciéndola. También nosotros podemos y debemos comenzar un cambio diciéndolo, dándonos unos a otros palabras sinceras que expresen el deseo y la necesidad de volver a empezar. Pero mientras esas palabras no se conviertan en hechos, en cosas, en carne, en manos y piernas, en cualquier momento podremos bajar a la calle y retomar los esclavos que acabamos de liberar. Mientras el paso del tiempo no transforme nuestra carne y la de los demás, no podemos saber el grado de verdad de las palabras que hemos pronunciado con sinceridad. La verdad de las palabras propias y ajenas solo se nos revela cuando las pronunciamos junto con el sudor, con los brazos y con las lágrimas. Quizá no sepamos nunca si algunas palabras decisivas de nuestra vida fueron verdaderas, pero siempre podemos esperar que lo fueran, o al menos desearlo.
Pero los arrepentimientos perversos más graves y tremendos son los colectivos, cuando una comunidad, un pueblo o una generación entera reniega de las palabras y de los gestos dichos o realizados en momentos luminosos de su historia. Entonces, se vuelven a levantar los muros que un día se derribaron, se cierran las fronteras que un día, escuchando una palabra, se abrieron, y se deja morir a los niños en un mar que se ha vuelto enemigo. Inmediatamente después de este triste episodio de infidelidad, el libro de Jeremías pone una maravillosa historia de signo opuesto. Es el relato de la fidelidad de los recabitas, que nos muestra otra cara de Jeremías, a través de un inédito gesto profético suyo: «Vete a la familia de los recabitas, habla con ellos, tráelos al templo, a una de las celdas, y dales a beber vino» (35,2). Los recabitas son una comunidad nómada que, en un momento determinado de su historia, se unió a Israel y a su religión. Su fundador, dos siglos antes de este encuentro con Jeremías, había dispuesto que la comunidad siguiera siendo nómada y no bebiese vino, ni construyera casas ni cultivara viñas. Posiblemente, el precepto de no cultivar viñas y el de no beber vino estuvieran relacionados en una comunidad sustancialmente autárquica. Jeremías conoce su ley, pero igualmente les ofrece jarras de vino. Ellos responden: «Nosotros obedecemos a Jonadab, hijo de Recab, nuestro antepasado, en todo lo que nos mandó: No bebemos vino en toda la vida, ni nosotros ni nuestras esposas, ni nuestros hijos ni nuestras hijas; no construimos casas para habitarlas, ni tenemos viñas ni campos ni campos de sembradío» (35,6-9). Jeremías alaba a esta comunidad fiel y les profetiza un futuro fecundo: «Así dice el Señor: Nunca faltarán descendientes de Jonadab, hijo de Recab, que estén a mi servicio todos los días» (35.19). Las vocaciones son el sacramento de las comunidades fieles.
En un momento de infidelidad generalizada, una comunidad nómada, emigrada a la ciudad intentando escapar de una guerra, no perteneciente a las doce tribus de Israel, nos da a nosotros un testimonio de fidelidad y al profeta un poco de consuelo. Pero esta alabanza a los recabitas no es improvisada en el libro de Jeremías y en la Biblia, que dan muestras de una relación ambivalente y por lo general crítica con respecto a la ciudad. El primer ciudadano es Caín, y los primeros tiempos fieles de Israel son un relato de nómadas y de tiendas. Cuando finalmente Israel habita la tierra prometida, comienza la contaminación de su religión, sufre la influencia de los cultos cananeos, y cede al siempre presente pecado de idolatría. Para los profetas, Jerusalén es una ciudad santa, pero también una ciudad prostituta. Establecerse, construir casas y plantar viñas es el comienzo de la decadencia de la espiritualidad y de la identidad del pueblo, que llega a una corrupción generalizada como la que narra Jeremías.
Toda historia de amor es nómada en sus comienzos. Caminamos decididos y felices siguiendo una voz hacia el futuro. Aunque crucemos el desierto, no lo vemos, porque lo que verdaderamente vemos y oímos es una voz maravillosa y una tienda móvil. Después llegamos a la tierra prometida, nos detenemos, edificamos el culto, el templo, y comenzamos a construir “la casa, la viña y los campos”. Las culturas y los cultos cercanos nos fascinan y nos seducen, la voz nos parece cada vez más lejana y tenue y la confundimos con los cautivadores cantos de los ídolos. Alguna noche, alguna vez, soñamos con el desierto ya lejano, con el primer amor, con la tienda pobre y con la pureza de la primera voz. Después de este sueño tan verdadero, algunos desmontan las construcciones, dejan los campos y las viñas y se ponen a caminar de nuevo por el desierto, solos o en compañía. Otros se quedan en la ciudad, como Jeremías, pero vuelven a cantar el canto del desierto y de la esposa. Nos dicen que la condición humana es la del arameo errante, que la verdadera promesa no es una tierra sino una tienda itinerante en un camino infinito. Y cuando se encuentran con un nómada, un migrante o un vagabundo, en él ven una palabra de salvación, y lo bendicen.
Dedicado a Odilon Junior, pionero y testigo de la Economía de Comunión en Brasil y en el mundo.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (54 KB) el 10/09/2017
«Aunque no la leas, estás en la Biblia»
E. Canetti, El corazón secreto del reloj
Cuando una comunidad vive una crisis profunda, larga y de resultado incierto, lo que verdaderamente está en juego es el nexo entre el pasado y el futuro. Porque si bien es cierto que solo un buen futuro convierte el pasado en bendición, rescatándolo y liberándolo de la trampa de la nostalgia, no es menos cierto que sin una buena historia de ayer que contar hoy, tampoco tenemos palabras nuevas para hablar de un mañana bueno y creíble. Las crisis individuales y colectivas implican carestía de futuro y carestía de pasado, porque la amistad entre pasado y futuro es la que hace bello y fecundo el presente, en todas las etapas de la vida. Incluso cuando el ocaso se acerca y la sombra del pasado se hace muy alargada. Los recuerdos nos alimentan y nos acompañan siempre. Pero el pasado, por grande y estupendo que haya sido, no es suficiente para vivir el presente. Debemos esperar una nueva palabra, esperar ver el rostro de una hija que vendrá de nuevo hoy, o esperar ver, al fin, el rostro de Dios anhelado durante toda una vida. Para vivir bien en tiempos de crisis es indispensable tener un futuro capaz de entusiasmar, y éste florece a partir de un presente reconciliado con el pasado vivido como don y promesa, más allá de las heridas, los desengaños y los fracasos. En la justa reciprocidad entre raíces y yemas, entre bereshit y eskaton, se encuentra la verdadera posibilidad para seguir generando vida y futuro ahora.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (42 KB) el 03/09/2017
«Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol»
Martin Luther King
Después de los grandes capítulos de las consolaciones, bendiciones y promesas; después del anuncio de la Nueva Alianza, el libro de Jeremías vuelve a la crónica del asedio de los babilonios y de la inminente conquista y destrucción de Jerusalén (año 587). Son días terribles, que nos acompañarán hasta el final del libro, donde la profecía y la vida del profeta alcanzarán su cumplimiento. Baruc, compañero fiel y secretario de Jeremías, cuyo nombre aparece por primera vez en el texto, es quien nos cuenta los hechos y las palabras. Pero volvamos a la historia: Jeremías es prisionero del rey Sedecías. La acusación ya la conocemos, porque se refiere al corazón mismo de su misión profética: «Tú has profetizado: “Así dice el Señor: Yo entregaré esta ciudad en manos del rey de Babilonia, para que la conquiste” » (Jeremías 32,3). Las profecías de Jeremías, negadas por los falsos profetas, los jefes del pueblo y los sacerdotes del templo, se están realizando.
