stdClass Object ( [id] => 17022 [title] => Palabras para el tiempo de todos [alias] => palabras-para-el-tiempo-de-todos [introtext] =>A la escucha de la vida/29 - El profeta es maestro de luz porque conoce la noche
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 08/01/2017
«La marea humana, rompiendo a los pies de la torre golpeada sin cesar por su miseria, sigue repitiendo una pregunta: «¿Shomer ma-millailah? - Cuánto falta para el día». El tono del oráculo desconcierta por su inaudita cortesía: «Si os place preguntar, volved…». Saber no importa. Lo que importa y da vida es no perder el angelical temblor, la necesidad, el deseo de saber cuándo acabará o qué significa la noche. La peor desgracia sería que nadie viniera ni preguntara.»
Guido Ceronetti, El libro del profeta Isaías
Ninguna otra época como la nuestra ha conocido semejante producción y multiplicación de palabras. Las culturas antiguas, agrícolas y analfabetas, precisamente porque no sabían leer ni escribir, porque conocían pocas palabras, intuían que la palabra, las palabras, contenían en su seno un misterioso poder, que era motivo de respeto y temor. No sabían leer ni escribir, pero sabían hablar. No sabían escribir poesías, pero sabían contarlas, sabían vivirlas. Nuestro tiempo, inundado de palabras, ha perdido el sentido de la palabra. Carece de los instrumentos necesarios para reconocer a los profetas, y por eso los confunde con los creadores y vendedores de charlatanería. Para reconocer y comprender a los profetas – sólo Dios sabe cuánta falta nos hace – sencillamente deberíamos aprender de nuevo a hablar.
[fulltext] =>La conclusión del libro de Isaías es tan grande como el resto del libro. A ella regresan las promesas que se han ido entrelazando a lo largo de todo el rollo, los consuelos y la inmensa esperanza: «He aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva, y no se recordará el pasado ni vendrá a la memoria (…) No se oirá allí jamás lloro ni quejido. No habrá allí jamás viejo que no llene sus días, pues morir joven será morir a los cien años» (Isaías 65,17-20). La Biblia es un continuo canto a la vida. La tierra es el lugar de la bendición. Aquí es donde Dios se deja encontrar, donde habla. Para el hombre bíblico, para los profetas, no hay promesa más grande que una larga vida, un tiempo en el que la vida se alargue. Hoy hemos alcanzado los cien años, pero, como nos falta una cultura de la vida, ya no somos capaces de interpretar una larga vejez como una bendición. Volver a los profetas es un recurso esencial para aprender de nuevo a vivir y por consiguiente a envejecer y a morir.
En una cultura de la vida no pueden faltar la bendición del trabajo, ni la viña: «Edificarán casas y las habitarán, plantarán viñas y comerán su fruto (…) Mis elegidos disfrutarán del trabajo de sus manos. No se fatigarán en vano» (65, 21-23). La tierra prometida es también la tierra del trabajo como bendición, donde uno se “fatiga” pero no se “fatiga en vano”. Todo trabajo implica fatiga, pero no toda fatiga del trabajo es buena. Trabajar es una bendición.
No trabajar en vano también es una bendición. Retorna el anuncio de una nueva armonía en la creación: «El lobo y el cordero pacerán juntos, el león comerá paja como el buey, y la serpiente se alimentará de polvo, no harán más daño ni perjuicio» (65,25). Retornan los niños, el primer signo de esperanza en tiempos de desolación y espera: «No habrá allí jamás niño que viva pocos días» (65,20). Retorna la salvación para todos, pues al profeta no le basta la salvación de un solo pueblo: «Yo vengo a reunir a todas las naciones y lenguas» (66,18).
El libro de Isaías atraviesa muchos siglos de historia del pueblo de Israel, algunos de ellos muy oscuros y dolorosos. La fuerza y la belleza de estos últimos capítulos se concentran en la repetición de las antiguas promesas tras el exilio y la destrucción del templo, tras la desilusión al regreso del exilio. Es importante ejercitar la esperanza en el tiempo de la alegría. Aún es más importante ejercitar esa misma esperanza durante el exilio y en el tiempo de la decepción. Esa misma diferencia se da también entre la esperanza de la juventud y la de la vida adulta, cuando conseguimos creer, decir y decirnos la fe en una nueva tierra, mientras un día descubrimos que lo que debía ser la tierra de la primera promesa simplemente es la tierra de todos. Encontrar en el tercer Isaías las mismas imágenes y las mismas esperanzas del primero y del segundo Isaías es un gran regalo para poder seguir esperando y creyendo en la primera vocación y en el primer amor con la misma fe del comienzo, cuando todo era posible. Gran mensaje de vida, que puede curar el natural cinismo y la desilusión que acompañan a toda vida adulta buena. Un mensaje de vida para poder seguir creyendo en el hijo de la vejez, para poder plantar semillas de nuevos árboles sabiendo que no seremos nosotros quienes veamos sus hojas. Un mensaje de vida que podría curar a nuestra Europa envejecida, decepcionada y atemorizada por la oscuridad.
Cuando en una comunidad, en un pueblo, en una civilización, en cada uno de nosotros, se nubla la profecía, sentimos nostalgia de la juventud y envejecer nos parece una maldición. Entonces no llegamos nunca a la hermosa vida adulta. La profecía mantiene la verdad de la experiencia de la juventud durante toda la vida, porque la transforma en una experiencia del alma. La tierra nueva no es la tierra de ayer. Tampoco es la tierra de mañana. Es sencillamente nuestra tierra, la única que tenemos aquí y ahora: «Así como los cielos nuevos y la tierra nueva que yo hago permanecen en mi presencia» (66,22). Sólo el presente puede durar para siempre. La Biblia y los profetas siguen repitiéndonos que el pecado más grande es que renunciemos a vivir, encantados por el pasado o engañados por el futuro. Todo el cielo y toda la tierra se concentran en este presente nuestro, pobre pero habitado, profundo e infinito. Esta es la “vida eterna” que nos entrega la profecía bíblica.
Llegamos al último capítulo de este comentario al libro de Isaías, escuchando la vida que Isaías nos desvela y nos muestra dentro de nosotros y a nuestro alrededor. Cada vez que termino el comentario a un libro bíblico – Génesis, Éxodo, Job, Qohélet y ahora Isaías –, al cerrar la última página experimento una verdadera melancolía. Pienso que el próximo domingo no estaré en compañía de los personajes del libro que, capítulo tras capítulo, se han convertido en personajes vivos de mi alma. Ahora también me parece imposible no estar la semana que viene al lado de Isaías, leyéndolo, leyendo a sus comentaristas, dejándome amaestrar y alimentar por su sabiduría. Estos seis meses transcurridos junto a Isaías han sido maravillosos. Los descubrimientos que he realizado, desde el primer capítulo hasta el último, han sido cada cual más hermoso, y muchas veces me han dejado sin aliento.
Termino con una última “sorpresa”, que me ha llegado durante la fiesta de la Epifanía.
Isaías es el profeta de la luz y la oscuridad, juntas. Pocas páginas de la Biblia son tan luminosas y brillantes como la “gran luz” que anuncia Isaías. Pocas páginas de la Biblia y de toda la literatura son tan tenebrosas como algunos versos de Isaías. El canto del centinela, “Shomer ma-millailah”, tal vez el más hermoso de todos, es un diálogo nocturno, un canto de una luz maravillosa. Es como en la vida, donde la oscuridad y la luz se entrecruzan, hasta que un día comprendemos que son la misma cosa. Toda la vida buscamos la luz, sobre todo si un día vimos su esplendor, en la llamada. Después, otro día, nos damos cuenta de que la oscuridad que llegó ocultando el primer sol, no era la negación de la luz. No era sino una luz distinta, menos luminosa pero más verdadera. Isaías es maestro de la luz porque es verdadero conocedor de la noche. La imagen del centinela es, entre las muchas que el libro de Isaías nos regala para describir la vocación profética, la que mejor expresa el secreto, la naturaleza íntima de la vida de los profetas: son anunciadores del alba durante la noche, en el diálogo con los viandantes. Los profetas se encuentran en la misma noche, pero, por vocación, están seguros del alba. No saben cuándo llegará, pero saben que llegará, y así nos lo dicen, nos lo gritan. Cuando no hay profetas, hay una enorme carestía de anuncios del alba. Y la noche sin la esperanza de la Aurora es una noche infinita.
Es típico de la infancia contraponer la oscuridad a la luz. Cuando somos niños, una es enemiga de la otra. La luz es buena, bella, alegre; la oscuridad es fea, temible, mala. Después, cuando crecemos, aprendemos los valores de la noche. Vivimos, trabajamos y amamos de día y de noche. Entendemos que la noche es el tiempo de los sueños, y aprendemos a soñar también de día. Pero mientras que en la vida natural y social todos sabemos que no es posible vivir sin la alternancia noche-día, sin descubrir la luz en la oscuridad y la oscuridad en la luz, en la vida espiritual permanecemos en la infancia demasiado tiempo. A veces seguimos durante toda la vida amando la luz y odiando la oscuridad, desconociendo el trabajo, el amor y los sueños de la noche. Así no nos hacemos nunca adultos y quedamos atrapados entre el recuerdo de la luz de ayer y el deseo de la luz de mañana, perdiendo la única luz buena que se nos ha dado: la luminosa y oscura luz del presente.
Nunca había escrito cosas como estas antes de empezar a estudiar y a comentar a Isaías. No las había dicho nunca, porque no las sabía. Al igual que desconocía la práctica totalidad de las palabras con las que he comentado el libro de Isaías y los demás libros bíblicos. La característica más extraordinaria de la profecía bíblica es su capacidad para generar: al leerla y estudiarla somos engendrados a una nueva comprensión del presente, de la historia, de la sociedad, de la economía, de las religiones y de la vida propia y ajena. La Biblia es un gran bien común, un don gratuito que sólo espera ser "visto".
Así pues, la última palabra, también hoy, no puede ser otra que “gracias”. Al inmenso Isaías, a su Dios que es el Dios de todos. A “Avvenire”, que en la persona de su director, Marco Tarquinio, sigue dándome la confianza necesaria para poder generar nuevas palabras libres. A los lectores, que me han acompañado y me han escrito muchas cartas hermosas, animándome y corrigiéndome. A los muchos biblistas, poetas, escritores y artistas que me han dado ideas. Tras una semana de descanso, el 22 de enero retomaré esta “página” dominical con una nueva serie de reflexiones. De momento dejaré el trabajo sobre la Biblia. Pero, si tengo fuerzas, cuento con retomarlo dentro de algunos meses. Para seguir buscando nuevas palabras. Para seguir aprendiendo a hablar. Para seguir dialogando en la noche, en la luz.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (52 KB) el 31/12/2016
«Si encuentras en el camino un nido de pájaros, con polluelos o huevos, sobre un árbol o en el suelo, y la madre echada sobre los polluelos o sobre los huevos, no tomarás a la madre con las crías. Deja marchar a la madre. Así tendrás prosperidad y larga vida» (Deut. 22,6-7). Esta promesa es la misma de aquellos que “honran al padre y a la madre”. Se cuenta que una vez el rabí Elisha ben Abuya vio a un hombre subir en sábado a lo alto de una palmera. El hombre se llevó a la madre junto con las crías y descendió ileso. Otro día después del sábado, otro hombre subió a la palmera, tomó a los pequeños pero dejó volar a la madre. Al bajar, una serpiente mordió al hombre y murió. Elisha dijo: "No hay justicia, no hay Juez". Y abjuró. ¿Qué hizo Elisha para mostrar que había perdido la fe? No construyó una filosofía atea. Un día de sábado arrancó una mata de hierba.
Paolo de Benedetti, Uomini e profeti, Radio3
El encuentro y la tensión vital entre el humanismo griego y el humanismo bíblico han marcado profundamente el alma de la cultura occidental. El genio filosófico de los griegos indagaba en la verdad con una libertad absoluta, desligada de toda referencia al pasado, a la tradición o a los textos sagrados. Por su parte, el ethos bíblico, más orientado hacia la vida que hacia la verdad, tenía la vista puesta en el futuro, pero no estaba liberado ni desligado de los comienzos, pues se encontraba anclado a un primer Pacto y una promesa imprescindibles.
[fulltext] =>El origen vinculaba, el futuro desvinculaba, y juntos sostenían la tierra occidental. Esta cultura plural, cohesionada y libre entró en una crisis profunda con la modernidad, cuando empezó a perder contacto con los orígenes y por ende con la historia. Entonces se abrió una etapa inédita de un futuro sin raíces, que hasta el momento no nos ha conducido a una nueva tierra prometida de hombres libres, sino a un consumismo nihilista en el que sólo hay presente, sin pasado y por consiguiente sin futuro.
«-¿Quién es ese que viene de Edom, de Bosrá, con ropaje teñido de rojo? ¿Ese del vestido esplendoroso y de andar tan esforzado? –Soy yo que hablo con justicia, un gran libertador. –Y ¿por qué está de rojo tu vestido, y tu ropaje como el de un lagarero? –El lagar he pisado yo solo» (63,1-3). Alguien pasa bajo las murallas, quiere entrar en Jerusalén. El centinela cumple con su trabajo y grita: “¿Quién va?”. El viandante responde: “Soy yo”. El centinela es el profeta. El que pasa bajo las murallas con ropaje ensangrentado, como el de alguien que acaba de pisar la uva tinta en el lagar, es YHWH: “Soy yo, Yo soy”. Dios mismo es quien entra en la ciudad y el profeta, el amigo de YHWH, le pide que revele su identidad. Este preludio de uno de los últimos capítulos del libro de Isaías, único en su género literario, esconde muchos significados. Es posible que en él resuene el eco de antiguos relatos medio-orientales de dioses que se retan a duelo, o de dioses guerreros que luchan con grandes monstruos. Sin embargo, la metáfora de la viña es una constante en el libro de Isaías y, en general, en toda la Biblia. Antes que nada, es imagen del pueblo, de sus fidelidades y rebeliones. Dios es el viñador, el que edifica y cultiva la viña con amor, y también el que la abandona cuando ésta se asilvestra.
YHWH, con sus vestiduras ensangrentadas, le dice al centinela que ha combatido y ha derrotado, él solo, a sus enemigos (63,3-6). Pero el centinela sabe que los enemigos no han sido derrotados, porque están dentro de las murallas y dominan a su pueblo. En la Jerusalén ocupada, YHWH no es un Dios vencedor. Es un Dios derrotado, ausente, que parece haberse olvidado de su pacto y de su promesa: «¿Dónde está el que los sacó de la mar, el pastor de su rebaño? ¿Dónde está el que puso en él su Espíritu santo?» (63, 11-12). «Observa desde los cielos y ve: ¿Dónde está tu celo y tu fuerza?» (63,15). ¿Dónde está pues tu victoria? ¿Cuál es, para nosotros, el premio de la sangre derramada?
En este salmo de lamentación colectiva, el más potente de toda la Biblia, el Dios de Israel, de nombre impronunciable, asume el nombre de “padre”: «Tú eres nuestro padre, que Abraham no nos conoce, ni Israel nos recuerda (…) Tú eres nuestro padre; nosotros la arcilla y tú nuestro alfarero» (63,16; 64,7). A diferencia de los pueblos vecinos, Israel no usaba la palabra “padre” para llamar a Dios, porque tenía una fuerte necesidad teológica de distinguir su fe, distinta y espiritual, de las creencias naturales y de los ritos de fertilidad. Pero aquel gran dolor colectivo, convertido en oración, pone en boca del profeta la primera palabra del primer léxico familiar de la humanidad. Entre otras cosas, esto es señal del profundo vínculo que existe entre los Evangelios y la tradición bíblica, y muestra que el cristianismo sin toda “la Ley y los profetas” es incomprensible o mera gnosis.
Esta lamentación colectiva quiere alcanzar directamente a Dios-padre. Ya no le bastan ni Abraham ni Jacob (Israel). La tradición no es eficaz para la fe si se queda en mero recuerdo de la fe de ayer. La fe bíblica es una fe histórica, que se fundamenta en el pasado. Pero YHWH es el “Dios de los vivos”, no un dios de muertos, y por consiguiente es el Dios del aquí y ahora. La verdad de la promesa hecha a los patriarcas está en la experiencia de un Dios que sigue presente y actúa hoy. Si YHWH es un Dios vivo y verdadero y no un personaje de relatos lejanos y mitológicos, es ahora cuando debe demostrar su providencia. Israel debe recordar, pero ningún recuerdo, ni siquiera el más grande y poderoso, puede sustituir al encuentro personal y comunitario con el Dios presente. Ninguna fe puede durar si es únicamente recordada y no actual, concreta. En la Biblia, el pasado no es simple recuerdo: es memoria, y la memoria no es nostalgia de una realidad feliz perdida para siempre. Cuando la memoria se convierte en mero recuerdo o en nostalgia, la fe muere. En la Biblia, el pasado permanece vivo, sin morir, para poder convertirse en presente. La experiencia de la presencia de YHWH, ahora, hace verdadero el pasado. La copa vive gracias a la raíz y la vivifica en el encuentro con la luz. La presencia de YHWH hoy es la garantía de que todo lo que vivimos ayer – los dolores, los amores, los rostros – sigue vivo, aunque haya “dejado la escena de este mundo”. Así pues, la fe bíblica es la cuerda (fides) que une el pasado y el futuro en el presente.
La forma más eficaz, y tal vez la única posible, de seguir creyendo en una liberación durante la opresión y la desesperación, pasa por usar la memoria para tratar de revivir el mismo “milagro” del tiempo de la primera alianza, para poder creer en Dios durante su ausencia. La lamentación es una de las formas que asume en la Biblia el ejercicio de la memoria. A través de la lamentación, gritando y pidiéndole a Dios razón de su abandono y de su ausencia del mundo, intentamos seguir agarrados a esa cuerda. La lamentación no tiene límites, todo se puede decir y gritar. Cuanto más radical y extrema es la experiencia de la ausencia, más radical y extrema es la lamentación. Aquellos que temen las grandes lamentaciones y sus angustias, se pierden los cantos religiosos más sublimes, que a veces nos parecen incluso maldiciones o blasfemias. Mientras reprendamos a dios por nuestras desventuras, mientras luchemos con él, seguiremos dentro del horizonte de la fe. El comienzo del ateísmo mudo lo marca el final del grito. El grito de abandono de Jesús en la cruz convierte los “porqués” sin respuesta en los hilos más robustos de esa misma fe-cuerda: «¡Ah si rompieses los cielos y descendieses!» (63,19). Mientras gritemos y protestemos porque la vida adulta nos parece una traición de las promesas del primer encuentro de la juventud, seguiremos siendo fieles a la primera vocación.
