stdClass Object ( [id] => 16918 [title] => Quedará un gran candor [alias] => quedara-un-gran-candor [introtext] =>Más grandes que la culpa/31 – Es posible ser «rey» cuando no se deja de ser hijo
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 19/08/2018
«Yo no vivo en mí sino fuera.Yo soy falible y cometocontinuamente errores. No sé por qué, tal vez no más que otros,pero a mí me parece que cometo más…Oh, fuera están los árboles,están los pájaros y las flores»
Nicola Gardini,Yo no vivo en mí sino fuera
«Estas son las últimas palabras de David: (…) “El espíritu del Señor habla por mí, su palabra está en mi lengua. Me dijo: (…) El que gobierna a los hombres con justicia, el que gobierna respetando a Dios, es como la luz del alba al salir el sol, mañana sin nubes tras la lluvia, que hace brillar la hierba del suelo”» (2 Samuel 23,1-4). Sabemos que David seguirá hablando en la Biblia (en el libro 1º de los Reyes), pero para los libros de Samuel estas son “las últimas palabras de David”, como un testamento. En esta ocasión, el rey David habla como profeta, como alguien que ha recibido una nueva lengua con la que anunciar (en su caso también cantar) la palabra de YHWH, y termina el libro como sacerdote. El autor sabe que también nosotros, al llegar al final de su vida, podemos dar testimonio de que verdaderamente algunas palabras de David han sido distintas y más altas que las suyas y las nuestras. Las ha mezclado con otras palabras bajas, más bajas y viles que las nuestras. Pero Dios habla en David precisamente desde las heridas de su ambivalente humanidad.
[fulltext] =>Después de las últimas palabras, el texto recoge algunos episodios de la vida de David que, por su naturaleza y por sus mensajes, han sido colocados como epílogo de su historia. El primero se refiere a una extraña sed de David en Belén: «David sintió sed y exclamó: “¡Quién me diera agua, la del pozo junto a la puerta de Belén!” Los tres campeones irrumpieron en el campamento filisteo, sacaron agua del pozo, junto a la puerta de Belén, y se la llevaron a David. Pero David no quiso beberla» (23,14-16). Este complicado episodio nos dice una cosa acerca de los reyes que son muy amados por su pueblo. Estas personas muchas veces gozan de tal veneración y devoción por parte de su comunidad que sus seguidores se sienten impulsados a hacer todo lo posible y lo imposible para satisfacer las necesidades de su “rey”, tratando incluso de adelantarse a sus deseos y a veces a sus caprichos. Este tipo de líder carismático sabe muy bien que posee este poder de encantamiento sobre sus fieles y siente la tentación de usar y abusar de él. El relato nos dice que David tiene un corazón distinto: él también se siente tentado por el capricho y cede, pero sabe arrepentirse, cambia de idea y realiza un gesto de lealtad con sus hombres.
Este episodio del agua está engarzado dentro de la presentación de la treintena de guerreros de los que se ha rodeado David, su guardia especial. El detalle más importante de esta lista de militares y gestas heroicas se encuentra en el último nombre, el que cierra la lista: «Urías el hitita» (23,39), el soldado leal a quien David mandó matar para poseer a su mujer Betsabé (cap. 11). El autor no teme poner como sello de la parada militar de David un nombre cuya sola pronunciación es más expresiva para el lector bíblico que un tratado de teología. La misericordia y la predilección de YHWH por David, el rey amadísimo, poeta y cantor de salmos estupendos, son más grandes que su culpa. Pero la Biblia quiere conservar el nombre de Urías hasta el final, sin borrarlo del registro de la historia de David, del catálogo de la vida y de la muerte, para recordarnos que los grandes pecados excavan cicatrices que surcan y cambian nuestro cuerpo para siempre. Cada vez que, al leer la Biblia, pronunciamos el nombre de Urías, David sigue siendo responsable de ese pecado. Perdonado sí, pero no irresponsable.
El segundo episodio es el del censo. Debido a una misteriosa ira, YHWH «instigó a David contra ellos: “Anda, haz el censo de Israel y de Judá”» (24,1). Dios “instiga” a David para que actúe mal contra su pueblo, lo “induce a la tentación”. Verdaderamente en el Padre Nuestro está la Biblia entera. David cede a este impulso y Joab realiza el censo: «En Israel había ochocientos mil hombres aptos para el servicio militar, y en Judá, quinientos mil» (24,9). Pero después del censo, David siente “remordimiento” y dice: «He cometido un grave error. Ahora, Señor, perdona la culpa de tu siervo, porque he hecho una locura» (24,10). ¿Por qué convocar un censo es un “grave error”? Los números en el mundo medio-oriental tenían un significado misterioso y mágico. Conocer el “número” de una realidad significaba poseer su misterio y poder usarla, manipularla. Pasar de la cualidad (el pueblo) a la cantidad (el número) reduce el grado de libertad; la dimensión importante pasa a ser la del número, que es casi siempre la más banal por ser la más simple, y se pierden por el camino las restantes dimensiones. Es lo que ocurre con el censo: contar a las personas manifiesta una voluntad de dominio, un espíritu de posesión de las “cosas” contadas, que nos permite decir que somos sus dueños. Hoy igual que ayer. En el humanismo bíblico, el rey no es el dueño de su pueblo y por consiguiente ese censo tiene un fuerte valor teológico: niega la soberanía de YHWH sobre su pueblo. En ese número asoma el pecado de idolatría. En las comunidades ideales y espirituales, contar a las personas tiene siempre un valor teológico, revela voluntad de poder y pone en crisis la gratuidad y la castidad de los fundadores y de los jefes.
Como respuesta al arrepentimiento de David, YHWH envía a través de Gad (un profeta-vidente) una palabra a David: «Te propongo tres castigos; elige uno y yo lo ejecutaré (…) Tres años de hambre en tu territorio, tres meses huyendo perseguido por tu enemigo o tres días de peste en tu territorio» (24,12-13). David excluye la huida ante el enemigo, y Dios manda una peste que mata a setenta mil personas. David se ofrece a sí mismo para salvar a su rebaño: «¡Soy yo el que ha pecado! ¡Soy yo el culpable ¿Qué han hecho estas ovejas? Carga la mano sobre mí» (24,17). En respuesta a su voto, Gad transmite a David la respuesta de Dios: «Vete a edificar un altar al Señor en la era de Arauná» (24,18). Esta era, lugar de trilla, de cría y de muerte de animales, se convierte en el altar de David-sacerdote, y posteriormente en el lugar donde Salomón edificará el templo. En mi dialecto, era se dice ara, como altar en latín (quizá por ese mismo cruce entre muerte y vida). Arauná se declara dispuesto a donar gratuitamente a su rey los bueyes para el holocausto y la leña para el fuego. Pero David le responde: «No, no. Te la compraré pagándola al contado. No voy a ofrecer al Señor, mi Dios, víctimas que no me cuestan». David compra la era y los bueyes por «medio kilo de plata» (24,24). Este diálogo recuerda mucho al de Abraham y su contrato con los hititas para comprar la tumba de Sara (Génesis 23); y trae de nuevo a la mente el nombre de Urías, el hitita. Abraham pagó por aquella tumba cuatro kilos de plata; ahora el precio pagado es medio kilo. Al autor (más tardío y más ideológico) del libro primero de las Crónicas (21,25) no le parecerá suficiente esta pequeña cifra y la multiplicará por doce y además convertirá la plata en oro («seis kilos de oro»). Sin embargo, la modesta cifra del escritor antiguo es más hermosa, porque quizá nos quiere decir que ningún templo vale más que una mujer, y que la tierra para el templo que contendrá el Arca de la alianza vale un octavo de la tierra que contiene a una esposa.
En este último episodio retorna el gran tema de la fe económica. Los sacrificios a Dios no valen si no cuestan, si son gratuitos. Esta visión religiosa considera la gratuidad una mala moneda, cree que a Dios no le gustan los dones que no cuestan nada. Es una idea radicada también en lo profundo de nuestras relaciones sociales (por ejemplo, nos lleva a despreciar regalos que sabemos que son reciclados) y los hombres han querido extenderla a la relación con la divinidad, aprisionando de este modo a Dios en nuestra lógica comercial ¿Cuándo lo liberaremos? Pero este último capítulo nos dice, una vez más, que la Biblia ama a David por su capacidad para arrepentirse y para volver a empezar después de haberse equivocado. No ama a David por su vida moral, sino por su misterioso candor casi infantil, el primitivo candor del pastorcillo que el pecado del hombre adulto no ha sido capaz de borrar, y le ha hecho más grande que la culpa. De este modo nos llega el mensaje más importante de la historia de David: ese misterioso candor y esa inocencia infantil resisten tenaces y están activos en cada uno de nosotros. También nosotros somos más grandes que nuestras culpas. Debemos recordarlo, sobre todo en tiempos de grandes culpas, propias y ajenas.