[fulltext] =>En este contexto de desesperación, nos topamos de repente con otro gran episodio: la compra profética de un campo. Un primo de Jeremías (Hanamel) le ofrece el derecho de prelación sobre un terreno en Anatot, pueblo natal del profeta, no lejos de Jerusalén. Jeremías lo compra, pues «comprendí que era una palabra del Señor» (32,8). Es un nuevo gesto profético que esta vez adquiere directamente las formas y el lenguaje de la economía. Las palabras y las acciones son las típicas de un contrato, de una compraventa inmobiliaria, de un intercambio de mercado. También la jarra, el yugo y el cinturón eran obra humana y por tanto fruto del trabajo y de la oikonomia humana, pero ahora la economía entra expresamente en juego. Por primera vez la profecía habla palabras económicas, se encarna en dinero, en sellos y en contratos. ¿Dónde hay una laicidad más hermosa y verdadera que la de la Biblia? La palabra de YHWH se convierte en 17 siclos de plata: «Escribí el contrato, lo sellé, hice firmar a los testigos y pesé la plata en la balanza. Después tomé el contrato sellado, según las normas legales, y la copia abierta, y entregué el contrato a Baruc, hijo de Nerías, de Majsías, en presencia de Hanamel, mi primo, y en presencia de los testigos que habían firmado el contrato» (32,10-12).
A menudo, cuando tenemos que realizar actos decisivos, y los gestos proféticos siempre lo son, los detalles esconden palabras importantes. Jeremías redacta el contrato en dos copias en la misma hoja de papiro, haciendo una hendidura en un lado de forma que ambas copias permanezcan unidas. Sella una de las copias y deja la otra enrollada y abierta para permitir la consulta, llama a los testigos y pesa la plata en una balanza (en la antigüedad la unidad de medida de la moneda era la unidad de peso). Quiere asegurarse de que todos entienden, incluso nosotros, que ha estipulado un contrato de verdad, perfecto («según las normas legales»: 32,11), que ese campo lo ha comprado de verdad, ante testigos. Así es como palabras, gestos y objetos pertenecientes al repertorio de unos pocos técnicos del sector, confluyen en uno de los gestos más solemnes de toda la profecía bíblica.
Al oír la palabra “rescate”, al lector de la Biblia se le presentan muchas realidades. El grito de Job, que invoca a un rescatador/Goel que no acaba de llegar a su montón de estiércol (capítulo 19). O la historia de Rut, que nos revela otro espléndido detalle de estos antiguos contratos de rescate: «Para dar fuerza al contrato, había la costumbre de quitarse uno la sandalia y dársela al otro» (Rut 4,7). Pero la compra de Jeremías recuerda sobre todo al contrato con el que Abraham compró una tierra para sepultar a Sara: «Abraham pesó a Efrón la plata que éste había pedido en presencia de los hititas: cuatrocientos siclos de plata, medida corriente en el mercado» (Génesis 23,16). La Biblia contiene también un patrimonio extraordinario de vida de mujeres y hombres, donde un yugo y un contrato tienen la misma dignidad que el Sinaí. ¿Dónde se puede encontrar una laicidad más verdadera que esta? Esta hermosa y liberadora laicidad de la Biblia es cada vez menos frecuente en nuestro tiempo. Demasiadas personas creen que las palabras y los gestos de la economía, del trabajo y de los contratos son demasiado humanos y simples como para reconocer en ellos palabras y gestos proféticos. Los únicos actos y palabras dignas de Dios serían los que se realizan dentro del templo, por los técnicos de la religión. Pero así seguimos hablando de un Dios cada vez más alejado de la vida verdadera de la gente y – como nos repite Jeremías – también de la Biblia.
Jeremías, Rut y Abraham nos dicen que solo la muerte y la esposa son comparables a la solemnidad y a la seriedad de un gesto profético. Por eso, debe ser descrito y recordado en todos sus detalles, y después guardado en un ánfora, guardado sobre todo dentro de la Biblia: «En presencia de ellos ordené a Baruc: Toma estos contratos, el sellado y el abierto, y mételos en una jarra de barro, para que se conserven muchos años» (32,13-14). En efecto, se han conservado tantos años que han llegado hasta nosotros hoy.
La obra maestra de este episodio está en la explicación que da Jeremías de su gesto profético. Cada vez que la leo, me emociona y me dice palabras nuevas: «Porque así dice el Señor, Dios de Israel: Todavía se comprarán casas y campos y huertos en esta tierra» (32,15). Es un versículo grandioso, un canto a la humanidad. La Biblia habla mucho de Dios, pero sobre todo habla de los hombres y de las mujeres y de su infinita dignidad.
Jerusalén está a punto de ser destruida y el pueblo exiliado. Los campos, las viñas y todas las actividades económicas ya no valen nada. Nadie vende porque nadie es tan ingenuo como para comprar un campo en vísperas de un exilio. Tal vez los únicos dispuestos a comprar, esperando especular con el miedo, fueran los falsos profetas, convencidos sostenedores de la ideología de la inviolabilidad del templo, seguros de que YHWH les salvaría del asedio, realizando un gran milagro. En cambio Jeremías lleva cuarenta años profetizando la destrucción de Jerusalén. Por consiguiente no tiene duda alguna de que la ciudad está al borde de la capitulación y de la deportación a Babilonia. Los anunciados días de la devastación están a punto de llegar de verdad. Y Jeremías compra un campo. Lo paga “en metálico”, estipula un contrato perfecto, con el mismo cuidado de quien está convencido de que está realizando un gran negocio y cuida todos los detalles. Todo eso lo hace para decir: aquí se siguen comprando casas, campos y viñas. Aquí volveremos a trabajar. Aunque esta tierra prometida a nuestros padres hoy sea ocupada y devastada, sigue siendo la tierra prometida, el lugar de la Alianza, donde nos enamoraremos, nos casaremos y engendraremos hijos. La destrucción de la ciudad no destruye la palabra que fundó la ciudad. No la destruye porque un profeta la sigue pronunciando. Precisamente aquí, en una tierra como esta que compro hoy, trabajaremos de nuevo, haremos contratos, venderemos y compraremos. La compra del campo no es solo el rescate de un terreno: es el rescate del futuro, que se convierte en prenda de la vuelta a casa, de un regreso seguro, tan cierto como la desventura.
Con la compra del terreno quiere decirle todo eso al rey y a su pueblo, que no le cree, que le ha llevado a la cárcel para dejarle morir allí. Pero también nos lo quiere decir a nosotros, que hoy leemos esas palabras. A todos aquellos que, ante la devastación inminente y segura de su empresa o de su comunidad, cuando todo ciertamente habla de final y de muerte, oyen una voz que les dice: esta destrucción y este exilio son verdaderos y dolorosos, pero no es menos cierto que volveremos a vivir, a amar, a trabajar, y que esta muerte no tendrá la última palabra. Nuestra tierra desolada tendrá futuro.
Y después actúa, realiza un acto, porque las palabras de vida no son nunca abstractas o solo intelectuales: son becerros de oro y terneros cebados, niños, cruces de madera y losas rodantes. El logos que no se hace carne no habita en la Biblia, porque no habita en la vida. Hay muchas formas de actuar, pero nunca sabremos cuántos “terrenos comprados” por alguien ayer han hecho posible nuestro regreso a casa. Por alguien que no ha dejado de creer durante una larga crisis, sino que ha resistido, ha comprado, y gracias a eso nosotros podemos trabajar hoy en la empresa. Por alguien que, mientras todos huyen de la comunidad, decepcionados y atemorizados, guarda y cuida un jardín, planta un árbol o riega una planta en el secreto de su habitación, para decir que en esa casa, en esa comunidad, en esa familia, la vida seguirá y será una vida verdadera. La tierra prometida está llena de jardines y de plantas regadas de noche por aquellos que quieren seguir creyendo a pesar de todo. Los profetas saben hacer estas cosas y quienes realizan cosas como estas se parecen a los profetas, son como ellos, son uno/una de ellos, aunque no lo sepan. La tierra está llena de profecía. A veces nos enteramos de alguno de estos gestos, pero siempre serán muchos más los que quedan sin descubrir. Tampoco podemos saber cuántos de los “terrenos” que compramos hoy, en el tiempo de la devastación, estarán creando las condiciones espirituales para que mañana alguien pueda regresar, cultivar y seguir viviendo.