Nada más terminar la gran lamentación-oración colectiva, nos llega otra maravillosa imagen, tomada también de la cultura/cultivo de la vid: «Así dice YHWH: Como cuando se encuentra mosto en el racimo y se dice: “No lo eches a perder, porque es una bendición”, así haré yo por amor de mis siervos» (65,8). Aquí el profeta utiliza un precioso dicho popular (“no tires un racimo de uvas mientras a uno de sus granos le quede algo de zumo, porque ese poco de zumo esconde un don de Dios, una bendición”) y lo engarza en el corazón de su canto. El racimo entero se salva de ser tirado gracias a la vida presente en un pequeño resto: «Sacaré de Jacob descendencia y de Judá un heredero de mis montes» (65,9). Los racimos, las viñas, las comunidades, se pueden salvar gracias a la bendición de un resto vivo que haya sabido conservar su mosto-espíritu. Para ello simplemente debemos ser capaces de descubrir dónde se encuentra ese poco de mosto vivo, mirarlo y esperar la bendición. Este humilde refrán popular se parece a los que
se cuentan en nuestros pueblos, o a los que nos enseñaron nuestros abuelos para transmitirnos el valor y el respeto por el pan, por las plantas, por los pajarillos; el valor de la vida que hay que salvar siempre, de principio a fin. La Biblia es un tesoro de un inmenso valor antropológico, gracias también a estos engarces, a estos camafeos de humanidad: palabras sencillas y valiosas de gente del pueblo, de pastores y de pobres, que se convierten en palabras de YHWH.El ángel de Dios le dio la bendición (Brk) a Jacob-Israel, después de herirle en el gran combate del Yaboq (Génesis 32). Quien salve un racimo de uvas, marchito pero todavía vivo gracias al mosto escondido en unos pocos granos (o tal vez en uno solo), también recibirá la bendición. La misma bendición. Todos los días no nos encontramos con un ángel que luche con nosotros y luego nos bendiga. Además, cuando lo encontramos, (casi) nunca lo reconocemos. Pero todos podemos salvar, cada día, un “racimo de uvas”, si conseguimos ver el resto de vida que queda en medio de lo que parece seco y muerto, dentro de nosotros y a nuestro alrededor. Aprenderemos al fin el oficio de vivir el día en que descubramos que la bendición que se esconde en las heridas que nos enseña la vida, los hombres y Dios, es la misma bendición del grano de uva salvado. ¡Feliz año nuevo a todos!
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (52 KB) el 31/12/2016
«Si encuentras en el camino un nido de pájaros, con polluelos o huevos, sobre un árbol o en el suelo, y la madre echada sobre los polluelos o sobre los huevos, no tomarás a la madre con las crías. Deja marchar a la madre. Así tendrás prosperidad y larga vida» (Deut. 22,6-7). Esta promesa es la misma de aquellos que “honran al padre y a la madre”. Se cuenta que una vez el rabí Elisha ben Abuya vio a un hombre subir en sábado a lo alto de una palmera. El hombre se llevó a la madre junto con las crías y descendió ileso. Otro día después del sábado, otro hombre subió a la palmera, tomó a los pequeños pero dejó volar a la madre. Al bajar, una serpiente mordió al hombre y murió. Elisha dijo: "No hay justicia, no hay Juez". Y abjuró. ¿Qué hizo Elisha para mostrar que había perdido la fe? No construyó una filosofía atea. Un día de sábado arrancó una mata de hierba.
Paolo de Benedetti, Uomini e profeti, Radio3
El encuentro y la tensión vital entre el humanismo griego y el humanismo bíblico han marcado profundamente el alma de la cultura occidental. El genio filosófico de los griegos indagaba en la verdad con una libertad absoluta, desligada de toda referencia al pasado, a la tradición o a los textos sagrados. Por su parte, el ethos bíblico, más orientado hacia la vida que hacia la verdad, tenía la vista puesta en el futuro, pero no estaba liberado ni desligado de los comienzos, pues se encontraba anclado a un primer Pacto y una promesa imprescindibles.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (53 KB) el 18/12/2016
“Si se lo consentimos, Dios deposita en nosotros una pequeña semilla y se va. A partir de ese momento, a Dios no le queda otra cosa que hacer que esperar. Y a nosotros tampoco. Lo único que debemos hacer es no lamentar el consentimiento que dimos, el sí nupcial. No es tan fácil como puede parecer, porque el crecimiento de la semilla en nosotros es doloroso."
Simone Weil, A la espera de Dios
La espera es la condición ordinaria de la vida buena. Cada año revivimos el Adviento porque, aunque ya sabemos que el niño ha venido, también sabemos que debe regresar. El pueblo de Israel creía y sabía que Abraham se había encontrado con el Señor, que se le había aparecido a los patriarcas, a Agar, que Moisés hablaba con él cara a cara. Todos los profetas conocieron la voz, y vieron el cielo y los ángeles. Sin embargo, seguían esperando al Emmanuel, al Dios-con-nosotros que ya había venido y debía regresar.
[fulltext] =>La memoria y la espera van juntas. Una da sentido y fortaleza a la otra. El futuro mantiene vivo el pasado. El pasado dice que puede existir una espera que no sea vana. Si no hubiera venido, no podría regresar. Y si no volviera un día a nuestra noche, el recuerdo de la espera no nos bastaría para vivir y la promesa se apagaría. El pasado sin futuro se convierte en melancólica nostalgia, y el futuro sin pasado no sabe escribir una historia de salvación. La tierra que conoció al niño en la gruta es la misma que poco después dejó de verlo, la misma tierra por la que seguimos caminando, esperando su venida. Sin la promesa de otra aurora, aquella noche santa queda demasiado lejana y borrosa. La luz debe regresar porque la noche aún no ha terminado.
«¡Arriba, resplandece, que ha llegado tu luz, y la gloria de YHWH sobre ti ha amanecido! Pues mira cómo la oscuridad cubre la tierra, y espesa nube a los pueblos, mas sobre ti amanece YHWH y su gloria sobre ti aparece» (Isaías 60,1-2). Arriba, levántate. Es posible salir de las tinieblas, de cada tiniebla, si hay alguien que nos llama y nos invita a levantarnos.
El pueblo regresa del exilio a una Jerusalén en ruinas, con el templo destruido, ocupada por otros pueblos con otros dioses. Necesita la voz fuerte del profeta para poder alzar la cabeza, para poder levantarse y resurgir. Pero el tercer Isaías sabe que no podemos levantarnos de nuestras ruinas si antes no alzamos los ojos para ver un futuro distinto y mejor: «Alza los ojos en torno y mira: todos se reúnen y vienen a ti. Tus hijos vienen de lejos, y tus hijas son llevadas en brazos» (60,4-5). La fuerza de la profecía está en que nos hace ver ya el “todavía no”. Con los ojos de los profetas logramos verdaderamente ver la salvación en medio de la desolación. Levántate y mira, mira y levántate: estos son los dos verbos de esperanza de toda vida que quiere recomenzar. Mientras seamos capaces de ver y de esperar, podremos alzar los ojos y levantarnos, aunque sea por última vez: «Quizá volveré a ver a mamá, papá, Silvia; quizá veré a Dios». La fe consiste en mantener vivo este “quizá” hasta el último instante. Es el grano de mostaza que nos basta para levantarnos y florecer.
Esperanza es ver, levantarse y reconstruir: «Edificarán las ruinas seculares, los lugares de antiguo desolados levantarán, y restaurarán las ciudades en ruinas, los lugares por siempre desolados» (61,4). Sólo aquellos que han vivido en ciudades destruidas – por terremotos y guerras o, espiritualmente, por lutos, desgracias y largas enfermedades – pueden comprender toda la fuerza de esta imagen profética. Para poder levantarse y volver a esperar cuando la ciudad y la vida no son más que un montón de escombros, debemos imaginarnos a nosotros mismos y a nuestros conciudadanos en el acto de reconstruir, debemos vernos ya trabajando juntos para reedificar y restaurar. Sólo nos pondremos a levantar un país y una vida abatidos si logramos un día vernos a nosotros mismos, con los ojos del alma, en la obra de la reconstrucción. Primero debemos verlo, o al menos soñarlo, y sólo después podremos comenzar a reconstruir. El día en que tomemos en nuestras manos el primer ladrillo, la esperanza habrá empezado a generar el comienzo de la salvación. Nada expresa mejor la esperanza que el comienzo de una nueva obra. El trabajo de los que reconstruyen una casa, una escuela o una iglesia cuando estamos todos petrificados por el dolor, el miedo y la desilusión, es verdadera participación y continuación de la obra creadora del mundo. Mientras recogemos las piedras y las restauramos una por una, estamos repitiendo: “hágase la luz”, hágase la vida, hágase el Adam, plasmado nuevamente de la tierra con nuestras manos.
La pobreza más grande nace de la carestía de promesas. Estos pobres y esta pobreza, que atraviesan todas las categorías y condiciones sociales, son los destinatarios del anuncio del evangelio del profeta: «El espíritu del Señor YHWH está sobre mí, por cuanto que me ha ungido YHWH. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad» (61,1). Son palabras de una belleza y de una potencia extraordinarias, que los profetas nos siguen repitiendo desde hace milenios, sin cansarse ante el perpetuarse de la pobreza, la esclavitud y el dolor.
No callan, porque no pueden callar: «Por amor de Sión no callaré, por amor de Jerusalén no descansaré, hasta que salga como el sol su justicia, y su salvación brille como antorcha» (62,1). Es hermosa esta imposibilidad de los profetas, que nos repite la naturaleza profunda de toda vocación profética verdadera: «Sobre los muros de Jerusalén he apostado guardianes; ni en todo el día ni en toda la noche estarán callados. Los que hacéis que YHWH recuerde, no guardéis silencio, no le dejéis descansar» (62,6-7). El primer Isaías ya había usado (en el capítulo 21) la imagen del centinela en su maravilloso canto «¿cuánto falta para el día?». Allí, el centinela era imagen del profeta como hombre del incesante diálogo nocturno con los viandantes. A la espera del día, el profeta se convertía en amigo solidario de los hombres que pasaban bajo la torre de la vigilancia y le preguntaban «¿qué hay de la noche?». Ahora el tercer Isaías, heredero y continuador del primer (y del segundo) Isaías, nos revela aquí otra dimensión del profeta-centinela. El profeta es también aquel que, por tarea y por destino, debe despertar a Dios para recordarle el dolor del mundo. Y sabe que debe desempeñar esta obra sin descanso, día y noche, durante toda la vida. No debe “dejar descansar” a Dios hasta el día en que despierte y se acuerde de su promesa.
El profeta es llamado por Dios para hablarle al pueblo y al mundo en su nombre. Pero en el desarrollo de su vocación va comprendiendo cada vez mejor que, a la vez que le habla de Dios al pueblo, debe aprender a hablarle a Dios del pueblo. Todo intermediario, todo buen mediador, sabe esto. Moisés es la imagen más fuerte y verdadera de esta bidireccionalidad del “oficio” de profeta. Pero mientras que cuando habla de Dios es su voz quien le guía, el profeta no lleva dentro la voz del pueblo para hablarle y guiarle. Este es uno de los dramas de la profecía. Y así muchas veces se calla, hasta que aprende que la voz del pueblo es su grito de dolor y comprende que para hablarle a Dios del pueblo tan sólo tiene que gritar junto a su gente. La verdad de la vocación profética y de su buena maduración se revela en plenitud cuando un día el profeta siente que debe dejar el “templo” y bajar a la “plaza”, porque es allí donde se aprende a escuchar la voz-grito del pueblo. Ahí es donde el profeta se convierte en el siervo sufriente que encarna el dolor del pueblo y de los pobres, hasta el martirio, hasta la cruz. Ahí ya no sabe decir la palabra de Dios al pueblo. Es una “oveja muda”, que ha convertido su carne en palabra del hombre dirigida a Dios, en encarnación de la palabra humana para introducirla en el cielo, La Navidad es la gran celebración de la Palabra de Dios hecha hombre. Los testigos de aquel acontecimiento nunca hubieran podido entender lo que acontecía aquella noche santa si, en los profetas, la palabra-grito de los hombres no se hubiera convertido en palabra de Dios.
Pero el tercer Isaías nos dice algo más. El profeta es el primer centinela, pero no está solo en esta tarea. Pone a otros centinelas junto a él en las murallas para que sigan cansando con él a Dios. Son los discípulos del profeta y todos aquellos que continúan su misión en el tiempo. Son todos los hombres y mujeres de ayer y de hoy que, solidarios con su gente, siguen haciéndole preguntas a Dios, sin cansarse, gritando con su pueblo. Son todos los carismas, laicos y religiosos, que no han dejado nunca de hablar de Dios a los hombres y, sobre todo, de hablar de los hombres a Dios, hasta cansarle. La profecía no morirá mientras queden vigías en las murallas de nuestras ciudades, gritando y dando voz a los que ya no la tienen o no la han tenido nunca, sin “callar jamás”. Mientras nos anuncian la salvación, gritan el dolor de aquellos que todavía no han sido salvados y esperan. Y lo hacen por vocación, como aquel antiguo profeta del que son discípulos, aunque ni siquiera lo sepan.
Hace ya mucho tiempo que son pocos, demasiado pocos, los profetas que saben hablar de la promesa de Dios. Pero son muchos, muchísimos, los que saben gritar por la falta de salvación de los hombres y de las mujeres. Muchas veces gritan hacia un cielo que creen vacío, porque no han encontrado nunca a Dios o no lo conocen, o ya no lo reconocen porque han olvidado su voz. Pero siguen por vocación gritando nuestro dolor. Son otros ángeles, distintos pero verdaderos, sobre las grutas de nuestras noches. Ellos no lo saben, pero también entran en el pesebre y junto con los pastores, los corderos y los ángeles, acompañan esta noche y esperan la aurora, para despertarla. Feliz Navidad.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (53 KB) el 18/12/2016
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Simone Weil, A la espera de Dios
La espera es la condición ordinaria de la vida buena. Cada año revivimos el Adviento porque, aunque ya sabemos que el niño ha venido, también sabemos que debe regresar. El pueblo de Israel creía y sabía que Abraham se había encontrado con el Señor, que se le había aparecido a los patriarcas, a Agar, que Moisés hablaba con él cara a cara. Todos los profetas conocieron la voz, y vieron el cielo y los ángeles. Sin embargo, seguían esperando al Emmanuel, al Dios-con-nosotros que ya había venido y debía regresar.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 18/12/2016
“¡Ay, cómo son a veces nuestras ideas! Apenas una máscara. Yo, por ejemplo, puedo expresar ideas muy generosas acerca de la condición de los pobres. Sin embargo, por muy generosas que sean mis ideas, si tengo una casa hermosa y rica y a los pobres sólo los veo en la calle, ¿cómo será en ese caso mi amor? ¿Podré decir que amo la pobreza y a los pobres? Ciertamente no. Si así fuera, estaría entre ellos, sería uno de ellos. Mis ideas son para la pobreza, pero mi amor es para mi casa".
Giuseppe de Luca, Introducción a la historia de la piedad.
Todas las comunidades viven una tensión vital entre lo interior y lo exterior. Entre la necesidad de preservar la identidad y la necesidad de acoger al que llama a la puerta. Entre el deseo de abrir para que entre aire fresco que vivifique la casa y el de cerrar para mantener la calidez de la intimidad creada por la relación entre sus habitantes. Por lo general, el miedo a perder la calidez prevalece y las comunidades se van transformando progresivamente en clubs privados formados por personas iguales que consumen bienes relacionales, protegidas por recintos que con el tiempo se convierten en verdaderos muros.
[fulltext] =>El cum-munus (don recíproco) de la comunidad encuentra protección y garantía en los cum-moenia (muros recíprocos), que impiden que la diversidad de los que están fuera deteriore la reciprocidad de los que están dentro, en una ciudadela cada día más fortificada. Pero así las comunidades se marchitan, pues si el aire interior no se renueva, con el tiempo llega a estar tan viciado que impide que germine nueva vida. La calidez de la respiración familiar se va transformando en anhídrido carbónico hasta que un día ya no se puede respirar.
Los profetas advierten el enrarecimiento del oxígeno antes que los demás, y se precipitan hacia las puertas y las ventanas para intentar abrirlas de par en par. Para ello, tienen que abrirse paso a codazos y gritar con fuerza, sobre todo si hay crisis de identidad o si ha llegado el frío invierno. Las comunidades hacen todo lo posible por blindar las puertas, y sus responsables escriben detallados reglamentos para impedir que se abra cualquier boquete. Esta es una expresión de la fundamental dinámica-conflicto entre “carisma” e “institución”; de la tensión-lucha entre aquellos que tienen la responsabilidad de gobernar una comunidad y el deber de conservar la tradición, la identidad y el bienestar de sus habitantes, y aquellos que saben que, por la misma identidad y el mismo bienestar de la comunidad, deben abrir las puertas para que entren en primer lugar los pobres, los descartados, los leprosos y los niños, que son exactamente las categorías que más buscan y necesitan consumir la calidez de la casa. Los profetas bíblicos conocen bien la Torá, la aman y la comprenden. Pero, con la misma autoridad divina, también la desafían, la fuerzan y a veces la “transgreden” en nombre de una Ley y de una justicia más profundas y verdaderas. Las comunidades que se reúnen en torno a un ideal y a una promesa no se pierden cuando asumen el peligro y permiten que los profetas cambien, actualicen e incluso enmienden la ley que otros profetas (incluido Moisés, el mayor de todos) dejaron escrita como un don; cuando no matan a los nuevos profetas ni les hacen callar en nombre de las palabras de los profetas que las fundaron ayer. En cambio, si la palabra de ayer, incluso la palabra profética, convertida con el tiempo en ley e institución, impide toda posibilidad de corrección y transgresión, entonces la “letra” mata al “espíritu” y la tierra prometida queda reducida a una estrecha franja de tierra árida sin agua. Las comunidades que sólo tienen profetas se dispersan (a veces rebrotando en otros lugares). Las comunidades que sólo son institución mueren de asfixia. La ley de Israel, la misma ley de Moisés, impedía que los extranjeros y los eunucos (estériles) fueran miembros del pueblo de YHWH (Deuteronomio 23,2-9). Pero la Ley no es la única fuente de autoridad para Israel. También están los profetas. Sólo juntos la Ley y los profetas, en continua tensión, pueden mantener con vida la promesa y el pacto. Este sistema dual es una de las innovaciones civiles y religiosas más grandes de la historia de la humanidad. Contiene un mensaje enormemente valioso para todas las comunidades carismáticas y espirituales: para vivir bien no basta la Ley; también hacen falta profetas. Y así, mientras en la Torá podemos leer normas que excluyen a los extranjeros y a los eunucos, en el libro de Isaías encontramos estas maravillosas palabras: «Así dice YHWH: Respecto a los eunucos (...) yo he de darles en mi casa y dentro de mis muros un monumento y un nombre, mejor que hijos e hijas (…). En cuanto a los extranjeros (...) les alegraré en mi casa de oración» (Isaías 56, 4-7).
Con este canto de fraternidad universal se presenta el profeta anónimo – o escuela de profetas – conocido como el tercer Isaías, cuya profecía completa el rollo de Isaías (capítulos 56-66). El primer Isaías fue el gran profeta, el maestro de todos, que profetizó antes del exilio babilonio. Anunció el exilio, interpretándolo como una consecuencia natural de la infidelidad, la idolatría y la maldad del pueblo y (sobre todo) de sus jefes. El segundo Isaías fue el profeta del exilio. Su vocación-misión fue sobre todo un canto de esperanza en la liberación, en un nuevo éxodo del resto “fiel” deportado. Mantuvo viva la fe en la promesa y en el pacto, y señaló la cercanía de la vuelta a casa, a una nueva tierra, y la llegada de un tiempo verdaderamente nuevo.
