stdClass Object ( [id] => 17121 [title] => El canto que no puede acabar [alias] => el-canto-que-no-puede-acabar [introtext] =>Un hombre llamado Job/17 – En el poema de la vida, la primera hora y la última siempre son un regalo
de Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 05/07/2015
En Job quien canta soy yo. El hombre que existe o, si se quiere, el hombre a secas, puede mirar a través de este libro, que es el más suyo de todos, para ver la luz que va buscando. Porque, después de Job, el hombre no ha dicho nada nuevo acerca del problema de nuestra vida.
David Maria Turoldo, Desde una casa de barro – Job
Había una vez un hombre justo llamado Job, que tenía muchos bienes, hijas e hijos. Se sentía bendecido por Dios y por los hombres. Cierto día, una terrible desagracia se abatió sobre él y su familia, y aquel hombre aceptó con paciencia su desdichado destino: “Desnudo vine al mundo y desnudo saldré de él”. Los amigos y parientes, al saber de su desgracia y conociendo su justicia, se acercaron a él para hacer luto, consolarle y ayudarle. Al final, Dios mismo intervino en su favor y le dio el doble de lo que había perdido, porque durante la prueba Job demostró su rectitud y su fidelidad.
[fulltext] =>Así, o de una forma parecida, debía sonar la primitiva leyenda de Job, conocida desde antiguo en el Cercano Oriente y en la tierra de Israel. El autor del libro de Job tomó esta historia como punto de partida. Conservó esos materiales y con ellos escribió el Prólogo (capítulos 1 y 2) y el Epílogo: «YHWH restauró la situación de Job … y aumentó al doble todos los bienes de Job. (…) Llegó a poseer catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y mil asnas. Tuvo además siete hijos y tres hijas. A la primera le puso el nombre de “Paloma”, a la segunda el de “Canela” y a la tercera el de “Frasco de perfumes”. No había en todo el país mujeres tan bonitas como las hijas de Job» (42,10-15).
Pero, cuando el autor se puso a componer su poema, aquella antigua leyenda se convirtió en otra cosa muy distinta. Nacieron los maravillosos cantos de Job, los diálogos con los amigos y posiblemente las palabras de Elihú y de Dios. Y se encontró con que su obra conservaba muy poco de la fascinante leyenda original. Job no se muestra paciente en absoluto, protesta y grita contra Dios y contra la vida. Los amigos, en lugar de consolar, injurian y actúan como abogados de un Dios irrelevante. El mismo Dios, cuando por fin aparece en escena, es decepcionante, no viene a consolar a Job ni a responder a sus preguntas. La antigua leyenda se convirtió en el contenedor de una verdadera revolución teológica y antropológica y de una auténtica obra maestra de la literatura.
Al llegar al final del libro, al Epílogo, leemos con asombro: «Después de hablar a Job de esta manera, YHWH dijo a Elifaz de Temán: “Mi ira se ha encendido contra ti y contra tus dos amigos, porque no habéis hablado con verdad de mí, como mi siervo Job”». (42,7-8). Aquí Dios se convierte en juez entre Job y sus “amigos”. Job gana un proceso que no había pedido ni deseado (él quería procesar a Elohim, no a los amigos). Y así, de repente, Job pasa de ser reprendido y silenciado por el Dios omnipotente a ser “su siervo”, el único que dice las cosas “con verdad”. No hay ninguna alusión a la maldad de Job, a su rebelión, a la apuesta con el Satán.
Es evidente que nos encontramos ante materiales procedentes de tradiciones distintas, pero también en esta última ocasión debemos intentar una interpretación. Ciertamente podríamos resolver fácilmente el problema diciendo que el Epílogo ha sido añadido por un redactor final tardío, probablemente el mismo que añadió el Prólogo. Son muchos, en efecto, los expertos que proponen esta solución. Pero no todos. Algunos piensan que el mismo autor del gran poema de Job quiso dejar los materiales de la antigua leyenda, al igual que hicieron los constructores de las primeras iglesias cristianas, que utilizaban las piedras y las columnas de templos romanos y griegos preexistentes, e incluso a veces respetaban su perímetro. El autor antiguo nos ha legado así magníficas columnas y maravillosos capiteles incrustados en su catedral. Pero esos materiales antiguos, además de su belleza, dejaron en herencia algún vínculo arquitectónico y estilístico más.
Aquellos que escriben a partir de otras historias recibidas como un don (todo escritor lo hace, aunque sólo sea por los cuentos y poesías de los que se ha nutrido: toda palabra escrita es antes palabra recibida), saben que, para que ese don fructifique, hay que respetarlo. No pueden usarlo simplemente para su construcción sin obedecer al “espíritu” que el relato ha dejado grabado en el don mismo. Están llamados a un continuo y esencial ejercicio de verdad y gratuidad, no con ánimo de lucro, sino para servir al daimon que les habita y en ellos habita la tierra. Todas las historias, incluso las más grandes, nacen sobre pilares erigidos por otros.
«Después de esto, vivió Job todavía ciento cuarenta años, y vio a sus hijos y a los hijos de sus hijos, cuatro generaciones. Después Job murió anciano y colmado de días» (42,16-17). Este es el último verso del Libro de Job. Las historias tienen una profunda y casi invencible necesidad de un final feliz. Está radicalmente radicado en nosotros y en el mundo el anhelo de justicia y el deseo de ver que, al final, el bien triunfa y los humildes son ensalzados. No nos gusta que los dramas y los cuentos acaben con los “porqués” del penúltimo capítulo.
Pero sabemos que los Job de la historia no mueren como los patriarcas, “ancianos y colmados de días”. Los Job de la vida real mueren demasiado pronto, muchas veces sin llegar siquiera a adultos. Nadie les devuelve los bienes ni los hijos (entre otras cosas, porque ningún hijo puede ser sustituido por el don de otro hijo). Pierden la salud para siempre. Sus heridas no se curan. La razón está de parte de los poderosos. Dios no responde. Su desgracia no termina y su grito no se apaga. Sabemos radicalmente que los hijos y los bienes que la vida nos da no son para siempre, que la buena salud antes o después se acaba, y que, si tenemos el don de mirar a la cara al ángel de la muerte, lo más probable es que expiremos con un “¿por qué?”, que se suaviza si se pronuncia junto a un “amén” y un “gracias”, pero no desaparece.
Mientras leemos este Epílogo, que nos ha llegado como el regalo de una antigua perla, no debemos olvidar el canto de Job y, gracias a él, el canto-grito de muchos que no conocen ni encontrarían ayuda en el último capítulo del libro, que nos devuelve a la teología retributiva de los “amigos”. No terminemos la lectura del libro en el capítulo 42. Volvamos atrás, a la oración a la tierra («Tierra, no cubras tú mi sangre, y no quede en secreto mi clamor»: 16,18), a la querella de Job contra Dios («Todavía está en los cielos mi testigo […] él juzgará entre un hombre y Dios, como entre un mortal y otro mortal»: 16,19-21), a sus protestas desesperadas («Grito hacia ti y tú no me respondes, insisto y no me haces caso»: 30,20). Estas son las palabras con las que podemos y debemos rezar todos, incluidos los que sólo rezan pidiendo que el cielo no esté vacío. El Job amigo de los hombres, solidario con todas las criaturas y con todas las víctimas, es el que se detiene un paso antes del Epílogo. Este es el camino de la verdadera solidaridad humana, que empieza en la desdicha y acaba con la desdicha, y se sorprende, junto al desdichado, al llegar al paraíso, en la tierra o en el cielo. El del paraíso siempre es un capítulo recibido como don. Ningún libro puede escribirlo para nosotros, ni siquiera los inmensos libros de la Biblia. Si ya estuviera escrito, seguiríamos dentro del libro y no habríamos entrado aún en el misterio de nuestra propia vida, que es vida precisamente porque los últimos capítulos sólo pueden ser los penúltimos.
Pero es posible encontrar otro mensaje escondido dentro de este Epílogo que nos ha llegado como un don. Nosotros no somos los escritores de nuestro final. Nosotros no somos los creadores de las albas y los ocasos más hermosos de nuestra vida. Si fueran creación nuestra, no nos sorprenderían, no serían maravillosos, como el primer enamoramiento o la última mirada de la esposa. Como en los cuentos más bellos, el verdadero final es el que no está escrito, el que cada lector tiene el derecho y el deber de escribir (las novelas eternas son in-finitas). También nosotros venimos al mundo dentro de un horizonte que nos acoge y modela el paisaje en el que vamos a vivir. Nosotros escribimos el poema de nuestra vida, pero el prólogo y el epílogo nos vienen dados. La obra maestra surge cuando somos capaces de inscribir nuestro canto dentro de una sinfonía más antigua y más grande. Podemos y debemos escribir las horas de nuestra jornada, pero la primera y la última son un don. Tal vez por eso sean las más verdaderas.
Ha sido difícil empezar con Job, y ahora es aún más difícil dejarlo. Nos gustaría seguir. El paisaje que se contempla desde la cima a la que nos ha conducido, llevándonos de la mano por el camino, es espléndido. Gracias, antiguo autor sin nombre. Gracias por todo tu libro. Pero sobre todo gracias por Job. El comentario del Génesis fue una aventura grande del corazón y del espíritu. El Éxodo fue el descubrimiento de la fuerza de la voz de YHWH y los profetas, que no son falsos profetas si liberan a los esclavos y a los pobres. Pero Job ha sido el descubrimiento más inesperado, el don más grande que he recibido desde que escribo. Gracias a los que me han seguido durante todo el camino o durante un trecho. Muchos de los comentarios que he recibido han entrado en la reflexión, muchas palabras se han convertido en mis palabras. Sólo es posible hablar de estos grandes textos juntos, cantándolos a coro.
Había una vez un hombre llamado Job. Pero el Dios que Job buscaba, esperaba y amaba no vino. Hoy siguen muriendo inocentes, siguen sufriendo niños, el dolor de los pobres es el más grande que conoce la tierra. Job nos enseña que, si hay un Dios de la vida, debe ser el Dios del todavía-no, que puede llegar en cualquier momento, cuando menos lo esperemos, y dejarnos sin aliento. ¡Ven!
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Tras dos domingos de descanso, necesario después de cruzar el ‘continente Job’, el 26 de Julio retomaremos nuestros diálogos, gracias al director Marco Tarquinio, que sigue creyendo en esta insólita “página tres” del Avvenire de los domingos. (Luigino Bruni)
Y gracias a Luigino Bruni, economista y escritor, que sigue creyendo, como nosotros, que es posible entender, amar y salvar el duro y espléndido tiempo que nos toca vivir, encontrando en profundidad la Palabra que nos ha pronunciado y que sigue diciéndose y diciéndonos por amor. (Marco Tarquinio)
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de Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 05/07/2015
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David Maria Turoldo, Desde una casa de barro – Job
Había una vez un hombre justo llamado Job, que tenía muchos bienes, hijas e hijos. Se sentía bendecido por Dios y por los hombres. Cierto día, una terrible desagracia se abatió sobre él y su familia, y aquel hombre aceptó con paciencia su desdichado destino: “Desnudo vine al mundo y desnudo saldré de él”. Los amigos y parientes, al saber de su desgracia y conociendo su justicia, se acercaron a él para hacer luto, consolarle y ayudarle. Al final, Dios mismo intervino en su favor y le dio el doble de lo que había perdido, porque durante la prueba Job demostró su rectitud y su fidelidad.
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de Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 28/06/2015
He regresado a Job, porque no puedo vivir sin él, porque siento que mi tiempo, como todo tiempo, es el de Job; y que, cuando eso no se advierte, es sólo por inconsciencia o ilusión.
David Maria Turoldo, De una casa de fango – Job
No es infrecuente que los pobres se vean privados incluso de la dignidad de preguntarse acerca del porqué de su pobreza. Les convencemos de que el error no está en nuestra falta de respuesta sino en sus preguntas incorrectas, impertinentes, soberbias y pecaminosas. La ideología de la clase dominante trata de persuadir a las víctimas de que pedir razón de su propia miseria y de la riqueza de otros es algo ilícito, inmoral y quizá incluso irreligioso.
[fulltext] =>Cuando los pobres, o aquellos que les prestan su voz, dejan de plantearse a sí mismos, a los demás y a Dios, las preguntas más verdaderas y radicales que nacen de su condición objetiva y concreta, para quedarse callados o formular otras preguntas más amables e inocuas, su esclavitud comienza a ser irreversible. Para mantener la esperanza de poder liberar a otros o a nosotros mismos de alguna trampa de pobreza material, moral, relacional o espiritual, es necesario que sigamos preguntándonos ‘¿por qué?’.
Una vez que Elohim, desde el interior de la tempestad, ha descrito magníficamente los animales y monstruos marinos y ha hecho enmudecer a Job con el espectáculo de su omnisciencia y omnipotencia, “Job respondió a YHWH: «Sé que eres todopoderoso: ningún proyecto te es irrealizable. Era yo el que empañaba tus planes con razones sin sentido. Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro»” (Job 42,1-4). ¿Cómo interpretar estas palabras? Dios no dice nada acerca del porqué del sufrimiento injusto de los inocentes, ni del bienestar de los malvados, que eran las verdaderas preguntas cuya respuesta esperaba Job durante su increíble proceso a Dios. Job buscaba una nueva justicia y Elohim le responde con un discurso abstracto, demasiado parecido al de los ‘amigos’ que le habían humillado y afligido en toda la primera parte del libro. Entonces, ¿cómo es posible que, al final de su infinita espera, Job sienta que la no-respuesta de Elohim satisface su hambre y su sed de justicia, e incluso admita haberse equivocado en las preguntas (“he hablado de grandezas que no entiendo”)? No, este Job no puede ser el mismo que hemos visto luchando como un león en su querella contra Dios. ¿Cómo y dónde podemos encontrar una coherencia entre el primer Job y el último?
De vez en cuando, en la vida de los escritores ocurre algo sublime: el personaje del libro se hace más grande que el autor que le da la vida. Se le va de las manos y comienza a vivir su propia vida. Crece hasta pronunciar palabras y descubrir verdades impensadas y desconocidas para el mismo autor. El autor se convierte así en alumno de su personaje. Este verdadero éxtasis se da en toda obra literaria auténtica. Cuando un escritor nunca ha tenido esta experiencia, sencillamente se ha quedado en la antecámara de la literatura. Los autores verdaderamente grandes producen obras maestras cuando se transcienden en sus personajes. Pero, para ello, el autor debe tener la fuerza espiritual de morir muchas veces para renacer cada vez de forma distinta, y de resistir largo tiempo sin ceder a la tentación de poseer y controlar a sus ‘criaturas’ impidiéndolas crecer en su libertad y en su diversidad. Estas experiencias literarias (y artísticas en general) hacen que la verdadera literatura y el arte no sean mera ficción sino el descubrimiento de la realidad más auténtica. En caso contrario, las novelas y los cuentos no serían más que proyecciones de sus autores, escritura de lo que ya existía. En cambio, gracias a esta capacidad de los autores de transcenderse (que es sobre todo charis, don), Edmundo Dantés, el padre Cristóforo, Zósimo, Pietro Spina y Katiuska Máslova son más reales y verdaderos que las personas que encontramos por la calle, y nos aman tanto o más que nuestros amigos, nuestras madres o nuestros hijos. Los escritores embellecen el mundo poblándolo de criaturas verdaderas y más grandes que ellos.
Creo que a aquel lejano y anónimo autor del libro de Job debió ocurrirle algo parecido. Y así nació la obra maestra tal vez más grande de toda la Biblia. Cuando comenzó su poema, el antiguo escritor de este libro (tal vez una comunidad de sabios, no podemos saberlo) no podía saber que Job llegaría a dirigirle a Dios y a la vida unas preguntas tan radicales y revolucionarias. Job crece enormemente a lo largo del drama y la grandeza moral de su grito llega a superar con creces la teología y la sabiduría de su autor. Tal vez el escritor, después de seguir a Job por las cimas de las montañas más altas y de hacerle decir cosas y plantear preguntas que él mismo no entendía ni nunca se hubiera atrevido a pensar ni a escribir, hizo la experiencia real de no tener ya a su disposición un Dios (una teología) capaz de dialogar de verdad con Job. En cambio, Elohim no crece durante el poema, entre otras cosas, porque Dios sólo puede crecer en esta tierra si crecen los hombres. Y así, cuando tuvo que darle por fin la palabra a Dios, sintió la enorme distancia entre un Job que había crecido durante todo el libro y un Dios que había permanecido inmutable. Por este motivo, es plausible y fascinante pensar (junto con algunos expertos) que la primera redacción del libro terminaba en el capítulo 31 (“Fin de las palabras de Job: 40b), sin Elihú y sin respuesta alguna de Elohim.
Pero podemos intentar atribuir al mismo autor estos últimos capítulos, difíciles e incómodos, aventurando otra interpretación, cuya clave de lectura se contiene en el Prólogo del libro (1-2), en la apuesta entre el Satán y Elohim acerca de la naturaleza de la justicia de Job. El libro se abre con el Satán retando a Dios a poner a prueba a Job para comprobar si era justo por interés o por puro amor gratuito hacia Dios, es decir, si ante la destrucción de todos sus bienes y de su propia piel dejaría de bendecir a Dios y le maldeciría.
Job comienza su prueba, resiste hasta el final aferrándose a una única esperanza: que Dios comparezca en el banquillo de los acusados. Al final de su cántico y de su prueba, Dios entra en escena. Pero no se sienta en la sala del tribunal, no responde a las preguntas de Job y le hace enmudecer con su omnipotencia.
Tal vez sea este el momento crucial de la prueba de Job. En nombre de su esperado Dios-del-todavía-no, que no comparece, Job podría haber condenado y maldecido al Dios que ha venido. Y con ello el Satán habría ganado el desafío. Sin embargo Job, a pesar de no encontrar al Dios que esperaba, sigue bendiciendo a Elohim: “Escucha, deja que yo hable; voy a interrogarte y tú me instruirás. Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento en el polvo y la ceniza” (42,5-6).
Job supera la última tentación y Dios gana su apuesta contra el Satán. Job no maldice al Dios que no responde a sus preguntas y se muestra incapaz de tomarse verdaderamente en serio los porqués más difíciles y más verdaderos del hombre y de los pobres inocentes. Por fin, Job ‘ve’ a Dios, pero en realidad vuelve a ver al Dios que ya conocía en su juventud, no ve el rostro nuevo y distinto que anhelaba. El Goel, el avalista que había pedido desesperadamente, no ha venido, Dios no ha mostrado un rostro distinto, que todavía sigue desconocido.