David hizo su entrada en la Biblia como un muchacho y, en cierto sentido, ese muchacho no ha dejado nunca la escena. Ha sabido dialogar con las mujeres, ha escuchado la voz de los profetas y del Espíritu, ha sentido respeto por su “padre” Saúl, ha cantado, ha compuesto himnos y poesías, ha llorado. David, el rey y el padre más grande, ha sido tan grande porque no ha dejado nunca de ser hijo. Tal vez por eso ha sido tan querido y lo sigue siendo. La era de Arauná, según la tradición bíblica, se encontraba sobre el monte Moria, donde un ángel de Dios salvó a otro hijo inocente. Dios y nosotros amamos muchas cosas, pero sobre todo amamos a los hijos.
También en esta ocasión, gracias a Dios, hemos llegado al final. El domingo 2 de septiembre comenzaremos una nueva serie sobre las Organizaciones con Motivación Ideal, y sobre las personas que las generan y trabajan en ellas. Como siempre, aunque cada vez es distinta, gracias a todos los que han tratado de seguirme a lo largo de estas treinta y una semanas. Gracias al director, Marco Tarquinio, el primer lector de cada una de mis líneas y el que permite que el diálogo de un economista con la Biblia continúe y, tal vez, madure. Gracias a los que me han escrito, animado y criticado con palabras a veces espléndidas. Ha sido un comentario largo y lleno de encuentros. Como ocurre en cada lectura bíblica, las personas que se encuentran en el camino no desaparecen cuando se cruza el umbral. Siguen vivas, hablan, introducen y presentan los siguientes encuentros, y se ponen a caminar con nosotros, hasta que llega el último encuentro. De este modo, al final del camino podemos encontrarnos con una zona poblada por todas las mujeres y los hombres que hemos conocido. Esta es la belleza también de la gran literatura y especialmente de la Biblia. En la era de Arauná estaban, invisibles, Ana. Samuel, Elí y sus hijos, Saúl, Jonatán, Betsabé, Abigail, Rispá, la bruja de Endor, las dos mujeres sabias, Joab, Absalón y Amnón. Estaban Tamar y Urías, junto a muchas otras víctimas cuyas lápidas conserva la Biblia para nosotros, o para cuando, como estos días en Génova, el dolor nos deja sin palabras y sin aliento.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 19/08/2018
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Nicola Gardini,Yo no vivo en mí sino fuera
«Estas son las últimas palabras de David: (…) “El espíritu del Señor habla por mí, su palabra está en mi lengua. Me dijo: (…) El que gobierna a los hombres con justicia, el que gobierna respetando a Dios, es como la luz del alba al salir el sol, mañana sin nubes tras la lluvia, que hace brillar la hierba del suelo”» (2 Samuel 23,1-4). Sabemos que David seguirá hablando en la Biblia (en el libro 1º de los Reyes), pero para los libros de Samuel estas son “las últimas palabras de David”, como un testamento. En esta ocasión, el rey David habla como profeta, como alguien que ha recibido una nueva lengua con la que anunciar (en su caso también cantar) la palabra de YHWH, y termina el libro como sacerdote. El autor sabe que también nosotros, al llegar al final de su vida, podemos dar testimonio de que verdaderamente algunas palabras de David han sido distintas y más altas que las suyas y las nuestras. Las ha mezclado con otras palabras bajas, más bajas y viles que las nuestras. Pero Dios habla en David precisamente desde las heridas de su ambivalente humanidad.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 12/08/2018
«Moisés vio que el Señor escribía la palabra “magnánimo” en la Torá y preguntó: “¿Esto significa que eres paciente con los devotos?” “No, yo lo soy también con los impíos”. “¿Cómo? – exclamó Moisés – Los impíos merecen morir”. El Eterno no replicó.»
Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos
Incluso las historias más grandes llegan al último capítulo. A veces es el capítulo más hermoso. Siempre es el destilado de toda una vida. Pero, mientras que, en las novelas, el buen lector sabe reconocer el momento en que el relato sufre una última torsión y se apresta a la conclusión, cuando intentamos leer el libro que estamos escribiendo, casi nunca somos conscientes de en qué momento comienza el declive para poder cambiar. Sencillamente amamos demasiado la vida y sus palabras, y amamos demasiado las ilusiones. Por eso a menudo la última página nos pilla desprevenidos, sin darnos cuenta de que estábamos en el último capítulo, el que podía darle ritmo y sentido. Perdemos la trama de la historia y a veces nos perdemos nosotros mismos.
[fulltext] =>Todo esto es particularmente relevante y trágico en el caso de los “reyes”, los jefes y sobre todo los líderes carismáticos y los fundadores de comunidades y movimientos espirituales e ideales, es decir personas portadoras de un carácter de fundación y guía moral de otros. En estos casos es verdaderamente crucial que el “rey” consiga entender cuándo ha llegado el momento de “dejar de bajar al campo de batalla” para entrar en una nueva dimensión de la vida individual y colectiva. Es el tiempo de “custodiar la lámpara”, cuando la comunidad o la organización debe – o debería – pedir al fundador que se convierta en memoria y signo vivo del carisma y del ideal, poniendo en segundo plano su propia persona de modo que el primer puesto lo ocupe la luz que emana del fanal. La experiencia más importante de un fundador y de su comunidad es tomar conciencia de la distinción, que debe ser clara y explícita, entre la luz y la custodia de la luz. A lo largo de la vida, esta distinción a veces se atenúa, y la comunidad confunde la realidad iluminada (el fundador) con la luz y su fuente. Entonces el descanso del último capítulo puede ser decisivo para el futuro de la comunidad, para hacer, al final, lo que no se ha hecho durante el resto de la vida. Sin embargo, cuando esta fase no llega, o llega demasiado tarde, el rey corre peligro de morir en la batalla y, lo que es más grave, la luz corre peligro de apagarse con la muerte de quien la encendió. Para que la luz pueda seguir iluminando después de nosotros, debemos damos a nosotros mismos y a la comunidad un tiempo último y distinto. Porque es precisamente en ese tiempo, manso y humilde, de la custodia de la llama cuando un “rey” dice con la carne que él no es la luz, sino solo su custodio.
«Estalló de nuevo la guerra entre los filisteos e Israel. David bajó con sus oficiales, acamparon en Gob y dieron batalla a los filisteos. David estaba extenuado. Se adelantó un campeón de los descendientes de Rafá … diciendo que iba a matar a David. Pero Abisay, hijo de Seruyá, defendió a David, hirió al filisteo y lo mató. Entonces los de David le exigieron: “¡Por Dios, no salgas más con nosotros a la batalla, para que no se apague la lámpara de Israel!”» (2 Samuel 21,15-17).
David se encuentra cansado, pero baja de todos modos al campo de batalla, donde pone en peligro su vida. Sus generales le hacen un juramento solemne, una especie de nuevo pacto que marca el comienzo de la última etapa de la vida de David y su progresiva retirada del gobierno, que abrirá el camino a su hijo Salomón.
El “pueblo” ve este cansancio, nuevo y distinto, y pronuncia una promesa. En la historia de David, esta fase comienza con un juramento, con una promesa pronunciada por iniciativa de sus generales. En el texto, David no responde. El juramento es operativo unilateralmente por la sola fuerza de la palabra pronunciada por los representantes del pueblo. En la vida de las comunidades, a veces se dan pactos análogos, donde la iniciativa la toma la comunidad. Los reyes no se encuentran casi nunca en condiciones de comprender que están “cansados”, porque este tipo de cansancio carismático solo lo ven las personas que están cerca del jefe. Es un cansancio relacional, y los miembros de la comunidad, si son honestos y no aduladores, tienen el deber de tomar la iniciativa y hacer que el rey entre en el último capítulo. No son decisiones fáciles, son siempre dolorosas, porque la comunidad está acostumbrada a escuchar y seguir, y porque no es nada fácil reconocer la frontera entre esta promesa y una conjura. Detrás de comunidades que no han sobrevivido a su fundador hay conjuras confundidas con promesas y acogidas por el rey, y promesas rechazadas al ser confundidas con conjuras.
A continuación, viene el relato de las gestas heroicas de algunos guerreros de David, donde encontramos una versión distinta de la muerte de Goliat a manos no de David sino de Eljanán (21,19). La Biblia no teme desmentir en el culmen de la vida de David uno de los mitos fundacionales de su héroe. Después, llegamos al único salmo de David, reproducido íntegramente en los libros de Samuel. Es un salmo largo e intenso, que ocupa todo el capítulo 22. El redactor lo pone como conclusión de la vida de David, como testamento y sello. Es el comienzo de su último capítulo, el tiempo del agradecimiento a Dios, a la vida y a los compañeros. Este puede ser también el tiempo de los salmos, para los poetas como David y para cada uno en su propio lenguaje. Hay salmos espléndidos compuestos con los nombres de los hijos y de los nietos, con fidelidades y lealtades silenciosas, susurrando tan solo un Ave María porque se han olvidado las demás oraciones. El último salmo de la vida no puede ser privilegio de los poetas.