Jeremías profetizó que el exilio duraría setenta años. Así pues, sabía bien que el terreno que estaba comprando no lo cultivaría él, ya viejo, mañana. La tierra tendrá futuro, pero será el futuro de otros niños, hombres y mujeres a los que Jeremías y sus contemporáneos no conocen. La gratuidad consiste en comprar, con un contrato perfecto, un campo que alimentará a otros. Esta gratuidad es la que hoy puede salvar al planeta y nuestras almas: ¿cuándo volveremos a comprar terrenos que alimenten a nuestros bisnietos? «Se comprarán campos con dinero, ante testigos, se escribirá y sellará el contrato en el territorio de Benjamín y en el distrito de Jerusalén» (32,44). No hay palabras más grandes y verdaderas que estas para “volver a empezar” al final del exilio: comprar campos, extender contratos, comprar, vender, trabajar.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (42 KB) el 03/09/2017
«Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol»
Martin Luther King
Después de los grandes capítulos de las consolaciones, bendiciones y promesas; después del anuncio de la Nueva Alianza, el libro de Jeremías vuelve a la crónica del asedio de los babilonios y de la inminente conquista y destrucción de Jerusalén (año 587). Son días terribles, que nos acompañarán hasta el final del libro, donde la profecía y la vida del profeta alcanzarán su cumplimiento. Baruc, compañero fiel y secretario de Jeremías, cuyo nombre aparece por primera vez en el texto, es quien nos cuenta los hechos y las palabras. Pero volvamos a la historia: Jeremías es prisionero del rey Sedecías. La acusación ya la conocemos, porque se refiere al corazón mismo de su misión profética: «Tú has profetizado: “Así dice el Señor: Yo entregaré esta ciudad en manos del rey de Babilonia, para que la conquiste” » (Jeremías 32,3). Las profecías de Jeremías, negadas por los falsos profetas, los jefes del pueblo y los sacerdotes del templo, se están realizando.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (49 KB) el 27/08/2017
«Más tarde hice la experiencia, y la sigo haciendo actualmente, de que solo en la plena intramundanidad de la vida aprendemos a creer. Cuando uno ha renunciado por completo a llegar a ser algo – un santo, un pecador convertido o un hombre de iglesia, un justo o un injusto, un enfermo o un sano –, a eso lo llamo intramundanidad»
D. Bonhoeffer, Carta del 21 de julio de 1944
Probablemente el don más grande es el don de la esperanza. Es un bien primario. Podemos llenarnos hasta la saciedad de cosas que nos proporcionan todo tipo de confort y sin embargo morir desesperados. Es posible siempre, pero sobre todo cuando cruzamos desiertos y la tierra prometida se nos antoja inalcanzable y el exilio infinito. Cuando alguien nos da una esperanza verdadera y no vana, lo primero que hace es mirar nuestra desesperación a los ojos, atravesarla y hacerla suya. Luchar contra las falsas esperanzas, cargar con todas las consecuencias y heridas de la lucha, resistir ante a esa dimensión de la pietas humana que lleva a muchos a ceder a la tentación de ofrecer falsos consuelos a los demás y a uno mismo. Los profetas, desde el centro de la noche, anuncian un alba verdadera, que todavía no vemos pero podemos entrever con sus ojos. Es como cuando un amigo nos habla del paraíso mientras todo a nuestro alrededor solo habla desde hace tiempo de muerte y vanitas. Ese día, por fin, el paraíso nos parece verdadero, más allá de los paraísos artificiales que nos engañaron en la edad de la ilusión. Y todo, finalmente, es gracia, todo charis, todo gratuidad: «Te devolveré la salud, te curaré las heridas» (Jeremías 30,17).
[fulltext] =>Hemos llegado a los capítulos conocidos como “el libro de la consolación” de Jeremías, un díptico que contiene versos maravillosos, que se cuentan entre los más grandes de Jeremías y de la Biblia. Pero para comprenderlos debemos acercarnos a ellos llevando en los ojos y en el alma toda la primera parte de su libro, sus desengaños, sus palabras verdaderas y durísimas de desventura. Debemos ver de nuevo a Jeremías traicionado por sus familiares de Anatot o llevando el yugo al cuello, con la jarra en la mano, o encadenado en los cepos de la cárcel del templo. Y solo después de cuarenta años de desierto, llegar a orillas del Jordán. Sin el trasfondo de los capítulos anteriores, estos cantos de esperanza y de consolación pierden toda su fuerza, no nos emocionan, no penetran en nuestras carnes, no nos hacen exultar, no se convierten en una nueva oración totalmente distinta: «El Señor se le apareció desde lejos: Con amor eterno te amé, por eso prolongué mi lealtad; te reconstruiré y quedarás construida, capital de Israel; de nuevo saldrás enjoyada a bailar con panderos en corros» (31,3-5).
El anuncio de esta nueva alegría no nace del olvido de los tiempos del dolor y de la angustia. Aquellos días están siempre presentes y muy vivos, porque la verdad del dolor de ayer es la que hace verdadera y no vana la esperanza de hoy: «En Rama se escuchan gemidos y llanto amargo: es Raquel, que llora inconsolable a sus hijos que ya no viven» (31,15). El llanto inconsolable de Raquel, esposa amada de Jacob-Israel, hace más verdadera y bella la consolación de Jeremías, porque la acerca a la vida verdadera de todos: «Hay esperanza de un porvenir, volverán los hijos a la patria» (31, 16-17).
El llanto de Raquel y la consolación de Jeremías están unidos dentro del mismo canto. El anuncio de la llegada o del regreso de un hijo no anula el dolor por el hijo perdido. Los dolores verdaderos e inmensos no son enemigos de la alegría, sino que pueden convertirse en sus amigos más íntimos. La consolación de Jeremías es más verdadera precisamente porque no olvida el llanto de Raquel por los hijos perdidos para siempre. Lo ve, lo ama, lo asume y lo hace florecer en esperanza. En cambio, demasiadas veces dejamos de ver, deslumbrados por la luz pascual, a muchos que siguen siendo crucificados, a Raquel que llora sin consuelo. Creemos que ya no hay pobres sencillamente porque hemos dejado de verlos, bien refugiados en el confort de nuestras casas y en los templos de aquellos que al olvidarse de los crucificados se olvidan también de los resucitados o los confunden con los fantasmas espectaculares generados por los falsos profetas.
«Coloca mojones, planta señales, fíjate bien en la vía por donde caminas, vuelve, doncella de Israel, vuelve a tus ciudades» (31,21). El camino de regreso a casa es, casi siempre, el mismo que nos condujo al exilio. El camino de la esclavitud es el mismo que el de la libertad, cambia solo la dirección. Basta cambiar de sentido, darle un significado contrario. Demasiada gente no regresa a casa y se pierde por senderos tortuosos alternativos porque el recuerdo del dolor del viaje al exilio les impide entender que la nueva libertad se encuentra al final del sendero de la esclavitud pero recorrido en sentido opuesto. Para salir de una gran crisis, basta cambiar de sentido dentro del mismo camino que la produjo. Para volver a la fe perdida, basta recorrer el mismo sendero que anduvimos cuando la perdimos, en sentido contrario. Para volver a casa, basta desandar el camino que nos llevó lejos. Al volver descubriremos que las señales que nos guiaban en la huida tenían escritas en el dorso otras letras y otros números, que no podíamos ver hasta que no recorrimos el camino a la inversa: «¿Hasta cuándo estarás vagando, muchacha esquiva?» (31,22).
Estos versos se cierran con una conclusión inesperada y maravillosa, que sigue siendo problemática para los exégetas: «El Señor crea de nuevo en el país: la hembra abrazará al varón» (31,22). Es una frase misteriosa y bellísima, como muchas cosas de la vida que son hermosas porque son incompletas, abiertas, ambivalentes, vivas. Desde esta apertura ambigua, podemos entrever a Jeremías volviendo mentalmente, bajo una especial inspiración creativa, a los días de la Creación, al primer soplo del espíritu, a la luz, a la oscuridad, al Adam, a la mujer, a su desobediencia que dio lugar a aquella palabra tremenda de Elohim: «A la mujer le dijo: “Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará”» (Génesis 3,16). Los profetas han sufrido y siguen sufriendo al leer esta frase porque ven cómo se ha convertido en familia, en política, en empresa, en religión. Ellos lo vieron ayer y nosotros seguimos viéndolo demasiadas veces también hoy. Quizá Jeremías, al darnos su esperanza al final de la noche, quiso incluir la promesa de una relación nueva y distinta entre el hombre y la mujer, que él no podía ver y que nosotros tampoco somos capaces de ver plenamente todavía. Toda esperanza humana plena es esperanza de reciprocidad y comunión, de miradas que se cruzan de igual a igual, nacidas de unos ojos distintos e iguales.
