El árbol de la vida – José, predilecto y no querido, lleva la salvación
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 15/06/2014
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“Tú eras el predilecto de mi corazón, en ti seguía viviendo mi Única Amada. Tú tenías sus ojos y su mirada, la misma con la que ella me miró en el pozo, cuando la descubrí entre las ovejas de Labán. Entonces hice rodar la piedra del pozo y ella me permitió besarla, mientras los pastores exultaban: ‘lu, lu, lu’. En ti, hijo amado, yo conseguí retenerla. Y cuando el Poderoso me la quitó, ella siguió viviendo en tu gracia. ¿Qué hay más dulce que el doble y oscilante alternarse de un rostro a otro?” (Thomas Mann, José y sus hermanos).
Los personajes bíblicos no son máscaras de una pieza teatral. No interpretan un papel ni un carácter (bueno-malo, traidor-traicionado, etc.). Son seres humanos, con los colores y los rasgos de la humanidad entera.
Algunos de estos personajes recibieron una llamada especial con vistas a una tarea y a una salvación colectiva, pero nunca dejaron de ser hombres y mujeres completos. En ellos se mezclan la bondad, la pureza, los enredos, los robos, las bendiciones, los abrazos, la fraternidad y el fratricidio, dando vida a una historia de verdadera salvación para todos. Los protagonistas del Génesis nos hablan y nos resultan cercanos porque no ocultan la desnudez de sus emociones y ambivalencias, porque no temen adentrarse en la mezquindad y en las contradicciones de la condición humana. Por eso dibujan una salvación posible para todos, prestando atención a toda ideología, incluidas las múltiples ideologías de la fraternidad.
A José, el protagonista del último (y grandioso) ciclo del Génesis, no se le recuerda como el cuarto patriarca (siempre se dirá “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”). José es hijo de Jacob y de Raquel pero, sobre todo, José es hermano, y su historia es una gran enseñanza sobre la gramática de la fraternidad bíblica (y la nuestra).
Jacob-Israel tuvo a José de Raquel, la mujer de la cual se había enamorado en el pozo. Su padre sentía por José un amor especial, una explícita y manifiesta predilección. El texto no teme reconocerlo: “Israel amaba a José más que a todos los demás hijos” (37,3). Por eso “le había hecho una túnica de manga larga” (37,3). Esta túnica (ketônet passîm) era especial, distinta a las de sus hermanos. Era larga y de colores, las mangas cubrían la palma de la mano, y probablemente estaba cubierta de bordados. Para Thomas Mann, esa túnica fue de Raquel, un regalo de bodas que su padre Labán compró a los mercaderes porque había pertenecido a la hija de un rey. Ciertamente un ropaje de lujo, poco adecuado para quien tiene que trabajar. Un mensaje de predilección y de estatus dentro del clan que llegó fuerte y claro hasta los demás hermanos: “vieron sus hermanos cómo le prefería su padre a todos sus otros hijos, y le aborrecieron” (37,4). A esta compleja situación familiar (hijos de otras mujeres amadas por Jacob, hijos de esclavas, un predilecto), se añade otro elemento que complica aún más el relato. José es un soñador, pero sobre todo un narrador público de sus sueños. José, a diferencia de su padre, no sueña con el paraíso ni oye las palabras de JHWH (en todo el ciclo de José, Dios permanece muy en segundo plano, toda la escena la ocupan las relaciones interhumanas). El protagonista de sus sueños es él mismo: “Oíd el sueño que he tenido. Me parecía que nosotros estábamos atando gavillas en el campo, y he aquí que mi gavilla se levantaba y se tenía derecha, mientras que vuestras gavillas le hacían rueda y se inclinaban hacia la mía” (37,7). Sus hermanos “acumularon todavía más odio contra él por causa de sus sueños y de sus palabras” (37,8). Después tuvo otro sueño: “El sol, la luna y once estrellas se inclinaban ante mí” (37,9). Tras este segundo sueño, Jacob (que se reconoció en el “sol” del sueño) le reprendió (37,10), y sus hermanos (‘las once estrellas’) “le tenían envidia” (37,11). Los hermanos no aman a José, el hijo vestido de rey, porque es el predilecto del padre. Y José, de forma imprudente e ingenua, cuenta sus sueños, con el ímpetu y la hermosa inmadurez de la juventud pero también debido a su temperamento-tarea (los sueños forman parte de la vocación de José). Esos relatos acaban por transformar el sentimiento de envidia y celos en verdadero odio y más tarde en un plan para eliminarle. En efecto, cuando José es enviado (imprudentemente) por su padre a comprobar que sus hermanos, que están pastoreando en la zona de Siquem, están bien (shalom), en cuanto éstos lo ven desde lejos, exclaman: “Por ahí viene el soñador [el señor de los sueños]” (37,19). Entonces deciden matarlo (“Ahora, pues, venid, matémosle” (37,20)). Después, tras las palabras de Rubén, el primogénito, cambian de idea y deciden arrojarlo a un pozo en el desierto (“No derraméis sangre. Echadle a ese pozo” (37,22). Y por fin, siguiendo la sugerencia de Judá, lo venden a una caravana de mercaderes que pasa por allí (“Vamos a venderle a los ismaelitas” (37,27)).