La condición histórica del tercer Isaías es distinta de las anteriores. Este profeta tiene que realizar su misión en medio de un pueblo decepcionado tras el regreso del exilio. Por fin regresan a casa, pero al final del nuevo éxodo no está la tierra prometida. Descubren que los sufrimientos, los males y los pecados experimentados antes y durante la deportación no se han acabado. La tierra recobrada no mana “leche y miel”. El tiempo nuevo prometido por los profetas no ha comenzado, No se ve nuevo pacto ni fidelidad alguna. Tan sólo los pecados y los males de siempre. ¿Cómo es posible seguir esperando y creyendo?
Para mantener viva la esperanza y la fe durante la desilusión que sigue a la liberación, hacen falta auténticos carismas proféticos que tengan la vocación de reelaborar la salvación, de reconstruir un nuevo capital narrativo que se convierta en el primer y esencial recurso para seguir caminando. Las historias de la salvación posible en el tiempo de la desilusión deben ser distintas de las historias de los tiempos de la primera promesa y también de las de los exilios y las pruebas.
Demasiadas comunidades ideales no logran seguir la carrera en tiempos de crisis y desilusión, porque no son capaces de escribir y contar nuevas historias, porque no encuentran la fuerza espiritual y moral necesaria para reelaborar el gran don del capital narrativo de los primeros tiempos. No entienden – bien porque no hay profetas, o porque no los reconocen, o porque los callan por miedo a perder la identidad – que la primera operación colectiva que hay que realizar consiste en intentar descubrir y narrar las nuevas historias que están naciendo en su tiempo presente herido y desilusionado, que se añaden y alimentan el antiguo capital. Para que Francisco pueda seguir haciendo ahora los mismos milagros que en Asís y otros más grandes, no basta el relato del beso al leproso; hacen falta los relatos vivos de fray Enrique y sor Marina que abrazan y besan a los leprosos de hoy. Muchas veces, las comunidades se apagan cuando se terminan las rentas del primer capital narrativo de los tiempos de la primera promesa, por carestía de nuevos relatos.
El tercer Isaías es grande porque cuenta una nueva historia de salvación, porque es capaz de elaborar su presente mostrando la verdad de la promesa, a pesar de la presencia del mal, el pecado y la infidelidad que el pueblo deseaba y creía que acabaría con el final del exilio. El profeta no esconde los antiguos males y pecados. Los ve, los denuncia y los proclama. Condena a los jefes del pueblo, que siguen siendo tan corruptos como los de los tiempos de Ajaz: «Sus vigías son ciegos, ninguno sabe nada; todos son perros mudos, no pueden ladrar» (56,10). Es la misma idolatría, la misma perversión, la misma prostitución de siempre: «Os encendéis de concupiscencia bajo los terebintos y bajo todo árbol frondoso» (57,5). Incluso los mismos antiguos y tremendos sacrificios de niños: «Sacrificáis niños en el lecho de los torrentes, en los huecos de las peñas» (57,5). La misma negación de la justicia, la opresión de los débiles y de los pobres, inmolados al beneficio y al negocio: «El día en que ayunabais, buscabais vuestro negocio y explotabais a todos vuestros trabajadores» (58,3). Y continúa: «No hay quien clame con justicia» (59,4).
Así pues, el tercer Isaías nos dice que el cumplimiento de la promesa no consiste en el final del mal y del pecado, pues el trigo de la salvación florece junto con el mal de la cizaña. Esta es una obra maestra suya. El pasado no es un chivo expiatorio sobre el cual podamos cargar todos los males de ayer, esperando en vano librarnos de ellos para siempre. Antes bien, la salvación es una misteriosa flor del mal, que brota sobre el estiércol de nuestro pasado y sobre un presente imperfecto e impuro.
Nos encontramos ante una inmensa lección de humanidad, un don inestimable para aprender el oficio de vivir. Cuando se terminan los exilios y las grandes pruebas individuales y colectivas, sentimos, con una fuerza a veces invencible, la tentación-ilusión de pensar que la anhelada liberación consiste en liberarnos definitivamente de los males y pecados que tanto sufrimiento nos han causado. Pensamos que la herida de la “lucha con el ángel” podrá al fin cicatrizar y dejará de sangrar. Pero cuando pasa la prueba, cuando esa historia dolorosa y larga termina, cuando salimos de ese luto demoledor, volvemos a casa y nos damos cuenta de que la herida no ha dejado de sangrar. Sigue ahí como antes, viva y abierta.
Cuando nos encontramos con el antiguo dolor, muchas veces maldecimos la primera promesa y la vida pasada, y entonces comenzamos a morir. Otras veces intentamos esconder la herida, tapándola con vendas y gasas, esperando no verla más, pero pronto comienza a gangrenarse. Los profetas nos dan otra solución. Nos dicen que miremos esas heridas “a la cara”, que las dejemos respirar al aire libre de todos, que aceptemos dócilmente que cojearemos toda la vida (la verdadera condición humana es la vulnerabilidad). Y después, quizá logremos entrever una bendición dentro de nuestras heridas y de las de los demás. ¡Cuánta necesidad tenemos de profetas, para que nuestras heridas profundas, las que nunca se curan, puedan “sanar”!: «Te guiará YHWH de continuo, te saciará en los sequedales, dará vigor a tus huesos, y serás como huerto regado, como fuente de aguas que no se agotan» (Isaías 58,11-12).
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 18/12/2016
“¡Ay, cómo son a veces nuestras ideas! Apenas una máscara. Yo, por ejemplo, puedo expresar ideas muy generosas acerca de la condición de los pobres. Sin embargo, por muy generosas que sean mis ideas, si tengo una casa hermosa y rica y a los pobres sólo los veo en la calle, ¿cómo será en ese caso mi amor? ¿Podré decir que amo la pobreza y a los pobres? Ciertamente no. Si así fuera, estaría entre ellos, sería uno de ellos. Mis ideas son para la pobreza, pero mi amor es para mi casa".
Giuseppe de Luca, Introducción a la historia de la piedad.
Todas las comunidades viven una tensión vital entre lo interior y lo exterior. Entre la necesidad de preservar la identidad y la necesidad de acoger al que llama a la puerta. Entre el deseo de abrir para que entre aire fresco que vivifique la casa y el de cerrar para mantener la calidez de la intimidad creada por la relación entre sus habitantes. Por lo general, el miedo a perder la calidez prevalece y las comunidades se van transformando progresivamente en clubs privados formados por personas iguales que consumen bienes relacionales, protegidas por recintos que con el tiempo se convierten en verdaderos muros.
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Luigino Bruni
publicado en pdf Avvenire (33 KB) el 11/12/2016
“Busco la palabra.
Nuestra lengua es impotente,
sus sonidos de pronto - pobres.
Con el esfuerzo de la mente
busco esta palabra –
y no la encuentro.
No la encuentro.”Wislawa Szymborska, Busco la palabra
En el corazón de la humanidad siempre ha anidado una profunda añoranza de la tierra de la gratuidad. Una tierra donde cada hombre, cada mujer y cada pobre tengan pan, agua, leche y miel sin que el acceso a estos bienes fundamentales de la vida esté mediado por la posesión de dinero. Porque sabemos que existe una relación de fraternidad más profunda que la ley del intercambio de la moneda y las finanzas, y más verdadera que las desigualdades económicas y sociales. Sentimos que ese vínculo fraternal nos llama, espera que lo descubramos y lo reconozcamos.
[fulltext] =>Pero aún no hemos encontrado la tierra de la gratuidad. Nos hemos detenido demasiado pronto. Nos hemos conformado con sociedades en las que el acceso a las cosas está regulado por el registro monetario, por mercados que excluyen a los que no tienen nada que ofrecer o poseen otros bienes que el mercado no sabe ver ni apreciar. Sin embargo, mientras la moneda se está convirtiendo cada vez más en el metro con que se mide todo y a todos, los profetas siguen manteniendo viva la promesa de una tierra distinta. Una tierra siempre lejana pero viva, mientras quede alguien dispuesto a no dejar de desear lo imposible, a no sofocar el sueño de una sociedad de lo gratuito. Con sus palabras más grandes, los profetas siguen empapando la tierra, fecundándola, transformándola y redimiéndola cada día: «¡Oh, todos los sedientos, id por agua, y los que no tenéis dinero, venid, comprad y comed, sin plata y sin pagar, vino y leche!» (Isaías 55,1).
Nos topamos con esta profecía de gratuidad después de que el profeta ha entonado los cantos del “siervo de YHWH” y se ha convertido en una víctima aplastada y descartada. Después de que ha vivido su sufrimiento, como un cordero manso, en el “parto” de un pueblo nuevo recreado inocente por la inocencia de la víctima. Nos pilla de sorpresa, nos asombra y nos emociona con su belleza. La profecía necesita muchos adjetivos para poder expresarla al menos un poco: es verdadera, fuerte, indignada, consoladora y bella.
Para entender verdaderamente algo del valor y el precio de la gratuidad y de su típica belleza, quizá necesitemos ver el mundo desde la perspectiva de los últimos, de los oprimidos y humillados, gustar el lado crudo de la vida, subir al monte Moria y al Gólgota. Sólo aquellos que tienen verdadera sed y hambre pueden entender el valor de un vaso de agua y de un trozo de pan recibidos gratuitamente. Sólo aquellos que tienen hambre y sed comprenden el valor de la fiesta y de lo superfluo: del “vino y de la leche”. Los profetas, maestros de verdadera humanidad, saben bien que muchas personas mueren por falta de pan y de agua. Pero también saben que muchas otras mueren por la carestía de alegría y de fiesta, porque “no tienen vino”. Tienen ojos para ver también el hambre y la sed de belleza, de gratuidad, de fiesta. Ven las carestías de bienes primarios y las carestías de lo excedente, el hambre y la sed de “algo más”. Porque, a diferencia de otros seres vivos, cuando a los hombres y mujeres nos falta ese “algo más” tampoco nos basta lo necesario. Cuando en nuestra mesa faltan el “vino” de la amistad o la “leche” del afecto, nos dejamos morir.
Con pan y agua sólo podemos sobrevivir, pero no podemos vivir largo tiempo. Si la gratuidad se limitara a dar lo necesario, le faltaría un rasgo esencial. La gratuidad sin excedencia no es bastante gratuita. Lo necesario es demasiado poco. Es como cuando nos ponemos de acuerdo con un amigo querido o con nuestra esposa para regalarnos por Navidad, en este año de crisis, únicamente una tarjeta. Si luego, cuando llega el momento de las felicitaciones, además de la tarjeta acordada, no hay al menos una flor o “algo más”, no somos verdaderamente felices. Ese “algo más” es lo que humaniza nuestras relaciones necesarias, lo que genera la alegría, el sacramento de toda excedencia, la flor de la gratuidad.
La profecía de gratuidad del segundo Isaías no termina aquí, sino que continúa hasta la conclusión de su canto. Las grandes palabras sobre el Emmanuel, sobre el “resto” fiel y sobre las espadas transformadas en arados, junto con los inmensos “cantos del siervo”, llevan milenios fecundando la tierra, haciéndola distinta, mejor y ciertamente más fértil y hermosa. Sin la profecía y sin el libro de Isaías, no habríamos podido comprender y narrar la vida, la muerte y la resurrección de Cristo. Nuestras palabras serían más pobres para expresar la paz después de la guerra. Las palabras de los poetas y escritores serían menos expresivas para cantar nuestras esperanzas y nuestros dolores. Nuestras iglesias y catedrales serían menos bellas, menos ricas y tendrían menos colores. Las notas de nuestras sinfonías y obras serían menos profundas. Dispondríamos de menos sustantivos y de menos verbos para recordar Auschwitz, para entender el dolor y la angustia de las víctimas, para intentar tal vez salvarlas, para decir y decirnos nuestros mayores sufrimientos y alegrías.
El don de estas palabras ya sería suficiente para estar eternamente agradecidos a los profetas bíblicos. A todos ellos y por supuesto al libro de Isaías. Pero también las palabras sobre la gratuidad universal del pan y la leche, palabras más humildes y sencillas que los grandes cantos e himnos (de la gratuidad sólo es posible hablar bien en voz baja, susurrando, porque es ella misma quien se dice mientras la vivimos) han regado y fecundado la tierra, han cambiado el tiempo y la historia: «Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié» (55,10-11).
La palabra es eficaz y da frutos sobre todo cuando penetra en la tierra y desaparece del suelo. Es como la buena lluvia y la nieve: cuando parece que desaparecen de la superficie es cuando comienzan a actuar de verdad, a hacer madurar las semillas en la tierra. Si la palabra actúa cuando penetra en la tierra y desaparece, no debemos buscarla en la superficie de nuestras ciudades, puesto que debe ser absorbida para que pueda actuar en profundidad.
Si aceptamos seriamente esta imagen del segundo Isaías, no podemos leer la historia de Europa, de Occidente o del cristianismo como un proceso de decadencia, como un alejamiento progresivo de un Edén primario y lejano, aunque muchos lo hagan, cada uno con su propio Edén. Deberíamos leer esta misma historia como un lento florecimiento de la semilla de la palabra, que no regresa vacía. Esta lectura de la historia es más verdadera, más bíblica y más profética. La gratuidad de alimentos y agua que el antiguo Israel practicaba cuando el segundo Isaías decía aquellas palabras, era la que permitían las instituciones del diezmo, el espigueo y el templo. Los leprosos eran descartados y marginados fuera de la ciudad, y las viudas, los huérfanos y la mayor parte del pueblo vivían en condiciones constantes de miseria y privación.
Los cristianos siguieron después leyendo y proclamando esas mismas palabras, recuperadas y amplificadas por las enseñanzas evangélicas. A lo largo de los siglos la palabra hizo germinar las semillas de los Montes de Piedad de los franciscanos y después las escuelas, los hospitales y todas las obras sociales de los movimientos carismáticos modernos. Y hoy el estado social, las pensiones, la renta de ciudadanía y muchos movimientos que, mientras nosotros dormimos, salen a la calle a liberar esclavas, y van a las estaciones no para marcharse sino para quedarse al lado de los que ya no pueden levantarse para emprender nuevos viajes, alimentándoles y dándoles calor. Y después: la democracia, los derechos para muchos, a veces para todos, la libertad, la igualdad, a veces la fraternidad, que florecieron gracias al agua y a la nieve de la palabra bíblica, y a otras aguas y nieves de otras profecías religiosas y civiles. Estas semillas buenas han madurado y crecido en nuestro campo al lado de la cizaña, pero el trigo ha sido y es más abundante y fuerte. El agua y la nieve riegan y nutren todas las semillas. La palabra que cayó originaria y abundantemente sobre Jerusalén, sobre Palestina, sigue regando nuestra vida aunque ya no la veamos, aunque hoy no logremos reconocer el agua primera en los frutos que comemos, y no se lo agradezcamos. La gratuidad necesaria de la palabra se encuentra también este desaparecer.
Además, esta lógica de la palabra que actúa desapareciendo nos hace comprender el camino moral y espiritual que sigue cada persona que la acoge. La palabra que escuchamos de jóvenes y cayó, como el agua y la nieve, sobre los mejores años de nuestra vida, debe desaparecer si queremos que dé fruto, porque debe ser absorbida por nuestra carne y por nuestro corazón. No hay que recogerla con toldos de plástico ni en cisternas, no hay que conservarla por miedo a que se evapore, porque cuando dejamos de verla es cuando comienza su obra. Para que florezcan las semillas, debe penetrar en la médula del alma y de la inteligencia, pero así ya no podemos verla delante de nosotros. Cuando desaparece la palabra es cuando comienza a desempeñar la función para la que ”fue enviada”.
Cuando la nieve se derrite y el paisaje pierde su pureza y su silencio, cuando ya no encontramos las palabras del primer amor y la tierra nos parece árida, cuando ya no sentimos la frescura del agua en las hojas ni la tibieza buena de la nieve cubriendo nuestra tierra, en ese preciso momento la palabra está verdaderamente actuando y desempeñando su función más valiosa. En un primer tiempo la palabra nos empapa, la vemos, nos inunda, cubre todo nuestro paisaje. Está ante nosotros, encima, a nuestro lado. Pero si queremos que lleguen los frutos, esta primera fase debe terminar. Lo que nos parece ausencia y nostalgia es tan sólo el tiempo de la maduración de la semilla. La bendición más grande de la palabra es la parte que ya no se ve porque, a la vez que se esfuma, nutre y vivifica la tierra y también a nosotros. La verdad de la palabra se mide por las semillas y los frutos que hace brotar en nuestro campo cuando parece que ya no está.
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Luigino Bruni
publicado en pdf Avvenire (33 KB) el 11/12/2016
“Busco la palabra.
Nuestra lengua es impotente,
sus sonidos de pronto - pobres.
Con el esfuerzo de la mente
busco esta palabra –
y no la encuentro.
No la encuentro.”Wislawa Szymborska, Busco la palabra
En el corazón de la humanidad siempre ha anidado una profunda añoranza de la tierra de la gratuidad. Una tierra donde cada hombre, cada mujer y cada pobre tengan pan, agua, leche y miel sin que el acceso a estos bienes fundamentales de la vida esté mediado por la posesión de dinero. Porque sabemos que existe una relación de fraternidad más profunda que la ley del intercambio de la moneda y las finanzas, y más verdadera que las desigualdades económicas y sociales. Sentimos que ese vínculo fraternal nos llama, espera que lo descubramos y lo reconozcamos.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (54 KB) el 04/12/2016
«Canto al hombre muerto, no al Dios resucitado. Canto al hombre manchado, no al Dios lavado. Canto al hombre enloquecido, no al Dios equilibrado.»
Roberto Roversi y Lucio Dalla
Los “cantos del siervo” constituyen la cúspide del libro de Isaías y uno de los pasajes más elevados de la literatura de todos los tiempos. Forman un texto profético y poético admirable, capaz de recoger las esperanzas de la historia precedente y de prefigurar a un hombre y a un Dios que aún no existían. Son palabras improbables, versos antes nunca escritos. No podían ser escritos y sin embargo han llegado hasta nosotros.
[fulltext] =>«Así como se asombraron de él muchos – pues tan desfigurado tenía el aspecto que no parecía hombre, ni su apariencia era humana – otro tanto se admirarán muchas naciones» (Isaías 52, 14). ¿Cómo es posible que un hombre desfigurado por los dolores se convierta en asombro de las naciones? En efecto, el profeta se pregunta: «¿Quién dio crédito a nuestro anuncio?» (53,1). Y después prosigue con palabras que no podemos leer sin que nos hiera su dolorosa belleza: «No tenía apariencia ni presencia; no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciado y desecho de los hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciado, no le tuvimos en cuenta» (53,2-3).
Para intuir un poco de la fuerza de estos cantos debemos tener en cuenta cómo eran considerados el sufrimiento y la desgracia en el mundo antiguo y en Israel, antes de estos cantos del segundo Isaías y antes de Job. Para las teologías de aquellos tiempos, el sufrimiento era la suerte reservada a los pecadores o a sus herederos. No cabía la posibilidad de un justo sufriente. Ni los espectadores ni los lectores experimentaban empatía espiritual alguna con estas víctimas. La solidaridad natural de los hombres de la antigüedad estaba cubierta por teologías y teodiceas pensadas para encontrar un orden justo dentro del espectáculo de injusticia que se desarrollaba bajo el sol: «Nosotros le tuvimos por castigado, herido de Dios y humillado» (53,4). El humillado por los hombres era también castigado por Dios.
