El alma y el arpa

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El alma y la cítara/31 – El Adam, guardián de toda la tierra, da finalmente voz a la tierra y al universo.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 01/11/2020

«Amor, que me formaste a imagen del Dios que no tiene rostro, Amor que tiernamente me recompusiste después de la ruina, Amor, me rindo: yo seré tu esplendor eterno».

David Maria Turoldo, I Salmi

Termina hoy aquí el comentario al salterio. Concluye con una alabanza, un himno cósmico a Dios. Y con un enorme “gracias”.

«¡Aleluya! Alabad al Señor en su templo, alabado en su fuerte firmamento. Alabadlo por sus proezas, alabadlo como pide su grandeza. Alabadlo tocando la trompa, alabadlo con arpas y cítaras. Alabadlo con tambores y danzas, alabadlo con la cuerda y las flautas. Alabadlo con platillos sonoros, alabadlo con platillos vibrantes. Todo ser que alienta alabe al Señor. ¡Aleluya!» (Salmo 150). 

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Aleluya es la última palabra del salterio. Las palabras iniciales eran: “Dichoso el hombre” (1,1). La palabra final es “Aleluya” (150,6). El libro comienza con una alabanza de Dios al hombre y termina con la alabanza del hombre a Dios (allelu- Yah: alabemos a YHWH). Es como si quisiera decirnos que toda nuestra vida está contenida entre una bendición y un aleluya. El libro de los Salmos es, entre otras cosas, una metáfora de la existencia humana, que se desenvuelve entre bendiciones, alegrías, dolores, gritos, maldiciones y alabanzas, hasta llegar al aleluya, que a veces es también la última palabra de la vida, la que sigue al amén. Si ya es hermoso dejar esta tierra con un humilde “así sea”, aún es más hermoso dejarla con un aleluya, con un último e infinito gracias. 

Los hebreos llaman al salterio “el libro de las alabanzas”. Alabanzas a Dios y alabanzas al hombre, que, juntas, atraviesan los salmos. Si el homo sapiens es un animal que necesita alabar, la Biblia nos dice que Dios tiene la misma necesidad, que satisface primero mediante el Libro y después mediante la encarnación – “Te alabo, Padre, porque…”. La palabra “alabadlo” se repite diez veces en este salmo. Diez veces se repiten también en el Génesis las palabras: “y dijo”. Y diez fueron las palabras entregadas a Moisés en el Sinaí. La alabanza es otra Ley, que no nos salva por nuestras obras ni por nuestros méritos, sino únicamente porque somos capaces de decir un último aleluya y recibir el mismo salario que los justos.

La alabanza es también una nueva creación. Dios creó el mundo diciéndolo, y lo sigue creando a cada instante, diciéndolo una y otra vez. Nosotros, que estamos hechos a su imagen, creamos nuestro mundo con nuestras palabras, diciéndolas una y otra vez, bendiciendo o maldiciendo. Lo creamos cada mañana, cuando nos levantamos y decimos (si lo hacemos) los nombres de las personas que amamos; y después los nombres de los compañeros, de los amigos, e incluso el nombre del desconocido con el que nos encontramos apresuradamente en la tienda o en el bar. La alabanza es una palabra performativa, que tiene la capacidad de modificar la realidad que alaba. Cuando alabamos a Dios, hacemos que sea más hermoso y espléndido (al menos en nuestra alma), y cuando alabamos a una persona, hacemos que sea más bella y mejor (no solo en nuestra alma). Despreciar a un hombre o a una mujer, maldecirlos con palabras, es siempre un acto gravísimo. Si quien alaba a Dios desprecia a los seres humanos, pervierte la alabanza y la oración. Si alaba a un Dios que no ve, pero no alaba su imagen que sí ve, está renegando de la imagen.

Quien alaba a Dios debería aprender a alabar a los hombres. Debería recorrer el mundo bendiciendo a cada mujer y a cada hombre que encuentre, sabiendo que en las calles es donde ve realmente al Dios al que ha alabado en el templo. Esta alabanza interhumana es uno de los ejercicios antropológicos más hermosos de la tierra. Sin embargo, en la tierra tampoco falta la alabanza del adulador, tan frecuente, que nunca es verdadera ni crea nada bueno, sino que empeora a quien la profiere y a quien la recibe. Esta alabanza responde a la demanda de reconocimiento de los otros inventando una estima inexistente, que mantiene a las personas felices y engañadas en trampas perfectas de pobreza. Pero también está la alabanza sincera, que, en algunos momentos de la vida, es capaz de reconocer en el otro al menos una razón verdadera de bondad y de belleza (alguna siempre hay, pues nuestro estar hechos a imagen de Dios es más tenaz que todos los borrones que nos echamos encima a lo largo de la vida). Sabe buscar esta razón, no detiene la excavación hasta que no encuentra la perla escondida, y después la alaba, usando para decirla todas las palabras bonitas que ha aprendido. Cuánto sufrimiento se enjugaría en la tierra si fuéramos capaces de vivir esta alabanza verdadera. Esta alabanza es un alto ejercicio de ágape, porque exige constancia, paciencia, arte relacional, respeto de los tiempos y de las maneras del otro, mansedumbre. Una sola persona capaz de alabar de este modo puede salvar una comunidad entera. Es el justo que Abraham buscaba en Sodoma sin encontrarlo (Gen 18). Nosotros, en cambio, a veces lo encontramos, y sabemos cuánto vale. Por eso la alabanza es un bien común global del mundo, patrimonio civil de todas las comunidades. Alabar – a Dios y a los humanos – nos hace mejores a todos, incluso a aquellos que no saben alabar.

No es difícil reconocer a quien se ejercita en la alabanza. Es capaz de estar en silencio, sabe escuchar, sabe hacer fiesta, llorar, tiene un gran capital emotivo, se emociona ante el dolor, e incluso cuando toca la belleza es humilde y siempre agradecido. Este último salmo, junto a los otros cuatro salmos del aleluya, es un elogio de la música y el canto. Pasa en reseña todos los instrumentos musicales y de este modo los eleva a una gran dignidad. ¿Quién sabe en base a qué pasaje de la Biblia se infravaloró a los músicos durante la Edad Media? ¿Quién sabe de dónde salió la idea de prohibir la música sagrada, en el entorno de la Reforma protestante? En estos salmos hay también una alabanza a los fabricantes de instrumentos musicales, a los artesanos, a los lutieres y a la gran familia de los instrumentistas y trabajadores de la música. Gracias a estos salmos, la música ha entrado en el lenguaje de Dios. La música es una de las lenguas con las que los ángeles se comunican con nosotros y entre ellos, se ha hecho palabra. A lo mejor, cada vez que en la tierra se ejecuta una partitura, Dios se despierta en el cielo y se vuelve a escuchar con interés. 

No es improbable que este salmo fuera compuesto, o al menos cantado, durante el exilio babilónico. Era un elogio del canto, los músicos y los coros del templo cuando ya no había templo, porque había sido destruido. Pero en el alma del pueblo seguían vivos, y esa pobreza produjo una estupenda riqueza, que ha llegado viva hasta nosotros, purificada de toda fuerza y potencia. La belleza de estos salmos de alabanza está en su sobria esencialidad. 

“Todo ser que alienta alabe al Señor”. No podía haber un final mejor que este. La alabanza se extiende de los seres humanos a la creación entera, a los animales, a las plantas y a todo lo que está vivo. Vuelve, en conclusión, la fraternidad cósmica que nos ha acompañado a lo largo de estos meses. La alabanza humana es esencial para la Biblia, pero se queda demasiado corta. Aquí se puede ver al Adam cuidando la tierra entera, dando voz a la alabanza de la tierra y del universo. 

Existe también una alabanza de la vida, un aleluya de la respiración. Nosotros estamos demasiado acostumbrados a una visión voluntarista de la fe, más estoica (y pelagiana) que cristiana, que nos lleva continuamente a pensar que toda la vida espiritual es cuestión de esfuerzo, de compromiso y de voluntad, que todo es obra nuestra. Después leemos los salmos, llegamos a este último verso, y descubrimos otra dimensión de la fe. La primera alabanza somos nosotros, y lo somos en cuanto seres vivos y creados, que respiran, que aún conservan el soplo inoculado en el primer día de la creación: «La gloria de Dios es el hombre viviente» (San Ireneo). Lo somos incluso más que las obras de arte, que son la primera alabanza del artista.

Entonces, el subjuntivo “alabe” puede también conjugarse en indicativo: todo ser que alienta alaba al Señor. La alabanza más importante es la que somos, no la que decimos. Si podemos decir alabanzas es porque antes, a un nivel más profundo y verdadero, somos alabanza. El nacimiento de un niño, la belleza de una joven, la dignidad de un viejo, un acto de lealtad, un amigo, son alabanza en sí mismos. Entonces, la buena noticia es que en la tierra hay mucha más alabanza que la que decimos nosotros. Y esta se vuelve inmensa si añadimos las alabanzas de los pájaros, de la cierva, de la ballena, del árbol y de la hoja, hasta llegar a las estrellas infinitas et clarite et pretiose et belle. Es una alabanza silenciosa, discreta, humilde - ¿qué hay más humilde que un abedul o los ojos de un perro? – que nos recuerda a todos la dimensión silenciosa, discreta y dócil de nuestra alabanza. Para esta alabanza cósmica y laica, el templo es un bosque, una oficina, el corazón de un ruiseñor, el mar, una galaxia. Las realidades más importantes de la vida no las creamos nosotros con nuestros actos ni con nuestras palabras. Simplemente son. Nuestras creaciones son preciosas, a veces casi esenciales. Pero lo verdaderamente esencial es lo que somos, lo que es la vida porque está viva. Estamos rodeados de un amor infinito, y no lo sabemos. ¡Aleluya!

Termina así el comentario al libro de los Salmos. Empezamos en el primer confinamiento y acabamos en una fase igual de incierta. En marzo, decidí comentar los salmos porque pensé que el salterio, con sus alabanzas y oraciones, sería un buen compañero para el duro viaje que nos esperaba. Espero que haya sido verdaderamente así, al menos un poco. Ciertamente para mí lo ha sido. Esta vez, como me ocurrió con los otros nueve libros bíblicos comentados durante estos años en “Avvenire”, también salgo del camino cambiado, marcado en la carne y en el nombre. Cada comentario ha sido una lucha con el ángel, que me ha dejado bendecido y herido. Con aquellos que me han seguido, hemos aprendido a rezar, hemos comprendido que la alabanza y la oración bíblica no eran como pensábamos, y eran estupendas. Gracias a todos vosotros, lectores, por los mensajes que me habéis escrito, una de las alegrías más profundas de este trabajo. Gracias, una vez más, y cada vez más, a Marco Tarquinio, a quien desde hace años ocupo todos los sábados por la tarde en la lectura, el titulado (casi todos los títulos son suyos) y la corrección de mis artículos, que siempre son más largos de lo que deberían. Sin esta reciprocidad arriesgada y generativa, no habría comenzado este nuevo y extraño “oficio” de economista comentarista de la Biblia, que ha cambiado mi vida.

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El alma y la cítara/31 – El Adam, guardián de toda la tierra, da finalmente voz a la tierra y al universo.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 01/11/2020

«Amor, que me formaste a imagen del Dios que no tiene rostro, Amor que tiernamente me recompusiste después de la ruina, Amor, me rindo: yo seré tu esplendor eterno».

David Maria Turoldo, I Salmi

Termina hoy aquí el comentario al salterio. Concluye con una alabanza, un himno cósmico a Dios. Y con un enorme “gracias”.

«¡Aleluya! Alabad al Señor en su templo, alabado en su fuerte firmamento. Alabadlo por sus proezas, alabadlo como pide su grandeza. Alabadlo tocando la trompa, alabadlo con arpas y cítaras. Alabadlo con tambores y danzas, alabadlo con la cuerda y las flautas. Alabadlo con platillos sonoros, alabadlo con platillos vibrantes. Todo ser que alienta alabe al Señor. ¡Aleluya!» (Salmo 150). 

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Y la respiración se hizo aleluya

Y la respiración se hizo aleluya

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El alma y la cítara/30 - La verdadera libertad rescata de la miseria, no de la «perfecta alegría» de la pobreza.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 25/10/2020

«Los justos, en los que el Señor ha creado la irremediable necesidad de la alegría, tendrán alegría».

Sergio Quinzio, Un commento alla Bibbia.

Existe una alegría especial que solo puede nacer de una determinada pobreza. Los salmos y los profetas lo saben bien, y la liturgia nos lo recuerda cada día.

La alegría no es solo una irremediable necesidad de todo ser humano. También es un derecho. El derecho a la alegría no está escrito en las constituciones, pero sí en el alma de las personas y de los pueblos. Es un derecho fundamental que hay que defender, sobre todo durante los tiempos de las grandes crisis, cuando su negación es una seria amenaza. Todos los imperios, no solo el egipcio de los tiempos de Moisés, intentan negar el derecho a la fiesta de sus súbditos, porque la tentación de negar el derecho a la alegría para matar la esperanza en un futuro distinto es demasiado fuerte. Nunca lo consiguen del todo, pero lo intentan tenazmente. También existe un deber de la alegría. Es un deber esencial, porque cuando en una comunidad o en una sociedad desaparece la alegría, con ella desparecen la esperanza y la fe en la vida. A veces hay más ágape en preservar la última alegría que en amar el dolor. Una alegría preservada del avance de la tristeza de los años y de los acontecimientos es un bien colectivo, una bendición para todos, el anuncio tenaz de que somos más grandes que nuestro destino. 

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Generalmente son los niños y los jóvenes quienes aportan a las familias y a las comunidades este bien especial. Pero donde ellos no están, hacen falta “cireneos de la alegría”, adultos guardianes de esta llama, que desempeñen por amor la función que los niños desempeñan por naturaleza. Sin embargo, hay una diferencia: la alegría agápica de los adultos y de los ancianos tiene aroma de paraíso, y conlleva, tal vez, la fuerza más grande para convertir a quien entra en contacto con ella. Esta alegría bíblica, también llamada leticia (de laetus: estiércol, fertilidad), no es simple felicidad. Tampoco el derecho a esta alegría es el derecho a la “búsqueda de la happiness” de la Declaración de Filadelfia de 1776. Esta alegría no se busca. Se conserva cuando llega, sin buscarla, mientras estamos ocupados buscando la felicidad de los demás. Hay que retenerla como un regalo valioso, como el último sorbo de la última botella de vino de la bodega del abuelo, como el anillo de bodas. Esta alegría no se expresa con muchas sonrisas. Una sola es suficiente, pero cuando florece agujerea el cielo y nos deja entrever algo de Dios.

La liturgia es un ejercicio colectivo de conservación de la alegría. Es una práctica comunitaria que permite que a la comunidad no le falte alegría ni siquiera cuando, individualmente, todos han dejado de poseerla o ninguno la posee todavía. Incluso los días en que nadie ha conservado la alegría o no ha encontrado razones para cantarla, llegamos al coro, abrimos el libro de los salmos, comenzamos a cantar y la alegría nace a partir de la nada de nuestras alegrías individuales. Como ocurre con todos los dones, también la alegría litúrgica puede no ser acogida. Pero, como también ocurre con todos los dones, el don rechazado no deja de ser un don. Sigue viviendo, actuando y cambiando de una forma misteriosa. Esta alegría es un bien común. Nadie es su dueño. Nadie la produce en solitario. Sirve y ama a todos, y por todos debe ser conservada para que siga viva. Así pues, la liturgia es un multiplicador de la alegría en el mundo, un dispositivo que permite que la alegría que existe cada día sea mayor que la suma de las alegrías individuales de las mujeres y de los hombres. La liturgia, en particular la liturgia de las horas y la oración con los salmos, es el don de una alegría vicaria, es el maná de la leticia cuando se agota el pan en el desierto. Es un opus operatum distinto, que garantiza la presencia de la alegría en nuestras comunidades incluso cuando, por desidia o por dolor, no somos individualmente capaces de aportarla. Si somos fieles a la cita con la liturgia, la alegría es fiel a su cita con nosotros, aunque la acojamos con lágrimas.

Así es desde hace milenios, y así será mientras en la tierra quede una comunidad capaz de cantar la alegría, mientras quede un solo hombre o una sola mujer capaces de cantar un salmo. La Biblia no es solo el don de un repertorio de palabras cuando las nuestras se acaban o aún no las hemos encontrado. También es el don de una alegría que sustituye a la nuestra y la multiplica. Los salmos de la alegría son siempre propicios, pero su tiempo más propicio es cuando nos sentimos mendigos de la alegría, cuando estamos atravesando un desierto, cuando por nosotros mismos no tendríamos fuerzas para cantar. ¡Qué triste sería el mundo sin los salmos! «¡Aleluya! Cantad al Señor un cántico nuevo, resuene su alabanza en la asamblea de los leales; festeje Israel a su Creador, los hijos de Sión a su Rey. Alabad su Nombre con danzas, tañendo para él panderos y cítaras; porque el Señor ama a su pueblo y corona con su victoria a los oprimidos» (Salmo 149, 1-5).

Un cántico nuevo. Es el himno a la alegría, el penúltimo de los cinco cánticos de aleluya que cierran el salterio. Este salmo fue escrito, con toda probabilidad, después del exilio, cuando el “resto” que regresó de Babilonia tuvo que aprender de nuevo la fe en su Dios, y empezó por la alegría. Después de los largos exilios, la fe solo puede renacer: cuando el exilio termina no hay “vuelta” a la fe de antes, solo “ida”. Israel hizo todo lo posible para no perder la fe de los patriarcas, de Moisés y de los profetas. Pero, al volver a la patria, la antigua fe solo podía generar futuro resucitando. Las pasiones y los Gólgotas no son suficientes para seguir viviendo. No basta recordar, hacer memoria y conservar el pasado: se necesita una nueva alianza, una nueva promesa, y por tanto una nueva alegría, que es la primera energía de los reinicios, el primer recurso cuando, una vez terminado el exilio, hay que encontrar nuevas razones para continuar la carrera.

Por eso, en este salmo se escucha con fuerza la voz del conocido como tercer Isaías, el profeta anónimo que vivió poco después del exilio babilónico, autor de los últimos capítulos (56-66) del libro de Isaías y gran cantor de la nueva promesa y de la resurrección del pueblo tras el exilio. Si este profeta, grandísimo como profeta e inmenso como poeta, celebraba la alegría y la esperanza no era porque no viera los pecados y los males de su presente. Antes bien, los veía y los denunciaba con fuerza. Pero el ejercicio del deber de la alegría era más fuerte, porque los profetas sabían que sin una nueva alegría no era posible volver a empezar después de un exilio. El autor de estos salmos de la alegría, tal vez un discípulo directo o indirecto del gran profeta, hizo el mismo ejercicio, y entonó el mismo canto.

Los profetas son los primeros ministros de la alegría bíblica, y nos desvelan su naturaleza y su misterio. Nos dicen que esta alegría es especial. Cuando pensamos en Isaías, Oseas o Jeremías, no pensamos en personas divertidas ni juerguistas. Es más, la tradición y sus textos nos proporcionan imágenes muy dignas y serias. Sin embargo, los profetas, todos los profetas verdaderos, son parteras de la alegría. Lo son precisamente porque desenmascaran las ilusiones de todos, sobre todo las de las comunidades durante las grandes crisis, cuando la imperiosa necesidad de la alegría se hace tan fuerte y acuciante que la demanda genera la oferta – la de falsos profetas, dispensadores profesionales de falsas alegrías a bajo precio. Los verdaderos profetas no ofrecen falsas alegrías que no poseen. Solo pueden ofrecer la única alegría que conocen, la que nace durante los exilios y después de ellos, la que no tiene nada de jolgorio pero es plena alegría. Si su tierra prometida es la del todavía-no, no es porque sean productores de utopías sino porque, sencillamente, son profetas honestos. El profeta es el anunciador del todavía-no, porque ninguna “tierra del ya” le satisface; porque todos los “ya” son siempre más pequeños que la promesa, que comienza con un pequeño “ya” insatisfactorio, pero amado mientras anuncia sutodavía-no.

Esta alegría se parece a la de la Cabiria de Federico Fellini, cuando, después de las tragedias y las maldades, dedica la última escena a la música y a la sonrisa especial que aflora en los labios de una mujer pobre y engañada, para seguir celebrando la alegría de vivir, para seguir creyendo, a pesar de todo. Los profetas nos dicen que morimos cien veces, pero que la capacidad de resurgir ciento una veces forma parte del repertorio humano, y que la última vez será otra mano la que nos resucite – entonces comprenderemos que esa mano estaba en las otras cien resurrecciones, aunque no lo supiéramos: esta es la “mano invisible” más importante de la tierra.

Para terminar, el salmo 149 es el canto de los pobres, de los anawim de YHWH. Entre las muchas alegrías no falsas de la Biblia y de la vida, la de los pobres es la más sublime y estupenda. Es una alegría que podemos ver también hoy, si tenemos el gran don de ser amigos de un pobre. El Espíritu Santo – nos dice la tradición – es “padre de los pobres”. Lo es, entre otras cosas, porque los alimenta con una alegría distinta de la nuestra, que no somos pobres (aunque, cada vez más, nos gustaría serlo). Esta alegría es la más cercana a la que anuncian los salmos, a la que necesitan los exilios, a la de quien sabe que antes o después la liberación llegará y que, tal vez, ya ha comenzado.

