El árbol de la vida – El valor del hombre, la dignidad de cada mujer
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 22/06/2014
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"El viaje continuó hasta Efratá, al lugar donde está enterrada Raquel. José se arrojó sobre la tumba de su madre transido de dolor: ‘Madre, madre, tú que me engendraste, levántate, vuelve a la vida y verás a tu desventurado hijo, abandonado y vendido como esclavo … Despierta del sueño, madre mía, cuida de mi padre, que hoy está conmigo en alma y corazón; quédate a su lado y confórtale’” (Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos).
La palabra beneficio (bèça‘) hace su aparición en la Biblia en referencia a la venta de un hermano: “¿Qué beneficio obtendremos de asesinar a nuestro hermano?” (37,26). Los hermanos hicieron caso a Judá y después de haberlo arrojado a un pozo, “vendieron a José por veinte piezas de plata” (37, 28) a unos mercaderes que iban de paso.
Ese era el precio de un esclavo o de un par de sandalias, veinte veces menos que el precio que pagó Abraham a los hititas por la tumba de Sara. José, el hermano menor, fue vendido como esclavo a los ismaelitas, que eran descendientes del hijo de Araham y Agar, rechazado por Sara y expulsado también él al desierto. El dinero y el beneficio aparecen íntimamente relacionados con la muerte. Entran en escena como un medio para evitarla, pero en realidad no se apartan mucho de ella. Las grandes civilizaciones sabían muy bien que el terreno del beneficio limita por un lado con el del amor y la vida pero por el otro con el de la muerte y el pecado, y que los mojones que señalan su límite pueden moverse y traspasarse con frecuencia en ambas direcciones. Nuestra civilización es la primera que, en su conjunto, ha olvidado la existencia de la frontera izquierda de la tierra del beneficio, olvidando con ello que “el salario del justo es para vivir, la renta del malo es para pecar” (Proverbios, 10,16). Hoy, como ayer, existen mercaderes que compran y venden sólo “almáciga, sandáraca y ládano” (37,25); pero hay otros, mezclados con los primeros en las mismas plazas, que, además de cosas, compran y venden ‘hermanos’ por veinte siclos o menos.
Después de que la caravana de mercaderes de cosas y de muchachos reemprendió la marcha en dirección a Egipto, los hermanos “tomaron la túnica de José, y degollando un cabrito, tiñeron la túnica en sangre, y enviaron la túnica de manga larga, haciéndola llegar hasta su padre … El la examinó y dijo: ‘¡Es la túnica de mi hijo! ¡Algún animal feroz le ha devorado! ¡José ha sido despedazado!” (37,31-33). Estamos dentro de uno de los pasajes más intensos del Génesis: “Jacob desgarró su vestido, se echó un sayal a la cintura e hizo duelo por su hijo durante muchos días. … Y decía: ‘voy a bajar en duelo al seol donde mi hijo’” (37,31-35). Son versículos de una gran belleza y de una inmensa humanidad, que convierten en eterno y sagrado ese dolor paterno, para el cual (a diferencia de la orfandad y la viudedad) no existe una palabra específica, tal vez porque es impronunciable. El paraíso debe existir, aunque solo sea para hacer justicia a estos dolores sin nombre y para que la ropa larga y de colores de los hijos vuelva a ser inmaculada.
Después, Judá “se separó de sus hermanos” (38,1), y quizá para alejarse de aquella túnica y de aquella sangre, se adentró en la tierra de los cananeos, donde se convirtió en protagonista, con su nuera Tamar, de una de las historias más bellas del Génesis. La cananea Tamar se había quedado viuda después de haberse casado con Er, el primogénito de Judá. Debido a la llamada ley del levirato, Judá le pide a su segundo hijo Onán que le de descendencia a Tamar. Pero también Onán muere, tras negarse a cumplir con su deber hacia Tamar (38,6-9). Entonces Judá empieza a pensar si no será Tamar la causa de la muerte de sus dos hijos (38,11). Era corriente en muchas culturas antiguas, y todavía hoy lo sigue siendo en algunas zonas de la India o de Africa, creer que las viudas traían infortunios y maldiciones y por eso eran despreciadas y maltratadas. Y le dice: “Quédate como viuda en casa de tu padre hasta que crezca mi hijo Selá” (38,11). Pasa el tiempo y Selá se hace mayor, pero Judá no mantiene su palabra y no respeta la ley del levirato, por lo que Tamar sigue sola y sin hijos. Entonces llega el golpe de escena. Tamar se entera de que Judá está de paso por sus tierras, lejos de su tribu. Se quita las ropas de viuda (38,14), se cubre con un velo para no ser reconocida por su suegro y le espera en una encrucijada del camino. Judá, al verla, “la tomó por una prostituta” (38,15), y como precio promete a Tamar enviarle un cabrito. Pero la nuera, antes de entregarse a Judá, quiere una prenda: “Tu sello, tu cordón y el bastón que tienes en la mano” (38,18), las ‘señas de identidad’ de los señores de aquellos lugares. Tamar se queda embarazada. Y cuando Judá tres meses después se entera de que su nuera espera un niño (aunque después en realidad serán dos gemelos: Peres y Zéraj: 38,29-30), la condena a muerte. Mientras la llevan a la hoguera, Tamar culmina su plan: “Del hombre a quien esto [el sello, el cordón y el bastón] pertenece estoy encinta” (38,25). “Judá lo reconoció y dijo: ‘Ella tiene más razón que yo, porque la verdad es que no la he dado por mujer a mi hijo Selá’” (38,26). Con este último acto de responsabilidad, Judá se redime también a sí mismo. Habría podido utilizar su poder de hombre y de jefe del clan para desdecir a Tamar, una mujer indefensa. Pero no lo hizo y, al menos en este acto, fue un hombre justo.
