El exilio y la promesa

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El exilio y la promesa/28 – Siempre hay un trozo de tierra sagrada que no está en venta y por tanto no tiene precio.

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 19/05/2019

«El precio de la vida proviene de cosas que no tienen precio. El hombre alcanza su más alta dignidad en la esfera del acto gratuito, donando lo que posee y lo que es».

François Perroux, Le capitalisme

El comentario al libro de Ezequiel llega a su fin. Sus últimas palabras se refieren a la ciudad, recordándonos que la profecía tiene sentido si nos habla del cielo para mejorar la tierra.

Generalmente, los que temen la gratuidad y el don no intentan eliminarlos. De forma más inteligente, les dedican palabras de estima y elogio, para después dejarlos encerrarlos en un ámbito angosto y separado donde, atados y aprisionados, no molesten el comercio normal que se produce fuera del recinto. Los nombres de estos cercados ideológicos donde hoy se intenta encerrar la gratuidad y el don son: ONG, voluntariado, tercer sector, religión. Hay falsos profetas que hacen todo lo que está a su alcance para convencernos de que el don y la fraternidad solo son buenos y útiles si no salen de un territorio bien definido y limitado. Saben que, si se liberan y salen, pondrían en profunda crisis sus negocios. Las grandes innovaciones ocurren cuando, gracias a algún profeta honesto, la gratuidad cruza su frontera e irrumpe en la ciudad, transformándola y cambiándola para siempre.

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«Esto dice el Señor: Recibiréis todos por igual vuestra parte de tierra, porque yo juré con la mano en alto dársela a vuestros padres, y esta tierra os pertenecerá en heredad» (Ezequiel 47,13-14). Al final del libro de Ezequiel, nos encontramos con la tierra, que en la Biblia es mucho más que un asunto jurídico o político. Para los profetas la tierra es siempre tierra prometida, sobre todo para los profetas del exilio, cuando la tierra y la promesa parecen haberse perdido para siempre. Una de las tareas más grandes y principales de los profetas, tal vez la más valiosa, consiste en mantener viva la promesa cuando todo y todos dicen que se ha terminado. Hablan de futuro durante la destrucción, de belleza ante la fealdad, de salud en la enfermedad, de vida frente a la muerte. Sin profecía no se sale de las grandes crisis.

La tierra prometida pertenece al ADN espiritual profundo del humanismo bíblico. Es una parte esencial de la dote de su Dios distinto, que es verdadero por la verdad de su promesa. Este es uno de los motivos por los que el pueblo hebreo ha sido (y sigue siendo) tentado y puesto a la prueba con respecto a la posesión y desposesión de la tierra. Pero, también en este caso, la mirada de los profetas es distinta a la mirada de la Ley. Ezequiel dice que cada una de las doce tribus debe recibir una parte igual de tierra, sin tener en cuenta su población. Nos dice que, si bien hay una justicia en la proporcionalidad, hay otra justicia que reconoce un derecho igual a realidades distintas. No siempre el hecho de ser menos y más pequeños justifica una cuota inferior. A veces, la grandeza y la fuerza no son las primeras palabras del pacto social. Muchas veces lo son, pero no siempre. Hay dimensiones morales y sociales que no se pueden medir ni pesar. A veces las exigencias de la equidad preceden a las de la igualdad, pero otras veces el principio de igualdad debe ser absoluto, sobre todo en materia de derechos de la persona. La dignidad, el respeto y la libertad no se atribuyen en base a la cantidad y al número. Para los profetas, la tierra prometida no pertenece al reino de la cantidad sino al del espíritu y por tanto al de la calidad.

La Ley dice repetidamente que los extranjeros no son como los hebreos, que no tienen los mismos derechos (Dt 23,3-4). En cambio, el profeta cambia y rectifica, da un vuelco: «Esta es la tierra que os repartiréis las doce tribus de Israel. Os la repartiréis a suerte como propiedad hereditaria, incluyendo a los emigrantes residentes entre vosotros que hayan tenido hijos en vuestro país. Serán para vosotros como los israelitas indígenas.» (Ez 47,21-22). La Ley/Torá, por su naturaleza, relega las normas especiales del séptimo día únicamente al Shabat y hace todo lo posible para que estas sean una excepción. En cambio, la profecía tiende a extender la ley jubilar del séptimo día a todos los días de la semana. Para la Ley, la excepción sabática debe ser eso: una excepción (la igualdad entre ciudadano y extranjero, entre hombre y naturaleza, entre libres y esclavos…). Sin embargo, para la profecía es la norma del Reino que vendrá. La polémica de Jesús con respecto al sábado es una crítica profética a un sistema que defendía celosamente el sábado para evitar que saliera del recinto del séptimo día. La profecía del evangelio es un sábado eterno, donde la fraternidad cósmica es la regla de oro de la nueva ley.

Las comunidades sin profetas y sin profecía discriminan entre nativos y extranjeros, entre distintas categorías de hijos. La Ley distingue, atribuye prioridades y excluye. Los profetas, en nombre de otra ley, unifican, incluyen, equiparan. Del diálogo y la confrontación entre Ley y Profecía surgen las reglas concretas y mutables de la convivencia civil. Si en el debate cívico faltan las razones de los profetas, o si estos son acallados, muertos o convertidos, estas normas serán necesariamente inhumanas e injustas.

Ezequiel continúa: «A los levitas les corresponderá una parcela lindando con la de los sacerdotes (…) Nada de esto podrán vender ni permutar. No podrán enajenar lo mejor de la tierra, porque es porción santa del Señor» (48,13-14). La tribu de Leví recibe la parte central de la tierra prometida, regida por un estatuto distinto: este trozo de tierra no puede ser objeto de compraventa. Esta tierra no sigue las leyes de la oferta y la demanda. De este modo, gracias a ese trozo de tierra, toda la tierra sigue siendo todavía tierra prometida, aunque ya se haya alcanzado.

Esta no es la tierra del contrato, sino la del pacto. Para marcar la diferencia entre contrato y pacto utiliza un lenguaje fuerte y claro, que consiste en poner un límite a los intercambios comerciales, diciendo que en esa relación no todo está en venta, que hay cosas y valores verdaderamente no negociables. En la Biblia, a diferencia del mundo latino, el negocio no es la negación del ocio (nec-otium) sino la negación de lo sagrado: «porque es porción santa del Señor». Un pacto no es un contrato porque no hay ningún precio de reserva a partir del cual el bien se convierta en mercancía. Aunque algunos juristas hayan querido llamarlo así, un matrimonio no es un negocio, porque se fundamenta en un trozo de tierra sagrada que no es mercancía, sino única y exclusivamente bien. Ese trozo de tierra común es nuestra tierra prometida y por tanto no tiene precio, y la ausencia de precio le da un valor infinito.

La última visión de Ezequiel acaba con la nueva Jerusalén: «Las puertas de salida de la ciudad llevarán los nombres de las tribus de Israel» (48,31). Y el libro se cierra con esta frase: «Desde entonces la ciudad se llamará: “El Señor está allí”» (48,35).

El libro del profeta Ezequiel, el profeta que más nos ha hablado del cielo, de visiones y ángeles, concluye con la visión de una nueva ciudad. En los grandes libros, las primeras palabras y las últimas son especiales. No son como las demás. Tienen un peso y un sentido distinto. Muchas veces habría que leerlas juntas. «El año treinta, el día cinco del mes cuarto, hallándome entre los deportados, a orillas del río Quebar, se abrieron los cielos y contemplé una visión divina». Este es el primer versículo del libro de Ezequiel, con el que, hace casi seis meses, comenzamos este largo viaje. Los cielos se abrieron y el profeta tuvo visiones divinas, muchas de las cuales fueron recogidas en su libro. Al final, su última palabra es una palabra laica y humilde: ciudad. Ezequiel, a lo largo de estos meses, nos ha regalado muchas palabras de belleza y esperanza. Pero tal vez la más bella sea esta última. Un mensaje maravilloso para quienes, como nosotros, no ven los cielos abiertos, no tienen visiones, pero quieren y deben ver la ciudad, con su política, su economía y su gente, y encontrar ahí su paraíso. Al mismo tiempo, las visiones y los cielos de Ezequiel se han convertido también en los nuestros. Los profetas nos cuentan sus visiones para que puedan convertirse en patrimonio nuestro y en ayuda cuando peleamos las mismas batallas que ellos sin escuchar “esto dice el Señor”. Aquí hay una herencia extraña pero real: continuar sus luchas sin tener su luz genera una verdadera fraternidad entre nosotros y los profetas.

Una vez más ha llegado el momento de la despedida. Tenemos que dejar a Ezequiel, con la melancolía con que se deja a un amigo querido que nos ha hospedado durante algunos meses en su bella casa. En su compañía hemos atravesado las luces y las sombras de este tiempo, sus alegrías y sus esperanzas. Muchas cosas quedan grabadas en el alma. Sobre todo, algunas páginas inmensas e infinitas, como el relato de su vocación profética en tierra de exilio, sacerdote sin templo que recibe en herencia un templo tan grande como el mundo. O el mutismo que acompaña su vocación, haciéndola aún más verdadera y humana, porque nadie mejor que un profeta sabe que no es dueño de las palabras que dice, que cada palabra es un don que rompe el silencio. Y después, la destrucción de Jerusalén y del templo, que él había profetizado desde el primer día de su vocación: misterioso destino de un profeta que recibe la tarea de anunciar la destrucción de la ciudad santa, “delicia de sus ojos”. Luego, el nuevo corazón de carne y la gran visión de los huesos secos resucitados, en el Pentecostés del Antiguo Testamento. A continuación, el nuevo templo, que se convierte en un manantial de agua que inunda el mundo, sacralizando lo profano y la tierra entera. Finalmente, la ciudad. Su ciudad y nuestras ciudades. Pero antes, durante y siempre: el exilio y la promesa. Ezequiel es un profeta muy grande porque ha sabido conservar la fe en la promesa durante el exilio babilónico, el tiempo más duro de la historia de Israel. De este modo nos ha enseñado que la promesa puede seguir viva aunque el gran sueño muera, que Dios sigue siendo verdadero aunque sea derrotado, que el éxito no es un buen indicador de la verdad, que porque una historia se acabe no llega el fin de la historia. ¿Qué sería la religión sin profetas? ¿Y la vida? ¿Y nosotros?

Gracias a todos los que me han acompañado durante estos meses, en un trabajo que cada vez es más coral. Gracias, como siempre, a Marco Tarquinio, director de este diario, que es una de las grandes bendiciones de esta etapa de mi trabajo y de mi vida. Tras un domingo de descanso, el 2 de junio continuaremos nuestro diálogo con la Biblia, con el comentario a los libros de los Reyes y por tanto con la historia de Salomón y Elías. Dispuestos, una vez más, a dejarnos sorprender por la Biblia y, en ella, por la vida.

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El exilio y la promesa/28 – Siempre hay un trozo de tierra sagrada que no está en venta y por tanto no tiene precio.

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 19/05/2019

«El precio de la vida proviene de cosas que no tienen precio. El hombre alcanza su más alta dignidad en la esfera del acto gratuito, donando lo que posee y lo que es».

François Perroux, Le capitalisme

El comentario al libro de Ezequiel llega a su fin. Sus últimas palabras se refieren a la ciudad, recordándonos que la profecía tiene sentido si nos habla del cielo para mejorar la tierra.

Generalmente, los que temen la gratuidad y el don no intentan eliminarlos. De forma más inteligente, les dedican palabras de estima y elogio, para después dejarlos encerrarlos en un ámbito angosto y separado donde, atados y aprisionados, no molesten el comercio normal que se produce fuera del recinto. Los nombres de estos cercados ideológicos donde hoy se intenta encerrar la gratuidad y el don son: ONG, voluntariado, tercer sector, religión. Hay falsos profetas que hacen todo lo que está a su alcance para convencernos de que el don y la fraternidad solo son buenos y útiles si no salen de un territorio bien definido y limitado. Saben que, si se liberan y salen, pondrían en profunda crisis sus negocios. Las grandes innovaciones ocurren cuando, gracias a algún profeta honesto, la gratuidad cruza su frontera e irrumpe en la ciudad, transformándola y cambiándola para siempre.

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Y el paraíso se convirtió en ciudad.

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El exilio y la promesa/27 - El templo es demasiado pequeño para contener el Amor y el agua de la sabiduría.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 12/05/2019

«Aliocha contemplaba todo esto inmóvil. De pronto, como segadas sus piernas por una hoz, cayó de rodillas. Sin saber por qué, sentía un deseo irresistible de estrechar entre sus brazos a toda la tierra. La besó sollozando, empapándola de lágrimas, y se prometió a sí mismo, con ferviente exaltación, amarla siempre… Tres días después, dejó el monasterio, de acuerdo con la voluntad del starets, que le había ordenado “permanecer en el mundo”»

Fëdor Dostoevskij, Los hermanos Karamazov – Las bodas de Caná

La página del lugar sagrado rodeado por las aguas que riegan la tierra es una de las más grandes de Ezequiel y de la Biblia entera. Contiene la imagen de una fe auténticamente laica donde el templo de Dios es la tierra entera.

El agua es uno de los grandes símbolos de la Biblia. Es su alfa y su omega. Pisón, Tigris, Éufrates, Nilo, Jordán, Yaboq, Noé, Abraham, Agar, Raquel, Moisés, Mará, el Bautista, la Samaritana, el Gólgota. Ríos, pozos y mujeres. Agua y vida. Agua que es vida. Siempre y en todos lados. Sobre todo, en las regiones semiáridas de Oriente Próximo. O en nuestra tierra reseca y desertificada porque los herederos de Adán y de Caín no la hemos cuidado.

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De vez en cuando, en los grandes textos – la Biblia es uno de ellos – aparece una página que, por sí sola, lo dice todo. Una página distinta, resumen de todo el mensaje del libro y de todas las cosas verdaderas y bellas que se puedan decir sobre el tema. La lectura de una de estas páginas proporciona una plenitud que sacia completamente. Podemos, debemos, leer todo el libro de Ezequiel y después los de los demás profetas, y seguir con los libros sapienciales, hasta llegar a los Evangelios y a Pablo, e incluso algunos textos de otras tradiciones espirituales. Pero si, al final de esta empresa, queremos decir qué hemos comprendido sobre la religión, el espíritu, el culto y el templo, posiblemente no encontraremos imagen mejor que la de Ezequiel y el nuevo templo sumergido en las aguas que parten de él para regar la tierra: «Me hizo volver a la entrada del templo. Del zaguán del templo manaba agua hacia levante… El agua iba bajando por el lado derecho del templo, al mediodía del altar. Me sacó por la puerta septentrional y me llevó por fuera a la puerta del atrio que mira a levante. El agua iba corriendo por el lado derecho» (Ezequiel 47,1-2).

El agua va creciendo en directo, mientras Ezequiel, acompañado por su ángel guía agrimensor, la observa asombrado y un poco asustado: «El hombre que llevaba el cordel en la mano salió hacia levante. Midió quinientos metros, y me hizo atravesar las aguas: ¡agua hasta los tobillos! Midió otros quinientos, y me hizo cruzar las aguas: ¡agua hasta las rodillas! Midió otros quinientos, y me hizo pasar: ¡agua hasta la cintura! Midió otros quinientos: era un torrente que no pude cruzar, pues habían crecido las aguas y no se hacía pie; era un torrente que no se podía vadear» (47,3-5). Tras las minuciosas descripciones del templo, el culto y los sacrificios de los capítulos anteriores, el profeta vuelve a tomar la palabra en primera persona y nos deja un fresco de una belleza poco común. Entramos con él en el torrente-río, sentimos cómo crecen las aguas desde los tobillos hasta la cadera y más arriba. Ezequiel está dentro del vado con su ángel. Esta vez, el hombre y el ángel no luchan; no hay herida alguna en el nervio ciático. Solo la bendición de un mensaje eterno sobre el espíritu, el templo y la vida.

La visión continúa: «Al regresar, vi a la orilla del río una gran arboleda en sus dos márgenes. Me dijo: -Estas aguas fluyen hacia la comarca levantina, bajarán hasta la estepa, desembocarán en el mar de las aguas pútridas y lo sanearán. Todos los seres vivos que bullan, allí donde desemboque la corriente tendrán vida, y habrá peces en abundancia. Al desembocar allí estas aguas quedará saneado el mar y habrá vida dondequiera que llegue la corriente» (47,6-9). El ángel muestra el paisaje a Ezequiel. Donde antes no había más que desierto y aridez, han crecido multitud de árboles: «No se marchitarán sus hojas ni sus frutos se acabarán; darán cosecha nueva cada luna, porque los riegan aguas que manan del templo; su fruto será comestible y sus hojas medicinales» (47,12). El Mar Muerto, región considerada maldita y estéril por las tradiciones antiguas, vuelve a vivir, las aguas saladas se vuelven dulces y se pueblan de infinitas variedades de peces, como en el Mediterráneo (47,10). El agua lleva consigo la fecundidad y el saneamiento. Sobre todo, lleva consigo la vida. De este modo, Ezequiel, después de habernos regalado capítulos atrás la grandiosa imagen del viento del espíritu que resucita los huesos secos, nos ofrece ahora la misma experiencia con el agua que mana del templo e inunda la tierra. Agua y espíritu. Agua que es espíritu.

La Biblia es un inmenso e infinito canto a la vida. Todo en ella habla solo y siempre de vida. Lo hace de muchas maneras y con muchas imágenes. Pero al agua la canta de una forma distinta, muy fuerte, para aquella cultura. El pueblo heredero del arameo errante, habitante de tiendas movibles, lleva en su código genético la búsqueda del agua para vivir. Durante milenios ha visto cómo el agua llegaba en su estación y daba vida a lo que parecía muerto y estaría de verdad muerto si ella no hubiera llegado. Ha visto florecer el desierto en mil colores tras las lluvias primaverales, y a partir de esas resurrecciones ha visto nacer las oraciones más bellas y brotar los salmos más poéticos. Para intuir algo de esta visión del templo-fuente, deberíamos leerla en el desierto de Sur, al lado de Agar, o con el pueblo murmurando en el desierto por la sed. Deberíamos sentir la sed en nuestra carne y después experimentar el agua que llega y nos salva. El agua es la hermana pobre del espíritu: utile et humile et pretiosa et casta.

El gran cuadro de las aguas y de la vida culmina con el hombre y su trabajo: «Se pondrán pescadores a su orilla, desde Engadí hasta Eglain habrá tendederos de redes» (47,10). Sin hombres y mujeres trabajadores, el milagro de las aguas no está completo. La visión del templo comenzó con las puertas del templo, después vino el altar, los sacrificios, las reglas para los sacerdotes y las cocinas. Después, las aguas, la vida, la fertilidad y el desierto florecido. Pero en el culmen encontramos al hombre y finalmente el trabajo. Este es el humanismo bíblico. Este es el canto del Adam. En el ápice de una manifestación cósmica, Dios pone trabajadores, pescadores que tienden las redes. Otros pescadores, siglos más tarde, llevarán el agua del espíritu a toda la tierra, después de reconocer en la voz que les llama mientras trabajan la voz de la vida, porque, trabajando, quedan unidos a la misma fuente.

La página del templo-fuente, inmerso en las aguas que generan un río que inunda, fecunda y vivifica el mundo, es una de las más bellas de toda la Biblia y una de las más proféticas de Ezequiel. Expresa pasado y futuro a la vez: bereshit y eskaton. El agua está presente en el primer capítulo del primer libro (Génesis) y en el último capítulo del último libro (Apocalipsis). En Ezequiel, el agua contiene uno de los mensajes religiosos, teológicos y sociales más potentes del humanismo bíblico. El templo puede ser un manantial del que fluye un agua vivificante, siempre que el agua no se quede celosamente guardada y encerrada dentro del templo. Siempre que sea punto de partida para inundar el mundo. El agua del templo no va destinada al consumo interno del templo. El agua no es producida para cubrir las exigencias de pureza del culto religioso. No. El agua nace dentro, pero corre fuera. Es un agua laica, civil, secular. El Ezequiel sacerdote de Jerusalén cree que el templo es el lugar de la presencia de la gloria de YHWH en la tierra. Pero el Ezequiel profeta sabe y dice que esa presencia no está allí para ser consumida en el culto por sus fieles, sino que es generada para ser entregada a quienes se encuentran fuera del templo. “La fuente no es para mí”, la hermosa expresión de Bernadette de Lourdes, es un lema profético universal sobre la relación entre el templo y el espíritu. El agua viene a fecundar la tierra. No es dada gratuitamente por el Cielo para lavar los escurrideros de la sangre de los sacrificios por debajo del altar del templo. Las religiones y las comunidades espirituales pueden seguir generando agua viva y saciando la sed de la gente si vencen, con la castidad, la tentación perenne de beber el agua que de ellas nace.

Ezequiel, que recibe esta visión después de la destrucción del templo por Nabucodonosor, intuye que, si hay un nuevo templo después del exilio, la fe y el templo no pueden ser los mismos de antes. Toda gran crisis cambia la relación entre la fe y el culto. Con un inmenso dolor, Ezequiel ha aprendido que su Dios no deja de ser verdadero aunque haya sido derrotado, que la fe es posible incluso en ausencia de un lugar sagrado, porque el lugar de Dios es la tierra entera. Eso cambia para siempre la religión y el culto. Así pues, el templo inmerso en las grandes aguas es una gran herencia espiritual de Ezequiel, un mensaje que parte de la tierra de exilio de Babilonia y atraviesa toda la Escritura. Lo encontramos, por ejemplo, en el libro de Sirácida, que retoma la imagen del templo-fuente de Ezequiel y la aplica a la sabiduría: «Yo, como canal derivado de un río, como acueducto que entra en un jardín, dije: - Voy a regar mi huerto, a empapar mi bancal. Y he aquí que mi canal se ha convertido en río y mi río se ha hecho un mar» (Sir 24,30-31). El templo es demasiado pequeño para contener el Amor y el agua de la sabiduría. Finalmente, Ezequiel regresa en la conclusión del Apocalipsis, en otra imagen maestra, como ápice de más de medio milenio de profecía que ha abierto de par en par el templo para hacerlo coincidir con el mundo entero: «Luego me mostró el río de agua de Vida, brillante como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza de la ciudad, a una y otra margen del río, hay árboles de Vida, que dan fruto doce veces, una vez cada mes; y sus hojas sirven de medicina para las naciones» (Ap 22,1-2).