Pero ahora Job ya no se rebela, está calmado. Mientras estaba todavía en el tiempo de la espera, cuando podía y debía preguntarlo todo con la esperanza de que viniera un Dios distinto, podía protestar y despotricar sin maldecir a Dios. Y así lo hizo. Pero, ahora que el tiempo de la espera ha terminado y Dios ha hablado, si Job continuara con su protesta, ésta se convertiría necesariamente en blasfemia. Sólo un Dios que aún no se ha revelado podría acoger los gritos desacralizadores de Job, pero no el Dios que finalmente llega. Si Job hubiera repetido al Dios que ha comparecido las mismas denuncias y acusaciones dirigidas al Dios esperado, éstas no habrían sido más que maldiciones.
Job hablaba y gritaba a un rostro de Dios más allá de Elohim, pero, al no llegar éste, tiene que enfrentarse a una sola y dramática elección: maldecir o rendirse incondicionalmente. Y elige la rendición.
En la vida hay momentos decisivos en los que la bifurcación ‘maldición-rendición’ se presenta con todo su dramatismo. Para muchos, esa dramática bifurcación llega con la muerte. Después de haber luchado mucho y de haber gastado las propias energías, las de la familia y las de la medicina, llega finalmente el día en que comprendemos que nos queda una última elección entre dos únicas posibilidades: la sugerida por la mujer de Job (“Maldice a Dios y muérete”: 2,9) o la dócil rendición. En esta última decisión es muy probable que el ángel de Dios que venga tampoco sea el esperado, que la vida que se acaba no haya respondido a las grandes preguntas que le hemos hecho desde el día de los primeros porqués de la infancia. Y también en esa hora deberemos elegir entre morir bendiciendo dócilmente o maldiciendo con enfado.
Pero esta bifurcación entre la rendición y la maldición también se presenta puntual en las relaciones más importantes de nuestra vida, ante el desengaño por un hijo o un amigo que nos da respuestas inferiores a las esperadas o debidas. En lugar de maldecirlos y perderlos, podemos elegir rendirnos y bendecirlos tal y como se nos presentan, acogiendo esa decepción para salvar la fe-confianza en la relación. Tal vez a partir de ese momento nuestro ‘personaje’ pueda comenzar a sorprendernos.
Jacob recibió la bendición del ángel de Elohim junto con la herida en la cadera, en el gran combate en el vado del Yabboq (Génesis 32). Job, en el vado del río de su sufrimiento, es herido por Elohim, pero es él quien lo bendice. El Dios de Jacob hiere y bendice, el de Job hiere y es bendecido. Gracias a Job y al autor de su libro, la tierra y el cielo se reencuentran en una nueva reciprocidad, donde también Elohim puede revelarse necesitado de nuestra bendición.
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de Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 28/06/2015
He regresado a Job, porque no puedo vivir sin él, porque siento que mi tiempo, como todo tiempo, es el de Job; y que, cuando eso no se advierte, es sólo por inconsciencia o ilusión.
David Maria Turoldo, De una casa de fango – Job
No es infrecuente que los pobres se vean privados incluso de la dignidad de preguntarse acerca del porqué de su pobreza. Les convencemos de que el error no está en nuestra falta de respuesta sino en sus preguntas incorrectas, impertinentes, soberbias y pecaminosas. La ideología de la clase dominante trata de persuadir a las víctimas de que pedir razón de su propia miseria y de la riqueza de otros es algo ilícito, inmoral y quizá incluso irreligioso.
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de Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 21/06/2015
Al final de una lucha que sabe perdida de antemano - ¿cómo puede el hombre esperar vencer a Dios? - Job descubre un método ingenuo para perseverar en su resistencia: fingir que cede antes incluso de verse inmerso en la batalla. ... Así vemos que, a pesar de las apariencias, o tal vez a causa de ellas, Job sigue interrogando al cielo.
Elie Wiesel, Personajes bíblicos a través del Midrash.
Cuando llega el momento decisivo del encuentro, sobre todo si lo hemos esperado y deseado intensamente y durante mucho tiempo, es normal que nos sintamos decepcionados. El encuentro real difícilmente podrá satisfacer las expectativas, demasiado grandes, de un encuentro largamente imaginado, esperado, soñado y visto mil veces con los ojos del alma. Tal vez incluso hayamos repetido en el pecho las primeras palabras, suyas y nuestras, hayamos elegido nuestra ropa e imaginado la suya, hayamos olido los aromas y oído los sonidos.
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Por fin, después de una agotadora espera, estamos a punto de asistir a la aparición en la sala del tribunal del testigo más importante, llamado por Job sin descanso. El libro de Job es grande, entre otras cosas, por su capacidad para mantenerse y mantenernos en el silencio de Dios durante treinta y siete capítulos. Al no entrar antes en escena, Elohim nos permite llevar nuestras preguntas hasta el final, y a Job le permite terminar su poema. Muchas veces nuestros cantos no llegan a convertirse en obras maestras porque los abogados de Dios los sacan demasiado pronto a escena. La presencia más verdadera de Elohim en el drama de Job es su ausencia; sus palabras más hermosas son las que no pronuncia cuando los amigos le piden que hable y deje oír su poderosa voz. Un cielo mudo pero verdadero salva más que un cielo poblado de palabras demasiado poco humanas para ser verdaderas.
Dios comienza a hablar en medio de la tempestad, pero no responde a las preguntas de Job, no desciende al plano donde se le espera. ¿Por qué? Ninguna teología puede responder en abstracto a las preguntas más radicales que se elevan desde el dolor inocente del mundo. Los hombres saben hacerle a Dios más preguntas que las respuestas que él puede dar, porque un Dios que tuviera respuestas listas y perfectas para todos nuestros porqués, grandes y desesperados, no sería más que una ideología o, en el peor (aunque bastante frecuente) de los casos, un estúpido ídolo construido a nuestra imagen y semejanza. El Dios bíblico aprende de nuestras preguntas grandes y desesperadas, y se sorprende cuando se las hacemos por primera vez. Si así no fuera, la creación, la historia, el tiempo e incluso nosotros mismos seríamos ficciones; todos estaríamos dentro de un plató de televisión con Dios como único y aburrido espectador. Sólo los ídolos no aprenden nada de los hombres, porque están muertos sin haber estado nunca vivos. La distancia entre nuestras preguntas y las respuestas de Dios es el espacio para la experiencia auténtica de la fe, y, cuando las teologías intentan reducir o anular esta distancia, lo único que logran es alejar a su hombre y a su Dios de la Biblia.
“YHWH respondió a Job desde el seno de la tempestad y dijo: ¿Quién es este que empaña mi plan con razones sin sentido? Ciñe tus lomos como un bravo: voy a interrogarte y tú me instruirás. ¿Dónde estabas tú cuando fundaba yo la tierra? Indícalo, si sabes la verdad. ¿Quién fijó sus medidas? ¿lo sabes? ¿quién tiró el cordel sobre ella? ¿Sobre qué se afirmaron sus bases? ¿quién asentó su piedra angular, entre el clamor a coro de las estrellas del alba y las aclamaciones de todos los hijos de Dios?” (38,1-7).
Elohim no acepta el diálogo de igual a igual que le había pedido Job, y no responde a sus preguntas. Le reprende y le recuerda el abismo infinito que separa al creador de la creatura, un abismo que Job conocía pero sin que le hubiera impedido querellarse contra Dios. No llama a Job por su nombre, sino ‘censor’ y ‘acusador’ (40,2). El libro de Job no conoce a un Dios capaz de luchar en igualdad de condiciones con Job, y tal vez ningún libro sagrado lo conozca. Sólo un Dios extremo podría estar al lado de la humanidad extrema de Job. El Dios del libro, en efecto, únicamente consigue hacer callar a Job, recordándole su condición de criatura, pero al hacerlo se confina a sí mismo dentro de las barreras teológicas de las que Job ha intentado liberarle a lo largo de todo su canto. Job pedía un Dios más grande que el que conocía; pero, al final de su poema, se encuentra con el mismo Elohim de su juventud, como si el drama de Job no le hubiera enseñado nada al cielo. Tal vez no podamos pedirle más al libro. Pero a Elohim sí podemos y debemos pedirle más: debemos pedirle que sea distinto a como nos lo presenta este gran libro bíblico, tal vez el mayor de todos. Debemos seguir, con Job, haciendo preguntas más grandes que las respuestas que obtenemos, sin conformarnos con un Dios demasiado parecido al que conocíamos y al que nos describe la teología: creador, omnipotente, sabio y magnífico. Todo eso ya lo sabíamos antes de conocer a Job. Ahora, después de haberle escuchado y de haber llorado con él ante el dolor inocente de la historia, ya no nos basta el Dios anterior a Job. Lo que resulta decepcionante no es el discurso de Dios en sí mismo (si lo extrapolamos de este libro, encontraremos en él mucha poesía y belleza). Lo que nos deja insatisfechos es que el discurso de Dios llegue al final del grito de Job. ¿Es posible que sólo hayamos cambiado nosotros, y que Elohim siga siendo el mismo de la apuesta con el Satán, el que conocimos en el prólogo del libro (capítulos 1-2)? ¿El dolor inocente del mundo no le revela a Dios nada nuevo sobre el universo? Si es así, ¿para qué sirve mantenerse fieles y honrados hasta el final en medio de una soledad infinita?
Tenemos el deber espiritual y ético de pedir más, de seguir implorando a Dios que nos diga algo que todavía no nos ha dicho. Porque, si no lo hacemos, perderemos definitivamente el contacto con los pobres y con las víctimas, con los que siguen gritando, con los que son demasiado impotentes frente al espectáculo del mal como para encontrar consuelo en la omnipotencia de Dios. No hay que callar nunca a los pobres y a las víctimas en nombre de Dios, ni siquiera cuando maldicen al cielo. Si se ve el mundo desde el lado de las víctimas, si se frecuentan de verdad las periferias existenciales, sociales, económicas y morales del mundo, la omnipotencia y la fuerza de Dios nos parecen demasiado lejanas y, sobre todo, no nos impulsan a hacer todo lo posible por reducir con nuestra libertad el sufrimiento del mundo. Ninguna narración de las maravillas del universo, ninguna descripción magnífica de las terribles fieras Behemot (“Atiesa la cola igual que un cedro, los nervios de sus muslos se entrelazan, tubos de bronce son sus vértebras, sus huesos como barras de hierro” (40,17-19), y Leviatán (“Su dorso son hileras de escudos, que cierra un sello de piedra. Están apretados uno a otro, y ni un soplo puede pasar entre ellos …” (41,7-8), pueden consolar ni amar a los que gritan mientras se hunden en el mar, ni a los que mueren solos en la cama de un elegante hospital. Sólo el Dios esperado por Job podría encontrarse con ellos y recoger sus gritos. Pero a este Dios no lo encontramos en el libro de Job: “¿Quién encerró el mar con doble puerta, cuando del seno materno salía borbotando; cuando le puse una nube por vestido y del nubarrón hice sus pañales; cuando le tracé sus linderos y coloqué puertas y cerrojos? «¡Llegarás hasta aquí, no más allá», le dije, «aquí se romperá el orgullo de tus olas»” (38,8-11).
‘En los oídos y en el corazón de Job, solo encima del estercolero, en medio de su desesperación, estas palabras, perfectas en sí mismas, habrán causado el mismo efecto que las palabras doctas y sabias de sus ‘amigos’: no habrán hecho más que aumentar su soledad y su abandono. En efecto, también este Dios busca la conversión de Job y pide su rendición, que obtendrá:“YHWH se dirigió a Job y le dijo:
¿Cederá el adversario del Omnipotente? ¿El censor de Dios va a replicar aún? Y Job respondió a YHWH: ¡He hablado a la ligera: ¿qué voy a responder? Me taparé la boca con mi mano. Hablé una vez..., no he de repetir; dos veces..., ya no insistiré” (40,3-5). Job, como muchas víctimas inocentes, enmudece, tiene que callar. Este Elohim, abogado defensor de su propia e insondable omnipotencia, no es el Dios que los pobres y los inocentes como Job buscan y merecen. Las respuestas de este Dios no consiguen igualar a las preguntas de Job. Sus palabras no están a la altura moral de las palabras de Job. Pero, aquí está el extraordinario misterio de la Biblia, también las palabras de Job son palabras de Dios, porque están engarzadas dentro de la misma y única Escritura. Así pues, podemos escuchar la voz de Dios haciendo hablar a Job, que le denuncia y le ataca. Al considerar ‘sagrado’ todo el libro de Job (y los demás libros), la tradición bíblica ha realizado una alianza maravillosa y eterna entre las palabras de YHWH-Elohim y las de los hombres. La palabra de Dios en el libro de Job y en toda la Escritura hay que buscarla también en las páginas en las que Job habla y grita; donde hablan los hombres, en sus preguntas extremas sin respuesta. Podemos rezar a Dios también con las palabras sin Dios de Job. Este Dios mestizo, que ha querido empastar sus palabras con las nuestras, es el único capaz de hablarnos desde las zarzas de la tierra y desde allí volver a llamarnos por nuestro nombre.
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de Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 21/06/2015
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Elie Wiesel, Personajes bíblicos a través del Midrash.
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de Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 14/06/2015
Al separar el orden sagrado, mediante el sacrificio expiatorio, la infección de la culpa (que siempre acompaña al hombre) de sus catastróficas consecuencias, es posible no concebir la culpa como un mal real, como una herida de la vida, sino como una imputación moral. Cuando eso ocurre, la culpa se convierte en un desesperado artificio, en una jaula que permite la coexistencia del Omnipotente clemente y misericordioso con el dolor.
Sergio Quinzio, Comentario a la Biblia
La felicidad y el dolor de una civilización dependen en buena medida de su idea de Dios. Esto vale tanto para los que creen como para los que no creen, porque en cada generación hay un ateísmo profundamente ligado a la ideología dominante. Creer en un Dios que está a la altura de la parte mejor del ser humano es un gran acto de amor también para los que no creen en Dios. La fe buena y honrada es un bien público, porque ser ateos o no creyentes en un dios trivializado por nuestras ideologías nos hace a todos menos humanos.
[fulltext] =>En el desarrollo de su poema dentro del Libro de Job, Elihú profundiza en el tema del valor salvífico del sufrimiento. Aunque siga una línea teológica que no nos convence ni a Job ni a nosotros, hay que reconocer que en todo caso sugiere nuevas preguntas: “Si hay entonces junto a él un Ángel, un Mediador escogido entre mil, que declare al hombre su deber, que de él se apiade y diga: ‘Líbrale de bajar a la fosa, yo he encontrado el rescate de su alma’, su carne se renueva de vigor juvenil, vuelve a los días de su adolescencia” (33,19-26).
El monoteísmo bíblico no es una realidad sencilla ni lineal. Si excavamos en las Escrituras, junto a la gran palabra sobre la unicidad del Dios del Sinaí, antídoto para la eterna tentación idolátrica, encontraremos un estrato vivo y fecundo en el que aparece un Dios con una pluralidad de rostros. También Job, en los momentos más dramáticos de su proceso, invoca a un Dios distinto al que le presenta la fe de su tiempo y al que él mismo ha conocido en su juventud. Job busca continua y tenazmente un Dios más allá de Dios, un ‘Goel’, un avalista, capaz de garantizar y defender su inocencia y de reconocer su justicia ante el Dios que le está matando injustamente.
También Elihú señala aquí, entre mil ángeles de Dios, un ‘ángel rescatador’ que, movido a misericordia por el dolor del hombre, puede intervenir con su mano misericordiosa, liberándole del abismo al que le ha arrojado la otra mano de Dios. Es hermosa esta rica variedad de manos y de rostros dentro de un único Elohim (que en hebreo es el plural de Elohah, y del arcaico El), que la tradición cristiana en cierto sentido ha salvado definiendo a Dios como uno y trino, reconociendo que YHWH es único pero no está solo. No obstante, en la doctrina cristiana desapareció demasiado pronto el rostro oscuro de YHWH, que, en cambio, sí estaba presente en los Evangelios (donde un Dios-padre abandona en la cruz a un Dios-hijo). Una divinidad que fuera única y exclusivamente luz no podría entender las preguntas de Job ni las preguntas desesperadas de las restantes víctimas de la tierra. Si hoy los diferentes credos quieren ser una casa para los hombres y las mujeres en estos tiempos de cielo vacío, deben reencontrar la sombra dentro de la luz de Dios, habitándola y atravesándola junto a todos los Job que pueblan el mundo (son innumerables los Job que merodean alrededor de nuestras religiones). Si eliminamos las nubes del cielo de nuestros credos, Job no podrá oír cómo Dios habla hoy desde el trueno.
Elihú sigue reiterando la justicia de Dios y le sigue defendiendo contra Job. También él siente el urgente deseo de desempeñar el oficio de abogado defensor de Dios, una profesión que siempre ha contado con una oferta muy abundante en todas las religiones, frente a una demanda modesta o inexistente: “En verdad, Dios no hace mal, no tuerce el derecho el Omnipotente” (34,12). En cambio, Job niega la justicia de Elohim, a partir no de teoremas teológicos sino de su condición concreta de víctima. En su proceso a Dios, intenta defender sobre todo su inocencia, demostrando que no merece las penas que él interpreta como castigos divinos.
Job podría ganar el juicio en el tribunal divino negando que Dios sea la razón de su mal y por tanto salvándolo de tener que responder de la injusticia del mundo. Pero no lo hace y sigue creyendo en un Dios responsable del mal y del dolor inocente. Pero una vez que hemos llegado hasta aquí, debemos preguntarnos con la ayuda de Elihú: ¿Por qué Job no quiere desenganchar a Dios del mal del mundo? En la cultura de Job las alegrías, los dolores y las desgracias eran expresión directa de la providencia divina en el mundo. En su mundo y en el de sus amigos lo que sucede es querido intencionadamente por Dios, y si ocurren cosas injustas (honrados desventurados y malos felices) es porque Dios lo quiere o al menos lo permite. La teología retributiva (presente en casi todas las religiones antiguas) era el mecanismo más sencillo, pero también el más poderoso y tranquilizador, para explicar la presencia divina dentro de la historia: los acontecimientos positivos de nuestra vida son premios por nuestra justicia, y los negativos son castigos por nuestras culpas (o por las de nuestros padres). “Elihú reanudó su discurso y dijo: ¿Crees que eres juicioso … cuando dices: ‘¿Qué te importa a ti o de qué me sirve a mí no haber pecado?’” (35,1-3). En principio, Job podría haber encontrado un primer camino para salvar su propia justicia y la de Dios, simplemente negando hasta el fondo la teología económico-retributiva. Pero, en su universo, esa negación tendría un altísimo precio: reconocer que hay una injusticia en la tierra ante la cual Dios no tiene más remedio que admitir su impotencia. Y ese es un precio que aquella cultura no podía pagar.