En la vida he tenido el don de asistir a salmos cantados por comunidades de pobres. Si existe un paraíso – y debe existir – sus cantos y sus armonías serán muy parecidas a las que he escuchado en esos encuentros. Ahí la alegría no viene de la ilusión de que la pobreza acabará pronto, sino de sentirse amados y salvados dentro de esa pobreza. Los pobres que saben alabar vencen la maldición de la pobreza y son capaces de llamarla “hermana”. Entonces comienza una liberación, a veces a partir de la maldición de la miseria, que sin embargo no debe convertirse en liberación de la alegría, de la perfecta alegría de la pobreza. Hay una alegría en las fiestas de los pobres que los ricos no conocen, y esta falta de conocimiento es una de sus mayores pobrezas. Los que conocen a los pobres y conviven con ellos han saboreado esta alegría, y no la han olvidado nunca: «Es un honor para todos sus leales. ¡Aleluya!» (149,9).

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El alma y la cítara/30 - La verdadera libertad rescata de la miseria, no de la «perfecta alegría» de la pobreza.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 25/10/2020

«Los justos, en los que el Señor ha creado la irremediable necesidad de la alegría, tendrán alegría».

Sergio Quinzio, Un commento alla Bibbia.

Existe una alegría especial que solo puede nacer de una determinada pobreza. Los salmos y los profetas lo saben bien, y la liturgia nos lo recuerda cada día.

La alegría no es solo una irremediable necesidad de todo ser humano. También es un derecho. El derecho a la alegría no está escrito en las constituciones, pero sí en el alma de las personas y de los pueblos. Es un derecho fundamental que hay que defender, sobre todo durante los tiempos de las grandes crisis, cuando su negación es una seria amenaza. Todos los imperios, no solo el egipcio de los tiempos de Moisés, intentan negar el derecho a la fiesta de sus súbditos, porque la tentación de negar el derecho a la alegría para matar la esperanza en un futuro distinto es demasiado fuerte. Nunca lo consiguen del todo, pero lo intentan tenazmente. También existe un deber de la alegría. Es un deber esencial, porque cuando en una comunidad o en una sociedad desaparece la alegría, con ella desparecen la esperanza y la fe en la vida. A veces hay más ágape en preservar la última alegría que en amar el dolor. Una alegría preservada del avance de la tristeza de los años y de los acontecimientos es un bien colectivo, una bendición para todos, el anuncio tenaz de que somos más grandes que nuestro destino. 

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Parteras de otra alegría

Parteras de otra alegría

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El alma y la cítara /29 – Algunas oraciones son también cantos civiles, del trabajo, del tiempo y del pan

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 18/10/2020.

«La prohibición relativa a las imágenes era un precepto capital que resultaría fatalmente violado. En primer lugar por el mismo YHWH, que formó al hombre “a nuestra imagen y semejanza”. YHWH quiso crear un ser a imagen de él mismo – y a ese ser también le transmitió la inclinación a crear algo a su propia imagen».

Roberto Calasso, Il libro di tutti i libri

El nombre y la imagen son categorías centrales en la Biblia y en el salmo 147, que revela cómo en este humanismo la pobreza genera riqueza.

En algunas regiones italianas, la mía entre ellas, en algunos diálogos íntimos, las madres y los padres llaman a los hijos e hijas con su propio nombre. Dicen: “Venga, mamá, sé bueno”, “Qué buena eres, papá”. Se lo dicen cuando son niños, pero a veces lo siguen haciendo también de adultos. Esto no está escrito en ningún libro de gramática, no se aprende en ningún colegio. Lo sabemos y lo repetimos porque se lo oímos a nuestros padres, en días maravillosos. Asimilamos estas palabras distintas por ósmosis, y después las pasamos de una generación a otra, como parte de la transmisión de lo esencial de la vida. Son algunas de las palabras más hermosas que pronunciamos en los diálogos del corazón, en esos tú-a-tú delicados y secretos que contienen toda la ternura típica y única que fluye entre padres e hijos y alimenta a unos y a otros siempre, pero sobre todo en los momentos de las grandes alegrías y de los grandes dolores. 

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La Biblia nos dice que el primero que nos ha llamado con su propio nombre ha sido Dios, que nos creó “a su imagen y semejanza”. Diciéndonos a nosotros se dijo a sí mismo, y sigue repitiendo nuestro nombre a cada instante. Porque, si bien es cierto que el Dios bíblico es la divinidad más transcendente y distinta de todas, no es menos cierto que en la tierra no hay nada que se le parezca más que un ser humano. No hay corazón más parecido al suyo que el nuestro, no hay nombre con un sonido más parecido al suyo que el nuestro. La Biblia hebrea no permite imágenes de Dios, pero nos da una imagen maravillosa del hombre y de la mujer: ocultándonos el rostro de Dios, exalta nuestro rostro. Así pues, cada vez que amamos y respetamos el nombre de un hombre o de una mujer estamos amando y respetando el nombre de Dios; y, por la ley de la reciprocidad, cada vez que un hombre reza y alaba el nombre de Dios, está rezando y alabando a la humanidad entera, a cada hombre y a cada mujer.

De ahí surge la mirada positiva, tenaz y resiliente de la Biblia sobre los hombres y las mujeres. Ve sus limitaciones, sus pecados, sus homicidios y fratricidios, pero antes y sobre todo ve la imagen de Dios reflejada en ellos. No es capaz de salir del Edén. Ve todos sus gestos, pero antes ve al hombre dialogando con Elohim al atardecer. Como hacen las madres y los padres, que incluso cuando la vida lleva a sus hijos a hacer cosas feas y pésimas, para salvarse y salvarlos siguen soñando que son niños puros y hermosos, y siguen llamándoles hasta el final “papá” y “mamá”, aunque estén dentro de una cárcel. La relación que existe entre la fe, la esperanza y el agape es la misma que une a las tres Personas divinas: en cada una de ellas están las otras dos, cada una está totalmente volcada hacia las otras al mismo tiempo, y es imposible separarlas sin destruirlas a todas. Del mismo modo, aunque los salmos estén poblados de sentimientos de tristeza, desilusión y dolor, es más fuerte y más grande la mirada de esperanza-fe-amor que domina todo el salterio y lo convierte en el libro quizá más hermoso, porque es el más capaz de hablarnos de paraíso desde los infiernos, de esperanza dentro de la desesperación y de belleza en medio de la fealdad.

La fuerza de los salmos está en su verdad. Es preferible un infierno verdadero a un paraíso falso. Mientras llamemos al infierno por su verdadero nombre siempre podremos desear un paraíso. Sin embargo, si pensamos que ya lo hemos alcanzado, dejaremos de desearlo: «¡Aleluya! Alabad al Señor, que es bueno tañerle, nuestro Dios merece una alabanza armoniosa. El Señor reconstruye Jerusalén y reúne a los deportados de Israel. Él cura los corazones contritos, y venda sus llagas… Entonad la acción de gracias al Señor, tañed la cítara para nuestro Dios» (Salmo 147,1-7). Alabad al Señor, que es bueno tañerle. Es bueno alabar a YHWH, es bueno para Dios y también para nosotros. El salmo comienza con una alabanza de la alabanza. El momento de la autoconciencia del orante llega (si llega) cuando nos damos cuenta de que el primer premio de la alabanza consiste en adquirir conciencia de su belleza y de su don intrínseco. Rezamos para alabar a Dios, pero, mientras cantamos, sentimos que es Dios quien nos canta y alaba a nosotros. Nosotros decimos su nombre, pero un día sentimos que, en realidad, es Dios quien está diciendo el nuestro, y que en nuestro nombre dice el nombre de todos, el nombre de cada criatura, el nombre de las estrellas y del universo entero. Es una maravilla. Mientras buscamos las palabras y las notas más bellas y elevadas para alabar a Dios, aprendemos las notas y las palabras más bellas para alabarnos unos a otros. Es posible que no exista una palabra espléndida pensada para alabar a Dios que no haya sido usada por algún poeta para una persona amada. Y es posible que no haya poesía de amor que no haya sido usada por alguien, otro día, quizá sin saberlo, para cantar a Dios. Todo esto también es imagen y reciprocidad. Bendiciendo a los humanos, aprendemos a bendecir a Dios, y bendiciendo a Dios, bendecimos a los hombres y a las mujeres, aunque no lo sepamos.

Ser imagen del Creador convierte inmediatamente nuestra alabanza a Dios en una alabanza cósmica: «Él cuenta el número de las estrellas, impone a cada una su nombre… Él cubre el cielo de nubes y prepara la lluvia para la tierra y hace brotar hierba en los montes; da su alimento al ganado y a las crías de cuervo que graznan» (147,4;8-9). La imagen de Elohim nos hace más grandes que la simple imagen humana. Desde niños sentimos una profunda fraternidad cósmica. Solo los niños saben sentir como verdaderos hermanos y hermanas a los gatos, a los pajarillos, a las flores y a las hojas. Deberíamos hacer todo lo posible por no perderla cuando envejecemos. Si la vida funciona, esta gran fraternidad crecerá con nosotros y concluirá con el canto a la hermana muerte. La fraternidad interhumana no nos basta. Es demasiado pequeña, aunque sea inmensa. Para que la fraternidad humana sea auténtico humanismo, debemos aprender a sentir como hermanas también a las estrellas, al sol, a los pajarillos y a la naturaleza entera – pocos cantos son más bíblicos (si es que hay alguno) que el Cántico de Francisco. Es muy bella y delicada la referencia a las «crías de cuervo que graznan». En este versículo están los cuervos que alimentaban a Elías en su huida (1 Re 17,6), pero también los pajarillos del nido contemplados por la Ley de Moisés, que prohíbe capturar a la madre que empolla sus huevos o cuida de sus pequeños, y manda dejarla volar, «así te irá bien y prolongarás tus días» (Dt 22,7). La Ley de YHWH escruta incluso dentro de un nido de pájaros, y plantea una equivalencia que a nosotros puede parecernos audaz y estupenda. La promesa reservada a quien deja volar a la madre sin capturarla es la misma del cuarto mandamiento, honra a tu padre y a tu madre: «así prolongarás la vida y te irá bien» (Dt 5,16).

En la Biblia todo es creación: todo es hijo. Dios ve el mundo de este modo. Así es como nos mira, y nosotros, imagen suya, aprendemos a mirar el mundo de la misma manera, aunque todavía la creación entera “gima con dolores de parto”, porque “aguarda expectante a que se revelen los hijos de Dios” (Rm 8,19-23). La creación entera gime y espera que la miremos finalmente de esta manera. Nunca como en estos años de crisis ambiental y de destrucción del planeta hemos estado en mejores condiciones para entender los salmos y este misterioso pasaje de la carta de Pablo a los romanos: la tierra sufre y espera que los hombres finalmente se revelen como lo que son, que se comporten con ella como hijos, y como imagen de Dios creador y padre. El salmo 147 se distingue, además, porque es un canto civil. No hay sacerdotes ni reyes; no se menciona a David ni se alude al templo. Los ciudadanos son quienes elevan su canto, los que conocen los tiempos y los ritmos de las estaciones y del trabajo, el valor de la paz y del pan de cada día. Este salmo les ha gustado siempre mucho a los agricultores: «Dios ha puesto paz en tus fronteras y te sacia con flor de harina… Envía la nieve como lana y esparce la escarcha como ceniza; echa el hielo como mendrugos, ¿quién puede resistir la helada? Envía una orden, y se derrite, sopla su aliento y fluyen las aguas» (147,14-18). Toda la tierra está envuelta por una mirada buena, todo está regido por la providencia.

Después de entregarnos palabras tan hermosas sobre Dios y sobre nosotros, el salmo termina alabando directamente la palabra, junto con la Alianza y la Ley, que son su culmen (147,19-20). La palabra es considerada como un mensaje para nosotros, una inteligencia que nos permite descubrir el orden y el sentido de la creación: «Envía su mensaje a la tierra y su palabra corre velozmente» (147,15). La palabra es también logos, razonamiento y orden. Israel tuvo en altísima estima la palabra, algo que hoy nos resulta incomprensible. La experimentó con extraordinaria fuerza en los patriarcas, en Moisés y en los profetas – “…solo había una voz”. Al verse obligado a renunciar a la imagen de Dios, Israel se hizo inmensamente competente en la palabra. Tuvo que aprender a dibujar a Dios con palabras, y descubrió mil dimensiones escondidas en la palabra bíblica y en las palabras humanas. Una gran pobreza produjo una riqueza infinita. Probablemente no tendríamos la extraordinaria tradición literaria occidental que tenemos sin esta palabra bíblica despojada de imágenes, obligada a ser ella misma imagen sin convertirse en idolatría.

Cuando Juan escribió el prólogo de su Evangelio, uno de los pasajes más geniales de la historia, tenía muchas cosas en mente. Pero seguro que pensaba en las palabras de los salmos, en el logos capaz de bendecir al hombre mientras bendice y alaba a Dios. Diciéndonos que el logos se hizo carne, hombre como nosotros, nos dice muchas cosas, magníficas todas ellas, y nos sigue llamando con el mismo nombre de Dios. Cada día.

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El alma y la cítara /29 – Algunas oraciones son también cantos civiles, del trabajo, del tiempo y del pan

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 18/10/2020.

«La prohibición relativa a las imágenes era un precepto capital que resultaría fatalmente violado. En primer lugar por el mismo YHWH, que formó al hombre “a nuestra imagen y semejanza”. YHWH quiso crear un ser a imagen de él mismo – y a ese ser también le transmitió la inclinación a crear algo a su propia imagen».

Roberto Calasso, Il libro di tutti i libri

El nombre y la imagen son categorías centrales en la Biblia y en el salmo 147, que revela cómo en este humanismo la pobreza genera riqueza.

En algunas regiones italianas, la mía entre ellas, en algunos diálogos íntimos, las madres y los padres llaman a los hijos e hijas con su propio nombre. Dicen: “Venga, mamá, sé bueno”, “Qué buena eres, papá”. Se lo dicen cuando son niños, pero a veces lo siguen haciendo también de adultos. Esto no está escrito en ningún libro de gramática, no se aprende en ningún colegio. Lo sabemos y lo repetimos porque se lo oímos a nuestros padres, en días maravillosos. Asimilamos estas palabras distintas por ósmosis, y después las pasamos de una generación a otra, como parte de la transmisión de lo esencial de la vida. Son algunas de las palabras más hermosas que pronunciamos en los diálogos del corazón, en esos tú-a-tú delicados y secretos que contienen toda la ternura típica y única que fluye entre padres e hijos y alimenta a unos y a otros siempre, pero sobre todo en los momentos de las grandes alegrías y de los grandes dolores. 

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Con el mismo nombre de Dios

Con el mismo nombre de Dios

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El alma y la cítara/28 – A partir de nuestra intimidad habitada aprendemos que el universo entero está habitado por Dios.

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 11/10/2020

«Si existe otro, quienquiera que sea, si es que existe, cualesquiera que sean sus relaciones conmigo, aunque su forma de actuar sobre mí sea simplemente la aparición de su ser, entonces tengo un afuera, una naturaleza; mi pecado original es la existencia del otro».

Jean Paul Sartre, El ser y la nada

El salmo 139 es un gran mensaje poético sobre la esencia de la fe y sobre el misterio de la persona, que, al saberse mirada, descubre una belleza más profunda y más grande.

En el alma existe un lugar secreto y profundo donde habita una sutil y delicada melancolía, que aflora cuando nos damos cuenta de que incluso la comunión con aquellos que nos aman se detiene ante el umbral de una intimidad secreta que alberga la parte más hermosa y verdadera de nosotros mismos. Sabemos que nuestros amigos, nuestros padres, nuestra esposa o nuestros hijos nos quieren mucho y nos conocen bien. Pero el conocimiento amoroso que tienen de nosotros no es capaz de llegar hasta la cella vinaria de nuestro corazón. Solo nos conocerían de verdad si pudieran llegar hasta allí, porque verían una belleza desconocida. Si alguien pudiera penetrar hasta el fondo de nosotros, se daría cuenta de que somos mejores de lo que parecemos, mejores que la persona que hasta entonces conocen. Si es cierto que el otro es «el que me mira» (J. P. Sartre), no es menos cierto que el otro nunca me mira lo suficiente, nunca ve la parte mejor de mí. Los otros conocen algo, algunos llegan incluso a conocer lo esencial. Pero lo esencial no es suficiente; en estas cosas lo esencial es demasiado poco.

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En ese lugar habita también nuestra inocencia. En el fondo del fondo del alma se encuentra, invisible, la pureza que hemos perdido al crecer. Ni siquiera los errores más grandes han podido borrarla, y sigue creyendo en nosotros cuando todos han dejado de hacerlo (nosotros antes que nadie). Es el jardín del Adam que no hemos dejado de ser. Es la cabaña de los indios que construíamos de pequeños, donde nos refugiábamos huyendo de los fantasmas. Es la casa de muñecas. A esa pequeña casa, que al crecer nosotros se ha hecho aún más pequeña, volvemos los días oscuros de la vida, cuando todos nos siguen y nos condenan, porque sabemos que existe un rincón del universo donde somos mejores que el hombre y la mujer que los otros ven. Este refugio invisible hace posible la vida en los exilios, en las cárceles y en los grandes pecados. Un día comprendemos que esta diferencia entre lo que verdaderamente somos y lo que los otros reconocen será imposible de colmar, y que la belleza más íntima será el secreto y la dote que llevaremos a la última cita. Entonces nace una paz nueva, una nueva reconciliación con la vida y con los otros, y dejamos de lamentarnos por no ser suficientemente amados. Comprendemos que la existencia de este núcleo de belleza, protegido de la mirada de los otros, hace que la experiencia de la reciprocidad y del reconocimiento sea siempre insuficiente. A las reciprocidades de nuestra vida debemos pedirles mucho, pero no debemos pedirles demasiado.

La Biblia no conocía el inconsciente ni el psicoanálisis. A diferencia de nosotros, no sabía que en ese rincón escondido se acumulaban muchas cosas distintas. Pero conocía a los hombres y a las mujeres, y conocía a Dios. Nos decía una cosa importante, que sigue siendo verdadera hoy, cuando conocemos a otros “habitantes” invisibles de nuestra intimidad. Nos decía y nos dice que ese fondo inexplorado está habitado por un huésped nuevo, que se ha quedado allí para siempre y que conoce el fondo mejor que nosotros mismos. Nos dice que la certeza de que somos mejores que aquello en lo que nos hemos convertido es puro amor, el primer don de Dios para nosotros, el dispositivo con el que nos sigue salvando cada día: «Señor, tú me sondeas y me conoces. Me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos percibes mis pensamientos. Disciernes mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares. No ha llegado la palabra a la boca, y ya, Señor, te la sabes toda… Tanto saber me sobrepasa, es sublime y no lo abarco» (Salmo 139,1–6).

El conocimiento del que habla este salmo, uno de los más altos y poéticos del salterio, no es un conocimiento abstracto o la omnisciencia de Dios. El conocimiento “sublime” que aquí interesa al salmista es el conocimiento que Dios tiene de nosotros, el que tiene de él, el autor del salmo, el que tiene de mí y de ti. Es la experiencia de ser conocido por una mirada amiga y más profunda que la de los demás, más amiga y más profunda que nuestra propia mirada: “no lo abarco”. Aquí encontramos una raíz profunda de la fe bíblica. La fe es, antes que nada, la experiencia de ser vistos por dentro, de estar en el centro de una inteligencia buena. Soy amado porque soy mirado. Soy amado mientras soy visto en el fondo, donde reside mi misterio. Así pues, la fe bíblica, antes que un conjunto de normas y verdades en las que creer, es la experiencia personal de esta mirada profunda. La religión puede comenzar con el culto y con la ley, pero la fe comienza cuando nos sentimos vistos, mirados y llamados por nuestro nombre.

Los hombres siempre han intuido que eran vistos por Dios y por sus espíritus, que vivían bajo una mirada invisible de lo alto. Pero generalmente era una experiencia angustiosa. El hombre antiguo tenía miedo de la mirada de los dioses. Se escondía, quería huir, porque la experiencia de ser visto significaba el desvelamiento de los pecados y por tanto de la culpa. Era una mirada de juez, el ojo que ve para condenar. La frase “Dios te ve” era un instrumento de espanto y terror. La Biblia, también en este caso, obra una revolución. La mirada de Dios es antes que nada una mirada de amor, de liberación y de alegría. Dios también ve los pecados, pero antes ve que somos sus hijos. Ve el gesto de Caín, pero antes ve el gesto de Elohim creando a Adán a su imagen y semejanza. He aquí la antropología bíblica de la primacía de Adán sobre Caín, porque Adán habita en un rincón del corazón más íntimo que el que alberga a su hijo fratricida. A partir de esta intimidad habitada aprendemos que también el universo entero es sostenido y habitado por Dios: el cielo estrellado dentro de mí me deja ver el cielo estrellado encima de mí. Esta experiencia inmediatamente se transforma en canto: «Si tomo las alas de la aurora o me instalo en el confín del mar, allí se apoya en mí tu izquierda y me agarra tu derecha. Si digo: que me sorba la tiniebla, que la luz se haga noche en torno a mí, tampoco la oscuridad es oscura para ti, la noche es clara como el día: da lo mismo tiniebla o luz» (139,8–12). ¡Magnífico!

Si el encuentro con Dios consiste en ser vistos interiormente, significa que esa mirada ya existía, aunque no lo supiéramos. Estaba ahí, invisible pero presente: «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno… No se te oculta mi osamenta. Cuando me iba formando en lo oculto y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mi embrión. Se escribían en tu libro, se definían todos mis días, antes de llegar el primero» (139,13–16). Estos versos recuerdan mucho a Job, pero también a los “huesos” de Jeremías (20,9) y a la historia de su vocación profética. La fe comienza un día pero ya existía, desde siempre. Un día adquirimos conciencia de algo que existía antes de la propia conciencia, y que aflora en un momento determinado, cuando comprendemos que la frase que estamos escribiendo forma parte de un “libro”. Uno de los dones más grandes que conlleva el don de la fe – en la dimensión explicada por el salmo 139 la fe es verdadera y auténticamente don, antes de ser también virtud – es el admirable ejercicio que sigue a su comienzo. Cuando retrocedemos en nuestra historia y repasamos nuestro pasado, como hacemos con un viejo álbum de fotografías, vamos pasando páginas hasta que finalmente adquirimos una nueva comprensión, vemos las fotos de ayer de otra manera, iluminadas de inmensidad. El que cree, siempre ha creído, aunque no lo supiera.

