El árbol de la vida

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El árbol de la vida – La llamada se dirige a un «extranjero residente»

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 27/04/2014

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"Más tarde entendí, aunque nunca he terminado de saberlo y comprenderlo del todo, que sólo en el total ser-en-este-mundo de la vida es posible aprender a creer.” (Dietrich Bonhoeffer, Resistencia y sumisión).

La primera vez que aparece la palabra “mercado” en el Génesis (23,16) es en la compraventa de una tumba, como anticipo de la Tierra prometida. El primer trozo de la tierra de Canaán que pasa a ser propiedad de Abraham es el campo que compra para enterrar a su mujer Sara. Dios le había prometido la «propiedad» (ahuzzá: 17,8) de la tierra prometida, pero la única tierra que consigue tener en «propiedad» (ahuzzá: 23,4) es una tumba.

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Muchas veces aquellos que siguen una voz y se ponen sinceramente en camino llegan a ver la tierra prometida, a amarla e incluso a habitarla, pero sin convertirse en sus propietarios. Sara muere en la tierra de Canaán, pero como extranjera, como visitante. «Yo soy un simple forastero (ger) que reside (tosab) entre vosotros» (23,4), dirá Abraham al comienzo de la negociación con los hititas para la compra de la tierra donde sepultará a su mujer. En esa misma tierra, el campo y la cueva de Makpelá, serán enterrados también Isaac, Rebeca, Lea y Jacob. Esta primera propiedad sepulcral nos dice mucho acerca de la vocación de Abraham, pero también acerca de la aventura de todos los que tratan de seguir en su vida una voz, una llamada. La condición de extranjero, el hecho de caminar por tierras extraña y la tienda desmontable del arameo errante son esenciales para el que responde, o lo intenta.

Si Sara y Abraham sólo fueron propietarios de una tumba, eso quiere decir que hay que habitar, amar y enriquecer la tierra prometida, pero sin poseerla. Este relato no expresa sólo la importancia de la sepultura de los cuerpos para aquella cultura (y para la antigüedad en general, como muestra el mito griego de Antígona). Nos dice también que el hecho de atravesar la tierra prometida sin poseerla es una expresión elevada de esa gratuidad que es la naturaleza más verdadera de toda vocación. Al comprar la tierra de los hititas como tumba de Sara, Abraham transforma ese territorio en un “lugar”, que con el tiempo se convertirá en lugar sagrado. Pero el mensaje más profundo que encierra la historia de la tumba de Sara consiste en no hacer de las propiedades y de los lugares la tierra prometida, que siempre estará delante de nosotros.

Es muy interesante y revelador de toda una cultura medio-oriental antigua y de sus prácticas contractuales (cuyas huellas se conservan en parte en los zocos de Damasco o Teherán), el proceso de contratación entre Abraham y el propietario del campo. El precio de venta surge como un detalle casi marginal dentro de una conversación en la que se alternan ofrecimientos generosos con alabanzas y reconocimientos a la dignidad y al honor de la otra parte: «A ver si nos entendemos, señor; tú eres un príncipe poderoso entre nosotros. En el mejor de nuestros sepulcros sepulta a tu muerta» (23,6). Pero Abraham responde: «Si estáis de acuerdo con que yo sepulte a mi muerta… interceded por mí ante Efrón, hijo de Sójar, para que me dé la cueva de la Makpelá … que me la dé por lo que valga» (23, 8-9). Efrón parece estar dispuesto incluso a regalarle el terreno: «No, señor, escúchame: te doy la finca y te doy también la cueva que hay en ella. A la vista de los hijos de mi pueblo te la doy» (23,11). Entonces Abraham «hizo una reverencia ante el pueblo», y dijo: «A ver si nos entendemos. Te doy el precio de la finca, acéptamelo» (23,13). Hasta este momento del diálogo no aparece el precio: «Señor mío, escúchame: cuatrocientos siclos de plata por un terreno, ¿qué nos suponen a ti y a mí?» (23,15). Abraham pesó los cuatrocientos «siclos de plata corriente en el mercado» (23,16), y así «el campo y la cueva que hay en él pasaron a ser propiedad de Abraham, recibida de los hijos de Het» (23,20). Un siclo (shekel) era una medida de peso, unos 11 gramos. Un precio alto si se compara con el precio pagado por Jeremías por un campo (17 siclos de plata, Jer 32,9), o con las treinta monedas de plata pagadas por la traición de Judas (que podían ser denarios romanos [3,9 gramos] o también siclos, mucho más usados en Jerusalén en aquellos tiempos).

Este diálogo “económico” entre Abraham y Efrón, a pesar de la complejidad de sus símbolos, muchos de los cuales nos quedan ya muy lejos, nos dice que los intercambios económicos son encuentros entre personas, y son encuentros auténticamente humanos cuando no los privamos de todas las dimensiones de lo humano, en particular de la palabra. «El primer bien que se intercambia en el mercado es la palabra», me dijo un día un amigo africano, de una tierra donde todavía quedan mercados no ocupados por la lógica de nuestro capitalismo individualista-financiero que está transformando el mundo en un hipermercado sin personas, sin encuentros, sin palabras, sin honrar ni reconocer el rostro del otro. Se debe “hacer honor” a las deudas, pero antes, en los mercados, se puede y se debe honrar a las personas. Si no, la vida económica se entristece y nosotros con ella. Pero este antiguo encuentro comercial nos dice también que un contrato, en el que se paga «lo que vale», puede ser, como normalmente es, un instrumento más idóneo que el don para obtener cosas importantes de otros con los cuales no tenemos una relación basada en el don recíproco. El don sólo es bueno y relacional y moralmente superior al contrato cuando existen buenas razones para ofrecerlo y para recibirlo, como nos recuerda también Isaías: «El que anda en justicia y habla con rectitud, el que rehúsa ganancias fraudulentas, el que sacude la palma de la mano para no aceptar soborno» (33,15). El don, cuando no hay una buena razón para la gratuidad, es el «regalo» del que habla Isaías: las regalías, las propinas sin gratuidad del rey-faraón.

El mundo, desde los juegos de azar hasta la sobreexplotación de la tierra, está lleno de ganancias «fruto de atropellos» que después se convierten en «regalos», que las entidades sin ánimo de lucro no deberían aceptar, sino que más bien deberían «sacudir las manos», cosa que todavía ocurre muy raramente. Un contrato puede ser un buen instrumento incluso para comprar el primer trozo-anticipo de tierra prometida, para enterrar dignamente a una esposa. Las experiencias económicas y sociales más innovadoras y amigas de los pobres que hemos creado a lo largo de nuestra historia siempre han sido y siguen siendo una mezcla de don y contrato, de gratuidad y deber, de regla monástica y gracia, de obligación y libertad, contratos al servicio del don y dones al servicio del contrato.

Pero el Génesis nos sugiere también que el contrato, al igual que el don, es profundamente ambivalente (no olvidemos que la ambivalencia es una clave de lectura indispensable para penetrar en los textos bíblicos y en la vida). Tres capítulos más tarde (26, 29-34), descubriremos que el segundo “contrato” de compraventa del Génesis es la compra de la primogenitura de Esaú por parte de Jacob a cambio de un «plato de lentejas». La Biblia considera legítimo el contrato de compraventa lentejas-primogenitura (la primogenitura no volverá a Esaú), pero hay una explícita condena moral, porque el precio es demasiado bajo: «Así desdeñó Esaú la primogenitura» (25, 34). Abraham apreció el campo en el que sepultaría a su esposa y pagó un precio alto; Esaú, al contentarse con tan poco, dijo lo poco que apreciaba su estatus. Los precios deberían indicar valores, y cuando no lo hacen son precios equivocados, hoy como ayer.

El mundo siempre ha sufrido por la existencia de precios demasiado altos, que han excluido de la posesión de bienes importantes a multitudes de pobres. Pero hoy nuestro capitalismo sufre también por precios demasiado bajos: materias primas o alimentos intercambiados a un precio menor que el de un «plato de lentejas», precios que no expresan el valor ni los valores porque son fruto de la especulación o de una visión egoísta y miope que no incluye en sus cálculos el uso futuro de los recursos por parte de nuestros hijos y nietos, un futuro que nuestro capitalismo valora menos que «un plato de lentejas».

Al final de la estupenda aventura de Abraham, el padre de todos, una historia que me ha amado mucho al revivirla, la última palabra debe ser para todos los emigrantes que como Abraham y Sara, han muerto y siguen muriendo en tierra extraña pero sin tener los “siclos” necesarios para comprar una tumba para sus esposas. Abraham compró la tumba de la Makpelá también por ellos, como anticipo de una tierra sin señores: la tierra prometida.

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El árbol de la vida – La llamada se dirige a un «extranjero residente»

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 27/04/2014

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"Más tarde entendí, aunque nunca he terminado de saberlo y comprenderlo del todo, que sólo en el total ser-en-este-mundo de la vida es posible aprender a creer.” (Dietrich Bonhoeffer, Resistencia y sumisión).

La primera vez que aparece la palabra “mercado” en el Génesis (23,16) es en la compraventa de una tumba, como anticipo de la Tierra prometida. El primer trozo de la tierra de Canaán que pasa a ser propiedad de Abraham es el campo que compra para enterrar a su mujer Sara. Dios le había prometido la «propiedad» (ahuzzá: 17,8) de la tierra prometida, pero la única tierra que consigue tener en «propiedad» (ahuzzá: 23,4) es una tumba.

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La Promesa no tiene dueño

El árbol de la vida – La llamada se dirige a un «extranjero residente» por Luigino Bruni publicado en Avvenire el 27/04/2014 descarga el pdf en español "Más tarde entendí, aunque nunca he terminado de saberlo y comprenderlo del todo, que sólo en el total ser-en-este-mundo de la vida es posible...
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El árbol de la vida – La ardua subida de Abraham e Isaac y nuestras pruebas

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 20/04/2014

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Logo Albero della vita"Después de preparar la leña y de atar a Isaac sobre la pira, en el altar, Abraham le sujetó los brazos, se remangó las vestiduras y apretó con fuerza las rodillas. Dios, sentado en su excelso trono, vio cómo los dos corazones se convertían en uno solo, vio las lágrimas de Abraham que caían sobre Isaac y las de Isaac que caían sobre el altar, inundado por el llanto de ambos” (Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos, Vol. II).

Todo hijo esconde un misterio de gratuidad. También Isaac, aunque de una forma única y extraordinaria: «Sara tu mujer dará a luz un hijo» (17,19). Abraham «se echó a reír, diciendo en su interior …"¿Sara, a sus noventa años, va a dar a luz un hijo?"» (17,17). No podía creer en una promesa que violaba las leyes de una naturaleza, a la que esa misma Voz había dado vida. También Sara rió en la encina de Mambré: «Ahora que soy vieja, ¿sentiré el placer?» (18,12). Como reirá también Elohim al decir el nombre del hijo: «Isaac» (17,19), Jishaq, es decir «(Dios) reirá».

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Abraham y Sara sabían que Isaac era un don de aquella Voz primera. Todo lo demás lo tendrán que descubrir a medida que vayan viviendo. Nosotros, lectores y re-lectores de estos textos, conocemos la "prueba" del Monte Moria, el ángel y el carnero, pero ellos no. Abraham, Isaac, los criados y Sara desconocían qué estaban haciendo, qué les sucedería en el siguiente paso. Para no considerar estas lejanas narraciones como cuentos edificantes o relatos morales, vacíos de toda su fuerza antropológica, social y espiritual, es necesario tomarse en serio la humanidad real de sus protagonistas. Tomarse en serio a Abraham significa seguirle “en la ignorancia”, repetir con él sus experiencias, ofrecer como él un hijo y al igual que él recuperarlo. Sólo una lectura "encarnada" de la Biblia puede superar las consolaciones engañosas y las ideologías. Siguiendo una voz, nos encaminamos con confianza hacia una tierra prometida, sin saber cuándo la alcanzaremos ni siquiera si la alcanzaremos. Al fin tenemos un hijo y después descubrimos que debemos abandonarlo en el desierto. Recibimos el don de otro hijo y después debemos perderlo nuevamente. Vamos con Caín a los campos y allí un hermano nos da muerte. Llevamos una cruz hacia el Gólgota, somos crucificados y la resurrección nos deja sin aliento.