La operación ética, de alcance revolucionario, que Job lleva a cabo consiste en demostrar la inocencia de la víctima del mal. Una revolución cuyo significado más profundo se ha perdido para los lectores modernos (nuestros credos y nuestros no-credos son demasiado distintos y lejanos). Pero al llegar a este punto del libro debemos reconocer una cosa que quizá nos sorprenda: ni siquiera Job se ha liberado por completo de la teología retributiva, porque en su cultura esta liberación habría significado sencillamente el ateísmo o convertir la religión en algo irrelevante. Job, acusando a Dios de ser injusto con él y con las demás víctimas, sigue salvando el marco cultural de la visión retributiva o económica de la religión y de la vida. Y dentro del horizonte de la fe retributiva, ni siquiera él (quien más ha puesto en crisis esta teoría religiosa), consigue reconocer una doble inocencia: la del justo desventurado y la de Dios. Job prefiere querellarse con Dios antes que perder la fe en el Dios contra el que se querella.
Sólo el descubrimiento de un Dios frágil podría salvar su inocencia y a la vez su fe en un Dios inocente. Sólo un Dios convertido en víctima del mal del mundo podría afirmar su propia justicia y la de los pobres justos. Tal vez en la esperanza de Job en un Elohim distinto, que atraviesa todo el libro y continuará incluso después de la respuesta de Dios, esté la petición de un Dios, todavía desconocido, capaz de aceptar su propia impotencia con respecto al mal del mundo. Además de su propia inocencia, tendría que admitir un Dios débil, un Omnipotente impotente ante el mal y el dolor.
Pero Elihú señala a Job un segundo camino: la indiferencia de Dios: “¡Mira a los cielos y ve, observa cómo las nubes son más altas que tú! Si pecas, ¿qué le causas?, si se multiplican tus ofensas, ¿qué le haces? ¿Qué le das, si eres justo, o qué recibe él de tu mano?” (35,5-7). Pero el Dios bíblico no es indiferente ante las acciones humanas: se conmueve, se arrepiente, se alegra, se enfada. Elihú no puede tener razón, porque Elohim-YHWH se ha revelado como un Dios interesado en lo que ocurre bajo su cielo. Y Job lo sabía, lo sabe, lo sigue sabiendo. Si, para salvar a Dios del mal del mundo creado por él, tuviéramos que negar el contacto entre nuestras acciones y su ‘corazón’, perderíamos todo el mensaje bíblico. Job no se rinde en su combate, entre otras cosas, para salvar a un Dios con corazón de carne. No se conforma, para salvarse, con un Dios inútil o un Dios útil sólo para las disquisiciones teológicas que acaban casi siempre condenando a los pobres. Si las acciones de los hombres fueran inútiles para Dios, Dios mismo se convertiría en inútil para los hombres. No olvidemos que la operación de Elihú está en el centro del proyecto de la modernidad. Hemos visto muchas veces cómo Job espera y llama a un Dios que se parezca a la mejor humanidad y la supere. Nosotros somos capaces de sufrir por las injusticias y las maldades de los demás, y nos alegramos por el amor y la belleza que nos rodea, incluso cuando de ello no obtenemos ningún provecho ni daño personal. Esta compasión humana es el primer lugar donde podemos descubrir la compasión de Dios. La antropología es el primer banco de pruebas de cualquier teología que no quiera ser ideología-idolatría. Si Dios no quiere ser un motor inmóvil ni un ídolo, debe sufrir por el mal que nosotros hacemos, debe alegrarse por nuestra justicia, debe morir con nosotros en nuestras cruces. Si nosotros lo sabemos hacer (¡¿cuántos padres y madres se clavan en la cruz de sus hijos?!), también Dios debe saber hacerlo.
La lógica retributiva no ha desaparecido de la tierra. La encontramos, fuerte y central, en la ‘religión’ de nuestro capitalismo global. Su nuevo nombre es meritocracia, pero los efectos y la función son los mismos que los de las antiguas teologías económicas: encontrar un mecanismo abstracto (nunca concreto) que consiga, al mismo tiempo, garantizar el orden lógico del sistema y tranquilizar la conciencia de sus ‘teólogos’. Así, frente a los excluidos y a las víctimas del Mercado, el círculo ‘moral’ se cierra reconociendo la falta de méritos en los vencidos, en los perdedores, en los que no son ‘smart’, cada vez más excluidos e inculpados por su desventura.
Al final del monólogo de Elihú, el libro de Job no nos da ninguna respuesta ni de Job ni de los amigos. Job sigue mudo, llamando a otro Dios. Un Dios al que ni Elihú, ni Job, ni el autor del drama (quizá tampoco nosotros) conocen todavía. Pero ¿este nuevo Dios vendrá? Y ¿por qué tarda tanto en venir, mientras el pobre sigue muriendo inocente?
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de Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 14/06/2015
Al separar el orden sagrado, mediante el sacrificio expiatorio, la infección de la culpa (que siempre acompaña al hombre) de sus catastróficas consecuencias, es posible no concebir la culpa como un mal real, como una herida de la vida, sino como una imputación moral. Cuando eso ocurre, la culpa se convierte en un desesperado artificio, en una jaula que permite la coexistencia del Omnipotente clemente y misericordioso con el dolor.
Sergio Quinzio, Comentario a la Biblia
La felicidad y el dolor de una civilización dependen en buena medida de su idea de Dios. Esto vale tanto para los que creen como para los que no creen, porque en cada generación hay un ateísmo profundamente ligado a la ideología dominante. Creer en un Dios que está a la altura de la parte mejor del ser humano es un gran acto de amor también para los que no creen en Dios. La fe buena y honrada es un bien público, porque ser ateos o no creyentes en un dios trivializado por nuestras ideologías nos hace a todos menos humanos.
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de Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 07/06/2015
Job dice que los buenos no viven, que Dios hace que mueran injustamente. Los amigos de Job dicen que los malos no viven, que Dios hace que mueran justamente. La verdad es que todos mueren.
Guido Ceronetti El libro de Job
Job ha terminado de hablar. Sus ‘amigos’ le han humillado y defraudado, pero también le han permitido encontrar razones cada vez más profundas de su inocencia. En los momentos de discernimiento profundo sobre la justicia de nuestra vida y de la vida del mundo, el diálogo es un instrumento esencial. Sólo conseguimos entender las preguntas más profundas acerca de nuestra existencia y penetrar las profundidades más oscuras de nuestra alma, en compañía, dialogando.
[fulltext] =>Incluso cuando los interlocutores no son amigos nuestros, no nos entienden y nos hacen daño, la verdad sobre nosotros mismos surge dialogando con otros seres humanos, con Dios, con la naturaleza. La soledad es buena cuando representa una pausa entre dos diálogos. Para conocer quiénes somos de verdad, para llegar a los rincones más escondidos de nuestro corazón, necesitamos sobre todo hablar y escuchar. En las noches de la vida es mejor estar mal acompañados que solos.
Job llega con la cabeza alta al final de su proceso. Como ‘un príncipe’, espera a Dios, pero no sabe si llegará, ni tampoco si será el viejo Dios de sus ‘amigos’ o un nuevo Dios. Y nosotros, ignorantes como él, esperamos con él. La Biblia está viva y es verdadera si es capaz de sorprendernos. Si advertimos de nuevo, aquí y ahora, el estupor por el mar que se abre ante nosotros; si asistimos desesperados a la muerte de un hombre en cruz y después nos quedemos sin aliento al escucharle pronunciar, vivo, nuestro nombre.
La primera sorpresa que llega al final de las palabras de Job, abogado de sí mismo, es la aparición de un nuevo personaje: Elihú. No se sabe si es un personaje previsto en el guión inicial del drama y mantenido intencionadamente escondido hasta este momento, o bien un espectador que irrumpe en la escena de improviso, o tal vez el director del teatro que quiere que se oiga su voz distinta. Lo cierto es que ningún lector que se acerque por vez primera al libro esperaría la aparición de Elihú en este momento. No estaba en el Prólogo, y la tensión dramática del texto nos había preparado para encontrar como último personaje a Elohim. En cambio, este libro es grande también por sus golpes de escena, por los continuos saltos que nos obliga a dar para mantener vivo el deseo de las palabras de Elohim, que a todos nos gustaría que fueran al menos tan grandes como las de Job.
Es posible que la primera redacción del libro terminara con el capítulo 31, cuando Job ya ha respondido a las acusaciones de sus interlocutores y les ha hecho callar. El silencio de todos los protagonistas podría haber sido el final más antiguo del libro. Job lleva hasta el final su prueba y el Satán no gana su apuesta. Quizá no hacía falta Elihú, ni tampoco las palabras de Elohim, ya que, pensándolo bien, Dios ya lo había dicho todo en el Prólogo del libro. Pero los grandes libros (los libros bíblicos lo son) siguen vivos porque, como en las ciudades más antiguas, los primeros templos se transforman en iglesias, las casas nuevas se construyen con las piedras de las viejas, y alrededor de las primeras construcciones surgen otras con nuevos estilos arquitectónicos. El pequeño poema de Elihú es una nueva plaza en la ciudad de Job, más reciente que los primeros foros y templos, artísticamente menos original, y demasiado larga como para no estropear la armonía del antiguo paisaje. En todo caso, es un lugar que debemos atravesar. Caminando sobre él descubriremos rincones interesantes, y al subir a lo alto de alguna escalinata se nos abrirán perspectivas nuevas sobre las antiguas y eternas bellezas de esta ciudad.
“Aquellos tres hombres dejaron de replicar a Job, porque se tenía por justo. Entonces montó en cólera Elihú, hijo de Barakel el buzita, de la familia de Ram. Su cólera se inflamó contra Job, porque pretendía tener razón frente a Dios; y también contra sus tres amigos, porque no habían hallado ya nada que replicar y de esa manera habían dejado mal a Dios” (32,1-4).
Un primer dato interesante de Elihú está en su nombre, muy parecido al del profeta Elías: “El es mi Dios”. Elihú es el único personaje del libro con una clara connotación israelita. Además, sólo Elihú tiene una genealogía: es de la región de Buz. Por el Génesis (22,22-24) sabemos que dos sobrinos de Abraham se llamaban Us y Buz, y Us es la región de Job. Dos datos que sitúan a Elihú muy cerca de Job y de la cultura de Israel. Elihú nos dice que se quiere poner en el mismo plano de Job, en un diálogo de igual a igual entre terrestres: “Mira, soy como tú, no soy un dios, también yo de arcilla fui plasmado” (33,6).
Los primeros 31 capítulos del libro de Job son muy radicales y extremos para cualquier lector de cualquier época. Si somos honrados, no nos queda más remedio que entrar en crisis, porque este canto del justo inocente nos obliga a repensar profundamente nuestras teologías, religiones e ideologías. Nos obliga a ponernos de parte de las víctimas y sus preguntas que desenmascaran nuestras idolatrías, a mirar el mundo desde abajo hacia arriba, a interrogar a Dios a partir de los pobres y no al revés (como nos han acostumbrado las mismas religiones). En el transcurso de la lectura, cuando las preguntas de Job empiezan a hacernos daño, puede surgir con facilidad la tentación de enmendarlas, de atenuar la radicalidad de su mensaje para caber cómodamente dentro de él. Un día, una generación de intelectuales, cuando el texto todavía estaba en una fase permeable anterior a la redacción final, tal vez tuvo el valor y la osadía de meterle mano a aquel antiguo cántico de un inocente desventurado, introduciendo en el texto original una larguísima digresión (capítulos 32-37), para hacer menos escandalosa la derrota de la teología tradicional y menos limpia la victoria de Job, y tal vez para mejorar los mismos discursos de Dios: “No digáis, pues: ‘Hemos hallado la sabiduría; nos instruye Dios, no un hombre’” (32,13). Los autores de Elihú no aceptan la derrota en el terreno de la argumentación dialógica; quieren intentar una última arenga, mostrar que existen otras razones completamente humanas para refutar las ‘blasfemias’ de Job.
En todo caso, el resultado es modesto. Hay muy pocos argumentos nuevos, aunque no faltan algunos versos dignos de las mejores páginas de Job (ej. 33,15-18;27-29). La tesis más original de Elihú (bien conocida en la tradición sapiencial de Israel pero casi totalmente ausente en los argumentos de los tres amigos de Job) se refiere al papel salvífico del sufrimiento, que Dios envía para mejorar y convertir a las criaturas: “También es corregido por el dolor en su camilla, por el temblor continuo de sus huesos” (33,19-22). Encontramos aquí una idea que atraviesa todo el universo judeo-cristiano y que es fascinante porque contiene también una verdad. Pero se trata de una tesis que plantea demasiados problemas en sí misma y que ciertamente no funciona para Job.
No podemos negar que en la tradición bíblica existe una línea teológica según la cual Dios manda a los hombres distintos tipos de sufrimientos para obtener su conversión (bastaría pensar en las ‘plagas de Egipto’). Pero cuando en las religiones prevalece una lectura salvífica del sufrimiento y del dolor, siempre aparece la tentación de no hacer todo lo necesario para aliviar el sufrimiento humano y de los pobres. Y también pueden insinuarse la idea y la praxis de que es bueno dejar que las personas sufran porque aliviar o eliminar su sufrimiento podría hacerles perder la posibilidad de salvarse. En cambio, Job (y nosotros con él) espera a otro Dios, que no sea la causa del sufrimiento de los hombres. Un rostro de Elohim que sea compañero de viaje del que sufre, que tenga compasión y se ocupe de él.
El sufrimiento forma parte de la condición humana, es el pan nuestro de cada día; y si Elohim es el Dios de la vida sin duda le podemos encontrar también en el fondo de los sufrimientos propios y ajenos. Algunas veces, la noche del dolor permite que veamos las estrellas más lejanas, y sintamos que el vacío creado por el sufrimiento está ‘habitado’. El encuentro con el sufrimiento puede darnos acceso a dimensiones más profundas de nuestra vida, cuando en la desnudez de la existencia podemos encontrar un yo más verdadero que aún no conocíamos. En cambio, otras veces el sufrimiento empeora a las personas, apaga la luz del día y no les deja ver ni siquiera el sol a mediodía. Demasiados pobres están aplastados por sufrimientos que no les hacen más humanos. Los primeros capítulos del Génesis nos dicen que el sufrimiento del Adam no estaba en el proyecto original de Dios, y que su fuente se encuentra fuera de Elohim. La Biblia sabe que los dioses que se alimentan del sufrimiento de los hombres se llaman ídolos.
Pero Elihú no puede usar su argumento para explicar el sufrimiento de Job. Job es justo e inocente, no se encontraba ni se encuentra en ninguna condición de pecado mortal del que salir gracias al sufrimiento. Entonces, aun teniendo que reconocer el valor antropológico y espiritual que el sufrimiento algunas veces puede comportar, ninguna lectura humanista y por tanto verdadera de la Biblia puede hacer de Dios la causa del sufrimiento de los hombres, y mucho menos de los inocentes. ¿Qué Dios puede asociar a su acción el sufrimiento de los niños, el aniquilamiento de los pobres, el grito de todos los Job de la historia? Quien así lo hace, construye religiones inhumanas y dioses demasiado pequeños para estar a la altura de la parte mejor de nosotros mismos que sigue padeciendo cuando se encuentra con el sufrimiento humano. ¿Qué sentido religioso tendría un mundo donde los mejores seres humanos tuvieran que combatir los sufrimientos que Dios mismo les procuraría? Ninguno. Los crucificados sin resurrección no salvan ni a los hombres ni a Dios, y cualquiera que intente bloquear las religiones en el viernes santo estará impidiendo el florecimiento de los hombres y de Dios. La solidaridad y la fraternidad han nacido y siguen naciendo de nuestra capacidad de sufrir por el sufrimiento ajeno, de nuestra compasión por el dolor de toda mujer y de todo hombre. Este Dios solidario es el que Job busca, un Dios que sea el primero en sufrir por el sufrimiento del mundo, el primero en actuar para reducirlo rescatando a los pobres y a las víctimas.
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de Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 07/06/2015
Job dice que los buenos no viven, que Dios hace que mueran injustamente. Los amigos de Job dicen que los malos no viven, que Dios hace que mueran justamente. La verdad es que todos mueren.
Guido Ceronetti El libro de Job
Job ha terminado de hablar. Sus ‘amigos’ le han humillado y defraudado, pero también le han permitido encontrar razones cada vez más profundas de su inocencia. En los momentos de discernimiento profundo sobre la justicia de nuestra vida y de la vida del mundo, el diálogo es un instrumento esencial. Sólo conseguimos entender las preguntas más profundas acerca de nuestra existencia y penetrar las profundidades más oscuras de nuestra alma, en compañía, dialogando.
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de Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 31/05/2015
Te miro de reojo / como en un tablero / de una batalla naval / aún no sé dónde / me hundirás; /señalarás una hendidura / con el bolígrafo negro / de los ojos / y me pondrás a salvo / en una tierra entregada.
Chandra Livia Candiani
Los gritos de las víctimas ganan fuerza cuando se repiten. En su discurso final, Job sigue repitiendo sus preguntas y sus gritos. Defiende por enésima vez su inocencia y lanza una vez más su grito hacia el cielo: el pobre no es pobre por ser culpable. Un hombre puede ser pobre y desventurado, e inocente a la vez. Y si es inocente, alguien debe ayudarle a levantarse. En primer lugar Dios, si es que quiere ser distinto de los ídolos. El verdadero delito, con el que muchas veces se han manchado también las religiones, consiste en matar a los pobres convenciéndoles de que son culpables y merecen su desgracia. Así justificamos nuestra indiferencia y tratamos de asociar a Dios a ella.
[fulltext] =>Caminando por Nairobi (desde donde escribo estas líneas), el grito de Job es ensordecedor. Nuestra falta de respuesta, disfrazada de ideología, resuena por todos lados. Sólo en compañía de Job es posible caminar por las “periferias del capitalismo” desregulado con la esperanza de ser un poco justos; reconocerle por las calles, acercarse a sus heridas, e intentar al menos hacer silencio para escuchar hasta el fondo su grito.
Los amigos de Job han dejado de hablar. Él se queda de nuevo solo sobre su montón de estiércol, herido en el cuerpo y hundido en una noche oscura del corazón que sólo Elohim podría iluminar si pronunciara otras palabras distintas a las que le atribuyen sus interlocutores, los rufianes de Dios y enemigos de la víctima y del desgraciado. Pero Elohim no llega. Su ausencia se convierte en la más exuberante presencia en el centro del drama.