Así pues, la extraordinaria revolución teológica de estos cantos radica en la inocencia de la víctima: «Por más que no hizo atropello ni hubo engaño en su boca» (53,9). Son pocas palabras, pero capaces de producir un cambio religioso radical: la victima es inocente. El chivo expiatorio que, con su sacrificio, hace pedazos la repetición de la violencia en la comunidad, no tiene culpa alguna. Es un cordero sin mancha. La víctima es inmaculada: «Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca» (53,7). Es el final del tiempo de la culpabilización de las víctimas, de los chivos que merecen su triste suerte. El siervo de YHWH es un chivo inocente.
También Job es inocente, y durante todo su drama defiende su inocencia en contra de sus “amigos” y en contra de Dios. Pero, cuando Dios aparece en el desarrollo del proceso de Job, no da razón de su protesta: el Dios del libro de Job no está a la altura de las preguntas de Job. En el canto del siervo de YHWH la cosa cambia. A través de las palabras del profeta, Dios mismo proclama la inocencia de su siervo y nos revela una dimensión nueva del sentido del sufrimiento, que no se había puesto de manifiesto ni siquiera en el extraordinario libro de Job, revolucionario por su antropología (y poesía). El “canto del siervo” señala el final de la doble desventura de los pobres, los débiles, los excluidos, los pequeños, las víctimas de los poderosos, los humillados y aplastados en la carne y en el espíritu, oprimidos por los poderosos, por la vida y por Dios, y, al mismo tiempo, la de los ricos y poderosos considerados bendecidos por la vida y por Dios. Maltratados por la vida y condenados por Dios.
Esto supone el final de la religión económica, donde los pobres eran la moneda con la que pagaban sus deudas los hombres poderosos, necesitados de tranquilizar sus conciencias mientras producían y reproducían injusticias y abusos. Los profetas (y Job) son los mejores amigos de los pobres, porque son los principales enemigos de las teorías manipulativas de los grandes y fuertes, que asocian a su propia causa a la divinidad y a sus sacerdotes. Este es un mensaje fundamental también hoy, cuando, en nombre del mérito y de la eficiencia, el capitalismo intenta de nuevo culpabilizar a los pobres y a los descartados.
Pero la revolución del siervo no acaba aquí. Sigue adelante para abrirnos horizontes aún más increíbles e improbables, espacios ilimitados. El siervo no sólo era inocente, sino que «eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba… Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas… Con sus cardenales hemos sido curados» (53,4-5). ¿Cómo fue posible escribir estos cantos, pensarlos, pronunciarlos? ¿De dónde florecieron? Nosotros hoy tenemos a Cristo, a los evangelios, a Pablo, a los mártires, a San Francisco, al Padre Kolbe y a muchos hombres y mujeres que nos han regalado palabras y verbos para entender o al menos intuir algo de estas palabras. ¿Pero él? ¿Dónde aprendió estos cantos? Ciertamente de su gente. Los hombres y las mujeres de su tiempo sabían que las víctimas y los pobres eran inocentes, aunque la teología de los poderosos quisiera convencerles de lo contrario. Lo sabían los hombres, pero mejor aún lo sabían las mujeres, las madres. Sabían que sus hijos eran inocentes, aun cuando todo indicase lo contrario. Sabían, saben, que ningún error, ni siquiera el más grande, puede sacarnos de la bendición de la creación; que la inocencia es más profunda que nuestro pecado y el de los demás. Cuando la humanidad pierde el sentido de esta inocencia radical, sólo queda la venganza perpetua, con su violencia infinita. La “señal de Caín” es también la señal de esta inocencia. Nos dice que la venganza no tiene, ni debe tener, la última palabra en nuestras relaciones; que ninguna culpa es más grande que nuestra inocencia.
Pero el cuarto “canto del siervo” nos dice algo más. El siervo no sólo era inocente, sino que fue traspasado por nuestras culpas, golpeado y llevado a la muerte por nuestros pecados. Una comunidad, tal vez un pueblo, fue curada a causa de sus heridas. Y aquí todo se complica. ¿Qué significa este “sufrimiento vicario”, este dolor injusto de un inocente que favorece a otros? Las civilizaciones, también la bíblica, conocían este tipo de sufrimiento. El sentido de muchos sacrificios consistía en ofrecer el sufrimiento de uno a cambio de la bendición de otros. Sobre los altares de los dioses se sacrificaban corderos, pero también niños y vírgenes, pensando que su sufrimiento y su muerte expiarían las culpas de la comunidad, que su ofrenda sería agradable para unos dioses insaciables y hambrientos de sangre. También los niños, los animales y las vírgenes eran inocentes. Eran elegidos por su inocencia. Esta visión es una expresión perfecta de la religión económica y mercantil que los “cantos del siervo” quieren superar y de la que quieren renegar.
¿Qué sentido tenía entonces el sufrimiento de aquel siervo inocente? Decir que el pueblo interpretó los sucesos de aquel inocente como una toma de conciencia colectiva de que en aquel sufrimiento estaba aconteciendo algo que tenía que ver con ellos, que uno solo estaba “pagando” por muchos, no es suficiente. Si esta fuera la idea de Dios que presentan estos capítulos del segundo Isaías, no habría ninguna revolución teológica. Seguiríamos dentro de la antigua teología retributiva, como ocurre también con algunas lecturas teológicas de la muerte y la pasión de Cristo. Para entender el alcance humano y espiritual de estos versos, hay que atreverse a arriesgar más. Debemos leer los “cantos del siervo” también como una experiencia personal del profeta, como un relato autobiográfico del segundo Isaías, o de un discípulo suyo que le acompañó y le conoció muy de cerca.
Nadie puede leer nuestros sufrimientos como expiación por nuestras propias culpas si nosotros no decidimos intencionada y libremente vivirlos como don. Sin esta elección de vivir e interpretar nuestra desventura inocente como liberación de otros, cualquier lectura externa de nuestro sufrimiento es una reedición de la arcaica teología del chivo expiatorio. Por eso, estos espléndidos versos pueden ser leídos como una ulterior revelación de la vocación profética, tal vez la más íntima, secreta y sublime.
Es posible que un día, en el culmen de su propia vocación profética en tiempos de exilio, humillado y rechazado por el pueblo y por el opresor, el profeta eligiera vivir su propio sufrimiento como el último paso de la encarnación de su llamada: cumplir con el cuerpo lo que había dicho con la voz. Los “cantos del siervo” son el canto final del segundo Isaías. Pero también son el canto final de la vocación de muchos profetas y de muchos fundadores de comunidades y movimientos espirituales e ideales. En el vértice de su existencia vocacional, a estas personas les llega el tiempo del canto del siervo de YHWH. Por razones siempre distintas, les llega el tiempo de la humillación, el desprecio, el rechazo, la expulsión y el sufrimiento infinito, a veces dentro de su propia comunidad.
Puede que el profeta y el fundador comprendan que la única cosa que pueden y deben hacer es permanecer mudos, aceptando ser corderos en manos del esquilador. Es el tiempo de los estigmas. En aquellos que consiguen conservar la mansedumbre bajo la mano que les trabaja en los sufrimientos morales y físicos, se produce la alquimia cantada por el siervo. Comprenden que en el abandono crucificado se está regenerando la comunidad y el pueblo, que esas heridas son también las heridas del segundo parto. Y el esquilador se convierte en el buen pastor. Sólo cuando nuestros sufrimientos, que nacen de la diversidad, de la maldad y de la vida, se convierten intencionadamente en parto, revive el antiguo “canto del siervo” y ocurre el milagro, que es todo gratuidad y fruto de una vida vivida enteramente en el seguimiento de la voz. Las propias carnes se transforman en el cuerpo de la comunidad herida e hiriente, para redimirla verdaderamente y para siempre. Son experiencias muy poco frecuentes, que convierten la tierra en una porción del paraíso: «Grita de júbilo, estéril que no das a luz, rompe en gritos de júbilo y alegría, la que no ha tenido dolores; porque más son los hijos de la abandonada que los hijos de la casada» (54,1).
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Luigino Bruni
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Roberto Roversi y Lucio Dalla
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (52 KB) el 27/11/2016
«Concluido el evangelio según Marcos, [Espinosa] quiso leer otro de los tres que faltaban; el padre [de los Gutres] le pidió que repitiera el que ya había leído, para entenderlo bien. (...) El día siguiente comenzó como los anteriores, salvo que el padre habló con Espinosa y le preguntó si Cristo se dejó matar para salvar a todos los hombres. Espinosa le contestó:
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Nuestras palabras más importantes tienen la capacidad de hacerse historia, carne. Son capaces de encarnarse en nuestra vida. Si no fuera por esas pocas palabras distintas, todo nuestro hablar y escribir sería un soplo, viento, vanitas. Si elogiamos la pobreza y a los pobres con palabras verdaderas mientras vivimos en la comodidad de las riquezas, llegará un día en que esas palabras se harán vida y seremos al fin pobres. Si creemos que un crucificado nos ha salvado y anunciamos esta fe, llegará un momento en que también nosotros seremos clavados en la cruz para encarnar esa salvación, para liberar a nuestros amigos de su infierno. Un profeta puede pasar muchos años diciendo palabras que no vive por sí mismo, pero, si no es un falso profeta, llegará un día en que él mismo se convertirá en las palabras que anuncia. Puede pasar mucho tiempo llorando sobre su pueblo humillado y aplastado, hasta que un día él también será aplastado, humillado y repudiado, como su pueblo. Y su vocación se cumple.
[fulltext] =>«¡Oídme, islas, atended, pueblos lejanos! YHWH desde el seno materno me llamó; desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre.» (Isaías 49,1). Estamos dentro de uno de los ciclos más elevados del libro de Isaías y de toda la literatura profética: los cantos del siervo. No sabemos quién es este misterioso “siervo de YHWH”. Pero, por su presentación, que el autor pone en boca del mismo YHWH, sabemos que es una figura fundamental de la profecía de Isaías: «He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él: de él saldrá una Revelación para las naciones» (42,1).
Los especialistas y los comentaristas han visto en este “siervo” muchas posibles figuras: un rey libertador, el pueblo de Israel, un nuevo Moisés, el mismo autor de estos cantos (el anónimo segundo Isaías), un profeta del pasado o del futuro y muchas otras. Es posible que los cuatro cantos del siervo, hoy fragmentados y diseminados a lo largo de varios capítulos, fueran originalmente una composición única, tal vez obra del mismo segundo Isaías, seccionada y enmendada por un redactor posterior. Tal vez. Lo que sí es seguro es que este siervo es símbolo de muchas realidades distintas, En estos cantos se alternan versos donde el siervo aparece como un rey (capítulo 42), con otros donde se muestra como un profeta (capítulo 49) y con otros donde es imagen y personificación del pueblo entero («Te he destinado a ser alianza del pueblo»; 49,8). En algunos capítulos (50 y 53) la poesía profética se eleva y, superando el tiempo y el espacio, se sublima y deja su trayectoria normal para convertirse en el canto y el lamento de todos los siervos de los hombres y de los poderosos, de los esclavos, de los crucificados de la tierra y del cielo, sin dejar por ello de ser a la vez imagen de la vida del profeta. Según algunas tradiciones bíblicas, Isaías, como Jeremías, murió mártir, partido en dos.
Perderíamos gran parte del valor profético de estos maravillosos cantos si no prestáramos atención a las vicisitudes autobiográficas de su autor-profeta, el segundo Isaías. Así pues, podemos, y quizá también debamos, leer estos cantos del siervo como una meditación y una revelación de la vocación y el destino de los profetas de ayer y de hoy.
Al comienzo encontramos, también aquí, una Voz que llama y revela un destino, que la persona llamada desconocía antes del encuentro. Pero este acontecimiento es un encuentro con alguien o algo exterior y al mismo tiempo una experiencia muy íntima. Sentimos que la voz que llama nos desvela (quita el velo) lo que éramos desde siempre, desde el origen, desde el “seno materno”. Esta tensión entre la voz exterior que llama y la más grande intimidad constituye la esencia más verdadera de la vocación, tal vez de todas las vocaciones. Ciertamente de las vocaciones proféticas y carismáticas. Es una experiencia totalmente exterior y totalmente interior, nueva y antigua, desconocida y familiar, felicidad y dolor, cielo y tierra. Todo a la vez. Tan a la vez que, aunque la llamada llegue un día y en un lugar concretos, estas personas casi no recuerdan cómo era la vida antes de la llamada y no logran concebir una vida distinta a la vivida. Cuando la experiencia vocacional se interrumpe “institucionalmente” y termina, al final de la vida, descubren que nunca salieron del lugar del primer encuentro. Porque el verdadero lugar de encuentro era el seno materno. Allí es donde fuimos marcados, donde se nos enseñó el camino, para siempre. Esta nostalgia del comienzo no nos abandona nunca y vuelve con fuerza en los últimos días.
El día de la revelación de la vocación, la misión que la voz nos asigna se nos antoja inmensa, infinita: «Lealmente hará justicia. No desmayará ni se quebrará hasta implantar en la tierra el derecho, (…) Para abrir los ojos ciegos, para sacar del calabozo al preso» (42,3-8).
Ninguna persona puede realizar una misión así. Nadie puede desempeñar semejantes tareas. Las promesas del día de la llamada son mucho más grandes que nuestras posibilidades de realizarlas a lo largo de los restantes días de la vida. Porque si no son demasiado grandes, sencillamente son demasiado pequeñas. Si la tierra prometida no mana leche y miel, si los hijos de la Alianza no son tan numerosos como los granos de arena, nunca dejaríamos la tierra de casa, ni renunciaríamos a engendrar a los hijos de todos, como todos. Ninguna promesa más pequeña que el paraíso sería capaz de hacernos salir sabiendo que no vamos a volver nunca. Sólo un horizonte infinito es capaz de acoger ese loco vuelo.
Por esta razón, el fracaso y la decepción forman parte del necesario desarrollo de una buena vocación. Si nunca se presentan, o bien es que no hemos encontrado ninguna voz o bien la voz que nos hablaba no era más que nuestro narcisismo. Al primer día, el de la promesa imposible, debe seguirle un segundo día, el de la promesa traicionada: «Yo decía: “Por poco me he fatigado, en vano e inútilmente mi vigor he gastado”» (49,4). El siervo de YHWH tenía que restablecer la justicia, abrir “los ojos de los ciegos”, “liberar a los presos”, sin desanimarse. Pero el exilio babilonio es largo y duro, el derecho y la justicia en la tierra cada vez están más lejos. El pueblo está desanimado, no consigue abrir los ojos y los prisioneros no son liberados. El profeta se desalienta. En el profeta va ganando cuerpo la sensación, que poco a poco se convierte en certeza, de haberse cansado en vano, de haber gastado las fuerzas “inútilmente”, de haber vivido en un gran “vacío”. Este segundo día de la vocación, necesario e inscrito en el primero, es el momento decisivo de toda vocación profética, donde muchas vocaciones auténticas se rompen. Entonces el segundo día se convierte en el último, y marca el final del camino sin haber llegado al “primer día después del sábado”.
En algunos casos el fracaso y la desilusión se expresan en relación a sí mismos, a sus propios errores, pecados y limitaciones, y fácilmente derivan en depresión espiritual y psíquica. Otras veces se acusan y maldicen las palabras de la promesa del primer día. Como Jeremías o como Job, maldecimos el día de la primera seducción, cuando fuimos hechizados con el encantamiento, cuando un elixir venenoso mató nuestra juventud. De un modo u otro, la serpiente muerde el árbol de la vida y lo seca.
Pero el canto del siervo no termina con el día del desánimo: «Dice YHWH: “Poco es que seas mi siervo, en orden a levantar las tribus de Jacob, y de hacer volver a los preservados de Israel. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra”» (49,6). Es como si dijera: la tarea que tú percibías como tuya era demasiado pequeña; tú has sido llamado a mucho más. Es cierto que no has conseguido restaurar las tribus dispersas de Jacob, ni conducir al resto de Israel a la patria. Pero ese no era el contenido de tu vocación. Era una tarea imposible, pero demasiado pequeña. Era imposible porque era demasiado pequeña.
Sin embargo, si miramos de cerca la naturaleza de las vocaciones proféticas de ayer y de hoy, la paradoja se disuelve. Muchas vocaciones se bloquean y muchos profetas se pierden porque, cuando llega el segundo día del fracaso, no logran entender que lo que se apaga no es su vocación sino únicamente su interpretación de la vocación. Creían que la Iglesia que había que reconstruir era la iglesia de San Damián en Asís, que se habían desposado con un resucitado, que debían fundar una nueva comunidad carismática. En cambio, el fracaso del segundo día a veces permite entender que la Iglesia que hay que reedificar es otra; que el esposo no es el resucitado sino el crucificado, porque cada vez que el crucificado resucita vuelve a ser clavado en una nueva cruz; que sólo desde esas cruces resucita, y que sólo allí puede ser encontrado, abrazado y desposado. Y descubrir que basta con fundar una simple tienda, a cuya sombra aprender al fin el oficio de vivir y después, el último día, el de morir; que la luz que desprende la llama de una humilde tienda puede ser luz para las naciones, y que sólo una tienda movible puede alcanzar los confines de la tierra. Las luminarias de los grandes templos que construimos son demasiado luminosas y no nos dejan ver, ni a nosotros ni a los demás, la luna y las estrellas.
El canto de los profetas continúa cuando en el día del gran fracaso logran comprender que lo que parecía una derrota sólo era el don de una libertad más grande. No era un jaque mate a la existencia, sino el comienzo de la verdadera encarnación de las palabras que habían anunciado: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! Prorrumpan los montes en gritos de alegría» (49,13).
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (52 KB) el 27/11/2016
«Concluido el evangelio según Marcos, [Espinosa] quiso leer otro de los tres que faltaban; el padre [de los Gutres] le pidió que repitiera el que ya había leído, para entenderlo bien. (...) El día siguiente comenzó como los anteriores, salvo que el padre habló con Espinosa y le preguntó si Cristo se dejó matar para salvar a todos los hombres. Espinosa le contestó:
- Sí. Para salvar a todos del infierno.
(…) Los tres [Gutres] lo habían seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la bendición. Después lo maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el fondo. (…) El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz»J.L. Borges, El evangelio según Marcos
Nuestras palabras más importantes tienen la capacidad de hacerse historia, carne. Son capaces de encarnarse en nuestra vida. Si no fuera por esas pocas palabras distintas, todo nuestro hablar y escribir sería un soplo, viento, vanitas. Si elogiamos la pobreza y a los pobres con palabras verdaderas mientras vivimos en la comodidad de las riquezas, llegará un día en que esas palabras se harán vida y seremos al fin pobres. Si creemos que un crucificado nos ha salvado y anunciamos esta fe, llegará un momento en que también nosotros seremos clavados en la cruz para encarnar esa salvación, para liberar a nuestros amigos de su infierno. Un profeta puede pasar muchos años diciendo palabras que no vive por sí mismo, pero, si no es un falso profeta, llegará un día en que él mismo se convertirá en las palabras que anuncia. Puede pasar mucho tiempo llorando sobre su pueblo humillado y aplastado, hasta que un día él también será aplastado, humillado y repudiado, como su pueblo. Y su vocación se cumple.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 20/11/2016
«¿Para qué poetas en tiempos de penuria?»
