El camino: decir y fortalecer la alianza

El árbol de la vida – Y el hombre supo que los contratos nunca serían suficientes.

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 18/05/2014

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"Cuando Labán vio que Jacob no traía nada con él, dedujo que debía llevar en la alforja una gran cantidad de dinero y le abrazó por el costado … Jacob mismo le dijo: ‘Te equivocas si crees que he venido cargado de dinero. No tengo más que palabras’".

Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos.

El hombre antiguo tenía varios modos para acceder al misterio de la vida. Vivía en un mundo en el que los hombres, las mujeres y los seres “visibles” no eran más que una pequeña parte de todos los habitantes parlantes. La tierra estaba llena de mensajes y símbolos que podía percibir de forma fuerte y clara. Muchas de aquellas “palabras” vivas y verdaderas nosotros las hemos olvidado, como ocurre cuando aprendemos de adultos una nueva lengua y olvidamos la que aprendimos de niños. Eso nos empobrece.

Al llegar a la tierra de su tío Labán, Jacob "divisa un pozo en el campo" (Génesis 29,2). El pozo es un gran símbolo en las culturas nómadas. Era y sigue siendo señal de vida, de regeneración de la naturaleza, de salvación de rebaños y personas, lugar de relaciones, de comunidad, de oasis y de encuentros. En la Biblia muchos encuentros entre hombres y mujeres tienen lugar alrededor de un pozo (Isaac, Moisés, Jesús con la Samaritana…). Existe una antigua y amplia familiaridad entre la mujer y el agua (sirenas, ninfas…). También Jacob conoce a su prima Raquel cerca de un pozo mientras pastoreaba las ovejas ("pues era pastora": 29,9) y se queda inmediatamente prendado de ella: "Jacob besó a Raquel y luego estalló en sollozos" (29,11).

La primera vez que la palabra “salario” aparece en la Biblia es durante el largo y complicado tiempo que pasa Jacob en casa de Labán: "Indícame cuál será tu salario" (29,15). El primer salario es una esposa: "Te serviré siete años por Raquel, tu hija pequeña" (29, 18). Es cierto que en este especial salario quedan rastros (que no nos gustan) del mundo antiguo, donde las hijas eran una especie de “mercancía” (31,14), pero también se esconde, como una perla, una de las más bellas definiciones del amor humano: "Jacob sirvió por Raquel siete años, que se le antojaron como unos cuantos días, de tanto que la amaba" (29,20).

En estos complejos e interesantes capítulos vemos que Jacob, como asalariado, no era un hombre libre. Era un extranjero sin propiedades, un trabajador por cuenta ajena, que vivía en unas condiciones sociales y jurídicas parecidas a las de un esclavo (en el mundo pre-moderno sólo la propiedad de la tierra creaba riqueza y estatus). Pero al cumplirse los siete años acordados, el contrato-salario no funciona: Labán, con un engaño (arte que Jacob conocía muy bien), le da por mujer no a Raquel "de bella presencia", sino a Lía, la primogénita "de ojos tiernos" (29,17), y le pide que se quede a su servicio otros siete años más para tener también a Raquel como esposa. Jacob se queda, porque "amaba a Raquel más que a Lía” (29,30). Transcurridos otros siete años, Jacob quiere regresar a Canaán. Labán debe abonarle su compensación: "Fíjame tu paga, y te la daré" (30,28). Los dos estipulan otro acuerdo para determinar la parte del rebaño que le corresponderá a Jacob, un contrato lleno de trucos (30,31-43) que acabará por comprometer la relación entre ellos (31,1-2). Así pues, también este segundo contrato entre Labán y Jacob produce conflictos e injusticias.

Hoy como ayer los contratos pueden producir desigualdades cada vez mayores y conflictos, si se convierten en instrumentos para empobrecer a la parte más débil del intercambio. Los fuertes y los débiles existen y siguen siendo tales aunque firmen contratos “libremente”. Esta es otra razón por la que al humanismo bíblico no le bastan los contratos (por muy necesarios e incluso indispensables que sean), sino que necesita pactos.

Este mensaje aparece en el epílogo del diálogo-conflicto que mantienen Labán y Jacob. Labán alcanza a Jacob en su huída y el sobrino le expresa toda su frustración por las injusticias del tío, que le había cambiado "diez veces el salario" (31,41). Pero al final de este difícil diálogo, Labán le dice: "Ven y hagamos un pacto entre los dos" (31,44). Después de la Alianza con JHWH y de las alianzas con los pueblos extranjeros, llega ahora la primera alianza entre hombres de la misma comunidad, un pacto entre dos personas que se descubren finalmente como semejantes. El contrato-salario no había sido para ellos un buen instrumento de paz y de justicia, el pacto sí lo será. En todos los pactos los símbolos son esenciales: "Entonces Jacob tomó una piedra y la erigió como estela" (31,45). La primera estela la había erigido en Betel (28,18) como altar después del sueño de la “escalera” que subía al cielo. Ahora erige una segunda estela por un pacto con otro hombre. Los pactos entre hombres no merecen estelas más pequeñas, porque también ellos celebran la Alianza, la vida, el amor. Tal vez esta sea la razón por la que la Iglesia católica considera el matrimonio celebrado por los esposos como un sacramento, igual que la eucaristía.