«"Abraham, Abraham". El respondió: "Heme aquí". Díjole: "Toma a tu hijo,  a tu único, al que amas, a Isaac, vete al país de Moria y ofrécele allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga”» (22,1-2). El Génesis no recoge ninguna palabra de Abraham. Sólo dice que se puso en marcha «de madrugada» (22,3), como cuando se levantó, también «de madrugada» (21,14), para alejar a Ismael y a Agar en el desierto. Como aquel lejano día de su primera llamada en Ur de los Caldeos, cuando Abraham respondió poniéndose en marcha para seguir esa voz. Ahora Abraham emprende el camino hacia el monte Moria con la misma fe-confianza con la que había partido hacia la tierra prometida. La respuesta fiel a la voz y a uno mismo pasa por emprender el camino en los amaneceres y en los anocheceres de la vida. La fe-fidelidad-confianza pasa por creer que la voz que promete felicidad puede ser la misma voz que pide el hijo donado.

Abraham, ya viejo, se pone en marcha una vez más, reconociendo en esas palabras la misma voz. Si hoy queremos recibir un hijo, si queremos seguir una historia de salvación, debemos revivir este relato con Abraham y como Abraham. Al menos una vez en la vida.

El viaje salvador de Abraham es también el viaje de Julio, un empresario que, después de haber creído en la empresa familiar heredada de sus padres, cuando por fin empieza a recoger los frutos y a disfrutar días tranquilos, recibe de su cliente más importante la petición de un soborno para mantener la relación. Julio no acepta y cuando vuelve a casa después de esa indecente conversación sólo sabe que ha escuchado una voz que le decía interiormente: «Mejor cerrar la empresa que ser injusto y convertirse en corrupto». No sabe nada más; ya es mucho, lo suficiente para seguir subiendo la cuesta de la vida, pero no sabe nada más que eso. No sabe si vendrán ángeles, ni sabe que "sólo" está viviendo  una prueba.

La subida muda de Abraham es la misma que realiza Juana, la dueña de un bar, que había conseguido un local en el centro y lo había liberado de las máquinas tragaperras por amor a los pobres de su ciudad y a sus niños, perdiendo casi dos mil euros al mes. Ahora que con tanto esfuerzo el bar está empezando a funcionar, viene uno a chantajearla. Juana dice que no, porque una voz le dice: «Mejor es que te quemen el negocio que perder el alma». Sólo escucha y conoce esas pocas palabras interiores, sólo quiere ver esa contabilidad moral.

También es amiga de Abraham Ana, una joven madre que después de haber recuperado la salud al final de un largo y agotador tratamiento, descubre en un control que el mal no ha desaparecido. No se enfada con la vida, la acoge con dulzura y tenacidad y vuelve a casa sin saber qué sucederá en el monte que le espera. En estas auténticas aventuras del alma y el espíritu, el ángel sólo llega, si llega, cuando se ha hecho todo sin saber que vendrá. Estos ángeles no anuncian su llegada.

La historia de Abraham nos dice que las cosas imposibles e increíbles pueden – no deben – suceder si sabemos llegar hasta la última palabra del discurso de nuestra vida. Después, sólo después, de vez en cuando descubrimos, al menos una vez, que la que parecía la última palabra era en realidad la penúltima. Pero no podíamos conocerla antes de pronunciarla porque era una palabra donada. El valor ético y espiritual de los que caminan con Abraham y como Abraham radica en llegar al monte con el hijo, la leña y el fuego, preparar el altar y después prepararse a "morir" con el hijo sobre ese mismo altar.

Pero Abraham es también compañero y aliado de todos los que no han visto al ángel: el niño que no se ha salvado, la empresa que ha fracasado, el bar que ha sido incendiado y la enfermedad que ha vencido. Abraham nos ama con su fe fuerte y dócil en el tramo de camino que va desde la tienda de Sara hasta el instante anterior a la voz del ángel que detiene el puñal. La voz del ángel no añade nada al valor de la fe de Abraham, pero sí que nos revela mucho de la lógica y la naturaleza de Elohim.
Si Abraham hubiera sabido antes que vendría un ángel, su experiencia habría sido una ficción, y el hijo recuperado no habría sido un premio a su fe, sino un pobre incentivo para partir más ligero de madrugada.

Los que han recibido en la vida el don de "morir" y "resucitar" al menos una vez, han aprendido que la resurrección solo llega cuando se sabe morir. Mientras vivimos nuestro invierno, no sabemos cuándo llegará la primavera. Somos como esos pueblos antiguos que después de cada ocaso no sabían si el sol volvería a salir al final de la noche. Incluso después de mil resurrecciones, nuestras y de otros, cuando aparece de nuevo un monte o una subida volvemos a ponernos en camino "ignorantes" come la primera vez, sabiendo sólo que debemos caminar. Ni siquiera Dios, al menos el Dios bíblico, podía saber si Abraham llegaría hasta el final de la subida y prepararía el altar. Lo tuvo que descubrir, asombrado y tal vez conmovido, cuando Abraham empuñó el cuchillo. Este asombro es el que hace que cada instante de la vida sea único e irrepetible y le da un inmenso valor al tiempo, a la historia, a nuestra libertad y a nuestra responsabilidad.

No hemos construido Europa, ni el Occidente, ni la modernidad, ni el capitalismo sobre la lógica de Abraham. El dominio de la técnica, el utilitarismo económico y el cálculo coste-beneficio son hijos de Ulises, primero de los griegos y después de los modernos. No de Abraham. Pero si el mundo no muere y sigue habiendo buenas empresas y buenas familias es porque Abraham sigue viviendo en muchos, tal vez en todos subsista un eco suyo. Si fuéramos más conscientes de que somos hijos de Abraham, nos sentiríamos más amados por la vida y menos solos en el monte Moria de la existencia, cada vez que a pesar de los pesares permanecemos fieles hasta el final a una voz, a una promesa, a un pacto, a nuestra conciencia o a la parte mejor de nosotros mismos. Contémonos unos a otros la historia del monte Moria, de Elohim, de Isaac, de Sara, del altar, del ángel y del carnero. Pero sobre todo hablémonos de Abraham.

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El árbol de la vida – La ardua subida de Abraham e Isaac y nuestras pruebas

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 20/04/2014

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Logo Albero della vita"Después de preparar la leña y de atar a Isaac sobre la pira, en el altar, Abraham le sujetó los brazos, se remangó las vestiduras y apretó con fuerza las rodillas. Dios, sentado en su excelso trono, vio cómo los dos corazones se convertían en uno solo, vio las lágrimas de Abraham que caían sobre Isaac y las de Isaac que caían sobre el altar, inundado por el llanto de ambos” (Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos, Vol. II).

Todo hijo esconde un misterio de gratuidad. También Isaac, aunque de una forma única y extraordinaria: «Sara tu mujer dará a luz un hijo» (17,19). Abraham «se echó a reír, diciendo en su interior …"¿Sara, a sus noventa años, va a dar a luz un hijo?"» (17,17). No podía creer en una promesa que violaba las leyes de una naturaleza, a la que esa misma Voz había dado vida. También Sara rió en la encina de Mambré: «Ahora que soy vieja, ¿sentiré el placer?» (18,12). Como reirá también Elohim al decir el nombre del hijo: «Isaac» (17,19), Jishaq, es decir «(Dios) reirá».

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La verdadera fidelidad ante lo inesperado

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El árbol de la vida – Ley y profecía, la trama del Génesis

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 13/04/2014

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"La primera mujer que usó faja fue la madre de Ismael, que empezó a ponérsela para disimular su embarazo delante de Saray” (Libro de dichos sobre los profetas).

El primer ángel de la Biblia fue enviado a consolar a una criada-madre, Agar, expulsada por su señora. Ante su esterilidad y la crisis de la Promesa, Saray buscó una solución: “Dijo a Abram: ‘Mira, YHWH me ha hecho estéril. Llégate a mi sierva, quizá podré tener hijos de ella’” (16,2). Así Saray “tomó a su sierva Agar, la egipcia, y se la dio por mujer a Abram” (16,3).

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Saray, sintiendo su vejez cercana, dejó de creer en la verdad de la llamada y encontró una salida, al margen de la promesa, pero prevista por las leyes (como recoge también el código babilónico de Hammurabi). Pero cuando Agar “se dio cuenta de que estaba encinta, empezó a mirar a su señora con desprecio” (16,4). Algo no funcionó bien en esta solución que parecía tan sencilla. El niño no se convertirá en el ‘hijo de Saray’, sino que se seguirá siendo únicamente el hijo de Agar (y de Abraham). Cada hijo es un don y un misterio, la realización de una promesa. “Saray, entonces, la maltrató y ella huyó de su presencia” (16,6). Agar corre al desierto y en ese lugar, cargado de grandes símbolos, tiene lugar un anuncio: “multiplicaré de tal modo tu descendencia, que por su gran multitud no podrá contarse”. “Darás a luz un hijo, al que llamarás Ismael, porque YHWH ha oído tu aflicción” (16,10-11). Agar vuelve a casa de Abram y las humillaciones continúan. Y cuando Saray (convertida ya en Sara) dará a luz a Isaac de su vientre ya marchito, dirá de nuevo a su marido: “Despide a esa criada y a su hijo”. Abraham obedecerá a Sara y tomará una decisión “muy dolorosa para Abraham” (21,11).

Después de esta segunda expulsión Agar no regresa. Abandona la escena pero no el libro de la vida, donde muchas mujeres como Agar siguen llorando a gritos, siguen siendo expulsadas, pero siguen hablando con Dios. “Abraham la despidió. Ella se fue y anduvo por el desierto de Beèr-Shèbà. Como llegase a faltar el agua del odre, echó al niño bajo una mata, y ella misma fue a sentarse enfrente … pues decía ‘no quiero ver morir al niño’. Sentada, pues, enfrente, se puso a llorar a gritos” (21,14-16). En este llanto desesperado vislumbramos los llantos de todas las criadas de la tierra de ayer y de hoy, los llantos de todas las mujeres humilladas por otros hombres y mujeres poderosos, los llantos y los silencios de las víctimas y de todos los emigrantes y prófugos que atraviesan desiertos y mares. Pero en el desierto Agar se encuentra de nuevo con YHWH: “Dios oyó la voz del chico y un ángel de Dios llamó a Agar desde los cielos y le dijo: ‘¿Qué te pasa, Agar? No temas, porque Dios ha oído la voz del chico en donde está” (21, 17).

Muchos son los mensajes que nos llegan de estos capítulos llenos de belleza, humanidad y dolor. El primero hace referencia a los conflictos y a la forma de resolverlos. Sara no reconoce nunca a Agar como un ‘tú’. En el texto no la llama nunca por su nombre, sólo la llama ‘criada’. Sólo JHWH la llama Agar. Sin el reconocimiento del otro no se puede salir bien de ningún conflicto. El estatus de Sara, como matriarca y señora, aquí puede más que la solidaridad entre mujeres que tantas veces se impone superando el estatus. El conflicto se interrumpe (pero no se resuelve) con el uso del poder desnudo, con la expulsión de la más débil, que se convierte en víctima. La no solución de Sara sigue siendo muy frecuente en nuestras instituciones y empresas. Pero no es el único camino del que nos hablan estos episodios del Génesis. Al llegar a Canaán, de vuelta de Egipto, Abraham entra en conflicto con su sobrino Lot: “ya la tierra no les permitía vivir juntos, porque su hacienda se había multiplicado” (13,6). Los bienes y la abundancia, es decir, el objeto de la promesa de JHWH, se convierten en motivo de un conflicto familiar. Pero Abram encuentra una solución: “No haya disputas entre nosotros … pues somos hermanos. Apártate de mi lado. Si tomas por la izquierda, yo iré por la derecha” (13,8-10). Aquí Abram evita el conflicto realizando una acción generosa: deja que Lot elija la tierra mejor (13,10). No es raro que sean precisamente los dones recibidos de la vocación (la misión, la tierra, el éxito, el talento…) los que se convierten en motivo de conflicto y rivalidad con los restantes compañeros de viaje. Y cuando la tierra (la empresa, el proyecto, la comunidad…) es demasiado pequeña en relación a la abundancia de bienes y talentos, la salvación puede llegar a través de una separación, emprendiendo caminos distintos.

Pero no acaban aquí las preguntas difíciles, paradójicas y trágicas de estos grandes relatos. Sara significa princesa. En cambio, el nombre de Agar remite al movimiento de emigrar. Agar es egipcia, posiblemente (según algunos midrash) hija de faraón. Egipto no es sólo la imagen del exilio y la esclavitud; es también el lugar al cual Saray emigra con Abram tras la sequía de la tierra prometida y donde es entregada al harem del faraón, el cual al descubrir el engaño (es esposa y no hermana de Abram) la aleja (12,19). También Saray había sido emigrante, criada, víctima, alejada. Agar, por su parte, es sierva y víctima, pero recibe al primer ángel y, al igual que los grandes reyes y profetas, habla con Dios, y se le anuncia una gran descendencia. Sara y Agar intercambian los papeles. Una se difumina en la otra. Sigue habiendo víctimas y criados, señores y poderosos, pero estos estupendos capítulos del Génesis nos quieren decir algo más profundo.