En estos versos encontramos también una espléndida síntesis de lo que es una vocación. Todo comienza con una mirada, con la sensación de ser vistos por un ojo que mira y ve como nadie ha visto nunca. Una mirada que inmediatamente se convierte en voz, porque mientras nos mira pronuncia nuestro nombre, revela nuestra tarea y nuestro lugar en el mundo, y nos deja entrever que los episodios que han marcado nuestra vida tenían sentido, pues eran los capítulos de un “libro” que estábamos escribiendo sin saberlo. En este nivel íntimo y profundísimo es donde se juega el destino de una vocación. No es un asunto de felicidad o infelicidad (la Biblia y la vida están llenas de vocaciones muy infelices y sin embargo inmensas), ni de cálculo de costes y beneficios (¿qué moneda usar?), ni tampoco de encontrarse en las condiciones subjetivas y objetivas para tener éxito en la tarea (la mayoría de las vocaciones auténticas no son historias de éxito, sino todo lo contrario). En estas vocaciones, una persona hace solo y sencillamente lo que es, lo que ha visto mientras era vista, lo que ha descubierto que ha sido y será siempre: «¿Adónde me alejaré de tu aliento?, ¿adónde huiré de tu presencia? Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, ahí estás» (139,8). Esta visión no es fatalista ni estática, como ocurriría si el papel de la persona solo consistiera en interpretar una partitura ya escrita – sin tener siquiera la libertad de ejecución de una partitura de jazz. Una vocación se mueve entre la máxima libertad – pues no hay libertad mayor que obedecer a la parte más verdadera y bella de uno mismo – y la máxima falta de libertad, porque esa mirada nos sigue a todas partes y nos recuerda a cada instante quiénes somos y qué somos verdaderamente. Es posible salir de una comunidad o dejar a una esposa, pero no es posible salir del radio de acción de esa mirada.

La imposibilidad de salir de la órbita de la pupila de Dios no implica garantía alguna de no tomar decisiones equivocadas, a veces pésimas. La buena noticia de la Biblia es otra: aunque “te acuestes en el abismo” para huir de ti mismo, ahí sigues siendo mirado y visto. Y cada vez que tomes “las alas de la aurora” para huir lejos, donde te lleve tu loco vuelo, cuando toques tu intimidad más íntima, allí habrá alguien esperándote y recordándote que eres más grande que tu corazón.

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Jean Paul Sartre, El ser y la nada

El salmo 139 es un gran mensaje poético sobre la esencia de la fe y sobre el misterio de la persona, que, al saberse mirada, descubre una belleza más profunda y más grande.

En el alma existe un lugar secreto y profundo donde habita una sutil y delicada melancolía, que aflora cuando nos damos cuenta de que incluso la comunión con aquellos que nos aman se detiene ante el umbral de una intimidad secreta que alberga la parte más hermosa y verdadera de nosotros mismos. Sabemos que nuestros amigos, nuestros padres, nuestra esposa o nuestros hijos nos quieren mucho y nos conocen bien. Pero el conocimiento amoroso que tienen de nosotros no es capaz de llegar hasta la cella vinaria de nuestro corazón. Solo nos conocerían de verdad si pudieran llegar hasta allí, porque verían una belleza desconocida. Si alguien pudiera penetrar hasta el fondo de nosotros, se daría cuenta de que somos mejores de lo que parecemos, mejores que la persona que hasta entonces conocen. Si es cierto que el otro es «el que me mira» (J. P. Sartre), no es menos cierto que el otro nunca me mira lo suficiente, nunca ve la parte mejor de mí. Los otros conocen algo, algunos llegan incluso a conocer lo esencial. Pero lo esencial no es suficiente; en estas cosas lo esencial es demasiado poco.

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Más grandes que nuestro corazón

Más grandes que nuestro corazón

El alma y la cítara/28 – A partir de nuestra intimidad habitada aprendemos que el universo entero está habitado por Dios. Luigino Bruni. Original italiano publicado en Avvenire el 11/10/2020 «Si existe otro, quienquiera que sea, si es que existe, cualesquiera que sean sus relaciones conmigo, aunq...
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El alma y la cítara/27 – Volvemos de los exilios y salimos de los lutos cuando reencontramos nuestra voz.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 04/10/2020.

«Por grande que pueda ser el dolor de una pérdida, inmediatamente se nos impone el deber de evitar la pérdida más irreparable y decisiva: la de nosotros mismos. Por eso, ante la muerte de un ser querido, estamos perentoriamente llamados a procurar la muerte a esa misma muerte».

Ernesto de Martino, Morte e pianto rituale nel mondo antico.

El salmo 137, el del desterrado, nos deja un gran mensaje sobre cómo y por qué podemos volver a tocar con ánimo renovado las antiguas cítaras.

En nuestra época, los lugares, y por ende del sentido de la tierra, están atravesando un largo eclipse. Progresivamente desencantados del mundo, no solo hemos dejado de creer que la tierra está llena de dioses. También hemos olvidado que los lugares tienen alma, un alma distinta pero no menos viva y eficaz que la de las personas. Hemos inventado el espacio anónimo y racional de los mapas, y hemos desaprendido a reconocer los lugares con su vocación única, sus señales y su destino. Para la Biblia, Dios es una voz que habla en lugares. Dios no es u-tópico, porque tiene algún lugar: un altar, un monte, un templo. Estos lugares no capturan a Dios (que permanece libre de sus lugares y de los nuestros), pero conservan para siempre los estigmas de su toque. El hombre bíblico puede ser nómada y errante porque su territorio está marcado por la presencia verdadera de Dios. Puede ser peregrino, pero nunca desplazado. A menudo, el tiempo y el espacio son enemigos. Sin embargo, el lugar es amigo del tiempo, porque es ahí – en esa comunidad, en esa familia o en esa tierra – donde las generaciones se transmiten la vida. Y cuando el espacio se convierte en lugar, los bienes comunes no se destruyen. 

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Hemos olvidado el lenguaje de los lugares, y por eso nos cuesta entender qué supuso para la Biblia el exilio. Para comprender alguna de sus dimensiones, deberíamos compararlo con una experiencia extrema, como el luto. Tanto en el exilio babilónico como en el luto hay una crisis de presencia. En los grandes lutos también experimentamos el desarraigo, nos sentimos vacíos de certezas y valores y corremos el peligro de pasar con quien ha pasado, de morir con quien ha muerto. El gran desafío del exilio babilónico consistió en no morir junto a la patria, el templo destruido, la tierra prometida y el Dios derrotado. No debe sorprendernos que Ezequiel, en su libro, nombrara con la misma expresión – “luz de mis ojos” – a la esposa muerta y a la Jerusalén destruida.

La elaboración del luto (operación hoy dificilísima) consiste en no dejar que la persona amada se vaya del todo de nuestra vida, evitando, al mismo tiempo, que su seguir viviendo en nosotros comporte el comienzo de nuestra muerte. Para elaborar el exilio, Israel tuvo que afrontar la gran empresa de no olvidarse de Sión, pero sin recordarla demasiado y sin morir junto a ella: «Junto a los canales de Babilonia nos sentamos y lloramos con nostalgia de Sión. En los sauces de su recinto colgábamos nuestras cítaras» (Salmo 137,1-2). Es el estupendo salmo del desterrado, tal vez la elegía más hermosa de la Biblia. Este salmo cuenta, en directo, el proceso espiritual y ético colectivo con el que Israel intentó dar sentido a su mayor tragedia, para seguir viviendo.

La primera imagen describe una huelga de músicos, quizá un grupo de ex cantores del templo, que han colgado las cítaras de las ramas de los sauces (o de los chopos) que crecían en las fértiles orillas de los ríos de Babilonia. Allí se sentaban juntos y juntos lloraban. Hasta que un día dejaron de cantar, en un ayuno coral de artistas, quizá el primero de la historia humana. Tal vez por este motivo el salmo 137  ha gustado tanto a los artistas, a los músicos y a los poetas (Camões, Verdi, Bach, Quasimodo…). No se puede cantar en “terra ignota” – adamah nekhar. En esa tierra solo es posible entonar un llanto fúnebre, elevar un lamento ritual, gritar palabras desesperadas para sublimarlas en una representación sagrada (137,7-9). Pero no se pueden cantar los cantos del templo. En la tierra equivocada eso no es posible. Por eso, llega con fuerza la respuesta de los cantores: no podemos. «¡Cómo cantar un canto del Señor en tierra extranjera!» (137,4). Porque en este humanismo el primer cantante y el primer músico son las paredes del templo, después el suelo patrio, y solo al final los hombres y sus instrumentos. Estos cantos solo se pueden cantar en Sión, y solo se volverán a cantar al regresar allí. Algunos “saltos” solo pueden darse en “Rodas”.

Además, el salmo nos da a conocer un cinismo y un sarcasmo típicos de los seres humanos: «Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar, nuestros opresores a divertirlos: Cantadnos un cantar de Sión» (137,3). Hay una maldad típica, una de las peores, que consiste en obligar al que llora a hacer reír a los demás – sarcasmo literalmente significa “lacerar la carne” sarx). Como hicieron los filisteos – «Cuando ya estaban alegres, dijeron: Sacad a Sansón que nos divierta» (Jue 16,25) –, como han hecho siempre los poderosos con los pobres, con las mujeres, con las víctimas. En este ayuno de arte, el pueblo revive, unido, la misma experiencia de Ezequiel, el gran profeta del exilio: «El Señor me habló así: Te pegaré la lengua al paladar, te quedarás mudo» (Ez 3,26). Ezequiel, sacerdote sin templo, profeta sin palabra; los cantores y los músicos, con las arpas mudas colgadas. Son imágenes tremendas y magníficas que dicen mucho, casi todo, de la gramática de la vida de las personas que siguen honestamente una voz.

En ese preciso momento, en el salmo encontramos un juramento, o una forma de auto-maldición: «Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me olvide la diestra, que se me pegue la lengua al paladar si no te recuerdo, si no exalto a Jerusalén como colmo de mi alegría» (137,5-6). A los desterrados les aterrorizaba la posibilidad de olvidarse de Jerusalén y de su Dios. Sentían la atracción de los dioses de los ríos de Babilonia, experimentaban en su carne la tentación de prestar sus cítaras a otros cantos distintos de los aprendidos en Sión. Por eso, se unieron con una promesa, hecha a Dios y a su alma. Las promesas son también una cuerda que une lo que somos hoy con lo que fuimos ayer para salvar del precipicio lo que podemos ser mañana. Cada promesa es una súplica que le pide al futuro que no traicione su origen. Cuando la vida nos conduce al exilio, al principio solo queremos colgar las cítaras, tirar la pluma, callar, llorar y hacer luto. La Biblia nos dice que estos ayunos son buenos, que estos mutismos también son palabras de vida. Nos sentimos desplazados, desarraigados, alejados, y llevamos entre nosotros y dentro de nosotros una infinita “nostalgia de Sión” y de un tiempo maravilloso, pero sobre todo una nostalgia infinita del Dios que ya no está porque ha sido destruido – por los otros, por nosotros o por Dios mismo. Solo queremos y podemos estar sentados y elevar lamentos al cielo y a la vida. Esta fase puede durar mucho tiempo. A algunos les dura toda la vida, y ya no vuelven a casa.

A veces un resto, un pequeño resto – una parte de la comunidad destruida, o un rincón que sigue vivo en nuestra alma herida – un día agarra de nuevo la cítara y comienza un nuevo canto. Lo comienza allí, a orillas de los mismos ríos, rodeado de los mismos torturadores y verdugos. No sabe por qué. Solo sabe que debe cantar. Cantando los cantos de la juventud, comprende que la voz que le ha acompañado durante la destrucción y después durante el exilio, esa voz desconocida y temida como la voz de un ídolo o de la nada, es en realidad la misma voz buena que le hablaba en Sión, sin saberlo. Esta nueva comprensión es pura gracia, gratuidad. Comprende que Dios no teme el exilio, y que no existe lugar mejor que los ríos de Babilonia para cantar y alabar. Y la pregunta “¿cómo cantar un canto del Señor en tierra extranjera?” tiene una nueva respuesta: cántalo exactamente igual que en Sión: yo habito también aquí, y nunca te he dejado solo. El final del exilio ha comenzado.

Para algunos, este nuevo salmo será el último canto que entonarán junto al ángel de la muerte. Otros llevan muchos años cantándolo, pero aún no se han dado cuenta, porque lo confunden con el llanto del luto. No todos los desterrados hebreos volvieron de Babilonia tras el edicto de Ciro. Una parte no superó nunca este gran luto, y se dejó morir. Otros se integraron con los babilonios y no regresaron. Después de setenta años, solo volvieron los hijos y los nietos de aquellas pocas personas que fueron capaces de retomar las cítaras de los sauces a orillas de los ríos para cantar los cantos de Sión en tierra extranjera. Volvieron aquellos que aprendieron a tocar en el exilio. Todo luto se acaba de verdad cuando se puede volver a cantar. Los salmos más hermosos de Israel fueron compuestos cuando algunos de los cantores exiliados encontraron las energías espirituales necesarias para retomar las cítaras. Las descolgaron de los árboles y recomenzaron su canto. De los exilios vuelven los que han aprendido a cantar los antiguos cantos en una tierra desconocida, cuando un alma nueva toca la antigua cítara y surgen otros cantos.

Hay cánticos espirituales, poesías, obras de arte y profecías que surgen en tiempos de alegría y de luz, que manan con abundancia del corazón en los días maravillosos de la vida, cuando somos dueños de nuestras manos y de nuestras palabras, que nos obedecen generando. Pueden ser auténticas obras de arte, músicas muy hermosas, poesías verdaderas y profecías auténticas. Pero hay otros cánticos espirituales, otras obras de arte y otras profecías que no nacen así. Estas necesitan que la garganta esté pegada al paladar; necesitan cítaras colgadas de los chopos, manos con artritis, compositores sordos, pintores ciegos, narradores espásticos y balbucientes, y escritores que hablan de Dios aunque no sepan quién es ni si existe de verdad. Estas obras distintas no son fruto de nuestra fuerza, sino de nuestra debilidad. Estas palabras no nos obedecen, porque son libres. Estos gestos no son los nuestros. Este Dios no es nuestro Dios. Este paraíso es para los otros. Estas son las obras de la gratuidad, los cantos que no tenían que existir, la espiritualidad que conmueve al cielo, la humanidad que acaricia a los ángeles. La Biblia ha llegado hasta nosotros porque alguien fue capaz de cantar en el exilio, y aprendió de nuevo a tocar la cítara junto a los ríos de Babilonia. Y desde entonces no ha dejado de hacerlo.

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El alma y la cítara/27 – Volvemos de los exilios y salimos de los lutos cuando reencontramos nuestra voz.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 04/10/2020.

«Por grande que pueda ser el dolor de una pérdida, inmediatamente se nos impone el deber de evitar la pérdida más irreparable y decisiva: la de nosotros mismos. Por eso, ante la muerte de un ser querido, estamos perentoriamente llamados a procurar la muerte a esa misma muerte».

Ernesto de Martino, Morte e pianto rituale nel mondo antico.

El salmo 137, el del desterrado, nos deja un gran mensaje sobre cómo y por qué podemos volver a tocar con ánimo renovado las antiguas cítaras.

En nuestra época, los lugares, y por ende del sentido de la tierra, están atravesando un largo eclipse. Progresivamente desencantados del mundo, no solo hemos dejado de creer que la tierra está llena de dioses. También hemos olvidado que los lugares tienen alma, un alma distinta pero no menos viva y eficaz que la de las personas. Hemos inventado el espacio anónimo y racional de los mapas, y hemos desaprendido a reconocer los lugares con su vocación única, sus señales y su destino. Para la Biblia, Dios es una voz que habla en lugares. Dios no es u-tópico, porque tiene algún lugar: un altar, un monte, un templo. Estos lugares no capturan a Dios (que permanece libre de sus lugares y de los nuestros), pero conservan para siempre los estigmas de su toque. El hombre bíblico puede ser nómada y errante porque su territorio está marcado por la presencia verdadera de Dios. Puede ser peregrino, pero nunca desplazado. A menudo, el tiempo y el espacio son enemigos. Sin embargo, el lugar es amigo del tiempo, porque es ahí – en esa comunidad, en esa familia o en esa tierra – donde las generaciones se transmiten la vida. Y cuando el espacio se convierte en lugar, los bienes comunes no se destruyen. 

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Y el canto reanudó la vida

Y el canto reanudó la vida

El alma y la cítara/27 – Volvemos de los exilios y salimos de los lutos cuando reencontramos nuestra voz. Luigino Bruni Original italiano publicado en Avvenire el 04/10/2020. «Por grande que pueda ser el dolor de una pérdida, inmediatamente se nos impone el deber de evitar la pérdida más irrepa...
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El alma y la cítara/26 – Existe un derroche bueno de tiempo y de cosas, al servicio de relaciones grandes y verdaderas.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 27/09/2020.

«Lo que más me reparaba y recreaba eran los solaces con los amigos… conversar, reír, servirnos mutuamente con agrado; discutir a veces, pero sin animadversión, como cuando uno disiente de sí mismo, y con tales disensiones esporádicas condimentar las muchas conformidades; enseñarnos mutuamente alguna cosa, suspirar por los ausentes con pena y acoger con alegría a los que llegaban».

Agustín, Confesiones, IV

El salmo 133 es conocido como el salmo de la fraternidad. Mientras nos habla de la belleza de la fraternidad de sangre, nos anuncia una fraternidad distinta: la del espíritu.

La fraternidad es una gran palabra de la Biblia porque es una gran palabra de la vida. Es otro nombre de la felicidad. Los hermanos y las hermanas forman parte del paisaje ordinario de nuestra casa; son un componente esencial de nuestra vida. El amor a los hermanos y a las hermanas no posee las características del eros ni tampoco las de la philia (no siempre somos amigos de nuestros hermanos, aunque los queramos mucho). Es un amor distinto y especial, que usa el lenguaje de la carne y de las vísceras (en esto se parece al amor a los padres). Una nota típica de la fraternidad es el dolor visceral que sentimos cuando una hermana o un hermano enferman, cuando sufren, cuando son ofendidos o humillados – uno de los dolores más grandes de la vida, para nosotros los varones, es ver sufrir a una hermana. Y una de las mayores alegrías, una típica y muy especial, es la que sienten los padres, sobre todo las madres, cuando ven que sus hijos se quieren, se aprecian recíprocamente, se bendicen unos a otros, se consuelan, se defienden, se ayudan y celebran fiestas juntos.

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No es sorprendente que la Biblia, para expresar la bendición-felicidad más grande de Job, dijera que sus hijos e hijas comían juntos: «Sus hijos solían celebrar banquetes, un día en casa de cada uno, e invitaban a sus tres hermanas a comer con ellos» (Jb 1,4). Aquí es importante la referencia a las hermanas. Si ya es bonito juntarse y celebrar fiesta entre hermanos, es estupendo hacerlo con hermanos y hermanas, pues las chicas y las mujeres, con su gracia característica, exaltan la charis y la fiesta de la casa. Esta típica alegría que produce la concordia de los hijos crece con los años. Si nos gusta que los niños y adolescentes se quieran, mucho más nos gusta que se quieran de adultos, cuando aumentan las distancias y los motivos para sinsabores y divisiones. Posiblemente el final más hermoso de la vida para un padre es ver cómo sus hijos e hijas han mantenido el amor recíproco. Qué grande es el amor de un hijo que prefiere renunciar a sus legítimos intereses solo para evitar ese sufrimiento tan especial a sus padres; posee todos los colores del agape.

Podemos imaginar que el hermoso salmo 133 fue compuesto, o al menos cantado, por una madre, a la que un día de fiesta, tal vez la noche de Pesaj, viendo a sus hijos sentados alrededor de la mesa, le nació en lo íntimo del corazón esta oración, una de las más hermosas: «Ved qué bueno es, qué grato, convivir los hermanos unidos» (Salmo 133,1). Es el salmo de la fraternidad. La palabra hebrea que usa el salmista para describir esta especial belleza y suavidad es twb, la misma que encontramos en el primer capítulo del Génesis al concluir la creación: «y vio Dios que era muy twb» (Gn 1,31). Con ello, tal vez quiera decirnos que cuando los hermanos y las hermanas “conviven unidos”, la familia vuelve a pasear por el jardín del Edén, la inocencia y la pureza primitiva vuelven, la muerte es vencida de nuevo, comemos del fruto del árbol de la vida y vivimos una eterna juventud – mientras alguien nos llame “hijo” seguimos siendo jóvenes. Son muy bellas las dos metáforas, profundamente radicadas en nuestro lenguaje y en el simbolismo bíblico, que el salmo usa para desarrollar el tema de la fraternidad: «Como ungüento precioso en la cabeza, que va bajando hasta la barba, la barba de Aarón, que va bajando hasta la franja de su vestidura. Como rocío de Hermón que va bajando sobre el monte Sión» (133,2-3). La unción era el signo de la consagración del sacerdote (Aarón), así como del rey y del profeta. Era también el gesto con el que se acogía al invitado, a quien se honraba ungiendo con aceite perfumado su cuerpo cansado por el viaje. Un aceite sobreabundante, que chorreaba desde la cabeza hasta cubrir el rostro y la barba y deslizarse por las vestiduras.