Así termina la historia de Tamar. Esta conclusión nos dice claramente de parte de quién está el Génesis: de parte de Tamar, que se nos presenta como una figura positiva y justa (“Ella tiene más razón que yo”), con rasgos parecidos a las grandes figuras femeninas de la Biblia (Judit, Rut). Y si dejamos en suspenso la lectura moralista de estos episodios (algo que debemos hacer siempre, si es que esperamos poseer algo de ‘inteligencia de las escrituras’), en la historia de Tamar descubriremos muchos mensajes de vida. En primer lugar, el Génesis, al reprobar a Judá y alabar a Tamar, nos recuerda que existe tanto una prudencia equivocada como una transgresión salvadora. Por miedo a la posible muerte del tercer hijo (“que no muera también él, lo mismo que sus hermanos”: 38,11), Judá no se pone al servicio de la vida y niega la descendencia a su nuera y a su familia. Esta prudencia tan poco arriesgada muchas veces es enemiga de la vida y del futuro, no es una virtud sino un vicio, un pecado. En la historia de Judá y Tamar regresa con fuerza un contrapunto que acompaña a todo el concierto bíblico: la predilección y el rescate de los últimos. Solo juntando la ‘voz’ de los patriarcas, los reyes y la Ley, con la de los humildes ensalzados, la Biblia puede resonar con toda su belleza y salvación. La lectura más provechosa y verdadera de la Palabra de Dios es la que nos hace volver del revés el orden y la jerarquía de nuestro tiempo humano, la que ensalza a los humildes y humilla a los poderosos, la que sacude y echa por tierra nuestras hondas convicciones éticas sobre lo que es la moralidad, el pecado, la culpa y la inocencia. Una Biblia sin la presencia de la humanidad herida e incluso pecadora, sería un libro que no produciría ningún provecho a los hombres y mujeres de verdad.
Pero en este episodio del Génesis podemos encontrar, escondido aunque no invisible, otro mensaje adicional, dirigido sobre todo a los varones y a los poderosos: ‘las mujeres que buscáis en las ‘encrucijadas de los caminos’ y que, como Judá, ‘tomáis por prostitutas’, pueden ser personas de vuestra casa. Y lo son realmente. Vosotros no las reconocéis, las consideráis extrañas y sin cara, pero Elohim ve más allá del velo y llegará el día de justicia en que tendréis que dar cuentas de los ‘sellos’ que habéis dejado como prenda ante ellas.
Debemos dar las gracias al autor de estos relatos y a todos aquellos que los han guardado durante milenios, pagando un alto precio, por haber tenido el valor de contarnos toda la humanidad desnuda y herida, sin censuras ni pudores. Y si toda la humanidad es don, entonces todo ser humano puede encontrar en estos textos un camino de redención y salvación, ayer, hoy y siempre.
Sólo si entramos en esta lógica ‘contrapuesta’, podremos evitar el asombro al leer en la genealogía de Jesús de Nazaret: “Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá y a sus hermanos, Judá engendró de Tamar a Peres y a Zéraj” (Mateo 1,2). Sí, entre Abraham y Jesús están Tamar y Judá.
En aquella encrucijada cerca de la fuente, Tamar no se encontró sólo con su suegro. Ella no lo sabia, pero la verdadera cita en aquel camino era otra: la que ha quedado encastrada para siempre, como una perla rara, en la gran historia de la salvación.
No hay que vender a un hermano a los mercaderes por veinte monedas, ni hay que enviarle al padre la larga y coloreada túnica del hijo teñida en la sangre de un cabrito, como tampoco hay que humillar ni abandonar a una nuera-viuda. Pero mientras haya personas que sigan cometiendo esos delitos y engendrando víctimas, en el mundo habrá al menos un ‘lugar’ (la Biblia) en el que poder reconocerse y sentirse acompañados, amados, consolados, tomados de la mano y levantados, incluso en las situaciones más dramáticas y oscuras de la existencia propia y ajena. Y después encontrar la fuerza para volver a ponerse en camino, para no morir ni dejar morir, para esperar de verdad en una tierra prometida, en una resurrección, en el paraíso de Abel, Ismael, Agar, Dina, José y Tamar.
“José fue bajado a Egipto, y Putifar … lo compró a los ismaelitas” (39,1).
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