Sin darnos apenas tiempo de aclimatarnos a esta esperanza nueva y hermosa, el capítulo se dirige a su ocaso ofreciéndonos sus colores más bellos. Al final de la visión de la promesa del regreso a casa, Jeremías alcanza una cima poética-profética, y la promesa de la salvación florece en los famosos (con razón) versos de la Nueva Alianza. Leámoslos tal y como nos los entrega Jeremías, sin perder una coma, dejándonos herir por ellos aquí y ahora: «Mirad que llegan días en que haré una alianza nueva con Israel y con Judá: no será como la alianza que hice con sus padres cuando los agarré de la mano para sacarlos de Egipto; la alianza que ellos quebrantaron y yo mantuve; así será la alianza que haré con Israel en aquel tiempo futuro: meteré mi ley en su pecho, la escribiré en su corazón» (31, 31-33).
Toda esperanza grande y verdadera de liberación es también promesa de una nueva alianza. Cuando el primer pacto ha sido traicionado, herido y profanado, la promesa del regreso a casa debe necesariamente convertirse en promesa de una nueva alianza. Son momentos decisivos, en los que ya no basta el recuerdo y la renovación del primer pacto. Es necesario soñar un futuro distinto, juntos. Cuando nos hemos ido de casa para no volver, o hemos visto que el otro lo hacía, para poder esperar un futuro juntos no basta recordar los días del primer amor, abrir el álbum de la boda. Es necesario que mañana nos veamos juntos en otro altar, diciéndonos otras palabras, con nuevos testigos y un nuevo amor. Cuando el primer pacto que nos trajo a esta comunidad ha enmudecido, las primeras oraciones se han convertido en un juego de niños, la primera historia de amor en un engaño, no podemos salvarnos sin la promesa de una nueva alianza, si un día un profeta no nos anuncia otro pacto, otras oraciones y otra vida.
La vida no madura plenamente si no pasamos de la primera alianza a la nueva alianza, aunque nos la anuncie el ángel de la muerte mientras nos abraza. Cuando entramos en el templo de la nueva alianza, lo que era exterior se convierte en interior, la Ley se transforma en carne y empezamos a obedecer de verdad a la parte mejor de nosotros mismos.
Pero Jeremías nos dice también otra cosa más específica. Esta fase nueva y decisiva de las personas y de las comunidades no es una conquista individual y/o solitaria. Es alianza, pacto, comunión. En la nueva alianza solo podemos entrar juntos, si bien una vez dentro, la libertad y el amor de cada uno alcanzan una fase novísima. Los frutos son personales pero la conquista es colectiva. Cada uno de nosotros se encuentra dentro de la ley que ayer conoció por fuera. Pero no somos nosotros los escritores de esta nueva ley. Nos descubrimos escritos por una mano que no es la nuestra. Y nacen la reciprocidad y la libertad más grandes posibles bajo el sol.
Cuando estábamos en el exilio, no podíamos saberlo. Tuvimos que emprender el camino de regreso, reconocerlo como el mismo camino que nos condujo a la esclavitud y seguir caminando. Y, al ocaso, encontrar al profeta que nos anunció una nueva alianza. Nosotros le creímos y seguimos caminando. Nos convertimos en nueva creación, la esperanza verdadera en el futuro salvó el dolor verdadero del pasado. Y entendimos, o al menos intuimos, que esa nueva alianza no era la última. Una vez más nos sentimos vivos y nos pusimos de nuevo a caminar.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (49 KB) el 27/08/2017
«Más tarde hice la experiencia, y la sigo haciendo actualmente, de que solo en la plena intramundanidad de la vida aprendemos a creer. Cuando uno ha renunciado por completo a llegar a ser algo – un santo, un pecador convertido o un hombre de iglesia, un justo o un injusto, un enfermo o un sano –, a eso lo llamo intramundanidad»
D. Bonhoeffer, Carta del 21 de julio de 1944
Probablemente el don más grande es el don de la esperanza. Es un bien primario. Podemos llenarnos hasta la saciedad de cosas que nos proporcionan todo tipo de confort y sin embargo morir desesperados. Es posible siempre, pero sobre todo cuando cruzamos desiertos y la tierra prometida se nos antoja inalcanzable y el exilio infinito. Cuando alguien nos da una esperanza verdadera y no vana, lo primero que hace es mirar nuestra desesperación a los ojos, atravesarla y hacerla suya. Luchar contra las falsas esperanzas, cargar con todas las consecuencias y heridas de la lucha, resistir ante a esa dimensión de la pietas humana que lleva a muchos a ceder a la tentación de ofrecer falsos consuelos a los demás y a uno mismo. Los profetas, desde el centro de la noche, anuncian un alba verdadera, que todavía no vemos pero podemos entrever con sus ojos. Es como cuando un amigo nos habla del paraíso mientras todo a nuestro alrededor solo habla desde hace tiempo de muerte y vanitas. Ese día, por fin, el paraíso nos parece verdadero, más allá de los paraísos artificiales que nos engañaron en la edad de la ilusión. Y todo, finalmente, es gracia, todo charis, todo gratuidad: «Te devolveré la salud, te curaré las heridas» (Jeremías 30,17).
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (54 KB) el 20/08/2017
«El mundo entero es un exilio para los verdaderos sabios. Es débil aquel que solo se siente atraído por su dulce patria; ya es fuerte aquel que en cualquier lugar se encuentra en suelo patrio; pero es perfecto aquel que en cualquier parte del mundo se siente desterrado»
Hugo de San Víctor Didascalicon, siglo XII
«Arrancar y arrasar, destruir y demoler» son las palabras que oyó resonar Jeremías el día de su vocación profética. Pero junto a ellas oyó otras dos, distintas y complementarias: «edificar y plantar» (Jeremías 1,10). Para no ser falsos profetas no basta anunciar escenarios tenebrosos de desventura. La tierra está llena de personas que dibujan, a veces incluso de buena fe, un presente y un futuro desesperanzados, simplemente para canalizar el consenso de muchos desesperados que se alimentan de desesperación. Jeremías no engaña a sus conciudadanos prometiéndoles un bienestar y una paz imaginarios. Pero, mientras profetiza esta verdad amarga e incómoda, sabe decir palabras de verdadera y sublime esperanza.
[fulltext] =>Inmensa es la esperanza que contiene la carta que Jeremías envía a los hebreos deportados en Babilonia. Va dirigida «a los desterrados, a los ancianos, sacerdotes, profetas y al pueblo deportados por Nabucodonosor de Jerusalén a Babilonia» (29,1). Si seguimos leyendo el texto de la carta, encontramos algo inédito y estupendo, que nos sorprende y nos conmueve por su altísima humanidad: «Así dice el Señor de los ejércitos, Dios de Israel, a todos los deportados que yo llevé de Jerusalén a Babilonia: Construid casas y habitadlas, plantad huertos y comed sus frutos, casaos y engendrad hijos e hijas, tomad esposas para vuestros hijos y casad a vuestras hijas, para que ellas engendren hijos e hijas; creced allí y no mengüéis» (29,4-6). Son palabras que nos siguen dejando aturdidos por su inmensa belleza. En los exilios no es posible escuchar palabras de esperanza más verdaderas y altas que las de Jeremías. En todos los exilios.
Cuando la vida nos lleva lejos de casa, cuando emigramos por libre elección o cuando somos deportados por algún imperio visible o invisible, podemos vivir el exilio con rabia, como una maldición, o podemos seguir los consejos de Jeremías. Podemos construir casas y habitarlas, plantar huertos y trabajar, amarnos, casarnos y traer al mundo hijos e hijas y después ver a los hijos e hijas de sus hijos e hijas. Los inmigrantes que, conociendo a Jeremías o sin conocerle, han vivido su ”exilio” de esta manera, se han salvado, han hecho de ese tiempo difícil un tiempo propicio, se han convertido en bendición tanto para los que han permanecido en la primera patria como para los conciudadanos de la nueva patria. Han construido una casa, no una tienda, porque han querido habitar esa tierra y no solo transitarla, depredarla o alojarse en ella.