Aquí el agua no mana por debajo del templo, sino del “trono de Dios y del Cordero”. En la epifanía final del espíritu, el templo ya no existe. El templo desaparece del paisaje de la nueva Jerusalén, como leemos pocos versículos antes en otro pasaje paradójico y estupendo: «No vi templo alguno en ella; porque el Señor, el Dios Todopoderoso, y el Cordero, son su templo» (Ap 21,22). Al igual que la Ley, el templo es un pedagogo, que un día deberá desaparecer para dejar sitio al encuentro inmediato con el agua viva. En este mundo nuevo, el “árbol de la vida” ya no se encuentra en el jardín de Edén, sino que crece en medio de la plaza de la ciudad. Es una frase maravillosa. La plaza será el nuevo nombre del templo. Este es el gran cántico de la laicidad bíblica: hermana plaza, hermana oficina, hermana fábrica, hermano trabajo. Hermana agua. ¿Para cuándo todo esto en plenitud? «Sí, vengo pronto» (Ap 22,20).

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El exilio y la promesa/27 - El templo es demasiado pequeño para contener el Amor y el agua de la sabiduría.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 12/05/2019

«Aliocha contemplaba todo esto inmóvil. De pronto, como segadas sus piernas por una hoz, cayó de rodillas. Sin saber por qué, sentía un deseo irresistible de estrechar entre sus brazos a toda la tierra. La besó sollozando, empapándola de lágrimas, y se prometió a sí mismo, con ferviente exaltación, amarla siempre… Tres días después, dejó el monasterio, de acuerdo con la voluntad del starets, que le había ordenado “permanecer en el mundo”»

Fëdor Dostoevskij, Los hermanos Karamazov – Las bodas de Caná

La página del lugar sagrado rodeado por las aguas que riegan la tierra es una de las más grandes de Ezequiel y de la Biblia entera. Contiene la imagen de una fe auténticamente laica donde el templo de Dios es la tierra entera.

El agua es uno de los grandes símbolos de la Biblia. Es su alfa y su omega. Pisón, Tigris, Éufrates, Nilo, Jordán, Yaboq, Noé, Abraham, Agar, Raquel, Moisés, Mará, el Bautista, la Samaritana, el Gólgota. Ríos, pozos y mujeres. Agua y vida. Agua que es vida. Siempre y en todos lados. Sobre todo, en las regiones semiáridas de Oriente Próximo. O en nuestra tierra reseca y desertificada porque los herederos de Adán y de Caín no la hemos cuidado.

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El gran cántico de la laicidad

El gran cántico de la laicidad

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El exilio y la promesa/26 - La riqueza, antes que mérito, es don. Estamos rodeados de gratuidad.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 05/05/2019

«No violarás el derecho del extranjero ni del huérfano, ni tomarás en prenda el vestido de la viuda. Recuerda que fuiste esclavo en el país de Egipto y que el Señor tu Dios te rescató de allí. Cuando siegues la mies en tu campo, si dejas olvidada en él una gavilla, no volverás a buscarla. Será para el forastero, el huérfano y la viuda.»

Libro del Deuteronomio, cap. 24

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Llevo años comentando la Biblia y todavía no he conseguido acostumbrarme a la emoción de leer, junto a las descripciones de ángeles y de Dios, nombres de medidas de peso y monedas. Me asombra ver cómo la palabra se convierte en carne económica y comercial. Me admira la belleza de los profetas que, mientras ven el cielo y hablan “boca a boca” con Dios, hablan también de dinero y de finanzas públicas, recordándonos que no hay palabras más espirituales que balanzas, impuestos, efa (22 litros, para los cereales), bat (22 litros, para los líquidos), homer (una carga de asno), aceite y ovejas. Los profetas saben que con estas humildes palabras profanas se escribe la dignidad de los pobres o el desprecio hacia ellos. Saben que si la fe quiere pronunciar palabras de vida entonces Dios tiene que aprender a hablar también el lenguaje de la economía y las finanzas. En cambio, cuando los expertos en vida religiosa y en teología comienzan a pensar que lo verdaderamente importante es lo “espiritual” y que los asuntos económicos son demasiado terrenales y bajos, y por tanto dejan la “gestión de la mesa” en manos de los laicos, la religión pierde contacto con la vida verdadera de la gente y la economía acaba convirtiéndose en dueña y tirana de la fe, del templo y de sus sacerdotes.

Los profetas nos siguen hablando hoy porque supieron decir hermana economía: «Usad balanzas precisas, efa justas, bat justos... El arancel tributario será: un sexto de efa por cada homer de trigo, un sexto de efa por cada homer de cebada... Diez bat hacen un homer. Una oveja por cada rebaño de doscientas cabezas, como tributo de las familias de Israel, para expiar por medio de la ofrenda, del holocausto y del sacrificio de comunión» (Ezequiel 45,10-15). La Biblia es también una historia del desarrollo de la ética social y económica. Muchos de los principios económicos y fiscales que encontramos en la Biblia se parecen a los practicados en las regiones cercanas. Otros son distintos. Algunos son únicos, debido a los elementos de diversidad y unicidad del pueblo hebreo, sobre todo a su religión tan especial. La primera experiencia de Israel con su Dios-YHWH fue la liberación de la esclavitud, tan importante y fundamental que determinó una visión distinta de la economía. El shabat solo lo encontramos en Israel. Es la traducción de la liberación del faraón en liberación de la esclavitud del tiempo, del trabajo, de la necesidad, de las jerarquías y los estatus sociales. La prohibición de prestar con interés, otra excepción bíblica, es la encarnación económica de una teología de la liberación según la cual los pobres por insolvencia no debían convertirse en esclavos de sus acreedores. Si a pesar de todas estas precauciones, los pobres caían en desgracia y se convertían en esclavos de los poderosos, en el año sabático y en el gran jubileo recuperaban la libertad.

En el humanismo bíblico ningún hombre debe ser esclavo para siempre, porque la libertad es el regalo más grande de la tierra, que ningún error puede cancelar para siempre. Por todos estos motivos, hay que leer los impuestos junto con el shabat, con el jubileo, con la acción de no segar todo el campo para dejar que los pobres puedan espigar, con Egipto y el mar abierto. La liberación se convertía de forma inmediata en liberación de los atropellos y de los abusos de los poderosos. Uno de los primeros deberes de la profecía ha sido siempre defender al pueblo y a los pobres de los abusos de los jefes civiles y religiosos (en esto radica, entre otras cosas, la desconfianza profética hacia la institución monárquica). Los profetas recuerdan a los reyes que no son dioses. La primera señal de la carestía de profetas (o de su muerte) es la tendencia de los jefes a sentirse dioses y a comportarse como tales.

La Biblia también nos dice que los príncipes no escuchan a los profetas. Tampoco la fuerza de su palabra es suficiente para detener el delirio de omnipotencia de los poderosos ni sus delitos contra el derecho y la justicia. Pero la Biblia, conservando las palabras distintas de los profetas, ha permitido que cada generación pueda tomar sus libros como punto de partida para criticar al poder, para decir “basta”: «Esto dice el Señor: ¡Basta ya, príncipes de Israel! Apartad la violencia y la rapiña y practicad el derecho y la justicia. Dejad de atropellar a mi pueblo» (45,9).

Si nos fijamos en estos impuestos, notamos que no son gravosos (1,66% de cada efa de trigo y cebada y el 0,5% para el rebaño). El mismo diezmo, el principal impuesto directo sobre la renta (no sobre el patrimonio), era importante pero no insostenible. Era, por ejemplo, la mitad del que instauró José en Egipto: «Dijo entonces José al pueblo: Cuando la cosecha, daréis el quinto al faraón y las otras cuatro partes serán para vosotros… José les impuso por norma, vigente a la fecha en todo el agro egipcio, dar la quinta parte al faraón» (Gn 47, 24-26). La gran experiencia de la liberación de Egipto sugirió un impuesto menor que el allí vigente, porque la tierra prometida se reconoce también por su justicia fiscal y redistributiva, que debe ser distinta a la de la tierra de esclavitud. La nueva tierra es también aquella donde Dios retiene para sí solo un décimo de la riqueza y deja las nueve partes restantes para su gente: el Dios bíblico no quiere la miseria de su pueblo, sino su shalom. Es un Dios distinto, entre otras cosas, porque no pide a sus fieles que usen demasiada riqueza para el culto religioso. No es un consumidor de su pueblo, ni tampoco un Dios envidioso del bienestar de los hombres, sino un Padre que se alegra de los bienes de sus hijos.

Además, de estos capítulos se deduce que estos impuestos estaban vinculados al templo e iban destinados al suministro de algunos bienes públicos esenciales para la vida del pueblo, como los relacionados con el funcionamiento del templo (sacrificios, manutención de los sacerdotes y algunas actividades de asistencia a los pobres) y con las grandes fiestas: «El día catorce del mes primero celebraréis la pascua, durante siete días… Añadirá el príncipe una ofrenda de una efa por novillo y una efa por carnero» (45,21-24). Nunca insistiremos lo suficiente en la importancia de las fiestas. Israel ha logrado sobrevivir durante milenios, entre destrucciones, diásporas, infidelidades, deportaciones y persecuciones, porque, entre otras cosas, ha cuidado, guardado y conservado sus grandes fiestas populares. En un tiempo donde experimentamos una forma de capitalismo que está eliminando las fiestas (demasiado subversivas por su naturaleza de derroche inútil y gratuidad) para sustituirlas por mil formas de diversión mayoritariamente individuales, no debemos olvidar la naturaleza simbólica esencial de las fiestas. No se puede sobrevivir a los exilios y a las persecuciones colectivas sin la capacidad de hacer fiesta, y sin hacerla juntos, porque las fiestas son la raíz y la precondición de todo bien común y público. Los primeros lugares públicos fueron aquellos destinados al culto y por tanto a la fiesta. Si se acaban las fiestas, pronto desaparecerán también los bienes comunes y los lugares públicos, que serán ocupados por los negocios y sus “fiestas” sin gratuidad. La conservación de los bienes comunes y del bien común debe ser hoy conservación colectiva de la fiesta y de las fiestas populares de gratuidad.

Así pues, los impuestos eran el principal medio para proveer bienes públicos. Por consiguiente, no se trataba de una extracción de riqueza para llenar las cajas privadas de los príncipes (46,18). El libro de Ezequiel llama a estos impuestos “ofrendas votivas”. Esto es muy importante. La naturaleza religiosa de los impuestos hacía inmediatamente evidente una dimensión fundamental de los impuestos, tal vez la más importante. En Israel y en general en el mundo antiguo, los impuestos eran la manera principal que usaban las personas para devolver a Dios y a la comunidad una parte de la riqueza que habían recibido. Para la Biblia «toda la tierra pertenece a Dios», y por tanto resultaba natural devolverle una parte de la riqueza generada por la tierra que poseían sin ser sus dueños. No es casualidad que los diezmos y la casi totalidad de los impuestos se pagaran sobre los productos agrícolas. Todo es gracia, todo es providencia, lo que somos y tenemos es antes que nada don y gratuidad. Así pues, los impuestos eran expresión de la regla de oro de la reciprocidad. Hoy lo siguen siendo, aunque lo hayamos olvidado. Los impuestos no eran, no son, altruismo ni usurpación, sino respuesta, devolución, reconocimiento, gratitud. El altruismo de los ciudadanos se hace necesario cuando los impuestos salen del registro de la reciprocidad y se transforman en instrumentos de usurpación de los poderosos.

El pacto fiscal, el corazón de todo pacto social, solo se puede escribir y vivir dentro de este horizonte de reciprocidad y providencia que precede al mérito y a los incentivos. La Biblia y los profetas nos lo recuerdan hoy, cuando hemos perdido el sentido de la providencia y de la gratitud y vivimos los impuestos como usurpación, abuso y pura coerción, y tratamos de todas las maneras posibles de evitarlos o eludirlos. Aunque la ideología meritocrática intenta que lo olvidemos, la riqueza que generamos y poseemos es don antes que mérito. Estamos rodeados de gratuidad. No nacimos por méritos sino porque una mano gratuita y buena nos dio la bienvenida a esta tierra. No fuimos acogidos el primer día de clase por nuestros méritos, sino porque quienes nos precedieron quisieron legarnos un patrimonio de milenios de cultura, arte, religión, belleza y ciencia. Aprendimos un oficio, muchas veces “robándoselo” a alguien que se lo dejaba robar con ese espíritu de generosidad y reciprocidad que cada día vivifica y fecunda la tierra. Después, un día, pudimos empezar a ganar una renta, como fruto de la cooperación con miles de personas, que nos enriquecen con su sola presencia. Ciertamente, en todo este juego de reciprocidad hemos puesto también algún mérito nuestro, nuestras virtudes y nuestro esfuerzo. Pero antes y por encima de todo, ha habido y hay mucha providencia, mucho don, una generosidad infinita.

Son estas las humildes verdades laicas que nos recuerdan y nos regalan los profetas. Nos las recuerdan a nosotros, que debemos empezar a ver de otra forma y con mayor estima nuestros impuestos y los de los demás. Y se lo recuerdan a nuestros gobernantes, que deben ver nuestros impuestos con la misma dignidad y con el mismo respeto con que la Biblia veía las ofrendas que el pueblo ofrecía a Dios en su templo.

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El exilio y la promesa/26 - La riqueza, antes que mérito, es don. Estamos rodeados de gratuidad.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 05/05/2019

«No violarás el derecho del extranjero ni del huérfano, ni tomarás en prenda el vestido de la viuda. Recuerda que fuiste esclavo en el país de Egipto y que el Señor tu Dios te rescató de allí. Cuando siegues la mies en tu campo, si dejas olvidada en él una gavilla, no volverás a buscarla. Será para el forastero, el huérfano y la viuda.»

Libro del Deuteronomio, cap. 24

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Profecía y dignidad de los impuestos

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El exilio y la promesa/25 – Vencer la tentación de la normalización (ideológica) de la profecía.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 28/04/2019

«Rabí Josué Ben Levi dijo también: Cuando existía el Templo, si un hombre ofrecía un holocausto, recibía el mérito de un holocausto; si ofrecía una oblación, recibía el mérito de una oblación. Pero la Escritura considera al humilde de espíritu como si hubiera ofrecido todos los sacrificios»

Talmud de Babilonia

La religión de los profetas no es la misma que la de los sacerdotes. Según la Biblia, todos forman parte del mismo pueblo, están dentro de la misma alianza, veneran al mismo Dios, dicen las mismas oraciones, leen los mismos libros sagrados… Pero la perspectiva, las formas y las modalidades de la fe de los profetas son distintas de las de los sacerdotes. Los profetas nos recuerdan – a veces a gritos – que la justicia y la salvación de los individuos y del pueblo no dependen de los méritos adquiridos con obras y sacrificios. Nos dicen que primero somos salvados y después podemos volvernos píos, religiosos e incluso a veces buenos y santos. Los profetas vacían el templo para ver y hacernos ver la presencia de la gloria de YHWH. Saben que los templos llenos de objetos sagrados y de ornamentos religiosos no tienen suficiente vacío para contener la gloria de Dios. Ley y espíritu, méritos y gracia, Santiago y Pablo, identidad e inclusión, pureza y mestizaje. Pero no debemos leer la dinámica profecía-sacerdocio, que es una constante en la Biblia y en la vida civil, de forma superficial.

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En primer lugar, no tiene que ver solo con las religiones: la profecía es un bien común universal y la tendencia a la clericalización no es exclusiva de las Iglesias, sino una constante antropológica en la gestión del poder. En la política y en la economía hay mucho clericalismo ateo. De jóvenes, todos somos un poco profetas, y cuando envejecemos todos tendemos a clericalizarnos (en el sentido que veremos). Además, hay sacerdotes mucho más proféticos que los laicos (Ezequiel era también sacerdote).

Muchas comunidades que nacen proféticas, con el paso de tiempo acaban convirtiéndose en comunidades sacerdotales reunidas en torno al templo. Esto ocurre cuando la importancia que se le da al altar, que está dentro de la iglesia, hace olvidar las cruces que están fuera, porque solo el grito de los crucificados consigue rasgar el velo separador en todos los templos de la tierra. O cuando el valor del “sábado para el sábado” (que sin embargo es un valor esencial) hace olvidar el valor (igual de esencial) del “sábado para el hombre”. O bien cuando la virtud de la prudencia desplaza a la imprudencia de las Bienaventuranzas, el orden prevalece sobre el desorden de la vida verdadera, las razones de la liturgia oscurecen las de los pobres, y los horarios de las funciones y oraciones se vuelven más importantes que los no-horarios del amigo que llega y llama a la puerta cuando puede y cuando quiere. El profeta es un centinela. La Biblia nos lo recuerda con frecuencia. Es un centinela con una garita también en el umbral del templo, para recordarnos que si de muros para adentro puede existir una presencia verdadera de Dios, es solo porque fuera hay otra presencia aún más verdadera. El día en que empecemos a pensar que Dios solo está en el templo o que está más en el tempo que en otros lugares, en su interior no encontraremos más que un simple ídolo, aunque lo sigamos llamando Jesús o YHWH. El profeta profana lo sagrado y santifica lo profano, porque sabe que “del espíritu de Dios está llena la tierra” y por tanto que no existe un lugar tan profano que no sea alcanzado por su brisa. Y el profeta lo reconoce, lo siente y lo canta para nosotros.

Estos capítulos de Ezequiel dedicados al nuevo templo nos proporcionan un excelente ejercicio para aprender a reconocer las señales típicas de la religión de los profetas. Ezequiel no pretende disciplinar el culto del segundo templo, que un día será reconstruido en Jerusalén. No le interesa la legislación sobre el templo, ni la disciplina de muchos tipos de sacrificios, ni las vestimentas, ni las reglas sobre los matrimonios, ni las normas de pureza de los sacerdotes. Su templo es un templo resucitado, místico, imagen de la nueva Jerusalén “celeste”: «Hijo de hombre, este es el sitio de mi trono, el sitio de las plantas de mis pies, donde voy a residir para siempre en medio de los hijos de Israel. La casa de Israel y sus monarcas ya no profanarán mi nombre santo con sus fornicaciones» (Ezequiel 43,7). Ezequiel ve y describe el templo con gran abundancia de detalles, pero no se detiene en los ornamentos internos, ni en la obra de los artistas, ni en las manufacturas de los artesanos. Sin embargo, todos esos elementos son muy importantes y están cuidadosamente narrados en las descripciones del templo de Salomón y antes aún en las del Arca de la alianza. Su visión del templo es teológica, no ética; es eskaton, no historia. Es un mensaje sobre Dios y sobre el hombre, no sobre el culto.

Entonces ¿cómo es que estos capítulos están llenos de leyes y reglamentos religiosos? Después del exilio, una escuela de escribas enmendó y desarrolló el manuscrito original de Ezequiel, transformando esa visión profética en una especie de carta magna para la reinstauración del culto en el nuevo templo de Jerusalén. La teofanía original se convirtió en una autorizadísima legitimación de las nuevas normas religiosas. De este modo la profecía se convirtió en religión. El gran nombre de Ezequiel, profeta y sacerdote, proporcionó una noble tradición sobre la cual fundar una reforma de las prácticas religiosas y sacerdotales. Así es como estos capítulos se convirtieron en una colección de reglamentos para la reforma de la gestión ordinaria y extraordinaria del templo: «El Señor me dijo: Hijo de hombre, fíjate bien, mira con los ojos, escucha con los oídos: voy a comunicarte los preceptos y leyes del templo del Señor» (44,5). El pueblo había vuelto del exilio. A pesar de que Ezequiel había profetizado años antes que el final del exilio supondría el final de las infidelidades e idolatrías, los pecados y las traiciones no desaparecieron, y no eran menores que los del pasado. Por eso, los continuadores y (quizá) discípulos de Ezequiel sintieron la necesidad de enmendar las profecías originarias, para transformarlas en normas útiles para gestionar la religión de un pueblo que se había corrompido.

Veamos dos ejemplos más de cerca. Ezequiel, como los demás grandes profetas, escribió versos estupendos sobre el universalismo y sobre la inclusión de los extranjeros. El segundo Isaías, por ejemplo, contemporáneo de Ezequiel y profeta del exilio como él, violando la ley de Moisés que prohibía a los eunucos el acceso al templo, se atrevió a escribir estos versos espléndidos: «Así dice el Señor: A los eunucos… les daré en mi casa y en mis murallas un monumento y un nombre mejor que hijos e hijas. A los extranjeros… los alegraré en mi casa de oración» (Isaías 56,4-7). En cambio, aquellos sacerdotes post-exílicos, cuando escribieron la redacción final del libro de Ezequiel, sintieron la necesidad “disciplinar” e institucional de añadir palabras muy alejadas del espíritu del profeta Ezequiel: «Esto dice el Señor: Ningún extranjero incircunciso de corazón e incircunciso de carne entrará en mi santuario; absolutamente ninguno de los extranjeros que viven con los israelitas» (44,9). La segunda prudencia institucional prevaleció sobre la primera imprudencia profética. Las exigencias pragmáticas relacionadas con la gestión del templo llevaron a los continuadores de la tradición de Ezequiel a rectificar algunos pilares de la profecía, y las (legítimas) preocupaciones “pastorales” produjeron, quizá de buena fe, una exégesis ideológica del profeta.

