Los días que ya no nos llenan

El árbol de la vida – La buena muerte de los Patriarcas y la pobre soledad

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 08/06/2014

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"Lo único que le dolía es que empezaba a hacerse viejo y tendría que dejar la tierra donde estaba. Es una injusticia de Dios que después de gastar la vida en hacerte una hacienda, cuando finalmente consigues tenerla y quieres más, ¡tengas que dejarla! Así que cuando le dijeron que había llegado el momento de dejar su hacienda y pensar en el alma, salió al patio tambaleándose como un loco, y fue matando a bastonazos a sus patos y a sus pavos gritando: ¡Hacienda mía, vente conmigo!”

(Giovanni Verga, La roba).

No es cierto que el progreso sea un conjunto de vectores orientados en la misma dirección. La modernidad ha supuesto una mejora y un gran desarrollo para muchas dimensiones de la vida, pero no para el arte de envejecer y morir, que está sufriendo un rápido y fuerte retroceso. La fase final del ‘ciclo de Jacob’ está marcada por el dolor y la muerte, sobre todo de las mujeres.

Después de la triste historia de Dina, encontramos la muerte de Debora, “la nodriza de Rebeca” (35,8), que fue sepultada bajo “la encina del llanto”. A continuación, la de Raquel, la esposa amada de Jacob, que murió en el parto trayendo al mundo a su segundo hijo: “En medio de los apuros del parto, le dijo la comadrona: “¡Animo, que también este es hijo”. Pero “al exhalar el almale llamó ‘Ben-Oní’ [hijo de mi dolor]; pero su padre le llamó ‘Benjamín’ [hijo de la prosperidad]” (35,18). Jacob seguía moviéndose, como peregrino y extranjero, por la tierra prometida. Como caminante, sepultó a Raquel en Belén (la ‘casa del pan’), en el camino que le conducía a la tierra de su padre Isaac (Hebrón). Sobre su tumba erigió una vez más una estela, marcando así para siempre aquella tierra y su propia vida.

Las mujeres siguen dando a luz con dolor y por muchos avances que haya logrado la medicina, el parto sigue siendo un momento crucial que confiere una dignidad y un valor único en el universo a la vida de las madres. Demasiadas mujeres siguen muriendo todavía hoy en el parto (mil cada día), también en los países tecnológicamente más avanzados. Algunas veces, en estos encuentros entre vida y muerte, se repite la alquimia de Raquel: el niño ‘hijo del dolor’ y de la muerte toma un nombre nuevo y se transforma en ‘hijo de la prosperidad” y de la vida. Y en estas transformaciones y verdaderas resurrecciones, por lo general es el padre el que le da al hijo un nombre nuevo, viendo en él para siempre, como en cada hijo, el rostro de la madre y esposa.

Finalmente, muere también Isaac: “Jacob llegó adonde su padre Isaac, a Mambré … donde residieron Abraham e Isaac como extranjeros. Isaac alcanzó la edad de ciento ochenta años. Entonces Isaac expiró y murió, fue a reunirse con su pueblo, anciano y lleno de días. Lo sepultaron sus hijos Esaú y Jacob” (35,27-29). La muerte de Isaac es un calco casi literal de la de su padre Abraham: “Estos fueron los días de vida de Abraham: ciento setenta y cinco años. Expiró, pues, Abraham y murió en buena ancianidad, viejo y lleno de días, y fue a juntarse con su pueblo. Sus hijos Isaac e Ismael le sepultaron en la cueva de la Makpelá” (25,7-9). Abraham e Isaac mueren tras una larguísima vida, ‘llenos de días’, ‘en buena ancianidad’. La muerte del padre es además ocasión de encuentro para los hijos, que habían vivido en conflicto. Una espléndida escena que revive de vez en cuando en nuestras historias cotidianas. En estas dos bellas muertes aparece el verbo ‘expirar’. Al morir devolvemos el ‘soplo vital’ que recibió el Adam en el momento de su creación y que todo hombre recibe al venir al mundo. La vida no es manufactura nuestra, sino ese misterio que está entre el primer aliento recibido y el último aliento devuelto.