He aquí algunos versos: «Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. Dios mío, peña mía, refugio mío (…) Desde el cielo alargó la mano y me agarró, para sacarme de las aguas caudalosas, me libró de un enemigo poderoso, de adversarios más fuertes que yo (…) El Señor me pagó mi rectitud, retribuyó la pureza de mis manos, porque seguí los caminos del Señor, y no me rebelé contra mi Dios (…) Con el leal tú eres leal, con el íntegro tú eres íntegro (…) Por eso te daré gracias en medio de las naciones, y tañeré, Señor, en tu honor» (22,2-50). Y a mitad del salmo encontramos: «Señor, tú eres mi lámpara; Señor, tú alumbras mis tinieblas» (22,29). David ha aprendido que la lámpara de Israel no es él, y por eso al final de su vida puede custodiarla (la custodia exige la alteridad de la cosa custodiada).
Son muchos los sentimientos que se entrecruzan en el alma leyendo este gran salmo. David cantaba y tocaba la cítara, y también en esta alma suya de artista se ve el afecto que le profesa toda la Biblia. Esta oración poética intensa nos cautiva y nos conquista. Pero cuando intentamos leer los contenidos del canto debemos intentar decirlos con otras palabras.
Siempre ha habido muchos creyentes que han usado a Dios para dar un crisma sagrado a su propias victorias y riquezas. La “teología de la prosperidad” tiene raíces bíblicas antiguas. Esto es así porque la Biblia, que se inmensa, se presta también a ser objeto de abuso y manipulación (como todas las cosas verdaderamente bellas e inmensas de la vida). La Biblia ha necesitado genios teológicos y mucho tiempo para comprender que estar de parte de Dios no significa estar de parte de los vencedores, y que nuestro Dios, el de nuestros amigos y el de nuestros enemigos, es el mismo Dios. Si no fuera el mismo Dios, también YHWH, el Dios verdadero y distinto, sería un ídolo. Y si el Dios de los perdedores es el mismo que el de los vencedores, si el Dios de los pobres es el mismo que el de los ricos, si el Dios de los sanos es el mismo que el de los enfermos, si el Dios de los fuertes es el mismo que el de los débiles, entonces uno de los grandes mensajes de la Biblia (y de las religiones no idolátricas) es la laicidad de Dios. Es mejor dejar a Dios fuera de nuestros negocios y de nuestras guerras, de la salud y de las enfermedades propias y ajenas, de las bolsas y de las especulaciones financieras. A Dios podemos encontrarlo en todas partes, en todo y en todos, pero si lo encontramos solo de nuestra parte no es el Dios bíblico.
La historia de Israel posterior a David mostrará al pueblo un Dios derrotado, será testigo de la deportación del pueblo elegido y verá el templo invencible convertido en un montón de escombros. La fuerza de YHWH será simbolizada por un niño y por un “pequeño resto” fiel. Pero del exilio florecerán los cantos del siervo sufriente de YHWH (Isaías) y muchas de las grandes palabras proféticas. Sin el exilio, sin esa gran derrota, no tendríamos hoy a Job ni a Qohélet, que nos han proporcionado otros semblantes verdaderos del Dios bíblico.
El salmo de David es también un perfecto ejemplo de religión retributiva («El Señor me pagó mi rectitud, retribuyó la pureza de mis manos»). Cuando los vencedores, los poderosos y los ricos dicen las palabras del salmo de David, la experiencia de la fe siempre está en peligro. Porque es muy fácil pasar del agradecimiento por la victoria y las riquezas a pensar que “puesto que he vencido y soy rico, entonces es que Dios está conmigo”, para quizá después añadir que “Dios no está con quien no triunfa y es pobre”. De este modo la fe se estropea, se convierte en un instrumento de condena y de maldición de los pobres, de los perdedores, de los que creen en un Dios distinto.
Los salmos de alabanza de David al Dios victorioso deben ser meditados juntamente con los cantos del Dios vencido, en lectura sinóptica. Si cuando entonamos el canto de David por nuestras victorias no lo hacemos con el alma y la mirada puestas en otros cantos gritados por los desesperados y los descartados, en realidad estamos hablando con Baal aunque lo llamemos Dios o Jesús. Un test para reconocer la verdad de toda oración es intentar recitarla al lado de las víctimas de la tierra, sin vergüenza.
El salmo de David es también el canto de la fe joven y adolescente, cuando pensamos que el pacto con el único Dios verdadero nos asociará a sus victorias, y eso nos hace sentir omnipotentes. La fascinación y el misterio de la religión está también en su capacidad para hacernos gustar la embriaguez de la omnipotencia. Después crecemos y nos damos cuenta de que somos impotentes y frágiles porque nos hemos hecho adultos. Muchas veces perdemos la primera fe, salvo que, precisamente en el exilio sin templo, nos llegue el don de una nueva relación con Dios. Con un Dios que nos resucita estando con nosotros en silencio sobre nuestro mismo montón de estiércol, y acompaña nuestro grito como hizo con el grito del hijo, la oración más bella de todas. Y así llegaremos, finalmente, al último capítulo, donde encontraremos la misma voz de la primera página.descarga artículo en pdf
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 12/08/2018
«Moisés vio que el Señor escribía la palabra “magnánimo” en la Torá y preguntó: “¿Esto significa que eres paciente con los devotos?” “No, yo lo soy también con los impíos”. “¿Cómo? – exclamó Moisés – Los impíos merecen morir”. El Eterno no replicó.»
Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos
Incluso las historias más grandes llegan al último capítulo. A veces es el capítulo más hermoso. Siempre es el destilado de toda una vida. Pero, mientras que, en las novelas, el buen lector sabe reconocer el momento en que el relato sufre una última torsión y se apresta a la conclusión, cuando intentamos leer el libro que estamos escribiendo, casi nunca somos conscientes de en qué momento comienza el declive para poder cambiar. Sencillamente amamos demasiado la vida y sus palabras, y amamos demasiado las ilusiones. Por eso a menudo la última página nos pilla desprevenidos, sin darnos cuenta de que estábamos en el último capítulo, el que podía darle ritmo y sentido. Perdemos la trama de la historia y a veces nos perdemos nosotros mismos.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 05/08/2018
«Ella está convencida de que en el Cielo se encontrará con tu madre, y también con tu otra abuela. Doña María Vicenta me aseguró que, si el Eterno Padre no te toma directamente bajo su protección, ellas tres elevarán tales protestas que el Paraíso se transformará en un verdadero infierno»
Ignacio Silone, La semilla bajo la nieve
Muchas de las patologías de las religiones judía y cristiana, así como de la civilización occidental que surgió a partir de ellas, son consecuencia directa del matrimonio entre fe y economía. La comprensión del pecado como deuda se encuentra en el origen y en el corazón del humanismo bíblico, determinando una visión mercantil de la religión y de la salvación. Cuando la lógica deuda-crédito se extiende de la tierra al cielo, toma cuerpo una organización tal vez más abstracta que nuestro capitalismo financiero.
[fulltext] =>En el cielo y en la tierra, los pecados sobreviven al pecador. La deuda queda registrada en el “balance” de una persona, de una comunidad y de Dios, mientras alguien no la extinga pagando el justo precio. A Dios se le incluye en estos comercios como garante en última instancia del valor legal de las “monedas” utilizadas y como parte principal de este mercado, cuya bolsa de valores es el templo. El primer acto, que originó una deuda en la parte ofendida, es “renegociado” y transformado en un nuevo contrato más complejo, en una especie de título derivado, que genera cadenas intemporales que se extienden y amplían a través del espacio y el tiempo. Hoy nuestro sistema económico ha eliminado la hipótesis de Dios, pero el dispositivo culpa-deuda sigue operando con total tranquilidad, ya sea porque no es comprendido ya sea porque se esconde detrás de palabras tan reputadas como “meritocracia” e “incentivo”. Es muy difícil liberarse de la idea económica de la fe cuando estamos cada vez más rodeados por la economía y sus dogmas. Deberíamos analizar seriamente el capitalismo desde el punto de vista teológico, para comprenderlo e intentar cambiarlo.
«En el reinado de David hubo hambre durante tres años consecutivos, y David consultó al Señor. El Señor respondió: “Saúl y su familia están todavía manchados de sangre por haber matado a los gabaonitas”» (2 Samuel 21,1). David se enfrenta a una larga carestía, provocada tal vez por una sequía de extraordinaria duración. Para nosotros las sequías y las calamidades naturales son simples sequías y calamidades. Para el hombre antiguo eran también mensajes divinos necesitados de decodificación. Si YHWH es el aliado de Israel, una carestía tan larga solo puede explicarse por la ira divina provocada por un grave pecado. Por eso, David va en peregrinación a un templo importante, donde “consulta al Señor” y recibe una respuesta: la causa de lo que está ocurriendo está en un delito anterior del rey Saúl contra la comunidad de los gabaonitas (una población cananea, amiga de Israel). No sabemos cuál fue el delito de sangre cometido por Saúl. Solo sabemos que David no duda del oráculo que recibe (quizá a través de un profeta). Convoca a los gabaonitas para establecer un pacto y les dice: «¿Qué puedo hacer por vosotros y cómo indemnizaros?... Los gabaonitas contestaron: Nosotros no queremos plata ni oro de Saúl y su familia» (21,3-4). Los gabaonitas fijan el precio y aclaran que no quieren ser resarcidos en dinero, aunque la Ley de Moisés así lo prevé (Éxodo 21,30). Esto representa una paradoja. La idea antigua de religión, que ha tomado de la economía el lenguaje simbólico para expresar las relaciones deuda-crédito entre los hombres y con Dios, no considera el dinero “de verdad” como una moneda adecuada para cancelar las deudas más importantes. Para ellas es necesaria la sangre.