En la comedia-tragedia de la vida, los personajes llevan siempre más de una máscara, y cada persona esconde más de un personaje. Pero la historia de Agar nos dice sobre todo que si queremos entender algo del misterio de la Biblia y de la vida, es indispensable que leamos la historia de la salvación desde el punto de vista de Sara y de Isaac, pero también desde el punto de vista de Agar e Ismael. Sólo leyéndolas juntas, estas historias se nos abren y nos pueden dar ‘la inteligencia de las escrituras’.

El Génesis, y en cierto sentido toda la Biblia, está atravesado por una tensión radical entre ley y profecía, entre obligación y libertad, entre institución y carisma. Se reconocen las leyes-instituciones de la primogenitura y el patriarcado y sobre ellas se constituye el pueblo y la Ley. Pero al mismo tiempo se redimensionan, se apagan y a veces se vuelven del revés con la predilección de un no primogénito (Abel, Jacob, José, David…), con una criada que habla con Dios, con un patriarca que obedece a su mujer. La trama horizontal de los patriarcas y los reyes se cruza con la trama vertical de los rechazados de ayer, hoy y siempre. Por sus huecos pasa la ‘lanzadera’ de la historia, formando el tejido de la vida. Podemos leer el libro de la historia desde la perspectiva de los padres y los herederos, pero todo adquiere más verdad y más belleza si intentamos ponernos también de parte de los vencidos, si miramos con atención y piedad también los senderos interrumpidos.

El ejercicio necesario para reconocer este intrincado y vital trenzado Saray-Agar e Isaac-Ismael, no debe impedirnos realizar un ejercicio espiritual mucho más importante: intentar decidir a qué mirada queremos darle el primer lugar. Nunca es indiferente si la primera mirada sobre nuestras vidas y sobre nuestras ciudades es la de Agar o la de Sara. Si los ojos de Agar llegan primero puede entenderse que la mirada más fecunda sobre el mundo no es la de las princesas y los poderosos, sino la que parte de las periferias bíblicas y existenciales. Las habitadas por Agar, Noemi, Dinàh, Maria, y por sus muchas hermanas de ayer, hoy y siempre.

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El árbol de la vida – Ley y profecía, la trama del Génesis

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 13/04/2014

descarga el pdf en español el 13/04/2014

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"La primera mujer que usó faja fue la madre de Ismael, que empezó a ponérsela para disimular su embarazo delante de Saray” (Libro de dichos sobre los profetas).

El primer ángel de la Biblia fue enviado a consolar a una criada-madre, Agar, expulsada por su señora. Ante su esterilidad y la crisis de la Promesa, Saray buscó una solución: “Dijo a Abram: ‘Mira, YHWH me ha hecho estéril. Llégate a mi sierva, quizá podré tener hijos de ella’” (16,2). Así Saray “tomó a su sierva Agar, la egipcia, y se la dio por mujer a Abram” (16,3).

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Agar y sus muchas hermanas

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El árbol de la vida – Abram creyó sin ver y se hizo justo; y se convirtió en Abraham y en padre

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 06/04/2014

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“Ha habido hombres grandes por su energía, por su sabiduría, por su esperanza o por su amor. Pero Abraham ha sido el más grande de todos” (Søren Kierkegaard, Temor y temblor).

Después del diluvio y después de Babel, la ciudad fortificada donde la humanidad buscó tras el diluvio una salvación equivocada sin diversidad ni dispersión fecunda por la tierra, la alianza y la salvación continúan con Abram, quien deja la casa paterna y se pone en camino fiándose de una voz que le llama.

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Fe y confianza, porque toda fe es confianza en una promesa. Noé nos salvó construyendo un arca y permaneciendo dentro de ella en compañía de su familia y de los animales, a la espera de que se retiraran las aguas. En cambio Abram responde a la llamada de esa misma voz poniéndose en camino hacia una tierra prometida: “Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré” (12,1). Cuando comienza su historia, no se le pide que construya ningún arca ni que libere a su pueblo de la esclavitud, como sucederá con Moisés. Para responder, Abram ‘sólo’ debe creer en la promesa de una tierra y ponerse en marcha para llegar a ella. Debe dejar la casa de su padre Téraj e ir hacia una tierra que se le anuncia como lugar de bendición y felicidad, pero desconocida. Con Abram (el primer judío de la Biblia) hay una llamada a la felicidad, a la fecundidad, a la prosperidad: “De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. … Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra” (12,2). Aquí hay una llamada a la vida, una promesa de futuro. Aquí están el Adam, el Edén y la continuación del arco iris de Noé. Con Abram hay una mujer, Saray, y juntos alcanzan no la tierra segura de los padres sino la tierra desconocida de los hijos. La primera vocación de Abram es creer incondicionalmente en una promesa y ponerse en marcha. Esta es su primera justicia.

Noé era “justo” y por su justicia se le confió una tarea decisiva. De Abram no se dice que fuera justo antes de la vocación, sino que su justicia nació de creer en la promesa: “y él creó y le fue reputado como justicia” (15,6). Noé era justo y por eso creyó; Abram creyó y por se hizo justo.

Hay personas que reciben una llamada a desempeñar una tarea de salvación, a construir un arca. La construyen y salvan a muchos. Salvando a otros se salvan ellos mismos. Pero hay otras personas a las cuales la misma voz les hace una promesa de felicidad y de plenitud, y su justicia está en seguir toda la vida creyendo obstinada e incondicionalmente en esa promesa. Estos ‘llamados’ se ponen en camino hacia una tierra no para salvar a alguien o algo, sino porque en esa promesa saben ver o intuir bendición, felicidad, frutos e ‘hijos’ numerosos como las constelaciones. En estas vocaciones la construcción del arca llega después (y si la vocación es auténtica llega siempre), pero no hay altruismo ni sacrificio a la hora de creer y ponerse en macha. El don sólo se recibe, no se da. En estas vocaciones, para ponerse en camino hace falta un doble acto de confianza: fiarse de una ‘voz’ buena que llama y creer que el cumplimiento de la promesa es la mejor felicidad.

En cada vocación hay siempre un acto radical de confianza en una ‘voz’ que llama, incluso cuando no se sabe de quién es la voz que llama. La justicia-bondad de Abram no es primariamente fruto de las virtudes. Es creer en una promesa, seguir creyendo y caminar. Muchas enfermedades espirituales y comunitarias nacen cuando se transforman la bendición y la salvación en perfeccionismo ético, cuando la promesa se transforma en una moral, cuando en lugar de seguir caminando nos paramos a observar nuestras virtudes y los vicios ajenos. Y nos perdemos.

También en la llamada de Abram encontramos una gramática universal de las vocaciones, ya sean religiosas o civiles, profesionales, artísticas o empresariales. Abram llega a la tierra de Caanan y allí encuentra a los cananeos: la tierra prometida está poblada por otras gentes. No encuentra frutos ni abundancia, sino una carestía que le hace emigrar a Egipto. En Canaan vive “como extranjero” (17,8). Los hijos prometidos, tan numerosos como las estrellas del cielo, no llegan; sólo llegan inexorables su vejez y la de su mujer.

La tierra que promete esa voz que llama, siempre es distinta de como nos la imaginamos. Una vocación no es un contrato (sino un pacto o una Alianza), y por eso hay sorpresas, desilusiones, pruebas, desánimo, a veces desesperación y siempre perdón y la posibilidad de volver a empezar. El duro trabajo de aquellos que han recibido una vocación (y son muchos más de los que pensamos) está en seguir caminando cuando la tierra prometida se presenta seca y poblada por otros, y cuando en esa tierra te roban los bienes y los familiares (14,12). La justicia de Abram fue responder a la primera llamada, pero sobre todo seguir caminando cuando esa promesa parecía muy lejana e incluso un autoengaño. Seguir creyendo que esa tierra y el vientre seco de Saray podrían engendrar, florecer en bendiciones. Abram encontró una tierra distinta a la que esperaba en el momento de la llamada, pero fue justo y el más grande de todos porque siguió creyendo que la tierra prometida era la que JHWH le había mostrado y no otra.

La justicia en toda vocación está en conseguir reconocer la tierra prometida incluso en una tierra seca y ver futuros hijos en un vientre estéril. Conozco muchos empresarios justos que se han puesto en marcha siguiendo una voz, que han creído en una promesa y que después han encontrado una tierra seca y no ven hijos ni nietos. Aquellos que se han salvado y han salvado a otros son los que han sabido reconocer en la sequía las primicias de la tierra prometida. Pero sobre todo los que han seguido caminando, desplazando hacia delante la tienda, sin fabricarse otra tierra y sin desilusionarse porque la promesa no llega.

Abram recibe la primera llamada a los 75 años (los años en la Biblia encierran muchos significados, todos ellos importantes y en general positivos), pero se convierte en Abraham a los 99: “anda en mi presencia y sé irreprochable. … No te llamarás más Abram, sino que tu nombre será Abraham, pues padre de muchedumbre de pueblos te he constituido. Te haré fecundo sobremanera” (17,1-5). Ya había una llamada, pero ahora ocurre algo nuevo: Abram se convierte en Abraham, y Saray se convierte en Sara (17,15). Catorce años después, la llamada a la felicidad y a la tierra prometida se convierte en llamada a una Alianza entre JHWH y todo un pueblo, con vistas a una bendición universal (al leer y estudiar estos primeros capítulos del Génesis me cautivan las bendiciones, la mirada buena sobre el mundo y sobre los seres humanos, que me ama y me nutre). Este nuevo encuentro aclara la llamada, la renueva y da calidad a la primera promesa. Pero sobre todo cambia el nombre, es decir revela el sentido verdadero de la primera vocación. Abram no había sido irreprochable (basta leer el capítulo 13 sobre Saray en Egipto), Abraham sí que lo será.

Hay un momento crucial en el (buen) desarrollo de toda (auténtica) vocación. Un día nos ponemos en marcha escuchando una voz de bendición, llegamos a una tierra desconocida, combatimos buenas batallas, pero todavía nos falta el sentido profundo de la promesa. Entonces llega una segunda vocación en la primera vocación: Abram muere y nace Abraham. Es cuando comprendemos que la primera tierra, las manadas y los ríos generosos, no eran la verdadera promesa. Y nos convertimos también en ‘irreprochables’, pero no por la búsqueda de una perfección ética, pues la irreprochabilidad es un don y una exigencia profunda de verdad al servicio de la promesa. Abram era un padre de familia. Abraham se convierte en padre de un pueblo numeroso, de ‘todas las familias de la tierra’. Y se sigue caminando, incluso cuando el camino es cuesta arriba y parece convertirse en una silenciosa procesión con un hijo-víctima hacia un monte-altar, cuando el arco iris desaparece y las innumerables estrellas se apagan. Somos salvados y somos justos cuando no interrumpimos el camino y seguimos mirando hacia delante, hasta que la mirada se pierde en la línea del horizonte.

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El árbol de la vida – Abram creyó sin ver y se hizo justo; y se convirtió en Abraham y en padre

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 06/04/2014

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“Ha habido hombres grandes por su energía, por su sabiduría, por su esperanza o por su amor. Pero Abraham ha sido el más grande de todos” (Søren Kierkegaard, Temor y temblor).

Después del diluvio y después de Babel, la ciudad fortificada donde la humanidad buscó tras el diluvio una salvación equivocada sin diversidad ni dispersión fecunda por la tierra, la alianza y la salvación continúan con Abram, quien deja la casa paterna y se pone en camino fiándose de una voz que le llama.

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Hacia la tierra de los hijos

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El árbol de la vida – Fuera de la torre del imperio: desperdigados y salvados

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 30/03/2014

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“Se dedicaron muchos, muchos, años a la construcción de la torre. Era tan alta que subir hasta la cúspide costaba un año entero. A los ojos de los constructores un ladrillo valía más que un ser humano. Si un hombre caía de lo alto y moría nadie se preocupaba, pero si caía un ladrillo todos lloraban porque haría falta un año para reemplazarlo. Estaban tan ansiosos por culminar su obra que a las mujeres que fabricaban los ladrillos no les permitían interrumpir su trabajo ni siquiera cuando les llegaban los dolores del parto: daban a luz modelando ladrillos, ponían al niño en una tela atada y seguían modelando ladrillos” (L. Ginzberg, Las leyendas de los judíos).