Este trágico final de José (después descubriremos que es también un final salvador, pero ahora aún no lo sabemos, no debemos saberlo) depende de un elemento decisivo: los hermanos creen en los sueños de José. Ellos son los intérpretes y leen el contenido de aquellos sueños como una verdadera revelación o profecía. La fuerza de la verdad de sus sueños y de sus palabras condena a José. Si los hermanos no hubieran visto el potencial de José para convertirse en ‘la primera gavilla’ de la familia, únicamente se habrían reído de él considerándolo un muchacho vanidoso. En cambio, reconocen que la predilección del padre puede estar al servicio de un plan divino y de un talento natural que elevan a José por encima de ellos.
Con José entra en escena un nuevo tipo de conflicto intrafamiliar. Hasta ese momento los conflictos en la casa de Abraham habían sido dualistas: Caín/Abel, Saray/Agar, Jacob/Esaú, Lía/Raquel. Ahora el conflicto se da entre un hermano y los demás hermanos. Nos encontramos ante una discriminación comunitaria, ante una envidia y unos celos colectivos, que se traduce en una violenta persecución y después en una expulsión rayana con el fratricidio.
La envidia colectiva hacia una persona es una grave y extendida enfermedad social, organizativa y comunitaria. Ahí está, cada vez que, mediante la envidia y los celos, se crea en un grupo una especie de solidaridad perversa hacia una persona, que después se convierte en ostracismo y persecución por parte de todos los demás. Lo que ocurre (casi) siempre es que los perseguidores, para justificarse, encuentran motivos de culpabilidad en el perseguido, enmascarando a los demás y a ellos mismos el verdadero y único motivo: la envidia y los celos (también en el texto bíblico hay algunos pasajes en los que el narrador, en base a antiguas tradiciones, deja abierta la posibilidad de una parcial corresponsabilidad de José (37,2;10)).
Además, no es raro que el primer motivo de persecución nazca de los ‘sueños’ del perseguido. Un miembro de un grupo, sobre todo si ya se está distinguiendo por algún motivo, comunica a sus compañeros o a los miembros de la comunidad un proyecto de vida, un plan de reforma, una visión más grande. Los oyentes interpretan el ‘sueño’ y, al conocer las cualidades del soñador, creen que esos proyectos más grandes que los suyos pueden hacerse realidad. Se desencadena la envidia y los celos (que son hermanos gemelos) y a veces también un plan para eliminar al ‘señor de los sueños’. Este tipo concreto de envidia (la envidia de los sueños de los demás), especialmente falsa y dañina, se activa cuando un miembro del mismo grupo (todas las envidias se desarrollan entre semejantes) tiene un talento que consiste en su capacidad para soñar cosas grandes y poder realizarlas. Esta envidia y estos celos hacia el otro nacen de la falta en nosotros de sueños igual de grandes y bellos. En este tipo de procesos relacionales, la presencia del privilegio (la ropa y los sueños) es real, no se la inventan los envidiosos, quienes simplemente la interpretan como una amenaza en lugar de verla como un bien común. Por eso, esta envidia (sobre todo cuando se desarrolla dentro de nuestras comunidades primarias) sólo se cura mediante la reconciliación con el talento del otro, hasta sentirlo como propio y de todos. Resulta emblemático que antes de arrojarlo al pozo, los hermanos “despojaron a José de su túnica” (37,23).
En este tipo de dinámicas comunitarias, la gran tentación del soñador es la de renunciar a soñar y dejar de contar los sueños a los amigos. Pero si ya no le contamos a nadie nuestros sueños más hermosos y vocacionales, pronto llegará el día en que ya no conseguiremos soñar: cerraremos los ojos para ver más y no veremos nada. Mientras tengamos a alguien a quien contar nuestros sueños, seguiremos teniendo amigos (la amistad es también el ‘lugar’ donde podemos contarnos, recíprocamente, los sueños más grandes). José contaba sus sueños a sus hermanos porque les consideraba amigos; era joven y se fiaba de ellos (¿qué hermano pequeño no se fía de los hermanos mayores?). Traicionar o pervertir un sueño contado por un amigo-hermano es el primer delito de la amistad y de la fraternidad (que así no pasa de ser un asunto de sangre). Cuando la envidia de los demás nos despoja de la túnica de colores y mata nuestros sueños, las comunidades comienzan un inexorable declive moral y espiritual. Y el soñador se apaga, se entristece y se pierde.
José no dejo de narrar sus sueños y esos sueños narrados salvaron también a sus hermanos.
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