Aquí encontramos una clave de lectura para penetrar en la naturaleza y en la vocación de la economía, si la leemos en relación con los sacrificios y la sangre. El desarrollo de las instituciones monetarias a lo largo de los siglos ha supuesto una gran alternativa para evitar recurrir al pago con sangre. Este antiguo relato de sangre y deudas, en su locura, nos sugiere también un mensaje de vida: el dinero es demasiado poco cuando se trata de la vida y la muerte. Cuando alguien golpea nuestra carne y/o la de las personas amadas, no hay suma de dinero capaz de restablecer verdaderamente la situación original. Necesitamos una lógica distinta, no monetaria y desligada del cálculo coste-beneficio, que se llama perdón y reconciliación. Solo dentro de estas reconciliaciones totales no monetarias, las reparaciones monetarias del daño y las penas judiciales desempeñan la función de intentar restablecer el equilibrio roto, aun sin lograrlo nunca del todo.
Al llegar a este punto, el texto adquiere un tono tremendamente trágico: «Entonces dijeron al rey: “Un hombre quiso exterminarnos, y pensó destruirnos (…) Que nos entreguen siete de sus hijos varones, y los colgaremos [empalaremos] en honor del Señor, en Gabaón, en la montaña del Señor”» (21,5-6). David acepta pagar este loco precio, sin negociar: «A Amoní y Meribaal, los dos hijos de Saúl y Rispá, hija de Ayá, y a los cinco hijos (…) de Merab, hija de Saúl, se los entregó a los gabaonitas, que los colgaron [empalaron] en el monte ante el Señor. Murieron los siete a la vez» (21,8-9).
El pacto absurdo se cierra. El daño de sangre es convenientemente pagado con más sangre. Pero nosotros no podemos dejar de preguntar a la Biblia: ¿Cómo ha podido David aceptar un comercio tan infame? ¿Cómo ha podido creer que YHWH necesita sangre para aplacarse y reconciliarse con el pueblo? Podríamos decir que, en realidad, David se mueve en un plano principalmente político: entrega a los siete saulitas para reconciliarse con los gabaonitas y eliminar a los últimos supervivientes de la casa rival de Saúl. Esta es una respuesta posible pero parcial, porque en la Biblia es muy difícil, cuando no imposible, aislar el componente político del religioso. El sacrificio de las víctimas se produce en un lugar sagrado, el templo de YHWH en Gabaón, usando hombres como “ofrendas a YHWH” en un contexto sacrificial. Así pues, el deudor principal es Dios.
Este pacto de sangre nos revela una dimensión importante de la fe de Israel en los albores de la monarquía. David, el rey según el corazón de Dios, el cantor de salmos espléndidos, el amigo sincero de Jonatán, tan querido por la Biblia, con toda probabilidad creía verdaderamente poder aplacar y satisfacer a YHWH, el Dios distinto de la Alianza, con sangre humana. Pero la noticia más triste es que, a pesar de que han pasado más de tres mil años desde aquella ofrenda depravada, a pesar del cristianismo y de San Pablo, nosotros seguimos creyendo en el mismo Dios que David y los gabaonitas cada vez – desgraciadamente son muchas – que, más o menos conscientemente, interpretamos la sangre de Cristo en la cruz como el precio pagado al Padre por nuestros pecados. O cuando ofrecemos nuestro dolor e incluso nuestra propia vida como sacrificio, pensando que allá arriba alguien lo espera y nuestra ofrenda-sacrificio le agrada, creyendo que la medida de nuestra autenticidad es la “sangre” y el dolor que le “damos”.
Pero también en este relato tremendo nos topamos de repente con el esplendor de una epifanía con una idea distinta de la fe, la vida y la religión. La Biblia es inmensa, entre otras cosas, por esta continua auto-subversión. Se trata del gesto de Rispá, una mujer que, sin hablar, nos deja uno de los discursos más fuertes, dramáticos y espirituales de toda la literatura religiosa, iluminando de este modo este sacrificio arcaico con una luz de paraíso: «Rispá, hija de Ayá, agarró un saco, lo extendió sobre la peña y desde el comienzo de la siega hasta que llegaron las lluvias estuvo allí espantando día y noche a las aves y a las fieras» (21,10).
Este versículo (21,10) del segundo libro de Samuel debería entrar en todas las antologías de la excelencia moral de los seres humanos, las madres y las mujeres. Ya conocemos a Rispá (3,7). Era la concubina de Saúl, “tomada” por el general Abner sin pedirle permiso para lanzar un mensaje político al rey. Ahora David le “toma” dos hijos para su ofrenda reparadora, de nuevo sin pedirle permiso (nunca lo habría obtenido). Ella toma su saco para el luto y, en lugar de vestirse con él, lo extiende y lo transforma en una tienda. Ahí vela, día y noche, los cuerpos sin vida. Permanece bajo esas cruces durante días, semanas o tal vez meses. Sola, como una estela de carne viva, como una centinela que está, con el profeta, firme en su puesto de vigía sobre las murallas (Isaías 21). Para decirnos otras palabras de YHWH sin hablar. Para profetizar el Gólgota y para gritar en su sábado santo que, si hay un Dios verdadero, no puede y no debe agradarle la sangre de los hombres, porque sería menos humano que ella, que nosotros. Las palabras mudas, como estas de Rispá, le dan a toda la Biblia el sabor y la fragancia de la palabra de Dios. Sin el gesto de esta madre y sin los pocos gestos parecidos presentes en la Biblia, todo el pan de la palabra sería ácimo e insípido. El gesto de Rispá nos permite decir “Palabra de Dios” al final de la lectura de estos capítulos tremendos, sin avergonzarnos de los hombres, de la Biblia y de su Dios.
Podemos imaginarnos a Rispá estrechando los cuerpos, empapándolos en lágrimas, besándolos, secando las heridas con sus cabellos, gritando contra los hombres y quizá contra el cielo que han querido la ofrenda de esos hijos. Las madres, de Rispá a María, siempre han sabido que ningún cielo habitado puede aceptar la sangre de hijos crucificados. Después la vemos alejando a las bestias y a los buitres de los cuerpos de sus hijos y también de los cuerpos de los hijos de Merab. Rispá vela a las siete víctimas, vela a sus hijos y a los que no son suyos, para recordarnos para siempre que cada hijo es hijo de todos. Un día, el cristianismo nos reveló un amor distinto, el agape, capaz de ir más allá de los lazos de sangre, amistad y deseo para alejar a los buitres y a las fieras de los cuerpos de todos los hijos. Pudo hacerlo porque lo había aprendido del amor de las madres y de las mujeres, que era el que más se le parecía.
El cielo volvió a llover sobre la explanada del templo de Gabaón, mojó la tierra y los cuerpos crucificados. Pero la lluvia salvadora no fue la respuesta al sacrificio de David. Eran las lágrimas de Dios derramadas en respuesta a las de Rispá y las de las madres de otros crucificados. Solo un Dios que llora con nosotros por la muerte y el dolor de nuestros hijos puede estar a la altura religiosa de Rispá y de sus hermanas.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 05/08/2018
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Ignacio Silone, La semilla bajo la nieve
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 29/07/2018
«El gran visir, que era a su pesar ministro de tanta crueldad, tenía dos hijas. La mayor se llamaba Sherezade y la otra Doniazade. Un día, cuando estaban charlando, Sherezade le dijo: Padre, tengo intención de detener la brutalidad que el sultán ejerce con las familias de esta ciudad; quiero disipar el justo temor que tienen muchas madres de perder a sus hijas de manera tan funesta»
Las mil y una noches
Las palabras pueden matar, y también alejar la muerte. Logos es el primer enemigo de thanatos. Mientras tengamos algo que contar, podremos retrasar un día su llegada. Y cuando hayamos terminado nuestro relato y llegue, quizá descubramos que aún nos queda una historia que contar, una historia para ella.
[fulltext] =>Las mujeres tienen una familiaridad especial con la muerte, porque tienen una intimidad singular con la vida. Tal vez sea porque durante milenios han custodiado la casa, donde han desarrollado relaciones primarias mientras los hombres se dedicaban a la economía de las relaciones productivas y militares fuera de casa. Las mujeres se han hecho expertas en la vida y a la vez en la muerte. Han lavado y vestido a los niños y a los muertos. Han cuidado heridas que raramente curaban. Han preparado la cama, muchas veces la única cama grande de la casa, hoy para dar a luz y mañana para velar a un padre. En relación con la muerte, la vida es para ellas como un jardín para ciegos: no la ven, pero sí la tocan, la sienten, la respiran. Cuando llega el final y abren los ojos, la miran a la cara y descubren que ya la conocen, como solo una mujer conoce a una hermana. La muerte no parece su peor enemigo. Para matar de verdad a una mujer, no basta quitarle la vida. En la Biblia, las mujeres generalmente no terminan su vida muriendo, sino que salen de escena después de haber sido violadas y humilladas, tal vez para decirnos que estas muertes son las que de verdad matan.