El día que compramos o empezamos a construir una casa en tierra extranjera, nos convertimos en verdaderos ciudadanos del lugar, en virtud del ius soli de la ley de la tierra y de la vida. Porque construir una casa implica creer en el futuro, decir que en esa tierra queremos amarnos, casarnos, que en esas habitaciones queremos concebir y criar hijos e hijas. El día de mañana ellos podrán incluso pervertirse y odiar, pero nosotros hoy únicamente podemos construir una casa y amar. Construir una casa en el exilio tiene el mismo valor que tuvo para Abraham comprar un campo en tierra hitita para sepultar a Sara. Porque construir una casa o una tumba hace que la tierra del otro sea también mía y convierte esa tierra en un anticipo del cielo. Como Lorenzo Milani, que al día siguiente de llegar a Barbiana se fue al Ayuntamiento y con 31 años compró una tumba en el cementerio de su nueva parroquia, para significar que la tierra del exilio era la tierra de la única vida buena y verdadera posible hoy, y por tanto de la muerte de mañana, que siempre es verdadera aunque no siempre sea buena.
Edificar casas. Plantar huertos. Trabajar. Cuando nuestros abuelos llegaban a América o a Bélgica, el miedo al futuro y el dolor del pasado comenzaban a desaparecer en cuanto se ponían a trabajar. Plantando huertos, construyendo casas (de otros), aquella tierra se convertía también en suya, fruto de su co-creación. Una pared o la galería de una mina se convertían en trozos de tierra prometida gracias al trabajo de sus manos, que traía mansedumbre a la vida, a la lengua, a la comida. Una vida dura y man-sa. Trabajando florecía la solidaridad-fraternidad verdadera entre trabajadores de distintas lenguas pero capaces de hablar entre ellos con las manos y con las lágrimas del trabajo bueno y malo. También en los grandes exilios de las guerras y las cárceles, muchas veces la resurrección comienza cuando se puede volver a trabajar o cuando se aprende, al fin, un trabajo verdadero. También hoy puede nacer y renacer la amistad con los nuevos exiliados e inmigrantes si somos capaces de trabajar juntos. Hermano trabajo.
Casarse y traer al mundo hijos e hijas. A Jeremías, YHWH le pide que no se case y que no tenga hijos ni hijas (capítulo 16), así que durante su exilio profético no conoce la alegría de tener una mujer e hijos e hijas. Pero, como a veces ocurre, quien conoce una cosa precisamente sin poder hacer uso de ella, acaba adquiriendo una castidad que le permite penetrar en su naturaleza más profunda. Este es uno de los verdaderos milagros de la gratuidad, que solo los profetas conocen y saben explicar de verdad: «La abandonada tendrá más hijos que la casada» (Isaías 54,1). Multiplicaos. En la tierra del exilio resuenan las mismas primeras palabras del Edén (Gn 1,28), revive la primera bendición del Adam. Cada vez que nace un niño, la tierra extranjera se convierte en un nuevo Edén. Abraham vuelve a oír la promesa de una nueva tierra y de una descendencia numerosa como las estrellas del cielo. Isaac vuelve a ser salvado por el carnero. La gruta de Belén se convierte en el sepulcro vacío de Jerusalén.
Esta primera carta a los deportados alcanza su culmen profético y por tanto su espléndida paradoja al llegar a la conclusión: «Pedid por la prosperidad de la ciudad adonde yo os desterré y rezad al Señor por ella, porque su prosperidad será la vuestra» (29,7). ¿Se le puede pedir más a un profeta? ¿Qué hay “más allá” de una oración dirigida a Dios para pedir la prosperidad de aquellos que te han ocupado, deportado y arrancado de tu casa? «Amad a vuestros enemigos y bendecid a los que os maldicen» leeremos casi siete siglos después en los evangelios. Tal vez no lo habríamos leído, o lo habríamos leído de otra manera, si no hubiera existido Jeremías, si no hubieran existido los profetas: «¿Quién dice la gente que es el hijo del hombre? Respondieron: unos dicen que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías» (Mt 16,13-14).
La fe de Israel, la Alianza y la Ley, se pueden vivir también en el exilio: no es necesario esperar a regresar a la patria, porque en Babilonia no falta nada para vivir en plenitud. Esto es lo que escribe Jeremías y es cuanto saben y deben decir los verdaderos profetas. Ellos nos recuerdan que la única tierra prometida es la que estamos habitando hoy; que también el desierto puede ser ya tierra prometida si lo hacemos florecer edificando, trabajando, amando, engendrando hijos e hijas. No hay que dar muerte a ningún tiempo presente por la espera de un tiempo futuro.
El capítulo se cierra con un nuevo enfrentamiento entre Jeremías y los falsos profetas, en esta ocasión exiliados a Babilonia. Descubrimos – y no nos sorprende – que entre los profetas deportados se encuentran algunos exponentes de la ideología nacionalista, de la misma escuela que Ananías (capítulo 28). Jeremías en su carta no había usado palabras tiernas con ellos: «No os dejéis engañar por los profetas y adivinos que viven entre vosotros (…) porque os profetizan embustes en mi nombre, y yo no los envié» (29,8-9). Jeremías los llama por su nombre, es posible que los conociera bien: Ajab, Sedecías y Samayas (29, 21.24). También los exilios tienen sus falsos profetas, que proliferan aún más que en la patria, porque su venta de ilusiones y falsos consuelos encuentra aún más “clientes” en el tiempo del sufrimiento y la angustia.
También en esta ocasión, los profetas acusados y deslegitimados por Jeremías actúan. Samayas envía «cartas a todo el pueblo de Jerusalén y a Sofonías, hijo de Masías, el sacerdote, y a todos los sacerdotes» (29,25). La petición que hace Samayas a Sofonías, el superintendente del templo, es muy clara y directa: «¿Por qué no has dado un escarmiento a Jeremías, de Anatot, que se ha metido a profetizar?» (29,26), equiparándolo así a los muchos poseídos «locos y desmandados que se meten a profetizar» (29,26). Sofonías, evidentemente un hombre justo, no escucha a Samayas. Incluso donde hay corrupción generalizada y en las “estructuras de pecado” se puede encontrar una persona justa. Pone la carta en conocimiento de Jeremías y éste responde con una nueva carta a los exiliados: «Así dice el Señor: Samayas os ha profetizado, sin que yo lo enviase, introduciéndoos a una falsa confianza» (29,31).
Los primeros enemigos de los verdaderos profetas son los falsos profetas, aquellos que, de mala fe o de buena fe pero devorados por la ideología, ven en el verdadero profeta una grave amenaza para el pueblo. Muchos de los que traman contra Jeremías están sinceramente convencidos de que luchan contra un enemigo de la patria, contra un colaboracionista que busca la ruina de Israel. Esta es la terrible fuerza de la ideología: perseguir y matar a los profetas y hacerlo en nombre del bien, de la verdad, de la religión, de Dios. Ayer y hoy. La Biblia no dice que la historia reconozca a los verdaderos profetas y les escuche. Es más, dice todo lo contrario. Al final, los muestra vencidos. Pero la lucha tenaz y durísima entre Jeremías y la falsa profecía, precisamente porque es la historia de una derrota, nos ama enseñándonos la gramática de la enfermedad ideológica, que acompaña a toda experiencia religiosa e ideal (la falsa profecía es ideológica y la ideología más poderosa es una forma de falsa profecía). Porque la falsa profecía ideológica florece en el mismo árbol que la profecía verdadera. A diferencia de lo que ocurre con la cizaña, no es fácil reconocerla en medio del campo. Enteras comunidades y pueblos se han alimentado y se siguen alimentando de hierbajos, convencidos de que comen un trigo muy bueno. Y casi siempre los primeros comedores de malas hierbas son los falsos profetas, encantados con sus propios encantamientos.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (60 KB) el 13/08/2017
«No respondas al necio según su necedad, no sea que tú también te vuelvas como él. Responde al necio según su necedad, no vaya a creerse que es un sabio»
Proverbios 26
La palabra trabajo viene del latín trepalium: el yugo con el que se uncían los animales. Se trataba de una viga de madera silueteada, con cuerdas y lazos, que recordaba el brazo horizontal de la cruz. Con el tiempo, el yugo se convirtió en un símbolo de la sumisión de animales y personas y de la esclavitud. Los pueblos conquistan la libertad y la justicia cuando rompen el yugo de la esclavitud y se liberan de sus fatigas y tribulaciones. A nadie le gusta estar subyugado, sometido por otros al yugo. Solo el mensaje subversivo y radical de Jesús de Nazaret podía usar la imagen de un yugo para expresar el lazo de unión con sus discípulos: ligero y suave, pero yugo al fin y al cabo. Es probable que el evangelista, al usar esta imagen paradójica, tuviera en mente a Jeremías: «El Señor dirigió la palabra a Jeremías: “Así dice el Señor: Hazte unas coyundas y un yugo y encájatelo en el cuello”» (Jeremías 27,1-2).
