Hermanos, nunca sin el Padre

El árbol de la vida – José y el milagro de la reconciliación-resurrección

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 20/07/2014

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Logo Albero della vita‘Soy yo. Soy yo, vuestro hermano José’. ‘¡Ciertamente es él!’ gritó Benjamín, casi sin poder respirar de alegría. Echando a correr escaleras arriba, cayó de rodillas y con vehemencia abrazó las piernas del hermano Reencontrado. ‘Yashub, Joseph-el, Jehosiph’, sollozaba al verle con la cabeza levantada. ‘Eres tú, eres tú, sí, naturalmente, eres tú. No has muerto.” (Thomas Mann, José y sus hermanos).

Seguir el desarrollo y el cumplimiento de una vocación es una de las experiencias humanas más sorprendentes. Es un don especialmente valioso en tiempos de carestía de ‘voces’ y de sueños, cuando se siente con más fuerza el deseo de gratuidad y la nostalgia de esas historias de pura charis que sólo aquellos que reciben una vocación pueden vivir y hacernos vivir.

Toda vocación verdadera, ya sea artística, religiosa o civil, es un bien público, como una fuente, un bosque, un océano, e incluso más, porque la presencia de vocaciones que alcanzan su madurez hace de la tierra de todos un lugar mejor para vivir, morir y tener y criar niños. La Biblia es también un cofre donde se han guardado durante milenios muchas grandes historias de vocaciones. Guardadas sólo para nosotros. Para que podamos revivirlas, encarnarlas y convertirlas en nuestras historias, mejorando así nuestra vida y la de todos.

José recibió el anuncio de su vocación en un sueño, cuando, siendo niño en Canaán, vio su gavilla erguida en medio del campo y las otras once gavillas (sus hermanos) inclinadas ante él (37,7). Sólo después de muchos años y de mucho dolor, José, y nosotros con él, consigue interpretar verdaderamente sus sueños de muchacho. A veces hace falta toda una vida y grandes sufrimientos para descifrar nuestros sueños y los de los demás, y para comprender que los talentos de un hermano (de un compañero, de un miembro de nuestra comunidad…), que al principio nos parecían una amenaza, eran, en cambio, la salvación para todos.

“Yo soy José. ¿Vive aún mi padre? … yo soy vuestro hermano José, a quien vendisteis a los egipcios” (45,3-5). El culmen del ciclo de José se concentra en unos pocos, pero estupendos y muy humanos versos. Hasta este llanto-grito, José era hermano porque era hijo del mismo padre. Ahora recupera su condición de hermano por haber engendrado en el dolor-amor un nuevo vínculo de fraternidad. La fraternidad sólo de sangre nunca ha salvado a nadie. Muchas veces ha sido causa de injusticias, privilegios, discriminaciones y violencia. La primera fraternidad natural de José murió junto con el cabritillo con cuya sangre tiñeron los hermanos su túnica real para simular su muerte ante Jacob (37,31). Ahora, después de años en Egipto, José y sus hermanos renacen a una nueva fraternidad, que resurge de la muerte de la fraternidad de la sangre.

En aquel llanto, junto a la palabra ‘hermano’ encontramos también la palabra ‘padre’: ‘¿Vive aún mi padre?’ Fraternidad y paternidad. En todo el ciclo de José, que es un gran relato sobre la fraternidad, el padre Jacob y la madre Raquel no están ausentes. Su presencia es constante, son co-protagonistas esenciales de la historia, aunque en un segundo plano, para dejar espacio al desarrollo de la metamorfosis de la fraternidad entre los hijos.

La fraternidad bíblica, a diferencia de la de la revolución francesa, no es una fraternidad sin paternidad o contra ella. La paternidad-maternidad nos habla de una historia y un destino común, es la raíz y la cuerda (fides) que nos liga unos a otros a través del tiempo. A diferencia de los grandes mitos griegos sobre la paternidad (negada en Edipo o esperada desde el mar en Telémaco), la paternidad bíblica está al servicio de la fraternidad, porque es memoria de la Alianza y prenda del cumplimiento de la Promesa. La paternidad-maternidad es también el lugar donde se recompone la fraternidad: Isaac e Ismael se reencuentran en la cabecera de Abraham; Esaú y Jacob en la de Isaac. El Génesis nos dice que sólo es posible la reconciliación verdadera dentro de un pacto, creyendo juntos de nuevo en la misma promesa, en un camino común. Esta reconciliación se produce en Egipto, lejos de casa, pero bajo el signo de un padre, aunque lejano y con poca notoriedad.