Estamos ante un nítido episodio del proceso de normalización de una profecía por parte de sus continuadores. Este proceso se da puntualmente también en la dinámica de las relaciones entre los fundadores de comunidades carismáticas y la segunda y posteriores generaciones. Un profeta-fundador, que por vocación es portador de una novedad espiritual y/o social, con su vida y con sus palabras innova y cambia el pensamiento religioso y cívico dominante. En la siguiente generación, las exigencias pastorales y organizativas (la gestión del “templo”, es decir del movimiento y de la organización) generan un progresivo redimensionamiento de las verdaderas novedades del carisma y la consiguiente absorción de la novedad por el flujo principal (mainstream). Así las profecías agotan y redimensionan su impulso de cambio, y generalmente dejan una herencia espiritual y ética con su carga de transformación social y espiritual muy debilitada, salvo que aparezcan reformadores que por vocación hagan revivir el carisma del profeta (en la Biblia esto fue posible en parte porque a lo largo de los siglos hubo nuevos profetas que continuaron la profecía de sus predecesores).

El segundo ejemplo, que puede ser considerado una aplicación del proceso de absorción de la profecía originaria, tiene que ver con los sacrificios, que en estos capítulos reescritos y enmendados ocupa un espacio notable: «A los sacerdotes levitas del linaje de Sadoc, que se acercan a mí para servirme – oráculo del Señor – les darás un novillo en sacrificio por el pecado… Durante siete días ofrecerás un macho cabrío en sacrificio por el pecado, cada día; se hará también el sacrificio del novillo y del carnero sin defecto…» (43,19-26). En aquel mundo, los sacerdotes tenían que defender los sacrificios, porque su tarea y su oficio giraban enteramente alrededor de ellos. Vivían gracias a los sacrificios, y vivían bien: «Lo mejor de las primicias de toda especie y de los tributos de toda especie será para los sacerdotes» (44,30). A los profetas, en cambio, no les gustaban los sacrificios. Sabían que formaban parte de la tradición de su pueblo, que estaban en la Ley de Moisés que también era ley para ellos. Pero previa y radicalmente, los profetas sabían que los sacrificios no eran un lenguaje adecuado para hablar con Dios, porque los sacrificios ofrecidos a YHWH se parecían mucho, demasiado, a los sacrificios ofrecidos a los ídolos. La religión de los sacrificios era la que los hebreos encontraron cuando llegaron a Canaán, la que practicaban los pueblos vecinos. Esta religión influyó mucho en todos, salvo en los profetas. Porque, por una llamada íntima, ellos siguieron hablando de un Dios distinto, distinto porque entre otras cosas no usaba el lenguaje de los sacrificios. El sacrificio les gusta a los hombres porque piensan que de ese modo pueden influir en Dios e incluso tal vez controlarlo. Pero – dicen los profetas – esa idea es errónea.

Por eso los profetas son los primeros críticos naturales de la industria del templo, que, antes y después de Jesús de Nazaret, mata a los profetas en cuanto anunciadores de una “oikonomía de la gracia” y de la misericordia gratuita que pone radicalmente en crisis su “economía de la salvación”, basada en los sacrificios con sus inevitables precios. Los sacrificios del templo solo tienen valor si tienen un precio. En cambio, la gracia anunciada por los profetas tiene valor precisamente porque no tiene precio. Y al decirnos que la salvación verdadera tiene un valor infinito porque no tiene precio, los profetas anulan el valor del precio de las mercancías religiosas de los sacrificios. Los profetas liberan a las palomas de los altares del templo y las dejan volar, transformándolas en icono del Espíritu libre y gratuito.

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Publicado en Avvenire el 28/04/2019

«Rabí Josué Ben Levi dijo también: Cuando existía el Templo, si un hombre ofrecía un holocausto, recibía el mérito de un holocausto; si ofrecía una oblación, recibía el mérito de una oblación. Pero la Escritura considera al humilde de espíritu como si hubiera ofrecido todos los sacrificios»

Talmud de Babilonia

La religión de los profetas no es la misma que la de los sacerdotes. Según la Biblia, todos forman parte del mismo pueblo, están dentro de la misma alianza, veneran al mismo Dios, dicen las mismas oraciones, leen los mismos libros sagrados… Pero la perspectiva, las formas y las modalidades de la fe de los profetas son distintas de las de los sacerdotes. Los profetas nos recuerdan – a veces a gritos – que la justicia y la salvación de los individuos y del pueblo no dependen de los méritos adquiridos con obras y sacrificios. Nos dicen que primero somos salvados y después podemos volvernos píos, religiosos e incluso a veces buenos y santos. Los profetas vacían el templo para ver y hacernos ver la presencia de la gloria de YHWH. Saben que los templos llenos de objetos sagrados y de ornamentos religiosos no tienen suficiente vacío para contener la gloria de Dios. Ley y espíritu, méritos y gracia, Santiago y Pablo, identidad e inclusión, pureza y mestizaje. Pero no debemos leer la dinámica profecía-sacerdocio, que es una constante en la Biblia y en la vida civil, de forma superficial.

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Valor y precio de la gratuidad

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El exilio y la promesa/25 – Vencer la tentación de la normalización (ideológica) de la profecía. Luigino Bruni Publicado en Avvenire el 28/04/2019 «Rabí Josué Ben Levi dijo también: Cuando existía el Templo, si un hombre ofrecía un holocausto, recibía el mérito de un holocausto; si ofrecía...
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"El exilio y la promesa/24 – Sin lugares ni recintos sagrados, se aprende a adorar a Dios “en espíritu y verdad”.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 21/04/2019

«Para el hombre religioso el espacio no es homogéneo. Esta ausencia de homogeneidad espacial se traduce en la experiencia de una oposición entre el espacio sagrado, el único que es real, que existe realmente, y todo el resto, la extensión informe que le rodea».

Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano

A menudo las grandes pruebas de la vida implican una purificación de la espiritualidad y la moral. Nos enseñan que las cosas verdaderamente necesarias para seguir viviendo y creciendo son muy pocas y muy sencillas. Cuando comenzamos la buena evolución de la vida espiritual somos sencillos; después nos volvemos complicados, y al final acabamos regresando a la sencillez, cuando la sabiduría del viejo en que nos hemos convertido se encuentra con la pureza del joven que fuimos. En medio solo queda un gran agradecimiento. Durante las largas travesías del desierto aprendemos que hay muy pocas cosas verdaderamente esenciales, más allá del agua y el pan. Sin embargo, en los viajes cortos y cómodos cargamos con equipajes pesados y en su mayor parte inútiles. El profeta Elías tuvo que encontrarse en el desierto, sintiendo en su corazón deseos de morir, para descubrir que la voz de Dios estaba en una «brisa ligera» y no en el terremoto ni en el fuego, donde lo había imaginado y buscado inútilmente (1 Re 19,12). Sedientos de vida y de paraíso, pasamos muchos años buscando a Dios en los templos y en los lugares sagrados, hasta que al final nos damos cuenta de que lo que buscábamos estaba debajo de casa.

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Ezequiel, en un día concreto, es transportado de nuevo en visión a Jerusalén, al monte Sion: «El año veinticinco de nuestra deportación, el diez del mes, día de año nuevo, el año catorce de la caída de la ciudad, ese mismo día vino sobre mí la mano del Señor, y el Señor me llevó allí» (Ezequiel 40,1). Tras haber visto en el capítulo 37 la resurrección de los huesos secos de su pueblo muerto, el profeta ve ahora la resurrección del templo, destruido catorce años antes. Ezequiel había visto y anunciado la destrucción del templo años antes de que sucediera, y había construido alrededor de esta necesaria destrucción “teológica” toda su actividad profética en el exilio. Un día, estando cercano el final de su misión y de su vida, recibe el don de ver el nuevo templo en la nueva Jerusalén, como prenda del final del exilio y de la restauración del nuevo Israel con un «corazón nuevo».

Para Ezequiel, el templo de YHWH, el Dios distinto y verdadero, tiene una importancia enorme. Ezequiel es un hombre antiguo, de Oriente Medio, sacerdote. En su mundo no es posible afirmar una fe en la que «los verdaderos adoradores adoren al Padre en espíritu y verdad» (Jn 4,23). La adoración a Dios requiere un lugar. Pero entre Ezequiel y los profetas y sacerdotes que lo precedieron ocurrió un acontecimiento histórico decisivo: el exilio babilónico.

Ezequiel desempeñó toda su misión a orillas de los canales de Babilonia y por tanto lejos del lugar sagrado del templo. Así pues, tuvo que aprender una fe esencial, en la que no era fundamental ir al templo ni ofrecer sacrificios. La vida le enseñó, a un alto precio, a simplificar la religión. La ausencia forzosa de las condiciones materiales del culto le instruyó en una fe más espiritual y abstracta. El hecho de ser un sacerdote sin templo le obligó a repensar qué significaba verdaderamente el templo con relación a la fe, y en qué consistía verdaderamente su sacerdocio (como un sacerdote que pasa meses o años impotente en una cama de hospital, sin comunidad ni culto, tiene que aprender de nuevo el sacerdocio).

De este modo, exiliado en una tierra sin templo pero no sin Dios, siervo de un Dios derrotado y sin embargo verdadero, Ezequiel recibe la visión del nuevo templo. Durante toda su misión ha recordado en el alma, con tintes cada vez más descoloridos, el templo de Salomón, donde se formó en su juventud. Ahora, al final de su vida, lo ve con ojos proféticos, como “premio” por haber terminado la carrera y haber conservado la fe en un Dios despojado de su templo: «El Señor me llevó en éxtasis a la tierra de Israel, dejándome en un monte muy alto, en cuya cima se erguía una mole con traza de ciudadela. Me llevó allá y vi junto a la puerta un hombre que parecía de bronce; tenía en la mano un cordel de lino y una caña de medir» (40,2-3). Bajo la guía de un ser celestial, Ezequiel ve esta inmensa construcción, cuyos detalles arquitectónicos y religiosos describe prolijamente durante tres largos capítulos, y así nos da, entre otras cosas, la posibilidad de sumergirnos idealmente en la experiencia de lo sagrado para el hombre bíblico.

Nosotros, que vivimos en un mundo desacralizado y desencantado, donde las únicas huellas sagradas que quedan son las del consumo y los ritos empresariales del capitalismo, hemos perdido completamente el contacto con el mundo antiguo. Nos cuesta mucho intuir qué suponían para aquel mundo las manifestaciones de lo sagrado, las hierofanías. La primera y más inmediata experiencia del hombre antiguo acerca del mundo era la del caos: un conjunto indistinto e irracional donde el único “orden” posible es gestionado por los demonios, de forma inaccesible e incomprensible. Las religiones intentaban dar un orden al caos, reconociendo dentro del desorden ordinario algunos lugares distintos, los lugares sagrados, dotados de cierta racionalidad y previsibilidad. Los altares y los santuarios en general, y la tienda, el arca y el templo de Jerusalén en la Biblia, son formas de gestionar el espacio mediante la distinción fundamental entre sagrado y profano. Es indicativa la conclusión de la descripción arquitectónica del templo de Ezequiel: «Lo midió por los cuatro costados. Lo circundaba una muralla de doscientos cincuenta metros de ancho por doscientos cincuenta de largo, que separaba lo sacro de lo profano» (42,20).

También en la Biblia, que mantiene una relación especial con lo sagrado, el templo sirve para separar lo sagrado de lo profano. Lo sagrado es espacio y tiempo. El umbral del templo marca y delimita el espacio, separándolo de todo el ambiente que lo rodea, semejante en apariencia pero distinto en su sustancia. Al cruzar ese umbral espacial se entra también en otro tiempo, comienza otro orden temporal (cronos se convierte en kairos), con otro ritmo, donde otro reloj marca otra hora. Así pues, cuando el hombre antiguo, en medio del caos general de la naturaleza y las relaciones sociales, ambas a merced de la fuerza y la irracionalidad, cruzaba el umbral del templo, superaba también el umbral del tiempo y gustaba la eternidad, vencía en ese tiempo-templo la muerte, cuya angustia es una de las raíces de las religiones. En ese lugar, el eterno se comunicaba con el tiempo, la nube de fuego bajaba de nuevo sobre el Sinaí, y allí, fuera del espacio y del tiempo ordinario, Moisés dialogaba de nuevo verdaderamente con YHWH y aunque el pueblo no oyera la voz, creía y vía algo extraordinario. El templo es el nuevo Sinaí, donde la ascensión a la cima de la montaña sagrada se convierte en procesión hacia el centro del templo (el "Santo de los santos", el corazón secreto del templo al que solo podía acceder una vez al año el sumo sacerdote, es la cima del Sinaí).

Cuando un hebreo cruzaba el umbral del templo de Salomón probablemente llevaba todo esto en su corazón. También Ezequiel. El paso del tiempo incierto y caótico de la dura vida cotidiana se interrumpía y en el tiempo del templo podía volver a las laderas del Sinaí, a ver a Moisés, a ver abrirse el mar, a sentir que había dejado de ser esclavo. Una experiencia maravillosa, que hacía de aquel lugar distinto un nuevo Edén, donde Dios paseaba de nuevo «a la hora de la brisa». Los hebreos no necesitaban creer en el paraíso más allá de la vida, porque lo tocaban cada vez que iban al templo. Por eso amaban locamente ese lugar y hoy todavía lo lloran.

Por eso cuando, al final de la visión, Ezequiel ve «la gloria» de YHWH volver al templo, del que se había alejado antes de que fuera destruido a causa de las infidelidades del pueblo, revive la misma experiencia de su llamada profética en el río Quebar: «La visión que tuve era como la visión que había contemplado a orillas del río Quebar. Y caí rostro en tierra. La gloria del Señor entró en el templo por la puerta oriental» (43,3-4). El regreso de la Gloria al templo produce en Ezequiel la misma teofanía de su primera vocación, le hace revivir el momento más divino de toda su existencia. Porque para él y para su pueblo no hay nada más divino que el templo.

Pero hay otra cosa más. El desarrollo histórico de la fe bíblica es también una gran pedagogía acerca de lo sagrado y de cuál es el verdadero lugar de Dios. En la fase más arcaica, en Israel había más de un santuario donde se podía encontrar a YHWH. Después, la morada de YHWH quedó limitada únicamente al templo de Jerusalén. Con la destrucción del templo y el exilio, el pueblo de Israel comprendió, gracias a los profetas, que Dios seguía estando presente también en Babilonia. Comprendió que la experiencia de la presencia de la gloria de Dios no quedaba limitada por los confines sagrados del templo. Después del exilio, el templo de Jerusalén fue reconstruido, pero la experiencia de la presencia de Dios liberada del perímetro de su casa había marcado ya un punto de no retorno en el alma colectiva del pueblo, que cambió para siempre la naturaleza de la experiencia religiosa. El hecho de sentir la misma presencia de Dios fuera de la patria y fuera del templo supuso una mutación profunda de la fe bíblica, tal vez la más importante de toda la historia de la salvación.

La crítica al templo que encontramos en las palabras y en los gestos de Jesús de Nazaret, decisiva para su condena a muerte, no habría sido posible sin la experiencia del exilio y sin la revolución religiosa del “espacio sagrado” que maduró durante aquel tiempo en la conciencia de los profetas y por tanto del pueblo. Un alma de Israel logró reconocer al “hijo de Dios” en aquel “hijo del hombre” crucificado en el Gólgota y por tanto fuera del perímetro de la ciudad santa, gracias a que siglos antes unos profetas experimentaron y después enseñaron a todos la presencia de YHWH en la tierra del exilio, sin templo y “fuera de las murallas”. Ellos no podían saberlo, pero en Babilonia los hebreos comenzaron a adorar a Dios «en espíritu y verdad».

Los evangelios no nos narran ninguna aparición de Jesús en el templo. En cambio, nos hablan de una casa, de un jardín, de las orillas de un lago, de dos caminantes decepcionados que bajan de Jerusalén. Nosotros podemos seguir buscándolo en los lugares sagrados, acudiendo a las iglesias, construyendo y reconstruyendo templos, y quizá alguna vez sintamos también allí su presencia. Pero donde ciertamente podemos sentirla es en las casas, en los jardines, en las orillas de un lago, dialogando con las personas desalentadas y decepcionadas que caminan por nuestros caminos. ¡Feliz Pascua!

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Original italiano publicado en Avvenire el 21/04/2019

«Para el hombre religioso el espacio no es homogéneo. Esta ausencia de homogeneidad espacial se traduce en la experiencia de una oposición entre el espacio sagrado, el único que es real, que existe realmente, y todo el resto, la extensión informe que le rodea».

Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano

A menudo las grandes pruebas de la vida implican una purificación de la espiritualidad y la moral. Nos enseñan que las cosas verdaderamente necesarias para seguir viviendo y creciendo son muy pocas y muy sencillas. Cuando comenzamos la buena evolución de la vida espiritual somos sencillos; después nos volvemos complicados, y al final acabamos regresando a la sencillez, cuando la sabiduría del viejo en que nos hemos convertido se encuentra con la pureza del joven que fuimos. En medio solo queda un gran agradecimiento. Durante las largas travesías del desierto aprendemos que hay muy pocas cosas verdaderamente esenciales, más allá del agua y el pan. Sin embargo, en los viajes cortos y cómodos cargamos con equipajes pesados y en su mayor parte inútiles. El profeta Elías tuvo que encontrarse en el desierto, sintiendo en su corazón deseos de morir, para descubrir que la voz de Dios estaba en una «brisa ligera» y no en el terremoto ni en el fuego, donde lo había imaginado y buscado inútilmente (1 Re 19,12). Sedientos de vida y de paraíso, pasamos muchos años buscando a Dios en los templos y en los lugares sagrados, hasta que al final nos damos cuenta de que lo que buscábamos estaba debajo de casa.

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La sacralidad de lo ordinario

La sacralidad de lo ordinario

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El exilio y la promesa/23 - La verdadera (y bíblica) energía alternativa: calentarse quemando las armas.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 14/04/2019

«He ahí la dureza de esta época: tan pronto como los ideales, los sueños, las bellas esperanzas han tenido tiempo de germinar en nosotros, son súbitamente atacados y del todo devastados por el espanto de la realidad. Asombra que yo no haya abandonado aún todas mis esperanzas, puesto que parecen absurdas e irrealizables. Sin embargo, me aferro a ellas, a pesar de todo, porque sigo creyendo en la bondad innata del hombre».

Anna Frank, Diario, Julio de 1944

La atracción y a la vez el miedo al otro son una constante en todas las civilizaciones, desde los albores de la humanidad. Esta ambivalencia, radical y tenaz, es expresión de la “insociable sociabilidad” que, según Kant, es característica de la condición humana. El otro nos fascina, porque es distinto y viene de un mundo desconocido, pero esta diversidad y este desconocimiento generan al mismo tiempo temor y desconfianza. En muchos momentos de la historia humana el temor y la desconfianza han sido mayores que la fascinación y la belleza del encuentro con el diverso. Hemos amado y combatido con el otro, pero los combates han sido más frecuentes y largos que los amores. Es posible leer incluso las grandes tradiciones religiosas como sistemas éticos y sociales encaminados a gestionar esta ambivalencia antropológica fundamental. También en la Biblia, el otro es un enemigo del que protegerse y un forastero al que la Torá manda acoger como huésped sagrado. En algunos pasajes bíblicos, el pueblo extranjero es portador de una bendición. En otros, es imagen de los dioses e ídolos enemigos, que vienen a destruir al pueblo elegido y a su Dios verdadero. Los dos primeros hermanos, uno apacible y otro fratricida, expresan también las dos caras del humanismo bíblico y occidental. El cristianismo, por su parte, a la moral basada en “que nadie toque a Caín” añade “que nadie toque a Abel”. La señal de Caín, el comerciante y el ciudadano, limita la violencia como venganza mimética, y la señal de Abel, el buen pastor y el hombre vulnerable, pone la ética de la mansedumbre y el amor-agape como fundamento de una civilización distinta, que seguimos esperando y no nos cansamos de esperar y desear. A pesar de todo.

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El mito de Gog y Magog, en el libro de Ezequiel, ocupa el espacio de dos largos capítulos y es uno de los lugares donde el otro, venido de lejos, es icono del mal absoluto: «Me dirigió la palabra el Señor: Hijo de hombre, encárate con Gog, adalid y caudillo de Mesec y Tubal, y profetiza así contra él (...): Aquí estoy contra ti, Gog, te revolveré y te pondré argollas en la mandíbula; os sacaré a la lucha a ti y a todo tu ejército: caballos y jinetes, todos bien equipados; una milicia inmensa, con escudos y adargas, todos empuñando la espada; (...) tropas innumerables te siguen» (Ezequiel 38,1-6). Gog recibe de YHWH la orden de destruir a Israel, que ha regresado a la patria después de un largo exilio: «Pues bien, hijo de hombre, profetiza y anuncia a Gog: Esto dice el Señor: Aquel día, cuando mi pueblo, Israel, habite confiado, te despertarás y vendrás desde tu territorio, desde el norte remoto, con tropas aliadas incontables, todos montados a caballo, una gran milicia, un ejército inmenso, y atacarás a mi pueblo, Israel, lo mismo que un nublado, hasta cubrir el país». (38,14-15). Pero al final Gog será derrotado: «De un golpe te tiraré el arco de la mano izquierda y las flechas se te caerán de la mano derecha. En los montes de Israel caerás tú con todas tus huestes y las tropas que vienen contigo. Te daré como pasto a todas las aves de rapiña y a las fieras salvajes. Caerás en campo abierto» (39,3-5).