Esta imagen expresa la sobreabundancia de la fraternidad. La fraternidad es anti avara. Si a un hermano no se le da el manto, tampoco se le da la túnica. A un hermano o a una hermana se le da incluso lo que no se debería dar. Es el aceite que una mujer derramó a los pies de Jesús, que valía diez veces más que el precio de la traición. Pero el ecónomo economista no comprende este derroche, y sigue reprochando que la sobreabundancia no es eficiente. En la fraternidad no se presta a interés, ni siquiera al de la inflación, que permitiría mantener el valor del dinero prestado. A los hermanos se les da y punto: prestar es un buen verbo para los negocios, pero no para la fraternidad – “aquí tienes el dinero que necesitas, ya me lo devolverás cuando puedas”. Un hermano tiene la misma dignidad que el rey, el sacerdote y el profeta, nada menos. Y cuando viene a casa hay que hacerle los honores como en la Biblia se honra al huésped, como Abraham y Sara, cuando acogieron a los tres hombres en el encinar de Mambré, como Salomón, cuando recibió a la reina de Saba, como el buen pastor del salmo 23, como las dos hermanas que acogieron a Jesús en Betania, como la viuda que alojó al profeta Elías en su casa y le dio el último puñado de harina y la última gota de aceite. A los profetas, a los hermanos y a las hermanas no se les da lo superfluo, se les da lo necesario. Por ellos nos privamos del último pan. El pan de cada día es un don del Padre, pero casi siempre nos llega de manos de un hermano o de una hermana. Cuando nos hacemos mayores y salimos de la casa común y un hermano viene a nuestra nueva casa, debemos hacerle los honores como en la Biblia se honra al huésped. Aunque venga a menudo, el día de la visita del hermano es el día del mantel más bonito y de la flor nueva. El tiempo se detiene y se toca la eternidad. Las horas que se pasan con los hermanos son las más largas. La fraternidad nos alarga la vida. Cada huésped trae una bendición, pero la bendición que traen el hermano y la hermana, honrados como ángeles, es infinita.

La segunda imagen es la del rocío, una palabra muy querida por la Biblia. El rocío del monte más alto, que mitiga las largas sequías. Es siempre sorprendente encontrar al despertar, en nuestros tórridos veranos, la hierba mojada por el rocío, don de una frescura distinta cuando escasea el agua. El rocío es una gran imagen de la gratuidad, de un don que está ahí para nosotros, para todos. La fraternidad, al igual que el rocío, para perlar de luz el campo de nuestra vida, necesita una noche serena y sin viento. La fraternidad, al igual que el rocío, es la frescura que acompaña la aridez de la vida, que llega sin considerar nuestras virtudes ni nuestros méritos. La fraternidad es anti meritocrática, tanto vista desde el punto de vista de los padres como observada con la mirada de los demás hermanos – aunque el hermano mayor de la parábola está ahí para recordarnos que la meritocracia es una tentación de la fraternidad, y que, si no se supera cada día, produce varias formas de fratricidio.

El aceite que baja por la barba de Aarón expresa otro elemento fundamental de la fraternidad, que es la otra cara de la sobreabundancia: el buen derroche. Como ocurre con otras palabras primeras de la vida, el derroche es bifronte, tiene una cara mala y otra buena. La buena pertenece a la fraternidad, que vive también del derroche de tiempo, de palabras y de comida. El derroche de tiempo expulsa la prisa, enemiga de todas las relaciones primarias. El derroche de palabras es la bendición de las noches infinitas en las que decimos con cien palabras lo que podríamos decir con diez, y las noventa derrochadas son las que nos entregamos unos a otros liberados de la esclavitud de la eficiencia. Y no hay fiesta de familia donde no haya más comida de la necesaria. Lo que parece derroche solo es la celebración de un bien más grande, un lenguaje arcaico y profundísimo que dice que las horas que pasamos juntos valen más que el PIB nacional, que este bien relacional es el bien más grande. Si en las comidas de fraternidad no se come demasiado, no se come lo suficiente. Incluso cuando la pobreza solo nos ofrece cinco panes y dos peces, al final hay que retirar siete provisiones de sobras.

Sin embargo, a pesar de toda esta belleza, la Biblia nos presenta la fraternidad natural como algo ambivalente y en general problemático. Abel, el primer hermano, es un hermano asesinado. Jacob y Esaú luchan, combaten y se separan. Lía y Raquel son dos hermanas rivales, José es vendido por sus hermanos, Jefté es expulsado por sus hermanastros, Tamar es violada por Amnón. Así hasta llegar al hermano del hijo pródigo. En la Biblia son pocos los casos de hermanos y hermanas que se quieren como los del salmo 133. Tal vez con ello intente decirnos que la fraternidad de la sangre, por muy grande y maravillosa que sea, no es suficiente para entender el humanismo bíblico, el nuevo pueblo, la alianza y la fraternidad universal, nueva y distinta, de la Biblia primero y del cristianismo después. Para indicarnos su nueva fraternidad desconectada de la sangre, la Biblia no se conforma con elogiar la fraternidad natural, y pone de manifiesto su insuficiencia. También nosotros sabemos que la fraternidad natural primera no llega a ser humanismo pleno si no florece en una fraternidad segunda. No seremos hermanos y hermanas para toda la vida si en un momento determinado el vínculo de sangre, que ya es grande y hermoso, no se hace grandísimo y hermosísimo, floreciendo en agape.

Los hermanos y las hermanas solo lo son hasta el final si un día se convierten también en amigos, madres y padres, unos de otros. La fraternidad es aurora y rocío. Pero el sol no mantiene a mediodía toda la luz del alba si la sangre no se convierte en espíritu, y si no renacemos en este espíritu. Pero la Biblia ha querido darnos también el salmo 133 con sus espléndidas palabras. Mientras nos recuerda que la fraternidad se realiza muriendo en la carne y resucitando en el espíritu, los hermanos y hermanas que se sientan juntos están entre las cosas más bellas bajo el sol: «Porque allí manda el Señor la bendición, la vida para siempre» (133,3).

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El alma y la cítara/26 – Existe un derroche bueno de tiempo y de cosas, al servicio de relaciones grandes y verdaderas.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 27/09/2020.

«Lo que más me reparaba y recreaba eran los solaces con los amigos… conversar, reír, servirnos mutuamente con agrado; discutir a veces, pero sin animadversión, como cuando uno disiente de sí mismo, y con tales disensiones esporádicas condimentar las muchas conformidades; enseñarnos mutuamente alguna cosa, suspirar por los ausentes con pena y acoger con alegría a los que llegaban».

Agustín, Confesiones, IV

El salmo 133 es conocido como el salmo de la fraternidad. Mientras nos habla de la belleza de la fraternidad de sangre, nos anuncia una fraternidad distinta: la del espíritu.

La fraternidad es una gran palabra de la Biblia porque es una gran palabra de la vida. Es otro nombre de la felicidad. Los hermanos y las hermanas forman parte del paisaje ordinario de nuestra casa; son un componente esencial de nuestra vida. El amor a los hermanos y a las hermanas no posee las características del eros ni tampoco las de la philia (no siempre somos amigos de nuestros hermanos, aunque los queramos mucho). Es un amor distinto y especial, que usa el lenguaje de la carne y de las vísceras (en esto se parece al amor a los padres). Una nota típica de la fraternidad es el dolor visceral que sentimos cuando una hermana o un hermano enferman, cuando sufren, cuando son ofendidos o humillados – uno de los dolores más grandes de la vida, para nosotros los varones, es ver sufrir a una hermana. Y una de las mayores alegrías, una típica y muy especial, es la que sienten los padres, sobre todo las madres, cuando ven que sus hijos se quieren, se aprecian recíprocamente, se bendicen unos a otros, se consuelan, se defienden, se ayudan y celebran fiestas juntos.

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Como perfume y rocío

Como perfume y rocío

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El alma y la cítara/25 – Las riquezas y los talentos sirven para liberar a aquellos que han recibido sufrimientos y males.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 20/09/2020

«Son “hijos de la juventud” puesto que, si uno estaba destinado a morir entre los veinticinco y los treinta, tenía que darse prisa en engendrar. Un premio pobre, de AT, de desierto y de lanzas alrededor de la casa. Para el filósofo de ayer y de hoy, simples clavos en la carne».

Guido CeronettiIl libro dei salmi.

¿Es posible asociar a Dios con nuestras bendiciones y salvarlo de las maldiciones de los demás? ¿Darle gracias por nuestra felicidad y no condenarlo por nuestra infelicidad?

La superabundancia es una de las reglas de oro de la vida. Es madre de la generatividad y hermana de la generosidad. No hay fruto si no se siembra a manos llenas, si no se arroja gran parte de las semillas buenas entre las zarzas, en el camino o sobre las piedras. Si quisiéramos sembrar solo en lo que consideramos tierra buena, nada verdaderamente bueno nacería. La tierra buena solo puede existir entre las zarzas y las piedras, y a ella solo llega quien está dispuesto a desperdiciar mucha simiente, lanzándola en exceso. Para poder esperar que surja un profeta verdadero en nuestra comunidad, debemos generar diez falsos. Para tener un alumno excelente, hay que enseñar a mil corrientes. Para generar un acto de ágape, hay que esperar a que madure mezclado con nuestros egoísmos. Y la parte que se desperdicia es tan necesaria como la parte, mucho más pequeña, que genera. Toda avaricia es estéril, toda magnanimidad es fecunda. 

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Pero la superabundancia más importante no es la que sale de nuestro corazón, sino la que entra en él. Es la que recibimos, no la que damos. Es la que vemos acontecer dentro de nosotros y a nuestro alrededor, el pan que nos nutre a nosotros y a nuestros amigos “mientras dormimos”. Llega un día en el que comprendemos que las cosas más hermosas que han bendecido nuestra vida no han sido fruto de nuestro esfuerzo, sino puro don, pura gracia, pura providencia. La inteligencia, los talentos decisivos, la mujer o el marido, las hijas y los hijos, los amigos, la comunidad, la salud, el sentido y la alegría de la vida interior, la emoción ante una poesía ... no han llegado a nuestra vida por mérito nuestro: sencillamente nos han encontrado en la estela de una misteriosa libertad amorosa. Ser “buena tierra” no es mérito nuestro – la tierra no se cultiva, ni se cuida, ni se abona sola. Simplemente es. Y esta es la primera raíz de la gratitud.

Esta superabundancia está en el corazón de los salmos 127 y 128, colocados en el centro de la serie llamada “del peregrino” (del 120 al 134): «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas. En vano os levantáis temprano y retrasáis el descanso, los que coméis un pan de fatigas; ¡si se lo da a sus amigos mientras duermen!» (Salmo 127,1-2). En estos versos, conocidos y hermosos, el salmista afirma la prioridad de la superabundancia de la gracia sobre nuestros méritos. Esta sucesión de versos que comienzan con las palabras “en vano”, que tanto recuerda al Qohélet (libro atribuido por la Biblia, como el salmo 127, a Salomón), es una de las mejores explicaciones acerca de qué es la gratuidad/gracia. Para entenderlo, debemos seguir leyendo la segunda parte del salmo 127 y el salmo 128: «La herencia que da el Señor son los hijos, el salario es el fruto del vientre. Son saetas en mano de un guerrero los hijos de la juventud. ¡Dichoso el varón que llena con ellas la aljaba!» (127, 3-5).

Aquí vuelve la gran categoría bíblica de la bendición, desarrollada en el salmo siguiente: «¡Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos! Comerás de la fatiga de tus manos, serás dichoso, te irá bien. Tu mujer como parra frondosa en la intimidad de tu casa, tus hijos como renuevos de olivo alrededor de tu mesa. Esa es la bendición del varón que respeta al Señor» (128, 1-4). La felicidad bíblica, a diferencia de la tradición moderna que la asocia con el placer y las sensaciones, remite a la fecundidad y a la generatividad, que está presente también en el latín felicitas (al que el prefijo fe- hermana con feto, fémina o fértil).

Pero en esta pareja de salmos hay mucho más. Hay una idea teológica fundamental en la Biblia, según la cual la felicidad, y por tanto los bienes y los hijos, es bendición de Dios. Esta equivalencia entre felicidad terrena y bendición divina no es solo fundamental y central para la ética y el espíritu de la economía moderna, sino que también está en el centro del sentido común y de la sabiduría de las comunidades y de las familias – el salmo 128 es el más leído en las celebraciones matrimoniales hebreas y cristianas.

Pero esta espléndida serie de bienaventuranzas esconde algunas insidias que siguen presentes en el centro del humanismo occidental. Con demasiada frecuencia hemos leído y seguimos leyendo estos dos salmos amputando los dos primeros versículos del 127, y de este modo todo lo dicho sobre la bendición se falsea y corrompe. En la Biblia se puede hablar de los bienes como bendición porque antes está la certeza moral de que en un nivel mucho más profundo los bienes son don. Decir que quien “construye la casa” no son los albañiles sino “el Señor” significa reconocer que incluso en las cosas más concretas y pequeñas, donde es evidente que somos nosotros con nuestro trabajo quienes ponemos ladrillo a ladrillo, a un nivel más profundo y por tanto más verdadero esos ladrillos y ese sudor son gracia, son providencia.

Aquí debemos reabrir el tema, nunca cerrado, de los méritos y la gracia. Cuando nosotros vemos que alguien tiene éxito, en una o varias de sus múltiples formas, es muy raro que no reconozcamos en ese éxito una cierta dosis de mérito personal. Aunque atribuyamos un papel a la suerte y a las circunstancias favorables, tomamos la parte de mérito presente en ese éxito y la convertimos en el punto de apoyo para levantar toda la estructura social de recompensas. Y después, por mor de simetría, seguimos la misma lógica para las faltas de éxito y los fracasos: aunque detrás de un delito o una desventura haya mala suerte y circunstancias desfavorables, también existe un porcentaje de culpa subjetiva. La aislamos y la convertimos en el criterio principal para ordenar las penas y el mundo. Por otro lado, no hay que excluir que los seres humanos sientan necesidad de un sistema de culpas para legitimar los méritos, porque en un mundo donde se dijera que las desventuras dependen demasiado de las circunstancias desfavorables y demasiado poco de la culpa subjetiva, tampoco existirían bases éticas para atribuir los éxitos a los méritos.

Pero es precisamente aquí donde los dos primeros versículos del salmo 127 se vuelven tremendamente importantes. Tomemos el caso de Giovanni, un compañero economista muy brillante. Ha realizado una excelente carrera y ha obtenido éxito y dinero. Viene de una familia pobre, tuvo que estudiar mucho para la licenciatura y el doctorado. Sus padres han hecho sacrificios para que pudiera estudiar, primero en Italia y después en Estados Unidos. Ha ganado numerosos concursos, siendo siempre el primero de la lista… Es difícil no atribuir a su mérito buena o gran parte de su éxito. Pero si nos fijamos mejor, podremos descubrir que este razonamiento, lineal y generalmente no controvertido, se complica e incluso puede cambiar mucho. Nos daremos cuenta de que Giovanni ha nacido en una familia que le ha querido, y ha estudiado gratis durante más de veinte años, ha tenido algunos excelentes profesores que han creído en él, y ha crecido en un entorno sereno y lleno de estímulos. Y si bien es cierto que ha estudiado mucho para ganar concursos y escribir artículos científicos, esa capacidad de estudiar y de esforzarse también ha sido en buena parte don, porque se la ha encontrado en su interior, como fruto de toda esa vida superabundante – también se llega a la pobreza por no tener la posibilidad de esforzarse. Si Giovanni hubiera crecido en otro lugar, con el mismo ADN, no habría estado en condiciones de poder estudiar tanto y de tener éxito. Todo esto no lo digo para disminuir, humillar o devaluar el talento ni la virtud de Giovanni, sino para poner de relieve que antes hay otra cosa, una superabundancia que ha construido por él y con él su “casa” y antes aún sus talentos.

Cuando nos olvidamos de este constructor invisible – y lo hacemos cada vez más a menudo – rápidamente nacen teologías sociologías y economías de la prosperidad, que, mientras elogian y legitiman ética y religiosamente el éxito y los méritos, deslegitiman religiosamente a los perdedores, y acaban interpretando la falta de talentos como falta de méritos, hasta justificar moralmente la desigualdad; y para poder llamar dichosos a los triunfadores deben llamar malditos a los pobres.

Pero no podemos quedarnos aquí. Todo lo dicho no termina de satisfacernos. Me lo ha enseñado mi sobrina Antonietta, con su teología esencial, al decir la oración antes de empezar a comer: «Nosotros damos gracias a Dios por los alimentos, pero ¿cómo rezan los niños que no los tienen?» Dar las gracias a Dios y a la vida por las bendiciones que se nos dan sin mérito, no es suficiente para justificar a Dios frente a quienes carecen de estos bienes. Todo hombre religioso que atribuye sus propias bendiciones a Dios tiende (casi) inevitablemente a separar a Dios de la parte maldita del mundo. «Mi madre me obligó a prostituirme cuando tenía ocho años: si encuentro a Dios quiero escupirle a la cara», dijo desesperada una joven mujer brasileña a mi amigo misionero. Si asocio la gracia de Dios a mis dones, ¿cómo lo salvo de las desgracias ajenas?

Cierto ateísmo honesto nació porque no logró encontrar una respuesta convincente a esta pregunta, y prefirió matar a Dios para salvar a los pobres. Algunas personas han conseguido salvar la fe, pero a base de leer estos salmos sentadas sobre el montón de estiércol al lado de Job o en la cima del Gólgota bajo el crucificado. Un día, que siempre llega demasiado tarde, se dan cuenta de que su verdadera bendición es que han entendido que las riquezas y los talentos que han recibido son para liberar a quienes solo han recibido sufrimientos y males. Y surge interiormente una necesidad irrefrenable de bajar a las calles y a los soportales a servir desayunos, intentando que florezca algún “gracias” verdadero en medio de tantos insultos y maldiciones, para decir a los pobres, convirtiéndose en un don encarnado: no sois malditos. Para decirlo una y otra vez, hasta dar la vida.

* Dedicado al sacerdote Roberto Malgesini, asesinado por un sintecho con problemas mentales al que ayudaba.

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El alma y la cítara/25 – Las riquezas y los talentos sirven para liberar a aquellos que han recibido sufrimientos y males.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 20/09/2020

«Son “hijos de la juventud” puesto que, si uno estaba destinado a morir entre los veinticinco y los treinta, tenía que darse prisa en engendrar. Un premio pobre, de AT, de desierto y de lanzas alrededor de la casa. Para el filósofo de ayer y de hoy, simples clavos en la carne».

Guido CeronettiIl libro dei salmi.

¿Es posible asociar a Dios con nuestras bendiciones y salvarlo de las maldiciones de los demás? ¿Darle gracias por nuestra felicidad y no condenarlo por nuestra infelicidad?

La superabundancia es una de las reglas de oro de la vida. Es madre de la generatividad y hermana de la generosidad. No hay fruto si no se siembra a manos llenas, si no se arroja gran parte de las semillas buenas entre las zarzas, en el camino o sobre las piedras. Si quisiéramos sembrar solo en lo que consideramos tierra buena, nada verdaderamente bueno nacería. La tierra buena solo puede existir entre las zarzas y las piedras, y a ella solo llega quien está dispuesto a desperdiciar mucha simiente, lanzándola en exceso. Para poder esperar que surja un profeta verdadero en nuestra comunidad, debemos generar diez falsos. Para tener un alumno excelente, hay que enseñar a mil corrientes. Para generar un acto de ágape, hay que esperar a que madure mezclado con nuestros egoísmos. Y la parte que se desperdicia es tan necesaria como la parte, mucho más pequeña, que genera. Toda avaricia es estéril, toda magnanimidad es fecunda. 

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Dones que llamamos méritos

Dones que llamamos méritos

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El alma y la cítara / 24 – El ser humano no es un simulacro de Dios, sino una chispa de su misterio.

Luigino Bruni

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 13/09/2020.

«La pregunta sobre cómo he llegado a una materia tan arcaica como esta, aún no tiene respuesta. Influyeron en ello variadas circunstancias, relacionadas con los años, con la edad. Ripeness is all. Como hombre y como artista debía encontrarme, de algún modo, en estado de “receptividad”​​».

Thomas MannApéndice a José y sus hermanos.

La prohibición de construir imágenes de Dios esconde temas de gran significado humano y religioso. El salmo 115 nos desvela algunos.

Deberíamos estar agradecidos a la Biblia, aunque solo fuera porque ha conservado durante siglos el misterio íntimo de Dios, protegiéndolo de nuestras manipulaciones teológicas e ideológicas. El exilio babilónico no fue solamente el lugar y el tiempo donde nacieron algunos de los libros bíblicos más grandes y donde hablaron y escribieron profetas inmensos como Ezequiel y el segundo Isaías. El exilio también generó algunos de los salmos más hermosos. Cantos y oraciones salidos del alma de un pueblo humillado, ofendido en su identidad nacional y golpeado en el corazón de su religión. El exilio fue muchas cosas, pero sobre todo fue una gran prueba religiosa. El hecho de encontrarse en una tierra con una religión riquísima, rodeado de muchos dioses, cada uno con su santuario, representados por estatuas brillantes y llevados en procesiones espectaculares, obligó a Israel a repensar profundamente su propia fe. También la dura polémica bíblica anti-idolátrica se desarrolló durante el exilio. La falta de templo y de imágenes de YHWH agudizó la fuerte y dramática pregunta que los babilónicos hacían irónicamente a los hebreos: “¿Dónde está vuestro Dios?”. 

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En las culturas antiguas, un Dios sin lugar era un dios inexistente. La gran idea bíblica de la prohibición de representar a Dios (Ex 20,4) fue madurando como respuesta a esta pregunta tremenda. Se trata de una prohibición única, basada en un acontecimiento decisivo: «Que cuando el Señor, vuestro Dios, os habló en el Horeb, desde el fuego, no visteis figura alguna» (Dt 4,15). La experiencia del encuentro con YHWH fue un encuentro con una voz, real pero invisible. Ni Abraham, ni Moisés, ni los profetas vieron la imagen de Dios – Moisés lo vio pasar de espaldas, que es como decir que no lo vio. Sin embargo, oyeron su voz, su susurro (Elías). Entonces, toda pretendida imagen de Dios solo puede ser falsa, porque la voz no se puede representar.

