Insustituible es la palabra

El árbol de la vida – Isaac se “equivocó” de hijo, no de bendición

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 04/05/2014

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"No tengo manos
que me acaricien el rostro
(duro es el quehacer
de estas palabras
que no saben de amores),
no sé la dulzura
de vuestros abandonos;
he sido guardián
de vuestra soledad:
soy salvador
de horas perdidas" (D.M. Turoldo)

El arte, la poesía y la literatura serían muy distintos si no existieran el libro de Job, el Cantar de los Cantares, los Salmos, el Evangelio de Lucas o el libro del Génesis. Serían mucho más pobres en belleza y en palabras. Pero la fuerza poética de la Biblia se asienta sobre una radical, incondicional y absoluta fidelidad a la palabra; una fidelidad decisiva también para nosotros, los lectores de hoy, aunque nos cuente entenderla.

En el ciclo de Isaac, la naturaleza y la fuerza de la palabra se manifiestan dentro de una tensión entre el plan "subversivo" de Rebeca y la voluntad de Isaac. La Alianza entre JHWH y Abraham continúa con dos gemelos que aparecen como rivales en conflicto ya desde el seno materno ("los hijos se entrechocaban en su seno", 25,22). Esaú "llegó a ser un cazador experto, un hombre montaraz, y Jacob un hombre tranquilo y sedentario" (25,27). En paralelo, se nos desvela una predilección cruzada de los padres hacia los hijos: "Isaac sentía predilección por Esaú", mientras que la madre "Rebeca prefería a Jacob" (25,28). Isaac, sintiendo que se acercaba su muerte, le pidió a Esaú que saliera a cazar para él "a fin de que mi alma te bendiga antes que me muera" (27,4). Rebeca "estaba escuchando" el diálogo y le dijo a Jacob: "Hijo mío, hazme caso en lo que voy a recomendarte. Ve al rebaño y tráeme de allí dos cabritos hermosos. Yo haré con ellos un guiso suculento para tu padre como a él le gusta … para que te bendiga antes de su muerte" (27,8-10). Jacob dijo: "Pero si mi hermano Esaú es velludo y yo soy lampiño. A ver si me palpa mi padre y … me busco una maldición en vez de una bendición" (27,11-12). Rebeca respondió: "Sobre mí tu maldición, hijo mío"(27,13). Así Rebeca "tomó las más preciosas ropas de Esaú… y vistió a Jacob, su hijo pequeño. Luego, con las pieles de los cabritos le cubrió las manos y la parte lampiña del cuello" (27,15-17). Jacob entró donde su padre y le dijo: "Soy tu primogénito Esaú" (27,19). Isaac le palpó y dijo: "La voz es la de Jacob, pero las manos son las manos de Esaú" (27,22). Después de aspirar el aroma de las ropas de Esaú ("el aroma de mi hijo es como el aroma de un campo", 27,27), pronunció su bendición: "Que Dios te dé el rocío del cielo y la grosura de la tierra, mucho trigo y mucho mosto…" (27,28-29). Después de esta bendición robada, llegó Esaú con la caza y le ofreció al padre su suculento guiso. Isaac le dijo: "¿Quién eres tú?". Respondió: "Soy tu hijo primogénito, Esaú" (27,32).

Aquí la narración da un giro. Un lector moderno, desconocedor del curso del relato, esperaría que la justicia de Isaac le llevara a llamar a Jacob y a revocar su bendición, incluso transformándola en maldición. En cambio, nada de eso ocurre: "A Isaac le entró un temblor fuerte y le dijo: … “Ha venido astutamente tu hermano y se ha llevado tu bendición”" (27,35). Isaac reconoce el engaño, sufre por su hijo predilecto, pero no retira la bendición: "Le he bendecido y bendito está" (27,33). Esaú "alzó la voz y rompió a llorar" (27,38). Así Esaú entra a formar parte del pueblo invisible de los rechazados pero no abandonados, como Ismael, Caín y sus muchos hijos.

Para entrar en este complejo episodio, debemos suspender el juicio “ético”, renunciar al análisis político (Esaú se convertirá en fundador de un pueblo rival de Israel) o psicológico acerca del comportamiento de Jacob y de Rebeca, y concentrarnos sobre todo en Isaac y en la lógica de la Alianza y la palabra. Isaac era el hijo dado y devuelto a Abraham, continuador de la Alianza de su padre y del arco iris de Noé, heredero del Pacto con la Voz que había creado el mundo diciéndolo, pronunciándolo. La Palabra llamó a Abraham por su nombre y habló con él, y después con Isaac (26,2-6). Ambos dialogaron con el Dios de la Palabra creadora y creyeron en la fuerza de sus palabras: las palabras de la promesa eran eficaces, pronunciadas para siempre.