«Estaba allí por casualidad un desalmado llamado Sebá, hijo de Bicrí, benjaminita, que tocó la trompa y dijo: “¿Qué tenemos nosotros con David?”» (2 Samuel 20,1). Con este intento de insurrección, un hombre de la familia de Saúl continúa la lucha entre las tribus vinculadas a Saúl y las que son fieles a David. Al mismo tiempo, marca el comienzo del conflicto entre el Norte (Israel) y el Sur (Judá), que conducirá posteriormente a la trágica escisión del Reino de David. En estos capítulos finales del segundo libro de Samuel, vemos que el partido de Saúl, a pesar de haber sido derrotado por el de David, sigue estando vivo y con fuerza en Israel, sobre todo en la tribu de Benjamín. La guerra con su hijo Absalón, que supone la crisis política más grave del reinado de David, produce grietas, incluso teológicas, por donde tratan de colarse las facciones fieles a Saúl. En realidad, la tribu de Benjamín, que hace de cremallera entre el Norte y el Sur, siempre ha representado un elemento crítico para Jerusalén. No olvidemos que también el profeta Jeremías y Pablo-Saúl de Tarso, ambos críticos con Jerusalén y su tradición, son benjaminitas.
Mientras tanto, David, después del abandono temporal de la ciudad para reprimir la conjura de Absalón, vuelve a Jerusalén. Su primer acto político tras la crisis tiene como protagonistas a las diez concubinas que había dejado en la ciudad en el momento de la fuga (15,16), y de las que Absalón había tomado posesión (16,21) para mostrar a todo el pueblo quién era el nuevo rey. Para dar publicidad al gesto, en la terraza de palacio había levantado una tienda a la que Absalón entraba con las mujeres (16,22). Quizá fuera la misma terraza desde la que su padre observó el baño de Betsabé, la deseó y consumó un adulterio que está en el origen de la sangre que ya nunca dejará de manchar a su familia. Una vez más, las mujeres son usadas como instrumentos del poder, mujeres que viven en palacio sin ser vistas ni reconocidas como personas. El harén es una parte más de la riqueza de un rey: un conjunto de cosas, objetos y bienes sin derechos y sin nombre. Ha hecho falta toda la Biblia, y no ha sido suficiente, para que la mujer volviera a ser el ezer kenegdo que Adán, con gran alegría, reconoció en el Edén como “igual a él”, alguien con quien cruzar la mirada a la misma altura, en el acontecimiento decisivo que el Génesis (2,23) pone al comienzo de la creación, como piedra angular de su antropología y de su teología. Sin embargo, durante milenios los ojos de las mujeres han estado más abajo que los de los varones, más cerca de los ojos de los animales que de los de los maridos. Unos ojos bellísimos que miraban hacia delante sin cruzarse ni ser reconocidos como iguales.
«Cuando David llegó a su palacio de Jerusalén, encerró en el harén a las diez concubinas que había dejado al cuidado del palacio; las mantenía, pero no se acostó con ellas; quedaron como viudas de por vida» (20,3). David, para cerrar definitivamente el paréntesis político de Absalón, condena a estas diez mujeres a la clausura de por vida. Inocentes, tienen que pagar la viudedad del hijo rebelde que las ha consumido sin pedir permiso. Mujeres como Tamar, sin culpa, que deben expiar los pecados y venganzas de los varones, aprisionadas en una viudez forzosa política y social, usadas para enviar al pueblo un mensaje de carne (Jueces 19). Las mujeres, cuando las palabras se acaban o se quedan sin aliento, han tenido que hablar con su carne, con sus hijos y con sus clausuras. Aunque su mensaje sea de vida, no dejan de ser un sacramento de carne para decir palabras de espíritu, que casi nunca son acogidas ni comprendidas.
Pero no podemos evitar sentirnos sacudidos y turbados por la indiferencia con que el escritor bíblico nos comunica esta clausura no elegida de las mujeres. Es como si la pietas usada con los grandes hombres no fuera necesaria para estas mujeres y para muchas otras. Ojalá fuéramos capaces de imaginar e incluso escribir algunos episodios de la historia narrada en los libros de Samuel desde la perspectiva de las mujeres. Preguntarnos: ¿cómo viviría Mical, hija de Saúl y esposa de David, la guerra civil entre su padre y su marido y la muerte de Jonatán y de los demás hermanos? ¿Qué sentiría – y tal vez qué diría – Betsabé ante la muerte del niño sin nombre querido por YHWH para castigar la culpa de David? ¿Qué dijo, si es que dijo algo, Ajinoán, la madre de Absalón, cuando supo que su hijo, el más guapo de todos, se había quedado enganchado con su melena en un árbol y Joab le había dado muerte? ¿Cómo leen y viven las madres la historia de las guerras y de las violencias de los hombres? ¿Cuáles son sus palabras distintas? Pero en medio de esta viudedad claustral y de este triste silencio de mujeres, la Biblia nos presenta a otra mujer y con ella nos hace escuchar algunas palabras femeninas demasiadas veces acalladas. Al escuchar sus palabras, podemos intentar oír las de muchas mujeres mudas sepultadas por la historia y por la Biblia.
La revuelta de Sebá no encuentra suficientes partidarios en Israel. Con unos pocos hombres, se refugia en una ciudad del Norte llamada Abel (Abel-Bet-Maacá). Joab sale en su persecución, asedia la ciudad y comienza a construir un terraplén adosado a su muralla para tomarla.
Después de la mujer sabia sin nombre de Tecua (cap. 14), ahora, en otro momento decisivo, entra en escena otra mujer sabia sin nombre: «Una mujer sabia de la ciudad, plantada en el bastión, gritó: “¡Oíd, oíd! Decid a Joab que se acerque, que tengo que hablar con él”. Joab se le acercó y ella le preguntó: “¿Eres tú Joab?” Él dijo: “Sí”. Y ella entonces: “Escucha las palabras de tu servidora”. Joab respondió: “Te escucho”» (20,16-17). Lo primero que llama la atención es que una mujer tome la palabra en nombre de la ciudad. En un mundo de hombres, en un momento de gran crisis donde está en juego la supervivencia de la comunidad, es una mujer la que habla, y lo hace con tanta autoridad que Joab la escucha. La mujer le dice: «Solían decir antiguamente: “Que pregunten en Abel, y asunto concluido”. Somos israelitas cabales. Tú intentas destruir una ciudad madre de Israel. ¿Por qué quieres aniquilar la heredad del Señor?» (20,18-19). Abel era en Israel una ciudad madre de paz, con una historia y una vocación de sabiduría y fidelidad. La mujer sabia de Abel usa el genius loci de su tierra, apela a sus raíces para salvar el árbol de la vida, porque las raíces no son solo el pasado, sino también el presente y el futuro. Pero las raíces pueden salvar si alguien sabe llamarlas porque sabe verlas y entenderlas. Esto también forma parte del talento de las mujeres, porque la generación de la vida las hace expertas en el vínculo entre generaciones.
El diálogo entre la mujer sabia y el general despiadado continúa: «Joab respondió: “¡Líbreme, líbreme Dios de aniquilar y destruir! No se trata de eso: (…) Sebá se ha sublevado contra el rey David. Entregádnoslo a él solo y me alejaré de la ciudad”» (20,20-21). La mujer ha alcanzado su objetivo: salvar de la muerte, con la palabra, a su ciudad y a sus habitantes. Y también en este caso actúa de inmediato: «La mujer dijo entonces a Joab: “Ahora te echamos su cabeza por la muralla” (…) Decapitaron a Sebá, hijo de Bicrí, y le tiraron a Joab la cabeza» (20,21-22). Hoy, tal vez, nos parecería “sabio” un mediador capaz de salvar también la vida del rebelde. A la Biblia la suerte de Sebá no le interesa mucho (en aquel mundo la muerte de este tipo de rebeldes era casi segura). En este relato, a la mujer se la considera sabia porque en una situación desesperada sabe encontrar rápidamente la única solución posible para salvar a su ciudad de la destrucción, logra mediante el diálogo que el sanguinario comandante cambie de idea, y obtiene de este modo la paz. En un lugar limítrofe entre la muerte y la vida – los lugares donde la Biblia muchas veces coloca a las mujeres –, la mujer de Abel sabe salvar a una “ciudad madre” y a sus hijos. En este prodigioso duelo prevalecen las palabras de paz de la mujer sabia.
Esa mujer sigue sin nombre, pero no sin palabras. A veces, en la Biblia, los protagonistas de relatos que contienen un mensaje grande intencionadamente no tienen nombre. Su anonimato no reduce el valor de sus palabras, sino que lo universaliza: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó», «Un hombre tenía dos hijos...». Nosotros podemos rellenar el nombre que falta poniendo el nuestro, y después oír cómo se nos repite: «Ve y haz tú lo mismo».