«Por qué han de decir los paganos: ¿Dónde está su Dios? – Nuestro Dios está en los cielos… Sus ídolos tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven, tienen orejas y no oyen, tienen nariz y no huelen, tienen manos y no tocan, tienen pies y no andan, no tiene voz su garganta» (Salmo 115,2-7). La lucha idolátrica de la Biblia tiene dos componentes: una crítica externa a las imágenes de los dioses de otros pueblos y una crítica interna a Israel, siempre con la tentación de fabricarse imágenes de su Dios. La crítica del salmo 115 parece, a primera vista, centrada en el primer componente de la idolatría: ridiculizar a los pueblos que adoran estúpidos trozos de madera. Pero esta no es la dimensión más interesante y profunda de la polémica bíblica, porque si hubiera sido formulada en presencia de los sacerdotes y profetas babilónicos estos habrían podido responder que las imágenes eran solo símbolos y signos de sus dioses que, al igual que el Dios de Israel, “habitaban en el cielo”. Habrían podido responder con argumentos parecidos a los que usaban los católicos para defender las estatuas de los santos de la furia iconoclasta de algunos movimientos de la Reforma protestante. La crítica bíblica a las imágenes se actualiza hoy, cuando olvidamos que las estatuas e iconos son signos de un Dios que no vemos y que reconocemos por una voz que pronuncia un nombre: “María”.

La segunda crítica, dirigida a los hebreos, es mucho más importante. A Israel le ha acompañado durante toda su historia bíblica la tentación de tener una religión tan sencilla como la de otros pueblos, con las mismas estatuas y las mismas procesiones, con los mismos ritos naturales de la fertilidad. Moisés condenó y destruyó el becerro de oro a los pies del Sinaí porque era imagen de su Dios – el nombre que el pueblo dio al becerro de oro fue YHWH. Representar a un Dios invisible solo puede producir imágenes erróneas. Así pues, la línea anti-idolátrica más importante es la que Israel desarrolló no para criticar a los demás pueblos sino como mecanismo de autoprotección de su propia fe, que no estaba amenazada solo (sobre todo antes del exilio) por los intentos de importar dioses extranjeros (los cultos de Baal o de la diosa “mujer” de YHWH) y colocarlos en su templo, sino por la tentación de simplificar su fe. La idolatría más relevante es un reduccionismo religioso que se transforma en reduccionismo antropológico.

El trasfondo de toda la reflexión anti-idolátrica de la Biblia es el Génesis, en particular los maravillosos versículos sobre Adán creado “a imagen de Dios” (1,27). Si los humanos somos imagen de Dios, significa que, si reducimos a Dios a una imagen inevitablemente equivocada, nos reducimos aún más nosotros mismos, que seríamos la imagen de una imagen reducida. Tener a YHWH allá arriba, en lo alto del cielo, invisible pero parlante, significa mantener altísima la dignidad de las mujeres y de los hombres; y decir que la imagen de Dios que llevamos impresa pertenece al reino del espíritu y del ser, no al del aparecer. Cuando vemos a un hombre, a una mujer o a un niño, no vemos una estatua de Dios, sino una chispa verdadera de su misterio invisible. Aquí lo verdaderamente esencial de la imagen es invisible a los ojos. No es la vista el sentido que necesitamos para ver esta imagen. Es importante el comienzo del salmo: «¡No a nosotros, Señor, no a nosotros! Hazle honor a tu Nombre, por tu lealtad y tu fidelidad» (115,1). Vuelve un tema querido para la Biblia: el del Nombre. Según se iba acercando la era cristiana, los hebreos cada vez pronunciaban menos el nombre de YHWH (Ex 20,7). Escribían el tetragrama (YHWH) pero pronunciaban “Adonai” (Señor). El Nombre de YHWH solo lo pronunciaba el sacerdote en el templo, como mucho, en la fiesta de Kippur. Con la segunda destrucción del templo en el 70 d.C. se perdió también el recuerdo de la pronunciación del Nombre revelado a Moisés. Pero ¿qué hay detrás del Nombre?

Los exiliados echaban mucho de menos la experiencia que habían tenido de Dios en su patria, cuando YHWH “habitaba” en su templo ahora destruido. Les costó mucho encontrar la experiencia de lo sagrado sin su lugar sagrado. Pero este enorme esfuerzo generó más cosas extraordinarias. En primer lugar, la ausencia del templo sagrado inventó el tiempo sagrado: nació el Shabbat. El tiempo se hizo más importante que el espacio. El Shabbat se convirtió en el templo del tiempo, y sigue siendo una de las mayores profecías de la Biblia – sin una nueva cultura del Shabbat no saldremos de las crisis ambientales y sociales del capitalismo, que es el anti-Shabbat. Allí descubrieron también una nueva dimensión del Nombre, que aprendieron gracias a los profetas centinelas del exilio (Ezequiel resuena mucho en el salmo 115: «Pero actué por respeto a mi Nombre»: Ez 20,9).

Con el primer verso, el salmista le dice a Dios: no te pido que muestres aquí tu gloria para nosotros. No, nosotros no tenemos méritos para esto (el pueblo vivió el exilio como castigo por sus infidelidades). Muestra tu gloria por fidelidad a ti mismo, por fidelidad a tu Nombre. No lo hagas por nosotros, hazlo por ti. Esta es una de las expresiones más bellas de la gratuidad en la fe. El salmista sabe que no podemos eliminar nuestro provecho de nuestras oraciones, pero podemos pedir a Dios que no lo tenga en cuenta. Quizá sea esta la mayor gratuidad posible bajo el sol: Dios, yo no consigo olvidar mis intereses, tú lo sabes, pero no lo tengas en cuenta cuando te pido. Aquí la fe se distingue del comercio, la oración de la magia. Se reza a Dios por Dios. Uno de los frutos religiosos y humanos más grandes del exilio: la gratuidad de la oración, la capacidad del hombre de auto-trascenderse, de ser más grande que sus propias necesidades.

Un último comentario sobre la idolatría. La prohibición bíblica de representar la divinidad con estatuas o dibujos generó, como una belleza colateral, una gran producción de imágenes literarias y narrativas sobre Dios. La Biblia prohibió las imágenes plásticas de Dios, pero ha producido una cantidad enorme de imágenes intelectuales. Midrash rabínicos, leyendas judías, y toda una literatura, inmensa en calidad y cantidad, inspirada en episodios bíblicos. La limitación de imágenes empobreció el mundo hebreo de artes visuales, pero, como el seto leopardiano, generó una literatura infinita. Dios no fue pintado, pero fue muy pensado y maravillosamente narrado. La filosofía griega pensó sobre todo al hombre, la sabiduría bíblica pensó sobre todo a Dios. Pero quizá la Biblia no fue suficientemente consciente del gran peligro de las representaciones intelectuales de Dios (L.A. Schoekel). La Biblia prohibió la imagen (y la pronunciación del nombre) de Dios para salvar a Dios en su misterio y en su intimidad, para protegerlo de nuestras numerosas manipulaciones. Pero las imágenes más potentes no son las visuales, sino las mentales. La idolatría no se manifiesta solo con muñecos y estatuas. Los muñecos más perniciosos son los intelectuales. La palabra, corazón y alma profunda de la Biblia, es mucho más capaz que las manos de producir fetiches, de fabricar becerros de oro.

El nombre de las idolatrías intelectuales es ideología. Entre las ideologías más dañinas se encuentran las religiosas, porque a menudo olvidan la prohibición de “hacerse imágenes” de Dios. La tentación de la teología consiste en violar el mandamiento de la prohibición de construir imágenes de Dios. Mientras que un buen científico o un buen economista saben que el modelo que usan para describir el mundo no es el mundo (por ejemplo: la competencia perfecta no es el mercado), el teólogo (salvo algunos grandes, entre ellos santo Tomás) está tentado de creer que los modelos que ha construido para describir a Dios son la imagen de Dios. De este modo, una vez construido un modelo pensado como imagen, capturan a Dios dentro de esa imagen. Hemos matado a miles de personas, hemos quemado herejes, porque estábamos demasiado seguros de que la idea que nos habíamos hecho de Dios era su imagen. Solo recuperando el sentido bíblico de la prohibición de hacer imágenes para custodiar el misterio de Dios podremos aprender el arte del diálogo con quienes tienen otras ideas distintas de Dios.

Es muy hermosa y sugerente la crítica a los ídolos del último verso de: «Sean como ellos los que los fabrican y cuantos confían en ellos» (115,8). Con el tiempo hemos aprendido que el subjuntivo (“sean”) puede ser sustituido por el indicativo: son. Nosotros somos los objetos y las imágenes que adoramos. No nos estamos dando cuenta, pero cada vez nos parecemos más a nuestras mercancías, ciudadanos cada vez más parecidos al consumidor-ídolo. El salmo termina con una espléndida serie de bendiciones. Son para nosotros, no perdamos ni siquiera una: «Que el Señor os acreciente a vosotros y a vuestros hijos; benditos seáis del Señor, que hizo el cielo y la tierra. El cielo pertenece al Señor, la tierra se la ha dado a los hombres» (115,14-16).

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Thomas MannApéndice a José y sus hermanos.

La prohibición de construir imágenes de Dios esconde temas de gran significado humano y religioso. El salmo 115 nos desvela algunos.

Deberíamos estar agradecidos a la Biblia, aunque solo fuera porque ha conservado durante siglos el misterio íntimo de Dios, protegiéndolo de nuestras manipulaciones teológicas e ideológicas. El exilio babilónico no fue solamente el lugar y el tiempo donde nacieron algunos de los libros bíblicos más grandes y donde hablaron y escribieron profetas inmensos como Ezequiel y el segundo Isaías. El exilio también generó algunos de los salmos más hermosos. Cantos y oraciones salidos del alma de un pueblo humillado, ofendido en su identidad nacional y golpeado en el corazón de su religión. El exilio fue muchas cosas, pero sobre todo fue una gran prueba religiosa. El hecho de encontrarse en una tierra con una religión riquísima, rodeado de muchos dioses, cada uno con su santuario, representados por estatuas brillantes y llevados en procesiones espectaculares, obligó a Israel a repensar profundamente su propia fe. También la dura polémica bíblica anti-idolátrica se desarrolló durante el exilio. La falta de templo y de imágenes de YHWH agudizó la fuerte y dramática pregunta que los babilónicos hacían irónicamente a los hebreos: “¿Dónde está vuestro Dios?”. 

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A imagen no de un ídolo

A imagen no de un ídolo

El alma y la cítara / 24 – El ser humano no es un simulacro de Dios, sino una chispa de su misterio. Luigino Bruni Luigino Bruni. Original italiano publicado en Avvenire el 13/09/2020. «La pregunta sobre cómo he llegado a una materia tan arcaica como esta, aún no tiene respuesta. Influyeron en e...
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El alma y la cítara/23 - El salmo 109 es la tierra donde tomar impulso para salir del fondo de las aguas en las que nos hemos sumergido.

Luigino Bruni

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 06/09/2020.

«Dios lo entiende. El desesperado también tiene derecho a rezar. Y yo tengo que dar voz a todas las criaturas cuando rezo. Así pues, recemos también en nombre de los más desesperados del mundo».

David Maria TuroldoI salmi.

Las imprecaciones también son parte del Libro. Es importante entender el motivo, sin escandalizarse por el dolor y la desesperación de los seres humanos.

La Biblia no es una colección de buenos sentimientos, ni un repertorio de historias edificantes para personas respetables. Contiene gestos crueles y palabras tremendas, eco del gesto y de las palabras de Caín. Los padres y las madres del pueblo elegido, así como sus mejores reyes, se nos presentan como un entramado de virtudes y vicios. Son capaces de amar mucho y de pecar mucho, de cometer mezquindades y delitos monstruosos. En el centro de la genealogía de Jesús está incrustado Urías el hitita, un nombre que cada Navidad nos recuerda que el niño de Belén es también vástago de un encuentro entre una flor inmaculada y la flor del mal. Esa genealogía, moralmente imperfecta, expresa el único tipo de perfección posible bajo el sol. Para que el Logos pudiera hacerse verdadero hombre, no había más camino que el camino polvoriento que pisamos desde hace milenios, donde, al pasar por Jericó, encontramos a un samaritano arrodillado ante un hombre medio muerto, y camino de Damasco vemos a un perseguidor de cristianos convirtiéndose en su bendición, y cerca de Emaús oímos a un caminante diciendo palabras de la tierra con el aroma del cielo y del pan.

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Todo eso ya lo sabíamos. Pero esta conciencia, un poco abstracta, de la imperfección de la “perfección” bíblica no nos evita el shock al encontrarnos con el salmo 109. Ya sabíamos que, en los salmos, Dios está de parte del hombre, conoce todas sus palabras y las usa para hablarnos de sí mismo. Lo sabíamos, pero no estábamos preparados para este salmo. Este texto contiene la imprecación más potente de todo el salterio y de toda la Biblia. Muchos, a lo largo de los siglos, han pensado borrar los tremendos versículos 6-19, convencidos de que la Biblia no debe albergar palabras malas, porque no es posible poner al lado de las palabras de Dios palabras humanas tan distantes de la naturaleza de YHWH. Sin embargo, los antiguos escribas y maestros, salvando las veinte maldiciones del salmo 109, fueron más grandes que su idea de Dios y dejaron libre a la palabra para mezclarse y cruzarse con nuestras palabras, con todas nuestras palabras, las luminosas y las tenebrosas, las buenas y las malas. De este modo, nos hicieron un gran regalo: nos revelaron mejor al hombre y nos explicaron mejor a Dios.

«Me devuelve mal por bien, odio por amor. Sea dominado por el Maligno, que Satanás se ponga a su derecha. Salga condenado del juicio, que fracasen sus súplicas. Que sus días sean pocos y su puesto lo ocupe otro. Que sus hijos queden huérfanos y su mujer viuda. Que sus hijos mendiguen vagabundos, expulsados de las ruinas de su casa. Que un usurero se apodere de sus bienes, que extraños arrebaten sus sudores. Que nadie le muestre clemencia ni se compadezca de sus huérfanos. Que su posteridad sea exterminada y en una generación se borre su apellido. Que el Señor recuerde las culpas de sus padres y no borre los pecados de su madre… Que sea la maldición un vestido que lo cubra, un cinturón que lo ciña siempre» (109,5-19). Nos quedamos sin respiración...

Muchas estrategias se han intentado para salvar a Dios y la Biblia de estas maldiciones. Muchos han creído que un salmo como este debería ser excluido del salterio, porque la Biblia solo debería ofrecernos palabras buenas, de paz, para mejorar nuestras relaciones sociales. Otros exegetas han intentado atenuar el desconcierto proponiendo leer esta serie de imprecaciones como una larga cita que el acusado (el salmista) hace de las palabras de sus acusadores. Pero esta estrategia se revela ineficaz, porque el mismo salmista en el versículo veinte invoca expresamente la ley del talión para sus acusadores: «Así pague el Señor a los que me acusan, a los que dicen males de mí». Guido Ceronetti, a quien debemos la más bella traducción de este salmo, comenta estos versos del siguiente modo: «¡Lo horrible y lo satánico nos agota, nos debilita! Quien sabe maldecir, sabe combatir» ("El libro de los salmos").

Aquí propongo un camino distinto: aceptar con sencillez el desconcierto y el malestar que nacen en el alma ante esta oración distinta; hacerles sitio, aunque duren mucho tiempo, en algunos casos para siempre. Pero también puede que un día un hijo tuyo sea asesinado, o una nieta, la luz de tus ojos, violada, o un hermano engañado y arruinado para siempre. Puede que encuentres en tu carne una víctima verdadera y un verdugo verdadero. Puede que conozcas el tiempo de la desesperación por un dolor causado a un inocente, tal vez un inocente al que quieres mucho – las víctimas de las que hablan los demás son muy distintas de las conocidas en la propia carne – o tal vez el inocente seas tú mismo, o un amigo querido, o tu mujer, o tu padre. En ese día, en ese tiempo, si has conocido este salmo en los tiempos de la alegría y de la fe fácil, aunque no lo hayas comprendido, quizá recuerdes que dentro de la Biblia, guardado en el cofre del salterio, hay un salmo distinto. Entonces, a lo mejor sientes un deseo inédito de encontrarlo. Y vuelves a abrir la Biblia, abandonada desde hace meses o años en la estantería. La desempolvas e intentas recordar dónde se encuentran los salmos. Los encuentras después de Job, y finalmente comprendes por qué. Pasas las páginas del salterio y encuentras muchos salmos de alegría, de alabanza, de acción de gracias, que hablan de la grandeza de Dios… y no te dicen nada, te hastían. Superas la desazón, sigues pasando páginas buscando algo distinto, y finalmente llegas al salmo 109. Al leerlo sientes que ha sido escrito solo para ti, solo para este día tremendo. Te estaba esperando, y no lo sabías. Empiezas a leer esa serie tremenda de maldiciones. Sientes esas palabras como propias. Palabra tras palabra, comienzan a caer las lágrimas. Sientes que algo se mueve en tu interior, que el corazón endurecido y helado por la rabia y el dolor se caldea, y que el nudo que te corta el aire en los pulmones y la respiración en el alma, empieza a deshacerse. Te das cuenta de que a lo mejor has rezado toda la vida con los salmos para que, en la tragedia más grande, puedas recordar la única oración con las únicas palabras posibles para ti. La Biblia también es capaz de esto. Su Dios nos comprende.

Si se hubieran salido con la suya los antiguos escribas que querían borrar el salmo 109, tú no habrías tenido las únicas palabras que te permiten volver a vivir, volver a rezar. A rezar, sí. Porque, si la lectura es sincera, mientras lees las maldiciones comprendes que esas palabras que sientes tuyas y verdaderas no pueden ser las últimas palabras, solo penúltimas. Pero para comprender que son penúltimas necesitabas la experiencia de sentirlas como últimas y verdaderas. Y así la oración puede terminar con las mismas palabras con las que termina el salmo: «Que ellos maldigan, tú me bendecirás» (109, 28). Vuelves al Gólgota, ves al fin verdaderamente un hijo crucificado, y a lo mejor consigues repetir: «Padre perdónales porque no saben lo que hacen». Pero antes del encuentro con el salmo 109 probablemente no habrías sido capaz de decirlo. Hay una fraternidad entre las palabras de la Biblia. Algunas de sus palabras solo las entiendes cuando descubres que están ahí para permitirte decir otras. Para ser capaz de pedir a Dios que las maldiciones que tú mismo has pronunciado se conviertan en bendiciones, antes tenías que atravesar el infierno de la desesperación en compañía de la Biblia y de Dios. Sin el salmo 109, la Biblia habría perdido palabras para llegar a las zonas más periféricas y valiosas del área de la humanidad. Esos rincones donde se esconden palabras mudas, oraciones sofocadas, que seguirían áfonas sin la valentía de los antiguos maestros que comprendieron que no hay palabras humanas que Dios no pueda alcanzar. Inmensa, extraordinaria Biblia.

El primer “padre misericordioso” de la Biblia es la Biblia misma, Nuevo y Antiguo Testamento juntos. Ve regresar al hijo desde lejos, lo abraza cuando todavía no es capaz de hablar, lo rodea con sus brazos y le pone en anillo en el dedo. Recibe las críticas de muchos hermanos mayores, que desearían que el ágape no llegara hasta el recinto de los cerdos ni cruzara las puertas de las casas de las prostitutas. El abrazo misericordioso de la Biblia son sus palabras, que nos ven, nos miran y nos acompañan mientras nos movemos entre el paraíso y los infiernos. Nos resucita acompañándonos en nuestras desventuras, acompañándonos hasta tocar fondo. El salmo 109 es la tierra del fondo de las aguas profundas en las que nos hemos sumergido, donde podemos apoyarnos y tomar impulso para subir de nuevo.

Sin embargo, nosotros no entendemos la Biblia, como no entendemos la gran literatura. Pensamos que las palabras de resurrección son las que vienen después de los pecados, después de las traiciones, después de las maldades, después de las maldiciones. Leemos estos grandes textos buscando las palabras de Job cuando recupera sus hijos y sus bienes, las de David cuando vence a Saúl, las del final de exilio babilónico, las del sepulcro vacío. Y por eso nos perdemos todas las demás resurrecciones escondidas en el montón de estiércol, en la derrota de Saúl, en el comienzo del exilio, en el grito del Gólgota. Porque la Biblia salva y rescata a las víctimas mientras las ve, mientras se inclina sobre ellas, mientras las acompaña en sus dramas. Víctor Hugo rescata a Jean Valjean mientras lo alcanza en su desventura, Israel Joshua Singer salva a la mujer de Reb Abraham Hirsch Ashkenazi mientras nos describe su mísera vida: «Y viéndolos, los amó»: quizá el soplo divino de la gran literatura esté concentrado en estos ojos capaces de resurrección.

Nosotros, en cambio, buscamos el final feliz. No nos gustan los sábados santos, saltamos del viernes al domingo. Descartamos las palabras bíblicas de maldición y de desesperación, y así perdemos contacto con todos los hombres y mujeres que ahora están viviendo esas palabras en su carne. Nuestra oración se hace pequeña, ínfima, incapaz de tocar el alma del mundo y el corazón de Dios.