Friedrich Hölderlin, Pan y vino
«¡Quédate, pues, con tus sortilegios y tus muchas hechicerías! ¿Te podrán servir de algo? ¿Acaso harás temblar de miedo? Que se presenten, pues, y que te salven los que describen los cielos, los que observan las estrellas y hacen saber, en cada mes, lo que te sucederá… Eso serán para ti tus hechiceros por los que te has fatigado desde tu juventud. Cada uno errará por su camino, y no habrá quien te salve.» (Isaías 47, 12-15).
El segundo Isaías, en este bellísimo capítulo de profecía poética, anuncia la destrucción de Babilonia. Su soberbia y su imperialismo («tú que te dices en tu corazón: ¡yo y nadie más!» 47,8) la están llevando a la ruina. En la raíz de este inminente desastre no está sólo la hybris típica de todos los imperios, ni sólo la idolatría que el profeta, en capítulos anteriores, ponía en el centro de su disputa.
[fulltext] =>Babilonia está a punto de «sentarse en el polvo» (47,1), entre otras cosas, a causa de su ciencia y su gran conocimiento: «Tu sabiduría y tu misma ciencia te han desviado» (47,10). La sabiduría y el saber no son un mal ni un pecado, sino una riqueza y un bien. ¿Por qué dice entonces que estos bienes la están desviando?
Cuando Israel conoce desde dentro la cultura babilónica, durante la deportación, no sólo se siente atraído y tentado por una multitud de dioses poderosos y visibles, que amenazan con ocupar el lugar de su Dios distinto, único e invisible. A Israel también le resultan muy seductoras la cultura y la inteligencia del imperio neo-babilónico. Como pueblo culturalmente elevado y espiritual, lo percibe de un modo especialmente fuerte. El extraordinario conocimiento de los astros y de las matemáticas, la rica literatura y los sofisticados mitos, los hechizos y los oráculos “encantan” también a las mejores mentes de Israel.
La polémica anti-idolátrica ya no es suficiente para controlar esa atracción y esa fascinación. El alma más verdadera y sabia del pueblo intuye que en esa ciencia y en ese conocimiento hay algo bueno y verdadero, que no es estúpido como los ídolos y las estatuas.
Los babilonios comenzaron a observar sistemáticamente las estrellas, la luna y los planetas. Escribieron almanaques, recogieron y catalogaron “científicamente” muchísimos datos sobre los cuerpos celestes. Fueron los inventores del zodiaco, con sus doce signos, y de la partición del cielo en esferas y constelaciones («los que describen los cielos»). Sobre esta base empírica y racional fueron capaces de predecir los eclipses lunares y la órbita de Júpiter (su dios Marduk), con un avanzadísimo cálculo del área de un trapecio (Science, 29 de enero de 2016). Lo que a nosotros hoy nos parece superstición y cultura anti-científica – horóscopos, adivinaciones, interpretación de sueños... – hace dos mil quinientos años era la forma más racional de dar orden al caos. Eran instrumentos muy avanzados para dominar un mundo y un cielo totalmente insondables por lo que respecta a las leyes fundamentales de su movimiento.
Sin el encuentro con Babilonia, que entra profundamente en la tradición y en el código simbólico de la Biblia, muchos relatos bíblicos (no sólo los tres primeros capítulos del Génesis o el diluvio) no existirían. Si los profetas del exilio, el segundo Isaías entre ellos, son tan duros con Babilonia, con su religión y su cultura, es porque ven cómo penetra en el corazón de un pueblo que a duras penas intenta salvarse de la asimilación. Casi siempre la fuerza de las grandes críticas depende del poder seductor de las personas y de las ideas que se critican.
En este capítulo del libro de Isaías encontramos, tal vez por vez primera en la Biblia, el reconocimiento de que la fuerza y la supremacía de un imperio enemigo no dependen sólo del ejército y de la economía, sino también de la ciencia y de la cultura. El segundo Isaías, mediante la cuidadosa selección de las palabras e imágenes de su poesía, muestra que conoce las innovaciones astrológicas/astronómicas del imperio dominador. Sabe que la ciencia y la técnica forman parte de la vocación de Babilonia: son su “genio” («por ellas te has fatigado desde tu juventud»). No las convierte en objeto de sátira, no las ridiculiza como a las estatuas de sus dioses. Le parecen importantes y, a partir del reconocimiento de esta potencia científica e intelectual, da su interpretación de la desventura que está a punto de abatirse sobre la superpotencia: «Tú decías: “Seré por siempre la señora eterna”. No has meditado esto en tu corazón, no has pensado en el final» (47,7). El error más grave que ve el profeta en Babilonia es que, al no ser consciente de la precariedad de su propio éxito y de su poder, desarrolla un delirio de omnipotencia y de eternidad que le impide “pensar en el final”.
No hay que excluir que el profeta experimentara incluso cierto dolor al ver cómo una civilización tan alta se encaminaba a la ruina. A los profetas no les hacen felices las desventuras que anuncian. Son capaces de sufrir por el contenido de su propia profecía. No son propietarios de las palabras que dicen.
En estos versos del segundo Isaías también podemos encontrar una enseñanza más general. Por la historia sabemos que los imperios comienzan a decaer cuando están en la cumbre de su éxito. La grandeza, la fuerza y las conquistas acaban auto-devorando a los grandes, a los fuertes y a los conquistadores, cuando no son capaces de detenerse antes de superar el “punto crítico” que se encuentra en el vértice de una parábola que separa el máximo éxito del comienzo del sendero que conduce al final. Ver este punto crítico es extremadamente difícil, porque coincide con el punto del máximo esplendor. Un gran éxito, sobre todo cuando es de tipo intelectual o sapiencial, hace que nos enamoremos del éxito generado por nuestros propios talentos. Los padres pueden enamorarse de su hijo y terminar devorándolo por un amor excesivo convertido en incestuoso. La decadencia de muchas personas y comunidades, dotadas de grandes talentos intelectuales y/o espirituales, comienza precisamente con esta carencia de castidad, que les lleva a consumir primero los frutos de su propio éxito, después el árbol, y finalmente la raíz.
Esta es una expresión particular y original de la llamada ley de la maldición de los recursos, que se verifica cuando los recursos de ayer se convierten en un obstáculo para la creación de los recursos de mañana. Las rentas de muchos patrimonios comienzan, progresiva e inconscientemente, a corroer el esfuerzo y la motivación para generar nuevas riquezas. Esta típica maldición se aplica a todo tipo de recursos, pero cuando se trata de recursos inmateriales y espirituales es más difícil de reconocer y de prevenir. Por ejemplo, entender que el exceso de petróleo puede convertirse en una maldición para la economía de un estado, o que la riqueza acumulada por los padres puede convertirse en una maldición para los hijos, es fácil. No es tan fácil ver a tiempo que mi talento está consumiendo mi creatividad o que la riqueza espiritual y carismática del fundador de una comunidad puede convertirse en una “maldición de recursos” para la siguiente generación.
Una de las tareas más valiosas de los profetas es su capacidad para ver a tiempo el punto crítico y por consiguiente la llegada de la “maldición de los recursos”. Los profetas pre-ven porque ven aproximarse este tipo de crisis antes que los demás. Saben captar las débiles señales que a otros se les escapan porque se manifiestan en tiempos de abundancia y de prosperidad, cuando nadie tiene ganas de hacer caso a las advertencias disonantes de los profetas. Los técnicos, los futurólogos y los expertos en sondeos no son capaces de ver el punto crítico del comienzo de esta típica maldición de los recursos, porque todos ellos están dentro del sistema y a su servicio; son sus técnicos, producidos y pagados para impulsar el éxito y el poder. El profeta no es un técnico del futuro, no es un analista de la escena (nueva profesión de nuestro tiempo inseguro, que desearía dominar el futuro con ánimo de lucro). Antes bien, es muy consciente de que el tiempo no está en sus manos, sabe que el futuro no es de su propiedad privada. Pero, por vocación, ve este valor-umbral invisible en su deslumbrante trayectoria de desarrollo. Y grita, aun sabiendo que no será escuchado y será tachado de pesimista, derrotista y profeta de desgracias; sabiendo que será equiparado a los técnicos y pronosticadores. Todo profeta sabe que el reduccionismo de la profecía a la simple predicción significaría su muerte. Los primeros enemigos de las profecías de desventura son todos los falsos profetas que se enriquecen pronosticando un futuro cada vez más glorioso y sin final.En estos tiempos dominados por la ciencia y la técnica, invadidos como estamos por una industria que produce una cantidad impresionante de predicciones financieras, políticas y climáticas, nadie ve ni entiende a los profetas, nadie ve ni entiende a los poetas. Pero sin profetas sencillamente estamos destinados a ser devorados por la perfección de nuestras predicciones: «No librarán sus vidas del poder de las llamas» (47,14).
Los técnicos funcionan bien en las predicciones simples y, si son buenos, nos ayudan a prevenir las pequeñas crisis. Pero cuando se trata de ver las señales de un cambio de época, o de reconocer la llegada de una gran crisis, la técnica de las predicciones no ayuda. Lo único necesario es la profecía. La antigua Babilonia y las babilonias de todos los tiempos, incluido el nuestro, no se salvan porque no tienen profetas: los han matado o los han reducido a profesionales del imperio.
En general, no es malo que los imperios decaigan y acaben cayendo. Incluso podríamos leer en la superación inconsciente de este invisible “punto crítico” un mecanismo providencial intrínseco a la historia humana. Más complejo es el tema de las repercusiones para las personas y comunidades. A veces podríamos evitar la decadencia si fuéramos conscientes de la existencia de la “maldición de los recursos” y si escucháramos más a los profetas, incluso cuando son profetas de desventuras, porque en la profecía de las desventuras está la única esperanza de poder evitarlas: «¡Si hubieras atendido a mis mandatos, tu dicha habría sido como un río y tu victoria como las olas del mar!» (48,18). En las grandes crisis no hay pobreza más grande que la pobreza de profetas.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 20/11/2016
«¿Para qué poetas en tiempos de penuria?»
Friedrich Hölderlin, Pan y vino
«¡Quédate, pues, con tus sortilegios y tus muchas hechicerías! ¿Te podrán servir de algo? ¿Acaso harás temblar de miedo? Que se presenten, pues, y que te salven los que describen los cielos, los que observan las estrellas y hacen saber, en cada mes, lo que te sucederá… Eso serán para ti tus hechiceros por los que te has fatigado desde tu juventud. Cada uno errará por su camino, y no habrá quien te salve.» (Isaías 47, 12-15).
El segundo Isaías, en este bellísimo capítulo de profecía poética, anuncia la destrucción de Babilonia. Su soberbia y su imperialismo («tú que te dices en tu corazón: ¡yo y nadie más!» 47,8) la están llevando a la ruina. En la raíz de este inminente desastre no está sólo la hybris típica de todos los imperios, ni sólo la idolatría que el profeta, en capítulos anteriores, ponía en el centro de su disputa.
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stdClass Object ( [id] => 17032 [title] => Que nadie toque a Adán [alias] => que-nadie-toque-a-adan [introtext] =>A la escucha de la vida/21 – No podemos tener celos del nombre y de la presencia de Dios
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 13/11/2016
«Una vez el Baal Shem convocó a Samael, el señor de los demonios, para un asunto importante. El señor de los demonios bramó: “¡Cómo te atreves a llamarme! Hasta ahora esto sólo sucedió tres veces: en la hora del Árbol del Conocimiento, en la hora del becerro de oro y en la hora de la destrucción de Jerusalén.” El Baal Shem pidió entonces a sus discípulos que se descubrieran y sobre cada frente Samael vio el signo de la imagen según la cual Dios creó al hombre. Hizo entonces lo que se le pedía y, antes de partir, dijo: “Hijos de Dios vivo, permitidme permanecer aquí un poco más y contemplar vuestras frentes.”»
Martin Buber, Cuentos Jasídicos
El Ulises de Homero y el de Dante, juntos, hablan de la vocación y el destino del hombre occidental. Irresistible es la llamada de la tierra y de la casa, como irresistible es, al mismo tiempo, la necesidad de zarpar hacia mares desconocidos. El mar que hay que surcar para regresar a casa es el mismo mar que seduce e invita a acometer nuevos viajes.
[fulltext] =>Al terminar la fiesta por el regreso del segundo hijo, agotado por la búsqueda de una libertad inconexa y desarraigada, a la casa del padre, el hijo menor, el tercero, le susurra al hermano pródigo: «Escucha: ¿Sabes por qué te esperaba? Antes de que termine la noche, me marcho. Tú me has abierto el camino » (André Gide). Ni siquiera el calor y los bienes de la casa paterna pueden llenar nuestro corazón si no vemos a lo lejos un puerto, un mar, un camino, lugares y señales que nos hablan de otro lugar; si más arriba, hacia occidente, no hay un cielo donde intentar emprender un vuelo distinto y más alto que el que aprendimos ejercitándonos alrededor del primer nido. Sólo el meritocrático hijo mayor es feliz radicado en la tierra, quieto y sin alas. Vemos que el sol sale cada mañana por el este y pensamos en el origen, en los comienzos. Después, lo seguimos mientras surca el cielo, pero cuando lo vemos ponerse por el occidente el corazón no se queda satisfecho. No nos basta el comienzo ni el eterno retorno. Queremos conocer también el destino. Queremos saber dónde habita el final. La atracción del final es la raíz del nihilismo, de un ocaso que devora el alba; pero es también un filón del humanismo bíblico y de la mejor profecía.
«Aducid vuestra defensa – dice YHWH – alegad vuestras pruebas, dice el rey de Jacob » (Isaías 41, 21). Tras anunciar un nuevo y gran consuelo para el pueblo y tras contarnos su vocación, el segundo Isaías, el gran poeta-profeta anónimo, discípulo heredero y continuador del primer Isaías, desciende inmediatamente al campo de batalla. Estamos en el exilio babilónico. El templo ha sido destruido. El pueblo está perdido, rodeado de vencedores tan imponentes y soberbios como el imperio. Es demasiado fuerte la tentación de la asimilación cultural: quedar absorbidos por el culto a dioses altos y brillantes y perder la religión, la identidad y el alma. Es lo que les ocurre a los deportados de todos los imperios, también a los exiliados e inmigrantes que llegan hoy a nuestro imperio, Mientras pueden, intentan recordar y contar a los hijos una historia distinta, hablarles y transmitirles la lengua de su infancia, hacer que no olviden todas las oraciones.
El segundo Isaías comienza su actividad profética celebrando un proceso (Rib). Como Job. Pero en este caso la disputa no es entre el hombre Job y Dios. Ahora las partes en conflicto son el Dios de Israel y los dioses de otras naciones, sobre todo Babilonia. El profeta se toma en serio a los otros dioses, y por eso les reclama que aporten pruebas de que están vivos, al menos tan vivos como YHWH. Les reta en el terreno de la historia, el único terreno posible en el humanismo bíblico: «Indicadnos cómo fue lo pasado, y reflexionaremos; o bien hacednos oír lo venidero » (41,22). Y añade: «Aduzcan sus testigos, y que se justifiquen» (43,9). Pero esos dioses callan, no responden: «Miré, y no había nadie; entre éstos no había consejeros a quienes yo preguntara y ellos respondieran» (41, 28). Su polémica anti idolátrica se enmarca dentro de esta disputa. El profeta describe el trabajo de los fabricantes de ídolos: «Anima el fundidor al orfebre, el que pule a martillo al que bate en el yunque, diciendo de la soldadura: “Está bien”. Y fija el ídolo con clavos para que no se mueva.» (41,6-7). Pocos capítulos después, la polémica se hace aún más aguda y sarcástica: «El forjador trabaja con los brazos, configura a golpe de martillo, ejecuta su obra a fuerza de brazo; pasa hambre y se extenúa; no bebe agua y queda agotado» (44,12).
Articula su discurso sobre los ídolos en tres niveles. En la base de esta particular (y floreciente) economía encontramos a los trabajadores, a los fabricantes de ídolos. Trabajan sin cesar, se animan mutuamente, sin horario y sin pausa, como todos los esclavos, como los hebreos en Egipto, trabajando al servicio perpetuo del faraón-dios. Hoy, aún más que ayer, el mercado de fabricantes y consumidores de ídolos trabaja 24 horas al día, 7 días a la semana. Después están los adoradores de los ídolos manufacturados, los que se postran ante sus estatuas. Y en tercer lugar, encima de los ídolos construidos, están (quizá) los dioses, representados por los ídolos, que son “signos” de las divinidades extranjeras. A veces, en la Biblia y en los profetas, el segundo y el tercer nivel se unen, y la confutación de los ídolos se convierte directamente en confutación de los dioses: «Bel se desploma, Nebó se derrumba, sus ídolos van sobre animales y bestias de carga; llevados como fardos sobre un animal desfallecido». (46,1). Ídolos-dioses más “estúpidos” que los asnos que los llevan sobre sus lomos.
Esta identificación dioses-ídolos es frecuente en los libros bíblicos, pero no es el filón más profundo de la religión de Israel y de los profetas. Los filósofos y los poetas más grandes del mundo antiguo comprendieron que para negar a los dioses no era suficiente desenmascarar la inutilidad y la estupidez de las estatuas. Sócrates proclamaba su a-teísmo en las estatuas de piedra para afirmar su credo en otro dios espiritual (el daimon). A Horacio le resultaba muy fácil ridiculizar a los fabricantes de ídolos: «Antaño era un tronco de higuera, un leño inútil, cuando un artesano, dudando si haría un banco o un Priapo, prefirió que fuera un dios» (Sermones). Así pues, afirmar, como hace el segundo Isaías, que las estatuas no son el verdadero dios no basta para demostrar que YHWH es el único Dios verdadero: «Yo, yo soy YHWH, y fuera de mí no hay salvador» (43,11-13).
Aquí se abre un nuevo y fascinante escenario. Si el segundo Isaías hubiera pensado que no había diferencia entre las estatuas de los dioses babilonios y los dioses mismos, y que por tanto las divinidades coincidían con sus representaciones, no habría instruido el proceso a las naciones. Habría confutado a los dioses extranjeros con la misma ironía con la que fácilmente había ridiculizado los trozos de madera y de hierro. Pero liquidar las divinidades babilonias simplemente desvelando la estupidez de los fabricantes y adoradores de ídolos habría resultado demasiado fácil. Por el contario, sintió la necesidad teológica de llamar a esos dioses y a sus abogados ante un tribunal, atribuyéndoles la dignidad de ser parte en la causa, dándoles la posibilidad de defenderse, de hablar, de aportar testimonios y pruebas para demostrar que eran dioses eficaces en la historia, capaces, como YHWH, de explicar y dar sentido a los acontecimientos pasados y futuros. La verdad de Dios es una verdad histórica, su tribunal es el mundo, sus testigos somos nosotros: hic Rhodus, hic salta. Aquellos dioses no consiguieron hablar, no aportaron pruebas, sus testigos y profetas fueron incapaces de vencer al segundo Isaías y a su Dios.
