La fraternidad no se compra

El árbol de la vida – José y el perdón, que nunca consiste sólo en olvidar

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 13/07/2014

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Logo Albero della vita“Acepta mi ofrecimiento. Tómame a mí, y no a él, como siervo tuyo: … yo quiero expiar, expiar por todos. Aquí, ante ti, hombre extraño, aferro el juramento que hicimos los hermanos, el horrible juramento con el que nos ligamos; lo tomo con las dos manos y lo hago pedazos sobre mi rodilla. Nuestro undécimo hermano, el cordero del padre, el primogénito de la Justa, no fue destrozado por una bestia, sino que nosotros, sus hermanos, lo vendimos al mundo” (Thomas Mann, José y sus hermanos).

Para curar las heridas profundas de las relaciones primarias de nuestra vida (la fraternidad), el tiempo es imprescindible. Para reconciliarnos de verdad, hace falta que el dolor-amor penetre hasta la médula de la relación estropeada, sea absorbido y lentamente la cure. Y sobre todo hacen falta hechos que digan, con el lenguaje del comportamiento, que verdaderamente queremos volver a empezar.

La segunda parte del ciclo de José es una espléndida lección sobre el proceso de recomposición de la fraternidad negada, sobre todo en aquellos casos de fraternidad rota en los que existe una víctima inocente, que consigue, tras un largo y doloroso camino, llegar al perdón y a la reconciliación. Pasados los primeros siete años de abundancia ("de vacas gordas"), vino una durísima carestía, "pero en todo Egipto había pan" (Génesis 41,54). La carestía llegó también a Canaán. Jacob-Israel "vio que se repartía grano en Egipto" (42,1), y envió a sus hijos a la tierra del Nilo. Los hijos partieron, a excepción de Benjamín, el último hijo suyo y de Raquel, a quien Jacob retuvo consigo. Se decía: "no vaya a sucederle alguna desgracia" (42,4), como le había ocurrido años antes a José, quien ahora les esperaba convertido en “visir” de Egipto (41,40). No es raro que las “carestías” nos lleven a reconciliarnos tras años de conflicto. José, todavía adolescente, fue vendido como esclavo por los mismos hermanos a los que salva ahora, de adulto, alimentándolos con su grano.

Con la llegada de los hermanos de José a Egipto comienza una obra maestra de la narrativa bíblica. José reconoce inmediatamente a sus hermanos, pero "ellos no le reconocieron" (42,8). El Génesis no nos dice mucho acerca de las emociones que experimentó José en aquel encuentro. Sólo nos dice que "él no se dio a conocer", que "les habló con dureza" (42,7), y que "se acordó de los sueños que había soñado respecto a ellos" (42,9). Les acusa de ser espías y los mete en la cárcel. Como precio por su libertad, les pide que vuelvan a casa y le traigan al "hermano pequeño" (42,15), Benjamín. Mientras tanto, retiene a uno de ellos (Simeón) como prenda de su regreso (42,24). Los nueve hermanos salen hacia Canaán y José orquesta una primera prueba para comprobar si el corazón de sus hermanos ha cambiado efectivamente. Junto al grano, manda meter en sus sacos (sin que ellos lo sepan) el dinero con el que habían pagado el grano (42,25). Cuando abran los sacos ¿se quedarán con el dinero y no volverán a liberar a Simeón (lo venderán por dinero, como habían hecho con él), o por el contrario, volverán a rescatarle? “¿Cuál es el verdadero motivo por el que me vendieron mis hermanos a los mercaderes?’, se habrá preguntado José en sus años egipcios. ¿Sólo por veinte siclos de plata? Y ahora ¿harán lo mismo con otro hermano? ¿O habrán cambiado de verdad?”

En muchos de los grandes conflictos entre “hermanos”, antes o después, surge la pregunta: ¿De verdad lo habrán hecho por dinero? ¿Por la herencia? ¿Por la casa? ¿Habremos sido capaces de hacernos daño por tan poca cosa, rompiendo el vínculo de nuestra fraternidad y “matando” a nuestros padres? ¿Todo este dolor sólo por veinte denarios?

Los hermanos encuentran el dinero en los sacos (42,28), pero, tras convencer a duras penas a su padre Jacob (43,6-12), vuelven a Egipto llevando con ellos a Benjamín, junto con el dinero encontrado en los sacos para devolverlo, y muchos regalos. José entonces cambia de actitud, les invita a comer (43,41) y, al ver a Benajmín, "José tuvo que darse prisa, porque le daban ganas de llorar de emoción por su hermano, y entrando en el cuarto lloró allí " (43,30).