El salmo 109 (el versículo 8) también ha entrado en el Nuevo Testamento. Los Hechos de los apóstoles lo usaron para hablar de la muerte de Judas: «Está escrito en el libro de los Salmos: Quede su morada despoblada sin que nadie la habite, y que su puesto lo ocupe otro» (1,20). Pedro también encontró en el salmo 109 palabras para expresar un dolor escandaloso y mudo – no debemos olvidar que Judas era amigo de los apóstoles y de Jesús: «Era uno de los nuestros» (Hch 1,17). Podemos pensar y esperar que Judas tampoco fuera excluido del abrazo misericordioso de la Biblia y de su Dios.

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Luigino Bruni

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 06/09/2020.

«Dios lo entiende. El desesperado también tiene derecho a rezar. Y yo tengo que dar voz a todas las criaturas cuando rezo. Así pues, recemos también en nombre de los más desesperados del mundo».

David Maria TuroldoI salmi.

Las imprecaciones también son parte del Libro. Es importante entender el motivo, sin escandalizarse por el dolor y la desesperación de los seres humanos.

La Biblia no es una colección de buenos sentimientos, ni un repertorio de historias edificantes para personas respetables. Contiene gestos crueles y palabras tremendas, eco del gesto y de las palabras de Caín. Los padres y las madres del pueblo elegido, así como sus mejores reyes, se nos presentan como un entramado de virtudes y vicios. Son capaces de amar mucho y de pecar mucho, de cometer mezquindades y delitos monstruosos. En el centro de la genealogía de Jesús está incrustado Urías el hitita, un nombre que cada Navidad nos recuerda que el niño de Belén es también vástago de un encuentro entre una flor inmaculada y la flor del mal. Esa genealogía, moralmente imperfecta, expresa el único tipo de perfección posible bajo el sol. Para que el Logos pudiera hacerse verdadero hombre, no había más camino que el camino polvoriento que pisamos desde hace milenios, donde, al pasar por Jericó, encontramos a un samaritano arrodillado ante un hombre medio muerto, y camino de Damasco vemos a un perseguidor de cristianos convirtiéndose en su bendición, y cerca de Emaús oímos a un caminante diciendo palabras de la tierra con el aroma del cielo y del pan.

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Biblia es el nombre del Padre

Biblia es el nombre del Padre

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El alma y la cítara/22 – También nosotros, como Dios, podemos, al menos una vez, amar a quien no lo merece.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 30/08/2020

«“Los curas no pueden aceptar regalos”, dijo don Pablo. “Entonces, no vale; si no acepta la gallina, la gracia no vale, y el niño nacerá ciego”, protestó la mujer. “La gracia es gratuita”, dijo don Pablo. “Las gracias gratuitas no existen”, respondió la mujer».

Ignazio Silone, Vino y pan. 

La Biblia nos enseña a dar las gracias por la salvación que recibimos por pura gratuidad y no por nuestros méritos.

La palabra gratitud es esencial. Es una palabra muy importante en la familia y en las comunidades, pero no tanto en las empresas modernas, donde la gratitud – con sus palabras gemelas reconocimiento y agradecimiento – no encuentra el espacio que merecería, debido a su fragilidad. La palabra gratitud – que viene de gratiacharis – está fuertemente emparentada con la palabra gracias, que aprendemos de niños y a partir de entonces está siempre presente en nuestras relaciones. Algo de gratitud hay cada vez que damos las gracias respetando las normas sociales, lo cual suele ocurrir varias veces al día. Pero donde esta se manifiesta más plenamente es en las “gracias” esperadas y deseadas sin pretensiones, que son decisivas para las relaciones más importantes. Es esa gratitud delicada, más femenina que masculina, más susurrada que dicha, que llega en los momentos cruciales de la vida. Es el gracias escrito por el compañero en la tarjeta que acompaña al regalo de despedida el último día de trabajo, un día como todos los demás, pero distinto. O el “gracias, profe” escrito en un post-it que te deja en la cátedra el estudiante con dificultades el último día de clase. O tal vez el gracias que no fuimos capaces de decir a nuestros padres el día que salimos de casa para seguir una voz, porque se quedó ahogado en la garganta, y muchos años después descubrimos que se parecía mucho a los gracias inefables que se susurran cada día en las cabeceras. 

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La belleza y el drama de esta gratitud radica en la gratuidad. Dado que no es un contrato, la gratitud solo tiene valor si es gratuita (gratitud y gratuidad son casi la misma palabra). Pero también contiene una dimensión de deber y obligación. Si bien, por una parte, las cualidades más valiosas de la gratitud son la libertad y el don, por otra parte, algunas gratitudes, cuando faltan, generan ingratitud, que es una de las pasiones más fuertes y que más sufrimiento pueden causar. La gratitud es una forma de reciprocidad y por tanto en ella hay una dimensión de devolución de algo recibido con anterioridad. La presencia de la ingratitud junto al reconocimiento hace que agradecer sea una experiencia compleja. Porque con la gratitud entramos en el centro de la paradójica semántica del don y de la reciprocidad, y por tanto de esas emociones y acciones que son una mezcla de esperanza y pretensión, de libertad y obligación, de gratuidad y deber. No podemos tener la pretensión de que la vecina, antes de mudarse, nos invite y nos diga gracias por haberle regado las plantas tantos veranos, pero si no lo hace, nos duele, y esa ingratitud estropea algo importante en la relación. Probablemente hay muy pocos adjetivos más dolorosos que “ingrato”, cuando sale de la boca de personas que nos importan.

Qué cierto es que nosotros solo conocemos y reconocemos verdaderamente a las personas al final de una relación, cuando se manifiesta su capacidad de reconocimiento – que a veces se extiende más allá de la vida: siempre me ha llamado la atención la fidelidad agradecida de muchas personas, sobre todo mujeres, que cuidan durante años o décadas las tumbas de sus seres queridos. La ingratitud nos hace sufrir mucho, entre otras cosas porque tendemos a sobrestimar el crédito de reconocimiento que nos deben los demás (y a subestimar nuestra propia deuda), y de este modo nos acompaña una constante sensación de que nunca se nos agradece bastante. La gratitud, además, es un sentimiento que necesita duración. Solo nace dentro de relaciones estables y duraderas. Se manifiesta hoy, pero maduró ayer. Por tanto, es un ejercicio de la memoria: al recordar lo que has sido para mí, ahora nace en el corazón la gratitud. Por eso, el icono que en la antigüedad clásica acompañaba a la representación de la gratitud era la cigüeña, porque tenía una fama legendaria de que cuidaba de los padres cuando se hacían viejos.

La Biblia enseña a cultivar y a expresar la gratitud también con Dios: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Salmo 107,1). La comunidad de los creyentes es también comunidad de agradecidos, porque es comunidad de salvados. El salmo 107 es un canto de acción de gracias (como muchos en el salterio) que nace de la experiencia de la salvación. Cuatro son los paradigmas de salvación en este salmo: del hambre y la sed («erraban por un desierto solitario … pasaban hambre y sed y desfallecía su aliento»: 107,4-5), de la cárcel («yacían en oscuridad y tinieblas, cautivos de hierros y desgracias … y arrancó los cerrojos de hierro»: 10-16), de las enfermedades mortales («les repugnaba cualquier manjar y ya tocaban las puertas de la muerte; pero gritaron al Señor en su angustia y los libró de la tribulación»: 18-19), y de los peligros del mar: «Se adentraron en naves por el mar, comerciando por la extensión del océano … Apaciguó la tormenta en suave brisa y enmudeció el oleaje» (23-29). Y cuatro veces se repite el estribillo de agradecimiento, después de cada escena: «Dad gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres» (15). La experiencia concreta de la salvación es la genera la acción de gracias, de la que florece la gratitud. Una salvación concreta, de los males del cuerpo, que recuerda las salvaciones del Jesús histórico, que, ala vez que anunciaba una salvación espiritual, liberaba a las personas de males concretos, les daba de comer y les curaba. La salvación que produce gratitud es siempre puntual, es siempre una resurrección concreta.

La salvación, palabra decisiva en la Biblia y, después, en el cristianismo, tiene mucho que ver con la dinámica paradójica de la gratitud. Por una parte, desde el punto de vista de Dios, es don total, no explicable dentro de un registro de condicionalidad, de do-ut-des. No: somos salvados y punto. La salvación no nos la ganamos por nuestras virtudes y méritos – tal vez sí por nuestro grito: «Gritaron al Señor en su angustia y los libró de la tribulación» (107,13). La salvación es respuesta a un grito, pero no es respuesta a una acción que la justifique: el grito es expresión de fe, y la justificación para la salvación es la fe (aquí se ve hasta qué punto la teología de San Pablo estaba anclada en el Antiguo Testamento). Pero es muy hermoso y consolador que en todo este salmo los hombres salvados no sean el pueblo de Israel, los elegidos: son hombres y punto. Esta salvación es universal: basta con gritar – tal vez lo hacemos demasiado poco. Al mismo tiempo, la Biblia pide al salvado reconocimiento, le invita a dar las gracias a Dios por la salvación. Este es otro de los grandes sentidos de la oración: no oramos solo (ni tanto) para obtener la salvación (el grito bíblico es una extraña forma de oración), sino que sobre todo debemos orar para agradecer. El mismo Jesús se muestra sensible a la gratitud y a la ingratitud. Muchas veces las personas han aprendido a rezar para decir gracias: no habían pedido nada, pero han experimentado una salvación y dan las gracias. De ese agradecimiento nace la oración. Es el nacimiento más hermoso, totalmente gratuito, liberado de cualquier resto de fe comercial.

Es difícil permanecer en la gratitud. Es arduo permanecer en la condición de quien agradece porque sabe que todo lo que posee es don, y que la salvación que experimenta cada día es gratuidad total. Es difícil sobre todo para el hombre de fe. Porque, una vez experimentada una salvación y aprendida la gratitud, en los hombres (no tanto en las mujeres) nace progresiva y naturalmente la necesidad de querer merecer las salvaciones futuras, de sentir que en la salvación que nos llega cada mañana también hay algo nuestro, que también nosotros hemos contribuido, que hay una cuota parte de cofinanciación en ese préstamo de valor infinito que se nos ofrece, que esa misericordia, ese amor fiel (hesed), lo merecemos un poco. De este modo, la experiencia de “ser salvados” se transforma, poco a poco y sin darnos cuenta, en “salvarse”. Y cada vez que el salvarse gana terreno al ser salvados inevitablemente se reduce el valor de la gratitud.

Es humano, muy humano. Porque a nosotros, los hombres, no nos gusta depender enteramente de la gratuidad de otros, nos gusta conquistar nuestras salvaciones con nuestro sudor y nuestros méritos, nos gusta demasiado esa reciprocidad donde nos alternamos en los movimientos de dar y recibir. Hemos visto cuánta injusticia ha producido la falta de reciprocidad, cuánta desigualdad, cuántos pobres han permanecido en una condición de súbditos por depender enteramente de sus señores. La idea de un Dios que nos lo da todo y del que dependemos totalmente ha producido una teología político-económica que no ha ayudado a los pobres a liberarse de su condición de inferioridad, y una gratitud equivocada, unidireccional y obligatoria ha dejado en Europa y en el mundo un sufrimiento infinito. La redención de los pueblos ha pasado también por la redención de esas teologías que usaban una determinada idea de Dios para legitimar, sacralizándolas, estructuras injustas de poder. De ahí el maravilloso movimiento civil, económico y político que en los últimos siglos ha querido vincular los derechos a la naturaleza o a un pacto social igualitario originario, y los salarios al trabajo.

Mientras se desarrollaba, y se sigue desarrollando, este gran movimiento ético de los pueblos, la Biblia seguía ahí, fiel a sí misma, recordando que estas lógicas, esenciales y benditas en las relaciones interhumanas, no son aplicables a Dios, que está por encima de nuestros méritos. Porque si falta un principio de gratuidad absoluta en la fundación de nuestra vida que nos recuerde que antes y después de los méritos hay un don infinito, cualquier meritocracia se convierte en una dictadura de los más fuertes sobre los más débiles. El Dios bíblico no nos ama porque lo merezcamos – o porque lo merezcamos más que otros – sino sencillamente porque somos sus hijos e hijas, y la relación filial no es meritocrática, a pesar de las protestas del hijo mayor de la parábola. Debemos agradecer, este es nuestro deber, pero nuestro gracias de hoy no es la precondición meritoria para ser salvados mañana: Dios nos seguiría salvando, aunque seamos ingratos. Saber y recordar esta gratuidad absoluta de Dios nos dice, además, que en alguna parte de nuestro ser, hecho a su imagen, somos más grandes que la reciprocidad, y también nosotros, al menos una vez, podemos amar a quien no lo merece, podemos amar a un ingrato.

La cigüeña también trae a los niños. Las civilizaciones de la cigüeña son las que han sabido mantener juntas la gratitud a los viejos y el amor a los niños. Esto lo sabía bien el cuarto mandamiento, que asociaba honrar al padre y a la madre con el “alargamiento de nuestros días en la tierra”. Solo los niños saben alargarnos la vida.

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El alma y la cítara/22 – También nosotros, como Dios, podemos, al menos una vez, amar a quien no lo merece.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 30/08/2020

«“Los curas no pueden aceptar regalos”, dijo don Pablo. “Entonces, no vale; si no acepta la gallina, la gracia no vale, y el niño nacerá ciego”, protestó la mujer. “La gracia es gratuita”, dijo don Pablo. “Las gracias gratuitas no existen”, respondió la mujer».

Ignazio Silone, Vino y pan. 

La Biblia nos enseña a dar las gracias por la salvación que recibimos por pura gratuidad y no por nuestros méritos.

La palabra gratitud es esencial. Es una palabra muy importante en la familia y en las comunidades, pero no tanto en las empresas modernas, donde la gratitud – con sus palabras gemelas reconocimiento y agradecimiento – no encuentra el espacio que merecería, debido a su fragilidad. La palabra gratitud – que viene de gratiacharis – está fuertemente emparentada con la palabra gracias, que aprendemos de niños y a partir de entonces está siempre presente en nuestras relaciones. Algo de gratitud hay cada vez que damos las gracias respetando las normas sociales, lo cual suele ocurrir varias veces al día. Pero donde esta se manifiesta más plenamente es en las “gracias” esperadas y deseadas sin pretensiones, que son decisivas para las relaciones más importantes. Es esa gratitud delicada, más femenina que masculina, más susurrada que dicha, que llega en los momentos cruciales de la vida. Es el gracias escrito por el compañero en la tarjeta que acompaña al regalo de despedida el último día de trabajo, un día como todos los demás, pero distinto. O el “gracias, profe” escrito en un post-it que te deja en la cátedra el estudiante con dificultades el último día de clase. O tal vez el gracias que no fuimos capaces de decir a nuestros padres el día que salimos de casa para seguir una voz, porque se quedó ahogado en la garganta, y muchos años después descubrimos que se parecía mucho a los gracias inefables que se susurran cada día en las cabeceras. 

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La civilización de la cigüeña

La civilización de la cigüeña

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El alma y la cítara/21 – No es posible creer sin estimar a toda la humanidad, sin excluir nada ni nadie.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 23/08/2020.

«El libro de los Salmos supera a los demás libros, porque resume lo que estos contienen y añade lo propio en el canto. Otros libros contienen la Ley o anuncian al Mesías; este libro describe los movimientos del alma».       

AnastasioEpístola a Marcelino (siglo IV d.C.)

La confianza y la fe son hermanas. Una no existe sin la otra, y la fe es una relación marcada por la vulnerabilidad. El salmo 91 nos habla de la naturaleza de la fe en cuanto confianza.

La confianza es una relación radicalmente vulnerable. Cuando una persona se fía de otra, pone en sus manos algo propio de lo que la otra persona puede disponer e incluso abusar. Cuando alguien nos otorga su confianza, se expone, y eso hace que experimentemos una alegría muy especial, pues sentimos que, fiándose de nosotros, nos pide que custodiemos algo precioso relativo a su persona, a su intimidad, a su misterio, aunque se trate de simples cosas materiales. Esta condición de vulnerabilidad aumenta con el valor de lo que depositamos en las manos del otro, en la “palma de su mano”. Esta vulnerabilidad también es valiosa; posee características que cambian, generalmente para mejor, la naturaleza de una relación. Mostrarnos vulnerables ante otro, con la intención de que sea evidente, nos hace más débiles, pero a la vez nos hace más fuertes, gracias a esta dimensión transformadora de la confianza vulnerable. La primera y más importante garantía de que el depositario de la confianza haga honor a ella, consiste en que se sienta honrado por el mismo acto de confianza – no se hace honor a demasiadas deudas porque nuestras finanzas, en lugar de honrar al deudor, lo humillan. 

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Cuando el que otorga la confianza intenta por todos los medios reducir y si es posible anular el riesgo de abuso y traición intrínseco a la confianza, el valor de ese bien relacional se reduce y puede acabar anulándose. Si, por ejemplo, al redactar un contrato, definimos todos los detalles, hasta contemplar todas las posibles situaciones futuras, con el fin de protegernos de cualquier posible mal uso de la relación, el mensaje que enviamos a la otra parte es de desconfianza, y esto cambia la naturaleza de la relación que estamos construyendo. Muchas relaciones se bloquean al nacer porque la voluntad de excluir futuros abusos crea un clima de desconfianza que impide el comienzo de la relación. La confianza invulnerable no es un bien. Lo vemos en las relaciones entre mujeres y maridos, con los hijos e hijas, con los compañeros y amigos, a los que queremos y nos quieren puesto que somos capaces de fiarnos de ellos (y ellos de nosotros) sin tener garantías perfectas de su reciprocidad, aunque nuestra felicidad dependa de ella. En muchas relaciones, la confianza es recíproca, un encuentro de bienes relacionales, no necesariamente simétricos. Cuando, además, la confianza se refiere a algunas relaciones decisivas de nuestra vida, la relación de confianza asume una forma ternaria: yo que me fío de ti, tú de quien me fío y un tercero que se sitúa entre nosotros dos como garante o testigo.

Esta dimensión ternaria o trinitaria de la fe y de la confianza es la que más llama la atención en el célebre salmo 91, una oración común a muchas tradiciones religiosas: «Tú que habitas al amparo del Altísimo y te hospedas a la sombra del Omnipotente, di al Señor: Refugio mío, alcázar mío, Dios mío, confío en ti» (Salmo 91,1-2). Es muy hermoso este “triálogo” entre el protagonista del salmo (que probablemente estaba pasando la noche en un templo a la espera de recibir un oráculo en sueños), su Dios y un tercero que le enseña la confianza-fe. La fe bíblica tiene esencialmente una naturaleza ternaria. Entre el fiel y su Dios hay alguien que le dice que se puede fiar. Este alguien puede ser un profeta, como Abraham o Moisés, o puede ser la Torá, pero también puede ser un hermano o una hermana en la fe. El salmo 91 no nos dice quién es este tercer personaje que enseña la fe al orante, y ese anonimato es muy hermoso porque ese “alguien” puede ser cualquier persona, puedo ser yo o puedes ser tú. No todos tenemos un profeta a nuestro lado que nos enseñe la fe, pero todos tenemos una persona que puede enseñarnos a creer y a fiarnos, una persona que nos dice: «Él te librará de la red del cazador, de la peste funesta; te cubrirá con sus plumas, te refugiarás bajo sus alas; su brazo es escudo y armadura. No temerás el espanto nocturno, ni la saeta que vuela de día, ni la peste que se desliza en tinieblas, ni la epidemia que hace estragos a mediodía» (91,3-6). Y nosotros respondemos: «¡Sí, mi refugio eres tú, Señor!» (91,9): Es el segundo movimiento de la fe. Tras creer a quien le enseña la fe-confianza, el creyente hace su declaración de fe. Este movimiento es segundo, porque antes hay alguien que entrega la fe – la fe desaparecerá de la tierra cuando el último creyente deje de entregársela a alguien.

Aquí está también el sentido y el valor de la Tradición: es la cadena de personas que se han enseñado la fe mutuamente; es la cuerda solidaria desplegada a lo largo de los siglos, formada por personas y comunidades que han aprendido a creer en Dios creyendo palabras de personas; es un diálogo continuo entre quien nos dice que nos fiemos y nosotros, que respondemos con nuestro sí y después les decimos a otros que se fíen de nuestras palabras porque no son nuestras. La fe bíblica es creer en Dios creyendo a las personas que nos hablan en su nombre comprometiéndose. Es siempre una experiencia comunitaria, un evento que acontece en medio del pueblo, una relación de confianza. A veces no somos capaces de creer porque no somos capaces de fiarnos, y el entrenamiento en la confianza interhumana es una excelente preparación para la fe. Quien no se fía de nadie, tampoco cree en Dios; quien se fía poco de los hombres, también se fía poco de Dios, y entonces la fe se convierte en un acto cognitivo que no cambia la vida.

Finalmente llega el tercer movimiento. Dios entra en escena: «Porque me quiere, lo pondré a salvo, lo pondré en alto porque conoce mi Nombre. Cuando me llame le responderé, estaré con él en el peligro, lo defenderé y lo honraré. Lo saciaré de largos días y lo haré gozar de mi salvación» (91,13-16). Al formular su promesa, Dios se expone a la posibilidad del no cumplimiento de estas palabras, porque la historia es un continuo espectáculo de personas fieles y justas que invocan y no obtienen respuesta, de personas que no reciben honra, sino que conocen el fracaso. Esto es así porque la fe bíblica comparte la misma vulnerabilidad inscrita en toda relación de confianza verdadera, que es verdadera porque es vulnerable. No tenemos conocimiento directo de aquel de quien nos fiamos, sino que solo lo conocemos “de oídas” (Job), porque hemos oído hablar de él a alguien de quien nos hemos fiado. Tanto nosotros como Dios cambiamos continuamente, y cada mañana debemos volver a creer en lo que habíamos creído hasta la noche anterior – la fe es un acto de confianza conjugado en presente. Una etapa decisiva de la fe madura consiste en adquirir conciencia de que cuando pronunciamos la palabra “Dios”, la palabra más bella, familiar e íntima, no sabemos lo que estamos diciendo – pero lo seguimos diciendo, porque estas palabras solo pueden ser amadas. Por eso, al comienzo de algunas grandes vocaciones bíblicas depositar la confianza es complicado: Moisés no quiere volver a Egipto, Jeremías se resiste, Jonás huye, Samuel necesita cuatro llamadas para decir “aquí estoy”, Elías, para levantarse y reemprender el camino, necesita aprender a oír el silencio y YHWH tiene que aprender a susurrar.