[fulltext] =>Jeremías recibe otra palabra encarnada, otro verbo de YHWH que habla con la carne del profeta. No se trata de técnicas retóricas ni mucho menos de instrumentos para sorprender y seducir al pueblo. Son tan palabras de YHWH como otras, como el jarrón, el cinturón, el cesto de higos, el andar desnudo de Isaías o el dormir de costado de Ezequiel. Baruc, el fiel cronista de Jeremías, recoge la explicación de ese gesto: «Pues bien, yo entrego todos estos territorios a Nabucodonosor, rey de Babilonia, mi siervo (…) Todas las naciones estarán sometidas a él, a su hijo y nieto»: 27,6-7). Pero es probable que aquellos hombres antiguos, avezados en muchos lenguajes no verbales, ya lo vieran todo claro al ver llegar al profeta subyugado.
Hasta Jerusalén han venido representantes de los pueblos cercanos para intentar una alianza y guerrear contra los babilonios, apoyándose en las ilusiones nacionalistas de sus «profetas y adivinos, intérpretes de sueños, agoreros y magos, que os dicen: “No seréis vasallos del rey de Babilonia”. No les hagáis caso porque os profetizan embustes» (27,9-10). Jeremías continúa su batalla contra los engaños de los profesionales de la mentira.
El desencuentro con la falsa profecía alcanza su culmen en el capítulo siguiente, que es uno de los vértices dramáticos de todo el libro, cuando a Jeremías se le enfrenta, retándole, otro profeta: Ananías, un exponente de los profetas de la salvación y de la ideología nacionalista del templo: «Ananías, hijo de Azur, profeta natural de Gabaón, me dijo en el templo, en presencia de los sacerdotes y de toda la gente: “Así dice el Señor de los ejércitos, Dios de Israel: Rompo el yugo del rey de Babilonia. Antes de dos años devolveré a este lugar todo el ajuar del templo (…) y a todos los judíos desterrados en Babilonia yo los haré volver a este lugar. Porque romperé el yugo del rey de Babilonia» (28,1-4).
Después de todos los ataques anteriores, quien se enfrenta ahora a Jeremías es otro profeta, un “colega” que actúa como él en Jerusalén, probablemente una figura de cierta relevancia entre los profetas de la ciudad. Baruc, cuando narra el episodio, le llama “profeta”. Así pues, Ananías es tan profeta para el pueblo como Jeremías; ambos están acreditados como profetas ante el pueblo y ante los sacerdotes. Al comienzo del relato, nosotros no sabemos si Ananías es un profeta verdadero o falso. Sus contemporáneos no lo sabían y nosotros tampoco debemos saberlo. Si queremos dejarnos tocar en la carne por estas palabras, debemos bajar a la palestra con Jeremías, para verle combatir con Ananías y descubrir junto a él cuál de los dos es el profeta verdadero y por qué.
En primer lugar, hay que notar un dato obvio e importante: la estructura del discurso de Ananías es idéntica a la de Jeremías. Él también comienza con la fórmula profética “así dice el Señor” y llama a Dios con el nombre de la Alianza (YHWH). Pero el contenido del mensaje es el opuesto al de Jeremías: no habrá sumisión a Babilonia. Ante el pueblo y ante el templo, ambos profetas aparecen como dos competidores que venden el mismo “producto” pero con una diferencia decisiva: el de Jeremías tiene un precio muy alto, mientras que el de Ananías es gratis. Los verdaderos profetas saben mantener el precio alto, sin ceder a la solicitud de descuentos y rebajas por parte del pueblo, porque el dumping profético supone la muerte de la profecía verdadera.
Jeremías, con su primera respuesta, da un golpe de escena: «El profeta Jeremías dijo: “¡Amén, así lo haga el Señor! Que el Señor cumpla tu profecía”» (28,6). Su primera palabra es “amén”, que en este contexto significa “ojalá sea como tú dices”. A Jeremías le gusta la paz y la libertad tanto como a Ananías y al pueblo, pero no puede pronunciar engaños consolatorios. Por eso, sigue adelante con un discurso complejo que esconde algo muy importante: «Los profetas que nos precedieron, a ti y a mí, desde tiempo inmemorial, profetizaron guerras, calamidades y epidemias a muchos países y a reinos dilatados» (28,7-9). Cuando un profeta predice prosperidad, solo es reconocido como profeta enviado realmente por el Señor cuando se cumple su profecía.
Jeremías invoca la antigua tradición profética, se remite a “los que nos precedieron a ti y a mí” (otro reconocimiento de Ananías como profeta) y recuerda que aquellos profetas de desgracias fueron verdaderos profetas. En raras ocasiones, los profetas también profetizaron la salvación, pero la verdad de sus palabras solo se conoció con el cumplimiento del acontecimiento histórico profetizado. Quiere decir que es más fácil que sea verdadero el profeta que profetiza “guerra, calamidades y epidemias” que el que profetiza prosperidad. La profecía de desventura es más probable que sea auténtica y eso podemos afirmarlo ex ante, antes de que ocurran los acontecimientos previstos. En cambio, la profecía de salvación solo puede ser validada ex post. ¿Por qué? La explicación podemos encontrarla en la gratuidad de la profecía verdadera.
Cuando un profeta anuncia desgracia y dolor, sobre todo a “reinos dilatados”, no recibe de ellos más que persecuciones y sufrimientos, porque, como estamos viendo, a los jefes y al pueblo no les gustan los profetas de desventura. En cambio, cuando un profeta predice al pueblo el bienestar y la paz que desea, es muy probable que esta profecía produzca consenso, éxito, poder y riqueza, tentaciones muy fuertes, a veces invencibles, en todo tiempo. Así pues, resulta muy plausible pensar que el profeta que anuncia lo que los jefes del pueblo no quieren oír es un verdadero profeta. El razonamiento tiene una fuerza sapiencial extraordinaria. No tenemos garantías de que el profeta de desgracias no sea falso (o loco). En estas cosas demasiado grandes la certeza no existe. Pero al no tener incentivos para profetizar, sino únicamente costes, es más probable que la profecía de desventura sea auténtica.
Este mensaje, fuerte y claro, le llega a Ananías (y probablemente también al pueblo que asiste al templo). La reacción supone otro golpe de escena, imprevisible e impresionante: «Entonces el profeta Ananías le quitó el yugo del cuello al profeta Jeremías y lo rompió, diciendo en presencia de todo el pueblo: “Así dice el Señor: Así es como romperé el yugo del rey de Babilonia, que llevan al cuello tantas naciones, antes de dos años» (28,10-11). Este gesto, violento y espectacular, parece mostrar clamorosamente quién es el vencedor del duelo y de parte de quién está el oráculo auténtico.