José aún no se ha descubierto como hermano, porque el proceso de recomposición de la fraternidad no ha terminado todavía. Por eso hay un nuevo golpe de escena: José ordena a su asistente que meta a escondidas un vaso sagrado en la talega de Benjamín (44,2). Los once hermanos parten hacia casa, pero el asistente les alcanza y les acusa de haber robado la copa. Ellos lo niegan y, seguros de su inocencia, afirman: "Aquel a quien se le encuentre [la copa], que muera" (44,9). Pero cuando la copa aparece en el saco de Benjamín, "ellos se rasgaron las vestiduras". Transidos de dolor vuelven a José, donde tiene lugar la segunda prueba del arrepentimiento y de la conversión, que toca el corazón de la relación de fraternidad.

Judá, que había ideado la venta de José, le dice a su hermano: "Permite que me quede yo en vez del muchacho como esclavo, y suba el muchacho con sus hermanos" (44,33). Los hermanos ya han dado prueba de que no quieren cambiar a Simeón por dinero y ahora Judá muestra su corazón nuevo ofreciéndose a cambio de Benjamín.

Después de ciertas heridas, para poder volver a empezar de verdad no bastan las palabras, tampoco en la cultura bíblica basada en la Palabra. José habría podido interrogar a sus hermanos y comprobar así su arrepentimiento. En cambio, quiso ver sus hechos a escondidas. Después de una traición conyugal, de un gran engaño de un hermano o de un socio, las palabras “discúlpame” o “perdona” no bastan. Son necesarias pero no suficientes. Hacen falta hechos, comportamientos, expiaciones, penitencias. No se trata de venganza ni de represalia, sino de todo lo contrario: es amor. Si has traicionado intencionadamente nuestro pacto matrimonial, si de verdad queremos invertir en nuestra familia y volver a empezar, no bastan las palabras ni un regalo, ni una cena. Es necesario que tú me demuestres con hechos “costosos” e inequívocos que de verdad quieres volver a empezar, que de verdad quieres creer de nuevo en nuestra relación, que quieres que curemos juntos la herida que le has causado a nuestra relación. El perdón bíblico es el per-don que resucita, no un “olvido” del pasado, sino un recuerdo doloroso para reconstruir un nuevo futuro. Es perdón que tiende a la reconciliación.

Cada familia, cada fraternidad y cada comunidad saben cuáles son los actos concretos que se necesitan, pues sin esos actos la reconciliación no se da o es demasiado frágil. Las relaciones son realidades “encarnadas”, no son sólo sentimientos o buenas intenciones. Nuestras relaciones son “terceros” que están delante de nosotros. Están vivas como nosotros y con nosotros. Como nuestros hijos, toman nuestra “carne”. Cuando una relación es negada o traicionada, su carne resulta herida, la misma carne que hay que curar con tiempo y con hechos. Esta es una gran enseñanza del humanismo bíblico, que nos revela la lógica del sacramento de la penitencia (no se puede entender ningún “sacramento” sin tener una idea “encarnada” de las relaciones y de la vida), y que ha permitido que un día una relación (el Espíritu) pudiera ser llamada Persona.

José nos sugiere, además, que, después de grandes traiciones, muchas reconciliaciones no son duraderas porque les falta tiempo para recorrer un camino de reconciliación, entre otras cosas porque estos caminos cuestan mucho a todos (José llora muchas veces en estos capítulos). La virtud de la fortaleza se les pide sobre todo a aquellos que deben aceptar el arrepentimiento y perdonar. La gran tentación es la de pararse demasiado pronto (tal vez por piedad) y no dejar que el tiempo cure la relación llegando hasta el fondo de la herida. Cuando sabemos resistir, los sentimientos de todos se purifican (también los de José). El perdón de los inocentes es una de las pocas acciones que hacen que el Cielo se conmueva. Sólo vivimos en la historia y todos los acontecimientos cruciales de nuestra vida tienen una necesidad esencial de tiempo: volver a Canaán, nueve meses en un útero, tres días en un sepulcro.

Para terminar, en este fresco de reconciliación, el dinero tiene un papel especial. El dinero introducido en los sacos y devuelto no es sólo una prueba de arrepentimiento y de conversión. José, en efecto, vuelve a poner dinero en los sacos también en el segundo viaje (44,1), cuando sus hermanos ya habían superado la primera prueba “económica”. Esta devolución del dinero puede esconder un tesoro. Cuando los novios se dejan (o se dejaban) se devuelven los regalos, porque a falta de amor esos objetos pasan de ser “bienes” a ser “males”. La historia de José nos dice que cuando se niega la fraternidad, se debe devolver también el dinero de los contratos. El precio que pagamos a los abogados por luchar por una herencia o por un conflicto en las empresas familiares, no produce ningún bien. El dinero es siempre una mala moneda para curar las relaciones, pero es pésima en el caso de la fraternidad. Sin un nuevo pacto de reconciliación, no hay contrato que pueda saciar nuestra hambre de grano en las carestías de la fraternidad: "Volverán a sentarse a mi sombra; harán crecer el trigo, florecerán como la vid, su renombre será como el del vino del Líbano" (Oseas, 14,8).

 

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