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Publicado en Avvenire el 29/07/2018
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Las mil y una noches
Las palabras pueden matar, y también alejar la muerte. Logos es el primer enemigo de thanatos. Mientras tengamos algo que contar, podremos retrasar un día su llegada. Y cuando hayamos terminado nuestro relato y llegue, quizá descubramos que aún nos queda una historia que contar, una historia para ella.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 22/07/2018
«No insistiré; pero aunque luego quisieras ayudarme, no me será ya grata tu ayuda. Haz lo que te parezca. Yo por mi parte, le enterraré… Tú, si te parece, desprecia lo que para los dioses es lo más sagrado»
Sófocles, Antígona
La historia que narran los libros de Samuel está llena de homicidios, fratricidios, incestos, violaciones y todo tipo de violencias salvajes. YHWH, protagonista de muchas páginas bíblicas, parece ahora quedarse del otro lado de la barrera, observando el espectáculo de muerte que le ofrecen los hombres. Sin embargo, la Biblia sigue hablando de Dios en todos sus libros, conteniendo sus palabras y su palabra. Pero ¿dónde y cómo?
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Absalón ha muerto por las lanzadas de Joab mientras pendía del árbol. Ahora Joab debe dar la noticia a David, quien le había pedido que cuidara de su hijo. La elección del mensajero no es fácil. Finalmente Joab decide enviar a un etíope (18,19) como embajador de malos augurios. El rey le pregunta: «¿Está bien el muchacho, Absalón?» (2 Samuel 18, 32), y el etíope entonces le da la triste noticia. La reacción de David es fuerte y llena de pathos: «El rey se estremeció, subió al mirador de encima de la puerta y se echó a llorar, diciendo mientras subía: ¡Hijo mío, Absalón, hijo mío! ¡Hijo mío, Absalón! ¡Ojalá hubiera muerto yo en vez de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío!» (19, 1). David le resulta entrañable a la Biblia por muchos motivos. Tal vez el primero de ellos sea su corazón, capaz de albergar sentimientos genuinos y verdaderos que sabemos reconocer y apreciar porque se parecen demasiado a los nuestros. Tiene que combatir una guerra civil para rechazar la conjura de Absalón, que se ha proclamado rey, pero el texto nos dice que no quiere la muerte del joven hijo. David se encuentra, de nuevo, inmerso en un conflicto entre dos dimensiones fundamentales de su vida. Está destrozado por la tensión entre el rey, que debe oponerse a un enemigo para salvar el trono y el reino, y el padre, que no desea la muerte del hijo, el más guapo de todos los hijos del pueblo (cada hijo es para su padre “el más guapo”, porque sin esta mirada generosa y exagerada no sería bastante guapo para nadie). Estos conflictos de identidad que tienen lugar dentro de la misma persona son decisivos, y mucho más concretos y reales que los conflictos de identidad interpersonales, que sin embargo nuestra cultura amplifica porque no sabe reconocer y mucho menos resolver los conflictos internos del alma.
El texto bíblico nos dice que al principio el padre prevalece sobre el rey. En sus palabras volvemos a leer muchas palabras parecidas pronunciadas por otros padres y madres ante la muerte de sus muchachos. Siete veces aparece la expresión “hijo mío”. Este número indica un dolor infinito, porque infinito es el dolor por un hijo que ya no está. David es un experimentado hombre de armas y conoce muy bien el oficio de la guerra. Cuando dejó Jerusalén para prepararse a la batalla era consciente de que el resultado más probable sería la muerte de Absalón. Sin embargo trata de cambiar ese destino, forzando los despiadados códigos de la guerra. Pide que cuiden de su hijo, aun conociendo muy bien a Joab y las despiadadas reglas del juego de la guerra. Por eso, al mensajero le pide en primer lugar noticias acerca de su muchacho. Sabe casi con certeza cuál va a ser la tremenda respuesta, pero no por eso deja de hacer la pregunta, aferrándose al hilo de esperanza contenido en ese casi. Es lo que hacemos nosotros cuando nos aferramos al “casi” de un parte médico, o al “casi” con que abrimos el último e-mail de respuesta a nuestra petición desesperada de un último intento. Lo sabemos. Estamos casi seguros de la mala noticia, pero hacemos todo lo posible por alargar la duración de ese casi, con la intención de robarle a la muerte algunas horas o algunos segundos. Después, cuando acaba el tiempo de la esperanza desesperada, de repente nos damos cuenta de que hemos cultivado una simple ilusión, porque la conclusión de la historia ya estaba inscrita en tantos hechos y acciones que conocíamos. Pero no podíamos dejar de creer en ese casi. «A Joab le avisaron: El rey está llorando y se ha puesto de luto por Absalón» (19, 2).
El luto ha sido durante milenios uno de los más valiosos know-how que las culturas han acumulado y conservado para evitar que, junto con el difunto, “murieran” las esposas, los maridos, los padres y los hermanos. El luto es la transformación de un dolor insoportable en un dolor posible, gracias a la creación de bienes relacionales. Por consiguiente, es una operación exquisitamente comunitaria, donde mi dolor logra convertirse verdaderamente en nuestro dolor. La compasión hace que el llanto de los amigos y familiares, a los que queremos, no aumente nuestro dolor sino que lo reduzca. En un par de generaciones, Occidente ha olvidado el arte milenario y comunitario del luto. Pero eso nos ha hecho infinitamente vulnerables ante el dolor más grande, que nos mata sin oposición en la soledad de nuestras casas, móviles y ordenadores.
El luto de David pronto choca con las razones de Estado. Su llanto por Absalón desalienta y deprime al ejército que acaba de salir vencedor de la batalla: «La victoria de aquel día fue duelo para el ejército… El ejército entró aquel día en la ciudad a escondidas, como se esconden los soldados abochornados cuando han huido del combate» (19, 3-4). La pietas de David, que llora al hijo como padre, entra en conflicto con el rey David, que tiene el deber de honrar y no humillar a las tropas que se han batido por él. Mientras que en el anuncio del mensajero el padre prevalece sobre el rey, ahora la virtud pública del soberano supera a la virtud privada del padre. Las virtudes no siempre están alienadas entre sí. Muchas veces entran en conflicto en las zonas limítrofes.
Esta “victoria” llega, una vez más, de la mano de Joab: «Joab fue a palacio y dijo al rey: “Tus soldados, que han salvado hoy tu vida y la de tus hijos e hijas, mujeres y concubinas, están hoy avergonzados de ti, porque quieres a los que te odian y odias a los que te quieren. Hoy has dejado en claro que para ti no existen generales ni soldados. Hoy caigo en la cuenta de que aunque hubiéramos muerto todos nosotros, con que Absalón hubiera quedado vivo, te parecería bien”» (19, 6-7). Joab le muestra con enorme fuerza otro lado de la realidad. Con gran dureza, le recuerda que su primera paternidad debe ejercerla con el pueblo. El rey no es un hombre como los demás. Es una personalidad colectiva, un símbolo. Su comportamiento siempre e inevitablemente es un mensaje inmediato al pueblo. No puede gestionar sus sentimientos como los demás seres humanos. Debe anteponer el bien común a su bien privado. No sabemos hasta qué punto Joab está interesado en el bien del rey y del pueblo, o si en realidad solo le interesa el bien del "comandante" Joab. En cualquier caso, su razonamiento no deja de ser lógico y coherente, aplicando la única lógica y coherencia presente en el mundo de Joab y en el del poder político de todos los tiempos.
Por eso Joab puede añadir: «Levántate, sal a dar ánimo a tus soldados, que, ¡juro por el Señor!, si no sales esta noche, te quedas sin nadie, y te pesará esta desgracia más que todas las que te han sucedido desde joven hasta ahora» (19, 8). Joab se dirige a su rey con una gran autoridad, que David reconoce: «El rey se levantó y se sentó a la puerta» (19, 9a). David escucha a su general, pero el hecho de no haber “cuidado” de Absalón no queda impune. Nombra a Amasá, el comandante derrotado de las tropas de Absalón, como nuevo jefe del ejército en sustitución de Joab (19, 14). Joab no dice nada, pero también en este caso actúa de inmediato. Así, durante la guerra para aplacar el intento de secesión de las tribus del Norte (Israel), guiado por Sebá (20, 1), Joab perpetra otro de sus delitos. Los dos generales se encuentran. Joab se acerca a Amasá y le dice: «”¿Qué tal estás, hermano?” Y mientras lo besaba, le agarró la barba con la mano derecha (Amasá no se guardó de la espada que aún tenía Joab en la izquierda), le clavó la espada en la ingle y le salieron fuera los intestinos» (20, 9-10). Joab ofrece a Amasá su mano derecha desarmada y le hiere a traición con la izquierda. Después, lo abandona medio muerto en la calzada, «bañado en sangre». Un hombre del ejército de Joab «viendo que todos los que llegaban junto al cadáver se paraban, retiró a Amasá de la calzada del campo y le echó encima un paño» (20, 12).