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Después del Arca, los hombres construyeron Babel, una ciudad fortificada con una alta torre en el centro. El libro del Génesis (6,15) da las medidas del arca de Noé (132 metros de largo, 22 de ancho y 13 de alto), pero de Babel sólo dice que la cúspide de la torre podría tocar el cielo (11,4). A partir de este dato, algunas tradiciones antiguas imaginaron una torre grandiosa (tal vez recordando las pirámides de Egipto o los gigantescos zigurats de Babilonia), mucho más grande que el arca en la que se salvaron los padres y las madres de los constructores de Babel. Las empresas de aquellos que construyen siguiendo una llamada de salvación no suelen ser por lo general más altas ni más poderosas que las de aquellos que construyen para forjar imperios.

Muchos son los significados que se han ido superponiendo con el paso del tiempo acerca de Babel. Significados que tienen que ver con el exilio babilonio (Babel), con el recuerdo de los “ladrillos” de la esclavitud en Egipto (<vamos a fabricar ladrillos>, 11,3), y con la eterna crítica a la idolatría (<hagámonos famosos>, 11,4).

La historia de Babel encierra una crítica radical a todos los imperios, al poder. El Génesis dice que el fundador de Babel (Nimrod) <fue el primero que se hizo poderoso en la tierra> (10,8). Babel es el símbolo de la ciudad fortificada, pero sobre todo es el símbolo del imperio. No es una crítica radical a todo poder (también Adán y Noé tienen poder), sino al poder que no se usa para salvar. Hoy el poder salvador de Noé sigue conviviendo con el poder del imperio de Babel en nuestras ciudades e instituciones. Hay quienes usan el poder que han recibido de los ciudadanos o de los accionistas dentro de un pacto-alianza (político, económico, familiar, educativo…) para salvar y hay quienes lo usan en cambio para dominar y para obtener rentas y privilegios. Hay un poder que salva y un poder que mata. Muchas veces, en realidad casi siempre, ambos poderes cohabitan en las mismas organizaciones, instituciones y empresas, en los mismos departamentos e incluso en la misma oficina, donde los constructores de arcas se sientan al lado de los constructores de Babel.

Pero la comparación entre Noé y Babel nos ofrece también otras palabras y otros mensajes de vida. El primero tiene relación con el trabajo. Tanto los constructores del arca como los de la ciudad-torre eran trabajadores y eran solidarios entre ellos. Sin alguna forma de solidaridad laboral no puede comenzar ninguna obra, sea correcta o equivocada. Esta solidaridad aparece con fuerza en la historia de Babel, porque aquí se hace explícita una acción colectiva, una obra de grupo, una comunidad de trabajo: (11,4). Hay un <ea, vamos>, un estímulo y una exhortación recíproca con vistas a la construcción de una obra. No todas las solidaridades ni todas las cooperaciones son buenas. Tampoco todos los trabajos son buenos. Los trabajos de los albañiles e ingenieros de Babel no son trabajos benditos y son dispersados. Es mejor que algunos trabajos se dispersen. Los trabajos que hoy crean los poderosos imperios de las mafias, la pornografía, los juegos de azar, las empresas que envenenas, las guerras y la prostitución, no son trabajos benditos y debemos dispersarlos. Los trabajos de los imperios, hoy como ayer, son trabajos de esclavos. Las formas de la esclavitud y las formas de los imperios cambian, pero sus señales y sus frutos siguen siendo los mismos.

El error radical de Babel fue buscar la salvación encerrándose con los semejantes: todos tenían (11,1). Construyeron una ciudad-torre (11,4). Desperdigarse fue el mandato que recibieron los salvados del diluvio: (9,7). En cambio, al desplazarse hacia oriente, la comunidad humana llegó a un valle y allí se estableció (11.2).
Bruegel Torre Babele 1563 rid Buscaron la salvación no en caminar sino en detenerse al abrigo de los peligros de la multiplicidad y la vida pululante. Aquella comunidad humana hizo una torre-imperio (11.4) porque ya (11,1) hablaba una sola lengua y usaban todos los mismas palabras. Una única lengua, un único “labio” es lo que produce la fortificación de Babel. Construir un imperio es el último acto de un grupo humano cuando pierde la biodiversidad y se achata alrededor de un único lenguaje, cuando la lengua y el pensamiento se empobrecen convirtiéndose en un “uno”, pero no después de lo múltiple sino antes, en una unidad que niega la diversidad.

El grave error de Babel fue pensar que la salvación se encontraba en la creación de otros muros, en dar vida a una comunidad cum-moenia (de muros comunes) olvidándose del cum-munus (don-obligación recíprocos). Nuestra historia siempre ha sido una alternancia y una intersección de ciudades-muralla y ciudades-don, pero cuando las murallas han matado a los dones, las civilizaciones nunca han vivido días felices.

Dios intervino para salvar a los habitantes de Babel de una pseudo-salvación. También Babel es una historia de salvación: JHWJ sigue obstinadamente salvando a una humanidad que obstinadamente sigue queriendo salvarse de la forma equivocada y en el lugar equivocado.

En el arca, la salvación llegó con una construcción. En Babel la salvación nació de una destrucción, de una dispersión. La primera dispersión salvadora acontece en las familias, que salvan a los hijos cuando los ponen en condiciones de “desperdigarse” por el mundo, cuando los dejan volar y no los “consumen” en relaciones “incestuosas”. Muchas empresas se salvan porque son capaces de detenerse ante la tentación del imperio. En los tiempos de crisis no se enrocan sino que son capaces de reemprender el camino y de afrontar los riesgos de la exploración de territorios desconocidos. Muchas comunidades y muchas empresas se salvan cuando sus directivos no caen en la tentación de rodearse de semejantes en lenguaje y palabras y expulsar a los que hablan otros lenguajes. O cuando entienden a tiempo que no deben seguir creciendo en “altura” y en poder y tienen la sabiduría y el valor de perder pedazos de imperio. Y después, libres y benditos, vuelven a ponerse en camino hacia una tierra. El gran mensaje del mito de Babel es una invitación a no caer en las trampas del comunitarismo (la patología de la comunidad), a no encerrarse dentro de los muros de la no diversidad.

La bendición fecunda está en poblar nuevos mundos. Está en la variedad y en la biodiversidad de lenguas y culturas, de talentos y vocaciones. La corola de la flor es fecunda cuando sus esporas se desperdigan. La tentación de Babel llega puntualmente al salir del diluvio o cuando se teme que venga otro. En lugar de salir y desperdigarse, mirando hacia delante y alrededor con esperanza, en lugar de buscar aliados entre los distintos para realizar intercambios mutuamente provechosos, se abandona la tienda y se construye una torre. Pero en esas torres no nacen hijos. La casa de la humanidad es una tienda. Hoy en Europa, en estos tiempos de post (¿o pre?) diluvio, está volviendo la tentación de Babel. Debemos seguir esperando una dispersión salvadora. En el valle de Babel los hombres no entendieron que el “cielo” que hay que alcanzar no estaba en lo alto sino delante de ellos, en el camino hacia lo múltiple. No entendieron que una pobre tienda nómada es más fuerte que una torre tan alta como el cielo.

Fuera del Edén, en el jardín de la historia, un solo lenguaje no basta para decir palabras de vida. A la necesidad de unidad y a la morriña de casa no se responde negando la dispersión en lo múltiple, sino saliendo a su encuentro y acogiéndola. No encontraremos el nuevo lenguaje del Adam volviendo hacia atrás o deteniendo la historia en torres habitadas por semejantes. Sólo la encontraremos caminando tras una voz, un arco iris, una estrella, un arameo errante.

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El árbol de la vida – Fuera de la torre del imperio: desperdigados y salvados

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 30/03/2014

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“Se dedicaron muchos, muchos, años a la construcción de la torre. Era tan alta que subir hasta la cúspide costaba un año entero. A los ojos de los constructores un ladrillo valía más que un ser humano. Si un hombre caía de lo alto y moría nadie se preocupaba, pero si caía un ladrillo todos lloraban porque haría falta un año para reemplazarlo. Estaban tan ansiosos por culminar su obra que a las mujeres que fabricaban los ladrillos no les permitían interrumpir su trabajo ni siquiera cuando les llegaban los dolores del parto: daban a luz modelando ladrillos, ponían al niño en una tela atada y seguían modelando ladrillos” (L. Ginzberg, Las leyendas de los judíos).

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El cielo no está encima de Babel

El árbol de la vida – Fuera de la torre del imperio: desperdigados y salvados por Luigino Bruni publicado en Avvenire el 30/03/2014 descarga el pdf en español “Se dedicaron muchos, muchos, años a la construcción de la torre. Era tan alta que subir hasta la cúspide costaba un año entero. A los ojos ...
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El árbol de la vida – El mal no gana cuando el justo construye un arca

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 23/03/2014

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En el arca también encontraron refugio dos personajes muy especiales. Uno de los que pidió asilo a Noé fue el Engaño, pero fue rechazado porque no tenía compañera. En efecto, en el arca sólo podían entrar animales con pareja. Entonces se puso a buscar consorte y encontró a la Desdicha, quien se unió a él a condición de que le dejara apropiarse de todo lo que ganara. Así los dos fueron admitidos en el arca. Cuando salieron de ella, el Engaño se dio cuenta de que todo lo que conseguía recoger inmediatamente desaparecía y fue a pedir explicaciones a su compañera. Pero ella le respondió: “¿no habíamos acordado que todas tus ganancias serían mías?”. Así es como el Engaño se quedó con las manos vacías (Midrash sobre los Salmos, en “Las leyendas de los judíos”).

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La primera gran obra, la primera empresa, que nos relata el Génesis no es la Torre de Babel, sino una gran arca de salvación y alianza construida por un «hombre justo» (6,9). La dignidad y el valor civil y ético de toda técnica, de toda economía y de toda construcción humana hunden sus raíces en la justicia de Noé.

La historia de Noé (cuyo nombre significa “descanso”), el heredero de Set (el nuevo Abel), es una de las historias más bellas, populares y largas del libro del Génesis. Ocupa nada menos que seis capítulos, del 5 al 10. Su figura aparece cuando la humanidad, ya fuera del Edén, se aleja de la vocación originaria del Adam y los hijos de Caín y de Lamek prevalecen sobre los de Set. Dios (YHWH) «vio que la maldad del hombre cundía en la tierra y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo» (6,5). Entonces «se arrepintió de haber hecho al hombre en la tierra y se indignó en su corazón» (6,6).

Dios entonces manda el «diluvio» (6,17). Misteriosamente, junto a los seres humanos son destruidos también los animales y las plantas, que comparten la triste suerte de los hombres. Es como si ante la corrupción humana el Creador no consiguiera “ver” su creación bella y buena; como si la tierra no pudiera ser “bella y buena” cuando lo “muy bello y muy bueno” (el Adam) se corrompe, se pierde, abandona su vocación. Entonces también la creación muere para renacer en la espera de un nuevo Adán digno de cultivarla y guardarla en la ley de la reciprocidad. Así, en el arca de la alianza (la palabra “teba”, arca, es la misma que se utilizará para designar la cesta en la que fue salvado Moisés, otra historia de alianza y salvación de las aguas), Noé recibe la orden de meter una pareja de cada especie de animales, aves y reptiles, junto a sí mismo, a su mujer, a sus tres hijos y a sus nueras (la salvación del arca es también para sus constructores). Es hermoso e importante que sean un cuervo y después una paloma (que se posa en el brazo de Noé) los primeros aliados del ser humano en la nueva tierra, donde se establece una alianza con la familia y la descendencia de Noé, pero también «con toda alma viviente que os acompaña: las aves, los ganados y todas las alimañas que hay con vosotros» (9,10). En un contexto de perversión y de corrupción, la última palabra no la tiene la muerte. El centro de la escena lo ocupa un justo, el único justo sobre la tierra (7,1). Con este justo es con quien Dios establece un pacto, una «Alianza» (6,18), que es una palabra que entra en el mundo con Noé y ya no saldrá de él.

Con la historia de Noé tenemos la primera gramática de toda vocación auténtica: primero una persona recibe una llamada, después hay una respuesta, después un arca y por último un no-héroe. La llamada va dirigida a un “tú”, a un nombre. Ese “tú” es un justo y por ello responde. Cuando llega la llamada, sobre todo la llamada decisiva de la vida, el justo responde y responde en cualquier contexto y a cualquier edad: a los 20, a los 50, a los 80 e incluso a los “600 años” de Noé (7,6). Noé no responde con palabras; él no habla con Dios, sino que «camina» con Él (6,9). Muchas veces los justos simplemente caminan. No hablan sino que hacen, aman y dan la vida. Su palabra es su obra, “hablan” construyendo un arca de salvación. La vocación no es algo psicológico, no es un sentimiento, sino un ser, una construcción de salvación.