La contemplación de la buena muerte de los Patriarcas no debe llevarnos a olvidar que no todas las muertes de ayer y de hoy son buenas. La muerte de los niños y los jóvenes llega como un ladrón, como un enemigo que viene a llevarse lo que no le corresponde. Pero hay muchas otras muertes, la mayoría, que podrían ser buenas si tuviéramos los recursos espirituales y morales para vivirlas bien. Las religiones, la piedad popular, la ética familiar, la espiritualidad, muchas de las civilizaciones tradicionales no occidentales e incluso las grandes ideologías del siglo XX generaron una buena gestión del dolor y de la muerte, porque elaboraron una cultura del envejecimiento y del final de la vida mucho más sostenible que la que domina hoy nuestra civilización de consumo. Muchos (aunque no todos) ancianos de ayer murieron ‘llenos de días’ y en ‘buena ancianidad’. Mi abuelo Domingo es uno de ellos. Pero hoy en día, no comprendemos ni aceptamos la edad de la decadencia del cuerpo y de la vida, y creamos ‘mercados de la juventud’ cada vez más florecientes, como sucedáneos. Tratamos de olvidar que, por mucho que la retrasemos con caros tratamientos estéticos, con horas de gimnasio y extenuantes carreras metropolitanas, la edad del ocaso llega inexorable. Llegar sin preparación al encuentro con el decaimiento físico es devastador, porque entonces la muerte se presenta como el final de todo: de nosotros mismos, de los amores, de ‘la hacienda’, del pasado y del mundo. Y al no apreciar ni amar nuestra vejez ni la de los demás, no apreciamos ni amamos a los ancianos, que se han convertido en una gran ‘periferia’ de nuestro tiempo. Así, la sociedad y la economía dilapidan un patrimonio de gran valor y de grandes valores.

Tenemos una necesidad vital de nuevos carismas, que nos vuelvan a enseñar el arte de la plenitud de los días y la buena ancianidad, que vean de otra forma esta gran pobreza de nuestro tiempo y la amen. Sin una dócil reconciliación con la vejez, ésta termina paradójicamente por dominar también los años de la juventud, que pasan más veloces cuanta mayor es la obsesión por su final. En cambio, si sabemos amarla y acogerla, la vejez nos revela también sus delicadas y escondidas, que no pequeñas, bellezas. La belleza siempre ha sido espiritual, mucho más ética que estética. Conocí a Rita Levi Montalcini, a Madre Teresa y a Nelson Mandela cuando ya eran de edad avanzada y siempre me parecieron muy hermosos, no menos que mis sobrinos o los jóvenes de mi universidad.

Es una gran injusticia que hoy muchos ancianos no puedan pasar los últimos años de su vida rodeados de nietos; los niños son esenciales para alegrar la vejez y hacer buena la ancianidad. Una cultura que consiente que cada vez más ancianos mueran solos o en ‘compañía’ de otros ancianos solos es una cultura estúpida y profundamente ingrata. Hoy en Italia el 62.5% de las mujeres ancianas viven solas (frente al 30% de los hombres). Es un dato muy grave, sobre todo si pensamos que estas mujeres han gastado los mejores años de su vida cuidando de sus ancianos y renunciando (más o menos libremente) a tener vacaciones y a desarrollarse profesionalmente. Toda una generación de mujeres está muriendo con un enorme ‘crédito de cuidados’. Los cuidados que reciben en la ancianidad son infinitamente menores que los que proporcionaron cuando eran jóvenes. Mañana encontraremos un nuevo equilibrio entre generaciones y entre sexos (esperemos que sea mejor) y ese crédito se reducirá. Pero eso no quita nada del injusto dolor padecido por toda una generación de mujeres.

La felicidad y la sabiduría de una civilización se miden sobre todo por cómo sabe envejecer y morir. Cuando un joven ve a un padre o a una abuela morir mal, es su propia vida la que se entristece, aunque no se de cuenta. Un viejo que consigue envejecer y morir en una ‘buena ancianidad’ realiza un gran acto de esperanza y de amor por los jóvenes, por sus hijos y por todos. También puede suceder que un justo envejezca y muera desesperado y mal sin dejar de ser justo. Pero luchar ‘toda la noche’ para arrancar finalmente una bendición incluso al ángel de la muerte forma parte del buen oficio de vivir.

La ‘buena ancianidad’ y la ‘plenitud de los días’ de Abraham e Isaac (y, después, de Jacob: 49,33) todavía impresionan y emocionan más si tenemos en cuenta que en aquella fase histórica del pueblo de Israel, la vida más allá de la muerte era un concepto muy difuminado, vago y oscuro (el Seol). El Dios de la Alianza y de la Promesa era un “Dios de vivos” y no un dios de muertos. Para ellos JHWH actuaba y hablaba en la tierra. Muchos personajes bíblicos, ante la muerte que se acerca, lo que más sienten es no poder ver más al Señor, conocido como el Señor de la vida, a quien se podía conocer, escuchar y seguir, viviendo en el mundo. La fe bíblica es encuentro, alianza, seguimiento, historia. La experiencia religiosa es hecho histórico, acontece en el tiempo y en el espacio, es una dimensión fundamental de la vida. Esta y no otra es la fe que nos entregaron Abraham, Isaac y Jacob. En ellos se encuentra la raíz profunda de la verdadera laicidad: el lugar de la fe es la historia. La tierra prometida es nuestra tierra. Y mientras haya historia y tierra, la misma voz que les encontró a ellos podrá encontrarnos y sorprendernos a nosotros: “¡Así pues, está JHWH en este lugar y yo no lo sabía!” (28,16). Esta es su mayor herencia..

Después de sepultar con su hermano Esaú a su padre Isaac, “Jacob se estableció en el país en el que vivió su padre como extranjero, el país de Canaán” (37,1).

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