Pero aquella disputa jurídica entre distintos dioses nos dice otra cosa muy importante y tal vez sorprendente: si el Dios bíblico es un Dios dialógico, que discute, que aporta y pide pruebas, entonces no podemos excluir que otros dioses puedan demostrar su no-falsedad. El humanismo bíblico, a la vez que afirma con fuerza que los adoradores de ídolos, que identifican a su dios con las obras de sus manos, son triviales y bobos, no puede afirmar que todos los fieles de dioses distintos de YHWH sean idólatras. Y cuando lo hace, si lo hace, traiciona lo mejor de sí mismo. Para la primera reforma organizativa del pueblo en el desierto, Moisés siguió los consejos de su suegro Jetró (Ex 18), cosa que no hubiera hecho si le hubiera considerado simplemente un idólatra.
Los profetas han dedicado una cantidad impresionante de palabras a la polémica contra los ídolos, entre otras cosas, porque intuían que en aquellos cultos distintos había algo más verdadero que banales sacrificios y ofrendas a manufacturas ciegas y mudas. Si hubieran pensado que aquellos cultos no eran más que una estúpida adoración de fetiches, los hubieran despachado con pocas palabras. En cambio, en aquella polémica había mucho más. Allí se estaba desarrollando una pedagogía teológica e histórica que llevaría a Israel, y después al cristianismo, a comprender que en los dioses de los restantes pueblos se escondían también otros rostros de YHWH, su verdadero Dios, al que no podían aprisionar sino al que debían compartir con toda la humanidad. Israel también conoció la idolatría, y no sólo cuando construyó un becerro de oro, sino cada vez que hizo de YHWH una celosa posesión. Cuando olvidó que, por haber elegido al pueblo hebreo, Elohim no se había olvidado de todos los demás, dejándolos esclavos de estúpidos ídolos. No basta prohibir la representación icónica de Dios para impedir la idolatría, como tampoco basta construir estatuas y sacarlas en procesión para ser idólatras. En cambio, somos ciertamente idólatras cuando pensamos que todos los que pronuncian la palabra “Dios” sin pertenecer a nuestra religión están hablando con un ídolo, con ellos mismos o con la nada. Y somos idólatras, de otra manera pero igualmente idólatras, si pensamos que todos aquellos que no consiguen pronunciar a Dios o lo han olvidado, son simplemente estúpidos, y que su “nada” no pueda estar habitada por una verdadera presencia del único Dios de todos.
En el Génesis encontramos la más hermosa razón de la batalla bíblica contra las imágenes de Dios. Está en el Adam, creado a “imagen y semejanza” de Elohim. No debemos hacernos imágenes de Dios porque todas ellas son menos verdaderas y menos bellas que la que vemos cada día reflejada en la cara de todas las mujeres y de todos los hombres. La intangible “señal de Adán”, impresa en nuestras frentes, es la que puede impedir que los ídolos sustituyan nuestra imagen por la de ellos.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 13/11/2016
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 06/11/2016
«No soy contemporáneo mío, ningún poeta lo es. Soy contemporáneo vuestro, todo poeta lo es»
Giovanni Casoli, Todo es íntimo
Nahamú nahamú ‘ammí: «Consolad, consolad a mi pueblo» (Isaías 40,1). Con estas palabras comienza la segunda parte del libro de Isaías, obra de un autor de nombre desconocido que se reconoce como seguidor de la escuela del primer Isaías. La tradición bíblica quiso incluirla dentro del mismo rollo de Isaías, pero en realidad se debe a un autor distinto, que vivió casi dos siglos después del primer profeta “hijo de Amós”, si bien no es inferior a él en cuanto a fuerza profética y poética.
[fulltext] =>El segundo Isaías es un profeta del exilio. Actúa y habla durante la deportación a Babilonia, la experiencia más dramática de la historia antigua del pueblo hebreo. A nosotros nos resulta difícil comprender a los profetas y el cumplimiento de su vocación, porque estamos demasiado habituados a considerar el éxito como el indicador de una vida realizada. Nos cuesta mucho entender que sus palabras más bellas florecieran durante los grandes fracasos. La enorme prueba del exilio – la derrota militar, la destrucción del templo de Jerusalén, la deportación a una tierra extranjera – engendró páginas maravillosas, palabras sublimes sobre la esperanza y sobre la fe que nos siguen alimentando milenios después. Y sobre todo dio lugar a una revolución religiosa de enorme alcance.
La experiencia del exilio fue ciertamente un acontecimiento político y cívico, pero también teológico. Aquella gran desgracia le enseñó al pueblo hebreo, y después a toda la humanidad, que Dios puede estar vivo y ser verdadero aunque no tenga “morada fija”. Les obligó a responder a una nueva pregunta, radical y tremenda: ¿Cómo se puede seguir creyendo en el mismo Dios después del exilio? Para conservar la fe después de aquella gran batalla fue necesario el carisma de los profetas, de Jeremías, de Isaías, del segundo Isaías. Este profeta anónimo fue capaz de realizar una triple y extraordinaria operación: a) reconducir el cautiverio babilónico a la voluntad de YHWH, b) salvar así la verdad de Dios y de la promesa, c) prometer una nueva liberación digna de crédito. Si Dios quiere la derrota como castigo por la infidelidad, es que la liberación todavía es posible. Para realizar esta dificilísima operación, fueron esenciales los juicios del primer Isaías sobre la infidelidad del pueblo y de sus jefes, así como sus duras palabras sobre los falsos sacrificios en el templo. Las profecías de condena del primer Isaías se convirtieron en el material con el que el segundo Isaías construyó su profecía de salvación. La piedra descartada por el pueblo se convirtió en piedra angular de la nueva casa. Permitir que los profetas critiquen a la comunidad hoy, en el tiempo de la libertad y la alegría, posibilita que los profetas de mañana profeticen una salvación no vana en tiempos de esclavitud y de dolor. Taparles la boca, buscando su consenso, para que no critiquen el status quo, significa privarse de la única posibilidad de salvación en futuros exilios. Las críticas de los profetas que no son falsos son siempre una expresión elevada de ágape y de bien común. Pero no lo sabemos y seguimos haciéndoles callar. En cambio, los elogios aduladores de los falsos profetas son siempre un mal común. Pero no lo sabemos y seguimos escuchándoles, sobre todo durante las crisis.
El segundo Isaías transformó una gran desgracia en un gran mensaje de salvación, dando lugar a una nueva fe. El Dios derrotado por un pueblo de dioses distintos y espléndidos, podía seguir siendo el verdadero Dios aun habiéndose convertido en un Dios vencido. A partir de ahí emerge la conciencia de que la verdad no coincide con el poder ni con la fuerza, que el verdadero Dios no es el Dios que gana guerras, y que la derrota militar no tiene por qué suponer una derrota religiosa y espiritual. La verdadera espiritualidad puede esconderse dentro de un gran fracaso. El sufrimiento no es una maldición, sino que puede convertirse en un amplio camino de salvación: «Una voz clama: “En el desierto abrid camino a YHWH, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios. Que todo valle sea elevado, y todo monte y cerro rebajado. Lo escabroso será llano y lo abrupto planicie"» (40,3-5). Estas palabras sólo florecen en boca de los profetas, en tiempo de exilio.
El gran reto y la gran tentación del exilio fueron de tipo religioso. Estar cautivos en el corazón de un imperio imponente, entre altísimas estatuas sacadas en espectaculares procesiones a lo largo de sus amplísimas avenidas, se convirtió en un constante y perenne interrogarse acerca de la verdad de la fe de los Padres. Durante siglos habían creído en la primera promesa, habían aprendido a distinguir a su Dios de los ídolos y de otros dioses, habían creído que su Elohim era distinto – su nombre era impronunciable, no se dejaba representar y era imposible verle ni tocarle – porque era el Dios fiel y verdadero, creador del cielo y de la tierra de todos, también de la tierra y el cielo de los que veneraban a otros dioses. Pensaron que YHWH les protegería de los enemigos, que no entregaría al pueblo en manos enemigas, que su templo sería indestructible. Creyeron que el paso del mar era la liberación definitiva y que ya nunca más serían esclavos. Nadie podía pensar que el verdadero Dios volvería a llevarles a la esclavitud, que la promesa sería en vano, que el templo dejaría de existir. Nadie, salvo los profetas, que vienen al mundo para desvelarnos la salvación dentro del fracaso, la ruina dentro del éxito, la esperanza dentro de la desesperación. Vienen a enseñarnos la fidelidad a un Dios vencido y derrotado. Aquel medio siglo de exilio – del que volvió tan sólo un “resto”, como había profetizado el primer Isaías – fue el lugar y el tiempo indicados para aprender una nueva fe más espiritual. Para descubrir una nueva promesa. Para superar una idea de Dios unida al éxito militar y político. Para liberar a Dios de nuestras peleas terrenales y, con él, liberarnos a nosotros mismos de un Dios demasiado pequeño. El texto narra la vocación del segundo Isaías. Se trata de un relato menos variopinto y espectacular que el de Isaías, Jeremías o Moisés. Sin zarzas ardientes ni serafines. Es un diálogo descarnado, sobrio, pero uno de los más hermosos de toda la Biblia: «Una voz dice: “¡Grita!” Y digo: “¿Qué he de gritar?” Toda carne es hierba y todo su esplendor como flor del campo. La flor se marchita, se seca la hierba, en cuanto le da el soplo de YHWH» (40,6-7). Y el pueblo responde: «Sí, hierba es el pueblo».
Gracias al oscuro trasfondo del exilio, aquí podemos ver la vocación en su maravillosa pureza, reducida a lo esencial. La vocación es una voz que te dice: “¡tienes que gritar!” El grito vocacional profético no consiste sencillamente en hablar. Es más fuerte y radical; es un hablar “en voz alta”, una voz que no puede callar y debe llegar a todos, una voz irrefrenable. A este mandato, el segundo Isaías no responde con un inmediato “heme aquí”. Antes bien, responde con una pregunta: “¿Qué he de gritar?” Como diciendo: “¿Qué hay que gritar, profetizar o predicar (Lutero) en este tiempo de exilio? ¿Qué es lo que tengo que gritar? ¿Que somos como la hierba de los prados que pisa el ejército babilonio a su paso? ¿Debo gritar que somos efímeros como todos los hombres, que somos conquistados y apresados como cualquier otro? ¿Debo decir bien alto que tú, el Dios nuestro, a quien considerábamos invencible, te has mostrado como los dioses de los demás pueblos, conquistados y barridos por dioses más poderosos? ¿Debo gritar que nos equivocamos, que la promesa era falsa, que la alianza era más débil que un tratado de vasallaje con cualquier imperio? Estas son las verdaderas pruebas de los profetas durante todos los exilios.
Pero en esa misma pregunta y en las palabras que la siguen, tomadas de los salmos, también podemos ver una dimensión muy valiosa de la vocación profética en tiempos de gran prueba. En ese diálogo intuimos que el profeta presta su voz a los sentimientos más profundos y verdaderos de su gente, que está desmoralizada, postrada, desilusionada, y quiere dejarse ir, rendirse, ante los que proclaman “lo vuestro no era más que un sueño, que ahora se ha terminado”. Podemos reconocer las mismas pruebas en todos los exilios de aquellos que siguen una voz. El antiguo profeta sin nombre lo sabe. Y así, al comienzo de su misión, cuando se presenta ante su comunidad como profeta exiliado, intenta llegar al meollo del alma de su gente. Lleva ante la voz que le llama a convertirse en profeta todo el dolor de su pueblo exiliado y golpeado en el corazón de su fe y de su identidad. No teme expresar las mismas dudas y el mismo desánimo. Y su vocación se hace colectiva, eclesial. Encuentra al pueblo en el abismo moral y espiritual en el que ha caído. Y el pueblo le responde: ”Sí, hierba es el pueblo. Somos como la hierba”. La traducción no ayuda a captar toda la belleza y la importancia de este diálogo, pero del texto original se desprende que en aquel exilio pudo ocurrir algo especial. El coro se convierte en protagonista de la tragedia, como en Edipo, como en Antígona, como en Job.
Para que una vocación profética pueda dar todos sus frutos típicos y esenciales, es necesario que los profetas no teman hacer preguntas a la voz que les llama, llevar a su diálogo vocacional las heridas más profundas del pueblo y tocarlas para curarlas. En cambio, casi siempre, los profetas, también los que son verdaderos y honestos, se detienen demasiado pronto antes de atravesar los dolores profundos de su gente. En ese caso, la profecía es epidérmica, cosmética, sólo dice palabras pequeñas, no logra gritar, no salva a nadie. Si falta el sí del pueblo, la profecía no convence, no es esponsal, no se encarna, la esperanza es demasiado fácil como para ser creíble. Para que en tiempos de prueba el grito de los profetas sea también el grito del pueblo, es necesario que los profetas sean capaces de “descender a los infiernos”, encontrarse allí con sus muertos y hacerlos resucitar. Así es como los profetas consuelan a su pueblo. No conocen otro consuelo verdadero. Nahamú nahamú ‘ammí: «Consolad, consolad a mi pueblo».
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 06/11/2016
«No soy contemporáneo mío, ningún poeta lo es. Soy contemporáneo vuestro, todo poeta lo es»
Giovanni Casoli, Todo es íntimo
Nahamú nahamú ‘ammí: «Consolad, consolad a mi pueblo» (Isaías 40,1). Con estas palabras comienza la segunda parte del libro de Isaías, obra de un autor de nombre desconocido que se reconoce como seguidor de la escuela del primer Isaías. La tradición bíblica quiso incluirla dentro del mismo rollo de Isaías, pero en realidad se debe a un autor distinto, que vivió casi dos siglos después del primer profeta “hijo de Amós”, si bien no es inferior a él en cuanto a fuerza profética y poética.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 30/10/2016
«Tal vez un rasgo de la cara crucificada acecha en cada espejo; tal vez la cara se murió, se borró, para que Dios sea todos. Quién sabe si esta noche no la veremos en los laberintos del sueño y no lo sabremos mañana».
J. L. Borges, El hacedor
Si la vida de los profetas es valiosa, no es porque seamos capaces de imitarla. Los que se nos presentan como modelos a imitar son los falsos profetas. Los verdaderos profetas saben que, si se muestran a sí mismos como realización ética de las palabras que anuncian, acabarán convirtiéndose en ídolos y oscureciendo su ideal, como en un eclipse. Los profetas son valiosos en la medida en que son inimitables y distintos de nosotros. Isaías no salvó a su pueblo mediante la imitación de sus discípulos. Si se hubieran limitado a hacer eso, simplemente habrían redimensionado su mensaje y traicionado su memoria. Los signos y los gestos proféticos son muy potentes cuando los realizan los profetas, pero se convierten en parodias o en comedias cuando los realizamos nosotros con la intención de imitarles.
[fulltext] =>Nadie va desnudo tres años para copiar a Isaías, nadie va por la ciudad con un yugo sobre los hombros para repetir lo que hizo Jeremías, nadie se deja crucificar para imitar a Jesucristo, ni tampoco resucita. Estos gestos se realizan por vocación, no por imitación, cuando nos sentimos llamados por nuestro nombre y logramos entender que no podemos hacer otra cosa si queremos tener la esperanza de salvar algo hermoso y verdadero dentro del alma. Y mientras estamos en nuestra propia desnudez, bajo un yugo o en un cruz, que son única y exclusivamente nuestros y por tanto únicos, irrepetibles e inimitables, los gestos y las palabras de los profetas nos alimentan, nos acompañan en el viaje, y hacen nuestros yugos más ligeros y nuestras muertes más suaves.
Llegamos al final del ciclo de Ezequías, que cierra los capítulos del primer Isaías. Acabamos de ver cómo el rey justo sale vencedor de la prueba representada por la salvación idolátrica del rey asirio, gracias al papel esencial de Isaías. Ahora, el libro nos lo presenta envuelto en otra gran prueba, siempre con el profeta a su lado: «En aquellos días Ezequías cayó enfermo de muerte. El profeta Isaías, hijo de Amós, vino a decirle: “Así habla YHWH: Haz testamento porque muerto eres y no vivirás.” Ezequías volvió su rostro a la pared y oró a YHWH. Dijo: “¡Ah, YHWH! Dígnate recordar que yo he andado en tu presencia con fidelidad y corazón perfecto haciendo lo recto a tus ojos.” Y Ezequías lloró con abundantes lágrimas» (Is 38,1-3).
Isaías anuncia a Ezequías que su enfermedad es mortal. No todos tenemos un profeta que nos diga cuándo ha llegado la última etapa de nuestra vida, alguien cercano que nos ame y por tanto nos diga que estamos llegando al final de la carrera. A nadie le gusta anunciarle a un amigo que se acerca su último día. Nos gusta más decir otras palabras (“ánimo”, “verás cómo te curas”, “saldremos adelante”…), dar una esperanza no vana, entrever una resurrección. Pero a veces, si queremos ser verdaderos, no podemos decir esas palabras. Entonces preferimos callar, mantener el nudo en la garganta, abrazar, acariciar y, sobre todo, estar. Pero de vez en cuando un amigo, una esposa, un hermano, sienten que el amor más grande es decirnos que ha llegado nuestra hora. Así revive Isaías, y revive también Ezequías, aunque no lo sepan, aunque no lo sepamos. El mundo está lleno de pasajes bíblicos vivos y encarnados por personas que nunca han leído ni escuchado una sola línea de la Biblia. Estos pasajes no son menos verdaderos que los que recitamos cada mañana. Si así no fuera, la Biblia sería tan solo un libro sagrado para el culto y no una historia viva que sigue vivificando gracias al amor y al dolor de muchos analfabetos de la religión pero capaces de escribir espléndidos pasajes del verdadero libro de la vida.
Cruzamos la tierra sabiendo que este magnífico espectáculo, que nos encanta con su belleza, no es para siempre; que un día deberemos dejar las montañas, las flores, los amigos y el mar. Sabemos que este “para siempre” no nos pertenece. Esta veta de melancolía está también dentro de la felicidad que nos proporciona la visión de un paisaje alpino, de un bosque otoñal, o de un hijo. Pero la vida es más grande y, cuando se desarrolla bien y florece, la excedente belleza de la creación cubre esa sutil sombra que, aunque vuelve a florecer en los días de la tristeza, no logra convertirse en el tema dominante de nuestra existencia. Hasta que llega “aquel día” y todo cambia. Lo que era el paisaje maravilloso de nuestro camino, de repente se nos revela como lo que era: puro don, un gran, inmenso y sobreabundante don. Un don las personas, un don los amigos, un don nuestra familia, un don las familias y los hijos de los demás. Para la Biblia también la presencia de Dios en el mundo es don: «No veré a YHWH en la tierra de los vivos; no veré ya a ningún hombre de los que habitan el mundo» (38,11). Siempre es estupendo y sorprendente encontrar estas palabras dentro de la Biblia. Para el hombre bíblico, el lugar de la experiencia religiosa no es el paraíso. El único lugar que se nos ha dado para las teofanías, para hablar con los ángeles, para sentir el toque de Dios, es la tierra. Esta es una noticia maravillosa. La tierra es el lugar donde Abraham oyó la voz de Elohim. La tierra es donde YHWH habló a Moisés. La Promesa es promesa de una tierra y no de un cielo. La tierra es donde los profetas vieron al Señor. Un mar de esta tierra se abrió un día para liberar a un pueblo esclavo. La tierra del Gólgota recogió la sangre del crucificado y la tierra del sepulcro acogió su cuerpo. La tierra de Galilea lo vio resucitado, y la calidad de la vida en nuestra tierra da sentido a aquella resurrección. Pablo nos dice que nuestra fe es vana sin la resurrección de Cristo. Pero también la resurrección es vana sin nuestra fe, que sólo es posible en esta tierra.