Job ha invocado a Elohim, se ha querellado con él, le ha llamado a juicio como juez de última instancia para que le defienda de Dios mismo, e incluso ha pronunciado un primer juramento de inocencia. Pero Elohim no aparece por la sala del tribunal, no habla, no responde. Y en esta espera de un Dios distinto que tarda en llegar, la nostalgia llega hasta el montón de estiércol de Job: “¡Quién me hiciera volver a los meses de antaño … cuando protegía Dios mi tienda, cuando el Omnipotente estaba aún conmigo, y en torno mío mis muchachos!”. Es una nostalgia que agudiza su dolor. Es agradable recordar la primavera en invierno, cuando creemos o esperamos que está a punto de regresar de nuevo. Pero si el invierno no se abre a una nueva primavera, si la noche no engendra un nuevo amanecer, porque es la última noche, el recuerdo de los tiempos de la luz y los retoños no hace más que aumentar el sufrimiento en el último y frío invierno. Duele recordar la juventud en la vejez, si a nuestro lado no hay al menos un niño en el que sentir que nuestra futura juventud revive, totalmente distinta, total y únicamente gratuidad. La única nostalgia que salva es la nostalgia del futuro.
Pero en ese último recuerdo de los días de las bendiciones hay muchas otras cosas. En primer lugar, Job encuentra una prueba más de su inocencia y de su justicia: “Era yo los ojos del ciego y los pies del cojo. Era el padre de los pobres”. Y con la poesía a la que nos está acostumbrando, añade: “Había hecho yo un pacto con mis ojos, y no miraba a ninguna doncella” (29, 15-16; 31,1). Y como una tesis gemela a la de su inocencia, volvemos a encontrar la acusación a Dios, cada vez más clara, cada vez más fuerte, cada vez más escandalosa y admirable: “Me ha tirado en el fango, soy como el polvo y la ceniza. Grito hacia ti y tú no me respondes, insisto y no me haces caso” (30,19-23). El Dios bíblico es un Dios que está cerca del pobre, que responde al inocente que le invoca; está cerca de las víctimas, corre en ayuda del que grita. Pero este no es el Dios que está conociendo Job. Job grita y Dios no llega.
Si la Biblia ha querido mostrarnos un Dios que no responde a Job, entonces es posible encontrar una verdad en el Dios que no responde cuando debería hacerlo. Si miramos al mundo con atención, descubriremos que Dios sigue sin responder a los gritos de Job. Este Dios mudo es el que conocen los pobres de la tierra. Si queremos tener la esperanza de encontrar verdaderamente el espíritu de Dios en el mundo y no ser capturados por ningún ídolo, dentro y fuera de las religiones, tal vez debamos descubrirlo dentro de los gritos sin respuesta, buscarlo donde no está.
Las últimas palabras de Job contienen un inmenso ‘juramento de inocencia’ (‘si he cometido este delito, caiga sobre mí este mal’ …). Job ya lo había pronunciado (27,1-7), pero ahora es más solemne, final, extremo. Un último juramento que contiene una perla, uno de los mensajes más grandes y revolucionarios de todo el libro y de todos los libros. En sus últimas palabras descubrimos en qué consiste verdaderamente la inocencia para Job: “Si mi corazón fue seducido por mujer … ¡que otros se encorven sobre mi mujer! … ¿Me he negado al deseo de los débiles? ¿dejé desfallecer los ojos de la viuda? ¿Comí solo mi pedazo de pan, sin compartirlo con el huérfano? … ¡que mi espalda se separe de mi nuca, y mi brazo del hombro se desgaje! … ¿He hecho del oro mi confianza, o he dicho al oro fino: «Tú, mi seguridad»? … ¿Acaso, al ver el sol cómo brillaba, y la luna que marchaba radiante, mi corazón, en secreto, se dejó seducir para enviarles un beso con la mano? ...” (31,5-10;16-28). El maltrato y la falta de socorro con los pobres, el adulterio, y las muchas formas de idolatría (riqueza y astros): estos son los delitos y los crímenes más graves para Job, para todos.
Pero en un momento dado, Job añade algo que a primera vista nos deja muy perplejos, estupefactos y turbados. Parece que Job, al final de su arenga, pronuncie una admisión de culpabilidad: “¿He disimulado mis culpas a los hombres, ocultando en mi seno mi pecado?” (31,33-34). Precisamente en el último acto de su defensa, a pocos paso de la meta, parece rendirse y, siguiendo los consejos de los amigos, admitir su culpabilidad, negando la inocencia que había sido el único bien que le había salvado de la quiebra total. ¿Es este el sentido de sus palabras? No. Aquí Job nos está diciendo otra cosa distinta y muy importante, en forma de últimas palabras, como un testamento.
Al reconocer la culpa, Job concluye su discurso ampliando el territorio de la inocencia humana hasta incluir también el pecado. El hombre justo no es el que no peca y no comete delitos, porque pecar forma parte de la condición humana. Job siempre ha negado la teología económica de sus amigos, que asociaban su condición de desventurado a su pecado. Ahora entendemos plenamente que la justicia y la inocencia de Job no consisten en la ausencia de pecados, de caídas morales. También Job ha pecado. Es posible cometer pecados y delitos sin dejar de ser justo, siempre que no se abandone la verdad sobre uno mismo y sobre la vida. La mentira es el gran y único pecado contra el Dios de Job, el pecado del que sabe que está equivocado y tiene ‘oculta en el pecho la culpa’. Si la admitiera y la reconociera públicamente demostraría la voluntad de conversión y seguiría siendo justo. Hay personas injustas y no inocentes que reciben alabanzas públicas y condecoraciones civiles, mientras las cárceles están llenas de justos como Job. Dios, si no es un ídolo, no es libre de no perdonar el pecado de los justos. Con sus últimas palabras, Job nos está diciendo algo decisivo para toda experiencia de fe: también el pecador puede ser inocente. Y si también el pecador está dentro del territorio de la inocencia, se puede levantar después de cada caída: siempre es posible convertirse en inocente. Job lo sabe, porque cree y espera tan solo en ese Dios.
Y con esta inocencia sincera, verdadera, honesta, Job termina el relato de su historia. Ha cumplido su tarea, ha terminado su misión. Ha combatido una buena batalla. Ha conservado la fe en el hombre, en Elohim, en su propia dignidad, en su propio honor y en la inocencia del hombre, de todo hombre. Y lo ha hecho por nosotros, sigue haciéndolo por nosotros, para incluir en el reino de los inocentes también a los pecadores que siguen siendo justos.
Ahora sólo espera que también Dios haga su parte, que aparezca en la sala del tribunal de la tierra. Allí es donde le espera: “Esta es mi última palabra: ¡respóndame el Omnipotente! … como un príncipe me llegaré hasta él” (31,35-37). Job ha terminado su prueba con la dignidad del hombre libre y auténtico. Y se siente un rey, “un príncipe”, que puede esperar a Dios con la cabeza alta.
Job está en el tiempo de adviento, sigue esperando a Dios. Pero ahora sabe que, si viene, será distinto al Dios de juventud. El primer Elohim ha sido barrido por el mismo viento impetuoso que se ha llevado sus bienes. Pero no ha dejado de esperarlo, sigue teniendo nostalgia de Dios, una nostalgia de futuro.
En las pruebas de la vida, incluidas las más grandes y tremendas, lo más importante, la única cosa verdaderamente importante, es llegar hasta el final de la noche sin dejar de esperar en otro Dios, llegar a ese encuentro decisivo con la cabeza alta. No siempre se puede esperar a Dios con la cabeza alta, porque para tener la cabeza alta y poder mirar a Elohim a los ojos cuando llegue, hay que vivir las pruebas de la vida como Job, sin conformarse, para salvarse, con un dios menor y un hombre peor.
Job, llegando como un príncipe al final de su defensa, sigue ensanchando el horizonte de la buena humanidad, haciéndolo coincidir, en la línea del horizonte, con el buen cielo de su Dios.
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de Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 24/05/2015
Job sigue interrogando al cielo. Por mérito suyo, nosotros sabemos que al hombre le es dado transformar la injusticia divina en justicia humana. Hubo una vez, en un lejano país, un hombre legendario, justo y generoso, que, en la soledad y la desesperación, encontró el valor para enfrentarse a Dios. Y obligarle a mirar a su creación.
Elie Wiesel, Personajes bíblicos a través del Midrash
En la historia de las religiones y de los pueblos se despliega una verdadera lucha entre los que aprisionan a Dios dentro de las ideologías y los que tratan de liberarlo. Los profetas pertenecen a la categoría de los libertadores de Dios y tienen como función esencial criticar todos los poderes que en cada época caen la invencible fascinación de usar la religión y las ideologías para fortalecer sus propias posiciones de dominio.
[fulltext] =>Job es uno de esos ‘profetas’. Más que ningún otro, nos obliga a ir al corazón de los mecanismos del poder, criticando y atacando directamente la idea de Dios construida por las ideologías de su tiempo. Así pues, no se limita a criticar a los poderosos sacerdotes y reyes, sino que, como los grandes profetas de la Biblia, quiere desmontar la idea de Dios que sostiene artificialmente todo el edificio del poder. Su obstinada petición de procesar al Dios ideológico de sus ‘amigos’ es la precondición para liberar la posibilidad de otro Dios.
Cuando, en una comunidad religiosa, Job se eclipsa o enmudece, empiezan a proliferar las respuestas en nombre de Dios y a desaparecer las preguntas a Dios. Pero cuando dejamos de hacer preguntas nuevas y difíciles a Dios, le impedimos que hable a nuestra historia y crezca en ella, le embridamos en categorías abstractas que ya no comprenden las palabras ni los gritos de las víctimas. Los profetas son indispensables porque llaman al hombre a morir y resucitar para liberarse de las idolatrías, y porque obligan a Dios a morir y resucitar para estar a la altura de lo verdaderamente humano.
Al final de los discursos que han dirigido a Job, los tres amigos no han logrado nada. Job está cada vez más convencido de su inocencia y, por tanto, cada vez más decidido a enfrentarse a Dios en un proceso justo, del que espera salir exculpado por un Dios distinto, al que no ve pero sí siente como posible. Las teo-ideologías de sus interlocutores en lugar de acercarle las razones de Dios sólo han reafirmado en él la convicción de su propia justicia. Pero esos diálogos han tenido el gran mérito de dejarnos conocer a Job y su radical revolución religiosa y antropológica. Así, el gran dolor y la infinita desventura que al comienzo parecían una barrera de sufrimiento que ocultaba el horizonte de los hombres y de Dios, poco a poco nos han abierto infinitos espacios más allá, nuevos horizontes del hombre y nuevos horizontes de Dios.
Haciendo de bisagra entre la primera y la segunda parte del libro, encontramos ahora un Himno a la Sabiduría, tal vez un poema preexistente incluido por el autor del libro para romper el ritmo de la narración y dejarnos tomar aliento. Un interludio difícil de descifrar pero rico en poesía, el enésimo regalo de este inmenso libro. “La plata tiene su mina, el oro su crisol”, los hombres exploran “los antros más profundos, las cuevas más lóbregas”, perforan galerías en el subsuelo y para llegar hasta los metales preciosos “se balancean agotados”. El hombre de la técnica usa su inteligencia para dominar el mundo: “Abre canales en las rocas, ojo avizor a todo lo precioso, explora las fuentes de los ríos, y saca a luz lo oculto” (28,1-11). Pero también muestra la ambivalencia de la técnica. Como todo hombre antiguo, el autor del libro de Job está asombrado y admirado por la capacidad desarrollada por los hombres para dominar la materia, las cosas, el mundo. Pero dentro de la técnica ve el peligro, tan escondido como real, del abuso: “La tierra de donde sale el pan está revuelta, abajo, por el fuego. … Aplica el hombre al pedernal su mano, descuaja las montañas de raíz” (28,5.9). La técnica tiene una ley intrínseca que empuja a los hombres a excavar galerías cada vez más profundas, a descuajar las montañas en busca de materiales preciosos, llevando así el hambre a los campesinos que viven en esas tierras, hoy como ayer. Si queremos comprender el mensaje bíblico acerca de la relación entre el hombre y la naturaleza, debemos leer el mandamiento de ‘someter la tierra’ contenido en el Génesis (1,28), junto a este himno del libro de Job, que reconoce el valor del espíritu de la técnica pero distinguiéndolo del espíritu de la sabiduría: “Mas la sabiduría, ¿de dónde viene? ¿cuál es la sede de la Inteligencia?” (28,12). La sabiduría no se extrae de las minas, ni se puede comprar en los mercados canjeándola por metales preciosos: “No se puede cambiar por vaso de oro puro; corales y cristal ni mencionarlos … No la iguala el topacio de Kus, ni con oro puro puede evaluarse” (28,17-19).
Para entender el innovador alcance de estas palabras debemos tener en cuenta la cultura del tiempo, totalmente impregnada de teología ‘económica’. Para el mundo antiguo del Medio Oriente no había duda de que el oro, la plata, el topacio y las perlas no podían comprar la sabiduría; sin embargo, éstos eran signos inequívocos de la bendición de Dios, de ese mismo Dios del que procede la sabiduría. Lo habitual era pensar que uno no se hace rico sin sabiduría. El espíritu de la riqueza y el de la sabiduría eran considerados uno como espejo del otro. El estúpido no se hace rico, y el que nace rico, si no posee la sabiduría, termina siendo pobre. El ingeniero y el científico tampoco son ‘inteligentes’ sin sabiduría.
En cambio este himno separa la riqueza (y la técnica) de la sabiduría, y al hacerlo se pone de parte de Job, quien nos repite que no existe ninguna relación entre la riqueza y la justicia, puesto que en la tierra hay justos ricos y justos desventurados, y viceversa. El oro y la plata de una persona no dicen nada de su rectitud: Job era justo cuando era rico y sigue siéndolo ahora que es pobre y desgraciado. Los bienes pasan y son mutables, la justicia y la sabiduría son para siempre, y por ello son una inversión mucho más inteligente. Así pues, podríamos leer este interludio como una confirmación y una aprobación de la ‘teología’ de Job y una crítica a las teologías económicas y retributivas de los amigos. Además, este himno a la sabiduría nos recuerda la antigua e importante verdad de que la sabiduría es don, gratuidad, charis, y no una cosa que se pueda comprar con oro ni a través de magos o adivinos. También en esto Elohim-YHWH se distingue de los ídolos, que dan a sus aduladores su ‘sabiduría’ si pagan el precio correspondiente en términos de sacrificios y sumisión. El Dios bíblico no es un ídolo porque no vende la sabiduría sino que la dona libremente. Toda religión retributiva es sustancialmente una religión idolátrica y comercial. Palabras que podrían haber sido pronunciadas también por Job.
Pero el autor (aquí radica el misterio y el interés de este capítulo) nos dice otra cosa distinta, que complica el tema y nos obliga a seguir excavando. Nos dice que la sabiduría es incognoscible e inalcanzable para el hombre: “Sólo Dios distingue su camino, sólo él conoce su lugar” (28,23).
Y aquí se aleja claramente de Job. No todo el libro de Job está a la altura de Job. Debemos salvar las palabras de Job de otras muchas palabras de su libro, incluidas las de Elohim que pronto escucharemos.
Job niega la ley que une la justicia a la riqueza, pero cree que existe, que tiene que existir, una lógica de la sabiduría. El Dios al que él llama y espera no es un contable que asigna los bienes a los hombres en función de sus méritos, ya que sería un Dios tan trivial como los ídolos. Pero tampoco acepta la idea de que no exista ningún vínculo entre justicia y sabiduría: el justo es sabio, aunque sea pobre y desventurado. Las pruebas de esto están en la historia y la vida de todos, donde la sabiduría no coincide con la inteligencia de la técnica, pero donde sí existe una verdadera relación entre rectitud y sabiduría. Conocemos a personas sabias e ignorantes, sabias y pobres, sabias y no muy inteligentes. El homo faber y el homo oeconomicus pueden ser estúpidos y muchas veces lo son. El hombre justo no, porque Dios, si no es un ídolo, debe dar la sabiduría a quien practica la justicia, aunque la practique (como hace Job) negando la justicia de Elohim.
Una persona falsa, inicua, malvada, nunca es sabia. Esta ley no es menos verdadera que la que mueve el sol y las demás estrellas. El hombre inicuo puede esperar tener todos los demás bienes, pero no el de la sabiduría. Job conoce esta ley porque la ve en el mundo, pero sobre todo porque la lleva inscrita en su conciencia. También nosotros la conocemos y la reconocemos fuera y dentro de nosotros mismos (aquí está la esperanza de podernos convertir siempre, tal vez incluso en el último soplo de vida). La mina de la sabiduría existe: se encuentra dentro de nosotros, y para descubrirla sólo hace falta permanecer fieles a la verdad que nos habita. Este es el principal mensaje de Job.
Este himno a la sabiduría contiene una media verdad. Nos recuerda que la sabiduría es un don, pero no nos dice que este don lo recibimos cuando venimos al mundo y que vive dentro de nosotros. Allí es donde podemos encontrar, descubrir, escuchar y seguir la sabiduría. Allí es donde podemos reconocer también la voz de Elohim, una voz que no podríamos reconocer si no estuviera ya dentro de nosotros, quizás tapada o herida. Si el adam ha sido plasmado a imagen de Elohim, la sabiduría divina es también la sabiduría humana. El cielo que hay dentro de nosotros no es distinto al cielo que está sobre nosotros, y cuando se oscurece el cielo interior, también el de arriba se apaga o se llena de ídolos.
El canto de Job es un gran himno a la verdad del ser humano viviente, que es más verdadera que todas sus noches. Si Dios es verdadero, también el hombre lo es, y su recta conciencia no es un autoengaño. Si Dios es sabiduría, también el hombre es sabiduría. Cuando separamos estas dos sabidurías-verdades (como hemos hecho y seguiremos haciendo muchas veces), las religiones se convierten en inútiles, los humanismos se pierden y Job concluye su canto.
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de Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 24/05/2015
Job sigue interrogando al cielo. Por mérito suyo, nosotros sabemos que al hombre le es dado transformar la injusticia divina en justicia humana. Hubo una vez, en un lejano país, un hombre legendario, justo y generoso, que, en la soledad y la desesperación, encontró el valor para enfrentarse a Dios. Y obligarle a mirar a su creación.
Elie Wiesel, Personajes bíblicos a través del Midrash
En la historia de las religiones y de los pueblos se despliega una verdadera lucha entre los que aprisionan a Dios dentro de las ideologías y los que tratan de liberarlo. Los profetas pertenecen a la categoría de los libertadores de Dios y tienen como función esencial criticar todos los poderes que en cada época caen la invencible fascinación de usar la religión y las ideologías para fortalecer sus propias posiciones de dominio.
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por Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 17/05/2015
“El día del juicio, será Dios quien tenga que rendir cuentas de todo el sufrimiento del mundo.”