¿Quiénes son Gog y Magog? Gog, rey del país de Magog, recala en el libro de Ezequiel después de una larga travesía por tradiciones muy antiguas de Oriente Medio, tan remotas que no es fácil identificar el personaje ni los lugares. A lo largo de los siglos, los comentaristas y estudiosos se han recreado proponiendo hipótesis históricas y geográficas (una alegoría de los babilonios, Giges rey de Lidia, etc.). Un momento decisivo en las vicisitudes del mito de Gog/Magog es cuando lo cita el libro del Apocalipsis, que retoma estos misteriosos capítulos del libro de Ezequiel y, cambiando su sentido y su contexto, lo sitúa en un ambiente escatológico y tenebroso que ha inspirado buena parte de la literatura y de las leyendas medievales: «Cuando se terminen los mil años, será Satanás soltado de su prisión y saldrá a seducir a las naciones de los cuatro extremos de la tierra, a Gog y a Magog, y a reunirlos para la guerra, numerosos como la arena del mar» (Apocalipsis 20, 7-8).

El historiador judío Flavio Josefo habla de ellos en sus “Antigüedades judías” (finales del siglo I), y contribuye decisivamente a crear la leyenda de Alejandro Magno, que habría recluido a Gog y Magog detrás de un muro construido por él en la región del Cáucaso, una barrera física-ideal que marcaba el límite infranqueable de la civilización occidental, dado que al otro lado solo se encontraban los pueblos satánicos del mal. Es la misma leyenda que encontramos en el Corán: «Al alcanzar las barreras de las dos montañas encontró detrás de ellas a una gente que apenas comprendía una palabra. Dijeron: ¡Oh, Dhul Qarnayn! En verdad Gog y Magog causan desorden en esta tierra. ¿Quieres que te entreguemos un tributo para que hagas entre ellos y nosotros una muralla? Dijo: El poderío que mi Señor me ha dado es mejor. Ayudadme con fuerza física y pondré una barrera entre vosotros y ellos» (Sura XVIII: 93-95).

En el primer milenio de la era cristiana, Agustín, Isidoro de Sevilla, Ambrosio, Jerónimo, así como el Pseudo-Metodio y la Sibila Tiburtina contribuyeron a crear el mito de Gog y Magog como imagen de una gran amenaza militar y religiosa. Este mito se ha aplicado a muchos pueblos extranjeros, incluidos los hebreos, hasta la reciente guerra de Irak, cuando Gog y Magog fueron nuevamente evocados por Bush y Chirac en su “guerra santa” contra el mal. Marco Polo mencionaba en “El Millón” (73) las regiones de Gog y Magog, y los mapamundis llamaban Gog y Magog a algunas tierras remotas de Asia (al lado de Babilonia, cerca del Mar Caspio, o la región de los tártaros o de los turcos).

El mito de Gog y Magog es uno de los casos más relevantes de creación de pueblos imaginarios que sin embargo producen efectos políticos, religiosos y culturales muy concretos. Durante toda la Edad Media, cada vez que un pueblo bajaba del Norte y del Este y se asomaba a la Europa cristiana (los godos, los hunos y después los árabes, los turcos…) se interpretaba como el cumplimiento de las palabras de Ezequiel y del Apocalipsis sobre el desencadenamiento de Gog y Magog y su imperio del mal. La leyenda de Gog y Magog es por tanto una etapa importante en la construcción ideológica de la categoría del “gran enemigo”, que tanto ha marcado la cultura occidental y la sigue marcando. Aunque la Biblia y los Evangelios nos han dado innumerables palabras de paz y de fraternidad, el hombre occidental ha sabido buscar los pasajes más tenebrosos y amenazadores de los textos sagrados y encontrar justificaciones para seguir “ejercitándose en el arte de la guerra”. Ninguna página pacífica y luminosa de la Biblia se ha aproximado a la fuerza oscura de Gog-Magog o del Anticristo.

Sin embargo, Ezequiel, incluso en medio de la oscuridad de los oráculos sobre Gog y Magog, lograr encontrar palabras distintas y cargadas de bien: «Saldrán los vecinos de las villas y prenderán y quemarán las armas: arco y flechas, adarga y escudo, venablo y jabalina; harán fuego con ellas durante siete años. No tendrán que acarrear leña del monte ni tendrán que cortarla en los bosques, pues harán fuego con las armas» (39,9-10). Calentarse quemando las armas. Esta es la verdadera energía alternativa que el mundo no ha querido inventar, a pesar de que un profundo filón moral siempre lo haya anhelado. Si hoy transformáramos las empresas que fabrican armas en empresas que nos calientan sin talar los bosques, si orientáramos las energías tecnológicas invertidas en el arte de la guerra hacia las numerosas artes de la paz, podríamos calentarnos y vivir bien durante “setenta veces siete” años. Pero no lo hacemos y seguimos identificando a quien viene de lejos con Gog y Magog. Seguimos viendo monstruos en los rostros de los hombres y mujeres que vienen a visitarnos. Seguimos escribiendo en los mapamundis nuevos nombres para Gog y Magog (“inmigrantes económicos”, “sin papeles”, “clandestinos”…) , y seguimos construyendo muros para impedir que estos monstruos imaginarios lleguen a alterar la tranquilidad que tenemos dentro de nuestros fortines.

Pero la profecía no puede dejar al mal absoluto la última palabra. Lo conoce, habla de él, nos dice que seamos conscientes de su presencia en el mundo, pero después termina sus oráculos con palabras cargadas de esperanza mesiánica: «Cuando los haga regresar de las naciones y los recoja de los países hostiles y muestre en ellos mi santidad a la vista de muchos pueblos… sabrán que, si los deporté entre los paganos, ahora los reúno en su tierra sin dejarme ninguno. No volveré a ocultarles mi rostro, yo que he infundido mi espíritu en la casa de Israel» (39,27-29).

Europa ha imaginado muchas veces unos inexistentes Gog y Magog, pero en alguna rara ocasión Gog y Magog han llegado de verdad. Han destruido, han quemado, han ahorcado niños, han sido una nube oscurísima que ha cubierto el cielo. Hemos gritado, hemos muerto todos. Pero después hemos sido capaces de resucitar, todos juntos. La Europa de hoy es fruto de estas muertes tremendas y de estas resurrecciones admirables. Su historia ha escrito una de las verdades más grandes del humanismo bíblico y occidental: el bien es más profundo que el mal. El mal puede ganar algunas veces, pero no puede ganar siempre. Caín mató y sigue matando a Abel, pero no ha matado ni puede matar a Adán, que sigue siendo “muy bello y muy bueno”, epílogo de la creación.

En el libro del Génesis (10,2), Magog es hijo de Jafet y por tanto nieto de Noé, el justo, el constructor del arca de salvación. No se transforma ningún mal en bien, ningún arma en combustible, ninguna muerte civil en resurrección, encerrando el mal detrás del “muro de Alejandro”. El mal no viene de lejos, del Este, del Norte, del mar. El mal es simplemente nuestro nieto, nuestro hijo. Habita entre nosotros. Caín es hijo de Adán. En la Biblia, el mal más grande se inscribe dentro de un horizonte más amplio de bien. Su primera raíz no está podrida, es una raíz buena. Este es el regalo inmenso que la Biblia lleva tres milenios haciéndonos: creer en la vida. A pesar de todo.

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El exilio y la promesa/23 - La verdadera (y bíblica) energía alternativa: calentarse quemando las armas.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 14/04/2019

«He ahí la dureza de esta época: tan pronto como los ideales, los sueños, las bellas esperanzas han tenido tiempo de germinar en nosotros, son súbitamente atacados y del todo devastados por el espanto de la realidad. Asombra que yo no haya abandonado aún todas mis esperanzas, puesto que parecen absurdas e irrealizables. Sin embargo, me aferro a ellas, a pesar de todo, porque sigo creyendo en la bondad innata del hombre».

Anna Frank, Diario, Julio de 1944

La atracción y a la vez el miedo al otro son una constante en todas las civilizaciones, desde los albores de la humanidad. Esta ambivalencia, radical y tenaz, es expresión de la “insociable sociabilidad” que, según Kant, es característica de la condición humana. El otro nos fascina, porque es distinto y viene de un mundo desconocido, pero esta diversidad y este desconocimiento generan al mismo tiempo temor y desconfianza. En muchos momentos de la historia humana el temor y la desconfianza han sido mayores que la fascinación y la belleza del encuentro con el diverso. Hemos amado y combatido con el otro, pero los combates han sido más frecuentes y largos que los amores. Es posible leer incluso las grandes tradiciones religiosas como sistemas éticos y sociales encaminados a gestionar esta ambivalencia antropológica fundamental. También en la Biblia, el otro es un enemigo del que protegerse y un forastero al que la Torá manda acoger como huésped sagrado. En algunos pasajes bíblicos, el pueblo extranjero es portador de una bendición. En otros, es imagen de los dioses e ídolos enemigos, que vienen a destruir al pueblo elegido y a su Dios verdadero. Los dos primeros hermanos, uno apacible y otro fratricida, expresan también las dos caras del humanismo bíblico y occidental. El cristianismo, por su parte, a la moral basada en “que nadie toque a Caín” añade “que nadie toque a Abel”. La señal de Caín, el comerciante y el ciudadano, limita la violencia como venganza mimética, y la señal de Abel, el buen pastor y el hombre vulnerable, pone la ética de la mansedumbre y el amor-agape como fundamento de una civilización distinta, que seguimos esperando y no nos cansamos de esperar y desear. A pesar de todo.

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A pesar de todo, la vida

A pesar de todo, la vida

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El exilio y la promesa/22 – Palabras para estos tiempos de templos destruidos y tierras prometidas desaparecidas

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 07/04/2019

«Nicodemo dijo a Jesús: ¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?»

Evangelio de Juan, capítulo 3

Los profetas son expertos y maestros del espíritu. Lo reconocen cuando sopla en la tierra, fuera de ellos y también dentro. Saben reconocerlo como un viento distinto entre muchos otros. Tienen una necesidad vital del espíritu para poder responder a su vocación. Sin él, los profetas no serían capaces de entender las palabras que escuchan y refieren. Son exégetas de la palabra que reciben. Esperan el espíritu, lo piden, lo imploran y saben estar en silencio mientras no lo reciben, aunque hayan recibido las palabras. En la Biblia, el espíritu está hermanado con la palabra. Ambos dan vida, crean, transforman, fecundan, riegan, generan y regeneran. Elohim, Palabra, Ruah, Padre, Logos, Pneuma. La unidad y la multiplicidad del Dios bíblico ya estaban presentes en la Biblia y en la experiencia histórica de aquella fe. Por otro lado, los profetas son esenciales para discernir unos espíritus de otros, para distinguir el viento de la vanidad, el havel del viento del espíritu, la ruah. La Biblia conoce bien a ambos; los profetas los conocen y reconocen muy bien.

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También el havel del Qohélet – havel havalim: vanidad de vanidades – es soplo, viento. Es ese tipo de viento que también nosotros conocemos: el que nos revela la inconsistencia de las cosas, lo efímero de la vida, el que nos recuerda que todo pasa y pasa muy deprisa. Havel es también el nombre del hermano muerto de Caín, y uno de los nombres dado a los ídolos (en Jeremías), a lo que está vacío, a la nada. El viento/havel se parece al viento/ruah. A veces incluso son amigos. Sin el soplo del espíritu no podríamos reconocer la dimensión de vanitas presente en el corazón de las cosas; nos dejaríamos engañar por las riquezas y los bienes y quedaríamos atrapados para siempre en el autoconsuelo y la ilusión. El espíritu/ruah nos da la típica inteligencia que nos deja ver lo efímero. Además de eso, nos impulsa a celebrar la vida, cuya dimensión más frágil y fugaz necesitamos aceptar antes de poder comprenderla y vivirla como verdadera. Pero si, una vez que hemos experimentado la vanidad del todo (etapa esencial de la existencia), no descubrimos la otra brisa del espíritu, si la ruah no ocupa el puesto del havel, en la vida adulta solo queda la nada del pesimismo y de las depresiones. Hay vidas que no llegan a florecer porque nunca alcanzan la fase del havel/vanidad y se quedan enjauladas dentro de las ilusiones, incluidas las ilusiones religiosas. Pero otras vidas retroceden porque, después de haber sido tocadas por el viento del havel, no logran levantar el vuelo con el nuevo viento de la ruah. Los profetas por vocación saben decirnos que "la ruah es más fuerte que el havel", que el soplo vivificante y renovador es más potente y verdadero que el nihilista. He aquí otra razón por la cual necesitamos profetas.

Ezequiel es el profeta del espíritu/ruah, entre otras cosas porque conoce bien el espíritu/havel. La palabra ruah aparece en su libro más veces que en cualquier otro texto del Antiguo Testamento. Solo el espíritu puede cambiar el corazón. El soplo de Elohim dio la vida al primer hombre, y un misterioso soplo espiritual sigue generando y regenerando la vida en el universo. De este modo, después de anunciar el milagro del corazón nuevo de carne, Ezequiel nos sorprende con una de las escenas más originales y estupendas de toda la Biblia: «La mano del Señor se posó sobre mí y el Señor me llevó en espíritu, dejándome en un valle todo lleno de huesos… Vi que eran muchísimos los que habían caído en la cuenca del valle; estaban calcinados. Entonces me dijo: - Hijo de hombre, ¿podrán revivir esos huesos?» (Ezequiel 37,1-3). Estamos inmersos en otra visión de Ezequiel. En un valle de Babilonia, quizá el mismo a donde el joven Ezequiel fue transportado en visión al comienzo de su vocación (3,22). En los profetas, no es raro que las vocaciones tremendas de la vida adulta acontezcan en los mismos lugares encantados de la primera llamada. Ezequiel ve ahora el gran valle totalmente cubierto de huesos áridos, calcinados, secos, viejos, sin carne ni nervios. Dios le dice: «Profetiza así a esos huesos: Huesos calcinados, escuchad la palabra del Señor. Esto dice el Señor a esos huesos: Yo os voy a infundir espíritu para que reviváis. Os injertaré tendones, os haré criar carne; tensaré sobre vosotros la piel y os infundiré espíritu para que reviváis» (37,4-6). Es una escena de una potencia narrativa y lírica infinita. Ezequiel ejecuta el mandato y profetiza: «Mientras profetizaba, resonó un trueno, luego hubo un terremoto y los huesos se ensamblaron, hueso con hueso. Vi que habían prendido en ellos los tendones, que habían criado carne y tenían la piel tensa; pero no tenían espíritu» (37,7-8).

Solo alguien que hubiera asistido a la escena y hubiera tenido un papel activo podría escribirla y contarla de este modo. La Biblia no es una ficción. Y si nosotros no queremos transformarla en una película, debemos creer la palabra de Ezequiel; creer que “vio” aquellos huesos y después “oyó” aquel estruendo. Los profetas bíblicos son mendigos de una confianza que casi nunca reciben de nosotros, los lectores, que seguimos riéndonos y burlándonos de ellos junto a sus contemporáneos. Debemos ver de nuevo con él aquellos huesos moviéndose y juntándose, oír su crujido; y después, con él, darnos cuenta de que falta el espíritu esencial: «Entonces me dijo: - Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre diciéndole al espíritu: Esto dice el Señor: Ven, espíritu, desde los cuatro vientos y sopla en estos cadáveres para que revivan. Profeticé como se me había mandado. Penetró en ellos el espíritu, revivieron y se pusieron en pie: era una muchedumbre inmensa» (37,9-10).

El espíritu es el gran protagonista de esta visión. El hombre antiguo veía más cosas que nosotros. Junto a la rosa de los vientos sentía el soplo de un viento distinto que vivificaba las cosas. Y lo reconocía, lo celebraba. En la Biblia hay también una larga pedagogía para enseñarnos que el espíritu de la vida no es solo el espíritu de las montañas o de los bosques, sino que, en su esencia, es otro nombre del Dios verdadero e invisible, verdadero en cuanto espíritu. Y para afirmar la naturaleza espiritual de Dios, la Biblia emprende una lucha radical contra los ídolos, que, presentándose como la fuente del soplo divino en la tierra, cortan las alas a los hombres, que solo pueden respirar dentro de un viento infinito. Esta salvaguarda absoluta del misterio del espíritu es la que un día permitió a los cristianos llamarlo Dios.

Estos huesos que vuelven a la vida son el Pentecostés del Antiguo Testamento. Una iglesia atemorizada y muerta en el Gólgota vuelve a vivir y resurge colectivamente. Un pueblo destruido y humillado vuelve a esperar en una promesa nueva y antigua. Ambas son epifanía del espíritu, vivo y vivificante.

La transformación de aquellos huesos en seres humanos vivos tiene lugar en dos fases. Primero, los huesos se convierten en esqueletos y a su alrededor se recrea y reconstituye la carne y los tendones. Pero este primer milagro solo crea cadáveres, si falta el espíritu.

Esta obra en dos actos de Ezequiel encierra un mensaje precioso para las comunidades espirituales muertas que esperan una vida nueva.

Jerusalén ha sido destruida. El pueblo está exiliado y desanimado: «Hijo de hombre, estos huesos son toda la casa de Israel». La fe vacila, la esperanza se apaga. El pueblo repite llorando: «Nuestros huesos están calcinados, nuestra esperanza se ha desvanecido; estamos perdidos» (37,11). Dentro de esta tragedia inmensa, Ezequiel nos sugiere una gramática para resurgir después de las grandes crisis. Nosotros debemos aprender a escucharle, en estos tiempos de templos destruidos y de tierras prometidas desaparecidas.

Cuando una comunidad carismática se da cuenta de que tiene “los huesos calcinados”, que la esperanza “se ha desvanecido”, que está “perdida”, todavía tiene la posibilidad de renacer si un profeta logra profetizar e invocar al espíritu. Pero hay una precondición: la comunidad debe entonar el canto fúnebre, debe ser consciente de que tiene los huesos calcinados. Muchas comunidades muertas no resucitan porque piensan que están vivas. No hay que excluir que la visión fuera una respuesta al lamento-oración del pueblo exiliado. Celebrar el luto es la primera y necesaria oración de resurrección.

Después, hace falta un profeta que haya sobrevivido a las persecuciones, que no haya sido expulsado o no se haya transformado en falso profeta (de buena o de mala fe). No todas las comunidades con los huesos calcinados tienen profetas, porque muchas veces también ellos mueren durante la destrucción de la ciudad y el templo. Pero cuando al menos uno de ellos se salva – la “masa crítica” profética es uno – la primera parte de su profetizar consiste en ensamblar el esqueleto y hacer que surjan a su alrededor la carne y los tendones. Estas comunidades, después de haber muerto y de haber comprendido que han muerto de verdad – por falta de vocaciones, por haber envejecido dentro de liturgias y formas aún más viejas que ellas, por escándalos gravísimos, por cismas, por no haber sido capaces de escribir una nueva narración carismática tras la muerte del fundador que es siempre una muerte mística de la comunidad, por haber gastado todas las energías que quedaban en las batallas equivocadas… – emprenden una nueva fase. Vienen nuevas personas, llegan recursos económicos, proyectos, estructuras, energías, nuevas actividades y obras. Los huesos dispersos se recomponen dando vida a un esqueleto ordenado y a su alrededor se forma la carne y los nervios. La comunidad toma forma y poco a poco comienza a parecerse a la que se había extinguido.

Pero Ezequiel nos dice que esta fase es necesaria, pero sin embargo no es suficiente para que la comunidad vuelva verdaderamente a vivir. Falta el espíritu. Hay personas, pero faltan vocaciones. Hay relatos, pero no relatos carismáticos. Hay palabras, pero falta el verbo que las une. Hay obras, pero falta el soplo vital. Hay proyectos, pero faltan sueños grandes. Hay oraciones, pero no saben hablar. La resurrección de Cristo no fue la reanimación del cadáver. Y si no leemos la resurrección de Lázaro como signo y anuncio de la distinta resurrección de Cristo, no veremos en ella más que la exhumación del cuerpo de un hombre que tuvo la triste suerte de morir dos veces. El renacimiento de las comunidades no se produce (o es simplemente el de Lázaro) si solo se reforma el esqueleto y los signos externos de la vida. Es necesario que un profeta verdadero, volviendo al valle de la primera vocación convertida ahora en valle de huesos, invoque al espíritu y este, dócilmente, venga. Algunas de estas invocaciones se llaman reformas.

Ezequiel nos dice que estas resurrecciones son posibles, que los cementerios pueden transformarse en los jardines del Edén, que podemos dormirnos viejos y despertarnos niños.

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El exilio y la promesa/22 – Palabras para estos tiempos de templos destruidos y tierras prometidas desaparecidas

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 07/04/2019

«Nicodemo dijo a Jesús: ¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?»

Evangelio de Juan, capítulo 3

Los profetas son expertos y maestros del espíritu. Lo reconocen cuando sopla en la tierra, fuera de ellos y también dentro. Saben reconocerlo como un viento distinto entre muchos otros. Tienen una necesidad vital del espíritu para poder responder a su vocación. Sin él, los profetas no serían capaces de entender las palabras que escuchan y refieren. Son exégetas de la palabra que reciben. Esperan el espíritu, lo piden, lo imploran y saben estar en silencio mientras no lo reciben, aunque hayan recibido las palabras. En la Biblia, el espíritu está hermanado con la palabra. Ambos dan vida, crean, transforman, fecundan, riegan, generan y regeneran. Elohim, Palabra, Ruah, Padre, Logos, Pneuma. La unidad y la multiplicidad del Dios bíblico ya estaban presentes en la Biblia y en la experiencia histórica de aquella fe. Por otro lado, los profetas son esenciales para discernir unos espíritus de otros, para distinguir el viento de la vanidad, el havel del viento del espíritu, la ruah. La Biblia conoce bien a ambos; los profetas los conocen y reconocen muy bien.