Así pues, la primera señal de la justicia de Noé es la respuesta a la vocación. Pero la segunda, la verdaderamente decisiva, es la construcción de un arca, que da contenido y verdad a esa llamada personal. Cuando en una vocación no se siente, entre otras cosas, la llamada a construir un arca, siempre hay que preguntarse por la autenticidad de la llamada. Sin una tarea de “construcción”, la vocación se reduce a una mera experiencia de “consumo” que no salva a nadie, ni siquiera al llamado. Detrás de las “llamadas en las que no hay un arca de salvación” siempre se esconden autoengaños e incluso neurosis. Las comunidades humanas, las empresas, el mundo, se salvan cada día de situaciones degradadas, depravadas, de crisis radicales, porque hay personas que sienten una llamada de salvación y responden. Al menos una persona. Una sola persona puede ser suficiente para una historia de salvación. La salvación llega porque alguien siente una llamada a salvarse y a salvar y sobre todo porque construye un arca. Crea una obra de arte, da vida a una cooperativa, una empresa, un sindicato, una asociación, un movimiento político. Forma y custodia una familia, un hijo, un oficio. Consigue llevar largo tiempo una cruz fecunda.

En todas las historias de salvación individual y colectiva hay un “justo” y un “arca”. Uno de los espectáculos espirituales, morales y estéticos más asombrosos de la tierra es la presencia de personas que han recibido una vocación y la visión de las obras que nacen de esta vocación (a veces aparentemente “muda”). La tierra está llena de personas que construyen “arcas” para salvar a su generación. Estas obras, estas arcas, se distinguen claramente de las demás obras, grandes y pequeñas, que pueblan la tierra y la economía. El final del relato de Noé nos descubre un signo distintivo de estas arcas de salvación: al terminar su tarea Noé se vuelve un hombre corriente. A diferencia de lo que ocurre con Gilgamesh y con los protagonistas de tantos relatos sumerios y acadios del diluvio, Noé no es un héroe ni un semidios: es simplemente un hombre, un hombre corriente, pero un hombre justo. Terminada su obra, el Génesis nos muestra a Noé como un campesino que planta la primera viña de la tierra, se emborracha con su vino (la ambivalencia del vino y de la vida), se desnuda en la tienda (9,20-21) y es objeto de las burlas de Cam, uno de sus hijos (9,22). Noé es también el paradigma de todos los portadores de un carisma auténtico, de los que construyen un arca sin sentirse héroes sino simples “lápices” (Madre Teresa) y saben entender cuándo ha acabado su tarea.

Antes o después, a lo largo de la vida, muchos justos escuchan la llamada a construir un arca de salvación para ellos mismos y para otros. Esta llamada puede llegar de distintas formas, pero si la vida crece y madura en la justicia, un día llega la cita crucial, cuando el “justo” se da cuenta de que si no construye un arca no puede salvar a su gente ni salvarse a sí mismo. En otros casos, no menos relevantes, uno se convierte en justo precisamente porque en un momento decisivo de su vida reconoce en una voz la llamada y responde construyendo un arca. Esa construcción se convierte en la salvación de su constructor (y después, de muchos otros). Es el arca la que “construye” a Noé. Hay otros casos, en los que uno busca un arca para salvarse y salvar a otros, pero sin oír (o sin reconocer) ninguna voz ni ninguna llamada. Empieza a construir algo, casi siempre interrogado por el dolor del mundo, pero sin saber claramente el sentido de esa obra. Pero trabaja y espera una voz. A veces esta voz-sentido llega durante la construcción, pero otras veces hay que esperarla trabajando toda la vida. En este caso el arca es la voz y la llamada, y este Noé “sin voz” no es menos justo. Pueden existir y existen arcas sin llamada, pero no deben existir llamadas sin arca.

La historia de Noé se cierra dentro de un horizonte cósmico, en una tierra en fiesta: «Yo pongo mi arco en las nubes, y servirá de señal de la alianza entre yo y la tierra» (9,13). Cada vez que un justo construye un arca se renueva la primera alianza. Nos seguimos salvando y con nosotros se salva el mundo. Noé el justo sigue viviendo entre nosotros, toda la tierra está en fiesta, se nos da un nuevo arco iris.

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El árbol de la vida – El mal no gana cuando el justo construye un arca

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 23/03/2014

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En el arca también encontraron refugio dos personajes muy especiales. Uno de los que pidió asilo a Noé fue el Engaño, pero fue rechazado porque no tenía compañera. En efecto, en el arca sólo podían entrar animales con pareja. Entonces se puso a buscar consorte y encontró a la Desdicha, quien se unió a él a condición de que le dejara apropiarse de todo lo que ganara. Así los dos fueron admitidos en el arca. Cuando salieron de ella, el Engaño se dio cuenta de que todo lo que conseguía recoger inmediatamente desaparecía y fue a pedir explicaciones a su compañera. Pero ella le respondió: “¿no habíamos acordado que todas tus ganancias serían mías?”. Así es como el Engaño se quedó con las manos vacías (Midrash sobre los Salmos, en “Las leyendas de los judíos”).

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Y Noé reconstruyó el arco iris

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El árbol de la vida – Una pregunta recorre la historia: “¿Dónde está tu hermano?"

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 16/03/2014

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Hombre de mi tiempo, sigues siendo el de la piedra y la honda. Te he visto en la carlinga, con las alas del mal y los meridianos de la muerte. Te he visto en la hoguera, en la horca, en la rueda de la tortura. Te he visto, eras tú, con tu ciencia exacta resuelta al exterminio, sin amor, sin Cristo. Sigues matando, como siempre, como mataron los padres, como mataron los animales que te vieron por vez primera. Y esta sangre sigue oliendo igual que la de aquel día en que un hermano le dijo a otro hermano: «Vamos al campo» (Salvatore Quasimodo).

Si el primer homicidio de la historia fue un fratricidio, entonces todo homicidio es un fratricidio. Elohim no abandona al Adam, sino que lo viste con pieles (3,21). El ser humano no abandona el Edén solo, sino en familia. El primer viaje humano a los dolores de la historia no es un vagar en solitario sino un caminar juntos.

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Además de las pieles, otro gran regalo para afrontar la noche de los tiempos y los tiempos de la noche es la compañía recíproca durante el viaje. Cuando llega la hora de la desventura o del error, tener la posibilidad de pasar esos momentos junto a alguien, ‘con sus ojos en los nuestros’, es el mendrugo de pan y el sorbo de agua que nos permiten sobrevivir en el desierto, incluido el desierto de la crisis en el trabajo, en la empresa y en la vida.

La desobediencia no anula la bendición pronunciada sobre la creación y sobre el Adam. A la pareja humana se le da un hijo: Caín. También Caín es un don; un futuro homicida no deja de ser hijo. El segundo hijo es Abel. Ambos son trabajadores: Abel es pastor y Caín agricultor. Es posible que la narración se haga eco del conflicto entre los últimos nómadas y los primeros agricultores, que fue ganado por los sedentarios. Ambos ofrecen dones a Dios pero, por motivos que quedan (al menos en parte) en el misterio, a Dios no le agradan los dones de Caín. Caín sufre por esta falta de reconocimiento (“se abatió su rostro”, 4,5) que siente que le corresponde entre otras cosas por su primogenitura, y no consigue dominar esta mezcla de dolor, rabia y envidia. Invita a Abel a salir al campo y allí le mata. Es el gran cambio, el gran silencio de la creación.

La gramática de la trama de dones, obligaciones, expectativas de reciprocidad y pretensiones es esencial en cualquier cosa que digamos sobre la vida humana. La muerte llega como una respuesta ‘horizontal’ a una frustración fraguada en una relación ‘vertical’. El hecho de que Dios no aprecie los dones de Caín no produce una rebelión contra Él (como ocurría en los mitos de la cercana Grecia), sino que desencadena la violencia contra un hermano no culpable. Todos estamos ‘enfermos’ de la necesidad vital de reconocimiento, aprecio y gratitud. Pero la mansedumbre de una vida se construye en el ejercicio diario de evitar el veneno y la malicia con los semejantes (sean estos hermanos o compañeros de trabajo) que parecen recibir más, aunque esta diversidad de trato nos parezca injusta e injustificada. Cuando este ejercicio humano fundamental no se realiza (como ocurre demasiadas veces) vuelve a hacerse presente el ‘delito’ de la fraternidad.

La muerte llega al mundo por la mano de un hermano. Cuando Caín regresa solo del campo, escucha la pregunta “¿Dónde está tu hermano?”. A partir de aquel día esa pregunta ya no saldrá de la historia y será siempre la primera pregunta radical de toda ética y de toda responsabilidad. Caín no es guardián y por ello tampoco responsable (no responde): “No sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?” Este capítulo no nos habla sólo del primer fratricidio. A contraluz nos revela también la primera ley de la fraternidad.

Caín sigue hablando con Dios, dialogando con él, después del fratricidio. Incluso siendo fratricida, no deja de ser el Adam. La última palabra de Caín es una petición de ayuda para no morir: “Hoy me echas de este suelo… y cualquiera que me encuentre me matará”. Y Dios responde: “Al contrario” y pone una señal a Caín “para que nadie que le encuentre le mate” (4,14-15). No sabemos cuál es la señal de Caín, su símbolo. En todo caso es una señal de vida. Incluso un homicida sigue siendo imagen del Adam (5,3) y de Elohim, de aquel que le ha creado y engendrado. ¡Cuántas madres de hijos convertidos en asesinos habrán apretado contra su pecho una vieja foto de su hijo cuando era niño, para evitar, con esa imagen lejana pero viva, que su hijo muriera por dentro! Un asesino sigue siendo un hijo. Y por ello debe vivir. En cambio, la historia humana no ha respetado la señal de Caín, sino que ha seguido y sigue matándolo, practicando la ley de la venganza de Lamek. “No matarás” es un mandamiento para los hijos de Caín, pero también para los que desearían vengar a Abel. Sólo con la señal de Caín se rompe la lógica del “talión” y se pone en crisis la ley de la justicia de las equivalencias y las venganzas. Una vida negada no se repara con otra muerte, sino con otra vida. De hecho, el capítulo se cierra con un canto a la vida, con otro niño: Set. “Dios –exclama Eva - me ha dado otro hijo en lugar de Abel, porque le mató Caín” (4,25). Y al igual que con Caín comienza una estirpe, también Set, el nuevo Abel, tendrá una descendencia que se entrecruzará siempre con la de Caín. De Caín descenderá Lamek, el primer bígamo y asesino de niños, pero de Set vendrá Noé el justo.

Somos herederos de Caín pero también hijos y herederos de Set. Pero sobre todo somos todos herederos de Abel. El primer hermano asesinado está todavía vivo. Esta es la fuerza de las Escrituras. Cada vez que encontramos, encarnamos y revivimos este capítulo cuarto, podemos y debemos volver a sentir la tentación de Caín, Pero Abel revive verdaderamente con más fuerza en nosotros y en el mundo. La fuerza de eternidad de la Palabra lo resucita una y mil veces.

Abel sigue vivo en las víctimas de la historia, vuelve a vivir cada vez que se da muerte a un inocente, a un humilde, a un no violento. Muere de nuevo y nosotros seguimos sintiendo todo el dolor inocente de esa muerte. Pero sobre todo Abel vuelve a vivir cada vez que elegimos la mansedumbre ante la violencia, nuestra y ajena, y cada vez que preferimos sucumbir como justos antes de convertirnos en asesinos: “Aunque tú uses tu mano para matarme, yo no usaré mi mano para matarte a ti”. Estas son las palabras que en la versión coránica del relato, dirige Abel a Caín cuando intuye que su hermano le va a golpear (Sura 5,28).

La tierra está llena de los ‘lugares de Abel’. Su rescate y su disminución miden el grado de desarrollo humano y espiritual de toda civilización y del mundo en su conjunto. Preguntémonos: ¿en los 2.500 años que nos separan de aquel antiguo capítulo 4 del Génesis, los ‘lugares de Abel’ han aumentado o han disminuido? No es fácil calcularlo. Algunos de estos lugares han sido eliminados pero han nacido otros nuevos: las aceras o los hoteles de cinco estrellas en los que se practican la ‘trata de esclavas’, las salas de juego y las video-loterías, muchos centros de ‘acogida’ de inmigrantes, las celdas de las cárceles de quienes terminan dentro sólo por ser víctimas, los campos de refugiados y de prisioneros en las guerras olvidadas, las fábricas de la muerte donde los niños trabajan para no morir, las casas para ancianos tristes donde se espera en soledad la muerte.