Ermanno Olmi, Centochiodi
Un día, un pájaro se coló dentro de una casa grande y luminosa, donde voló libre y feliz. En un momento dado, alguien cerró las ventanas de la casa, incluyendo la ventana por donde había entrado el pajarillo. Éste veía su cielo detrás de los cristales transparentes e intentaba alcanzarlo, pero lo único que conseguía era golpearse la cabeza contra las ventanas cerradas. Lo intentó una y otra vez, hasta que, al otro lado, vio una puerta que daba a un pasillo oscuro, amenazadoramente oscuro. Desesperado, intuyó que, si existía un camino de salvación para volver a su cielo, tenía que estar dentro de aquella oscuridad, detrás de aquella puerta oscura. Se lanzó hacia abajo por el negro hueco de las escaleras. Se golpeó en las esquinas, se hirió y se rompió la punta de un ala, pero no por ello dejó de descender, no dejando que el dolor y el miedo a la oscuridad le vencieran. Así hasta que al final de la gran oscuridad vio una luz. Era la misma luz de la que había venido.
[fulltext] =>Hemos llegado al final de los diálogos entre Job y sus ‘amigos’. Aprisionados en su ética y su teología ideológicas, no logran ver al verdadero hombre, Job, y siguen reprobando y condenando a su fantasma, perfectamente diseñado para confirmar sus teorías. Job no se ha conformado nunca con respuestas perfectas a preguntas fáciles y triviales. Le habría gustado que alguien se hubiera tomado en serio sus preguntas difíciles y desesperadas, aunque no hubiera respondido. Pero lo que no puede aceptar de ninguna manera es la idea de un Dios que, para afirmar su propia grandeza, tenga que humillar y denigrar a los seres humanos, negando su verdad y su inocencia. Y eso es precisamente lo que sostiene Bildad: “Si ni la luna misma tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un hijo de hombre, ese gusano!” (25,5-6). Job responde: “¡Qué bien has sostenido al débil y socorrido al brazo inválido! ¡Qué bien has aconsejado al ignorante, qué hábil talento has demostrado! ¿A quién has dirigido tus discursos, y de quién es el espíritu que ha salido de ti?” (26,1-4). Es como si Job le preguntara a Bildad: ¿a quién te dirigías en realidad mientras decías que hablabas conmigo? Atrapados por su ideología, Bildad y sus amigos han ido poco a poco perdiendo a Job por el camino, y los diálogos se han ido convirtiendo en monólogos. Al no mirar ya a la víctima a los ojos, hablan de Job pero no con Job. Esta pregunta de Job al final de los ‘diálogos’ es fuerte, porque denuncia un grave delito cometido por los amigos, tal vez el más grave dentro del humanismo bíblico: traicionar la palabra. Como los magos, los idólatras y los adivinos, instrumentalizan las palabras vaciándolas de su verdad.
Toda persona que habla o escribe, sobre todo si lo hace públicamente, debe preguntarse en algún momento: ‘¿A quién estoy hablando en realidad? ¿para quién escribo? y ¿qué lugar ocupa la verdad en mis palabras?’ Sentir la urgencia de la honradez de la palabra es una etapa fundamental en la vida de los que hablan y escriben y por ello prácticamente en la vida de todos. La tentación de usar e instrumentalizar la palabra, desenganchándola de la humilde y difícil verdad, acallando el único ‘espíritu’ verdadero para adorar los espíritus falsos y mortíferos de los ídolos, es siempre fuerte. Se trata de una etapa decisiva pero que podría no llegar nunca. La lectura honesta de Job es de gran ayuda para que surja la posibilidad de esta etapa. En cambio, cuando ese momento decisivo no llega, o cuando, al llegar a una encrucijada, elegimos dar voz al espíritu equivocado, la palabra pierde su fuerza creativa y eficaz para convertirse en mero ejercicio formal, en técnica usada para el propio provecho. La palabra usada y no respetada siempre es palabra abusada, porque pierde su naturaleza más profunda y verdadera, la gratuidad, puesta en juego por la apuesta entre Elohim y el Satán, que abre el libro y lo informa enteramente.
Dentro de esta ‘economía’ de la palabra y de las palabras se comprende toda la escandalosa fuerza del juramento de Job, una de las obras maestras del libro: “Job continuó pronunciando su discurso y dijo: ¡Por la vida de Dios, que me niega justicia, por el Omnipotente que me llenó de amargura, mientras esté mi espíritu en mí y el aliento de Dios en mis narices, no diré falsedad ni saldrá mentira de mi boca! Lejos de mí daros la razón: hasta mi último suspiro mantendré mi inocencia. … Mi corazón no se avergüenza de mis días. Sea reconocido culpable mi enemigo y mi adversario tenga la suerte del malvado” (27,1-7). Job puede hacer ahora este juramento porque ha custodiado hasta aquí la verdad de sus palabras. Sólo quien es fiel a las palabras puede pedirlo todo.
Este tipo de juramento era la forma más solemne de confesión de inocencia, que sólo se pronunciaba en casos de especial gravedad. Cuando el acusado hacía este juramento de inocencia, el proceso se suspendía y el imputado se remitía directamente al juicio de Dios (Deuteronomio 17,17-19), sabiendo que tendría que afrontar la pena de muerte si Dios refutaba su inocencia. La locura maravillosa y desesperada de Job está en una paradoja que lleva hasta sus últimas consecuencias. Pronuncia su juramento extremo en nombre de Dios, “por la vida de Dios, que me niega justicia, por el Omnipotente que me llenó de amargura“. Pide ser liberado de todos los abogados, de todos los juicios humanos, para obtener por fin justicia de ese Dios que se la está negando, puesto que en su grandioso proceso Elohim no es el juez imparcial de última instancia, sino su adversario: “Sea reconocido culpable mi enemigo y mi adversario tenga la suerte del malvado” (27,7). No salimos de esta paradoja y, si pudiéramos hacerlo, perderíamos la dimensión más revolucionaria y liberadora del libro de Job. Si Job es la imagen y la voz de las víctimas inocentes de la historia, y si Dios es el Dios bueno y justo de la Alianza, la paradoja de Job no tiene solución. Cualquier teología amiga del hombre y de la verdad debe encontrar su lugar dentro de la paradoja de Job, sin intentar atajos (de los cuales, sin embargo, está llena la tierra).
En el desarrollo de su drama, Job nos está diciendo una cosa muy importante: la primera gratuidad es la de la palabra. Para suspender o aliviar sus sufrimientos, hubiera podido instrumentalizar y despreciar la verdad de su palabra, pidiendo una misericordia falsa de acuerdo con los consejos de sus amigos. Si hubiera hecho eso, el Satán habría ganado la apuesta.
La gratuidad de la vida, del corazón, del alma, es siempre gratuidad de la palabra. Si se pierde el contacto con la verdad de la palabra y de las palabras, se pierde el contacto con la verdad de la vida, y entonces todo se hace instrumental, utilitario, ‘económico’, precisamente como las teologías de sus amigos, falsas por no incluir la gratuidad. Y así, cuando intentamos llamar por su nombre a las cosas, a los otros, o a nosotros mismos, sólo se nos devuelve un eco mudo.
Aquí se abre un horizonte de gran significado. Podemos entender, por ejemplo, por qué muchas personas pierden la vida cuando, sometidas a tortura (igual o mayor que la de Job), se niegan a decir palabras (renegando de su fe, traicionando a un amigo) que podrían salvarles. Para ello tendrían que traicionar algo más grande y sagrado: su verdad dentro de las verdades que guardan las palabras. YHWH-Elohim es una voz, tan sólo una voz que no se ve, y toda su fuerza está en su palabra. Entonces la verdad de la fe y de la vida se juega enteramente en la verdad de las palabras de Dios y de las palabras humanas. La Alianza es un encuentro de palabras humanas y divinas. Para que ésta sea verdadera y no un simple rito mágico idolátrico, ambas partes del pacto tienen una necesidad radical de gratuidad.
En nuestra época tenemos una enorme y a veces invencible dificultad para entender la Biblia y otras grandes palabras del mundo, porque hemos perdido contacto con la verdad y la gratuidad de nuestras palabras humanas. En un mundo de palabrería, incluso la palabra bíblica se ve asociada a la infinita nada de nuestras palabras traicionadas. Y ya no entendemos a los poetas, que, en la tierra de las palabras vacías y usadas sin gratuidad, se convierten en nuevos Job, torturados por los ‘amigos’ y por la ideología ‘económica’ que domina también nuestro tiempo: “Baten palmas contra él y lo silban allí donde lo encuentran” (27,23). Donde reina el desprecio por la verdad de las palabras, prosperan los falsos profetas, que se adueñan de las palabras con ánimo de lucro y las matan.
Job puede pronunciar este solemne juramento en base a dos tipos de fe. La fe-fidelidad en el Dios vivo que un día deberá revelar algo de sí mismo que aún no es visible, y la fe-fidelidad a la voz verdadera que le habla por dentro, a su ruah, al espíritu-soplo que le dice su inocencia. Dentro de su conciencia, sincera y verdadera, intuye la posibilidad de la revelación de un Dios al que aún no ve: es allí donde Job espera al mesías y nosotros con él. La tierra prometida puede empezar dentro de su corazón, que “no se avergüenza” de él. En ninguna noche morimos de verdad mientras no nos avergoncemos de nuestro corazón.
Si hemos sido capaces de seguir creyendo en la posibilidad de un “Dios vivo” después de los campos de concentración, después de la muerte de los hijos y de los niños, es porque en la tierra ha habido y hay personas como Job que han seguido buscando un rostro distinto de Dios anclados en la verdad de su conciencia, que sentían habitada por el “Dios del todavía no”. Pero solo la fidelidad extrema a la gratuidad de nuestras palabras puede hacernos capaces de ver un cielo más alto y más verdadero.
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por Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 17/05/2015
“El día del juicio, será Dios quien tenga que rendir cuentas de todo el sufrimiento del mundo.”
Ermanno Olmi, Centochiodi
Un día, un pájaro se coló dentro de una casa grande y luminosa, donde voló libre y feliz. En un momento dado, alguien cerró las ventanas de la casa, incluyendo la ventana por donde había entrado el pajarillo. Éste veía su cielo detrás de los cristales transparentes e intentaba alcanzarlo, pero lo único que conseguía era golpearse la cabeza contra las ventanas cerradas. Lo intentó una y otra vez, hasta que, al otro lado, vio una puerta que daba a un pasillo oscuro, amenazadoramente oscuro. Desesperado, intuyó que, si existía un camino de salvación para volver a su cielo, tenía que estar dentro de aquella oscuridad, detrás de aquella puerta oscura. Se lanzó hacia abajo por el negro hueco de las escaleras. Se golpeó en las esquinas, se hirió y se rompió la punta de un ala, pero no por ello dejó de descender, no dejando que el dolor y el miedo a la oscuridad le vencieran. Así hasta que al final de la gran oscuridad vio una luz. Era la misma luz de la que había venido.
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por Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 10/05/2015
"Soy un hombre herido. / Y quisiera irme / y llegar, al fin, / Piedad, donde se escucha / al hombre que está solo consigo. / […] Muéstranos un vestigio de justicia. / ¿Cuál es tu ley? / Fulmina mis pobres emociones, / libérame de la inquietud. / Estoy cansado de clamar sin voz."
Giuseppe Ungaretti La piedad
En cada generación se produce una distancia que separa las nuevas y difíciles preguntas de las víctimas de las insuficientes respuestas de los amigos de Job. Algunas veces, esta distancia se convierte en una abertura en el que posar la mirada para intentar vislumbrar un horizonte humano más ancho y un cielo más alto. Sin embargo, muchas otras veces no se deja espacio a la abertura, eliminando las dolorosas y fecundas preguntas de los pobres. Para esperar encontrarnos con ‘Job y sus hermanos’ simplemente deberíamos aprender a habitar, en silenciosa escucha, ese inevitable vacío. Entonces podría florecer una nueva solidaridad con nuestro tiempo; quizás, por fin, la fraternidad.
[fulltext] =>Elifaz de Temán, en su segundo ataque a Job, ante la obstinación con la que Job se declara inocente y niega la teología ‘retributiva’ de sus amigos, abandona el razonamiento abstracto (si sufres, tienes que ser pecador y malo) y llega a acusarle de graves crímenes concretos, históricos, atribuyéndole los peores delitos: “Exigías sin razón prendas a tus hermanos, arrancabas a los desnudos sus vestidos, no dabas agua al sediento, al hambriento le negabas el pan; como hombre fuerte … despachabas a las viudas con las manos vacías y quebrabas los brazos de los huérfanos” (22, 6-9). Pero además, Elifaz, no satisfecho con eso, acusa a Job de cometer estos crímenes “sin razón” (22,6), sin motivo, ‘gratuitamente’. Una gratuidad opuesta a la verdadera gratuidad de Job, objeto de la apuesta del Satán con Dios (“¿Es que Job teme a Dios de balde?”: 1,9). Le da completamente la vuelta a la realidad: Job el justo ‘de balde’, por pura gratuidad, es ahora acusado der ser un poderoso canalla capaz de hacer el mal sin motivo. Es una acusación peor que la del Satán, que sólo ponía en duda la gratuidad de Job, no su justicia.
Y así, durante su inquisición, Elifaz llega a invocar incluso la perversa condición humana anterior al diluvio (22,14-20). Job como Lamek. Job como Caín.
Aquí nos encontramos ante una descripción perfecta de lo que es una ideología. Cuando una persona, una comunidad, una organización o una corriente de pensamiento es capturada por la ideología (no olvidemos que la ideología es siempre idolatría, puesto que se adora a fetiches fabricados con las propias ‘manos’), llega no sólo a negar la evidencia, sino, casi siempre, a inventar hechos, historias y palabras. Al principio, el inventor de esta realidad virtual consigue distinguir los hechos inventados de los reales; pero pronto llega el momento en el que el mismo inventor comienza a creerse la realidad que ha creado. La primera fuerza de la ideología está en esta capacidad de inventar una realidad distinta y después creer en la propia invención. Una fuerza que la hace irrefutable e invencible en las palabras y el diálogo, como nos muestra Job. Se construyen artificialmente historias, héroes y víctimas que un día salen de la ficción y se convierten en reales para quienes las han producido. Así la persona enferma de ideología vive realmente en otro mundo, ve otras cosas, vive en una realidad paralela. La historia nos sigue mostrando monstruos ideológicos, que acaban devorando a las personas reales y casi siempre también a sus propios autores. Todo pensamiento ideológico se presenta siempre como una progresiva salida de la ambivalente realidad de la vida auténtica de todos para entrar en otra realidad distinta, más sencilla, con respuestas perfectas a todas las preguntas. Job, por el contrario, es el anti-ideólogo, porque todo su esfuerzo se concentra en permanecer anclado a su verdad y a la verdad de la tierra, sin caer dentro de la ideología que, sistemática y tenazmente, sus amigos le proponen como vía de salida del agujero negro en el que ha caído.
Lo tremendo y maravilloso de los diálogos de Job es su obstinación en no aceptar ni siquiera la misericordia de Dios que sus amigos le presentan sistemáticamente una y otra vez (“Si vuelves al Omnipotente con humildad… serás salvo”: 22,23-30), porque siente que no encontraría a Dios sino una ideología, un ídolo. También la misericordia necesita de la verdad. No es misericordioso el que perdona una culpa inexistente o inventada para suscitar en el otro una petición de perdón. Aceptar esta misericordia sólo significaría entrar en la misma ideología del que la propone. El ofrecimiento de misericordia para perdonar culpas inventadas es una forma común y sutil de dominio de los poderosos sobre los pobres y las víctimas, de la que la historia nos ofrece un amplio y triste abanico. Job no pide ni quiere esta misericordia, también en nombre de aquellos que, antes y después que él, han tenido que hacerlo.
Cuántos pobres, cuántas mujeres, han tenido que disculparse por delitos que nunca han cometido, han tenido que implorar perdón por pecados ajenos, han tenido que echarse culpas en lugar de otros que debían quedar a cubierto como ‘inocentes’. Job sigue gritando también por ellos, para mantener viva su memoria borrada y hacer que resuenen sus ahogados gritos. No hay que callar los gritos de los inocentes ofreciéndoles una falsa misericordia. La mayor obra de misericordia que se nos pide es dejar que sigan gritando, con la esperanza de que alguien, o Dios, los escuche y los acoja. Tal vez no haya falta de misericordia más grave que impedir que el pobre grite convenciéndole de que es culpable. Si es verdad que no hay justicia sin misericordia, Job nos dice que tampoco puede ser verdadera una misericordia sin justicia. Todo don instrumentalizado se convierte en veneno y envenena las relaciones.Job no quiere negociar la pena, tan sólo obtener su plena absolución, y la condena de Dios por su comportamiento injusto para con él y con tantos inocentes del mundo. Así, capítulo tras capítulo, sólo pide una cosa: poder encontrar a Dios, de igual a igual, y pedirle una explicación para las injusticias de la tierra: “¡Quién me diera saber encontrarle, poder llegar a su morada!” (23,3).
Job - aquí radica la tremenda grandeza de este libro – busca el rostro de un Dios que acepte admitir sus culpas y que esté dispuesto a asumir su derrota en un tribunal, confrontándose con la justicia humana. ¿Pero puede existir un Dios así? ¿Qué Elohim estará dispuesto a aceptar un procedimiento contradictorio con los hombres y después someterse a un veredicto de culpabilidad? “Un proceso abriría delante de él, llenaría mi boca de argumentos” (23,4).
Pero Job no encuentra el trono de Dios, no ve a Elohim en su tierra, ni lo ve asomar por el horizonte: “Si voy hacia el oriente, no está allí; si al occidente, no le advierto. Cuando le busco al norte, no aparece, y tampoco lo veo si vuelvo al mediodía” (23,8-9). Vive una perfecta noche de Dios. Pero lo sigue buscando, más allá de la palabrería de sus amigos. Y así su honrada noche prepara un alba para el hombre. Los cielos demasiado luminosos, claros y límpidos acaban oscureciendo inevitablemente las tierras humildes, pedregosas y áridas de los pobres.
En ese preciso momento llega un golpe de escena. Job usa las mismas imágenes de pecado y maldad que Elifaz le había atribuido (negación del pan y del agua, viudas, huérfanos, prendas, ropajes…), para regalarnos un cuadro, muy real y verdadero, de las víctimas de los crímenes de los poderosos: “Como onagros del desierto salen a su tarea, buscando presa desde el alba, y a la tarde, pan para sus crías. Cosechan en el campo del inicuo, vendimian la viña del malvado. Pasan la noche desnudos, sin vestido, sin cobertor contra el frío. ... Hambrientos, llevan las gavillas. A mediodía estrujan las olivas, pisan los lagares y no quitan la sed” (24,5-11).