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El canto de los huesos resucitados

El canto de los huesos resucitados

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El exilio y la promesa/21 - La extraordinaria alquimia del Espíritu transforma la piedra en carne

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 31/03/2019

«Y mi alma sintió dolor por los hijos de los hombres, porque son ciegos en su corazón y no se percatan de que han venido vacíos al mundo y vacíos intentan otra vez salir de él»

Evangelio de Tomás

Ver cómo los niños aprenden las palabras es uno de los espectáculos más hermosos de la tierra. En apenas unas semanas, su vocabulario explota, y las poquísimas palabras de los dos primeros dos años de vida empiezan a multiplicarse y a convertirse en cientos y después en miles. Cada día lleva consigo una dote de palabras nuevas, que el niño aprende todas juntas. Pero una vez que nos hacemos adultos, solo aprendemos las palabras de una en una, cuando un encuentro, una enfermedad o una gran crisis se convierten en parteras de las palabras. De repente, una palabra-sonido, que hemos pronunciado miles de veces, se convierte en palabra-carne. ¿Cuánto sabría Abraham de la palabra altar antes de acostar a su hijo sobre él? ¿Qué pensaría Moisés del mar antes de verlo abrirse ante sus ojos? Jesús se crio entre las maderas del taller de su padre, pero tal vez el sentido de la palabra madera no lo aprendió verdaderamente hasta el Gólgota. La Biblia es, entre otras cosas, un gran mapa con el que orientarnos en el universo y en el misterio de la palabra y de las palabras. Muchas personas la encuentran y, tras décadas de mutismo espiritual y moral, aprenden de nuevo a hablar y con sus palabras comienzan a rezar, sin darse cuenta.

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Algunas palabras bíblicas son tan centrales y expresivas que representan libros ideales en el Libro. Podríamos contar la Biblia a través del pan, los niños, el agua, el dolor o las madres. O bien siguiendo las declinaciones y los sentidos de la palabra corazón.

Leb (o Lebab) aparece unas mil veces en la Biblia, más de ochocientas veces en el Antiguo Testamento. Es una palabra que, como todas las palabras enormes, lleva consigo de pies a cabeza una radical ambivalencia. El corazón bíblico no hace ninguna concesión al sentimentalismo. Aunque sea imagen de los sentimientos, no deja de ser una palabra seria y sobria, como la vida que tan bien simboliza. La primera vez que aparece, lo hace en un contexto muy trágico, engarzada entre Caín y Noé, en el centro de la primera noche oscura de la humanidad, que culminará en el diluvio: «El Señor vio… que todos los pensamientos que ideaba en su corazón eran puro mal de continuo» (Gn 6,5). Y su última aparición es en el libro del Apocalipsis, de nuevo en un contexto oscuro y amenazador, en los diálogos del ángel con la mujer y con la bestia (17,17).

En el Éxodo, el corazón es también el lugar donde Dios infunde la inspiración, donde nace la creatividad del arte: «En el corazón de todos los artistas he puesto sabiduría» (Ex 31,6). Toda la Ley de Moisés es cuestión de corazón: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5). La dureza del corazón de los israelitas es un gran tema profético. Pero quizá aún mayor es la invocación del corazón en Jeremías, en su crisis vocacional más tremenda: «Yo decía: No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su nombre. Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente» (Jr 20,9). No hay lugar más profundo que el que alberga la voz que llama, y no hay palabra mejor que leb (corazón) para indicar esta profundidad profundísima. Además, existe una relación especial entre la mujer y el corazón. Cuando Ana quiere expresar en su Magnificat dónde se produce la exultación del espíritu, evoca el corazón: «Mi corazón exulta en el Señor» (1Sam 2,1). El corazón ocupa también el centro del Nuevo Testamento: los discípulos de Emaús sienten que les arde, está en el centro de una bienaventuranza maravillosa y es la casa que guarda María.

Pero sobre todos los estupendos pasajes en los que la Biblia explica la semántica de la palabra corazón, se eleva el canto de Ezequiel. Estamos en el exilio. Jerusalén ha sido destruida, junto con su templo. El pueblo de Israel está inmerso en una desolación y un fracaso total, que Ezequiel interpreta como el culmen de una larga historia de perversiones e infidelidades que comenzó cuando el pueblo estaba esclavo en Egipto y continuó durante más de cinco siglos en la tierra prometida (Ezequiel 36,17). Este capítulo de Ezequiel sobre el “corazón nuevo” llega después de mil idolatrías, después de reiterados cultos en los santuarios equivocados, después de muchos holocaustos de niños y de numerosas orgías con las prostitutas sagradas de los altos cananeos, después de las ilusiones de los falsos profetas y las mofas y los escarnios de sufridos por el profeta en los primeros años de su predicación, simplemente por denunciar públicamente la corrupción de su comunidad. El canto de Ezequiel resuena en este paraíso perdido, dentro del pacto roto y la Alianza traicionada, en este larguísimo eclipse de la Promesa. Y a partir de este paisaje adquiere color, sentido y fuerza.

Si queremos intuir algo de este canto, deberíamos tratar de situarnos en su mismo desierto moral y teológico. Deberíamos sentarnos al lado de Ezequiel en su puesto de guardia, y desde allí oír sus palabras, interceptándolas en medio del ruido ensordecedor de los dioses egipcios, cananeos y babilonios. Después, deberíamos tratar de escuchar este salmo suyo como si nunca lo hubiéramos oído, como si se nos anunciara por primera vez, como si hubiéramos nacido hoy, ignorantes de la Biblia y de las palabras. Escucharlo sentados sobre los escombros de las idolatrías infinitas de nuestro tiempo, sobre el silencio de nuestro Dios derrotado, en medio del ruido ensordecedor de la charlatanería religiosa de nuestras espiritualidades baratas. Solo escuchándolas desde esta indigencia antropológica y teológica, las palabras-canto de Ezequiel pueden conservar hoy el eco de la fuerza con que llegaron a los exiliados en los canales de Babilonia que las oyeron por primera vez. Ninguna lectura de la Biblia nos deja indemnes si se vuelve a crear el mismo milagro de la primera escucha. «Os recogeré por las naciones, os reuniré de todos los países y os llevaré a vuestra tierra. Os rociaré con un agua pura que os purificará; de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar» (36,24-25). El regreso a la patria y la purificación de todas las idolatrías y contaminaciones. Para gran parte de la literatura y de la teología, estos dos versículos bastarían para indicar la gran luz que le espera al pueblo todavía sumergido en las tinieblas. Pero no para Ezequiel. Porque él quiere decirnos una cosa de enorme importancia para comprender la lógica del regreso.

Quiere decirnos que para poner fin a un exilio no basta volver a la patria. El profeta y poeta anónimo conocido como “tercer Isaías” nos recordará, con extraordinaria fuerza, en el gran día del recuerdo, que el pueblo retornado a casa no dejará de ser infiel, a menos que ocurra algo mucho más importante que un regreso material. De los exilios volvemos siempre peores de como nos fuimos, si el regreso no se convierte en un nuevo éxodo hacia una nueva tierra prometida.

Por eso, para volver a empezar de verdad después de una deportación no bastan los ritos de purificación. Después de una larga enfermedad no basta volver a la peluquería, comprar un vestido nuevo, confesarse, invitar a cenar a todos los amigos y renovarse “exteriormente”. Todo eso es importante y en muchos casos incluso necesario. Pero para volver a empezar de verdad hace falta algo más profundo. Necesitamos otra tierra prometida, una nueva llamada, un sueño nuevo y grande. Para decirnos todo eso, Ezequiel no encuentra una imagen más adecuada que la del “corazón nuevo”, con la que compone algunos de los versos más hermosos y sublimes de la Biblia y de la literatura sagrada de todos los tiempos: «Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (36,26).

Son palabras que nos dejan sin aliento y se convierten inmediatamente en oración, porque nos hacen exclamar: “¡Ah! ¡qué deseo y qué nostalgia de este corazón nuevo! ¡Que así sea, amén, amén, para nosotros, para mí, para nuestros hijos, para las personas que amamos!”. La buena noticia es que estas conversiones íntimas y secretas (el corazón es invisible desde el exterior) a veces ocurren de verdad. Son muy raras, pero ocurren. No deberíamos dejar esta tierra sin haber vivido por lo menos una, en nosotros mismos o – da igual – en un hijo o en un amigo. Ocurren después de que hemos intentado en vano muchas veces cambiar de vida, después de que nos hemos hecho cien promesas a nosotros mismos y a los demás y las hemos incumplido todas. Entonces llega un día distinto y el “corazón” cambia de verdad. Es un día no buscado, no programado, generalmente un día de lo más corriente. No llega como fruto de nuestro esfuerzo y de nuestras virtudes, sino cuando estamos lo suficientemente débiles como para no oponer resistencia al normal transcurso de la vida. Llega cuando no lo esperamos. Y cuando llega no lo reconocemos. Solo al final de la lucha nocturna nos revela su nombre, mientras nos cambia el nuestro para siempre. Porque los acontecimientos verdaderamente decisivos de la existencia no llegan como premio a nuestro esfuerzo, no los construimos, porque son sencillamente un regalo. Demasiadas veces no nos damos cuenta de cuánta gracia llena nuestra vida, porque estamos demasiado ocupados en hacernos merecedores de nuestras conquistas. Pero así, en la pared de nuestros méritos no dejamos ningún agujero por donde pueda entrar la Providencia y llegar a nuestro corazón. Por eso, Ezequiel nos dice que el autor de esta transmutación de la piedra muerta y dura en carne viva y blanda es el Espíritu Santo. Lo veremos aún mejor en el gigantesco capítulo de los huesos resecados.

También es muy sugerente y reveladora la última parte de este gran capítulo: «Llamaré al grano y lo haré abundar y no os dejaré pasar hambre; haré que abunden los frutos de los árboles y las cosechas de los campos, para que no os insulten los paganos llamándoos “muertos de hambre”» (36,29-30). El hambre es una vergüenza. Deberíamos colgar esta frase a la puerta de todas las instituciones y organizaciones dedicadas al desarrollo humano.

Una vez más, regresa el lenguaje de la economía y la prosperidad para expresar bendición y vida nueva. Ya lo sabemos: para hablar de Dios los profetas solo tienen las palabras de la vida, porque son mucho más laicos que nosotros. Y por tanto vuelve el trabajo: «Volverán a labrar la tierra asolada… Dirán: Esta tierra desolada está hecha un paraíso» (36,34-35). No es raro que el momento en que descubrimos que hemos recibido un corazón nuevo sea al volver de nuevo al trabajo. Regresamos al trabajo de siempre y ahí sentimos que algo profundo ha cambiado. Pero antes de volver a la oficina o a la fábrica no lo sabíamos. Trabajar es también esto.

 

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«Y mi alma sintió dolor por los hijos de los hombres, porque son ciegos en su corazón y no se percatan de que han venido vacíos al mundo y vacíos intentan otra vez salir de él»

Evangelio de Tomás

Ver cómo los niños aprenden las palabras es uno de los espectáculos más hermosos de la tierra. En apenas unas semanas, su vocabulario explota, y las poquísimas palabras de los dos primeros dos años de vida empiezan a multiplicarse y a convertirse en cientos y después en miles. Cada día lleva consigo una dote de palabras nuevas, que el niño aprende todas juntas. Pero una vez que nos hacemos adultos, solo aprendemos las palabras de una en una, cuando un encuentro, una enfermedad o una gran crisis se convierten en parteras de las palabras. De repente, una palabra-sonido, que hemos pronunciado miles de veces, se convierte en palabra-carne. ¿Cuánto sabría Abraham de la palabra altar antes de acostar a su hijo sobre él? ¿Qué pensaría Moisés del mar antes de verlo abrirse ante sus ojos? Jesús se crio entre las maderas del taller de su padre, pero tal vez el sentido de la palabra madera no lo aprendió verdaderamente hasta el Gólgota. La Biblia es, entre otras cosas, un gran mapa con el que orientarnos en el universo y en el misterio de la palabra y de las palabras. Muchas personas la encuentran y, tras décadas de mutismo espiritual y moral, aprenden de nuevo a hablar y con sus palabras comienzan a rezar, sin darse cuenta.

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El sentido de la palabra corazón

El sentido de la palabra corazón

El exilio y la promesa/21 - La extraordinaria alquimia del Espíritu transforma la piedra en carne Luigino Bruni Original italiano publicado en Avvenire el 31/03/2019 «Y mi alma sintió dolor por los hijos de los hombres, porque son ciegos en su corazón y no se percatan de que han venido vac...
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El exilio y la promesa/20 - La salvación (también política y económica) no puede no llegar

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 24/03/2019

«Terminada la oración en casa y habiéndome sentado en el lecho, entró un hombre de aspecto glorioso, con atuendo de pastor. Me saludó y yo le devolví el saludo. Él inmediatamente se sentó a mi lado y me dijo: He sido enviado por el más venerable de los ángeles para vivir contigo el resto de los días de tu vida»

El pastor de Hermas, Visión quinta

«¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No son las ovejas lo que tienen que apacentar los pastores? Os coméis su enjundia, os vestís con su lana, matáis las más gordas, y las ovejas no las apacentáis» (Ezequiel 34,2-3).

Jerusalén ha caído. Ezequiel, el profeta centinela, avista en su tierra desolada del exilio un rebaño disperso por la desidia de sus pastores: «No fortalecéis a las débiles, ni curáis a las enfermas, ni vendáis a las heridas; no recogéis las descarriadas, ni buscáis las perdidas y maltratáis brutalmente a las fuertes. Al no tener pastor, se desperdigaron y fueron pasto de las fieras salvajes.» (34,4-5). No son pastores sino “mercenarios” (Jn 10,12), porque explotan a las ovejas más gordas para sacar provecho de ellas.

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El oficio de pastor es un arte complejo y muy amado por la Biblia, por los profetas y por muchas civilizaciones antiguas. Vive de la relación de reciprocidad con el rebaño, un conjunto heterogéneo y variado. Además de ovejas gordas y sanas, hay otras cinco categorías de animales frágiles, calificadas con otros tantos adjetivos: débiles, enfermas, heridas, descarriadas y perdidas. La mayor parte del rebaño está formado por ovejas que necesitan un cuidado especial y concreto por parte del pastor. Algunas son débiles, tal vez porque aún son corderillas, otras están permanentemente enfermas a causa de lesiones y accidentes, otras han sido heridas por el ataque de lobos o jabalíes, algunas se han descarriado tras un fuerte temporal o un asalto, y alguna que otra oveja no ha encontrado el camino durante una difícil travesía nocturna. El buen pastor es el que desarrolla la capacidad de cuidar de todo el rebaño, el que ensancha su mirada para incluir a todas las ovejas, empezando por las últimas. Antes de que el filósofo John Rawls, en 1971, pusiera como piedra miliar de una sociedad democrática, igual y fraterna, el criterio del maxi-min (entre todas las alternativas sociales posible hay que preferir aquella donde los últimos se encuentran mejor), los pastores ya sabían desde hace milenios que la calidad y la bondad de su trabajo dependen de la capacidad de ocuparse lo más posible de los animales más desfavorecidos. El primer indicador de la bondad de un pastor no es la leche o la lana que saca de las ovejas, sino el equilibrio y la armonía del rebaño en su conjunto, y por tanto cómo cuida de los ovinos más vulnerables: cuántas ovejas heridas ha curado, cuántas desperdigadas ha encontrado o cuántas débiles ha logrado robustecer.

El liderazgo del pastor es especial y distinto, comparado con el del general en una batalla, el capitán de un barco durante una tempestad o bien, hoy, el liderazgo empresarial. Su objetivo no es la maximización del interés individual ni el beneficio económico, porque si así fuera no tendría sentido dedicar energías y cuidados sobre todo a los animales más frágiles y enfermos, a los “descartados”. La cultura de gobierno del pastor es la cultura del bien común, es decir el bien de todos y cada uno, de todo el rebaño y de caja oveja. Sin embargo, el liderazgo de la maximización de los intereses económicos se concentra en la eficiencia y por consiguiente conduce a descuidar y descartar a los elementos menos productivos para concentrarse en los mejores y en los que poseen más méritos. El cuidado del bien común no puede excluir a nadie, porque cada individuo está vinculado a todos los demás, y la pérdida de una sola oveja equivale al fracaso general. El cuidado del rebaño sigue, por tanto, la regla del anillo débil: la robustez de una cadena depende de la resistencia del anillo más frágil. Descuidarlo para concentrarse en los anillos más fuertes hace que todo el proceso sea extremadamente vulnerable. El buen pastor cuida de los anillos débiles del rebaño, porque sabe que de ellos depende la calidad y el buen desarrollo de todo su trabajo, incluido el rendimiento de los elementos más fuertes. El liderazgo del buen pastor es capaz, por tanto, de perder tiempo en largas búsquedas nocturnas, de ralentizar la marcha de todo el rebaño si una sola oveja sufre; sabe marcar el ritmo del camino de todos en base al paso de los más lentos. Es anti-meritocrático, porque la lógica que guía la acción del pastor no es la del mérito sino la de la necesidad, que señala el orden, las prioridades y las jerarquías a la hora de intervenir. La oveja gorda y robusta no tiene más méritos que la descarriada y la herida, y aunque los tuviera no sería preferida por sus méritos; la débil absorbe más cuidados solo porque tiene más necesidades que la fuerte.

La imagen del pastor como paradigma del buen gobierno de las comunidades ha inspirado profundamente el humanismo occidental, que a lo largo de los siglos ha dado vida a una cultura política centrada en el objetivo prioritario de no perder a sus componentes más frágiles. El bienestar social no es otra cosa que la traducción madura del humanismo del buen pastor. Pero el siglo XXI está escribiendo otra historia distinta, también en Europa. La cultura del liderazgo de matriz empresarial, centrada en las categorías de la eficiencia y la meritocracia, se está convirtiendo en un paradigma universal. Ha salido del ámbito puramente económico y ha entrado en la esfera civil y política (y dentro de poco tal vez también en las religiones), convenciendo a todos de que el cuidado de los débiles y los frágiles debe estar subordinado a los vínculos de eficiencia y debe ser meritocrático. Dilapidaremos el último residuo de bienestar social el día en que un hospital comience a preguntarse si un enfermo que llega a Urgencias merece ser curado.

El juicio de condena del profeta no se limita a los jefes religiosos y políticos. Incluye también a las élites económicas, que han usado su fuerza y su poder para aplastar y oprimir a los más débiles: «¿No os basta pacer el mejor pasto, que holláis con las pezuñas el resto del pastizal? ¿Ni beber el agua clara, que enturbiáis la restante con las pezuñas? Y luego mis ovejas tienen que pacer lo que hollaron vuestras pezuñas y tienen que beber lo que vuestras pezuñas enturbiaron» (34,18-19). Los miembros más robustos de la sociedad han abusado de su posición dominante para incrementar sus propias ventajas, y han hecho aún más dura y pobre la vida de aquellos que viven por debajo de ellos.

Debemos notar un aspecto de extrema importancia. Para describir la decadencia moral y espiritual de su pueblo, la ruptura del Pacto con su Dios distinto, que es causa de la tragedia de la derrota, Ezequiel no recurre a argumentos religiosos ni de culto. No invoca la teología ni la idolatría. En cambio, habla de buen gobierno, de política y de economía, de traición a la vocación de pastor, de negación del derecho y de la justicia económica. Esta es la gran laicidad de la profecía y de la Biblia: en el de profundis más tremendo de la identidad religiosa de Israel, el profeta no encuentra argumentos más “religiosos” que la política y la economía, no encuentra palabras más altas que las humildes palabras del oficio de pastor. Como hizo otro Buen Pastor, que, retomando estas palabras de Ezequiel, nos reveló (Mt 25) sus criterios y sus indicadores espirituales, encerrados en unas pocas palabras muy laicas: hambre, sed, desnudez, cárcel, enfermedad, extranjería. Siempre me impresiona y me emociona leer y releer que en el texto más “celestial” y escatológico del Evangelio no hay ninguna referencia a las prácticas del culto religioso, solamente a las prácticas de la fraternidad humana, y donde los hechos desnudos cuentan más que las intenciones: «A mí me lo hicisteis».

Pero he aquí que un rayo de sol penetra dentro de este paisaje desolado y todo se aclara: «Así dice el Señor: yo mismo en persona buscaré mis ovejas siguiendo su rastro… Yo mismo apacentaré mis ovejas, yo mismo las haré sestear. Buscaré las ovejas perdidas, recogeré las descarriadas, vendaré las heridas, curaré a las enfermas; a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré como es debido» (34,11-16).

Palabras enormes. En aquellos días oscuros y tremendos, con el templo destruido, con su Dios derrotado, con el pueblo deportado en Babilonia, en una tierra extranjera e idolátrica, el profeta canta la esperanza, profetiza que las «coyundas de su yugo» saltarán (34,27), entona la salvación que viene porque no puede no venir. Los profetas verdaderos y grandes están hechos así: en el tiempo de la ilusión anuncian la dura y amarga verdad de la derrota inminente; pero el día en que la devastación ha llegado se convierten en voz del buen futuro posible, cantan a la vida en medio de los escombros de muerte, vuelven a encender el mañana cuando el hoy se apaga. Y mientras cantan el futuro, rezan, se lo piden a su Dios y esperan que esas palabras-canto se hagan verdad al decirlas.