En estos momentos, el texto muestra a un Jeremías confuso e indefenso. Jeremías está acostumbrado a las persecuciones y a las derrotas, pero esta vez la dificultad que tiene que afrontar es de otra naturaleza. Otro profeta, en nombre de su mismo Dios, arrogándose la misma autoridad profética, con una acción igual y contraria, rompe el símbolo de Jeremías, niega el contenido de su profecía y propone un contenido de signo contrario. Pero hay otra cosa aún más profunda que considerar. El lector de la Biblia y los contemporáneos de Jeremías saben que Ananías se remite directamente a la auténtica tradición de la Alianza. En la Torá y en los Salmos encontramos muchas referencias (Génesis 27,40; Salmo 18) al yugo roto por YHWH para liberar a su pueblo de la esclavitud: «Yo soy YHWH, que os saqué del país de Egipto, rompí las coyundas de vuestro yugo» (Lv 26,13). Pero sobre todo, Ananías se apoya en Isaías, que cien años antes había obtenido de Dios la milagrosa liberación de Jerusalén de los asirios. La convicción de la inviolabilidad del templo y de la ciudad se basa, por tanto, en un gran milagro realizado por un gran profeta. Pero la verdad histórica de ayer, más antigua y más autorizada, se transforma en ideología, porque impide acoger la palabra de otro profeta que en un momento histórico distinto dice otra cosa distinta pero verdadera. Cada vez que la verdad de ayer eclipsa a la verdad distinta de hoy caemos en la ideología, puesto que se convierte en un ídolo. Ananías, tal vez de buena fe, está extraviando a su pueblo y llevándole hacia una masacre, no en nombre de un falso profeta ni de dioses extranjeros, sino en nombre de la tradición y de un milagro verdadero de un profeta verdadero. Usa el pasado para matar el futuro. Las ideologías más poderosas e infalsificables, ya sean religiosas o laicas, no son las que carecen de fundamento sino las que se fundan en palabras y hechos verdaderos de ayer que acallan y ciegan las palabras y los hechos verdaderos de hoy.
Jeremías no responde al gesto de Ananías. Permanece mudo. Romper y profanar la señal del profeta es un ultraje muy grande. El gesto es una palabra-carne y no existe ningún otro gesto con el que responder a su destrucción: una carne no sustituye a otra, ni un hijo a otro. Si en la Biblia las palabras se dicen “para siempre”, el gesto profético es el “para siempre del para siempre”. Después de un gesto profanado, el profeta solo puede callar. Para decir nuevas palabras necesita el don de una nueva palabra de Dios, y hasta que ésta no llega, el profeta permanece mudo y derrotado: «El profeta Jeremías se marchó por su camino» (28,11). Esta es una forma estupenda de mansedumbre y de humildad de corazón que acompaña y nutre la extraordinaria fuerza de los profetas.
YHWH envía una nueva palabra y Jeremías responde a Ananías: «Escúchame, Ananías: el Señor no te ha enviado, y tú induces a este pueblo a una falsa confianza» (28,15). Ananías muere ese mismo año y después desaparece de la Biblia. Pero desde el corazón del libro de Jeremías, Ananías siempre nos recordará el peligro de todas las ideologías de la tradición, que matan a los profetas verdaderos de hoy en nombre de los profetas verdaderos de ayer.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (60 KB) el 13/08/2017
«No respondas al necio según su necedad, no sea que tú también te vuelvas como él. Responde al necio según su necedad, no vaya a creerse que es un sabio»
Proverbios 26
La palabra trabajo viene del latín trepalium: el yugo con el que se uncían los animales. Se trataba de una viga de madera silueteada, con cuerdas y lazos, que recordaba el brazo horizontal de la cruz. Con el tiempo, el yugo se convirtió en un símbolo de la sumisión de animales y personas y de la esclavitud. Los pueblos conquistan la libertad y la justicia cuando rompen el yugo de la esclavitud y se liberan de sus fatigas y tribulaciones. A nadie le gusta estar subyugado, sometido por otros al yugo. Solo el mensaje subversivo y radical de Jesús de Nazaret podía usar la imagen de un yugo para expresar el lazo de unión con sus discípulos: ligero y suave, pero yugo al fin y al cabo. Es probable que el evangelista, al usar esta imagen paradójica, tuviera en mente a Jeremías: «El Señor dirigió la palabra a Jeremías: “Así dice el Señor: Hazte unas coyundas y un yugo y encájatelo en el cuello”» (Jeremías 27,1-2).
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (49 KB) el 06/08/2017
«Una vez, el rabí Moshé de Kobryn dijo: “Veo que las palabras que dije no llegaron al corazón de uno solo de vosotros. Y si me preguntáis cómo lo sé, puesto que no soy profeta ni hijo de profeta, os explicaré la razón. Las palabras que vienen del corazón van al corazón con toda su verdad. Pero si no encuentran un corazón que las reciba, Dios se apiada del que las dijo: No permite que sigan errando por el espacio, sino que las hacer retornar al corazón del que partieron”. (…) Poco tiempo después de la muerte de Rabí Moshé, uno de sus amigos dijo: “Si hubiera habido alguien a quien pudiera hablar, todavía estaría vivo”»
Martin Buber, Cuentos jasídicos
Aunque cada profeta tenga una personalidad única y un nombre propio, la profecía es una experiencia colectiva. Forma una comunidad, una tradición. Los recién llegados continúan la misma carrera, combaten las mismas batallas, dan palabras nuevas a la misma voz. Todo profeta verdadero es generado por los profetas que le precedieron y alimenta a los que vendrán después de él. Esta cadena de generación espiritual está en la raíz de la fidelidad a la palabra. Cada profeta sabe que está escribiendo un capítulo de un libro que otros/as se encargarán de completar. Sabe que si a ese capítulo le faltan palabras, o si las que contiene son parciales y enmendadas, aquellos que continúen la escritura recibirán un material adulterado y no tendrán a su disposición las palabras necesarias para poder escribir las suyas, y el final será más pobre y equivocado.
[fulltext] =>La fidelidad de los profetas a la palabra nos permite comprender una verdad de alcance más universal, relativa a cada generación y a cada palabra. El arte y la poesía de hoy se alimentan de la fidelidad de los artistas y de los poetas de ayer a su palabra. Si un poeta traiciona su palabra hoy, empobrece la poesía de mañana. Cuando un padre pierde o traiciona su palabra y la palabra que ha heredado, los hijos tendrán en sus manos palabras más míseras o falsas con las que escribir su vida. Detrás de algunas vidas mal escritas por los hijos se cela la traición de nuestras palabras de padres y madres. Las comunidades se extravían cuando en la transmisión/tradición alguien traiciona la primera palabra carismática. Las travesías del desierto de las palabras traicionadas no conducen a ninguna tierra prometida, porque el mapa que conduce desde Egipto a Canaán solo puede ser escrito con signos y palabras fieles.
«El Señor me mostró dos cestas de higos colocadas delante del santuario del Señor (Era después que Nabucodonosor, rey de Babilonia, desterró a Jeconías, hijo de Joaquín, rey de Judá, con los dignatarios de Judá, y a los artesanos y maestros de Jerusalén, y se los llevó a Babilonia). Una tenía higos exquisitos, es decir, brevas; otra tenía higos muy pasados, que no se podían comer» (Jeremías 24, 1-2). Estamos ante una nueva visión de Jeremías, cuyo significado le desvela inmediatamente YHWH: «A los desterrados de Judá (…) los considero buenos, como estos higos buenos. (…) Les daré inteligencia para que reconozcan que yo soy el Señor. (…) A Sedecías, rey de Judá, a sus dignatarios, al resto de Jerusalén que quede en esta tierra, les trataré como a esos higos tan malos que no se pueden comer» (24,5-8).
La teología del “resto” está en el centro de la profecía bíblica, porque expresa la naturaleza profunda del humanismo bíblico y de su salvación típica. Grandes, fuertes y numerosos son los imperios, los faraones, los ejércitos, lugares donde Dios no está y el hombre es negado. También en la Biblia, incluso dentro de la tradición profética, encontramos un alma que relaciona la salvación con la fuerza y con el “Señor de los ejércitos”. Pero junto a ella, encontramos otra alma que no profetiza a un mesías victorioso que aparece por el horizonte montando un caballo blanco, sino que espera a un siervo doliente, a un emmanuel, a un niño en un pesebre. Sin profetas verdaderos, las comunidades, incluso las nacidas de los carismas espirituales más puros, pronto se transforman en imperios que buscan conquistas, adeptos y poder, olvidándose de la verdad pobre del pequeño “resto”. Y se apagan.