Si hoy la fe bíblica sigue siendo verdadera, a Elohim se le debe escuchar, ver y encontrar en esta tierra. Para tener fe en dioses inmortales, que viven en algún lugar de los cielos, no hacía falta la revelación bíblica; ya estaban presentes en el imaginario religioso de los pueblos. Es fácil ser ateo negando a un dios celeste y lejano. Es mucho más difícil ser ateo del Dios bíblico, porque hay que enfrentarse a él, luchar con él y vencerle en esta tierra, en su vado nocturno. Para tener “aquel día” la esperanza de cerrar los ojos y volver a abrirlos más allá, de una forma distinta pero verdadera, previamente debemos haber entrevisto aquí la divinidad con nuestros ojos, debemos haber sentido algún soplo o algún eco de su voz, debemos haberle reconocido en la boca de los profetas o haberlo deseado o soñado al menos una vez.
Ezequías y sus contemporáneos no podían ver la muerte como la “puerta del paraíso” de los justos, sino como el final del don de la vida y el comienzo de algo oscuro y temible: «En medio de mis días tengo que marchar hacia las puertas del abismo; me privan del resto de mis años» (38,10). El relato nos dice que Ezequías lloró a lágrima viva. A diferencia de los patriarcas de Israel, no está “saciado de días”: «En medio de mis días tengo que marchar» (38,10). Además, la muerte prematura estaba revestida de un significado de castigo divino, se la relacionaba con alguna culpa (esto es típico de la religión retributiva, muy radicada en el mundo antiguo, incluso en Israel). El rey es justo, no acepta la muerte con resignación, y reza: «Dígnate recordar que yo he andado en tu presencia con fidelidad». Nunca estamos preparados para morir, porque es un acto único del que no podemos tener experiencia directa. Aprendemos a morir viendo la muerte de otros, que son arrancados de nuestro lado, y por eso nos falta amistad con nuestra muerte. Pero cuando la muerte llega en la flor de la vida es verdaderamente como un gran “enemigo” que irrumpe en la noche para robar, segar y cortar: «Como un tejedor, devanaba yo mi vida, y me cortan la trama» (38,12). Ezequías llora y grita: «Estoy piando como una golondrina, gimo como una paloma» (38,13-14).
Este llanto del rey justo se convierte en una oración potente y milagrosa. YHWH la escucha, interviene y envía de nuevo a Isaías a llevarle la buena noticia de la salvación: «He oído tu plegaria, he visto tus lágrimas y voy a curarte. Añadiré quince años a tus días. Te liberaré a ti y a esta ciudad de la mano del rey de Asiria» (38,5-6). El llanto de Ezequías “conmueve” a Dios. Al igual que el llanto de Agar, cuando fue expulsada por Sara al desierto y le salió al encuentro el primer ángel para consolarla y salvarla.
Isaías anuncia al rey la salvación de la ciudad, su curación y el don de muchos otros años de vida. Es la resurrección de Ezequías. Cuando para nosotros comienza el tiempo de la enfermedad mortal, cuando caemos en la angustia y estallamos en llanto, no vemos a ningún profeta que nos traiga la buena noticia de una resurrección. A veces, puede que salgamos victoriosos de la lucha con un tumor que parecía mortal y sigamos vivos después de haber visto venir a la muerte por el horizonte. Entonces recitamos el salmo de alabanza de Ezequías. Otras veces, las más, lloramos con fuerza, piamos como golondrinas y palomas, rezamos hasta el final por nosotros o por nuestros seres queridos, pero la vida no vuelve. Aunque no se nos den más años, podemos entonar el canto de los salmos, podemos llamar a los profetas y a su Dios a nuestra cabecera. Si los hemos encontrado al menos una vez, podremos encontrarlos de nuevo. Y si nunca hemos encontrado ni deseado a Dios ni a los profetas, o si les hemos conocido en nuestra juventud pero después hemos querido olvidarles con la esperanza de convertirnos en adultos, siempre podemos volver a aprender una última oración, o pedirle a un buen amigo que la recite. Y después esperar con confianza el abrazo del ángel.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 30/10/2016
«Tal vez un rasgo de la cara crucificada acecha en cada espejo; tal vez la cara se murió, se borró, para que Dios sea todos. Quién sabe si esta noche no la veremos en los laberintos del sueño y no lo sabremos mañana».
J. L. Borges, El hacedor
Si la vida de los profetas es valiosa, no es porque seamos capaces de imitarla. Los que se nos presentan como modelos a imitar son los falsos profetas. Los verdaderos profetas saben que, si se muestran a sí mismos como realización ética de las palabras que anuncian, acabarán convirtiéndose en ídolos y oscureciendo su ideal, como en un eclipse. Los profetas son valiosos en la medida en que son inimitables y distintos de nosotros. Isaías no salvó a su pueblo mediante la imitación de sus discípulos. Si se hubieran limitado a hacer eso, simplemente habrían redimensionado su mensaje y traicionado su memoria. Los signos y los gestos proféticos son muy potentes cuando los realizan los profetas, pero se convierten en parodias o en comedias cuando los realizamos nosotros con la intención de imitarles.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 23/10/2016
“Sin fe, nuestros hijos nunca serán ricos; con fe, nunca serán pobres”
Beato Giuseppe Tovini, banquero
La fe bíblica es liberación. La alianza con YHWH es ante todo un gran camino para escapar de la esclavitud de los imperios. Aquí reside buena parte del carácter innovador y revolucionario de la Biblia: Israel acepta aliarse con un Dios altísimo, invisible, completamente espiritual y de nombre impronunciable, como camino para no convertirse en súbdito de reyes y faraones demasiado visibles, materiales, de nombres pronunciables y pronunciados. Para no acabar siendo esclavo de soberanos cuyo nombre se repite por todos los rincones del reino y cuya imagen se reproduce en miles de estatuas que dibujan el paisaje de sus imperios.
[fulltext] =>Reconocer que sólo YHWH es señor es una pedagogía extraordinaria para aprender la verdadera laicidad de la política y de la vida civil y, por consiguiente, para reconocer la naturaleza idolátrica de los imperios, pero también de algunas comunidades y familias (para no transformar a nuestros hijos en estúpidos ídolos debemos renunciar a pensarlos, quererlos y “crearlos” a nuestra imagen y semejanza). El Dios bíblico es distinto del César porque el César no es Dios y nunca podrá serlo. Como mucho, podrá conquistar el estatus de ídolo. Los ídolos son mucho menos que Dios y son mucho menos que el hombre. La idolatría supone siempre un empequeñecimiento de Dios, pero más aún un empequeñecimiento del hombre. La profecía, al proteger a YHWH de la idolatría, nos protege a nosotros de convertirnos en la imagen de un fetiche. Por eso la idolatría es sobre todo un mensaje antropológico dirigido a la mujer y al hombre de todos los tiempos: “no te empequeñezcas, no te conviertas en la copia de una cosa demasiado mezquina; tú vales mucho más”.
Por eso, no debe sorprendernos que el libro de Isaías, que comenzó con una crítica radical a los ídolos, cierre el ciclo del llamado “primer Isaías” también con la idolatría. El rey Ezequías fue justo y por consiguiente anti-idólatra: «Él fue quien quitó los altos, derribó las estrellas, cortó los cipos y rompió la serpiente de bronce… Confió en YHWH» (Segundo libro de los Reyes, 18,4-5). Este rey justo está a punto de afrontar su mayor crisis. La superpotencia asiria, después de haber ocupado los distintos reinos de la zona, se apresta a conquistar Jerusalén. El rey Senaquerib envía una delegación para pedir la rendición. Los altos oficiales sirios hablan y se dirigen al corazón de la fe de Israel: «Que no os engañe Ezequías, diciendo: “YHWH nos librará.” ¿Acaso los dioses de las naciones han librado cada uno a su tierra de la mano de Asiria?» (Isaías 36,18). El mensaje de los embajadores asirios es muy claro: vuestro Dios es como el de los pueblos que ya hemos conquistado. Es tan impotente como ellos. Vuestra fe-confianza es vana. No es más que ilusión, estupidez, disparate. Por ello se dirigen a los funcionarios de Ezequías con estas palabras: «Decid a Ezequías: Así habla el gran rey, el rey de Asiria: ¿Qué confianza es esa en la que confías?» (36,3)..
Los asirios hablan el mismo lenguaje religioso de Israel. Quieren una rendición voluntaria, interior, libre. Los imperios saben que nunca pueden conquistar completamente a un pueblo si no conquistan su alma, si no le convencen de que su fe es una estupidez, para ofrecerle su propia fe, más inteligente. El senescal del rey asirio da muestras de conocer también el nombre del Dios de Israel, YHWH, pues dice que habla en su nombre (36,10). Como los falsos profetas. Y, como ocurre con todos los falsos profetas, inmediatamente después demuestra que es idolátrico, cuando equipara a YHWH y a los ídolos. Esta ha sido siempre la blasfemia más grande de la Biblia, incluso peor que la que niega la existencia de Dios. Aquellos que piensan: “Dios no existe” simplemente son “estúpidos” (Salmo 14), pero aquellos que lo confunden con un ídolo son idólatras. Por esta profunda razón teológica, Ezequías no acepta el “infame comercio” que los asirios le ofrecen, y desenmascara su religiosidad fingida. Por eso, Ezequías, cuando escucha el relato de sus mensajeros, se rasga las vestiduras, se viste de saco y se dirige al templo a rezar: «Tiende, YHWH, tu oído y escucha; abre, YHWH, tus ojos y mira. (…) Es verdad, YHWH, que los reyes de Asiria han exterminado a todas las naciones y su territorio, y han entregado sus dioses al fuego, porque ellos no son dioses, sino hechuras de mano de hombre, de madera y de piedra, y por eso han sido aniquilados». (37, 17-19). Su oración es espléndida, grandiosa, perfecta. Renueva su fe distinta e invita a YHWH a escuchar, a abrir sus oídos, a mirar. Le invita a “despertar”. La primera oración en tiempos de prueba es un grito para despertar a Dios. Para poder seguir teniendo fe cuando Dios no interviene, es necesario creer que está “durmiendo”, porque si no hace nada y tampoco duerme, una de dos: o no es Dios o está muerto. El “sueño de Dios” ha sido muchas veces la salvación de la fe de aquellos que experimentan la injusticia en su silencio. La Biblia nos dice que Dios necesita nuestro grito para mostrarse como Dios. Nuestra oración-grito es necesaria para que la impotencia se convierta en omnipotencia. Solamente si Dios no es un ídolo puede despertarse, oír, mirar y ver, porque los ídolos están mudos y son sordos y ciegos; no duermen porque están muertos desde siempre.
Después, Ezequías manda emisarios a Isaías para escuchar su palabra. El rey reconoce que su ministerio real es insuficiente en ese momento decisivo para su pueblo, cuando «los hijos están para salir del seno, pero no hay fuerza para dar a luz» (37,3). Las imágenes femeninas usadas en el libro de Isaías son espléndidas. Ezequías sabe, porque es un rey justo, que está en juego la identidad profunda del pueblo (su fe en YHWH) y por consiguiente debe recurrir a la profecía, que es un recurso esencial cuando el alma colectiva está amenazada. En tiempos ordinarios, la sabiduría del buen gobierno puede ser suficiente para construir fortificaciones, abonar los campos y conducir bien la economía y el comercio. Pero cuando la identidad del pueblo está en peligro, la política debe saber dejarle su sitio a la profecía, porque son otros los recursos y “competencias” que se necesitan. Hay demasiadas crisis grandes que no se superan porque los políticos no tienen la humildad de pedir ayuda a los profetas: no los buscan, no los conocen, no los encuentran, o sencillamente ya no están porque han muerto, están en el exilio, o han huido a otras tierras donde no matan a los profetas. Pero en aquella ocasión la profecía no había muerto ni había huido de Jerusalén. Isaías estaba y Ezequías lo sabía, porque le conocía. Es un rey justo. Manda a buscarle, escucha su palabra y así salva a su pueblo. Isaías repite las mismas palabras que le había dicho muchos años antes a Ajaz, un rey injusto e idólatra: «No temas», no tengas miedo. Esta es siempre la primera palabra de los profetas que no son falsos. En cambio, los falsos profetas alimentan el miedo con el fin de ofrecer sus falsas soluciones. Los profetas se quedan los miedos para ellos mismos y al pueblo le dan paz, porque saben que en tiempos de prueba lo primero que hace falta es reconstruir la paz interior del alma, que, cuando es presa del temor, no logra escuchar palabras de verdad. Y añade: «Así dice YHWH del rey de Asiria: “No entrará en esta ciudad, no lanzará flechas en ella, no le opondrá escudo, ni alzará en contra de ella empalizada. Volverá por la ruta que ha traído. No entrará en esta ciudad» (37,33-34).
Y así fue. Jerusalén no fue conquistada, el pueblo no fue deportado. No sabemos reconstruir y narrar la secuencia ni la concatenación histórica de los hechos que llevaron a los asirios a renunciar a la toma de Jerusalén. El libro de Isaías y el segundo libro de los Reyes (capítulos 18 y 18) nos dan versiones distintas. Lo que le interesa al redactor final del libro de Isaías es asociar la salvación de Jerusalén y de la nación a la fe de Ezequías, a la palabra de Isaías y, por tanto, a YHWH. Le interesa contarnos, con los datos históricos que tiene a su disposición, lejanos y parciales, un episodio crucial de la historia de Israel, en el que el pueblo, ante una gran crisis, no pierde la fe y se salva. Es un relato escrito y madurado durante el exilio babilonio, cuando el pueblo experimenta el fracaso de la fe que un día le había salvado.
En Isaías y en los profetas la fe siempre está indisolublemente unida a la confianza y a la salvación. Tener fe es confiar en que aquel Elohim, que un día les habló a los patriarcas y le reveló su nombre (YHWH) a Moisés, no es un ídolo, sino que está vivo y actúa en el mundo y en su historia concreta para salvarles. En la Biblia la salvación es prenda de la fe. El hecho de que los asirios no conquisten Jerusalén es importante antes que nada porque es señal de que YHWH actúa y no están confiando en un dios fetiche. Nosotros nos salvamos si creemos. Y creemos si somos capaces de fiarnos, de confiar, y por consiguiente de leer nuestra salvación como una verdad de la fe. Mientras podamos contar que “un día” fuimos salvados por no haber creído en los ídolos, siempre podremos esperar la llegada de “un día” en que un no-ídolo nos libere.
La idolatría hoy está muy extendida porque se presenta como laicidad, como espíritu post-religioso y finalmente adulto. Así no nos damos cuenta de que el “fetichismo de las mercancías” se ha convertido en la nueva religión de masas de nuestro tiempo. Es un culto que cuenta con millones o miles de millones de tótems, porque con la desaparición de las comunidades y el post-capitalismo, los ídolos se han personalizado, diseñado y producido en base a los gustos de cada consumidor, sumo y único sacerdote de un “templo” vacío de personas y lleno a rebosar de objetos. Toda cultura idolátrica es una cultura sólo de consumo, y toda cultura sólo de consumo es implícitamente idolátrica. El ídolo es el consumidor perfecto y soberano, que nunca se sacia de mercancías. En estas sociedades, el trabajo y la producción carecen de alegría y de sentido: trabajamos sólo y siempre como esclavos, para producir ladrillos con los que levantar las esfinges y las pirámides del faraón-dios. Todos somos escultores y forjadores de ídolos, dentro y fuera de las religiones. Mientras haya un ídolo en la tierra, seguiremos necesitando profetas.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 23/10/2016
“Sin fe, nuestros hijos nunca serán ricos; con fe, nunca serán pobres”
Beato Giuseppe Tovini, banquero
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 16/10/2016
«En todas las sociedades, obligar es la naturaleza peculiar del don»
Marcel Mauss, Ensayo sobre el don.
La función más valiosa de los profetas no es denunciar el mal que se presenta como mal, sino desenmascarar los vicios que hay dentro de lo que llamamos virtudes. Es fácil entender a Isaías y solidarizarse con él cuando critica la injusticia y los delitos de los poderosos. Es mucho más difícil entenderle y amarle cuando critica los dones. Y si en su tiempo era difícil, más aún lo es en el nuestro, cuando sacrificamos los dones por el negocio de los regalos: «¿Quién de nosotros habitará un fuego devorador, quién de nosotros habitará una hoguera perpetua? El que procede con justicia y habla con rectitud; el que rehúsa ganancias fraudulentas, y se sacude las manos para que no retengan regalos» (Isaías 33,14-15)
[fulltext] =>¿Por qué deberíamos rechazar los regalos si queremos habitar en una tierra de «fuego devorador»? Poniendo los regalos en el mismo lado que los beneficios corruptos y los delitos, Isaías nos está diciendo que es extremadamente grave equivocarse en la relación con los regalos. Es un error que puede acabar con nosotros en los incendios de nuestras economías y de nuestras ciudades. Eso lo saben muy bien los empresarios que «se sacuden las manos» para no aceptar los regalos de las mafias, aunque después se encuentren con el incendio de sus negocios, pabellones y casas. Salvan el alma aunque pierdan la vida, porque son capaces de caminar entre las «hogueras perpetuas» con dignidad y con la cabeza muy alta.
El don es algo muy serio. Tan serio que cuando la cristiandad quiso elegir el icono del don eligió un crucifijo. El primer homicidio-fratricidio nació de un don rechazado (el de Caín). El don está presente en el fundamento de las civilizaciones, en el centro de las familias y de todos los pactos sociales, en la raíz de las cooperativas y de muchas empresas, en el corazón del misterio de aquellos que se ponen en camino dejando su tierra para seguir sólo una voz desnuda.
Siendo corazón, centro y raíz, el don es silencioso. Está en las cosas más verdaderas y normales de la vida. Es más fácil encontrarlo en siete horas ordinarias de trabajo en la oficina que en la media hora extraordinaria que le “damos” a la empresa; en los cientos de palabras que decimos cada día, antes que las pocas palabras que acompañan a los regalos de San Valentín; en el esfuerzo que hacemos para no olvidar la última oración, antes que en las muchas plegarias que recitamos en los días fáciles del entusiasmo. El don protege su propia gratuidad con un dispositivo natural que le hace desaparecer cuando queremos aislarlo para apropiárnoslo, aunque sea para “darlo”. Por eso, en los lugares donde se narra la vida verdadera no encontramos muchas palabras sobre el don. Dentro de la Biblia, el don está en la Alianza, en el shabbat, en las normas sobre la acogida del huésped y el extranjero y en muchas páginas proféticas. Está en la historia de José, el hermano vendido como esclavo que se convierte en don para los hermanos vendedores. Está en el buen samaritano, pero más aún está en Simón de Cirene, que tiene que llevar durante un rato una cruz que no es la suya. Es posible que los mayores dones sean los que damos y recibimos en los calvarios de la vida, cuando nos encontramos bajo cruces no elegidas y seguimos caminando mudos en compañía de los crucificados.Nuestra civilización habla mucho del don, pero lo conoce poco, porque lo ve donde no está y no lo ve donde realmente se encuentra. Conoce muy bien sus sucedáneos, sus juegos y sus falsificaciones. Con el fin de desactivar su naturaleza subversiva, radicalmente libre, lo contrapone al deber y lo separa de los contratos para así reducirlo a algo insignificante. Pero el don sólo puede vivir en la promiscuidad, mezclado con los precios y con la contabilidad, en las fábricas, en las plazas y en las salas de los juzgados. Si lo quitamos de estos lugares mestizos e impuros buscando la gratuidad pura, sencillamente lo matamos.