Pero no acaba aquí su canto nuevo: «Les daré un pastor único que las pastoree: mi siervo David; él las apacentará, él será su pastor. (...) Haré con ellos una alianza de paz: descastaré de la tierra los animales dañinos; acamparán seguros en la estepa, dormirán en los bosques (...). Enviaré lluvias a su tiempo, una bendición de lluvias. El árbol silvestre dará su fruto y la tierra dará su cosecha, y ellos estarán seguros en su territorio» (34,23-27).

Vuelve David, el pastorcillo, el rey según el corazón de Dios. Y con él, la espera mesiánica de un nuevo David que, finalmente, será de nuevo un buen pastor. Vuelve Isaías, el Emmanuel, la profecía de la paz eterna y universal, el final del sufrimiento y el miedo. Es la promesa de una nueva alianza de paz – la berit shalom –, un pacto de prosperidad, que incluirá a los animales, a los árboles y a la creación entera. Cuando los profetas deben anunciar una gran salvación dentro de las tragedias más tenebrosas, sienten que la esfera humana es insuficiente. Después del diluvio y del arca de salvación, en la Alianza deben encontrar sitio también los animales, todas las criaturas, el arco iris y el cosmos entero. En los días de las grandes resurrecciones, las palabras de los seres humanos son demasiado pobres. De aquellas horas magníficas recordamos rostros y palabras, pero recordamos también sonidos y flores, y recordamos la luz.

Si hoy somos capaces de establecer una nueva alianza de prosperidad, lo celebrarán nuevas políticas, nuevas economías y nuevas culturas de gestión. Pero también los árboles, los animales, el aire, el cielo y la luz. Y si somos capaces de fraternidad también con ellos, «a mí me lo hicisteis» se convertirá en el canto de la tierra y del cielo.

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El exilio y la promesa/20 - La salvación (también política y económica) no puede no llegar

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 24/03/2019

«Terminada la oración en casa y habiéndome sentado en el lecho, entró un hombre de aspecto glorioso, con atuendo de pastor. Me saludó y yo le devolví el saludo. Él inmediatamente se sentó a mi lado y me dijo: He sido enviado por el más venerable de los ángeles para vivir contigo el resto de los días de tu vida»

El pastor de Hermas, Visión quinta

«¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No son las ovejas lo que tienen que apacentar los pastores? Os coméis su enjundia, os vestís con su lana, matáis las más gordas, y las ovejas no las apacentáis» (Ezequiel 34,2-3).

Jerusalén ha caído. Ezequiel, el profeta centinela, avista en su tierra desolada del exilio un rebaño disperso por la desidia de sus pastores: «No fortalecéis a las débiles, ni curáis a las enfermas, ni vendáis a las heridas; no recogéis las descarriadas, ni buscáis las perdidas y maltratáis brutalmente a las fuertes. Al no tener pastor, se desperdigaron y fueron pasto de las fieras salvajes.» (34,4-5). No son pastores sino “mercenarios” (Jn 10,12), porque explotan a las ovejas más gordas para sacar provecho de ellas.

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La regla del anillo débil

La regla del anillo débil

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El exilio y la promesa/19 – Especial y plena ante Dios es la solidaridad con la propia comunidad

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 17/03/2019

«Hemos perdido la capacidad de cantar. El hombre en su angustia es un mensajero que ha olvidado el mensaje. La Biblia no es un libro sobre Dios; es un libro sobre el hombre. Desde la perspectiva de la Biblia: ¿quién es el hombre? Un ser puesto en el tormento, pero que tiene los sueños y los diseños de Dios»

Abraham Heschel, ¿Quién es el hombre?

Existe una gran amistad entre el oficio de profeta y el de centinela. A los profetas les gusta mucho la imagen del centinela, que formaba parte de la vida diaria y laica de sus ciudades, y recurren a ella con frecuencia. El canto nocturno del centinela de Isaías (cap.21) es uno de los pasajes más intensos y profundos de toda la Biblia. Los profetas comparten la tarea de los centinelas: su fidelidad absoluta al puesto de guardia, su condición de maestros de la vista y el oído, su saber estar en la frontera entre el interior y el exterior, como guardianes del umbral que separa un reino de otro. La misión del centinela es muy clara: debe tocar el cuerno, avisar, alertar. Solo debe hacer eso, pero si no lo hace las consecuencias son gravísimas. En el centro del drama vocacional de Ezequiel, mientras Jerusalén está cayendo, la figura del centinela retorna: «A ti, hijo de hombre, te he puesto de centinela en la casa de Israel; cuando escuches palabras de mi boca, les darás la alarma de mi parte … Si tú no hablas poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre» (Ezequiel 33,7-9). 

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El profeta no debe solo transmitir mensajes al pueblo. Sobre todo en tiempo de crisis, sus advertencias son personalizadas. Debe hablarle tanto al justo como al malvado con mensajes diferenciados. Pero aquí leemos que el centinela se dirige sobre todo a los malvados. La parte principal de su ministerio de salvación es para ellos. Así pues, el profeta es un gran recurso para quienes se encuentra en una situación de error y de pecado. Es un gran amigo suyo. Transmite lo que a menudo resulta una advertencia extrema. Es posible que el malvado no escuche, pero el profeta no se salva si no desempeña hasta el fondo su tarea de mensajero avisador.

Encontramos aquí una categoría decisiva en toda la profecía: la solidaridad entre el profeta y su comunidad. Para entender esta solidaridad, hay que partir de su significado jurídico. Si el profeta no desempeña su tarea, se hace responsable solidario con el impío que no se ha convertido. Es como si el profeta, al responder sí a la llamada, firmase un aval, se convirtiese en un garante que levanta la mano para responder en lugar de su gente y salvarla (Job 17). La vocación, y la respuesta que damos ante ella, es un asunto tremendamente serio, entre otras cosas, por esta responsabilidad civil, penal y espiritual objetiva, que nos invita a reflexionar sobre la relación que existe entre culpa y responsabilidad. Un profeta que no desempeña bien su misión se hace culpable del pecado de otro. En la profecía no hay solo un sufrimiento vicario. Aquí Ezequiel nos dice que el profeta ejerce una función de responsabilidad vicaria: «A ti te pediré cuenta de su sangre». Dios pregunta al profeta por la culpa de otro, y el profeta responde por él (responsabilidad viene de responder). No sabemos bien en qué consiste esa responsabilidad, cuál es el contenido de la pregunta dirigida al profeta incumplidor. Tal vez se parezca a las preguntas que recibimos por los errores y pecados de nuestros hijos, esposos y amigos, a quien no hemos avisado ni cuidado hasta el fondo; o tal vez sea la misma y tremenda pregunta dirigida a Caín: ¿dónde está tu hermano? La misma y única pregunta a la que todo profeta y todo hombre debe responder, antes que nada en su conciencia, y que la vocación profética amplifica y radicaliza para ser signo y mensaje para todos.

Tremenda vocación la del profeta. No puede dejar de hablar y referir lo que oye y ve. Si Ezequiel en sus primeros seis años de misión hubiera dejado de amonestar a su pueblo, habría traicionado su vocación y habría compartido la misma suerte de los malvados por omisión. Aquí se desvela algo esencial también para la dinámica de las comunidades profético-carismáticas. Cuando vemos que alguien pierde el hilo, se extravía y finalmente cae, no sabemos si detrás de esa no-salvación hay algún profeta que no ha tenido el valor o la fuerza de hablarle hasta el final. Tampoco sabemos si se extravía porque todos los profetas han muerto, han huido, han sido expulsados o se han convertido en falsos profetas al no haber resistido desnudos en su puesto de guardia durante los inviernos más fríos.

«El año duodécimo de nuestra deportación, el día cinco del mes décimo, se me presentó un evadido de Jerusalén y me dio esta noticia: “Han destruido la ciudad”. La tarde anterior había venido sobre mí la mano del Señor, y permaneció hasta que el evadido se me presentó por la mañana. Entonces se me abrió la boca y no volví a estar mudo». (33,21-22).

Han destruido la ciudad. No hace falta decir más. Ezequiel se había quedado mudo, probablemente, durante el asedio de Jerusalén. Ahora comienza una nueva fase de su vida y de la vida del pueblo. Por tanto, la palabra vuelve, aunque ya no será la misma palabra de antes del asedio y de la muerte de su mujer, la «delicia de sus ojos». Las palabras de vida no vuelven, solo pueden resucitar si han sido capaces de morir. Ezequiel seguirá hablando y dirá palabras nuevas, generadas por la muerte de su esposa, de la ciudad santa y de su templo. Su mutismo se interrumpe gracias a la llegada de un prófugo, un fugitivo, un superviviente de una masacre, alguien que huye de una guerra, de una destrucción. También hoy, los mudos pueden encontrar una palabra nueva si les visita un prófugo que, con su mutismo de dolor, les enseñe de nuevo a hablar.

Ezequiel nos regala inmediatamente algunas de estas palabras distintas: «Me dirigió la palabra el Señor: - Hijo de hombre, los moradores de aquellas ruinas de la tierra de Israel andan diciendo: “Si Abraham, que era uno solo, se adueñó de la tierra, ¡cuánto más nosotros, que somos muchos, seremos dueños de la tierra!”» (33,23-25). El primer mensaje de la palabra recuperada es para los supervivientes de Jerusalén, que han sobrevivido a la caída de la ciudad, no han sido deportados por Nabucodonosor y se han quedado entre las ruinas de la ciudad y del templo. Entre ellos empieza a desarrollarse una nueva ideología (la ideología, como la mala hierba, es lo primero que renace de las ruinas). Estos supervivientes piensan que son el nuevo Abraham, a quien YHWH ha dado en posesión la tierra prometida. De este modo, se sienten dueños de las ruinas y verdaderos continuadores de la Alianza. Por consiguiente, consideran a los exiliados malditos y repudiados por Dios (lo que les permite también requisar sus tierras). Los supervivientes se auto atribuyen el estatus de “resto de Israel”, se apropian indebidamente de una categoría profética maravillosa. Ezequiel sigue con su tarea de centinela y pone duramente en tela de juicio su ilusión. Su vida y sus prácticas idolátricas dicen claramente que no son un “resto” sino simples “supervivientes”: «Diles así: Esto dice el Señor: … Convertiré el país en desierto desolado y así terminará su terca soberbia» (33,27-28).

No es tan raro que, después de una gran crisis en una comunidad, un grupo de supervivientes se identifique con el “resto profético” de una nueva tierra prometida. Para ello basta tomar el dato concreto de la supervivencia como punto de partida y transformarlo en dato espiritual y mesiánico. Hemos sobrevivido a la muerte y por tanto somos los legítimos depositarios del carisma auténtico. Ezequiel nos dice aquí que estas operaciones ideológicas son muy peligrosas, y que la legitimación de un grupo de supervivientes solo puede venir del exterior del grupo: es necesario que un profeta verdadero nos unja la cabeza con aceite (gran parte del esfuerzo de las comunidades se centra en saber reconocer a este profeta verdadero, porque los mercados están llenos de falsos untadores de cabezas ya inclinadas).

Mientras Ezequiel critica y refuta las falsas pretensiones de los supervivientes de Jerusalén, tiene una palabra verdadera y severa también para sus compañeros deportados a Babilonia. Después de la caída, la actitud de los exiliados con respecto al profeta ha cambiado radicalmente, debido al cumplimiento de su profecía. La desconfianza, el escarnio y el sarcasmo de los primeros años son sustituidos por un inédito éxito que se traduce en un ir y venir de gente que asiste en masa a sus actuaciones. Una palabra de YHWH le susurra la clave para interpretar correctamente esta primavera: «Y tú, hijo de hombre, tus paisanos andan murmurando de ti al abrigo de los muros y a la puerta de las casas, diciéndose uno a otro: “Vamos a ver qué palabra nos envía el Señor”. Acuden a ti en tropel y mi pueblo se sienta delante de ti; escuchan tus palabras pero no las practican; con la boca dicen lisonjas, pero su ánimo anda tras el negocio» (33,30-31). Con la boca dicen lisonjas, pero su ánimo anda tras el negocio: son simples consumidores de palabras proféticas, entendidas como bienes de confort. Una vez más, la praxis económica es una prueba de la verdad del corazón: ¡qué sorprendente es la dignidad que los profetas atribuyen a la economía!

La voz le sigue hablando: «Eres para ellos coplero de amoríos, de bonita voz y buen tañedor» (33,32). La imagen es preciosa: escuchar los cantos del profeta no difiere de escuchar a cualquier cantarín. Además, este indicio histórico sugiere que los profetas cantaban sus versos, un dato que embellece la ya de por sí estupenda vocación profética en la Biblia. Ezequiel comprende que su éxito depende de aspectos superficiales, cosméticos, triviales. Los profetas deben estar muy atentos a la interpretación de los motivos de sus (breves y raras) etapas de éxito, porque casi siempre se parecen a la que aquí cuenta Ezequiel. Un profeta se extravía si interpreta mal el éxito que alguna vez cosecha. Es un error muy común, sobre todo si tiene una personalidad brillante y muchos talentos, como Ezequiel, y sigue adelante durante mucho tiempo, feliz e ilusionado con su bella voz y su seductora retórica.

A Ezequiel la voz le reveló el engaño. Él la escuchó, la comprendió y después escribió para nosotros, mientras nosotros seguimos cantando y consolándonos con los hosannas equivocados.

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El exilio y la promesa/19 – Especial y plena ante Dios es la solidaridad con la propia comunidad

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 17/03/2019

«Hemos perdido la capacidad de cantar. El hombre en su angustia es un mensajero que ha olvidado el mensaje. La Biblia no es un libro sobre Dios; es un libro sobre el hombre. Desde la perspectiva de la Biblia: ¿quién es el hombre? Un ser puesto en el tormento, pero que tiene los sueños y los diseños de Dios»

Abraham Heschel, ¿Quién es el hombre?

Existe una gran amistad entre el oficio de profeta y el de centinela. A los profetas les gusta mucho la imagen del centinela, que formaba parte de la vida diaria y laica de sus ciudades, y recurren a ella con frecuencia. El canto nocturno del centinela de Isaías (cap.21) es uno de los pasajes más intensos y profundos de toda la Biblia. Los profetas comparten la tarea de los centinelas: su fidelidad absoluta al puesto de guardia, su condición de maestros de la vista y el oído, su saber estar en la frontera entre el interior y el exterior, como guardianes del umbral que separa un reino de otro. La misión del centinela es muy clara: debe tocar el cuerno, avisar, alertar. Solo debe hacer eso, pero si no lo hace las consecuencias son gravísimas. En el centro del drama vocacional de Ezequiel, mientras Jerusalén está cayendo, la figura del centinela retorna: «A ti, hijo de hombre, te he puesto de centinela en la casa de Israel; cuando escuches palabras de mi boca, les darás la alarma de mi parte … Si tú no hablas poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre» (Ezequiel 33,7-9). 

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Los profetas responden por todos

Los profetas responden por todos

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El exilio y la promesa/18 - La palabra honesta que debemos decir y la esperanza que cultivamos

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 10/03/2019

«En medio de la plaza, a una y otra margen del río, hay árboles de vida, que dan fruto doce veces, una vez cada mes; y sus hojas sirven de medicina para los gentiles»

Libro del Apocalipsis

Todas las formas de auto legitimación del poder consideran los dones recibidos como fruto de sus propios méritos personales. Así es como el poder se desvincula de cualquier fuente externa (Dios o el pueblo). Cuando se elimina la naturaleza gratuita de los talentos recibidos, impera la lógica del cocodrilo y antes o después se acaba diciendo: «Mío es el Nilo, yo lo he hecho».

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«Aquí estoy contra ti, faraón, rey de Egipto, colosal cocodrilo acostado en el cauce del Nilo, que dices: “Mío es el Nilo, yo lo he hecho”» (Ezequiel 29,3). En la Biblia, Egipto significa muchas cosas. Las primeras imágenes relacionadas con Egipto son las de la esclavitud, los trabajos forzados, las plagas y después la liberación y la Pascua. Por otro lado, los faraones egipcios son símbolo de la idolatría más radical, debido a su estatus de divinidad. La raíz del pecado de Egipto está en la actitud religiosa de su faraón, que pretende ser dueño del Nilo. El cocodrilo-Leviatán del Nilo se siente Dios y por consiguiente creador y dueño del mundo.

Ezequiel pronuncia los oráculos contra Egipto pocos meses antes y después del asedio de Jerusalén por parte de las tropas babilónicas de Nabucodonosor II, que se prolonga durante un año y medio. Durante estos meses, los jefes del pueblo de Jerusalén mantienen una fuerte esperanza de salvación en una intervención militar de Egipto, en particular en el joven faraón Hofra, recién llegado al poder. Ezequiel, como Jeremías, está convencido de que la anhelada ayuda de Egipto no es más que una ilusión, un vano consuelo que impide al pueblo aceptar la única salida posible: la caída de Jerusalén, la destrucción del templo y el exilio del pueblo de Judá. Sin embargo, los jefes del pueblo, inspirados y sostenidos por la predicación de los falsos profetas, siguen esperando la llegada de los egipcios y de este modo se agotan en un extenuante asedio.

Para entender, o al menos intuir, algo de estos oráculos contra Egipto, debemos imaginar, ver, a Ezequiel proclamándolos en las calles de su tierra de exilio, mientras en Jerusalén las familias racionan los últimos cereales que quedan y la escasísima agua, y cuecen los panes quemando estiércol (como había profetizado el mismo Ezequiel al comienzo de su libro, en el capítulo 4). A un pueblo extenuado, Ezequiel le dice desde el exilio que es YHWH quien guía la mano de Nabucodonosor, que de Egipto no vendrá nada bueno y que la única opción adecuada es la rendición. No es difícil imaginar la profunda y radical disonancia entre las palabras de Ezequiel y los sentimientos de su pueblo. Por eso será criticado, acallado y odiado por su gente, a la que ha sido enviado por vocación.

Pero Ezequiel no calla. No puede callar. No cambia la profecía que repite una y otra vez desde hace al menos cinco años, cuando comenzó su actividad de profeta del exilio. No puede cambiarla. Los verdaderos profetas no adaptan sus profecías a las necesidades de los “consumidores”, no tienen ninguna mercancía que vender, tan solo una voz a la que escuchar y obedecer. No tienen elección, no tienen escapatoria. La vocación profética es una de las más tremendas bajo el sol, hoy como ayer. Siempre actúan a contratiempo. La gente busca apoyo y consuelo y Ezequiel desvela las ilusiones y las falsas esperanzas: «Así sabrán los habitantes de Egipto que yo soy el Señor. Porque has sido bastón de caña para la casa de Israel: cuando su mano te empuñaba, te partiste y les horadaste la mano; cuando se apoyaban en ti, te quebraste y los hiciste tambalearse» (29,6-7). Para el claudicante pueblo de Judá, Egipto es un bastón de caña, que se rompe bajo el peso del cuerpo, hiriéndolo. Nada más que eso. Son palabras despiadadas y durísimas.

Dentro de estas profecías contra Egipto, encontramos también un oráculo datado muchos años después (en el 571), que resulta ser el último de la actividad pública de Ezequiel, que dura aproximadamente veintidós años. Se trata de una profecía original y controvertida pero muy importante, puesto que habla de una profecía fallida, de una previsión que no se hace realidad: «Hijo de hombre, Nabucodonosor, rey de Babilonia, empeñó a su ejército en dura campaña contra Tiro: … pero ni él ni su ejército sacaron nada de la campaña contra Tiro» (29,18). Ezequiel, muchos años antes (capítulos 26-28), había profetizado la caída de Tiro y su destrucción a manos de Nabucodonosor. Ahora debe tomar nota de que el rey babilónico ha terminado su largo asedio, pero Tiro no ha sido destruida ni saqueada.

La fuerza de la verdad de la profecía está en su fuente. El verdadero profeta, a diferencia del falso, funda su legitimación en la voz verdadera que le habla y que él/ella a su vez refiere al pueblo. Los oráculos no son especulaciones teológicas ni tratados de ética, sino citas textuales de YHWH. La dimensión predictiva de la profecía es importante porque es una de las pruebas que la distingue de la falsa profecía. Por eso los profetas y el pueblo la tienen muy en cuenta. Pero no es la dimensión esencial. Ezequiel en sus oráculos contra Tiro tiene que anunciar una destrucción, sugerida por Dios, pero años después tiene que admitir que esa destrucción no se ha producido. Ezequiel comparte aquí una suerte similar a la de Jonás, que es enviado a profetizar la destrucción de Nínive, que finalmente no se produce; o a la de Cristo, que anuncia el reino de las bienaventuranzas que nosotros seguimos esperando, junto con su regreso. Nosotros sabemos que el Dios bíblico es un Dios capaz de cambiar de idea. No teme mostrarse como un Dios arrepentido, que amenaza con castigos y después los retira, que pide la ofrenda de un hijo en el altar y después envía un carnero. Lo sabemos. Pero también sabemos que detrás de estas previsiones equivocadas de los profetas se puede esconder otra cosa enormemente importante.

El profeta no es dueño de la palabra que anuncia. Si así fuera, se parecería demasiado al faraón-cocodrilo-Leviatán. Esta falta de posesión le hace justo y a la vez radicalmente frágil y vulnerable. Él sabe que la palabra que anuncia es verdadera, como su vocación. Pero no sabe si mañana esa voz dirá otra cosa distinta de la verdad de hoy, si cambiará de idea. Porque la palabra que anuncia es la voz de un eterno presente. Por tanto, el presente de mañana puede enmendar el presente de hoy y el presente de ayer. Este es el motivo por el que ningún profeta honesto se apoya en el futuro para fundar la verdad de su presente. Y si alguna vez lo hace (este es el error más común también de los profetas verdaderos), va al encuentro de una estrepitosa negación. Saber convivir con esa indigencia del mañana forma parte del oficio del buen profeta, que no es verdadero porque haga profecías que se cumplen, sino porque escucha y transmite una voz.