Deberíamos ejercitarnos más para ver el mundo desde la parte de las víctimas, observarlo desde la perspectiva de Abel y desde sus lugares. Visitándolos y amándolos aprenderemos cosas muy distintas de las que ven aquellos que se ponen en la perspectiva de Caín y sus muchos lugares. Por ejemplo, nos daremos cuenta de que no es cierto que Caín sea siempre el vencedor, no es cierto que los violentos y los asesinos ganen siempre. Hay una victoria de Caín pero también hay un triunfo de Abel, el no fratricida. La historia nos habla de violentos que matan y de humildes que sucumben, pero la sangre de Abel es la semilla fecunda de la que han nacido los Noés que han salvado el mundo y vuelven a salvarlo cada día. Este mundo salvado y poblado por los hijos de Set es el mismo mundo salvado donde viven los hijos de Caín, que seguirán golpeando a Abel y recibiendo la ‘señal’ para no morir.

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El árbol de la vida – Una pregunta recorre la historia: “¿Dónde está tu hermano?"

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 16/03/2014

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Hombre de mi tiempo, sigues siendo el de la piedra y la honda. Te he visto en la carlinga, con las alas del mal y los meridianos de la muerte. Te he visto en la hoguera, en la horca, en la rueda de la tortura. Te he visto, eras tú, con tu ciencia exacta resuelta al exterminio, sin amor, sin Cristo. Sigues matando, como siempre, como mataron los padres, como mataron los animales que te vieron por vez primera. Y esta sangre sigue oliendo igual que la de aquel día en que un hermano le dijo a otro hermano: «Vamos al campo» (Salvatore Quasimodo).

Si el primer homicidio de la historia fue un fratricidio, entonces todo homicidio es un fratricidio. Elohim no abandona al Adam, sino que lo viste con pieles (3,21). El ser humano no abandona el Edén solo, sino en familia. El primer viaje humano a los dolores de la historia no es un vagar en solitario sino un caminar juntos.

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Todos somos herederos de Abel

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El árbol de la vida - La pérdida de la inocencia y el comienzo del tiempo de la ética

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 09/03/2014

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“El jazmín de la casa está completamente marchito debido a la lluvia y las tormentas de los últimos días. Sus blancas flores flotan aquí y allá en los oscuros y cenagosos charcos y sobre el tejado del garaje. Pero en algún lugar dentro de mí sigue floreciendo sin impedimentos, exuberante y tierno como siempre” (Etty Hillesum)

La sinfonía de la vida, con el ser humano y las relaciones de reciprocidad en su centro, se interrumpe bruscamente con la llegada primero del dolor y luego de la muerte. En el capítulo tres del Génesis y en los capítulos de nuestras vidas.

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Los códigos simbólicos de la narración, ya de por sí abundantes, se tornan aquí aún más ricos y potentes. Algunos de ellos han sido tomados en préstamo de mitos más antiguos del Oriente Medio o están entrelazados con ellos. Muchos significados simbólicos se han perdido para siempre porque nos resultan demasiado “lejanos”, y otros los hemos añadido nosotros a lo largo de los siglos, cubriendo a veces con “estuco” ideológico los primitivos rasgos y colores del fresco original. Pero estos grandes textos nos siguen hablando “a la hora de la brisa” si nos situamos “desnudos”, como sus protagonistas, ante su esencialidad y nos dejamos interrogar: “Adam ¿dónde estás?".

El primer golpe de efecto es la aparición de la serpiente, que se dirige con palabras a la mujer. Hablan de los frutos del “árbol del conocimiento del bien y del mal”, los mismos que Elohim había prohibido comer al Adam: "No los debes comer, porque el día en que comas de ellos, morirás" (2,17). En realidad no se trata tanto de una prohibición como de una advertencia, una promesa: el ser humano no puede comer de esos frutos porque al hacerlo moriría. La serpiente refuta esa primera promesa y formula otra muy distinta: “De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos y seréis como Elohim, conocedores del bien y del mal” (3,4-5). La serpiente termina así su diálogo. Pero sus palabras son eficaces: la mujer se fía de la promesa de la serpiente, ve el árbol de otra forma, sus frutos le parecen buenos, bellos, apetecibles; come de ellos y se los ofrece al hombre. Los dos ven que no mueren, sus ojos se abren y perciben de forma distinta, con vergüenza, su desnudez. Así pues el primer dato del texto parece desmentir la promesa de Dios ("moriréis") y confirmar la de la serpiente ("se os abrirán los ojos").

Inmediatamente después, a la serpiente se la llama el “más inteligente” de los animales creados (3,1). Ella también formaba parte de esa creación bella y buena. Una inteligencia que el Adam conocía porque le había puesto nombre. No todo uso de la inteligencia es para la vida y para el bien. Estamos rodeados de gente que usa sus abundantes dones de inteligencia para destruir, evadir impuestos, seducir y explotar a los débiles, defraudar y mejorar las máquinas tragaperras y las minas antipersona. De esta inteligencia equivocada está llena la tierra. Existe la inteligencia buena de la vida, pero junto a ella está también la inteligencia de la serpiente. Esta otra inteligencia se manifiesta como un discurso, como un logos. La serpiente seduce y convence hablando, es decir usando de un modo distinto la palabra que creó el mundo, el hombre, la mujer y la serpiente. Es la fuerza de la palabra que, al igual que sabe crear, sabe destruir, si bien la Palabra que crea es más fuerte y profunda que la palabra que destruye.

La historia está llena de palabra creadoras pero también de palabras que con su fuerza desnuda destruyen vidas, reputaciones, empresas y matrimonios e inducen suicidios. Distinguir la inteligencia de la serpiente de la inteligencia buena de la vida es un arte fundamental y difícil. Pero para que florezca el árbol de nuestra vida debemos dotarnos de las condiciones sociales, éticas y espirituales necesarias para aprender y perfeccionar este arte. La historia de las personas y las instituciones está marcada por el encuentro decisivo con estas inteligencias tan dispares. Todos conocemos personas “muy buenas y muy bellas” que han perdido el hilo de oro de su vida únicamente porque no han sabido (o podido) reconocer la inteligencia de la serpiente. He visto empresarios perdidos no por falta de pedidos o de resultados, sino por haber confiado en una lógica distinta de la lógica de la vida, por no haber reconocido a la serpiente que se celaba tras la promesa de grandes ganancias y dinero fácil, o por haber seguido lógicas y sugerencias que han acabado por destruir la confianza buena en la que se apoyaban sus empresas y sus vidas.

Desde el “día” del encuentro con la serpiente, la inteligencia buena de la vida y la de la serpiente conviven juntas, entrelazadas en el corazón de cada persona, incluso de las mejores. El oficio de vivir se aprende en primer lugar aprendiendo a reconocer la presencia de esta inteligencia distinta dentro de nuestros razonamientos (es siempre una luz oscura que no engendra ni vida ni muerte) y sólo después en los razonamientos de los demás. Después estando muy atento para no cometer el error tan frecuente en los responsables de empresas o comunidades de considerar a algunos colaboradores como detentores siempre y en todas partes de la inteligencia de la serpiente (a los que no hay que escuchar sino excluir) y a otros como portadores siempre y en todas partes de la inteligencia buena y sabia. Por el contrario, la trama de esas dos inteligencias entrelazadas lo atraviesa todo y a todos. Pero no olvidemos que la inteligencia de la vida es más fuerte, verdadera, tenaz y al fin vencerá.

Pero hay otro golpe de efecto que parecería incluso dar la razón a algunas palabras de la serpiente: "He aquí que el Adam ha venido a ser como uno de nosotros, en cuanto a conocer el bien y el mal " (3,22). El hombre y la mujer pierden para siempre la inocencia del Edén y el encanto de la primera creación. Pero el texto sugiere que paradójicamente ganan también algo importante, porque entran en la era de la ética (el conocimiento del bien y del mal) y de la responsabilidad: deben comenzar a responder de sus decisiones ("Adam, ¿dónde estás?", 3,9).

Entonces también es posible deducir de este relato del Génesis algo importante y tal vez sorprendente. Aunque estemos fuera del Edén podemos encontrar la totalidad, la armonía y la unidad del paraíso perdido viviendo con amor-dolor los lugares humanos fundamentales: "tantas serán tus fatigas cuantos sean tus embarazos", "hacia tu marido irá tu apetencia y él te querrá dominar " (3,16), "con el sudor de tu rostro comerás el pan”, “hasta que vuelvas al suelo pues de él fuiste tomado " (3,17-19). Del primer Edén “salimos” para siempre, pero el Adam no ha muerto. Elohim le ha dado una segunda oportunidad: la historia. Entonces la vocación de la humanidad ya no puede consistir en volver hacia atrás al primer Edén que ya no existe, tal vez buscando la pureza y la inocencia huyendo de los lugares más humanos del dolor: los hijos, las relaciones entre iguales, el trabajo y la muerte. Podemos buscar y encontrar la armonía del primer jardín amando, con la buena inteligencia de la vida, los espléndidos y dolorosos lugares humanos. Si así no fuera, la historia sería un engaño y el mundo una condena. En cambio, la historia es el camino a casa, donde cada uno se lleva consigo “en dote” el patrimonio de dolor-amor construido a lo largo del camino. Esta es la primera gran dignidad del amor humano, de la familia, del trabajo y también de la vuelta del Adam a la adamah. Tratar de reducir el dolor en el mundo se convierte entonces en un deber moral de toda persona y de la humanidad en su conjunto.

Podemos salvarnos teniendo hijos (y haciendo que crezcan), enamorándonos, respetándonos en la reciprocidad, trabajando y volviendo a aprender en cada generación a morir (la nuestra todavía debe aprenderlo). Nos salvamos todos los días con el esfuerzo-amor del sufrimiento: el de los hijos, el del trabajo y el del último gran sufrimiento. Estas son las vías que tenemos para vislumbrar una nueva tierra-jardín, nuevas Evas y nuevos Adanes, cada día a la hora de la brisa.

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El árbol de la vida - La pérdida de la inocencia y el comienzo del tiempo de la ética

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 09/03/2014

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“El jazmín de la casa está completamente marchito debido a la lluvia y las tormentas de los últimos días. Sus blancas flores flotan aquí y allá en los oscuros y cenagosos charcos y sobre el tejado del garaje. Pero en algún lugar dentro de mí sigue floreciendo sin impedimentos, exuberante y tierno como siempre” (Etty Hillesum)

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El camino a casa: habitar los lugares humanos

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El árbol de la vida – Y vio Dios: no es bueno que el Adam esté solo

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 02/03/2014

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Logo Albero della vitaVendrá la muerte y tendrá tus ojos” (Cesare Pavese)

No es bueno que el Adam esté solo”. La creación se completa cuando el Adam, que era ‘muy bello y muy bueno’, se muestra como una realidad plural, se convierte en persona. El ritmo del segundo capítulo del Génesis, que va del Adam (el ser humano) al hombre y la mujer, es apasionante y riquísimo.

En primer lugar, el Adam es puesto en el jardín de Edén para cuidarlo y cultivarlo. O sea que trabaja. Hay dos árboles que tienen nombre propio: ‘el árbol de la vida’ y ‘el árbol del conocimiento del bien y del mal’.

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El Adam puede comer los frutos del árbol de la vida y de los demás árboles, pero no los del segundo árbol. En ese momento Elohim exclama: “No es bueno que el Adam esté solo”. Y añade: “voy a hacerle una ayuda semejante a él” (2,18). Es la primera vez que, en una creación todavía completamente buena y bella, encontramos la expresión “no es bueno”, referida a la soledad, a una carestía relacional. A partir de ahí comienza uno de los pasajes más sugerentes y fecundos del Génesis. Ante el Adam van desfilando los animales y los pájaros del cielo y el Adam les da nombre, es decir, entra en relación con ellos, les conoce y descubre su naturaleza y su misterio. Pero al final de esta procesión de la creación no-humana, el Adam no está satisfecho, porque todavía no ha encontrado ninguna criatura que esté a su lado como un ‘semejante’.

Aquí el relato da un viraje narrativo que obliga al lector a situarse en otro plano, a entrar en una dimensión nueva de la humanidad. Aparece en escena el ezer kenegdo, una expresión hebrea que hace referencia a la mirada y a los ojos y que podríamos traducir como ‘alguien con quien poder cruzar los ojos de igual a igual’, alguien que está delante, al mismo nivel, ‘con sus ojos en mis ojos’. Es el primer encuentro humano. Los primeros ojos que ven otros ojos tan iguales y tan distintos: “Ahora sí, ¡esta vez sí!” (2,23). Y es también el debut del hombre (varón) y la mujer. Antes de este encuentro solo existía el Adam, el terrestre (adamah es la tierra).