Si la confianza de la fe no fuera arriesgada y vulnerable, la fe no sería una experiencia auténticamente humana, y al hacernos creyentes nos haríamos menos humanos. Aquellos que han encontrado en la vida una voz que les llamaba y han respondido, saben que ese riesgo es real y efectivo, porque saben que a veces también las vocaciones auténticas se malogran y se pierden en el inmenso dolor (suyo y de Dios). No sabemos por qué hay vocaciones verdaderas que acaban mal. El fracaso forma parte de la condición humana, y una vocación infalible sería sencillamente inhumana. La posibilidad de que la fe-confianza depositada en un misterio pueda acabar mal la convierte en una experiencia humanísima, parecida en dignidad a la maternidad, al nacer y al morir. Nuestra fe es una experiencia enteramente humana por su dimensión trágica. Podemos ser plenamente humanos sin estimar la fe ni a quienes creen, pero no podemos creer sin estimar a la humanidad, toda, sin dejar nada fuera en el trayecto que lleva del infierno al paraíso, y viceversa.

Este salmo es citado por Satanás en el episodio de las tentaciones de Cristo: «Luego el diablo se lo llevó a la Ciudad Santa, lo colocó en el alero del templo y le dijo: Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, pues está escrito: Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti; te llevarán en sus palmas para que tu pie no tropiece en la piedra» (Mt 4,5-6). Satanás cita aquí el versículo 12 del salmo 91. Y Jesús responde a Satanás reafirmando la naturaleza de confianza de la fe bíblica: «También está escrito: No pondrás a prueba al Señor, tu Dios» (Mt 4,7). Un mensaje importante de este espléndido versículo que acaba en boca de Satanás es la excedencia de la Biblia con respecto a su buen uso. El diablo también conoce bien y usa la misma escritura conocida y usada por los evangelistas. Conocer y citar la Biblia no es garantía de vida, ni de autenticidad de doctrina. Hay un uso diabólico de la escritura, incluso de los salmos y de la oración, hasta tal punto que Satanás toma una de las oraciones más sublimes y altas del salterio para tentar a Jesús. El uso de la Biblia de Jesús y el de Satanás coexisten dentro de nosotros - ¡ojalá fuéramos conscientes, al menos!

También en esto la Biblia es vulnerable: sus palabras están ahí, expuestas en la plaza pública del mundo, y cualquiera puede usarlas para rezar, para amar mejor, o para aprender a vivir. Pero todos podemos usarlas también para maldecir, para condenar, para tentar, para manipular a los hombres y a Dios, para blasfemar. También Dios se fía de nosotros, pone en nuestro corazón sus palabras, y nosotros podemos traicionarlas. En el infierno no está solo “pape satàn pape satàn aleppe”; también habrá palabras bíblicas abusadas y violentadas. Dios, decidiendo hacerse palabra y hablarnos en palabras humanas, eligió compartir nuestra fragilidad. También en esto se nos parece. Es el cuarto movimiento de la fe.

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El alma y la cítara/21 – No es posible creer sin estimar a toda la humanidad, sin excluir nada ni nadie.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 23/08/2020.

«El libro de los Salmos supera a los demás libros, porque resume lo que estos contienen y añade lo propio en el canto. Otros libros contienen la Ley o anuncian al Mesías; este libro describe los movimientos del alma».       

AnastasioEpístola a Marcelino (siglo IV d.C.)

La confianza y la fe son hermanas. Una no existe sin la otra, y la fe es una relación marcada por la vulnerabilidad. El salmo 91 nos habla de la naturaleza de la fe en cuanto confianza.

La confianza es una relación radicalmente vulnerable. Cuando una persona se fía de otra, pone en sus manos algo propio de lo que la otra persona puede disponer e incluso abusar. Cuando alguien nos otorga su confianza, se expone, y eso hace que experimentemos una alegría muy especial, pues sentimos que, fiándose de nosotros, nos pide que custodiemos algo precioso relativo a su persona, a su intimidad, a su misterio, aunque se trate de simples cosas materiales. Esta condición de vulnerabilidad aumenta con el valor de lo que depositamos en las manos del otro, en la “palma de su mano”. Esta vulnerabilidad también es valiosa; posee características que cambian, generalmente para mejor, la naturaleza de una relación. Mostrarnos vulnerables ante otro, con la intención de que sea evidente, nos hace más débiles, pero a la vez nos hace más fuertes, gracias a esta dimensión transformadora de la confianza vulnerable. La primera y más importante garantía de que el depositario de la confianza haga honor a ella, consiste en que se sienta honrado por el mismo acto de confianza – no se hace honor a demasiadas deudas porque nuestras finanzas, en lugar de honrar al deudor, lo humillan. 

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Los frágiles movimientos de la fe

Los frágiles movimientos de la fe

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El alma y la cítara/20 – El arte de contar los días es esencial y sin embargo es un raro oficio espiritual.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 9/08/2020.

 «En el tiempo en que Dios creó todas las cosas, creó el sol, y el sol nace, muere y vuelve a salir. Creó la luna, y la luna nace, muere y vuelve a salir […] Creó el hombre, y el hombre nace, muere y no vuelve».

Canto sudanés de los Dinka

El salmo 90 nos recuerda que se puede vencer la fugacidad de la existencia acompasando nuestro corazón con el del universo. Y después, cada mañana, seguir con nuestro trabajo.

En el origen de la vida espiritual hay una experiencia del absoluto. Es una experiencia rara, que ocurre a cualquier edad, cuando intuimos que solo somos un grano de arena en un mar infinito y que tanto el mar como nosotros tenemos un sentido, y que este sentido es el mismo. Si la vida filosófica comienza con la maravilla de ser-en-el-mundo, la vida espiritual comienza con el asombro ante este doble-único sentido; cuando entendemos que somos una mariposa efímera y nacemos para volar un solo día, pero la ebriedad de este “loco vuelo” es la misma del universo. La fotografía que fija un solo instante puede ser tan hermosa como la película más bella, e incluso más luminosa. Nuestro tiempo es un instante, pero tiene la misma cualidad que el tiempo de Dios. El absoluto ha entrado en nuestro tiempo y nosotros en el suyo, y ambos tiempos se han convertido en el mismo. Y cuando conseguimos acompasar nuestro corazón con el del universo, sentimos el mismo latido, descubrimos que ambos laten al unísono – tal vez la oración no sea más que eso.

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Los salmos están llenos de este asombro, cantado en múltiples tonos, tantos cuantos son las emociones y los sentimientos humanos. Esos tonos son distintos y no siempre concordes, ya que mientras ejecutamos el ejercicio de vivir, conscientes de que será “pronto de noche”, la alabanza se entrelaza con la tristeza, y el reconocimiento por estar vivos y ser amados roza la envidia de Dios y su eterna aurora. No entenderemos muchas oraciones si no tomamos en serio el sufrimiento que surge de envidiar a Dios. Este sufrimiento paradójico, típico del hombre religioso, es aún más tremendo en los salmos, porque, según su humanismo, la muerte no es una continuación distinta del mismo vuelo bajo el ala de Dios, sino un ocaso sin nueva alba – «¿Harás tú maravillas por los muertos?, ¿se alzarán las sombras para darte gracias?» (88,11). Hace falta mucha fantasía teológica para encontrar en el salterio, en Qohélet o en Job anticipos de la resurrección cristiana de los muertos. El gran don del Antiguo Testamento está en esta ausencia radical de consuelo, que, al no colocar el paraíso después de la muerte, nos invita a encontrarlo aquí abajo, donde verdaderamente se encuentra. Si este es nuestro único vuelo bajo el sol, si no tenemos una segunda oportunidad, entonces nuestra historia es tan seria e importante como breve. Ante la experiencia de la vanitas de la vida, la Biblia sabe que es preferible una desilusión verdadera a una ilusión falsa, y que la desesperación puede ser un buen camino de acceso a la existencia, ciertamente mejor que los consuelos inventados. El anuncio de la resurrección de Jesús aconteció en un humanismo donde no estaba previsto, y eso es estupendo. La Biblia anuncia una resurrección que hasta aquel “primer día después del sábado” no conocía.

El salmo 90 es una cima, un ochomil del salterio. La poesía se entrelaza con la sabiduría y la profecía con la teología: «Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación. Antes de que naciesen las montañas o fuera engendrado el orbe de la tierra, desde siempre y por siempre tú eres Dios. Tú devuelves el hombre al polvo, diciendo: ¡Volved, hijos de Adán! Para ti mil años son un ayer que pasó, una vela nocturna» (Salmo 90,1-4). Tú eres desde siempre y por siempre, y nosotros somos centinelas de la única vela nocturna, profetas por una sola noche (Isaías 21).

Ahí, en ese único y breve momento, encontramos verdaderamente a Dios, y nos tocamos de verdad. Tú nos hieres y nosotros te herimos, hasta clavarte en una cruz. Aquí está el misterio, aquí el asombro, aquí el drama de la vida humana: «Se renuevan como la hierba: por la mañana se renueva y florece, por la tarde se seca y la siegan […] Consumimos nuestros años como un murmullo. Aunque vivamos setenta años y los más robustos hasta ochenta, su afán es fatiga inútil, pues pasan aprisa y nosotros volamos» (90, 5-10). Y se oye de nuevo el canto del segundo Isaías, poeta del exilio: «Dice una voz: Grita. Respondo: ¿Qué debo gritar? Toda carne es hierba y su belleza como flor campestre […] Verdaderamente el pueblo es como la hierba» (Is 40,6-7).

El salmista no conoce bien el origen ni la raíz de esta condición humana, triste y efímera. En algunos versos parece decirnos que es consecuencia de la culpa y del pecado de Adán, en un guiño a los primeros capítulos del Génesis – “hijos de Adán, volved al polvo”. Esta línea está ciertamente presente en la Biblia. Desde luego no es la más luminosa, aunque haya sido muy cultivada por el pueblo y por el templo en todos los tiempos. Pero la línea espiritual de este salmo es distinta. Este es un texto sapiencial, una meditación sobre la condición humana, sobre cómo podemos vivir bien este breve paso. Lo leemos en uno de los versos más centrales y sugerentes: «Enséñanos a llevar buena cuenta de nuestros días para que adquiramos un corazón sabio» (90,12). La sabiduría del corazón nace de aprender a contar los días. Saber contar los días es un don, que puede llegar a partir de una oración, como en el caso de la sabiduría que pidió Salomón como único carisma. El salmo quiere decirnos que el arte bíblico de contar los días no es la cuenta natural y espontánea de nuestros días, que por sí sola no es suficiente para adquirir sabiduría. El reloj y el calendario aquí no bastan. Hace falta otra enseñanza, una pedagogía, alguien que nos revele algo que no podemos saber nosotros solos.

La historia humana está llena de errores al contar los días. Los contamos mal de jóvenes, cuando los días nos parecen infinitos y la muerte solo parece llegarles a otros. Los contamos mal de viejos, cuando la tristeza por el final cercano no nos deja vivir bien cada día. Y los contamos aún peor cuando, encandilados por la riqueza y la fuerza, nos creemos invencibles e inmortales, y nos repetimos a nosotros mismos: «Querido, tienes acumulados muchos bienes para muchos años; descansa, come, bebe y disfruta» (Lc 12,19).

El arte de contar los días es un oficio espiritual tan raro como esencial. La primera lección en este aprendizaje es la evidencia de un gran despilfarro. Es lo que sentimos cuando nos envuelve la impresión, fuerte y verdadera, de que hemos invertido la vida en los lugares equivocados, y tenemos la certeza de que el tiempo ha volado y nuestra vida se ha quedado atada al palo. El salmista seguramente habrá recibido y aprendido esta primera lección, porque si ha rezado para tener la sabiduría de contar los días, es que ese don ya lo había recibido – el primer don (tal vez el único) de la oración es adquirir conciencia de que necesitamos lo que estamos pidiendo, y por eso la oración obtiene lo que pide en el momento en que se comienza a rezar: comenzar una oración ya es una gracia recibida.

Pero el salmista no se detiene en la primera lección. Lo vemos en el versículo inmediatamente posterior: «Sácianos por la mañana de tu misericordia, y todos nuestros días serán alegría y júbilo» (90,14). Esta es la segunda lección del don de la sabiduría: mientras comprendemos que hemos contado mal nuestros días, que ni siquiera hemos sido conscientes mientras los vivíamos, florece una oración nueva y distinta. Se desvanece la tristeza por el despilfarro de los días pasados, desaparece el dolor por la contabilidad equivocada de ayer, y surge un hambre nueva: “Sáciame ahora de tu misericordia-gracia-fidelidad (hesed). Sáciame por la mañana, y desde hoy solo habrá mañana: la mañana de Dios”. Surge algo parecido a la alegría paradójica que Qohélet encuentra más allá de la ilusión combatida mediante la desilusión: «Lo bueno y lo que vale es comer, beber y disfrutar a cambio de lo que se fatiga el hombre bajo el sol los pocos años que Dios le concede. Tal es su paga» (Qo 5,17).

El último verso del salmo es muy hermoso y nos llena de esperanza: «Consolida la obra de nuestras manos. ¡Consolídala, la obra de nuestras manos!» (94,17). Es una frase repetida dos veces, como en un juego litúrgico de coros – “nuestra obra, nuestra obra; consolida, consolida”». Es estupendo que al final de un canto de alta meditación sobre la condición humana, en la conclusión de un salmo que ha desvelado la caducidad de nuestra vida y ha suplicado por la sabiduría del corazón, encontremos la obra de nuestras manos: encontremos el trabajo. Tal vez porque esta nueva mañana casi siempre llega dentro de los días de siempre, en el mismo trabajo, en la misma familia, en la misma comunidad de siempre. Esta nueva mañana encuentra a Sísifo haciendo el mismo ejercicio de empujar la misma piedra por la misma montaña. Entonces, el héroe trágico que somos nosotros toma finalmente conciencia de su propio destino y se siente agradecido por su piedra; comprende que esa piedra es la que le ha llevado cada mañana a la cima. Aprendemos a contar bien los días cuando, una mañana, volvemos a la oficina e inmersos en los mismos papeles de siempre, rodeados por los mismos compañeros de siempre, sentimos sobre nuestra mesa de trabajo la misma vibración del universo, o volvemos a ver en el movimiento de nuestro destornillador el reflejo del gesto ordenador de Elohim en la primera mañana de la creación.

El salmo 90 es el único que el salterio atribuye a Moisés: «Salmo de Moisés, hombre de Dios» (90,1). No sabemos en qué momento de su vida lo imaginó el redactor componiendo este canto. Según algunos, fue en el monte Nebo, al final de su vida, fuera de la tierra prometida, esperando el beso de Dios en la boca. Quizá, no lo sabemos. A mí me gusta imaginar a Moisés cantando los últimos versos de este himno a la vida mientras bendecía y elogiaba el trabajo de los artesanos que construían el Arca (Éxodo 35); los miraba y suplicaba: “Consolida la obra de nuestras manos” y el pueblo respondía: “¡Consolídala!”.

¿Quién sabe si el compositor de este salmo no empezó por el final? Tal vez, mientras concluía una obra, se sintió triste ante la vanidad que engulliría también ese trabajo, y experimentó la tristeza típica de aquellos que observan lo efímero de la vida. Y allí surgió dentro de él una plegaria nueva: “Dale sustancia a esta obra, que no pase también ella como el viento: sálvala, aunque no puedas salvarme a mí”. Desde ahí, desde este SOS para proteger su obra del mar de la nada, el poeta de lo efímero llegó hasta el Absoluto y le pidió aprender a contar sus días. Y mientras hacía esta oración, descubrió que ya estaba contando bien un día, el día en que terminaba ese trabajo. Trabajando, mañana tras mañana, realizamos nuestra obra y completamos nuestro vuelo. Efímero, brevísimo y estupendo.

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El alma y la cítara/20 – El arte de contar los días es esencial y sin embargo es un raro oficio espiritual.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 9/08/2020.

 «En el tiempo en que Dios creó todas las cosas, creó el sol, y el sol nace, muere y vuelve a salir. Creó la luna, y la luna nace, muere y vuelve a salir […] Creó el hombre, y el hombre nace, muere y no vuelve».

Canto sudanés de los Dinka

El salmo 90 nos recuerda que se puede vencer la fugacidad de la existencia acompasando nuestro corazón con el del universo. Y después, cada mañana, seguir con nuestro trabajo.

En el origen de la vida espiritual hay una experiencia del absoluto. Es una experiencia rara, que ocurre a cualquier edad, cuando intuimos que solo somos un grano de arena en un mar infinito y que tanto el mar como nosotros tenemos un sentido, y que este sentido es el mismo. Si la vida filosófica comienza con la maravilla de ser-en-el-mundo, la vida espiritual comienza con el asombro ante este doble-único sentido; cuando entendemos que somos una mariposa efímera y nacemos para volar un solo día, pero la ebriedad de este “loco vuelo” es la misma del universo. La fotografía que fija un solo instante puede ser tan hermosa como la película más bella, e incluso más luminosa. Nuestro tiempo es un instante, pero tiene la misma cualidad que el tiempo de Dios. El absoluto ha entrado en nuestro tiempo y nosotros en el suyo, y ambos tiempos se han convertido en el mismo. Y cuando conseguimos acompasar nuestro corazón con el del universo, sentimos el mismo latido, descubrimos que ambos laten al unísono – tal vez la oración no sea más que eso.

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Como una mariposa efímera

Como una mariposa efímera

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El alma y la cítara/19 – En la prueba llegamos a decir al Padre: “Sé fiel, acuérdate de ti”.

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 02/08/2020.

«Solo la palabra del hombre, que sustancialmente es un “no”, en respuesta a la palabra de Dios, atestigua la libertad humana. Por eso la libertad de negar es el fundamento de la historia».

Jacob Taubes, Escatología occidental.

En tiempos de exilio, sentados sobre las ruinas de la “primera promesa”, podemos pedir a Dios y a nosotros mismos ser más grandes que la reciprocidad.

La reciprocidad es la bendición y la maldición de nuestros pactos y de nuestras promesas. Estamos amasados con reciprocidad. La deseamos y la esperamos cuando damos algo. La esperamos en forma de estima cuando entregamos la obra de nuestro trabajo. Ningún amor puede florecer en plenitud si en algún momento no se convierte en amor recíproco. Cuando el cristianismo quiso resumir el mensaje de Jesús en una única ley, no encontró nada mejor que un mandamiento de reciprocidad: “amaos unos a otros”. En el humanismo cristiano, el amor es imperfecto si no produce en el otro una respuesta de amor. El deber ser del amor consiste en amar y en ser amado. Este sello de mutualidad, inscrito de forma indeleble en el corazón de las personas y de las comunidades, genera una necesidad radical de reconocimiento y, por tanto, unas esperanzas y expectativas de reciprocidad que a menudo rozan la exigencia. No podemos controlar la estima de los demás ni su gratitud, pero sin ellas nos sentimos parciales, insatisfechos e incompletos. 

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En la frontera entre el deseo y la espera, entre la espera y la pretensión, entre la libertad y la obligación, hay en juego mucha infelicidad, frustración e incluso violencia. Las personas que conocen bien el oficio de vivir son las que, después de haber aprendido durante toda la vida la gramática de la reciprocidad, después de haberla amado infinitamente y de haber comprendido que es el pan y el agua de las relaciones importantes, un día aprenden a ir más allá de la reciprocidad y a vivir incluso sin ese pan y esa agua. Entonces, comienza una nueva edad de pobreza y mansedumbre adultas, comienza el tiempo de la docilidad dichosa. Comprendemos que nuestra dignidad es más grande que la reciprocidad, y que ninguna reciprocidad puede saciar nuestra sed y nuestra hambre de infinito, que nos acompañarán, in crescendo, toda la vida. Entonces podemos asombrarnos y acoger las reciprocidades que llegan como puro don. 

«La lealtad del Señor cantaré eternamente, anunciaré de edad en edad tu fidelidad. Afirmo: Tu lealtad está construida en los cielos, en ellos está firme tu fidelidad: - He sellado una alianza con mi elegido, jurando a David mi siervo: Te fundaré un linaje perpetuo» (Salmo 89,2-5).

El salmo comienza con lo que recuerda a un rito nupcial o a una alianza entre dos pueblos, donde cada uno expresa su promesa y edifica el pacto como encuentro de dos “para siempre”. Y a continuación eleva un himno de amor en nombre del pueblo: «Proclaman los cielos tu maravilla, Señor, tu fidelidad en la asamblea de los santos… Dichoso el pueblo que sabe aclamarte» (89,6-17). Después, el salmo recuerda a Dios su promesa: «Un día hablaste en visión declarando a tus leales: He ceñido la diadema a un valiente, he exaltado a un soldado de la tropa. Encontré en David un siervo y lo he ungido con óleo sagrado… Le daré un linaje perpetuo y un trono duradero como el cielo… No les retiraré mi lealtad ni desmentiré mi fidelidad; no profanaré mi alianza ni cambiaré mis promesas» (89,20-36). Son palabras parecidas a las que encontramos en boca del profeta Natán en el segundo libro de Samuel (cap. 7), y que probablemente sirvieron de inspiración al salmista, además de algunos poemas babilónicos (como Enuma Elis).