Es posible que en algún rincón de su alma también Ezequiel temiera que su gran profecía sobre la caída de Jerusalén pudiera ser desmentida algún día por los hechos, que YHWH pudiera cambiar de idea y evitar la destrucción. Tal vez incluso lo deseara o esperara, y rezara como sacerdote exiliado para que sus palabras fueran desmentidas por un arrepentimiento de su Dios. Tal vez, hasta el día anterior al final del asedio, mientras profetizaba el final de la ciudad santa, rezara de noche en secreto a YHWH para que sus palabras no se cumplieran. Solo quien no conoce la vida ni la Biblia puede pensar que los profetas verdaderos aman sus profecías de desventura. Solo son anunciadores de palabras que no controlan, que a veces no les gustan e incluso en su fuero interno esperan y suplican que sean desmentidas. También nosotros, cuando debemos decir una palabra de desventura a las personas que nos piden un discernimiento (sobre una enfermedad, sobre el final de una relación, sobre una posible llamada…) suplicamos íntimamente que la vida desmienta la palabra honesta que debemos decir y no podemos dejar de decir si queremos seguir siendo verdaderos. Toda fidelidad a la palabra nos exige un amor más grande que nuestra felicidad, incluso cuando la palabra adquiere el nombre propio de un amigo, de una esposa o de un hijo. O cuando adquiere nuestro nombre, como cuando oímos una palabra clara que ayer nos llamaba por nuestro nombre y nos confiaba una tarea, y hoy oímos otra igual de clara que nos dice lo contrario. En estos casos, podemos constreñir la voz dentro de nuestras exigencias de coherencia o podemos amar la verdad de esas palabras más que a nosotros mismos y seguir caminando por nuevos senderos, con una nueva libertad.

Los dichos sobre Egipto se cierran con un canto fúnebre (capítulo 32), donde encontramos una de las pocas referencias del Antiguo Testamento a la vida después de la muerte. A diferencia de la cultura egipcia, el humanismo bíblico no está interesado en el paraíso, porque ama demasiado la vida y al Dios de los vivos. Aquí Ezequiel da una vez más pruebas de su talento literario y de su gran cultura sobre las tradiciones de los pueblos vecinos. Especialmente bella y sugerente es la imagen mítica del árbol cósmico, que Ezequiel usa para describir la belleza y la potencia de Egipto que, como un inmenso cedro, surge en el centro del Edén: «Lo hice magnífico, tupido de ramas, lo envidiaban los árboles del Edén, en el jardín de Dios» (31,9). Es un árbol inmenso y de gran belleza, tan alto que su cima alcanza las nubes. Este árbol sufre el mismo final que la Torre de Babel y por idénticos motivos: «Por haber empinado su estatura y haber erguido su cima hasta las nubes, y haberse engreído por su altura, lo entregué a merced de la nación más poderosa para que lo tratara según su maldad» (31,10-11). El mito del árbol cósmico está presente en muchas culturas, desde China hasta Babilonia. También en el medievo cristiano, cuando una tradición franciscana (El Lignum vitae de San Buenaventura y Ubertino de Casale) quiso hacer coincidir el árbol de la cruz con el árbol de la vida del Edén. Mientras nosotros seguimos asistiendo a nuestros crucificados en nuestros calvarios, nadie debe quitarnos la esperanza de poder ver un día florecer esos brazos de madera, y de este modo darnos cuenta de que, sin saberlo, mientras gritábamos el abandono en realidad estábamos apoyados en el árbol de la vida.

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El exilio y la promesa/18 - La palabra honesta que debemos decir y la esperanza que cultivamos

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 10/03/2019

«En medio de la plaza, a una y otra margen del río, hay árboles de vida, que dan fruto doce veces, una vez cada mes; y sus hojas sirven de medicina para los gentiles»

Libro del Apocalipsis

Todas las formas de auto legitimación del poder consideran los dones recibidos como fruto de sus propios méritos personales. Así es como el poder se desvincula de cualquier fuente externa (Dios o el pueblo). Cuando se elimina la naturaleza gratuita de los talentos recibidos, impera la lógica del cocodrilo y antes o después se acaba diciendo: «Mío es el Nilo, yo lo he hecho».

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Apoyados en el árbol de la vida

Apoyados en el árbol de la vida

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El exilio y la promesa/17 - El nombre del ángel no es “economía”, pero el camino correcto pasa por aquí

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 03/03/2019

«Gran fuente de guerras es el comercio. Este es celoso y los celos arman a los hombres. Las guerras de los cartagineses y los romanos, de los venecianos, de los genoveses, de los pisanos, de los portugueses y los holandeses, de los franceses y los ingleses dan testimonio de ello. Cuando dos naciones trafican entre sí para cubrir necesidades recíprocas, son estas necesidades las que se oponen a la guerra y no el espíritu del comercio»

Antonio Genovesi, Comentario a “El espíritu de las leyes” de Montesquieu, 1769

En la Biblia no hay una única valoración ética de la economía. En libros distintos encontramos juicios e ideas distintas e incluso, en ciertos casos, contrapuestas sobre la naturaleza de los bienes, la riqueza y el comercio. Esto es debido sencillamente a que la riqueza es profundamente ambivalente. En muchos pasajes y tradiciones la abundancia de bienes es una bendición y señal de una elección, pero en otros la búsqueda de beneficios y riquezas es pura vanitas. Unas veces leemos que los pobres son malditos y otras que son bienaventurados. Así desde el principio hasta las palabras tremendas del libro del Apocalipsis dirigidas al ángel de la ciudad de Laodicea: «Tú dices: soy rico, me he enriquecido, nada me falta» (Ap 3,17). Esta frase contiene la clave de lectura de buena parte de la crítica profética y evangélica a la riqueza: «nada me falta». El gran engaño, la tremenda ilusión de la riqueza radica precisamente en su seductora oferta de autosuficiencia, de independencia: la ilusión de que, gracias a ella, ya no necesitaremos a nadie, tampoco a Dios. La riqueza nos hace (casi) la misma promesa que Dios le hizo a Abraham y que, no por casualidad, se define a base de bienes: “leche y miel”.

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Los profetas recurren a menudo a la esfera económica y a su lenguaje para componer sus poemas. Son expertos en humanidad y saben que hay pocas cosas (si hay alguna) más capaces que la economía de entrar inmediatamente en las realidades cotidianas y decisivas de la vida de las personas y las comunidades. Desde la infancia conocemos y reconocemos las monedas, intuimos su valor y su uso. Nuestros abuelos entendían perfectamente el lenguaje y el valor de las matemáticas, los bienes y el dinero. Sabían “echar cuentas” incluso sin haber estudiado matemáticas. Hoy también, si queremos decir y escribir palabras capaces de entrar en la vida cotidiana para intentar cambiarla un poco, debemos aprender a hablar del trabajo, de los bienes, de la riqueza y de la pobreza. Cuando no lo hacemos, nuestras palabras vuelan demasiado alto como para cruzarse con los ojos de los hombres y las mujeres, y nuestras imágenes son demasiado aéreas como para encontrarse con el Adam, el terrestre. Podemos hacer muchos discursos, usar muchas palabras perfectas en nuestros diálogos diarios con las personas a las que queremos, pero cuando volvemos a casa de nuestros padres, el lenguaje más verdadero es el de una estantería arreglada, la palabra muda del destornillador con el que se repara una silla, o la de una planta podada y regada. Es la hermosa laicidad de la vida.

Engarzados en el corazón de los oráculos sobre las ciudades (capítulos 25-32), encontramos los cantos de Ezequiel dedicados a la ciudad fenicia de Tiro, que contienen una magnífica reflexión antropológica, teológica y sapiencial sobre la economía y la riqueza: «El año undécimo, el día primero del mes, me dirigió la palabra el Señor: - Hijo de hombre, por haber dicho Tiro de Jerusalén: “¡Ya está rota la puerta de los pueblos! Ha caído en mi poder, su riqueza está en ruinas”… harán botín de tus tesoros y saquearán tus mercancías» (Ezequiel 26,1-2,12). La culpa de Tiro y su condena tienen que ver con su riqueza y su extraordinario comercio, famosos en todo el mundo entonces conocido. Tiro debía ser una ciudad parecida a las actuales Nueva York, Singapur o Londres, conocida sobre todo como un gran hub comercial y de negocios internacionales, protagonista de esa proto-globalización que fue la economía mediterránea. Ezequiel da muestras de ser un auténtico maestro cuando describe su admirable entramado de intercambios y flujos, con gran competencia y eficacia (la amplitud de la cultura de Ezequiel no deja de impresionarme): «Tarsis comerciaba contigo… Grecia, Tubal y Mosoc comerciaban contigo; con esclavos y objetos de bronce te pagaban. Los de Bet Togarma te daban a cambio caballos, corceles y mulos... Arabia y los príncipes de Cadar comerciaban contigo; en borregos, cameros y machos cabríos negociaban. Los mercaderes de Sabá y Rama comerciaban contigo; te daban a cambio los mejores perfumes, piedras preciosas y oro. Jarán, Canné y Edén comerciaban contigo… te henchiste y pesabas demasiado en el corazón del mar» (27,12-25). Tiro dominaba el comercio desde la Península Ibérica (Tarsis) hasta Grecia y desde Asia Menor (Togarma) hasta la Península Arábiga (Sabá). Una auténtica superpotencia mercantil, económica y financiera, dominadora del mar y de la tierra.

Recurriendo a la bella metáfora de la nave, Ezequiel describe el triste destino de una civilización fundada sobre la religión de las riquezas: «En alta mar te engolfaron tus remeros, el viento solano te desmanteló en el corazón del mar; tu riqueza, tu comercio, tus mercancías… todos naufragarán en el corazón del mar… Te cantarán lamentos: “¿Quién como Tiro, sumergida en el seno del mar?”» (27,26-32). Es el retorno de la antigua y eterna tesis sobre la naturaleza efímera de las riquezas, común a mucha literatura sapiencial de las civilizaciones antiguas. Poner la confianza en la salvación del oro y la plata y su falsa omnipotencia es sencillamente una estupidez, porque la felicidad de la riqueza es radicalmente vulnerable e inestable. Basta una tempestad con fuertes vientos para que las promesas de felicidad de los bienes acaben destruidas en el fondo del mar, y nosotros con ellas. Acumular riquezas nos protege de las pequeñas contingencias cotidianas, pero nos deja dramáticamente expuestos a las grandes tragedias. Como los habitantes de la isla de los lotófagos (comedores de loto) en la Odisea, la riqueza nos hace vivir en un constante presente, nos hace olvidar las innumerables realidades de la vida que la riqueza no puede curar ni saciar y de hecho cuando estas aparecen generalmente no estamos preparados y somos frágiles. No existe promesa de felicidad más mentirosa que la de la riqueza, y sin embargo este sigue siendo el mar en el que más nos gusta naufragar. Pero hay una diferencia con respecto a civilizaciones pasadas: ellos se engañaban, pero sabían que se engañaban; en cambio nosotros nos engañamos sin darnos cuenta, porque hemos perdido las categorías éticas para entender el enredo.

En Ezequiel encontramos también la raíz bíblica profunda del pecado económico de Tiro: «Se hinchó tu corazón y te dijiste: “Soy Dios, entronizado en solio de dioses, en el corazón del mar”; tú que eres hombre y no dios te creías listo como los dioses» (28,2). He aquí la naturaleza idolátrica de la riqueza, la locura de decirse a uno mismo: “mi corazón es como el de Dios”, la voluntad de violar el nombre del ángel (Miguel = ¿quién como Dios?).

Al no tener a su disposición un lenguaje más potente que el de la economía para expresar la Alianza y sus promesas, la Biblia inevitablemente ha tenido que atribuir a la riqueza un estatuto ético y espiritual especial, que ha contribuido no poco a confundir las ideas del hombre occidental. De ahí la paradoja que nos acompaña desde hace tres mil años y que anida en el corazón de la Biblia: un humanismo que, por una parte, critica la riqueza porque se presenta a los hombres como alternativa a Dios y por otra usa palabras y símbolos de la riqueza para describir la bendición de Dios y la promesa.

Pero en estos capítulos, Ezequiel nos dice otra cosa enormemente importante. Su canto va más allá y nos regala una meditación sobre el comercio y la economía de extraordinaria innovación y profundidad, una de las más audaces de toda la Biblia: «Eras cuño de perfección, colmo de sabiduría, de acabada belleza; estabas en un jardín de dioses, revestido de piedras preciosas» (28,12-13). En este oráculo al príncipe de Tiro, Ezequiel nos ofrece una admirable versión propia del mito del Edén, de Adán y su caída, distinta de la que encontramos en los primeros capítulos del Génesis (testimonio de que en aquellos siglos las narraciones sobre los comienzos eran plurales). Este Adán, al principio, era un modelo de perfección y conducta, «hasta que se descubrió tu culpa. A fuerza de hacer tratos, te ibas llenando de atropellos y pecabas. Te desterré entonces del monte de Dios… Con tus muchas culpas, con tus sucios negocios, profanaste tus santuarios» (28,15-18).

Aquí el pecado y la consiguiente expulsión de Adán del Edén («el monte de Dios») fue consecuencia del pecado económico. Una tesis desconcertante e interesantísima. La economía elevada a teología. No fue la desobediencia, ni comer el fruto del árbol prohibido, ni escuchar el logos de la serpiente. Nada de todo eso. Para Ezequiel, el hombre fue expulsado del paraíso por una relación inadecuada con el comercio y con la economía. Fueron sus tratos desviados los que “profanaron los santuarios”. Es una afirmación que estremece.

Cada vez que erramos nuestra relación con el dinero y la riqueza, salimos del jardín de las delicias; Adán interrumpe el diálogo con Elohim al anochecer y se rompe el buen diálogo con la mujer, con los demás seres humanos y con la creación. Mirando al primer hombre desde el observatorio de su exilio en Babilonia, otra gran superpotencia económica y financiera, Ezequiel ve con enorme claridad que el pecado no nace tanto de la seducción de la serpiente como de la del dinero; que Caín mató a su hermano no porque envidiara su estatus sino por envidia económica, y que la desobediencia a Dios no consiste en comer el fruto del árbol prohibido sino en una avaricia insaciable. Ezequiel no encuentra un lenguaje más potente que el de la economía para describir el rechazo por parte del hombre al proyecto de armonía y de amor pensado para él por YHWH. Equivocarse en la relación con la economía significa equivocarse en la relación con uno mismo, con los demás, con la creación y con Dios. De ahí su enorme dignidad, su altísimo valor incluso teológico, y nuestra infinita responsabilidad en materia de elecciones económicas.

Hemos sido expulsados del Edén, hemos perdido el paraíso, no hemos cuidado la tierra, no hemos cuidado nuestras relaciones, hemos matado a nuestros hermanos. Lo sabemos. Lo vemos. Pero Ezequiel aquí nos lanza, a contraluz, otro mensaje: cada vez que orientamos nuestra vida económica según la justicia y la comunión volvemos a los jardines de Edén, volvemos a estar llenos de sabiduría y de perfecta belleza y al caer el día paseamos y dialogamos con los ángeles. Quizá no lo sepamos, quizá no nos hayamos dado nunca cuenta o no nos lo hayan dicho, pero el camino recto de la economía es la puerta del cielo.

 

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El exilio y la promesa/17 - El nombre del ángel no es “economía”, pero el camino correcto pasa por aquí

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 03/03/2019

«Gran fuente de guerras es el comercio. Este es celoso y los celos arman a los hombres. Las guerras de los cartagineses y los romanos, de los venecianos, de los genoveses, de los pisanos, de los portugueses y los holandeses, de los franceses y los ingleses dan testimonio de ello. Cuando dos naciones trafican entre sí para cubrir necesidades recíprocas, son estas necesidades las que se oponen a la guerra y no el espíritu del comercio»

Antonio Genovesi, Comentario a “El espíritu de las leyes” de Montesquieu, 1769

En la Biblia no hay una única valoración ética de la economía. En libros distintos encontramos juicios e ideas distintas e incluso, en ciertos casos, contrapuestas sobre la naturaleza de los bienes, la riqueza y el comercio. Esto es debido sencillamente a que la riqueza es profundamente ambivalente. En muchos pasajes y tradiciones la abundancia de bienes es una bendición y señal de una elección, pero en otros la búsqueda de beneficios y riquezas es pura vanitas. Unas veces leemos que los pobres son malditos y otras que son bienaventurados. Así desde el principio hasta las palabras tremendas del libro del Apocalipsis dirigidas al ángel de la ciudad de Laodicea: «Tú dices: soy rico, me he enriquecido, nada me falta» (Ap 3,17). Esta frase contiene la clave de lectura de buena parte de la crítica profética y evangélica a la riqueza: «nada me falta». El gran engaño, la tremenda ilusión de la riqueza radica precisamente en su seductora oferta de autosuficiencia, de independencia: la ilusión de que, gracias a ella, ya no necesitaremos a nadie, tampoco a Dios. La riqueza nos hace (casi) la misma promesa que Dios le hizo a Abraham y que, no por casualidad, se define a base de bienes: “leche y miel”.

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Abramos la puerta del cielo

Abramos la puerta del cielo

El exilio y la promesa/17 - El nombre del ángel no es “economía”, pero el camino correcto pasa por aquí Luigino Bruni Original italiano publicado en Avvenire el 03/03/2019 «Gran fuente de guerras es el comercio. Este es celoso y los celos arman a los hombres. Las guerras de los cartagineses y los ro...
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El exilio y la promesa/16 – El amor nos salva de casi todos los males, pero no es el árbol de la vida

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 24/02/2019

«¿Dónde estará mi vida, la que pudo
haber sido y no fue…
Dónde el ancla y el mar, dónde el olvido
de ser quien soy?...
Pienso también en esa compañera
que me esperaba, y que tal vez me espera»

Jorge Luis Borges, Lo perdido

Cuando cae el velo de las ilusiones y finalmente nos encontramos con la realidad desnuda, la nuestra y la de la vida, comienza un tiempo de auténtica providencia, casi siempre escondida bajo un envoltorio de dolor. Comienza un diálogo “de tú a tú”, íntimo e inmediato, con el alma y con sus habitantes (incluidos los demonios). Todas las ambivalencias, las ambigüedades, las pequeñas y grandes componendas y los pecados del pasado se imponen con una fuerza propia e invencible. Nos hablan y, con una autoridad antes desconocida, nos interrogan y pretenden de nosotros la verdad. Repentinamente nos despertamos del sueño profundo en el que habíamos caído, sin saberlo ni quererlo, y da comienzo una nueva fase de la vida, que a menudo es mejor. Para tocar la verdadera salvación hay que ir más allá de las ilusiones y consuelos en los que se escuda la condición ordinaria de la vida. En algunas existencias este momento llega una sola vez, la decisiva, la de la última llamada. Oímos que alguien nos llama por nuestro nombre, nos damos la vuelta y respondemos, pero sabemos que será la última vez, porque el primer nombre está muriendo para resucitar.

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«El año noveno, el día décimo del décimo mes, me dirigió la palabra el Señor: - Hijo de hombre, apunta la fecha de hoy, de hoy mismo. El rey de Babilonia hoy mismo ha atacado a Jerusalén» (Ezequiel 24,1-2). Todos los días no son iguales. Algunos se parecen, pero nunca hay dos días idénticos. Algunos días señalados marcan y dividen el arco de nuestra vida: el nacimiento, la boda, la llamada, nuestro último día y el de nuestra persona amada. El día del comienzo del asedio de Jerusalén por los babilonios es quizá el día más importante de la historia de Israel. Marca el final de una época maravillosa, que había comenzado con David y Salomón cinco siglos antes, e inaugura una fase nueva de humillación y derrota, pero también de bendición y maduración del pueblo, que se manifiesta en una forma nueva de concebir y vivir la fe, la vida y a Dios-YHWH. Ezequiel (junto con Jeremías) lleva años anunciando la llegada de ese día terrible. Por eso le llaman profeta de desventura, payaso, saltimbanqui y vidente excéntrico. Nadie le considera digno de ser tomado en serio, entre otras cosas porque habla en nombre y por cuenta de YHWH que, en el exilio y en la patria, ha sido equiparado, desafiado y batido por los dioses babilónicos, más espectaculares y con mejores prestaciones.

De este modo, en una Jerusalén que ve llegar por el horizonte a Nabucodonosor con sus tropas, los hebreos hacen fiesta y organizan opíparos banquetes, alentados por los falsos profetas con la ilusión de que el templo santo y la ciudad de David nunca serán profanados ni derrotados: «Pon la olla, ponla, echa en ella agua; echa en ella tajadas, las mejores tajadas, pernil y costillar; llénala de huesos escogidos; aparta lo mejor del rebaño» (24,3-5). En las vísperas de las tragedias siempre hay alguien que hace lo contrario de lo que debería hacer, y confunde las codornices del desierto con las ranas de Egipto, el maná con las langostas, el banquete por el hijo recuperado con el del rico epulón. Los falsos profetas asisten habitualmente a los banquetes equivocados. Lo hacen muchas veces, casi siempre. Pero no pueden hacerlo siempre, porque, antes o después, llega el día de la verdad. Entonces todo se ve distinto y los banquetes revelan su naturaleza: los buenos y fraternos serán evidentes a la luz del sol y juzgarán a los malos y extraviados.