“Y echándose al cuello de su hermano Benjamín, lloró; también Benjamín lloraba sobre el cuello de José. Luego besó a todos sus hermanos, llorando sobre ellos; después de lo cual sus hermanos estuvieron conversando con él” (45,14-15). Cuando José estaba con ellos en Canaán, los hermanos “no podían ni siquiera saludarle” (37,4). Ahora los hermanos le hablan con una actitud nueva y más hermosa. La señal más elocuente de que una relación se ha roto es cuando se deja de hablar. Hay pocas experiencias peores que las de unos compañeros de trabajo o unos vecinos que no se hablen, no por no conocerse, sino porque a causa de algún conflicto, han dejado de hablarse. Cuando la palabra, que es el pan de cada día de nuestras relaciones, desaparece, con ella termina la vida buena, la alegría y muchas veces también la empresa. Cuando no nos hablamos con los compañeros o no lo hacemos serenamente, por la mañana nos levantamos mal, las horas de trabajo no pasan nunca y a veces hasta enfermamos. Los silencios relacionales son siempre muy tristes, pero son aún más tristes e inhumanos cuando dejamos de hablarnos con los hermanos, que comparten el mismo techo. En ese caso, la palabra que se apaga no nos quita sólo la alegría, sino que nos ‘mata’, arrancando la bendición de nuestras obras y haciendo que nuestros hijos se críen mal (el primer acto de amor con un hijo es intentar darle relaciones primarias reconstruidas). Cuando, tras años de silencios equivocados y tremendos, volvemos a hablarnos con serenidad (gracias a Dios, eso sigue ocurriendo, porque el mundo es amado, aunque lo olvide), casi siempre las primeras palabras son lágrimas y besos mudos de paz (‘besó a todos sus hermanos, llorando sobre ellos’). Estas son las primeras palabras que conseguimos decir, sobre todo cuando somos nosotros quienes necesitamos ser perdonados: “Pero sus hermanos no podían contestarle” (45,3).

Si leemos bien entre las líneas de esta reconciliación, descubriremos una nueva dimensión de la vocación de José, que se convierte en fundamental para la nueva fraternidad. José, antes de desvelarse, primero había soñado, después había contado sus sueños y finalmente se había convertido en intérprete de los sueños de los demás. Ahora, para reconstruir la relación con sus hermanos, José ya no interpreta los sueños, sino que se convierte en intérprete de una historia, la de su fraternidad negada y reconstruida. Ahora su don es el ofrecimiento de una interpretación salvadora de hechos reales del pasado. No acusa, no reivindica, no condena, sino que pronuncia las únicas palabras capaces de reconciliar: “No os pese mal, ni os de enojo el haberme vendido acá, pues para salvar vidas me envió Dios delante de vosotros”. Y concluye: “No fuisteis vosotros los que me enviasteis acá, sino Dios” (45,5-8).

Estamos ante una obra maestra del arte de la reconciliación tras heridas profundas. José, la víctima, carga sobre sí el mal que los hermanos le causaron a él y a su padre y hace su interpretación más hermosa, la única capaz de curar y reconciliar: ‘No fuisteis vosotros, sino Dios’. Para curar la fraternidad traicionada no existen otras palabras. Hacen falta palabras que vean el pasado de otra forma y lo amen y lo salven. Para curar en profundidad una gran traición, debemos encontrar a toda costa una lectura de los hechos que muestre el bien que surge del mal. Estas lecturas de las víctimas (sólo las víctimas las pueden hacer) no son sencillas ni indoloras, porque deben ser auténticas y no inventadas. Hace falta mucho esfuerzo-amor para encontrar una verdad de bien más auténtica que la que aparece a primera vista. Sin estas interpretaciones transformadoras, que tienen la fuerza de resucitar relaciones muertas, las reconciliaciones son frágiles y a la primera crisis se convierten en reivindicaciones, acusaciones recíprocas y sentimientos de culpa. Y la vieja herida vuelve a sangrar. ‘Tu egoísmo ha causado muchas pérdidas a nuestra empresa, o enormes sufrimientos a nuestra familia. Pero estos años nos han hecho madurar a todos, y gracias a ese dolor ahora podemos comenzar una nueva vida, aún más bella’. El mal causado sigue siendo mal (‘… vuestro hermano, a quien vendisteis a los egipcios’), pero la posibilidad de volver a empezar de verdad depende de la interpretación de los frutos de vida también del mal causado y sufrido. También los momentos moralmente más altos de la historia de los pueblos son fruto de una lectura distinta de los fratricidios pasados, para resucitarlos en un presente de fraternidad. Lo hemos hecho, así que lo podemos y lo sabemos hacer. Estas interpretaciones difíciles del pasado son experiencias colectivas, pero no acontecen sin la presencia de al menos un “José” y de una o varias personas-víctimas concretas y grandes, capaces de pronunciar palabras distintas.

La palabra crea y es eficaz. Este es uno de los grandes mensajes del Génesis. La historia de José nos dice algo nuevo: la palabra es capaz de recrear también nuestras relaciones rotas, de resucitarlas de la tumba-pozo a donde sigue arrojándolas nuestra maldad. Con la palabra es posible curar nuestras fraternidades heridas, dando interpretaciones de historias que las resuciten. Es la posibilidad de otra fraternidad, más profunda y universal que la de la sangre, el regalo más grande que José nos sigue haciendo. Si la Biblia ha querido poner en el corazón de la historia de la Alianza y de la Promesa una fraternidad muerta y resucitada, entonces el milagro del fratricidio transformado en nueva fraternidad es posible y forma parte del repertorio humano. Y puede repetirse en cualquier lugar y cualquier día, también hoy.

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