Precisamente aquí, en el versículo 39, se encuentra el centro dramático del salmo, cuando, después de haber reiterado su amor y de haber recordado a Dios el suyo, la conjunción adversativa “pero” imprime un giro al canto y desvela su sentido: «Pero tú, encolerizado con tu ungido, lo has rechazado y desechado; has roto la alianza con tu siervo y has profanado por los suelos su diadema… Has empañado su resplandor y has derribado su trono por tierra. Has acortado los días de su juventud» (89,39-46). La referencia es al exilio, la roca donde se quiebra la historia de la salvación, el humo-vanitas que envuelve la promesa, la espada que cercena el pacto de reciprocidad. Este salmo fue compuesto en Babilonia, cuando Israel tuvo que superar la gran prueba de tener la (casi) certeza de que su Dios se había olvidado de la alianza. Los profetas interpretaron el exilio como una consecuencia necesaria de la infidelidad del pueblo – recordándonos que siempre es muy difícil atravesar nuestros exilios y salir de ellos con un alma inocente. Pero entre aquellas ruinas religiosas nació también la oración más sublime de la Biblia. Israel aprendió a rezar de otra manera.

Las palabras que forman el esqueleto del canto son hesed y emet. Hesed es una dimensión del amor, que recuerda sobre todo a la lealtad dentro de unas relaciones duraderas. Es el amor leal, y por tanto limita con la fidelidad y la fiabilidad, es decir con emetEmet remite a las ideas de verdad y fidelidad, y tiene la misma raíz que ’aman (creer), emunah (fe) y amén (es verdad, lo creo), la palabra que cierra este salmo. En la base de emet está el concepto de solidez, de verdad en cuanto evidencia, de “apuntalamiento” (que es el primer significado del verbo ’aman). El propio alfabeto hebreo refleja también este sentido: la palabra emet está formada por tres letras que se apoyan, cada una de ellas, en dos “patas”, mientras que la palabra “falso”, seqer, se apoya en un solo punto, se tambalea, es inestable. Esta es la fe bíblica, que, a diferencia de la griega y de la iluminista, no es un acto cognitivo de la razón tendente a creer en principios o entes, sino una toma de conciencia de una realidad que tiene su evidencia-verdad intrínseca y concreta. Los primeros instrumentos de esta fe son las manos y los pies.

La superposición de estas dos palabras, que se mueven dentro del mismo perímetro semántico de verdad-fe-fidelidad-lealtad, es clave para penetrar en el secreto de este salmo. El salmista pide a su Dios, que es el Dios de la alianza y por tanto el Dios del pacto recíproco, que sea más grande que la reciprocidad. Y la posibilidad de esta operación paradójica se encuentra sobre todo en la semántica de la bellísima palabra emet, que significa al mismo tiempo verdad y fidelidad. Vuelve el “acuérdate de ti”, tan frecuente en los salmos, cuando, sentados sobre los escombros del pasado, en el tiempo del fracaso y la desventura, la primera oración ya no es la de los tiempos ordinarios: «Dios, acuérdate de mí». En los tiempos tremendos, el ejercicio de la memoria se vuelve radical y estupendo. El hombre echa mano del recurso de última instancia y se atreve a decir a Dios: “acuérdate de ti”, recuerda quién eres. Así nace la oración más hermosa, la que decimos a Dios y también la que nos decimos entre nosotros cuando, sentados sobre el montón de basura de lo que queda de nuestros pactos, encontramos fuerzas para una última petición: “recuerda quién eras, recuerda quién eres”. 

La fidelidad a un pacto tiene por tanto su raíz y razón en la verdad. Una expresión parecida, que se lee en otros salmos, es: “por amor de tu nombre”. Es como decir: “Tú, YHWH, no eres como nosotros, que estamos atados y aprisionados en la ley de la reciprocidad y la condicionalidad de nuestros pactos. Tú eres más grande, porque eres capaz de seguir siendo fiel a un pacto aunque nosotros lo traicionemos; tú eres el verdadero Dios porque eres libre incluso de la reciprocidad. Por eso debes ser fiel a tu nombre, debes ser leal a tu ‘para siempre’. Por eso y porque nosotros hemos dejado de serlo. Sé más grande que la libertad que nos has dado”. Y así es como, repitiendo estas oraciones, también nosotros aprendemos a pronunciar nuestro “para siempre”. Recordando a Dios su “para siempre”, somos capaces de decirlo también nosotros. Y en consecuencia aprendemos el perdón. También nosotros aprendemos una fidelidad más grande por amor de “nuestro nombre”, por una misteriosa fidelidad verdadera a nosotros mismos que nos hace, algunas veces, mejores que nuestras reciprocidades.

Multitud de hombres y mujeres han rezado este salmo a lo largo de los siglos, ante los escombros de la vida adulta, recordando a Dios la verdad de la primera alianza y de la primera vocación; y mientras se la recordaban, Dios se la recordaba a ellos, en una nueva experiencia de reciprocidad. De adultos, la verdad-fidelidad a nuestro “nombre” solo puede resurgir si alguien nos la recuerda. Sabemos que al principio hubo una voz verdadera, una llamada y una alianza. Respondimos con generosidad, creyendo esa verdad más verdadera. Nos pusimos en marcha, nos empolvamos a lo largo del camino, y un día nos encontramos exiliados en tierra extranjera, incluso sin salir de una casa o de un convento. La vocación se hace adulta cuando somos capaces de entender que la vida que llevamos no es la que queríamos, y en nosotros nace una profunda sensación de infidelidad, una infidelidad que no es traición sino el desvelarse de la verdad de la primera voz. Algunas veces, a la ribera de estos ríos, también nosotros logramos gritar a Dios “acuérdate de ti” para decirle: “yo no he sido capaz de mantener la fidelidad al primer pacto, pero tú debes ser fiel. Y si tú eres fiel al pacto conmigo, nada me falta. Esta es una hermosa manera de envejecer y morir”. Si la fe es también cuerda (fides), la escalada continúa y mientras uno de los dos no suelte la cuerda, no caeremos. 

Muy bella y misteriosa es la conclusión del salmo, su último “acuérdate”: «Acuérdate, Señor, del ultraje de tus siervos: cómo recibo en mi seno todos los dardos de los pueblos» (89,51). ¡¿Cómo no ver aquí un eco del canto del siervo de Isaías?! («Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba»: 53,4). El seno del poeta se convierte en imagen del pueblo sufriente, exiliado y humillado. Es muy bonito el comentario de Guido Ceronetti a este verso: «Si hay un principio unificador que no es invención teológica es este ultraje que tenemos en común. Pero en este texto, la misma Escritura habla y dice de sí misma, con implacable descaro sagrado, lo que ha tomado del mundo y lo que ha llevado al mundo» (Il libro dei salmi, p. 274).

En el seno de todos los siervos y siervas sufrientes de la historia ha madurado una semilla distinta, que un día cayó en el seno de una virgen. “Alégrate, María” es la respuesta al “acuérdate, Dios” tantas veces pronunciado.

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El alma y la cítara/19 – En la prueba llegamos a decir al Padre: “Sé fiel, acuérdate de ti”.

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 02/08/2020.

«Solo la palabra del hombre, que sustancialmente es un “no”, en respuesta a la palabra de Dios, atestigua la libertad humana. Por eso la libertad de negar es el fundamento de la historia».

Jacob Taubes, Escatología occidental.

En tiempos de exilio, sentados sobre las ruinas de la “primera promesa”, podemos pedir a Dios y a nosotros mismos ser más grandes que la reciprocidad.

La reciprocidad es la bendición y la maldición de nuestros pactos y de nuestras promesas. Estamos amasados con reciprocidad. La deseamos y la esperamos cuando damos algo. La esperamos en forma de estima cuando entregamos la obra de nuestro trabajo. Ningún amor puede florecer en plenitud si en algún momento no se convierte en amor recíproco. Cuando el cristianismo quiso resumir el mensaje de Jesús en una única ley, no encontró nada mejor que un mandamiento de reciprocidad: “amaos unos a otros”. En el humanismo cristiano, el amor es imperfecto si no produce en el otro una respuesta de amor. El deber ser del amor consiste en amar y en ser amado. Este sello de mutualidad, inscrito de forma indeleble en el corazón de las personas y de las comunidades, genera una necesidad radical de reconocimiento y, por tanto, unas esperanzas y expectativas de reciprocidad que a menudo rozan la exigencia. No podemos controlar la estima de los demás ni su gratitud, pero sin ellas nos sentimos parciales, insatisfechos e incompletos. 

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El seno de la semilla divina

El seno de la semilla divina

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El alma y la cítara/18 – El espacio del profeta es profano y va desde el valle de las lágrimas hasta el umbral del templo.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 26/07/2020

«La sequedad que se hace fuente, la muralla que se rompe para que Dios aparezca sin aparecer, es la maravillosa lección del salmo 84».

Guido CeronettiIl libro dei salmi.

Una gran innovación religiosa de la Biblia, como nos recuerda el salmo 84, consistió en aprender que Dios no está atado a un templo ni a un lugar sagrado.

Homo viator. Durante decenas de miles de años los homo sapiens fuimos nómadas y viandantes. Observábamos el ritmo de las estaciones y de las floraciones, seguíamos la pista del gamo y el bisonte, volvíamos sedientos al oasis y a la fuente, éramos expertos en trashumancias. Lo hacíamos para sobrevivir. Corríamos para escapar de la muerte. Después, en un momento determinado, en aquel territorio surcado y marcado por los tiempos naturales de la vida, comenzamos a descubrir espacios distintos, a reconocer lugares especiales; y comenzamos a marcar rocas, a erigir estelas y a construir altares. Nació el ámbito de lo sagrado. Comenzamos a detenernos en las antiguas pistas no solo para recolectar, cazar, descansar o beber. Comenzamos a detenernos en otros lugares, atraídos por una presencia espiritual que allí se manifestaba, y cambiamos el paisaje. El espacio se convirtió en cualidad. A partir de ese momento, no tuvimos bastante con comer, descansar, beber y reproducirnos. No tuvimos suficiente con seguir el rastro del ciervo. Quisimos conocer el misterio de la cierva y sus caminos, descubrir adónde iban nuestros seres queridos tras la muerte, saber quién movía el sol y las demás estrellas. Comenzamos a hacerles preguntar nuevas a las cosas, y así comenzamos a ver a los dioses. El mundo cambió para siempre, se llenó de palabras mudas, de lenguajes nuevos, de símbolos. Entre nosotros hablábamos lenguas elementales, suficientes para coordinarnos en la caza y criar a los niños. Pero aprendimos lenguas nuevas para hablar con la naturaleza, con los demonios y con los ángeles. Muchas de estas lenguas, casi todas, las olvidamos cuando el lenguaje inter-humano se hizo poderoso, porque las demás lenguas solo podían vivir mientras esta fuera débil. 

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Han pasado milenios, hemos cambiado mucho, pero nunca hemos dejado de caminar, por las guerras o por el comercio. Pero también hemos seguido caminando para ver a Dios en sus lugares. Cuando llegábamos al umbral del templo, entrábamos en otro tiempo, sentíamos que los muertos estaban vivos, nos sentíamos parientes de los santos, y recibíamos alas de águila para levantar locos vuelos hasta rozar el paraíso. Ese umbral era la puerta del cielo. Solo tocarlo significaba vencer a la muerte; durante unas horas, pero vencerla de verdad. Nos olvidábamos del dolor de la vida, nos olvidábamos de que éramos pobres, y en esos días nuestro corazón experimentaba la embriaguez de estar a la misma altura que los ángeles. Junto con nuevos temores, aprendimos nuevas gratitudes. La experiencia de lo sagrado era la experiencia de lo sublime. Por tanto, era transitoria, puntual, encarnada en el espacio y en el tiempo. Acontecía solo ahí, y pronto terminaba. Era maravillosa, a veces temible, siempre tremenda. Era maravillosa por excepcional y extraordinario, hasta tal punto que muchas personas y comunidades naufragaban y se ahogaban en este mar.

Por eso, el viaje más amado era la peregrinación. Las casas elegantes e imaginadas de los señores nos gustaban, pero nos gustaba aún más la casa de Dios: «¡Qué delicia es tu morada, Yahveh Sabaot! Mi aliento se consume anhelando los atrios del Señor; mi corazón y mi carne exultan por el Dios vivo» (Salmo 84, 2-3). Qué delicia es tu morada, cuánto la amo, qué amable es: palabras distintas para decir la bellísima palabra hebrea que encontramos también en el nombre de David, en el canto de amor de Isaías (5,1), en el Cántico, o en los salmos nupciales (45). En la Biblia no hay palabra más intensa que esta para expresar el amor de deseo, el movimiento del corazón – el salmo 84 es el canto de un enamorado.

Pero lo primero que nos da el salmista, al llegar a Jerusalén, es un detalle: «Hasta el gorrión ha encontrado una casa, la golondrina un nido donde colocar sus polluelos: tus altares» (84,4). Esta es una de las bellezas más delicadas y sorprendentes de la Biblia. Un hombre que llama a su Dios «Yahveh Sabaot», es decir Dios de los ejércitos, al llegar al templo nos muestra un gorrión y una golondrina. Lo infinitamente grande se retrae para dejar espacio a lo infinitamente pequeño. La morada de Dios se encoge para caber dentro del nido de un pájaro. El Todopoderoso se arrebuja para caber en el espacio de un pesebre.

La primera bienaventuranza de este salmo es para el pajarillo: «Dichosos los que habitan en tu casa alabándote siempre» (84,5). Las alabanzas cantadas por los sacerdotes del templo se confunden con el gorjeo del gorrión y el canto de la golondrina. Ambos son habitantes estables del lugar más bello del mundo, cantores fijos de su gloria. Ambos son elogiados y un poco envidiados por el peregrino, habitante temporal de la misma eternidad.

Pero en el corazón del salmo hay una segunda bienaventuranza: «Dichoso el que saca de ti fuerzas cuando proyecta su peregrinación» (84,6). La bienaventuranza del peregrino inmediatamente se transforma en bienaventuranza del camino: «Atravesando la Bakka [el valle de las lágrimas] lo transforma en manantial y la lluvia lo cubre de bendiciones. Crece en el camino su vigor» (84,7-8). El peregrino transforma el valle del llanto en manantial. Su movimiento hace florecer la tierra árida. Su pie fecunda el desierto. Espléndida reciprocidad entre Adam y adamah (hombre y tierra). El cuidado del Edén continúa: cuidamos la tierra haciéndola florecer con nuestras manos activas; la cuidamos dejando en ella nuestra huella, mientras la pisamos como nómadas hacia la casa de Dios. Estos caminos son heridas de la tierra por donde se filtran rayos de eternidad. Todavía no son el templo, pero su deseo los hace ya templo. Caminar alimenta el camino (“crece en el camino su vigor”).

Estos dos versos están cargados de símbolos y ambivalencias lingüísticas, algunas de las cuales ya no entendemos. El Corán (Sura III, Al-’Imran: 96) ve en el valle de la Bakka otro nombre de la Mekka, y la tradición islámica sitúa en este desierto la peregrinación desesperada de Agar (Gen, 21) y el pozo (de Zemzem) del cual, por intervención del ángel, Agar bebió agua para salvar a su hijo Ismael. Las lágrimas de Agar fueron la primera “lluvia bendita” de este árido valle; ella fue la primera “caminante por este árido suelo” (Leopardi). Es muy hermoso este vínculo profundo entre el salmo 84 y Agar, la esclava de Sara, a quien se apareció el primer ángel de la Biblia. Ella, imagen del peregrino pobre, otra aramea errante, nos dice que el Dios del final de la peregrinación es el mismo que se aparece a una esclava y a un niño descartado para salvarlos.

El viaje concluye. Jerusalén está a la vista: «El Dios de dioses se les muestra en Sión» (84,8). ¿Qué veía el peregrino en el templo? ¿Qué podía ver de un Dios invisible y sin imágenes? ¿Qué teofanía acontecía en un templo vacío, celosamente guardado en su vaciedad? La teología bíblica ha crecido y se ha convertido en un bien común universal gracias a su capacidad para habitar la paradoja de un Dios invisible que, sin embargo, se manifestaba, y cuya gloria habitaba verdaderamente en un templo vacío porque había sido vaciado de todo ídolo. En un mundo antiguo medio-oriental poblado por una infinidad de dioses e ídolos, cada uno con su rostro bien visible y con sus santuarios llenos a rebosar de estatuas brillantes, la Biblia consiguió mostrar a sus fieles distintos un Dios al que no había necesidad de ver ni tocar. Le bastó un lugar distinto, el templo, para mostrar lo invisible-real a quien llegaba a su puerta. Permanecer en un espacio vacío generó la primera innovación teológica de la antigüedad: el hecho de no poder ver ni tocar a un Dios que se creía y se sabía verdadero, forjó la idea de un Dios no aprisionado dentro del lenguaje de nuestros sentidos. Entonces ¿qué veían aquellos peregrinos? No lo sabemos, pero ciertamente no veían estatuas ni pinturas: veían a aquel en quien creían por la fe. A lo mejor la fe nace cuando, peregrinos a la puerta de un templo vacío, repetimos: “creo en ti” y oímos, sin oírla, una voz verdadera que responde: “Yo soy”.

«Vale más un día en tus atrios que mil fuera de ellos; o pisar el umbral de la casa de Dios que morar en la tienda del malvado» (84,11). En tus atrios, en tu umbral: el peregrino creyente es el morador del atrio, compañero del gorrión y de la golondrina; es el habitante del umbral, mujer y hombre limítrofes, que saben quedarse a la puerta de una morada vacía y sin embargo habitada. Ese umbral, saboreado un día de cada mil, es el mejor emplazamiento bajo el sol. Porque es el emplazamiento de los “guardias del templo”, de los centinelas. El umbral es también en lugar de la profecía, del que camina, llega y no entra, porque, para guardar un espacio vacío, lo protege incluso de su propia presencia. El espacio del profeta no es el lugar sagrado dentro del templo sino el lugar profano que va desde el valle de las lágrimas al umbral y del umbral al valle de las lágrimas, fertilizado por ese caminar y por ese cuidado.

Otro día, los peregrinos del absoluto tuvieron una experiencia aún más tremenda y dramática. El templo, la única casa verdadera del único Dios verdadero, fue profanado y destruido por Nabucodonosor. El pueblo exiliado siguió cantando el salmo 84 y los demás salmos del templo. Esta es una segunda innovación religiosa, tal vez más grande: también podemos encontrar a Dios sin templo, sin lugares sagrados. YHWH se hizo peregrino, como nosotros. De este modo, la cancelación del espacio sagrado, concentrado en Israel en un solo templo, permitió al pueblo maltratado liberarse de la necesidad de un lugar sagrado para encontrar a Dios, e intuir que si existe un Dios verdadero este no habita en ningún lugar porque habita en todas partes: «No vi en la nueva Jerusalén templo alguno, porque el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero son su templo» (Ap 21,22).

Las peregrinaciones continúan y deben continuar, porque cuando dejamos de peregrinar buscando a Dios solo caminamos para buscar ídolos en sus atrios sin umbral. El Dios que nos espera al final del viaje ya camina en medio de nosotros (Mt 18,20), sin un nido donde posarse. Y cuando lleguemos al umbral, no preguntemos “¿dónde está Dios?”, sino “¿dónde estamos nosotros?”.

Si un día todos los templos desaparecieran, si el mundo entero se convirtiera en un gran templo vacío (¿o ya lo es?), dos o más peregrinos podrán repetir la misma experiencia maravillosa del salmo 84, podrán entonar su canto en su mismo umbral.

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Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 26/07/2020

«La sequedad que se hace fuente, la muralla que se rompe para que Dios aparezca sin aparecer, es la maravillosa lección del salmo 84».

Guido CeronettiIl libro dei salmi.

Una gran innovación religiosa de la Biblia, como nos recuerda el salmo 84, consistió en aprender que Dios no está atado a un templo ni a un lugar sagrado.

Homo viator. Durante decenas de miles de años los homo sapiens fuimos nómadas y viandantes. Observábamos el ritmo de las estaciones y de las floraciones, seguíamos la pista del gamo y el bisonte, volvíamos sedientos al oasis y a la fuente, éramos expertos en trashumancias. Lo hacíamos para sobrevivir. Corríamos para escapar de la muerte. Después, en un momento determinado, en aquel territorio surcado y marcado por los tiempos naturales de la vida, comenzamos a descubrir espacios distintos, a reconocer lugares especiales; y comenzamos a marcar rocas, a erigir estelas y a construir altares. Nació el ámbito de lo sagrado. Comenzamos a detenernos en las antiguas pistas no solo para recolectar, cazar, descansar o beber. Comenzamos a detenernos en otros lugares, atraídos por una presencia espiritual que allí se manifestaba, y cambiamos el paisaje. El espacio se convirtió en cualidad. A partir de ese momento, no tuvimos bastante con comer, descansar, beber y reproducirnos. No tuvimos suficiente con seguir el rastro del ciervo. Quisimos conocer el misterio de la cierva y sus caminos, descubrir adónde iban nuestros seres queridos tras la muerte, saber quién movía el sol y las demás estrellas. Comenzamos a hacerles preguntar nuevas a las cosas, y así comenzamos a ver a los dioses. El mundo cambió para siempre, se llenó de palabras mudas, de lenguajes nuevos, de símbolos. Entre nosotros hablábamos lenguas elementales, suficientes para coordinarnos en la caza y criar a los niños. Pero aprendimos lenguas nuevas para hablar con la naturaleza, con los demonios y con los ángeles. Muchas de estas lenguas, casi todas, las olvidamos cuando el lenguaje inter-humano se hizo poderoso, porque las demás lenguas solo podían vivir mientras esta fuera débil. 

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Como gorriones y golondrinas

Como gorriones y golondrinas

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