Los pobres trabajan como burros salvajes (onagros): cargan sobre sus hombros gavillas de trigo para los señores mientras ellos mueren de hambre; prensan olivas y uvas mientras la sed les abrasa. Los pobres están obligados a dar en prenda el manto a sus acreedores, y éstos, en lugar de devolvérselo por la noche para que puedan cubrirse, les dejan desnudos en el camino (Éxodo 22,26). Son demasiadas las personas se han hecho ateas ante las insuficientes respuestas a sus preguntas sobre la injusticia y el mal en el mundo.
Elifaz, con su teo-ideología, se inventa un Job poderoso y cruel que perpetra atropellos y delitos a pobres imaginarios. Job, pobre e inocente de verdad, dirige su mirada al mismo mundo que Elifaz pero lo ve distinto. Solidario, se pone de parte de las víctimas, y dice: “Desde la ciudad gimen los que mueren, el herido de muerte pide auxilio, ¡y Dios sigue sordo a la oración!” (24,12). Visto desde le montón de estiércol de Job, el mundo parece el espectáculo de una gran, sistemática y universal injusticia. Los pobres siguen durmiendo de noche sin manto, bajo las verjas cerradas de los escaparates de la alta moda.
Job muere de hambre y a su lado sus amigos filosofan sobre la comida. Y vuelve, cada vez más fuerte, la tentación de construir nuevas y más sofisticadas ideologías para acallar a los pobres, para no verlos, para convencernos y convencerles de que sólo son culpables y merecen su triste suerte. Job sigue luchando, generación tras generación. Y espera respuestas solidarias y verdaderas, no falsa misericordia. De nosotros, los hombres, y de Dios.
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Giuseppe Ungaretti La piedad
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 03/05/2015
"… Y no espero a nadie: / Entre cuatro paredes / estupefactas de espacio / más que un desierto / no espero a nadie: / Pero tiene que venir; / vendrá, si resisto, / surgirá sin ser visto, / vendrá de repente, / cuando menos lo espere: / vendrá cual perdón / de lo que produce muerte, / vendrá porque le importa / la vida suya y mía, / vendrá como alivio / de sus penas y las mías, / vendrá, ya se siente su murmullo."
Clemente Rebora, Canti Anonimi
En la vida de las personas, al igual que en la de las comunidades, civilizaciones y religiones, hay un ciclo en el que se alternan la fe y la ideología, la religión y la idolatría. Al comienzo del camino, seducidos por la voz que nos llama, creemos y nos ponemos en marcha. Pero después de haber recorrido un trecho del camino, a veces muy largo, casi siempre descubrimos que hemos caído dentro de una ideología, o, peor aún, de una idolatría. Es una deriva muy probable, tal vez incluso inevitable, porque la ideología y la idolatría son un producto natural de la fe y la religión. La lectura honesta y desnuda del libro de Job, que no por casualidad está en el centro de una Biblia que trata de combatir la idolatría como su principal enemigo, es una cura poderosa para esta grave enfermedad de las religiones. Nos obliga a abandonar las respuestas conquistadas y elaboradas con esfuerzo durante buena parte de nuestra vida, para volver, con humildad y sinceridad, a las primeras preguntas de juventud.
[fulltext] =>Estamos llegando al centro del libro de Job, al punto crítico de su noche (21 capítulos de 42). Según avanzamos en la lectura, nos vamos dando cuenta de que no poseemos las categorías culturales esenciales para entender de verdad la propuesta radical y asombrosa del autor de este gran libro. Corremos el peligro de trivializar los diálogos entre Job y sus “amigos”, porque la distancia entre la grandeza de las palabras de Job y las de sus interlocutores nos parece demasiado grande. Así, se nos puede escapar que las posturas de los “amigos” son expresión de la mejor teología de su tiempo, como muy bien sabían el autor del libro y sus primeros lectores-oyentes. A diferencia de lo que nos ocurre a la mayor parte de nosotros hoy, los que escuchaban el poema de Job tendían a identificarse antes con la teología de los amigos que con la de la víctima. El herético era el hombre del estercolero. El gran y revolucionario objetivo del libro consistía en llevar a los oyentes a abandonar, o por lo menos a poner en profunda crisis, su teología y su religión, para empezar a avanzar hacia una nueva idea de Dios y de la justicia.
A nosotros, los lectores de hoy, que conocemos toda la Biblia e incluso la leemos desde el punto de vista de los Evangelios, de Pablo, del Humanismo o de la Modernidad, nos resulta casi imposible no perdernos en la tensión dramática del relato. Para entrar en el corazón de este libro (ha llegado el momento de hacerlo) deberíamos al menos intentar una operación difícil pero decisiva: no identificarnos demasiado pronto con Job sin haber sentido antes en nuestra carne la insuficiencia de nuestras respuestas a las preguntas que nos lanzan hoy todos los que, como Job, viven en las periferias de nuestra historia. A Job sólo llegaremos después de haber entendido que nuestras respuestas son radicalmente inadecuadas y siguen “atormentado” a las víctimas de nuestro tiempo. No podemos entender las preguntas de Job sin atravesar la pobreza de nuestras respuestas. Los amigos de Job somos nosotros. Aquí y ahora. Y Job siempre está lejos y olvidado sobre los montones de estiércol que seguimos produciendo.
Llegados a la mitad del libro, la tesis de los tres interlocutores de Job se hace más esencial y sintética. Sofar le dice: “¿No sabes tú que desde siempre, desde que el hombre en la tierra fue puesto, es breve la alegría del malvado, y de un instante el gozo del impío?” (Job 20,4-5). Le recuerda la única explicación posible a su condición de desgraciado: la lógica retributiva. Si has caído en desgracia, tienes que ser culpable, tienes que ser malo. Job nunca ha cedido a esta explicación, porque es contraria a su verdad de justo desventurado.
En el corazón de su diálogo con Dios y con los hombres, Job hace frente a esta teología “económica” de su tiempo. Para desmontarla, pide ayuda a la historia, a los “viajeros” de la tierra que conocen de verdad la vida y a los hombres. Pero antes pide que se le escuche: “Escuchad, escuchad mis razones, dadme siquiera este consuelo” (Job 21,2). Sabe que se acerca el culmen de su proceso a Dios y a la religión, y por eso pide a sus interlocutores que se pongan “la mano en la boca” (21,5), para prepararse al estupor y al escándalo que sus palabras extremas van a provocar en ellos. No hay que descartar la posibilidad de que el redactor de estos capítulos centrales haya enmendado y censurado algunas partes del libro, en las que las preguntas de Job eran más extremas y escandalosas.
Pero Sofar, Elifaz y Bildad no son capaces de escucharle en silencio y siguen hablando y acusando. La escucha verdadera y profunda es amor, ágape; exige benevolencia, confianza y amistad, ingredientes ausentes en los tres “amigos”. Job lo sabe, pero igualmente pide que se le escuche, porque sus verdaderos oyentes somos nosotros. La invitación a callar, escuchar y ponerse la mano en la boca es para nosotros. No ser capaces de callar ante el dolor del mundo es la primera señal de que la fe ya es ideología.
Así pues, tras haber apelado a la tierra y haber deseado que su grito fuera confiado a la pietas de las generaciones futuras, dejándolo grabado en la roca, pone por testigo a la evidencia histórica para refutar a sus “amigos”. Apela a la vida de las personas reales y no a la que imaginan los que razonan acerca de Dios sin conocer ni escuchar a los hombres: “¿Por qué no habéis interrogado a los viandantes y no habéis considerado atentamente sus pruebas?” (21,29). Job encuentra en la tierra de todos las pruebas que muestran que la teología de su tiempo es falsa: “¿Por qué siguen viviendo los malvados, envejecen y aún crecen en poder?... Sus casas están en paz, nada temen, la vara de Dios no cae sobre ellos. Su toro fecunda sin marrar, sin abortar su vaca pare… Acaban su vida en la ventura, en paz descienden al reino de los muertos”. (21,7-13). La base de la falsedad de los teoremas de sus amigos está en la vida real. Es imprescindible conocer esta vida, verla, para aprender una religión y una teología más auténticas. Ayer, hoy y siempre.
Es demasiado fácil ponerse de parte de Job y demostrar, con la evidencia suya y nuestra, que el mundo no responde a la simple lógica retributiva. Son demasiados los malvados que acumulan muchas riquezas injustas y después se las dejan a sus hijos. Aún más son los justos empobrecidos en su desventura. Pero ¿estamos seguros de que Job tiene razón? ¿Es cierto que no hay ningún nexo entre nuestra conducta ética y la felicidad propia y la de nuestros hijos? No es este el plano en el que Job quiere dialogar con nosotros. Job sabe que si interrogamos de verdad a los viajeros y observadores del mundo, ellos nos hablarán de malos felices e infelices, y de justos felices e infelices. A Job no le interesa sostener la tesis opuesta a la de sus “amigos”, porque sabe que es igual de frágil. Su argumentación es distinta y mucho más interesante: castigar a los malvados y recompensar a los justos en esta tierra no puede ser la “tarea” de Dios. Sería un dios demasiado banal, un simple ídolo construido a nuestra imagen y semejanza.
El mundo no ha quedado en manos del azar. La Providencia debe actuar, Job no lo niega. Pero nos invita a buscar registros distintos a los de la teología de su tiempo (y del nuestro). Job busca otro Dios y, entre otras cosas, lo busca para defenderlo de la verdad de la historia. Job nos recuerda que aquellos que creen en Dios y lo aman no deben contar teologías que no se sostienen ante la evidencia histórica. Y sin embargo construimos muchos, demasiados, relatos sobre Dios, que no hacen sino vincularlo a nuestra banalidad y que necesariamente son desmentidos por la verdad de las preguntas de Job y las narraciones de los viajeros. Job sólo pide más silencio, más manos en la boca, para dejar que nos asombre la verdad que acontece en la historia y que no puede ser contraria a la verdad de Dios. Job apela a una religión que sepa dar cuentas de las alegrías y los dolores verdaderos de la gente real. El resto no es más que vanidad y falso consuelo: “¿Cómo, pues, me consoláis en vano? ¡Pura falacia son vuestras respuestas!” (21,34).
En todas las épocas ha sido importante saber callar y retener en la garganta las respuestas seguras, para escuchar los gritos de los Job de cada tiempo. Pero ha sido esencial sobre todo en los grandes momentos de cambio, cuando las respuestas oficiales de las religiones, las culturas y las filosofías han dejado de ser suficientes para contestar las preguntas más difíciles de los justos y de las víctimas inocentes; cuando las explicaciones convencionales acerca del dolor, la muerte y la fe no satisfacen a Job. Sobre todo en esos momentos, hay que ponerse a la escucha profunda del hombre de Uz y dejarse convertir. Cuando eso no se hace, las religiones permanecen bloqueadas dentro de las ideologías y los ídolos ocupan el lugar de la fe.
Hoy Job sigue sin entender nuestras respuestas. No le consuelan, le atormentan. Y nos invita al menos a callar y a escucharle. Hay demasiados gritos de anhelo de un Dios distinto que se elevan hacia el cielo y se ven enmudecidos por nuestras respuestas demasiado fáciles, poco solidarias y alejadas de la vida de la gente, que no saben escuchar a los viajeros de nuestro tiempo. La Biblia fue capaz de escuchar el grito escandaloso e incómodo de Job, lo grabó para siempre en la roca, y así le dio la dignidad más grande. ¿Seremos hoy capaces de hacer lo mismo con los gritos y las preguntas que meten a nuestras teologías en crisis? ¿Sabremos reescribir nuevos poemas escuchando la voz de nuestras víctimas? ¿O seguiremos llevando en el teatro de la vida las máscaras de los amigos de Job?
Las nuevas primaveras de las religiones y las civilizaciones comienzan cuando los amigos de Job aprenden a callar, abandonan sus viejas e inadecuadas certezas y se ponen a escuchar los gritos de las víctimas, de los alejados y los pobres, sentados sobre los mismos montones de estiércol.
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La verdad de la vida está en las pobres preguntas de juventud.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 03/05/2015
"… Y no espero a nadie: / Entre cuatro paredes / estupefactas de espacio / más que un desierto / no espero a nadie: / Pero tiene que venir; / vendrá, si resisto, / surgirá sin ser visto, / vendrá de repente, / cuando menos lo espere: / vendrá cual perdón / de lo que produce muerte, / vendrá porque le importa / la vida suya y mía, / vendrá como alivio / de sus penas y las mías, / vendrá, ya se siente su murmullo."
Clemente Rebora, Canti Anonimi
En la vida de las personas, al igual que en la de las comunidades, civilizaciones y religiones, hay un ciclo en el que se alternan la fe y la ideología, la religión y la idolatría. Al comienzo del camino, seducidos por la voz que nos llama, creemos y nos ponemos en marcha. Pero después de haber recorrido un trecho del camino, a veces muy largo, casi siempre descubrimos que hemos caído dentro de una ideología, o, peor aún, de una idolatría. Es una deriva muy probable, tal vez incluso inevitable, porque la ideología y la idolatría son un producto natural de la fe y la religión. La lectura honesta y desnuda del libro de Job, que no por casualidad está en el centro de una Biblia que trata de combatir la idolatría como su principal enemigo, es una cura poderosa para esta grave enfermedad de las religiones. Nos obliga a abandonar las respuestas conquistadas y elaboradas con esfuerzo durante buena parte de nuestra vida, para volver, con humildad y sinceridad, a las primeras preguntas de juventud.
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de Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 26/04/2015
"Mi último suspiro será para ti, en tu nombre de madre está toda mi vida. Soy inocente y estoy tranquilo. En cuanto al motivo por el que muero, puedes llevar la cabeza bien alta. Puedes decir que tu niño ha muerto por la libertad, sin temblar. Ahora perdono a todos. Adiós mamá, papá, Esteban, Alberto, adiós a todos. Todo está ya preparado y estoy tranquilo. Adiós madre, madre, madre, madre ...
(Cartas de los miembros de la resistencia condenados a muerte, Domingo, 29 años)."
Muchas veces la fraternidad solidaria ha hecho renacer la fe, cuando ha sido capaz de acompañar hasta el final de su oscuridad al hombre que lanza su grito a un cielo que se le presenta vacío y hostil. Pero no menos veces, los desesperados sentados sobre un montón de estiércol tienen que soportar las charlas y persecuciones de unos ‘amigos’ no solidarios, que no ven la verdad que suele esconderse tras los silencios de la fe y los ‘litigios’ con Dios y quieren llenar el cielo vacío de los demás con sus huecas palabras. Y así sigue resonando en nuestra tierra el lamento de Job: “¿Hasta cuándo me acribillaréis a palabras?” (Job 19,2).
[fulltext] =>También Bildad de Súaj, en su segundo diálogo-acusación, remacha con mucha agresividad sus tesis, perfectas como todos los teoremas que no tienen carne ni sangre. Tú, Job, no puedes cambiar el orden del mundo. El justo recibe su recompensa y tiene vida, el malvado sufre y perece: “¿Acaso la tierra quedará por ti desierta, se moverá la roca de su sitio?” (18, 4-6). Le describe detalladamente la suerte del impío y del pecador, que coincide exactamente con la situación en la que se encuentra Job. Con una sola pero radical diferencia: Job es justo.
Entonces regresa, si cabe con mayor fuerza y convicción, la gran, demencial y admirable hipótesis de Job: “Sabed ya que es Dios quien me hace entuerto, y el que en su red me envuelve” (19,6). También Job, al igual que Bildad, cree en el orden divino del mundo, y para evitar el ateísmo se toma a Dios tan en serio como para cargarle al debe su desventura. Y grita buscando ayuda: “Si grito: ¡Violencia!, no obtengo respuesta; por más que apelo, no hay justicia” (19,7).
“Violencia” (hamas) era un grito que tenía un significado jurídico concreto. Cuando una persona se encontraba en una dificultad extrema y gritaba ‘¡Justicia!’, se creaba en los demás una obligación de socorrerle. Era algo parecido al SOS lanzado por un barco, que obliga a quien intercepta la señal a intervenir en su ayuda. Pero Dios sigue callado ante el extremo SOS de Job, porque es él mismo el autor de la violencia. Según Job, Dios ha oído el grito y no hace nada. A diferencia de muchas lamentaciones dentro y fuera de la Biblia, el Dios de Job no está sordo, sino que es su enemigo: “Enciende su ira contra mí, me considera su enemigo” (19,11). Entonces, ¿a quién gritar? Queda la esperanza en los amigos: “¡Piedad, piedad de mí, vosotros mis amigos, que es la mano de Dios la que me ha herido!” (19,21). Cuando se quedó solo en el mundo, Job rogó a la tierra (16,18), y ahora ruega a los amigos. Su oración es totalmente terrena. Bajo un cielo hostil se convierte en una última apelación a la solidaridad humana. Un ruego que se parece al que dirigen los condenados a sus carceleros, recordándoles la común condición humana y apelando a la fraternidad como último recurso.
Muchas veces la solidaridad humana nace y renace de ruegos horizontales, de gritos desesperados de ayuda recogidos por otros compañeros, cuando el cielo parece cerrado, o cuando los ‘abogados’ de Dios han logrado convencernos de que sus impecables respuestas académicas son verdaderamente las de Elohim. Aunque parezca único, en realidad el grito lanzado a otro hombre es casi siempre un grito segundo, que el pobre lanza cuando el primer grito lanzado hacia lo alto no obtiene respuesta. Esta fraternidad, que nace de saber recoger los gritos de dolor, no puede ser enemiga de Dios, aunque no sepa pronunciar su nombre ni reconocer su voz. El enemigo de la oración no es otro hombre solidario, sino el narcisismo del quien habla solo consigo mismo, con los ídolos, con las cosas. Un ruego que busca un amigo también puede ser una oración elevada, y la solidaridad humana que nace del silencio de Dios puede ser más verdadera y espiritual que las oraciones al dios banal de los rufianes de Dios y enemigos de Job.El grito de piedad humana de Job también queda sin respuesta. También los amigos callan. Pero su extrema búsqueda de justicia continúa, y nos abre de par en par otro cielo: “¡Ojalá se escribieran mis palabras, ojalá en monumento se grabaran!” (19,23). Job desea que sus palabras sean grabadas “con punzón de hierro y buril” (19,24), que sean esculpidas en la roca, que no mueran con él. Quiere dejar su testamento como último mensaje. En su drama hay un inmenso amor por la humanidad. La Biblia es esa roca. También aquí aparece el misterio de la palabra: mientras Job pronuncia su grito (‘Ojalá se escribieran mis palabras’), sus palabras quedan realmente escritas para que nosotros podamos recogerlas. Con esto se nos desvela una profunda clave de lectura de todo el libro de Job: los amigos capaces de pietas, a los que Job implora solidaridad, somos nosotros, los lectores destinatarios de su canto, que podemos recoger hoy su SOS y responder. Todo grito no escuchado guardado en la Biblia (incluido el gran grito del Gólgota) va dirigido a nosotros. La Biblia no es sólo una gran colección de salmos, verdades divinas y oraciones, ni sólo un relato de Dios a los hombres. Antes que todo eso, la Biblia es un gran relato del hombre al hombre bajo un cielo habitado. La Biblia es un humanismo, que nos invita a tratar de responderá a los hombres y a las mujeres cuando YHWH no responde. Toda la Escritura es un SOS lanzado a nuestra humanidad, una llamada a ser verdaderamente humanos, a recoger el grito de justicia del hombre llamado Job y de todos sus hermanos y hermanas que siguen gritando en la historia, que han enriquecido su primer canto e invocan nuestra piedad. Al humanismo bíblico no le bastan las respuestas de Dios, que muchas veces calla para dejar espacio a nuestra responsabilidad. Si Elohim no hubiera callado durante casi todo el libro, no habríamos tenido las grandes preguntas de Job, y su grito anhelante de justicia no habría alcanzado a toda la desesperación de la tierra, abrazándola y salvándola. Dios debe saber callar si quiere hombres responsables y capaces de preguntas no vanas.