Pero los símbolos de este pacto no terminan aquí: "Y dijo Jacob a sus hermanos: “Recoged piedras”. Tomaron piedras, hicieron un majano y comieron allí sobre el majano". Y Labán dijo: "Testigo sea este majano entre tú y yo". (31,52). También Isaac comió con Abimelek (26,30) tras estipular la alianza entre ellos. Comer juntos después de un pacto era y sigue siendo mucho más que una “comida de trabajo” (si bien en todas las comidas de trabajo hay un eco de aquellos antiguos pactos). Compartir el alimento es compartir la vida, es la comunión que se hace también comida. El banquete de bodas es un elemento importante del pacto nupcial, porque dice comunitariamente otras palabras de vida importantes. Una reconciliación o una declaración de amor adquieren más fuerza si van acompañadas de una cena, de una fiesta, aunque estén preparadas con sobriedad. No creo que estos buenos pactos puedan celebrarse en clubs privados o secretos, en los que por el contrario se celebran muchos malos pactos, como vemos todos los días. En muchas culturas, después de los funerales se acostumbra a comer junto con los familiares del difunto, porque el alimento compartido se convierte en dolor compartido y en la renovación de un pacto comunitario. Nuestros funerales son tristes, pero más triste es lo que viene después del funeral: la soledad.

Nuestra época será recordada por muchas cosas espléndidas, pero también por haber inventado la comida rápida o el bocadillo solitario para el descanso a la hora del almuerzo. Todos conocemos la gran diferencia que existe, en términos de alegría y calidad de vida, entre una comida compartida con amigos o compañeros y una comida en solitario. Cuando comemos con un buen amigo o compañero, además de calorías “comemos” bienes relacionales que nos alimentan tanto o más que la comida y además mejoran nuestro trabajo, nuestra vida y nuestra salud (lo dicen los datos). El exceso de bocadillos solitarios es una señal de que nuestro modelo económico no es sostenible.

En los actos verdaderamente importantes, las palabras humanas son esenciales pero no son suficientes. Queremos oír hablar a la naturaleza, al cielo, a los antepasados, a los ángeles, a la tierra toda. Cuando detrás de un contrato hay cosas verdaderamente importantes (una nueva escuela, un hospital…) un brindis no basta. He conocido empresarios civiles y cooperadores que cuando contratan a un nuevo trabajador le invitan a cenar y durante esa cena le entregan la historia de la empresa, sus valores originales, y así el pacto fundacional revive y se amplía. No podemos ser compañeros de viaje sin el cum-panis, sin el pan compartido.

Los contratos que producen vida buena y duran en el tiempo van precedidos o seguidos de pactos. Una empresa que haya nacido sólo de contratos, o bien se convierte también en pacto (muchas veces tras superar una crisis) o muere. En la sociedad tradicional, los pactos estaban implícitos en las comunidades de las que los contratos de las empresas y de las cooperativas eran expresión; empresas y familias que, no por casualidad, nacían de una pertenencia familiar, política o espiritual común. También nuestra democracia y nuestras instituciones han nacido de pactos que brotaron de las lágrimas y la sangre de guerras y dictaduras. Por este motivo los contratos que generaron aquellos pactos han sido fuertes y buenos y nos hacen vivir todavía hoy.

¿Pero dónde estamos fundamentando hoy los nuevos contratos, los nuevos bancos, los nuevos partidos, las nuevas empresas? ¿Dónde están nuestros pactos, nuestros símbolos, nuestras estelas, nuestros cum-panis? ¿Hasta cuándo nos conformaremos con tener por “testigos” a las hipotecas y a los abogados? Esta “falta de fundamento” es la razón más profunda de tantas crisis de nuestro tiempo. Nuestra generación sigue apoyando sus pactos sobre un patrimonio ético, espiritual y simbólico construido durante siglos de civilización. Pero lo estamos agotando. Si queremos empezar a regenerarlo, tenemos que volver a fundar simbólicamente nuestras relaciones y aprender de nuevo a compartir el pan bueno.

Después de aquel pacto y de aquella comida de paz, a Jacob “le salieron al encuentro los ángeles de Dios".

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