Ese día, distinto y tremendo, Ezequiel llama a su Jerusalén «ciudad sanguinaria». Sus habitantes han derramado sangre y no la han cubierto. La han dejado en el suelo a la vista, y Ezequiel, al contarlo y escribirlo, la deja al descubierto para siempre: «La sangre que en ella se derramó la echó en roca pelada, no la vertió en la tierra para que el polvo la cubriera» (24,7). Generalmente la tierra cubre la sangre que nosotros derramamos por nuestras maldades, ya que, si no lo hiciera, nuestro dolor sería insoportable. Pero hay en la Biblia unos pocos episodios tremendos, en los que la sangre no se esconde, sino que permanece expuesta en el suelo. El mensaje que contiene es demasiado importante y su fuerza supera la fuerza del dolor. La tierra no cubre la sangre derramada en Jerusalén, del mismo modo que antes no cubrió la del manso Abel (Gn 4,10), ni la sangre inocente de Job: «Tierra, no cubras tú mi sangre» (Jb 16,18). La tierra de la Biblia deja al descubierto todos estos lugares ensangrentados, para que nosotros los veamos y aprendamos el olor de la sangre inocente, de modo que podamos reconocerlo cuando lo encontremos en otro lugar de la Biblia o de la vida (donde hay muchísima sangre inocente derramada, demasiada).

Mientras el texto nos conduce al interior de los gravísimos acontecimiento políticos y religiosos de Jerusalén, la escena da uno de los giros más inesperados y potentes de todo el libro. Esa fecha tremenda marca con sangre no solo la historia de Jerusalén sino también la biografía personal de Ezequiel, infligiendo a su vida la herida más profunda: «Me dirigió la palabra el Señor: - Hijo de hombre, voy a arrebatarte repentinamente el encanto de tus ojos» (24,15-16). Desde el día de su vocación, Ezequiel ha sido sacramento, símbolo encarnado, signo y mensaje total. Todo verdadero profeta lo es. Ha hablado siempre con todo su cuerpo, con su carne. Ahora, al llegar al corazón de su libro, Ezequiel nos habla también a través de la carne de una relación primaria: su matrimonio. Nuestras relaciones son carne, son sustancia, son persona (como nos dirá el cristianismo). Por consiguiente, son cuerpo. Aquí, por vez primera, Ezequiel profetiza con otra carne: la de una relación. Nos habla utilizando un cuerpo más grande que el suyo, como hicieron Oseas y Jeremías, el primero casándose con una prostituta y el otro permaneciendo célibe para convertirse en mensaje de exilio.

Ezequiel había dicho de muchas maneras que Jerusalén, «el encanto de sus ojos» (24,25), sería destruida y el pueblo deportado en exilio a Babilonia sin tener siquiera tiempo para celebrar el luto (24,22). Ahora, en ese día tremendo, le queda un último recurso y Dios hace que lo use. La profecía es así, en la Biblia y en la vida. Es tremenda, estupenda y dramática: «Por la mañana yo hablaba a la gente, por la tarde se murió mi mujer» (24,18). Una frase terrible. La sangre conyugal se convierte también en sangre expuesta y dejada al descubierto en la Biblia, para que, también aquí, aprendamos a reconocer su olor.

Es un episodio, probablemente histórico, que no debe ser interpretado como un sacrificio pedido por Dios para probar de alguna forma la fidelidad del profeta. El Dios de los profetas no pide estas cosas. Ezequiel no es Abraham y no hay ningún carnero que le salve salvando a la persona amada. La historia de Ezequiel solo dice, con la fuerza absoluta del lenguaje profético, dónde se encuentra la esencia de una verdadera vocación. Cuando decimos “sí” a una voz verdadera que nos llama y nos ponemos en camino, sabemos que ya no seremos dueños de las cosas más importantes de nuestra vida, incluidas nuestras relaciones más íntimas. Perdemos el control de nuestros bienes, porque todos se convierten en tarea, destino y mensaje. Entre estos bienes se encuentran los bienes relacionales primarios. Esta es una de las razones más profundas para elegir el celibato, como hacen algunos profetas. El día de la llamada intuyen que el don de todo su cuerpo no debe involucrar a una futura esposa, a un marido ni a unos hijos. No se casan por una original y elevada forma de responsabilidad. Sin embargo, otros, como Ezequiel, se casan (o ya estaban casados en el momento de la llamada) y sus seres queridos entran misteriosamente dentro de su vocación, aun cuando no lo elijan (las cosas importantes que elegimos son verdaderamente pocas).

Pero este trágico acontecimiento de la vida de Ezequiel nos dice más cosas. La viudez, sobre todo en la juventud (Ezequiel tendría unos 35 años en el 598 a.C.), es siempre un exilio, la destrucción de un templo bellísimo, el final de un gran sueño y de un reino maravilloso. Es, por tanto, un gran mensaje sobre la condición humana. Aun siendo el amor conyugal el icono más nítido del cielo en la tierra, el alimento que más sabe a eternidad, ni siquiera este amor nos emancipa de la naturaleza efímera de la vida. El amor nos salva de casi todos los males, pero no es el árbol de la vida. Mientras hace maravillosa la existencia, no evita que seamos mortales. Fuera del Edén el amor humano roza la eternidad, pero no la alcanza.

Ezequiel, además de su mujer, pierde también la voz, se queda mudo. Es probable que el episodio que el redactor final del libro decidió poner al principio de la vocación de Ezequiel («Te pegaré la lengua al paladar, te quedarás mudo» 3,26) en la biografía del profeta sea precisamente el momento de la muerte de su esposa. La decisión de situar este mutismo en los primeros días de su llamada tiene sentido en la economía de la profecía de Ezequiel, porque viene a decir que la pérdida de la esposa es un acontecimiento decisivo para toda la misión y la “palabra” del profeta. Ezequiel permanece muchos meses con la lengua pegada al paladar, posiblemente durante todo el exilio de Jerusalén (un año y medio): «Hijo de hombre, el día que yo les arrebate su baluarte… ese día se presentará un evadido para comunicarte una noticia. Ese día se te abrirá la boca y podrás hablar en presencia del evadido, y no volverás a quedar mudo. Les servirás de señal» (24, 25-27).

Hijo de hombre… Bastaría la frase con la que Ezequiel describe en el libro a su mujer («encanto de mis ojos») para expresar, verdaderamente y hasta el fondo, su condición de «hijo del hombre». Solo quien conoce el corazón de la condición humana puede llamar a una mujer con estas palabras magníficas. Ezequiel es totalmente voz de Dios, pero es también totalmente voz y carne de hombre, como nosotros. Por tanto, como nos sucede a nosotros, también a él un día se le apaga la voz en la garganta y ya no es capaz de decir nada. De maestro de la palabra pasa a estar mudo, con las palabras gastadas por un luto ahogado («Tú suspira en silencio»: 24, 17). En esos días solo se puede suspirar, mientras quede un poco de aliento. Todas las palabras, incluso las de Dios, dejan de hablar. Lo hemos visto, lo vemos y lo veremos. Seguiremos rozando la eternidad, esperando poder tocarla al final con un salto más alto.

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El exilio y la promesa/16 – El amor nos salva de casi todos los males, pero no es el árbol de la vida

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 24/02/2019

«¿Dónde estará mi vida, la que pudo
haber sido y no fue…
Dónde el ancla y el mar, dónde el olvido
de ser quien soy?...
Pienso también en esa compañera
que me esperaba, y que tal vez me espera»

Jorge Luis Borges, Lo perdido

Cuando cae el velo de las ilusiones y finalmente nos encontramos con la realidad desnuda, la nuestra y la de la vida, comienza un tiempo de auténtica providencia, casi siempre escondida bajo un envoltorio de dolor. Comienza un diálogo “de tú a tú”, íntimo e inmediato, con el alma y con sus habitantes (incluidos los demonios). Todas las ambivalencias, las ambigüedades, las pequeñas y grandes componendas y los pecados del pasado se imponen con una fuerza propia e invencible. Nos hablan y, con una autoridad antes desconocida, nos interrogan y pretenden de nosotros la verdad. Repentinamente nos despertamos del sueño profundo en el que habíamos caído, sin saberlo ni quererlo, y da comienzo una nueva fase de la vida, que a menudo es mejor. Para tocar la verdadera salvación hay que ir más allá de las ilusiones y consuelos en los que se escuda la condición ordinaria de la vida. En algunas existencias este momento llega una sola vez, la decisiva, la de la última llamada. Oímos que alguien nos llama por nuestro nombre, nos damos la vuelta y respondemos, pero sabemos que será la última vez, porque el primer nombre está muriendo para resucitar.

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Rozando y tocando la eternidad

Rozando y tocando la eternidad

El exilio y la promesa/16 – El amor nos salva de casi todos los males, pero no es el árbol de la vida Luigino Bruni Original italiano publicado en Avvenire el 24/02/2019 «¿Dónde estará mi vida, la que pudo haber sido y no fue… Dónde el ancla y el mar, dónde el olvido de ser quien soy?... Pienso tam...
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El exilio y la promesa/15 - La palabra puede hacernos vislumbrar a Dios y, antes de eso, a las mujeres y a los hombres.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 17/02/2019

«A la cabeza de todo está Dios, señor del cielo. Eso todos lo saben. Después viene el príncipe Torlonia, señor de la tierra. Luego vienen los guardias del príncipe. Luego vienen los perros de los guardias del príncipe. Luego no viene nada. Luego, nada más. Luego, nada más. Luego vienen los campesinos. Y podría decirse que eso es todo.»

Ignazio Silone, Fontamara

Muchas religiones usan las imágenes de la paternidad, la filiación y el matrimonio para expresar la relación que existe entre los pueblos y sus divinidades. La Biblia también conoce estas imágenes, pero las usa con mucha sobriedad. La urgencia por marcar la diferencia entre YHWH y los ídolos llevó a desconfiar fuertemente del uso de imágenes humanas para hablar de Dios. Después, el cristianismo generó la que puede considerarse como la mayor innovación religiosa, mostrándonos a un hombre-Dios que llamaba a YHWH con el apelativo familiar de Abbá: papá. Pero si pensáramos que la paternidad de Dios que nos ha mostrado Jesucristo es una copia de la paternidad humana, caeríamos en el mismo error que los cananeos y los caldeos. Tan solo se le parece, como nos parecemos nosotros a Dios, de quien somos “imagen y semejanza”. Esta formulación expresa al mismo tiempo la máxima cercanía y la máxima distancia. Muchos trastornos religiosos derivan de una distancia demasiado grande, que anula la cercanía, pero otros derivan de una excesiva cercanía de un Dios que se parece tanto a nosotros que llega a resultar trivial o inútil.

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Ezequiel nos tiene acostumbrados a un lenguaje que no teme atravesar el terreno resbaladizo de las metáforas sexuales para hablarnos de Dios: «Me dirigió la palabra el Señor: Hijo de hombre, había dos mujeres hijas de la misma madre. Se prostituyeron en Egipto, doncellas eran y fornicaron. Allí palparon sus pechos, allí desfloraron su seno virginal. Ohlá se llamaba la mayor y Ohlibá su hermana. Después fueron mías y dieron a luz hijos e hijas. Ohlá es Samaría y Ohlibá, Jerusalén» (Ezequiel 23,1-4).

Oseas y Jeremías ya habían usado anteriormente metáforas esponsales. El mismo Ezequiel (cap. 16), para contar la historia de infidelidad del pueblo con respecto a su Dios, había recurrido a la imagen de una doncella vista y elegida siendo joven y pobre, que después se pervirtió como prostituta. Pero ahora Ezequiel se atreve con algo casi impensable: no se trata de una mujer elegida cuando era joven, antes de que se pervirtiera, sino de dos mujeres elegidas cuando ya eran prostitutas. No solo leemos que YHWH desposa («fueron mías») a dos mujeres, recurriendo por consiguiente a la imagen del matrimonio poligámico prohibido para los hebreos (Lev. 18,18); sino que además YHWH desposa en un contrato poligámico a dos hermanas prostitutas. Es un hecho enormemente sorprendente, sin parangón en toda la literatura bíblica. Más allá de las interpretaciones acerca de los posibles motivos que explicarían la radicalidad de este capítulo de Ezequiel, la parábola del matrimonio entre YHWH y dos prostitutas tiene mucho que decirnos, debe decirnos mucho.

En primer lugar, nos recuerda, una vez más, que Israel no ha tenido ningún reparo a la hora de reconstruir y transmitir una historia poco gloriosa e incluso a veces vergonzosa. Los profetas en particular, sobre todo los que vivieron y profetizaron en el periodo del exilio (Jeremías, el segundo Isaías y Ezequiel), tuvieron fortaleza espiritual para contar la historia de su pueblo despojada de cualquier ideología triunfalista y nacionalista. Fueron despiadados, no enmendaron ninguna página oscura ni escandalosa de su pasado (ni de su presente). Y de este modo lo salvaron, como nos siguen salvando a nosotros, que los leemos hoy en medio de nuestros exilios y tragedias. “La verdad hace libres” es un pilar de todo el humanismo bíblico, sobre todo para los profetas.

Cuando alguien de la comunidad recibe una misión profética, en un contexto de exilio o en vísperas de una gran tragedia colectiva, para poder salvar verdaderamente a su pueblo debe resistirse a la tentación de borrar o reescribir los momentos menos edificantes del pasado e interpretar ideológicamente el presente. Los falsos profetas, con la finalidad de vender escenarios presentes y futuros mejores, tienen una necesidad absoluta de enmendar y traicionar el pasado, porque son incapaces de leer los paraísos dentro de los infiernos, el alba al anochecer, o el ocaso a mediodía. En cambio, los profetas no falsos hacen todo lo contrario. A la vez que dicen “esta historia se ha terminado”, saben decir: “pero… no se ha terminado la historia”. A la vez que repiten: “hemos hecho cosas tremendas, escandalosas y demenciales” son capaces de añadir: “pero… un resto se salvará y volverá a ser fiel y a realizar cosas buenas”.

Nosotros, por nuestra parte, no debemos caer en el error de pensar que los falsos profetas están dominados por el pesimismo antropológico, simplemente porque recuerden todo el tiempo los pecados del pueblo. Esa lectura sería superficial y equivocada. Ellos cantan la belleza del ser humano a la vez que ven y denuncian toda su miseria. La positividad y la confianza infinita que los profetas nutren hacia Dios se convierte inmediatamente en positividad y confianza hacia el hombre. Hablando bien de Dios, hablan bien de nosotros, incluso cuando hablan de infidelidades y traiciones. Esta es la extraordinaria fuerza de la categoría de la alianza bíblica y de las verdaderas alianzas entre nosotros.

Mientras haya alguien, bien asentado sobre la roca (¿quién mejor asentado que YHWH?), que sujete con fuerza un extremo de la cuerda, los que vamos unidos en cordada no nos precipitaremos al vacío. La Biblia nos muestra esta escalada milenaria, hecha de resbalones nuestros constantemente salvados por alguien que no afloja nunca. La fuerza del mensaje bíblico se concentra en esta tenacidad. Los profetas no nos muestran su amor escondiendo nuestros resbalones (y los suyos), sino asegurándonos que arriba, en lo alto de la roca, bien sujeto en la cornisa, hay alguien que sujeta la cuerda también para nosotros. Alguien de quien somos “imagen y semejanza”. Entonces, también nosotros podemos ser capaces de sujetar, a veces durante toda la vida, una cuerda para salvar a alguien, para salvar al menos a uno. La frase estupenda y temeraria del primer capítulo del Génesis – "y Elohim creó al hombre a su imagen y semejanza" – es el hilo que mantiene unidas la teología y la antropología, permitiéndonos extender a los hombres las cosas estupendas que la Ley y los profetas dicen de Dios. Este lazo entre el cielo y la tierra impedirá para siempre maldecir al hombre mientras alguien siga bendiciendo a Dios, y reverberará sobre los hombres cada salmo dirigido a Dios.

Por otro lado, este capítulo debe generar en nosotros un pensamiento acerca de las mujeres y las víctimas que aparecen la Biblia. La Biblia fue escrita (tal vez) solo por varones, y aunque alguna mano de mujer le hubiera dado algún retoque, desde luego no fue la mano dominante. Sin embargo, estos hombres fueron capaces de escribir páginas estupendas sobre las mujeres y su genio (algunas ya las vimos cuando comentamos los libros de Samuel). Pero ahora, al leer esta parábola de las dos hermanas prostitutas, elegidas como imagen y símbolo de la perversión de Israel y de Judá, es difícil no pensar en la multitud de palabras negativas acerca de las mujeres que hay en la Biblia, que nos interrogan y nos ponen en crisis.

En todo tiempo, incluso en el de Ezequiel, las prostitutas, tanto las profanas como las sagradas de los templos cananeos y babilónicos, eran víctimas generadas por varones poderosos para satisfacer sus propias necesidades y vicios. Ezequiel habría sido más fiel al dato histórico si hubiera utilizado la imagen de unos varones infieles que traicionan a sus esposas con otras mujeres, obligadas a prostituirse por la vida, la pobreza y los hombres. En cambio, el profeta nos describe la vida, la ropa, el comercio y los castigos de las prostitutas babilónicas, a las que ve cada día por las calles. Y un redactor posterior, menos profético y más moralista que Ezequiel, rebasa la metáfora para lanzar una advertencia a las mujeres de su pueblo: «Todas las mujeres escarmentarán y no imitarán vuestras infamias» (23,48). No debe sorprendernos. La Biblia siempre ha sido objeto de manipulación. Esta es una gran e inevitable vulnerabilidad de todo gran texto. También hoy hay comentaristas que utilizan la parábola de los talentos de Mateo, que ciertamente no fue narrada para hablar de economía y finanzas, con el fin de sacralizar la meritocracia y el espíritu del capitalismo.

Entonces ¿cómo podemos y debemos leer estos pasajes donde las víctimas se erigen como iconos del pecado y la perversión? Ciertamente a la Biblia no podemos pedirle demasiado en el plano social y antropológico, olvidándonos del contexto cultural en el que estos textos fueron dichos y escritos. Pero tampoco debemos pedirle demasiado poco y pasar por estos capítulos sin ver ni “tocar” a las víctimas que encontramos. Ezequiel podía hacerlo y seguir siendo inocente. Nosotros no. Nosotros debemos decidir de qué parte queremos ponernos cuando leemos las historias de la Biblia, si queremos que siga estando entre las cosas vivas de la tierra y de nuestro corazón.

Así pues, mientras leemos el castigo que YHWH inflige a las prostitutas por su infidelidad – «Te cercenarán nariz y orejas, y tu prole caerá a espada; te arrebatarán hijos e hijas y el fuego devorará a tu prole» (23,25) –, podemos y debemos pensar en las mutilaciones y en las cicatrices de la cara que los hombres de Babilonia realizaban en el cuerpo de las mujeres y que tantos hombres siguen realizando hoy. Y después repetir: “nunca más”, y actuar en consecuencia para que el ejercicio de la lectura bíblica se convierta inmediatamente en un ejercicio cívico y ético. Quién sabe cuántos redentores y redentoras de mujeres y hombres violentados han salido a la calle después de haber leído, con su carne, una página bíblica; y ahí, en el encuentro verdadero con las víctimas, han encontrado solo inocencia y un dolor infinito. La fuerza de la palabra está en su capacidad para cambiar nuestra mirada, para hacernos ver a Dios de otra manera y, aún antes, para hacernos ver de otra manera a los hombres y a las mujeres. Esta educación de los ojos del alma nos hace capaces de repetir en los distintos encuentros, dentro y fuera de la Biblia: “Fijando en él su mirada, le amó”.

Durante estos años que llevo comentando la Biblia estoy aprendiendo a mirar y ver a sus víctimas. Cuando me encuentro con alguna de ellas, desacelero, me recojo y detengo mis pasos, para mirarlas, para estar con ellas, para dejarme tocar y enriquecer y, finalmente, para desear liberarlas de su infierno.

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El exilio y la promesa/15 - La palabra puede hacernos vislumbrar a Dios y, antes de eso, a las mujeres y a los hombres.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 17/02/2019

«A la cabeza de todo está Dios, señor del cielo. Eso todos lo saben. Después viene el príncipe Torlonia, señor de la tierra. Luego vienen los guardias del príncipe. Luego vienen los perros de los guardias del príncipe. Luego no viene nada. Luego, nada más. Luego, nada más. Luego vienen los campesinos. Y podría decirse que eso es todo.»

Ignazio Silone, Fontamara

Muchas religiones usan las imágenes de la paternidad, la filiación y el matrimonio para expresar la relación que existe entre los pueblos y sus divinidades. La Biblia también conoce estas imágenes, pero las usa con mucha sobriedad. La urgencia por marcar la diferencia entre YHWH y los ídolos llevó a desconfiar fuertemente del uso de imágenes humanas para hablar de Dios. Después, el cristianismo generó la que puede considerarse como la mayor innovación religiosa, mostrándonos a un hombre-Dios que llamaba a YHWH con el apelativo familiar de Abbá: papá. Pero si pensáramos que la paternidad de Dios que nos ha mostrado Jesucristo es una copia de la paternidad humana, caeríamos en el mismo error que los cananeos y los caldeos. Tan solo se le parece, como nos parecemos nosotros a Dios, de quien somos “imagen y semejanza”. Esta formulación expresa al mismo tiempo la máxima cercanía y la máxima distancia. Muchos trastornos religiosos derivan de una distancia demasiado grande, que anula la cercanía, pero otros derivan de una excesiva cercanía de un Dios que se parece tanto a nosotros que llega a resultar trivial o inútil.

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Aprender a detenerse y a mirar

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El exilio y la promesa/15 - La palabra puede hacernos vislumbrar a Dios y, antes de eso, a las mujeres y a los hombres. Luigino Bruni Original italiano publicado en Avvenire el 17/02/2019 «A la cabeza de todo está Dios, señor del cielo. Eso todos lo saben. Después viene el príncipe Torlonia, señor d...