También nosotros nos paramos a ver otra víctima abandonada en el campo, sin sepultura. Pero en ese sendero de guerra tiene lugar otra teofanía. YHWH entra de nuevo en escena con el homicidio de este hombre, a quien se ha besado y llamado hermano, abandonado medio muerto en la calzada. Podemos ver a este hombre ensangrentado y seguir caminado junto al ejército de Joab, añadiendo de este modo nuestra moneda a las otras veintinueve, o podemos pararnos y ayudar a YHWH a sepultar a otro hombre traicionado con un beso.
descarga el artículo en pdfMás grandes que la culpa/27 – Aprendamos a encontrar al Padre donde no debería estar
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 22/07/2018
«No insistiré; pero aunque luego quisieras ayudarme, no me será ya grata tu ayuda. Haz lo que te parezca. Yo por mi parte, le enterraré… Tú, si te parece, desprecia lo que para los dioses es lo más sagrado»
Sófocles, Antígona
La historia que narran los libros de Samuel está llena de homicidios, fratricidios, incestos, violaciones y todo tipo de violencias salvajes. YHWH, protagonista de muchas páginas bíblicas, parece ahora quedarse del otro lado de la barrera, observando el espectáculo de muerte que le ofrecen los hombres. Sin embargo, la Biblia sigue hablando de Dios en todos sus libros, conteniendo sus palabras y su palabra. Pero ¿dónde y cómo?
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 15/07/2018
«Será Platón quien abolirá las lamentaciones de los hombres célebres y hará de ellas materia de mujeres y hombres viles, con el fin de que aquellos a quienes decimos que educamos para defender el país desprecien comportarse de modo semejante»
Matteo Nucci, Le lacrime degli eroi
Nosotros, hombres y mujeres, amamos muchas cosas, pero sobre todo amamos a nuestros hijos. Por eso, una de las alegrías más sublimes de la tierra, si no la más grande, es la reconciliación verdadera entre un padre y un hijo. La parábola del “hijo pródigo” es una de las más bellas y famosas de los Evangelios porque, entre otras cosas, nos habla de un hijo que vuelve a casa y de una reconciliación. Pero cuando dejamos la parábola de Lucas y escribimos las parábolas de carne de nuestra vida, nos damos cuenta de que los hijos que regresan casi siempre se vuelven a marchar. Vuelven a las pocilgas y a dilapidar de nuevo su parte de la herencia. A veces incluso regresan para hacerse con el resto de la herencia que no les “corresponde”. A menudo la alegría de las familias y de las comunidades solo se encuentra y se gusta en el lapso de tiempo que transcurre entre el “beso del padre” y el “beso de Judas”.
[fulltext] =>Absalón vuelve a Jerusalén pero David, su padre, no quiere verlo: «Que se vaya a su casa, porque no quiero recibirlo» (2 Samuel 14,24). Dos años después, gracias a la mediación de Joab, finalmente logra reunirse con su padre: «El rey llamó a Absalón… y el rey abrazó a Absalón» (14,33). Ese abrazo implica su plena rehabilitación. Pero en cuanto es rehabilitado, Absalón comienza a preparar un plan para suplantar a su padre (15,1). Hasta ahora, el aspecto con que se nos había presentado a Absalón era el del típico héroe guerrero: «No había en todo Israel hombre más guapo ni tan admirado como Absalón. Cuando se cortaba el pelo – acostumbraba hacerlo de año en año, porque le pesaba mucho –, el pelo cortado pesaba más de dos kilos en la balanza del rey» (14,25-26). Era incluso nieto de un rey (3,3). Su retrato recuerda mucho al de Saúl. Una sombra real continúa siguiendo y persiguiendo el desarrollo de la vida de David. Con la excusa de cumplir un voto que había hecho a YHWH durante su exilio – el vicio de envolver las motivaciones políticas y las conspiraciones en un envoltorio religioso es muy antiguo –, Absalón obtiene permiso de su padre para ir a Hebrón. Allí se autoproclama rey. El consenso popular en torno al pretendiente comienza a crecer. La conjura va «tomando fuerza» (15,12), hasta que un día un mensajero anuncia a David: «Los israelitas se han puesto de parte de Absalón» (15,13). Entonces David dice a todos sus hombres: «¡Ea, huyamos! Que si se presenta Absalón, no nos dejará escapar» (15,14).
Mientras David se apresta a escapar, se produce un diálogo muy bonito entre él y un filisteo llamado Itay, extranjero, jefe de un pueblo derrotado, que ha venido con seiscientos hombres para ponerse del lado del rey. David le invita, lealmente, a quedarse en la ciudad con Absalón (15,19). Itay no acepta, se queda al lado del rey y le dice unas palabras que recuerdan, casi a la letra, el diálogo entre Rut y su suegra Noemí, uno de los más bellos de toda la Biblia: «¡Vive Dios, y vive el rey, mi Señor! Donde esté el rey, mi señor, allí estaré yo, en vida y en muerte» (15,21). En este momento, David no tiene palabra alguna de agradecimiento para Itay. Pero más tarde, al comenzar la guerra, lo nombrará capitán de un tercio de su ejército (18,2). En las reciprocidades decisivas de la vida, las palabras, antes grandísimas, se vuelven pequeñas y se quedan estranguladas en la garganta. En estos encuentros hermosos y tremendos, se habla sin palabras.
David deja la ciudad con su gente y su familia: «Toda la gente lloraba y gritaba. El rey estaba junto al torrente Cedrón, mientras todos iban pasando ante él por el camino del páramo» (15,23). Toda la gente lloraba. Es un éxodo a la inversa, un nuevo río que hay que vadear para un nuevo combate, otro cáliz que hay que beber sin desearlo, otro llanto por Jerusalén y por sus hijos: «David subió la cuesta del Monte de los Olivos; la subía llorando, la cabeza cubierta y los pies descalzos» (15,30). David vive la huida como la peregrinación de un penitente, como un luto, como una expiación por las culpas cometidas, que YHWH y él bien conocen. Y llora. El rey también llora, y la Biblia no tiene reparos en decírnoslo.
En el camino se encuentra con un amigo llamado Jusay. David le pide que se quede en la ciudad y se gane la confianza de Absalón como consejero militar. Jusay tiene éxito en su arriesgada y difícil tarea de agente secreto en el campo enemigo (17,14), ya que Absalón prefiere el consejo de Jusay al más autorizado de Ajitófel, abuelo de Betsabé, quien se ahorca tras la desaprobación de su plan (17,23).
Durante su fuga hacia el Jordán, David tiene otro encuentro significativo con un benjaminita, descendiente de la casa de Saúl, llamado Semeí. El hombre «le insultaba según venía. Y empezó a tirar piedras a David… Y le maldecía: ¡Vete, vete, asesino, canalla! El Señor te paga la matanza de la familia de Saúl, cuyo trono has usurpado. El Señor ha entregado el reino a tu hijo Absalón, mientras tú has caído en desgracia, porque eres un asesino» (16,5-8). El fantasma de Saúl toma la palabra y actúa, para decirnos que el partido derrotado de Saúl durante la primera guerra civil ganada por David sigue vivo. Eliminar a los enemigos no basta para borrar todas sus palabras. Eso sería demasiado fácil e injusto. Semeí interpreta la rebelión de Absalón según el registro de la teología retributiva: David está sufriendo a manos de su hijo las mismas penas que le causó a su “padre” Saúl. David hace la misma lectura que él y por eso no rechaza la maldición. Deja que Semeí le arroje sus piedras y sus palabras, más duras que las piedras, y vive este encuentro como expiación y como reparación. Nunca entenderemos el capitalismo si olvidamos esta lectura económica de la fe que atraviesa toda la Biblia. David no se declara inocente (Semeí no era el único que lo consideraba un usurpador) y vive la maldición como un precio que tiene que pagar para esperar una nueva bendición: «¡Y os extraña ese bejaminita! Dejadlo que me maldiga, porque se lo ha mandado el Señor» (16,11).
Es hermosa la mansedumbre de David que, dócilmente, agacha la cabeza ante las pedradas de Semeí. Incluso las atribuye a un posible “mandato” de YHWH”. Por consiguiente, deja que el saulita le golpee y le hiera: «Semeí iba en dirección paralela por la loma del monte, echando maldiciones según caminaba, tirando piedras y levantando polvo» (16,13).
Con las maldiciones, que no faltan en los caminos y en los desiertos, podemos hacer dos cosas. Podemos rechazarlas e intentar eliminarlas (como querían hacer los militares de David: 16,11), tapándonos las orejas y el corazón para no oírlas. O podemos acogerlas con mansedumbre, dejando que nos golpeen en la carne y nos en-señen el oficio de vivir, para aprender la humildad-humilitas del humus que nos arrojan: «El rey y sus acompañantes llegaron rendidos al Jordán y allí descansaron» (16,14).