Guardar la Alianza y mantenerse fiel a ella supone también guardar fidelidad a la palabra. Pero el "precio" de guardar la palabra evitando su degeneración es su irrevocabilidad: la palabra creadora crea siempre y para siempre, incluso cuando se pronuncia creyendo a un hijo mentiroso. Isaac no pudo retirar la bendición porque sus palabras eran palabras creadoras, eficaces, capaces de cambiar la realidad y habían hecho de Jacob, el suplantador, un bendito, "y bendito está".

El Génesis y toda la cultura bíblica han salvado la fuerza de la Palabra afirmando y salvando también la irreversibilidad de las palabras, asumiendo todas las consecuencias, a veces tan dolorosas como en el caso extremo y escandaloso de la hija de Jefté (Jueces 11,30-50). Pero, gracias al mantenimiento a toda costa de la palabra dada, alguien un día pudo escribir: "La Palabra se hizo carne" (Juan 1,14).

Los poetas, los escritores, los periodistas y todos los amantes de la palabra, de su valor y responsabilidad, deben estar agradecidos a Isaac y al Humanismo bíblico por haber salvado la fuerza creadora de la palabra. Nuestra cultura ha perdido esa fuerza, su ser para siempre. Estamos inundados de palabras que ya no dicen nada, que se multiplican como si la multiplicación de palabras escritas pudiera suplir la muerte de la fuerza creadora de la palabra dada. Llenamos los contratos de multitud de palabras escritas, no pronunciadas, que expresan la desconfianza y la ineficacia de las palabras que deberían ser su fundamento.

La fuerza de los contratos escritos sólo puede nacer de la fuerza de las palabras. Los contratos surgieron como evolución de los pactos, que eran y siguen siendo palabras creadoras. Los contratos son letra muerta cuando detrás de la palabra escrita no queda nada de creador y eficaz. Cuando las civilizaciones decidieron poner por escrito los pactos, los contratos y las leyes, lo hicieron para dar más fuerza a la palabra dada, no para sustituirla.

Un poco de la antigua fuerza de las palabras sobrevive hoy en los (escasos) pactos que todavía no se han convertido únicamente en contratos. Por ejemplo, durante el rito del matrimonio las palabras de los esposos son las que crean la nueva realidad de una "sola carne". Esas palabras serán después reforzadas y ratificadas por la firma de los esposos y testigos. Pero si las palabras creadoras no existieran antes, las firmas en el acto matrimonial no dirían nada o lo dirían mal. La familia nace de una promesa recíproca pronunciada, de un encuentro creador entre voces. Todos sabemos (y no debemos olvidarlo) que cuando queremos decir algo importante a un familiar o a un amigo (como por ejemplo pedir perdón) no basta escribir una carta y mucho menos un e-mail. Es necesario hablar y decir “perdóname”, y es necesario escuchar “te perdono”. No basta verlo escrito. Hoy como ayer, para fundar relaciones, familias, amistades o empresas, debemos volver a aprender a hablar; debemos volver a decirnos unos a otros los pactos, las promesas y las alianzas “en voz alta”. Todo eso vale también para las empresas y para los mercados que, cuando pierden el contacto con las palabras de las personas, se desnaturalizan y abandonan el territorio de lo humano. La fuerza de las palabras "te amo" dichas a una (sola) persona, sólo se puede entender dentro de una visión responsable en cuanto creadora e irreversible de la palabra y de las palabras.

Nuestro tiempo vive una profunda noche de la palabra y de las palabras, y corre peligro de morir ahogado en un mar de charlas, chats y sms. Es muy importante reconciliarse y volver a encontrar la palabra y las palabras, con su seriedad y su responsabilidad. En este nuevo encuentro, podría ser de gran ayuda acudir a la escucha de los poetas. Los poetas son esenciales para la vida, porque crean y dan vida a las palabras, defendiéndolas de la muerte. Son esenciales sobre todo en nuestro tiempo sin palabra y por lo tanto sin palabras.

Gracias Padre Isaac, y gracias Esaú, que pagasteis un alto precio por guardar la palabra para nosotros. A nosotros nos queda la responsabilidad de no despreciar vuestro don.

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