La historia no comienza con el pecado, sino con unos ojos que se cruzan de igual a igual. El ezer kenegdo es la mujer, la isháh que está delante del ish (el varón), como el ish está delante de la isháh: “el término varón [ish] tiene una yod más que mujer [isháh], mientras que el término mujer tiene una he más que varón; si unimos estas dos letras que distinguen ambos nombres obtenemos יה o sea Yah, que es la forma breve del tetragrama sagrado del nombre de Dios” (Franco Galeone). La verdadera naturaleza humana es relacional y se encierra y se explica en la relación varón-mujer (1,27) que genera y da fundamento a las demás relaciones.

El Edén, con sus árboles y sus frutos, no es suficiente para que el Adam sea feliz. Tampoco son suficientes los animales porque no son sus ‘semejantes’ y no colman la soledad humana (aunque hoy toda una cultura, con un negocio impresionante, nos los presente como sustitutivos perfectos de los ojos del otro). Sólo pueden acompañarla, con una compañía que muchas veces es muy valiosa y ayuda a vivir, sobre todo si está integrada en las relaciones humanas. Para el placer puede bastar el Adam, para la felicidad son necesarios ish/ishàh. Y son necesarios sobre todo esos ojos especiales que nos acogen al nacer, los últimos que veremos en esta tierra, los que al final cerrarán los nuestros y los que nos gustaría volver a abrir. Pero hay que entrenarse toda la vida para buscar los ojos del otro y no nuestro reflejo en sus pupilas. Sólo cuando conseguimos encontrar y reconocer verdaderamente al otro en su verdadera diversidad, la mirada del otro nos devuelve lo mejor de nosotros mismos. La ausencia de esa mirada que nos reconoce y nos revela a nosotros mismos, es una de las formas más graves de miseria y de privación de la persona, muy frecuente donde hay grandes riquezas y poder y donde raramente se mira y se ama de igual a igual.

Es sorprendente cómo esta descripción del hombre-mujer vuela inmensamente más alta que el propio tiempo. El autor sagrado sólo veía a su alrededor y tras de sí una realidad de sumisión e inferioridad de la mujer, pero fue inspirado hasta el punto de elevarse para escribir un canto a la reciprocidad hombre-mujer. Un canto de amor pero también un juicio crítico sobre el mundo de ayer y de hoy, fruto de un desorden, de una desviación, de un decaimiento. Pero en el principio estaba el ezer kenegdo. La historia humana fuera del Edén no ha consistido sólo en la negación del Adam con Caín, sino también la traición de la reciprocidad primordial del ezer kenegdo en todos los ‘adanes’ que han profanado la paridad moral y e respeto a la igual libertad y dignidad de las mujeres.

Claro que los hombres y las mujeres han colaborado. La mujer ha sido siempre la primera ayuda del hombre y viceversa. Pero en las plazas y dentro de las casas los ojos no siempre se han cruzado de igual a igual. Las diferencias en cuanto a oportunidades laborales, educativas, cívicas, institucionales y en muchos casos de felicidad han sido demasiado grandes y en muchos lugares lo siguen siendo. Con todo, no debemos olvidar que incluso en las sociedades más machistas del pasado y del presente siempre ha habido momentos y lugares donde un hombre y una mujer han cruzado sus miradas de igual a igual. Muchas hijas se han salvado porque alguna vez han sabido descubrir en los ojos de sus padres la mirada originaria del Edén. Y siguen viéndola y buscándola, luchando para que se convierta en cultura, en política y en derechos.

La pregunta sobre la relación ish-isháh está en el corazón de cada civilización, también de la nuestra. Hay ya algunas buenas respuestas, pero también se mantienen los engaños. Un engaño muy común en nuestras empresas es creer que se alcanza la igual dignidad simplemente ‘permitiendo’ que (algunas) mujeres ocupen puestos de mando en organizaciones donde la cultura, el lenguaje, los procesos de selección, los incentivos y las reglas del juego han sido completamente escritas por ‘ish’ sin ‘isháh’. Es ingente, pero también apasionante y decisivo, el trabajo que nos espera para revisar a partir de la reciprocidad ish-isháh no solo el lenguaje, sino el sistema penal, la escuela, la política, las finanzas y la recaudación de impuestos. Cuando falta esta reciprocidad fundamental, las mujeres sufren mucho pero también sufren los hombres, porque la felicidad de todos está dentro de esta reciprocidad entre semejantes. Cuando perdemos la mirada del otro y de la otra de igual a igual, perdemos el sentido del límite, nos perdemos, nos convertimos en señores o en súbditos, no entendemos quiénes somos y se generan mil desórdenes morales y espirituales.

Así pues, son muchos los retos y las preguntas que el humanismo del ezer kenegdo plantea a nuestra economía y a nuestra sociedad. Pensemos en el trabajo. El Adam guardaba y cultivaba el jardín también en los tiempos de la soledad. Es posible trabajar solos. Pero el trabajo es experiencia plenamente humana y lugar de excelencia ética cuando no estamos solos y cuando conseguimos trabajar juntos y en igualdad de condiciones hombres y mujeres. Si los frutos del trabajo, aunque sea un sueldo millonario, no se comparten en casa ‘con mis ojos en tus ojos’, no se convierten en felicidad plena. Como mucho pueden proporcionarnos confort y algo de placer. Los ojos de la persona amada multiplican el sueldo, pueden hacer sostenible el yugo del desempleo y cuando no están incluso las mejores nóminas son pobres.

No es bueno que el Adam esté soloes también una palabra para nuestro trabajo. Hemos trabajado y trabajamos en las fábricas, en los campos, en las minas y hemos seguido siendo humanos gracias a que lo hemos hecho juntos, unos al lado de otros, cruzando nuestras miradas de igual a igual, a veces llenas de rabia o de lágrimas. Corremos peligro de que la cultura actual del trabajo y sus nuevas formas de organización nos lleven de nuevo a la época del Adam solo. No solo por el desarrollo de las nuevas tecnologías (donde muchas veces faltan ojos que mirar y cuerpos que tocar), sino antes aún por una visión antropológica que cree poder aumentar el bienestar y reducir las heridas simplemente eliminando (o procedimentando y esterilizando) los encuentros humanos entre iguales. Y así podemos terminar recreando alrededor del individuo-trabajador un Edén artificial poblado sólo por árboles y serpientes pero sin la alegría de vivir.

Cada vez que no queremos o no logramos cruzar la mirada de igual a igual, acabamos por conformarnos con miradas más bajas, por pedirnos demasiado poco a nosotros mismos y a los demás y por dejar los frutos del Arbol de la vida sin madurar. El “ish” regresa triste a un Edén sin miradas humanas y oye resonar en el jardín el eco de aquellas palabras: “No es bueno que el Adam esté solo”.

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El árbol de la vida – Y vio Dios: no es bueno que el Adam esté solo

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 02/03/2014

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Logo Albero della vitaVendrá la muerte y tendrá tus ojos” (Cesare Pavese)

No es bueno que el Adam esté solo”. La creación se completa cuando el Adam, que era ‘muy bello y muy bueno’, se muestra como una realidad plural, se convierte en persona. El ritmo del segundo capítulo del Génesis, que va del Adam (el ser humano) al hombre y la mujer, es apasionante y riquísimo.

En primer lugar, el Adam es puesto en el jardín de Edén para cuidarlo y cultivarlo. O sea que trabaja. Hay dos árboles que tienen nombre propio: ‘el árbol de la vida’ y ‘el árbol del conocimiento del bien y del mal’.

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Paridad desde el principio

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El árbol de la vida – Las “imprudencias” que nos salvan de Caín

por Luigino Bruni

pubblicato en Avvenire el 23/02/2014

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“He comparado sus antiguas palabras y mis viejas preguntas con los acontecimientos de la historia, la cultura y las tradiciones. En síntesis, he usado como clave de lectura mi fe judeo-cristiana y me afirmo en la convicción de que hoy esa es la única clave posible" (Sergio Quinzio).

En el principio no estaba Caín. Existía algo ‘bueno y bello’ que el sexto día, con el Adam, se convirtió en ‘muy bueno y muy bello’ (Génesis 1,31). Es la bendición que aletea sobre el mundo creado. El comienzo (bereshit), el principio de la tierra, de los seres vivientes y de los seres humanos es bondad y belleza. Una bondad y una belleza que expresan la vocación más profunda y auténtica de la tierra, de los seres vivos, del hombre y la mujer.

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Nos dice también que la tierra está viva porque se encuentra dentro de una relación de amor y de reciprocidad. Que también están vivas las montañas, las rocas y los ríos, pues de otro modo los seres que llamamos vivos estarían rodeados de muerte, y la poca vida restante sería demasiado triste (como en efecto debe parecerles a aquellos que no saben reconocer esta vida). El primer capítulo del Génesis es un canto sublime a la vida y a la creación, que tiene como culmen el Adam, el ser humano. Todas estas criaturas son buenas, muy buenas, bellas y benditas porque han salido de un desbordamiento de amor.

Sin embargo, la realidad histórica de la humanidad de aquellos tiempos (siglos IV-V antes de Cristo), como la de los nuestros, era un espectáculo de luchas, homicidios y muerte. La primera grandeza de este texto es su capacidad, en mi opinión asombrosa, para no dar la primera palabra a esas relaciones humanas cotidianas que los escritores sagrados tenían a la vista. Por el contrario, tuvieron la fuerza y la inspiración necesarias para dar la primera palabra a la armonía, a la bondad, a la belleza, a la bendición de todas las criaturas incluida la más hermosa y buena: el Adam. Esta visión antropológica (y ontológica) positiva no aparece en los relatos de la creación del cercano oriente o de la India contemporáneos o anteriores al Génesis, en los que el mundo nacía de la violencia, la lucha entre dioses, la decadencia y la degeneración. La primera palabra del humanismo bíblico sobre el hombre es en cambio bondad-belleza (tov). El mal puede ser tremendo y loco, pero el bien es más profundo y fuerte que cualquier mal, por grande y devastador que sea.

Muchos de estos pasajes del Génesis fueron escritos durante el exilio babilónico, o mientras su dolorosa memoria estaba aún muy viva. Los exilios no terminan si no hay fe y esperanza en que el bien es más grande y profundo que los males del tiempo presente.

En aquella criatura buena y bella ya estaban Caín y Lamek, los hermanos que vendieron a José, los habitantes de Sodoma, el becerro de oro, los Benjaminitas de Gabaa. Y estábamos también nosotros con los campos de exterminio, los gulag, los genocidios, las matanzas de inocentes, los comerciantes de pobres y el juego de azar, las guerras de religión, el 11 de septiembre, los jóvenes muertos en Kiev y todos los males y exterminios que estamos haciendo y que con toda probabilidad seguiremos haciendo. Pero lo que había antes de todo eso era muy bello y muy bueno, “poco inferior a los ángeles” (Salmo 8). En el origen hay una bendición pronunciada para siempre y que todos nuestros pecados no pueden borrar. Lo muy bello y muy bueno también puede enfermar y degenerar, pero ninguna enfermedad del alma ni del cuerpo es tan fuerte como para anular esta belleza y esta bondad primordiales. Hace falta mucho dolor y también mucho agape para seguir creyendo en este bereshit, pero esta fe tenaz y testaruda es la única forma de salvarnos de esas enfermedades y no sucumbir ante el cinismo y el nihilismo que están siempre al acecho dentro de nuestras civilizaciones, sobre todo en tiempos de crisis y exilio.

Aunque tengamos que mirar la historia desde el punto de vista de Caín y sus hijos, la vida no morirá, ni nos apagaremos por dentro, mientras no olvidemos que antes de Caín está Adán. Y si Adán está antes también puede estar después, porque la oscuridad del octavo día no consigue oscurecer la luz matutina del sexto. Este es el principal mensaje y el gran acto de amor que nace del Génesis y de la Alianza. La esperanza no vana está en no dejarse convencer nunca de que el primer capítulo del Génesis es sólo un mito consolador, un paraíso perdido para siempre, humo teológico en los ojos del pueblo, fábula nocturna para niños o la primera serie de ficción.

Creer en esta primera palabra sobre el mundo y sobre el hombre implica no creer a las legiones de cínicos, a los amigos de Job, que nos quieren convencer de que la primera y la última palabra sobre el hombre es la de Caín. Sobre este pesimismo antropológico radical hemos construido contratos sociales y Leviatanes, derecho penal y tribunales, impuestos y recaudación, los bancos, el fondo monetario y la eutanasia para niños.