Más allá de este don están los regalos, que son otra realidad, unas veces importante y positiva y otras veces ambigua y peligrosa, pero siempre distinta del don-gratuidad. Una de las pobrezas de nuestro tiempo es confundir, en primer lugar, los regalos con los dones, y después reducir el don a regalo para hacer con él uno de los mayores negocios. En un momento determinado, en el alba de la modernidad, la civilización europea intuyó que el verdadero don era una experiencia demasiado subversiva y peligrosa para la política y la economía moderna. Prefirió los “Leviatanes” y las “manos invisibles, los contratos sin don. Así inventó la filantropía, los regalos de empresa, los descuentos, los patrocinios, las donaciones empresariales para curar a las víctimas que ellas mismas generan, las esponsorizaciones de las empresas del juego de azar, los hospitales para niños mutilados en las guerras financiados por los fabricantes de minas anti-persona.
El regalo-don genera un débito en quien lo recibe y lo acepta y un crédito en quien lo da. Podemos rechazar los regalos si no queremos convertirnos en deudores del donante, si no queremos crear en nosotros la obligación del reconocimiento y la devolución. Pero no todos (y no siempre) somos verdaderamente libres para rechazar los regalos que no queremos. Hay muchas personas pobres, frágiles y vulnerables, que no están en condiciones de rechazar los regalos de los poderosos y de los amos. Los súbditos no podían rechazar las regalías de los faraones, so pena de muerte. El pequeño comerciante, aislado y aterrorizado por la vida de sus hijos, no logra rechazar el regalo del boss que le dice: «Acéptalo; un día te diré cómo corresponder».
Pero, para entender la raíz profunda de la crítica de los profetas a los regalos, debemos excavar más y llegar a la veta profunda de la lucha contra la idolatría que explica muchas de las tesis de los profetas, que serían incomprensibles si nos quedáramos en la superficie. Isaías nos lo dice varias veces en su libro (1,23; 5,23; 45,13), y también lo vemos con gran claridad en otros pasajes cruciales de la Biblia: «El Señor, vuestro Dios (…) no hace acepción de personas ni admite regalos» (Deuteronomio 10,17).
El regalo (cuya raíz es rex/regis: regalos del/al rey) es un instrumento esencial de todo culto idolátrico, así como de las prácticas larvadamente idolátricas que se esconden en los sacrificios de nuestras religiones. No podemos entender la novedad del cristianismo si no nos tomamos muy en serio la polémica radical de Jesús de Nazaret contra los sacrificios. El regalo-don es un elemento intrínseco de la religión económica-retributiva, cuya crítica despiadada inició, no por casualidad, el libro de Isaías. En los cultos idolátricos, el ídolo es un gran acreedor de los hombres. Es titular de un crédito infinito, que sólo puede ser reducido con ofrendas y sacrificios, pero nunca cancelado. El ídolo siempre está hambriento. Es un voraz devorador de regalos que aplacan un poco su hambre y su ira siempre que el “don” tiene un valor suficientemente alto: la propia vida o la de los niños. Como sucede en todas las relaciones entre acreedores y deudores, cuando las deudas son demasiado grandes y no se pueden reembolsar, llega un día en que se desea la muerte del acreedor. A los ídolos se les da muerte casi siempre por el peso insostenible de la deuda con ellos. Así es como nuestra civilización decretó y ejecutó la “muerte de Dios”: primero hizo de él un ídolo, después sintió el peso de una deuda demasiado grande y finalmente mató al ídolo manufacturado pensando que mataba a Dios.
La Biblia no reduce a YHWH a un ídolo, para poder eliminar la deuda primordial e infinita de los hombres con la divinidad. Tal vez sea este su mayor don. La creación no genera ninguna deuda en las creaturas, porque fue y sigue siendo sola y totalmente excedencia de amor.
Pero ninguna fe puede proteger a Dios de convertirse en el gran deudor de los hombres. Ni siquiera el Dios bíblico, que es distinto, puede rechazar nuestros regalos. Está allí, impotente, “obligado” a aceptar todas nuestras ofrendas y sacrificios. En esta imposibilidad de rechazo es más débil que nosotros. No puede impedir nuestros créditos con él por los regalos que le hacemos. Es una deuda no exigible, pero – como ocurre con nuestra deuda pública – eficaz en la historia, porque la idea de Dios condiciona nuestras normas sociales, nuestro sentido de la justicia y nuestra cultura de la pobreza. A pesar de Job, de Isaías y de Jesucristo, sigue habiendo una fuerte tendencia-tentación a considerar al pobre como deudor y por tanto culpable, y a nosotros como inmunes ante el deber de fraternidad para con ellos. El capitalismo financiero exacerba hoy esta cultura.
Ninguna religión, ninguna sociedad, es indiferente a la idea que los hombres se forman de Dios. Demasiados pobres han permanecido esclavos toda la vida, alimentando la esperanza vana en un dios que les liberaría gracias a sus sacrificios. Y demasiados poderosos se han auto-proclamado funcionarios de estos dioses, recaudadores de intereses sobre préstamos creados con el único fin de mantener a sus deudores en la esclavitud. La historia es una continua lucha entre los que inventan deudas y créditos para aprisionarnos y los que quieren cancelarlos para liberarnos. Los profetas se encuentran entre los que liberan y condonan las deudas de los hombres y, antes aún, de Dios. Son hombres y mujeres que rechazan nuestros regalos por cuenta de Dios, que no puede rechazarlos, y así lo dejan fuera del infame comercio de las finanzas morales. Los profetas son los guardianes de la puerta del templo que intentan impedirnos que entremos con metales en nuestros bolsos. Lo hacen con la fuerza frágil de su palabra, sabiendo que no serán escuchados y que eludiremos sus controles, Pero también saben que, al proteger a YHWH de nuestros regalos, están generando una esperanza no vana en “aquel día” cuando los pobres, finalmente liberados y libres, podrán sacudirse las manos: «Felicidad eterna sobre sus cabezas. Regocijo y alegría les acompañarán. Adiós penas y suspiros» (Isaías 35,10).
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 16/10/2016
«En todas las sociedades, obligar es la naturaleza peculiar del don»
Marcel Mauss, Ensayo sobre el don.
La función más valiosa de los profetas no es denunciar el mal que se presenta como mal, sino desenmascarar los vicios que hay dentro de lo que llamamos virtudes. Es fácil entender a Isaías y solidarizarse con él cuando critica la injusticia y los delitos de los poderosos. Es mucho más difícil entenderle y amarle cuando critica los dones. Y si en su tiempo era difícil, más aún lo es en el nuestro, cuando sacrificamos los dones por el negocio de los regalos: «¿Quién de nosotros habitará un fuego devorador, quién de nosotros habitará una hoguera perpetua? El que procede con justicia y habla con rectitud; el que rehúsa ganancias fraudulentas, y se sacude las manos para que no retengan regalos» (Isaías 33,14-15)
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 09/10/2016
«La inspiración. No es fácil explicar a los demás algo que ni siquiera se comprende bien. Yo misma he evadido el asunto cuando me lo han preguntado. Y contesto lo siguiente: la inspiración no es privilegio exclusivo de los poetas ni de los artistas en general. Hay, hubo y siempre habrá un número de personas en quienes de vez en cuando se despierta la inspiración.»
Wislawa Szymborska, Discurso de recepción del premio Nobel, 1996
Todos los pueblos, comunidades y personas hemos sentido alguna vez la tentación, fuerte y radical, de soñar que la salvación vendría de los poderosos, de los faraones, de los imperios. Sobre todo cuando en nosotros crece la angustia, nos ronda el desaliento y la inminente desesperación proyecta su larga sombra sobre nuestros días. Entonces empezamos a preferir la noche, con tal de no ver esa sombra amenazadora. Entonces se presenta con insistencia la tentación de buscar algún poderoso a quien mendigar la salvación.
[fulltext] =>Y se hace realidad la desilusión que intuimos cuando pedíamos desesperados una última ayuda pero elegimos la ilusión para vivir un poco más. Como el amigo que está dispuesto a vaciar su cuenta corriente por la ilusión de que el último tratamiento experimental extra-protocolario le pueda salvar. Bienaventurado el que tenga al menos un amigo que le salve de estas ilusiones y le dé su fraternidad como único viático verdadero. Los profetas son esos amigos que pueden salvarnos de estas grandes ilusiones. Aunque no les escuchemos, porque los jefes, el pueblo y nosotros mismos seguimos prefiriendo las ilusiones a la verdad: «¡Ay, los que bajan a Egipto por ayuda! En la caballería se apoyan, y fían en los carros porque abundan y en los jinetes porque son muchos; mas no confían en el Santo de Israel» (Isaías 31,1).
El primer don que reciben aquellos que creen en la promesa bíblica es la protección contra la ilusión de confiar su propia salvación a los imperios. La gran enseñanza de los profetas consiste en aprender a decir “tú no eres Dios” a los grandes de la tierra y a los poderosos de nuestras comunidades y empresas. Una enseñanza muy necesaria para nuestro tiempo, cuando la expulsión de Dios ha producido una invasión de “pretendientes” que compiten entre sí para ocupar su puesto. Cada vez que se elimina a Dios, se genera una multitud de falsos dioses, que no ven el momento de decretar su muerte con el único fin de ocupar su lugar. Prefieren un pequeño y pobre paraíso artificial antes que el verdadero, con tal de poder parecerse un poco a ese Dios al que tanto dicen odiar. No se entiende el significado de la desobediencia del Génesis (cap. 3) si no se toma en serio la expresión “seréis como Dios”. Los profetas son la antítesis de la serpiente, porque no nos engañan prometiéndonos la divinidad sino que nos dan el antídoto para el veneno de la falsa promesa. La serpiente es imagen de toda falsa profecía. Por eso el principio profético es también mariano, y viceversa. A pesar de que casi todos los profetas bíblicos eran varones, existe una profunda sintonía carismática entre profecía y genio femenino: la palabra engendra vida, ve y anuncia que nacerán niños, llora, consuela. Cuando en las comunidades falta la dimensión profética, la dimensión femenina desparece y la jerarquía se convierte en pura gestión del poder; la ley anula al espíritu.
Todavía no hemos dado suficiente importancia al espíritu (ruah) en la vocación y en la misión de los profetas. A ese “salto” entre psique e inspiración, entre el yo y su excedencia, muchas culturas lo han llamado espíritu y algunas le han atribuido origen divino. El cristianismo, en el culmen de la revelación bíblica, ha tenido una experiencia tan concreta de él que lo ha considerado Persona.
Los profetas son maestros y expertos en la acción del espíritu en el mundo. Lo conocen y saben que actúa en el universo cada día. Lo sienten activo y vivificante dentro de ellos, como huésped dulce del alma. El espíritu es la voz que les inspira, les guía, les llama, les anima y les consuela. Podrán incluso poner en duda la acción de YHWH en el mundo: si estará despierto o “dormido”, si se habrá enfadado y alejado de la tierra. Pero no pueden negar que están habitados por el espíritu, que es distinto de su inteligencia y su creatividad, no una producción suya. Es un fuego que arde con una leña que no está en ellos. Es una presencia completamente íntima pero completamente separada de su alma. La reconocen, la escuchan y la obedecen mientras sigan siendo profetas.
Algunos profetas han perdido la fe durante años o décadas, pero ningún profeta puede perder esa relación con el espíritu que le habita, porque es parte de su naturaleza y de su vocación. Es posible que olvide su nombre, que le pida en las noches del alma que deje de hablarle interiormente, pero no puede nunca dudar de su existencia. Puede convertirse en ciego de Dios, dejar de verle durante mucho tiempo, pero no puede hacerse sordo al espíritu. El espíritu es quien salva la fe del profeta. Con el tiempo, el primer encuentro con la voz exterior se hace lejano, distante y tiende a evaporarse. En cambio el espíritu crece y lo alimenta. Cuando un profeta recibe la vocación, pasa a la parte de YHWH, es asociado a Él. Ya no le ve de frente, porque está a su lado, dentro de él. Para entender la profecía hay que entrar en el gran misterio de aquel que habla en nombre de una voz que no ve pero le guía por dentro. Los profetas bíblicos saben (o así lo esperan) que quien les habla en el alma es el espíritu de YHWH. Pero en el mundo siempre ha habido otros profetas verdaderos que daban otros nombres a esa voz, muchas veces sin saber que eran amigos de Isaías. Son conscientes de que una voz les habita y, si son honestos, saben también que esa voz que les habla y les llama interiormente es distinta de ellos.
La función de los profetas acaba cuando dejan de sentir esa presencia interior, cuando el espíritu les deja, cuando ya no les habla ni les hace hablar (pensemos en Jeremías). Puede pasar mucho tiempo sin que recuerden el rostro de la primera voz, pero no pueden seguir siendo profetas ni un minuto más cuando la voz interior se apaga. Sólo así termina su canto, cuando sienten que su tarea ha concluido y que no son dueños de una voz que era completa gratuidad.
Los profetas hablan poco del espíritu, del que su intimidad es tabernáculo secreto. Pero cuando logran poner palabras a ese habitante de su corazón, nos regalan los versos más hermosos: «Al fin será derramado sobre nosotros un espíritu de lo alto. La estepa se convertirá en vergel, y el vergel será considerado como selva. Reposará en la estepa la equidad, y la justicia morará en el vergel; el producto de la justicia será la paz, el fruto de la equidad, una seguridad perpetua.» (32,15-17). Cuando el soplo del espíritu, que el profeta ha recibido interiormente como dote de su vocación, se convierta en respiración del pueblo, cuando el espíritu no sea sólo la voz del corazón de unos pocos sino que descienda de lo alto y llene la tierra, entonces la justicia, la libertad, la felicidad y la paz serán la condición estable de la humanidad y de la creación entera. Ese día todavía está muy lejos, pero la experiencia interior del profeta es garantía de que ese día de bienaventuranza cósmica llegará: «Dichosos vosotros, que sembraréis a la orilla de todos los ríos y dejaréis sueltos el buey y el asno» (32,20).
Una bienaventuranza que abarca el trabajo humano y la relación con los animales. Isaías, dando voz al alma bíblica más profunda, es consciente de que la subordinación de los animales a nuestros yugos es una condición imperfecta, debida a la dureza de la tierra, del trabajo y del corazón de los hombres. Los campos fecundados por la generosidad del limo del Nilo y de los grandes ríos de Babilonia son poco frecuentes. En todos los demás, el trigo llega del sudor de la frente, del trabajo de los esclavos, del sometimiento de los animales. En los campos fuera del Edén, el fruto de la tierra no nace, por lo general, de la amistad activa y de la reciprocidad espontánea entre el Adam, el suelo y los animales. La vocación del onagro que corre libre por los montes no es la de convertirse en un asno, instrumento de producción. El yugo no es ni puede ser la primera o la única vida del buey. Ambos no están en el mundo sólo para servirnos. Tienen valor por sí mismos. Son un fruto bueno de la creación, venido a la tierra antes que nosotros, para hacer compañía a su creador. Ninguna criatura tiene dignidad solamente en función del hombre. Las espaldas curvadas y rotas por el trabajo, sobre todo las de los esclavos que eximen a sus dueños del cansancio, no pueden ser el destino de la tierra. Este es el gran mensaje del Shabbat, que no es un oasis de libertad en un mundo de hombres y de animales esclavos, sino más bien signo y profecía de nuestra vocación más verdadera. Isaías lo sabe, nos lo dice, nos lo recuerda y nos invita a edificar días que estén cada vez más cerca de su Sábado. Hoy disponemos de toda la tecnología y de todos los recursos necesarios para enderezar la espalda de los trabajadores, para liberar a los esclavos, para dejar en “libertad a los bueyes y a los asnos”. Pero las espaldas siguen rotas, los esclavos aumentan y los animales siguen explotados o, error no menos grave, idolatrados. En lugar de liberarnos de las antiguas servidumbres, la tecnología amenaza con la sumisión bajo máquinas cada vez más dueñas de nuestra alma, de nuestro tiempo y de nuestras relaciones, devoradoras de nuestro silencio. Y desde el corazón de nuestros días, la Biblia sigue recordándonos que “al principio no era así” y que, por consiguiente, “llegará un día” en que no será así. Los profetas están seguros de ello. Nosotros podemos al menos esperar, en la espera activa de aquel día en que el “espíritu descienda de lo alto”. Y en el tiempo que va desde “nuestro día” a “aquel día” podemos reconocer la voz del espíritu en boca de los profetas.
Isaías comenzó su libro contraponiendo la rebelión y la desobediencia del pueblo a la docilidad y a la mansedumbre del buey y del asno («conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo» 1,3). Todo su libro está poblado de animales. Son protagonistas de sus versos más bellos. Ahora, después de la lamentación por las ciudades destruidas, del apocalipsis, de los cantos del centinela y la piedra desechada, he aquí que estos dos animales vuelven a la escena. Dos animales dóciles que la tradición cristiana ha querido poner como compañeros de la noche más hermosa de la historia, pero sin atarlos a un yugo, sin poner una carga sobre sus lomos. Nos los presenta en reposo, en un pesebre, ofreciendo con su respiración un cálido aliento (ruah) a un niño recién nacido y a su madre. En aquella cueva estaba toda la Biblia; estaba Isaías con su promesa de un día nuevo, de un trabajo nuevo, de una relación nueva con la creación, al fin fraterna. Laudato sii.
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Los profetas combaten contra esta ilusión. Y nos ayudan a entender qué es el espíritu en el mundo, la más fuerte experiencia de gratuidad posible en la tierra. Y después nos anuncian un mundo de fraternidad cósmica, más allá de todas las esclavitudes de hombres y animales. 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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 09/10/2016
«La inspiración. No es fácil explicar a los demás algo que ni siquiera se comprende bien. Yo misma he evadido el asunto cuando me lo han preguntado. Y contesto lo siguiente: la inspiración no es privilegio exclusivo de los poetas ni de los artistas en general. Hay, hubo y siempre habrá un número de personas en quienes de vez en cuando se despierta la inspiración.»
Wislawa Szymborska, Discurso de recepción del premio Nobel, 1996
Todos los pueblos, comunidades y personas hemos sentido alguna vez la tentación, fuerte y radical, de soñar que la salvación vendría de los poderosos, de los faraones, de los imperios. Sobre todo cuando en nosotros crece la angustia, nos ronda el desaliento y la inminente desesperación proyecta su larga sombra sobre nuestros días. Entonces empezamos a preferir la noche, con tal de no ver esa sombra amenazadora. Entonces se presenta con insistencia la tentación de buscar algún poderoso a quien mendigar la salvación.
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