Pero la Biblia no es el único cofre donde se guardan los mensajes últimos de la verdadera humanidad. Hay mucha literatura que ha nacido y sigue naciendo como testamento. Es posible que toda la gran literatura nazca así. Muchas últimas palabras y muchos gritos al cielo se han perdido, pero también hemos sabido recoger y guardar muchas otras. Los campos de concentración, las cárceles, las muertes solitarias, han sido montones de estiércol capaces de generar también flores maravillosas. Miles de poesías, diarios, cartas desde el frente, música, canciones, arte e incluso las lápidas, han dado continuidad al grito mendicante de Job. Cuando un condenado a muerte le confía su último mensaje a un papel para que pueda llegar a alguien, su esperanza vive. Entonces también una carta o una poesía pueden fijar para siempre ese último momento de esperanza. Pueden hacer que la esperanza sea eterna y no muera. La muerte también puede ser vencida por nuestra palabra.
En el culmen de este ruego-grito de Job florece, tan inesperado como estupendo, un auténtico canto de esperanza: “Yo sé que mi rescatador [goel] está vivo y al final se levantará sobre el polvo” (19,25). Una esperanza que llega como un arco iris mientras todavía arrecia la tempestad. La verdadera esperanza llega siempre así: no es fruto de nuestras virtudes ni del mérito, sino única y totalmente gracia, charis, don. Y por tanto nos sorprende siempre, nos deja sin respiración, y cuando se nos anuncia de antemano y no nos sorprende, es que es una esperanza pequeña o vana.
¿Quién es el rescatador, el goel, que Job desea, anhela y llama desde el fondo de su esperanza desesperada? No lo sabemos. Tal vez sea otro Dios, un Dios más verdadero que aquel al que siente como enemigo. La esperanza dentro de la desesperación es la que hacer resurgir la fe, porque la invita a transcenderse, a convertirse en lo que aún no es. Esperando en el goel, el rescatador del pobre inocente, ya lo ve aparecer por el horizonte. En las noches de la fe, de toda fe, es la esperanza la que permite volver a empezar. Por eso hay que aprender una y otra vez a esperar (la esperanza-don llega como un arco iris resplandeciente y también como un arco iris se desvanece).
No sabemos en qué goel espera Job. Pero sabemos que a Job no le basta el rescate del paraíso, entre otras cosas porque no lo conoce. El Dios de estos libros bíblicos es un Dios de vivos, no de muertos. Un humanismo bíblico que deje todo el rescate de las víctimas inocentes en manos del eschaton, del más allá, no puede ser verdadero. El goel en el que Job espera debe llegar y levantarse sobre el polvo de nuestra condición humana de seres vivos. La tierra prometida es nuestra tierra. Toda promesa de rescate de las víctimas que no se convierta en compromiso concreto por liberarlas aquí y ahora, termina deshumanizando y siendo una esperanza engañosa. Job quiere ver llegar a su goel al polvo de su estercolero, verlo con sus propios ojos: “Yo, sí, yo mismo le veré, mis ojos le mirarán, no ningún otro” (19,27).
El goel no es un ídolo si sabe llegar hasta el polvo de las víctimas, si podemos cruzarnos con él debajo de casa, descubrirle en los hombres y mujeres de nuestra ciudad que son capaces de escuchar el grito de Job y responder. Son demasiados los pobres que no han visto nunca llegar al goel a sus montones de estiércol, y esperan. Y Job sigue llamando a la tierra, a los hombres, a Elohim. Por ellos. Por nosotros.
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El rescatador del pobre sirve al hermano y al Dios de los vivos
de Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 26/04/2015
"Mi último suspiro será para ti, en tu nombre de madre está toda mi vida. Soy inocente y estoy tranquilo. En cuanto al motivo por el que muero, puedes llevar la cabeza bien alta. Puedes decir que tu niño ha muerto por la libertad, sin temblar. Ahora perdono a todos. Adiós mamá, papá, Esteban, Alberto, adiós a todos. Todo está ya preparado y estoy tranquilo. Adiós madre, madre, madre, madre ...
(Cartas de los miembros de la resistencia condenados a muerte, Domingo, 29 años)."
Muchas veces la fraternidad solidaria ha hecho renacer la fe, cuando ha sido capaz de acompañar hasta el final de su oscuridad al hombre que lanza su grito a un cielo que se le presenta vacío y hostil. Pero no menos veces, los desesperados sentados sobre un montón de estiércol tienen que soportar las charlas y persecuciones de unos ‘amigos’ no solidarios, que no ven la verdad que suele esconderse tras los silencios de la fe y los ‘litigios’ con Dios y quieren llenar el cielo vacío de los demás con sus huecas palabras. Y así sigue resonando en nuestra tierra el lamento de Job: “¿Hasta cuándo me acribillaréis a palabras?” (Job 19,2).
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de Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 19/04/2015
"Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la madre tierra.
Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal"(San Francisco, Cántico de las criaturas)
La culpa y la deuda son dos grandes temas en la vida de todos. En alemán son casi la misma palabra: schuld y schuldig. Nacemos inocentes y así podemos seguir toda la vida. Como Job. La muerte de cada niño es una muerte inocente, pero también la muerte de muchos viejos es igualmente inocente. Y Dios, a diferencia de los ídolos, debe ser el primero en ‘levantar su mano’ en nuestra defensa, en creer en nuestra inocencia frente a las acusaciones de nuestros amigos, de las religiones, de las teologías. Las cárceles siguen llenas de esclavos acusados de deudas inexistentes, y los carceleros se siguen enriqueciendo traficando con sus víctimas inocentes que anhelan la liberación.
[fulltext] =>Tras el primer ciclo de diálogos entre Job y sus tres ’amigos’, ahora entramos en un nuevo acto del libro, cuando cada uno de los amigos, por turno, vuelve a tomar la palabra para repetir, exacerbándolas, sus críticas, acusaciones, teorías y sermones. Y Job, en el centro de la escena, sobre el montón de estiércol, sigue haciendo preguntas más grandes y esperando respuestas distintas. No ejercita la paciencia con Dios (con él es radicalmente impaciente) sino con sus ‘amigos’. Después de escuchar las respuestas de Job, también Elifaz, el primer amigo en tomar la palabra (cap. 4), se vuelve agresivo y ataca: “¿Responde un sabio con una ciencia de aire, hincha su vientre de solano, replicando con palabras vacías, con discursos inútiles?” (15,1-3). Concreta su acusación: “Tú llegas incluso a destruir la piedad, a anular los piadosos coloquios ante Dios” (15,4). Y añade: “¿Cómo puede ser puro un hombre? ¿cómo ser justo el nacido de mujer?” (15,14). Job responde: “He oído muchas cosas como esas. Consoladores funestos sois todos vosotros. ¿No acabarán esas palabras de aire?” (16,1-3) Y remacha su imputación: “Estaba yo tranquilo cuando él me golpeó, me agarró por la nuca para despedazarme” (16,12).
En esta nueva variante del tema dominante del canto desesperado de Job (“yo soy inocente, es Dios quien tiene que explicar lo que está haciendo conmigo y con todo el sufrimiento injusto de la tierra”) encontramos engarzadas dos piedras preciosas.
Job, insatisfecho y exasperado por las hasta ahora banales respuestas de sus amigos, ante el silencio de Dios, sigue pidiendo un árbitro, un juez neutral que pueda probar su inocencia y dictar una sentencia justa: “Todavía está en los cielos mi testigo, allá en lo alto está mi defensor… ¡Oh, si él juzgara entre un hombre y Dios, como entre un mortal y otro mortal!” (16,19-21). Y así, después de recurrir al lenguaje del derecho procesal, Job pasa al registro comercial. Invoca la figura del garante y le pide a Dios una fianza: “Coloca, pues, mi fianza junto a ti, ¿quién, si no, será mi garante?” (17,3). El garante era alguien que con su reputación o patrimonio avalaba a un deudor ante su acreedor, compartiendo su responsabilidad en caso de insolvencia. El gesto con el que el garante se comprometía solidariamente con el deudor y le avalaba consistía en levantar la mano. Así pues, esta oración de Job es fuerte y tremenda. En el libro de Job hay muchas oraciones distintas y espléndidas, sobre todo para los que han agotado las suyas y buscan otras más verdaderas. Extenuado por el dolor, la falta de respuestas y los discursos académicos de los amigos, Job eleva un nuevo grito a Dios: ¡Sé tú mi garante, levanta tu mano por mí! Pero ¿cómo es posible que Dios, el acreedor, pueda ser también el avalista del deudor (Job)?
Aquí nos encontramos con otro pasaje estupendo. Job, con sus ojos empañados que sin embargo habían adquirido una visión distinta, intenta entrever dentro del Dios de todos un Dios más escondido, más profundo y verdadero que el que había aprendido de joven. Debe existir un rostro de Elohim que esté de parte del pobre injustamente oprimido, dispuesto a levantar la mano por él. Job está llamando a Elohim a convertirse en lo que, según parece, aún no es. Si al Dios bíblico se le llama justo, bueno, lento a la ira y misericordioso, entonces es posible dirigirse a un rostro de Dios sin negar los otros. Y buscar un nuevo rostro (“Tú rostro, Señor, yo busco” dice el Salmo 27). Toda oración, cuando no es magia ni fruto del miedo a Dios o a la vida, consiste en llamar a alguien por su nombre, en pedirle que se convierta en algo que aún no es, y nosotros con él. Job es acusado de insolvencia y puesto en la calle por unas deudas inexistentes que se le han imputado. En el mundo antiguo (y todavía hoy) el que no pagaba sus deudas se convertía en esclavo e incluso muchas veces moría en la cárcel. Desde el fondo de su cárcel, Job clama al cielo: Tú (o al menos una franja de ti) debes saber que la acusación que me ha traído hasta aquí no es verdadera, que mis deudas no son más que falsas acusaciones. Lo demostraré. Es más, tú dirás a todos las verdaderas razones de mi bancarrota. Pero ahora, en el abandono, te ruego: ¡Sé tú mi garante. Levanta tu mano por mí. Al menos tú, rostro distinto del único Dios, dame confianza!
Es fuerte esta extrema petición de confianza, que muchos justos elevan cada día. El mundo, dentro y fuera de las cárceles, está lleno de inocentes que repiten la oración de Job: si soy justo (yo sé que lo soy y no quiero dejar de creer en mi inocencia), debe haber alguien, en la tierra o en el cielo, que me crea, alguien que me dé crédito. Demasiadas veces, este avalista de las víctimas no existe o no aparece, no responde. Job grita, sigue gritando, también por los que nunca han encontrado un garante. Mientras se encuentra agotado en el fondo del pozo de la humillación extrema, Job vuelve a escuchar en su interior aquella voz antigua: “Y eso que no hay en mis manos violencia, y mi oración es pura” (16,17). Si Job hubiera cedido a las peticiones de sus amigos y hubiera admitido su culpabilidad, no habría dejado a Dios convertirse en el garante de última instancia de los pobres y las víctimas. La fe de Job en un Dios distinto y más humano, ha permitido a Dios, a través de todos los libros de la Biblia y a través de la historia, mostrar un rostro distinto y nuevo. Así pues, Job no está ensanchando sólo el horizonte de la humanidad buena amiga de Dios, sino el horizonte de Dios con los hombres. Si es cierto que el hombre, en su relación con el Dios bíblico, ha aprendido a convertirse en más hombre, no es menos cierto que, paradójicamente, en la relación con los hombres, el Dios bíblico ha ‘aprendido’ a mostrarse a la altura de sus promesas más altas. El Dios de los filósofos no tiene nada que aprender de la historia y es casi siempre inútil para la vida de los pobres. El Dios bíblico es un Dios distinto. Preguntemos a Job, o a María, que vio a un niño convertirse en hombre, a un crucificado resucitar.
Pero las perlas de estos capítulos no acaban aquí. Mientras invoca esa garantía extrema, Job siente ya muy cerca la muerte: “Mi rostro ha enrojecido por el llanto, la sombra mis párpados recubre” (16,16). De su alma florece una oración nueva, una de las más hermosas de toda la Escritura. Una frase, una lanzada de luz encerrada en un solo versículo: “El rabino que me enseñaba hebreo, debido a la emoción, no lograba leer este versículo” (Guido Ceronetti, El libro de Job). Algunos versos de la Biblia sólo se pueden entender si el dolor no nos deja pronunciarlos: “¡Tierra, no cubras tú mi sangre, y no quede en secreto mi clamor!” (16,18).
En el momento en que Job siente la certeza de la derrota y la muerte, baja los ojos, mira a la tierra y la llama por su nombre. Aplastado y fracasado, aprende a rezar a la tierra. Esta oración (que es lo contrario de los impropios cultos a la diosa madre) es el canto del terrestre, del adam que, arrojado rostro en tierra, logra ver, sentir y hablarle a la tierra (adamah) de otra forma, como una amiga leal. Y llama hermanos a los gusanos que se nutrirán de su cuerpo, habitantes, como él, de la misma tierra. Hace falta llevar estigmas para sentir y llamar de verdad hermanas a la tierra y a la muerte.
La tierra ha escuchado la oración de Job. No ha cubierto la sangre de muchos justos, y sigue guardando la memoria del grito de Job y sus hermanos. Cada persona, cada comunidad y cada cultura tienen sus lugares en los que el grito de Job y de los inocentes sigue presente. Las estelas, los monumentos, la habitación del hijo, buena parte de la poesía y el arte, guardan los gritos del alma. Aún así, se pierde demasiada sangre espiritual, cubierta y absorbida por la tierra, por falta de poetas y artistas o porque es demasiado secreta y grande para que alguien la vea. Estos lugares los conocemos y los reconocemos, y damos las gracias a la tierra y a sus habitantes por no haberlos cubierto, por haber permitido que el canto-grito de Job no se apague en la garganta del mundo. A la tierra hay que pedirle, suplicarle, que no cubra la sangre de los justos, porque es la vida la que quiere y debe cubrirla. El amor humano le pide a la tierra que olvide, sepultándolo, el gran dolor. Job lo desentierra por un amor más verdadero.
La tierra no absorbió la sangre de Abel cuando un hermano ‘levantó la mano’ no para cuidar de él sino para matarlo, y el olor de aquel justo llegó hasta Dios (Génesis, cap. 4). Job, otro justo, le pide a la tierra que no absorba su sangre, porque quiere que su olor llegue hasta nosotros. Su grito vivo nos pide que nos convirtamos en garantes, responsables y solidarios con las víctimas inocentes. ¿Sabremos levantar nuestra mano para salvarlas?
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Publicado en Avvenire el 19/04/2015
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por Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 12/04/2015
"Salgamos. Pidamos que pase
todo el malestar. ¿A quién se lo pedimos?
A la viña, que es toda
una explosión de hojas nuevas,
a la rama de la acacia con espinas,
a la hiedra y a la hierba,
hermanas emperatrices que son
manto extendido y potentísimo trono."(Mariangela Gualtieri, A mis inmensos maestros)
Muchos economistas, filósofos e intelectuales elaboran teorías que legitiman la miseria del mundo. Nos hablan de ella como de una consecuencia de la holgazanería de los pobres, tal vez inscrita en sus genes. No escuchan a Job ni su gran petición de explicaciones, sino que lo marginan y lo ridiculizan. Y cuando alguien intenta defender la verdad de los pobres y sus razones, se ve rodeado por los mil ‘amigos de Job’ que le condenan y se mofan de él. Los falsos amigos de Job no se han extinguido y con sus ideologías siguen humillando, despreciando y condenando a los pobres.
[fulltext] =>La acusación de Sofar, el tercer ‘amigo’, es clara y despiadada: Job es un falso inocente, un fanfarrón que esconde sus pecados bajo una cortina de palabras. “Sofar de Naamat tomó la palabra y dijo: ¿No habrá respuesta para el charlatán? ¿Por ser locuaz va a tener razón?” (11,1-2). Job responde: “En verdad sois gente importante. ¡La Sabiduría morirá con vosotros! Pero yo también sé pensar como vosotros, no os cedo en nada” (12,1-3). Job quiere respuestas nuevas y distintas de Dios. Las de los teólogos consumidores de sabiduría no le sirven: “Sí, yo lo sé tan bien como vosotros, no os cedo en nada. Pero es al Omnipotente a quien yo hablo” (13,2-3). Quiere oír la versión de los hechos directamente de Dios. No quiere escuchar a sus defensores de oficio. Quiere oír la voz del imputado.
Sofar, para celebrar la infinita e insondable sabiduría de Dios, agrede, condena y humilla al hombre Job. En cambio, Job permanece fiel a la tierra, totalmente solidario con la humanidad (con el Adam, el terrestre). No alaba a Dios en contra del hombre, no es un rufián. En cambio, hoy como ayer, una legión de rufianes de Dios, como Sofar y los otros amigos, defienden a Dios para alabarse a sí mismos, sin amar verdaderamente ni a Dios ni a los hombres.
Para defender a Dios, los tres amigos ofenden al hombre y niegan la evidencia (conocen a Job y saben que es justo). Su fría teología hecha de teoremas alaba a Dios para alabarse a sí misma. Es ideología, y por tanto idolatría. Por el contrario, toda teología no ideológica es antes que nada humanismo: habla a Dios bien del hombre antes de hablar al hombre bien de Dios. La verdad, la bondad y la belleza divinas no pueden ser defendidas en contra de la verdad, la belleza y la bondad humanas. Y quien así actúa, niega la humanidad, la tierra y a Dios.