También en Jeremías encontramos la tradición del “resto”, pero la grandeza de este profeta nos permite descubrir en ella una dimensión verdaderamente profunda y subversiva: el “resto” no está entre los que se quedan en la patria, entre los que escapan a la primera deportación, sino entre los desterrados a Babilonia. El cesto bueno es el cesto arrebatado. No se trata solo de una lectura sapiencial de las vicisitudes presentes y futuras de Jerusalén y de Judá, ni solo de una crítica a la corrupción de los sacerdotes y de los profetas. Contiene un gran mensaje relativo a la lógica de la salvación de las comunidades y de las personas.
Un observador que se encontrara aquellos días en Israel, que hubiera visto la deportación y el exilio de una parte significativa del pueblo, obligada a vivir en medio de una nación tirana e idólatra, sin templo, sin profetas y sin sacerdotes, aunque hubiera creído en la profecía del “resto”, lo habría situado en la parte del pueblo que se había quedado, que aún podía rezar en el templo, celebrar el shabbat y seguir a sus guías espirituales y religiosos. Jeremías, en cambio, dice que el “resto” que se salvará y será continuador de la Alianza, se encuentra entre los deportados, rodeado de procesiones de dioses extranjeros altísimos y brillantes, sin el aparato religioso y sin los guardianes de YHWH. La salvación no vendrá de aquellos que se han quedado dentro de la religión y del templo, sino de aquellos que han sido conducidos fuera, lejos, a una tierra idolátrica.
Muchas veces, el hecho de que uno se vaya, se marche o sea arrebatado con violencia por alguien o algo más fuerte, es interpretado por los que se quedan como una desventura. Pero después, en el exilio puede comenzar una salvación que un día regresa como bendición. Uno deja su comunidad, su casa, su instituto; los que se quedan ven esa marcha como maldición, y el hecho de quedarse como una bendición. Pero después, la historia continúa y dentro de la maldición florece una espléndida flor del mal. Aquellos que se quedaron en tiempos de Jeremías, protegidos por la ideología de los falsos profetas y de los sacerdotes del templo, no sabían que en una lejana periferia, en la tierra del dolor, estaba madurando algo nuevo, fiel y verdadero, que un día salvaría a todos los hijos. A veces una parte de nuestro corazón se va, nos deja, es arrancada de casa, y la parte que se queda grita el abandono. Pero puede suceder que precisamente en la parte que se ha ido a una tierra extranjera comience a generarse una misteriosa salvación; regresa y salva todo lo que ha quedado en casa, que mientras tanto se ha corrompido, engañado por ideologías y falsos profetas. Hay reinos donde el banquete del ternero cebado puede comenzar en una pocilga, donde las algarrobas florecen en granos de mostaza. Las fidelidades más improbables son las más verdaderas. Las que son demasiado lineales y obvias muchas veces producen los sentimientos y palabras del hermano mayor, que permaneció “fiel” en la casa del padre.
Pero si leemos estos versículos de Jeremías en el conjunto de toda la tradición bíblica, podemos descubrir más cosas. Si recorremos la Torá, al final del Génesis encontraremos a un amigo de Jeremías: José. También él, deportado y esclavo, sin familia y sin padre, hermano de corruptos y traidores, se convierte en aquella lejana tierra del faraón en un “resto” de salvación para todos. La salvación no estaba en la tierra del padre Jacob y entre los altares de su Dios. Estaba lejos, en medio de las pirámides, dentro de las cárceles imperiales, en la soledad, donde florecía un sueño.
Jeremías no se conforma con narrar la parábola de los dos cestos. Pocos versículos después vuelve a profetizar la destrucción de la ciudad y del tempo: «Así dice el Señor: (…) Yo trataré este templo como el de Silo» (26,4-5). Las previsibles consecuencias de esta profecía no se hacen esperar: «Los sacerdotes, los profetas y toda la gente oyeron a Jeremías pronunciar este discurso en el templo. (…) Lo prendieron diciendo: “Eres reo de muerte. ¿Por qué profetizas en nombre del Señor diciendo que este templo será como el de Silo y esta ciudad quedará en ruinas y deshabitada?”». (26,7-9). Pero esta vez la condena a muerte no se ejecuta porque “algunos ancianos del país” toman la palabra en la asamblea y dicen: «Miqueas de Moraste profetizó durante el reinado de Ezequías, rey de Judá, y dijo a los judíos: “Sión será un campo arado, Jerusalén será una ruina, el monte del templo un cerro de breñas”. ¿Le dieron muerte Ezequías, rey de Judá, y todo el pueblo? … Nosotros, en cambio, estamos a punto de cargarnos con un crimen enorme». (26,18-19).
Este episodio, narrado por Baruc, esconde algunas perlas. Algunos ancianos del pueblo permanecen fieles a la tradición de la Alianza y son capaces de escuchar y creer a los profetas. Los verdaderos enemigos de Jeremías y de los profetas son los jefes, los falsos profetas y los sacerdotes. Una vez más se repite la vieja y constante tensión-conflicto entre carisma e institución, o entre periferia y centro del imperio (ni Jeremías ni Miqueas son de Jerusalén). Estos ancianos salvan a Jeremías citando a un profeta anterior (Miqueas). Aquí tenemos un raro y espléndido testimonio que nos desvela una ley general y fundamental de la Biblia: los profetas verdaderos se refieren unos a otros, se salvan mutuamente, aunque el salvador haya vivido cien años antes. Y el salvado devuelve al salvador a la vida.
El capítulo se cierra con un relato que nos llega de boca de uno de estos ancianos justos: «Hubo otro profeta que profetizó en nombre del Señor: Urías (…) Profetizó contra esta ciudad y este país lo mismo que Jeremías. El rey Joaquín (…) intentó matarlo, pero Urías se enteró y, atemorizado, huyó a Egipto. Entonces el rey Joaquín despachó a Egipto un destacamento (…) y lo hizo ajusticiar» (26,20-23).
En Israel hubo otros profetas verdaderos cuyas palabras no ha conservado la Biblia. La palabra de YHWH es más abundante que las palabras de la Biblia, y la Biblia es más grande que la suma de las palabras que contiene. Urías es imagen de los muchos hermanos mudos de los profetas que, ayer como hoy, no escriben libros y tal vez esperan que un “anciano del pueblo” les vea y ponga palabras a su vida y a su sangre, enriqueciendo la familia profética de la tierra.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (49 KB) el 06/08/2017
«Una vez, el rabí Moshé de Kobryn dijo: “Veo que las palabras que dije no llegaron al corazón de uno solo de vosotros. Y si me preguntáis cómo lo sé, puesto que no soy profeta ni hijo de profeta, os explicaré la razón. Las palabras que vienen del corazón van al corazón con toda su verdad. Pero si no encuentran un corazón que las reciba, Dios se apiada del que las dijo: No permite que sigan errando por el espacio, sino que las hacer retornar al corazón del que partieron”. (…) Poco tiempo después de la muerte de Rabí Moshé, uno de sus amigos dijo: “Si hubiera habido alguien a quien pudiera hablar, todavía estaría vivo”»
Martin Buber, Cuentos jasídicos
Aunque cada profeta tenga una personalidad única y un nombre propio, la profecía es una experiencia colectiva. Forma una comunidad, una tradición. Los recién llegados continúan la misma carrera, combaten las mismas batallas, dan palabras nuevas a la misma voz. Todo profeta verdadero es generado por los profetas que le precedieron y alimenta a los que vendrán después de él. Esta cadena de generación espiritual está en la raíz de la fidelidad a la palabra. Cada profeta sabe que está escribiendo un capítulo de un libro que otros/as se encargarán de completar. Sabe que si a ese capítulo le faltan palabras, o si las que contiene son parciales y enmendadas, aquellos que continúen la escritura recibirán un material adulterado y no tendrán a su disposición las palabras necesarias para poder escribir las suyas, y el final será más pobre y equivocado.
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