Una economía que partiera de la primacía de Adán sobre Caín y Lamek asumiría como fundamento la ética de las virtudes, que tiene su verdadera raíz en el primado del bien sobre el mal, en lugar de dejarse colonizar por la subespecie del utilitarismo que la gobierna. Después vería a los trabajadores antes que nada como personas capaces de bondad y belleza y diseñaría organizaciones donde pudieran crecer el don y la belleza y no solo el cinismo y el oportunismo que producen unas concepciones y teorías que no hacen otra cosa que multiplicar los hijos de Caín. Y utilizaríamos más premios (los instrumentos motivadores de Adán) y menos incentivos (que nacen de la antropología cainita). El hombre real es una mezcla de Caín y de Adán, pero el humanismo bíblico nos dice que Adán fue antes. Si la primera y la última palabra sobre nosotros fuera la de Caín, no habría perdón auténtico ni posibilidad de volver a empezar.

Aquellos que se toman en serio esta primera palabra sobre la humanidad, o la reciben como un don, van por la calle con otros ojos, con los ojos del alma. Ven que el mundo está lleno de cosas bellas y buenas. Las descubren cuando miran con asombro una puesta de sol, las estrellas o las montañas nevadas. Pero también descubren cosas muy buenas y muy bellas cuando miran a los compañeros, a los vecinos, al anciano moribundo, al enfermo terminal, a los que están deformes por el exceso de pobreza o por el exceso de riqueza, a la abuela que se ha hecho niña y juega de nuevo con muñecas, a Dimitri borracho y maloliente en el metro, a Lucía que no despierta del coma, a Caín que sigue golpeando. Ninguna selva amazónica ni ninguna cima alpina pueden alcanzar la belleza-bondad de María, vagabunda de la estación Termini.
Bastan pocas ‘miradas’ como estas parar hacernos resucitar cada mañana, para que nos levantemos de cualquier crisis. Si seguimos vivos es porque existen estas miradas. No hemos sido ‘destruidos’ porque en nuestra ciudad ha habido al menos una de ellas. Unos ojos que tal vez nos han mirado a nosotros sin que nos diéramos cuenta, empezando por la primera mirada de la mujer que nos acogió cuando llegamos a este mundo. Los carismas son sobre todo el don al mundo de esa mirada distinta que, al mirarnos y decir nuestro nombre, hace que nos convirtamos en lo que verdaderamente ya somos. Con su presencia salvan a Adán de la mano homicida de Caín.

Estas miradas mayéuticas han existido también en las empresas y en los mercados. Me las he encontrado muchas veces: en el empresario que ha vuelto a confiar en un trabajador después de una grave traición, en el trabajador que ha perdonado a un compañero después de un engaño, o en el abrazo que se dan dos socios tras años de profundas heridas recíprocas. Existen también en los tiempos de exilio y de crisis, cuando estos actos de imprudencia cuestan mucho pero también tienen mucho valor. Son miradas agapicamente imprudentes, nunca ingenuas y siempre verdaderas y salvadoras, capaces de producir el milagro cuando se cruzan con otras miradas con los mismos ojos. “Y vio que era muy bueno y muy bello”.

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El árbol de la vida – Las “imprudencias” que nos salvan de Caín

por Luigino Bruni

pubblicato en Avvenire el 23/02/2014

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“He comparado sus antiguas palabras y mis viejas preguntas con los acontecimientos de la historia, la cultura y las tradiciones. En síntesis, he usado como clave de lectura mi fe judeo-cristiana y me afirmo en la convicción de que hoy esa es la única clave posible" (Sergio Quinzio).

En el principio no estaba Caín. Existía algo ‘bueno y bello’ que el sexto día, con el Adam, se convirtió en ‘muy bueno y muy bello’ (Génesis 1,31). Es la bendición que aletea sobre el mundo creado. El comienzo (bereshit), el principio de la tierra, de los seres vivientes y de los seres humanos es bondad y belleza. Una bondad y una belleza que expresan la vocación más profunda y auténtica de la tierra, de los seres vivos, del hombre y la mujer.

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Miradas en tiempos de exilio

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Introducción – El árbol de la vida/1

Introducción - El árbol  del a vida/1

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 16/02/2014

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“¿No habéis oído hablar de aquel hombre loco que en pleno día encendió una linterna y se puso a recorrer el mercado gritando sin cesar ‘busco a Dios, busco a Dios’? Como había allí muchos que no creían en Dios, su grito provocó una gran carcajada” (F. Nietzsche, Así habló Zaratustra).

Hay momentos históricos en los que los pueblos advierten que lo viejo ha pasado, que un determinado ‘mundo’ se ha acabado, y sienten un apremiante deseo de que llegue lo nuevo. Nuestro tiempo es uno de esos momentos. Al menos en esta Europa que está atravesando una gran noche cultural, que antes o después pasará pero todavía no sabemos a qué precio ni con qué resultado.

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Debemos emprender un ‘viaje al final de la noche’, que sólo puede empezar a partir de la esperanza colectiva en que esta noche desembocará en una nueva aurora. La soledad, la tristeza, la inmunidad recíproca y la indiferencia hacia los pobres no pueden ser las últimas palabras de lo humano, ni tampoco las de nuestra generación. No podemos ni queremos aceptarlo.

Ponerse en camino no consiste en esperar con pasividad la llegada del nuevo día, sino en moverse hacia Oriente para salir al encuentro del sol que se levanta y adelantar así su llegada. Caminar implica trabajo, también en el ámbito de la cultura y el pensamiento. Es un trabajo doloroso porque va en dirección contraria a la avalancha de ‘pensadores’ que están en nómina de aquellos que obtienen pingües y crecientes beneficios de la soledad, la tristeza y la inmunidad de hoy. Este capitalismo pasará porque en su última etapa no ha sido capaz (y nosotros con él) de orientar los deseos más fuertes de los seres humanos hacia los bienes (cosas buenas), contentándose con mercancías. Pero cuando se quita del horizonte todo lo que no está en venta, también los deseos descienden al nivel de las mercancías, y así acabamos por desear sólo lo que encontramos dentro de los mercados.

Decir Europa y Occidente es decir humanismo judeocristiano, en sus distintas declinaciones, florituras, contaminaciones, enfermedades y reacciones, pero sobre todo en sus copiosos y extraordinarios frutos de civilización. Este humanismo tiene unos códigos fundacionales concretos. Uno de ellos, el más profundo y fecundo, es el gran código bíblico que desde el Génesis hasta el Apocalipsis nos viene proporcionando durante milenios las palabras de la política, el amor, la muerte, la economía, la esperanza y la desventura. En una época en la que nuestras palabras están cansadas y ya no dicen nada porque están ‘gastadas’ y reducidas a un ‘soplo del viento’ (Qohelet), hay que ponerse en viaje en busca de Palabras más grandes que nosotros y que nuestra edad. Algunas de estas palabras de vida se encuentran en la literatura, en la poesía, en el arte y en los grandes mitos y narraciones populares que nos han salvado y siguen salvándonos durante las guerras y las carestías.

Pero hay otras Palabras, historias y narrativas más grandes y profundas. Son las contenidas en la Biblia, que han alimentado e inspirado a nuestra civilización. Cientos de generaciones las han leído y vivido una y otra vez, llenando de contenido las obras de arte más hermosas y de esperanza los sueños de niños y adultos en todos los exilios y esclavitudes. No hay historia de liberación más grande que el éxodo, ni herida más fértil que la de Jacob, ni bendición más desesperada que la de Isaac, ni carcajada más seria que la de Sara, ni contrato más injusto que el de Esaú, ni obediencia más salvadora que la de Noé, ni pecado mas vil que el de David contra Urías el hitita, ni desventura más radical que la de Job, ni llanto más fraterno que el de José, ni paradoja más grande que la de Abraham sobre el monte Moria, ni grito de parto más lacerante que el de la cruz, ni desobediencia más amante de la vida que la de las matronas de Egipto. Y si existen, decídmelo, porque yo no las he encontrado. Son muchas las razones que hacen grandes a estas narrativas y relatos. Una es su ambivalencia radical, que una vez aceptada y acogida permite evitar las dicotomías que son siempre la raíz primera de toda ideología. Estas historias nos dicen, por ejemplo, que la fraternidad siempre limita con el fratricidio, los dos caminos que se bifurcan y entrecruzan en la historia de las personas y de los pueblos. La Biblia nos invita a ponernos en las encrucijadas de estos dos caminos y a tomar conciencia de que ambos son siempre posibles y que nuestra responsabilidad está en hacer que las razones de la fraternidad prevalezcan sobre las del fratricidio.

Todos estos grandes relatos son sobre todo el don gratuito de unas palabras que nosotros no tenemos, palabras donadas para rezar, pensar, sentir y amar. Cuando nos faltan historias y palabras grandes, tomamos prestadas las palabras de las tertulias y las series, y con esos ladrillos pequeños sólo conseguimos construir chabolas. En cambio, con los ladrillos de la esclavitud de Egipto se pueden construir caminos de liberación. La Biblia siempre ha inspirado a la literatura, al arte y a veces también al derecho y a la política. No es el caso de la economía moderna, que salvo raras excepciones (Genovesi, Wicksteed, Viner y pocos más), no se ha dejado inspirar por el libro de los libros. La vida económica estuvo demasiados siglos ‘bajo la tutela’ de los textos sagrados (en temas como el crédito, el interés, etc.) y en cuanto alcanzó la mayoría de edad, deseó y buscó su libertad, huyendo lejos. Pero hoy, unos cuantos siglos después, creo que es posible y necesario un nuevo diálogo en la libertad y en la reciprocidad. La Palabra bíblica tiene muchas palabras de vida que decirle a nuestra economía y por ello a nuestra vida. También cosas aún no dichas, porque hace demasiado tiempo que nadie le pide que hable. Pero, si es cierto que la lectura de la Biblia puede enriquecer a la economía, no es menos cierto que la formulación de nuevas preguntas ‘económicas’ puede hacer que los textos digan cosas nuevas. La historia humana siempre ha sido un diálogo entre nuevas preguntas y nuevas respuestas. Por un lado, la Palabra ha llevado a la humanidad hacia delante, pero por otro lado, aunque en un plano distinto, también la historia de los hombres ha permitido comprender significados siempre nuevos de las escrituras (aquí radica la enorme dignidad de la historia). Si la Biblia vuelve a hablar en las plazas, en las empresas y en los mercados, estos lugares de lo humano sacarán provecho; pero también el texto bíblico se verá enriquecido, pues podrá ofrecer nuevas respuestas que no había dado por falta de preguntas. Sin el alimento de las plazas y de los mercados, sin el humus de lo cotidiano y del esfuerzo del trabajo, el gran Libro no se convierte en el árbol de la vida.

Con estas premisas y con un fuerte sentido de la responsabilidad intelectual, ética y cívica, el domingo que viene comenzaré, con trepidación pero también con gran entusiasmo, el comentario de algunos libros bíblicos. El primero será el libro del Génesis, cuya riqueza hará que paseemos varias semanas por sus extraordinarias ‘historias’. Intentaré que los textos antiguos digan palabras económicas y cívicas contemporáneas dirigiéndoles preguntas. Pero las preguntas más interesantes y necesarias hoy serán las que los textos nos hagan a nosotros. Buena parte del desafío consistirá en no intentar actualizar esas antiguas páginas, sino en hacernos nosotros contemporáneos suyos. Las leeremos junto a milenios de historia, en compañía de muchos creyentes y no creyentes que han dialogado con la Biblia y enriqueciéndola a ella han enriquecido también el mundo. La Pasión según San Mateo es más luminosa después de Bach, Jacob es mejor después de Rembrandt, José es más hermoso después de Thomas Mann. Si así no fuera, la historia sería un inútil escenario de una representación teatral con un guión ya escrito, y aquellos lejanos libros ya no estarían vivos.

Si queremos salvarnos debemos imitar a las matronas de Egipto: desobedecer la orden homicida de los nuevos faraones y salvar a los niños. Así seguiremos teniendo una tierra.

 

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Introducción – El árbol de la vida/1

Introducción - El árbol  del a vida/1

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 16/02/2014

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“¿No habéis oído hablar de aquel hombre loco que en pleno día encendió una linterna y se puso a recorrer el mercado gritando sin cesar ‘busco a Dios, busco a Dios’? Como había allí muchos que no creían en Dios, su grito provocó una gran carcajada” (F. Nietzsche, Así habló Zaratustra).

Hay momentos históricos en los que los pueblos advierten que lo viejo ha pasado, que un determinado ‘mundo’ se ha acabado, y sienten un apremiante deseo de que llegue lo nuevo. Nuestro tiempo es uno de esos momentos. Al menos en esta Europa que está atravesando una gran noche cultural, que antes o después pasará pero todavía no sabemos a qué precio ni con qué resultado.

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Viaje al final de la noche

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