La experiencia concreta y encarnada de Job, el justo injustamente desdichado, es el primer dato de la realidad que Sofar debería tomar como punto de partida. En cambio, como todos los falsos profetas y los falsos sabios, defiende a Dios, que no lo necesita, para salvarse a sí mismo y su ‘verdad’ teológica. Los diálogos entre Job y sus amigos son una crítica a la religiosidad enemiga del hombre (y de Dios), a las ideologías, a las filosofías y a la religión reducida a ética.
Job denuncia a todos los moralistas, que no ven el mundo a partir del montón de estiércol y se vuelven agresivos como Sofar. Dando un repaso a la historia y al presente, resulta impresionante la desmesurada cantidad de teólogos y filósofos moralistas que han usado y usan a Dios (su idea de Dios) para construir una pirámide, con el único fin de colocarse en la cima, al lado de Dios o incluso por encima de él (en cuanto arquitectos y constructores suyos). Así pues, el verdadero teólogo es Job, quien le pide a Dios que ‘despierte’ para estar a la altura del sufrimiento del mundo.
De la meditación de estos capítulos, que forman el corazón del libro de Job, descubrimos que el hombre llamado Job es un símbolo de muchas realidades, todas ellas decisivas. En primer lugar nos revela algunas dimensiones esenciales del misterio de la verdad. La víctima, el pobre, tiene una vía privilegiada de acceso a la sabiduría, puede acceder a una verdad más verdadera. Cuando alcanzamos la condición humana extrema, cuando todos los puentes han caído detrás de nosotros y por delante no vemos ninguna tierra prometida, sólo cabe buscar la verdad por la verdad. Y muchas veces la encontramos o, mejor dicho, nos encontramos inmersos en ella. Esta verdad, tal vez solamente esta verdad, permite que su ‘poseedor’ (o, mejor dicho, quien es habitado por ella) no la use en su provecho, no la consuma. Es como cuando descubrimos una flor rara en la montaña y, en lugar de arrancarla para perfumar y embellecer nuestra casa, la dejamos en el prado de todos. Esta gratuidad es la que hace que la verdad, toda verdad, sea humilde, casta, pura y valiosa. Agape.
Job es un icono muy elevado de la fe bíblica: una continua e incesante petición de verdad. Pero si queremos que sea auténtica, que sea amor, debemos gritarla con Job, sentados sobre los montones de estiércol de la tierra, sin dejar nunca de sentirnos hermanos y hermanas de todos y de todo.
Pero Job es también un paradigma de los que reciben una vocación verdadera, ya sea religiosa, laica o artística. Cuando nos ponemos en camino siguiendo la llamada de una voz buena (que nos habla desde fuera y desde dentro), inevitablemente llega la etapa de Job. Llega un momento en que nos encontramos sentados sobre nuestra basura y la basura de la ciudad, y entonces sentimos nacer una necesidad absoluta de verdad acerca de nuestra historia, de Dios y de la vida. Ya no nos conformamos con pequeñas verdades y respuestas fáciles. Tras haberlo dado todo, se puede y se debe pedir también todo. Con Job comprendemos que las respuestas a nuestra demanda de verdad no son para nosotros mismos, sino para todos. Así surge una amistad con los hombres, las mujeres y la naturaleza que no es fruto de las virtudes, sino única y exclusivamente don.
Es espléndido el canto cósmico final de Job. En su condición de amante pobre y desinteresado de la verdad, Job experimenta en su carne herida la unidad y la comunión con toda la creación. Incluye en su canto a los animales, a la tierra, a las plantas y a la paja. Los comprende, los ama y los hermana: “Interroga a las bestias, que te instruyan, a las aves del cielo, que te informen. Te instruirán los reptiles de la tierra, te enseñarán los peces del mar” (12,7-9). Desde el montón de estiércol todo se ve vivo, todo habla, todo reza. Pero para ver esta vida y esta profunda oración del universo, es necesario amar la verdad por sí misma. Así y sólo así se llega a vislumbrar una fraternidad cósmica, y del dolor del mundo florece una comunión con la hierba, con el ruiseñor, con la roca, con la estrella, con el onagro y con el anciano que se apaga en una cama de hospital. Así se aprende a ver y contemplar la inocencia y la verdad de los animales y de toda vida no humana. Sólo los hombres saben ser falsos, aduladores e idólatras; no los animales ni las plantas. En el mundo verdadero de Job hay una verdad más radical que el cosmos: las rocas, el agua, los árboles, las raíces y las hojas componen el único canto de la tierra, que se convierte en palabra en la garganta ronca pero vivísima de Job. La fragilidad de la efímera condición humana hace que sintamos aún más a Job como criatura. La muerte del hombre es más desesperada que la del árbol (que talado aún puede retoñar e innovar – 14,7), es la hermana pobre de la muerte del río y del lago que se secan por falta de agua (14,11). Toda la creación es vulnerable y caduca (la montaña se derrumba, la roca es erosionada por el agua – 14,19-20). Como todo, como nosotros.
Pero esta vulnerabilidad cósmica, esta especie de dolor universal por el sufrimiento inexplicable de los animales, las plantas y la tierra, le da a Job una base más sólida para su disputa con Dios. Job se convierte en el portavoz extremo y verdadero de la tierra, y le pide a Dios razón de un mundo creado por él donde hay demasiado sufrimiento sin razón.
Nos encontramos con una admirable reciprocidad entre Job y la naturaleza: la naturaleza le ofrece a Job una evidencia y una fuerza mayor para su proceso con Dios, y él le presta su voz a la naturaleza, pidiéndole al Eterno explicación también en nombre de las rocas, los animales y los árboles. Cada día, desde las plantas, los animales y los hombres se eleva una fuerte demanda de justicia y de verdad, si sabemos escucharla.
La presencia de Job, o de alguien que lleve bien su máscara en el drama de la vida, es imprescindible para toda persona, comunidad, sociedad o pueblo que no quiera caer en las ideologías y por tanto en los regímenes, construidos siempre en base a razonamientos parecidos a los de los ‘amigos de Job’, que usan los grandes ideales y a Dios mismo para oprimir a los pobres y justificar la opresión.
Por el contrario, son verdaderos hermanos de Job los (raros) poetas y artistas que, por vocación y carisma, no tienen miedo de llevar hasta el límite sus preguntas sobre la verdad de la vida, sin detenerse ante la casi invencible tentación de buscar y encontrar otro consuelo distinto al consuelo de la verdad. Si en la vida no encontramos a Job o a un poeta amante como él de la verdad desnuda (como Leopardi, por ejemplo), no conseguiremos liberarnos de las ideologías y nos veremos sometidos a algún ídolo que de respuesta fácil a nuestras aún más fáciles preguntas.
Estamos viviendo una profunda indigencia de preguntas grandes. Nos estamos acostumbrando rápidamente a los diálogos de las tertulias televisivas y olvidamos que nos hicimos mayores preguntando mil ‘porqués’ a nuestros padres, y que para envejecer bien tendremos que ser capaces de volver a los grandes ‘porqués’ de los niños. Dios volverá a hablarnos cuando sepamos interrogarle, con Job y como Job, con nuevas preguntas capaces de ‘despertarle’.
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El falso amor de los que defienden al Señor para alabarse a sí mismos.
por Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 12/04/2015
"Salgamos. Pidamos que pase
todo el malestar. ¿A quién se lo pedimos?
A la viña, que es toda
una explosión de hojas nuevas,
a la rama de la acacia con espinas,
a la hiedra y a la hierba,
hermanas emperatrices que son
manto extendido y potentísimo trono."(Mariangela Gualtieri, A mis inmensos maestros)
Muchos economistas, filósofos e intelectuales elaboran teorías que legitiman la miseria del mundo. Nos hablan de ella como de una consecuencia de la holgazanería de los pobres, tal vez inscrita en sus genes. No escuchan a Job ni su gran petición de explicaciones, sino que lo marginan y lo ridiculizan. Y cuando alguien intenta defender la verdad de los pobres y sus razones, se ve rodeado por los mil ‘amigos de Job’ que le condenan y se mofan de él. Los falsos amigos de Job no se han extinguido y con sus ideologías siguen humillando, despreciando y condenando a los pobres.
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por Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 05/04/2015
"No descendiste de la cruz cuando se burlaban de ti y te gritaban entre risas: ‘¡Baja de la cruz y creeremos en ti!’. No lo hiciste porque una vez más te negaste a subyugar al hombre por medio de un milagro. Anhelabas una fe libre ... Te aseguro que el hombre fue creado más débil y más vil de lo que tú pensabas ... Si le hubieras querido menos, también le habrías exigido menos y le habrías impuesto una carga más ligera".
(Fiodor Dostoyevski, “El gran inquisidor”, Los hermanos Karamazov).
El humanismo bíblico no asegura la felicidad a los justos. Moisés, el profeta más grande, muere solo y fuera de la tierra prometida. Tiene que haber algo más verdadero y profundo para los justos que la búsqueda de su propia felicidad. A la vida le pedimos mucho más. Sobre todo, el sentido de la infelicidad propia y ajena. El libro de Job está de parte de los que buscan obstinadamente un sentido auténtico a la decepción de las grandes promesas, a la desventura de los inocentes, a la muerte de los hijos e hijas, al sufrimiento de los niños.
[fulltext] =>Tras el primer diálogo con Elifaz, toma la palabra el segundo amigo: “Bildad de Súaj tomó la palabra y dijo: ‘¿Hasta cuándo estarás hablando de este modo, y un gran viento serán las razones de tu boca? ¿Acaso Dios tuerce el derecho, el Omnipotente pervierte la justicia? Si tus hijos pecaron contra él, ya los dejó a merced de sus delitos’” (8,1-4). Bildad, para no poner en discusión la justicia de Dios, se ve obligado a negar la rectitud de Job y de sus hijos. Según su ética, abstracta y carente de humanidad, si los hijos (y Job) son castigados es porque habrán pecado. Así, su idea de la justicia divina y del orden le lleva a condenar y a traicionar al hombre. En cambio, son muchos los hijos que mueren sin tener ninguna culpa, ayer, hoy y siempre. En los Alpes franceses, en Kenia o en el Gólgota. En todas partes. No existe pecado alguno cuya expiación exija la muerte de un hijo, so pena de negar cualquier diferencia entre Elohim y Baal, o entre YHWH y los ídolos hambrientos.
El poema de Job es un test sobre la justicia de Dios, no sobre la justicia de Job (revelada ya desde las primeras líneas del prólogo). Elohim es quien debe demostrar que es verdaderamente justo a pesar del dolor de los inocentes.
Para responder a su ‘amigo’, ante Job se abren dos caminos. El primero, que siempre es el más fácil, consiste en admitir que en el mundo no hay justicia alguna: Dios no existe o está demasiado lejos como para desempeñar el papel de juez justo de los hombres. El segundo camino pasa por intentar algo impensable en su tiempo (y para los creyentes de todos los tiempos): cuestionar la justicia de Dios, pedirle razón de sus actos. Cuando Job responde a Bildad, atraviesa estas dos posibilidades extremas: “¡Aunque soy inocente, ni yo mismo me conozco, y desprecio mi vida! Pero todo da igual y por eso digo: él extermina al intachable y al malvado. Si un azote acarrea la muerte de improviso, él se ríe de la angustia de los inocentes. La tierra está sujeta al poder de un malvado” (9,21-24). No le importa su vida (que es pura gratuidad), sino la justicia en el mundo. Y así Job se atreve a llegar donde nadie se ha atrevido, negando la posibilidad de que exista una justicia divina.
Job sigue aquí ampliando los horizontes de la humanidad incluida en el humanismo bíblico, acogiendo en su arca a muchos que siguen preguntándose si puede existir un Dios bueno y justo en un mundo donde el dolor y el mal son inexplicables. Job nos dice que una pregunta sin respuesta puede ser más religiosa que una respuesta demasiado fácil; que un ‘porqué’ también puede ser oración. Después de Job, no hay en la tierra rosario más verdadero que el formado por todos los ‘porqués’, desesperados y sin respuesta, que suben hacia un cielo que desean amigo y habitado.
Job sigue pidiendo que la tierra tenga un fundamento más profundo que el caos y la nada. Pero para buscar y querer a un Dios verdadero más allá de la aparente ‘banalidad del bien’, Job, con la fuerza de su fragilidad, le pide a Dios que responda de sus actos, que sea un Dios responsable.
En realidad, podía haber seguido un camino más fácil, tomando el atajo que le aconsejan sus amigos y admitiendo su culpabilidad. Pero Job, por una misteriosa fidelidad a sí mismo y a la vida, no sigue esa tercera vía. Job podía haberse reconocido pecador (¿qué hombre justo no tiene conciencia de serlo?) y haber implorado el perdón y la misericordia divina, salvando así la justicia de Dios y esperando también ganar su propia redención personal. Pero no lo hace, y sigue pidiendo razones, dialogando y esperando ver un rostro distinto de Dios. Creyendo en su propia rectitud.
Durante las largas y agotadoras pruebas de la vida, a las personas justas les resulta difícil no perder la fe en su propia verdad y en su justicia. “No era cierto que lo hacía por su bien…”, “He sido un soberbio…”, “En el fondo soy pura apariencia…”. Pero cuando nuestras culpas (que siempre existen) nos sugieren una lectura de nuestra vida que se va haciendo cada vez más y más convincente, perdemos toda conexión con la realidad y nos perdemos, aunque por una desesperación distinta y menos verdadera pidamos perdón e imploremos la misericordia de Dios y de los demás. Esta cesión no es humildad, sino tan sólo la última gran tentación. Siempre podemos esperar salvarnos de pruebas parecidas a las de Job mientras la historia de nuestra inocencia y rectitud nos convenza más que la historia de nuestros pecados y nuestra maldad. Es la fe-fidelidad en aquello que era ‘muy bello y muy bueno’ (Gen 1,31), aquello que, a pesar de todo, seguimos siendo y puede salvarnos en los momentos de las largas y grandes pruebas. Job se agarra a esta dignidad (suya y nuestra): “Recuerda que me hiciste como se amasa el barro” (10,9). Una fe que incluye también a los hijos, a las personas amadas, y que algún día podrá llegar a incluir a todo ser humano. Job sigue creyendo en su inocencia para que nosotros, que somos menos justos que él, podamos hoy seguir creyendo en la nuestra.
Además, Job no cree que los hijos merezcan la muerte. Ningún hijo merece morir. En la tierra hay mucha verdad y mucha belleza porque las madres y los padres siguen creyendo, a veces contra toda evidencia, que los hijos y las hijas no son culpables. Muchas veces nos hemos salvado y seguimos salvándonos porque al menos una persona ha seguido creyendo que nuestra belleza y nuestra bondad son más grandes que nuestros errores. La tierra sería un lugar muy triste sin la mirada de resurrección de las madres y los padres.
La extrema fidelidad de Job a sí mismo le lleva después al acto más subversivo. No quiere negar la justicia de Dios, pero tampoco puede negar su propia verdad. Así, del cepo en el que parece quedar atrapado surge de forma inesperada una tercera posibilidad, impensada e impensable. Job llama a juicio al mismo Dios. Su estercolero se transforma en la sala de un tribunal. El imputado es Elohim, sus abogados son los amigos de Job y el inquisidor es Job: “Asco tiene mi alma de mi vida: derramaré mis quejas sobre mí, hablaré en la amargura de mi alma. Diré a Dios: ‘¡No me condenes, hazme saber por qué me enjuicias! ¿Acaso te está bien mostrarte duro, menospreciar la obra de tus manos, y avalar el plan de los malvados?’” (10,1-4).
Pero – se pregunta - ¿cómo es posible llamar a juicio a Dios, denunciarlo, si el imputado es también el juez? “Que él no es un hombre como yo, para que le responda, para comparecer juntos en juicio. No hay entre nosotros árbitro que ponga su mano entre los dos” (9,32-33). En realidad, en todo el libro de Job hay un juez-árbitro: el lector, que durante el desarrollo del drama está llamado a tomar partido, a expresarse por uno u otro contendiente. Un lector-árbitro contemporáneo de Job le habría condenado, considerando su arenga como un acto de soberbia e indolencia. La defensa de Job ha ido creciendo con la historia, con los profetas, con los evangelios, con Pablo, con los mártires y después de la modernidad, con los campos de concentración, el terrorismo y la eutanasia de los niños. Job es más contemporáneo nuestro que del hombre de su tiempo, y lo será aún más en los siglos venideros.
Con el ‘proceso a Dios’ estamos dentro de una auténtica revolución religiosa: también Dios debe rendir cuentas de sus actos si quiere ser el fundamento de nuestra justicia. Debe hacerse entender, decir otras palabras además de las ya pronunciadas. Si quiere estar a la altura del Dios bíblico de la Alianza y la Promesa y emanciparse de los cultos idolátricos, tan estúpidos como sus fetiches. El libro de Job, engarzado en el corazón de la Biblia, nos conduce a otra cima y desde allí nos invita a ver toda la Torá, los profetas, el Nuevo Testamento, y las mujeres y hombres de todos los tiempos. Representa una prueba de verdad de los libros que lo preceden y de los que lo siguen.
Ha habido otro proceso con Dios como imputado. Pero en él las partes estaban cambiadas. El hombre era el fuerte, casi omnipotente, el que preguntaba y juzgaba. Dios era el frágil, el condenado, el crucificado. Entre estos dos procesos extremos se inscribe toda la justicia, la injusticia y las esperanzas del mundo. Job no sabía esto, no podía saberlo. Pero seguro que fue el primero en hacer fiesta por el sepulcro vacío. Sólo los crucificados pueden comprender y desear la resurrección.
Feliz Pascua.
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por Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 05/04/2015
"No descendiste de la cruz cuando se burlaban de ti y te gritaban entre risas: ‘¡Baja de la cruz y creeremos en ti!’. No lo hiciste porque una vez más te negaste a subyugar al hombre por medio de un milagro. Anhelabas una fe libre ... Te aseguro que el hombre fue creado más débil y más vil de lo que tú pensabas ... Si le hubieras querido menos, también le habrías exigido menos y le habrías impuesto una carga más ligera".
(Fiodor Dostoyevski, “El gran inquisidor”, Los hermanos Karamazov).
El humanismo bíblico no asegura la felicidad a los justos. Moisés, el profeta más grande, muere solo y fuera de la tierra prometida. Tiene que haber algo más verdadero y profundo para los justos que la búsqueda de su propia felicidad. A la vida le pedimos mucho más. Sobre todo, el sentido de la infelicidad propia y ajena. El libro de Job está de parte de los que buscan obstinadamente un sentido auténtico a la decepción de las grandes promesas, a la desventura de los inocentes, a la muerte de los hijos e hijas, al sufrimiento de los niños.
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