Absalón prepara la guerra y sigue el consejo del astuto Jusay, que manda mensajeros a David para informarle de la estrategia que seguirá Absalón, de modo que pueda actuar en consecuencia (17,16). La batalla tiene lugar en el bosque de Efraín. El ejército de Absalón es derrotado: «Fue gran derrota la de aquel día: veinte mil bajas… La espesura devoró aquel día más gente que la espada» (18,7-8). La espesura se traga también al hijo del rey: «Absalón iba montado en un mulo, y al meterse el mulo bajo el ramaje de una encina copuda, se le enganchó a Absalón la cabeza en la encina y quedó colgando entre el cielo y la tierra, mientras el mulo que cabalgaba se le escapó» (18,9).
Otro hijo colgado entre el cielo y la tierra, traicionado por su maravillosa cabellera, que a tantos había fascinado y seducido. No es raro que sea nuestro talento el que nos frene en las batallas decisivas. Es muy trágica la imagen de Absalón colgado de la encina, infinitamente vulnerable, inerme y derrotado. El autor bíblico nos dice de parte de quién está en esta batalla. Está de parte de David, porque es ahí donde sitúa el corazón de YHWH. Absalón es un rebelde, que quiere hacer descarrilar la historia de la salvación. De este modo, ex-post, nos narra, con insuficiente pietas, el triste final de este hijo colgado: «Joab agarró tres venablos y se los clavó en el corazón a Absalón, todavía vivo en el ramaje de la encina» (18,14). Otro hijo, elevado de la tierra, con el costado atravesado. David, sin embargo, había dicho a Joab y a sus generales: «¡Cuidadme al muchacho, a Absalón!» (18,5). Pero Joab no “cuida” del joven y del mismo modo que ejecutó la orden de David de matar a Urías el hitita por mano de los amonitas (cap. 11), mata ahora con sus propias manos a este hijo. El oficio de las armas no conoce el “cuidado” de los jóvenes.
Pero nosotros no estamos obligados a permanecer en el campo del vencedor. Podemos y debemos decidir si seguimos la lectura del capítulo “pasando de largo” y dejando a ese joven colgado de la encina, o si nos ponemos a buscar la mula que “se ha escapado” para cargar en ella el cuerpo herido de Absalón y llevarlo hasta la primera posada. Cuando nos topamos con un crucificado, no podemos hacer que resucite, pero sí podemos decidir quedarnos bajo su cruz.
Después de “el que cuelga del madero”, ya no somos inocentes si “pasamos de largo” cuando vemos un hijo colgado entre el cielo y la tierra, con el costado atravesado, sin preguntarnos si es culpable o inocente. Toda la Biblia es parábola, toda ella es un ejercicio moral que se nos propone para hacernos más humanos. Si, cuando leemos, no nos detenemos delante de este hijo colgado para quien el padre ha pedido en vano cuidados, mañana tampoco nos detendremos delante de los colgados entre el cielo y la tierra que pueblan nuestros caminos, nuestros mares, nuestros bosques, y a los que el Padre nos sigue pidiendo en vano que cuidemos. Si no intentamos realizar este ejercicio doloroso y difícil, la Biblia no será más que un texto para el culto sagrado; pero entonces se marchitará. Por el contrario, si aprendemos a detenernos y a hacernos cargo de las víctimas que encontramos en el ejercicio de la lectura, entonces podemos esperar no transformarnos, poco a poco y sin darnos cuenta, en otro Joab, que encuentra nuevas y buenas razones políticas para ensartar con tres lanzas a otro hijo colgado.descarga el artículo en pdf
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 08/07/2018
«”Hijo de Laertes, de linaje divino, Ulises rico en ardides, contente y haz que termine esta lucha, este combate funesto para todos, no sea que Zeus, el hijo de Cronos, se irrite contigo”, Así habló Atenea y Ulises obedeció con ánimo alegre»
Homero Odisea, Conclusión
Cuando pasamos por crisis profundas y complejas, encontrar a alguien que nos muestre otra perspectiva puede resultar decisivo. Alguien que nos haga subir a una colina para ver nuestra ciudad asediada desde lo alto y descubrir caminos de salida que no podíamos ver mientras estábamos inmersos en la lucha. En la Biblia, son sobre todo los profetas y las mujeres quienes ofrecen esta perspectiva distinta. Existe efectivamente una analogía entre profecía y genio femenino. Ambos son concretos, activan procesos, hablan con la palabra y con el cuerpo y, por un instinto invencible, eligen siempre la vida, creen en ella y la celebran hasta el último soplo. Los profetas y las madres engendran y albergan una palabra viva que no controlan. Dan un cuerpo al hijo-palabra para que se haga carne, pero sin convertirse en sus dueños.
[fulltext] =>En la familia de David, la sangre y la violencia se siguen derramando copiosamente. Los ejecutores de la violencia son varones, que muestran una gran maldad de cabeza y de vísceras. Entre todos los hombres que escriben las primeras páginas ensangrentadas de la historia de la monarquía de Israel, de vez en cuando se incluye alguna mujer que, con su breve aparición, humaniza los relatos y muestra un rostro distinto de YHWH. Las mujeres entran en escena para decirnos palabras nuevas sobre el hombre y sobre Dios, cuando los varones ya han consumido y dilapidado sus últimos recursos de humanidad y se han convertido al fin en mendigos de palabras de vida. También en estas páginas tremendas sobre las luchas fratricidas de los hijos de David, una mujer ilumina con una luz resplandeciente el horizonte oscuro de los hombres.
David, al enterarse de la violación de su hija Tamar, se muestra de nuevo ambivalente: «El rey David oyó lo que había pasado y se indignó, pero no quiso dar un disgusto a su hijo Amnón, a quien amaba por ser su primogénito» (2 Samuel 13,21). La historia está llena de delitos cometidos especialmente sobre los pobres, las mujeres y los niños, que son encubiertos por “padres” que no quieren “disgustar” a sus hijos. En cambio, Absalón tiene la reacción opuesta. Comienza a cultivar el destructivo sentimiento de la venganza. Y así, dos años después, durante la fiesta del esquilado de los rebaños, Absalón obtiene de David permiso para que su hermano Amnón venga a verle. Entonces dice a sus criados: «Cuando Amnón esté ya bebido y yo os dé la orden de herirlo, lo matáis sin miedo ninguno» (13,28).Una vez más, un hermano invita a otro hermano a “salir al campo”: «Los criados de Absalón cumplieron sus órdenes» (13,29). Amnón, a diferencia de Abel, era culpable, pero ningún hermano merece morir. Después del fratricidio, Absalón, como Caín, huye “errante”, homicida y por tanto en peligro de muerte. Pero en la noche de este fratricidio llega otra mujer, esta vez sin nombre: la mujer de Tecua.
Joab, el famoso, astuto y ambiguo general de David, quiere rehabilitar a Absalón y hacer que regrese del exilio: «Entonces mandó a Tecua unos hombres para que trajeran de allí una mujer sabia» (14,1). Tecua es el pueblo del profeta Amós y ese es un dato significativo para el lector de la Biblia. Nos encontramos dentro de un ambiente profético. A la mujer se la llama “sabia”, que es un adjetivo raro con muchos significados en la Biblia. Al igual que en el relato de Abigail, la mujer se presenta como una narradora, tejedora de historias, artesana de la palabra al servicio de la vida. Las mujeres tienen una relación muy especial con la narración. Tal vez porque desde muy pequeños enseñan a los niños a transformar los primeros sonidos y ruidos en palabras, o quizá porque los alimentan con leche, comida e historias, o tal vez porque durante miles de años, mientras los varones cazaban o luchaban, ellas intercambiaban bajo las tiendas sobre todo palabras…, pero lo cierto es que las mujeres saben hablar de forma distinta y mejor que los hombres. Sobre todo saben buscar, crear e inventar palabras que aún no existen pero es absolutamente necesario que existan para poder seguir viviendo. Como la mujer sabia de Tecua.
Joab instruye a la mujer y la envía ante el rey: «Haz como que estás de luto, ponte ropa de luto y no te perfumes; tienes que parecer una mujer que ya de mucho tiempo lleva luto por un difunto. Te presentas al rey y le dices esto» (14,2-3). Ella se dirige a David: «Majestad, ¡sálvame!». El rey le dice: «¿Qué te pasa?» (14,4). Ella le cuenta la historia inventada y pactada con Joab: «¡Ay de mí! Una viuda soy, murió mi marido. Y una servidora tenía dos hijos; riñeron los dos en el campo, sin nadie que los separase, y uno de ellos hirió al otro y lo mató. Y ahora resulta que toda la familia se ha puesto en contra de tu servidora; dicen que les entregue al homicida para matarlo, para vengar la muerte de su hermano, y acabar así con el heredero. ¡Así me apagarán la última brasa que me queda, y mi marido se quedará sin apellido ni descendencia sobre la tierra!». (14,5-7). Se trata de una narración de una inteligencia emocional y relacional extraordinaria.
La mujer invita a David a que vea la única perspectiva vital disponible, la única capaz de futuro. Le invita a salir de la lógica destructiva de las culpas y recriminaciones pasadas, y a ver los costes y beneficios objetivos, presentes y futuros, de las acciones y reacciones. El hijo ha muerto y su vida no vuelve. Permitir que la lógica de la venganza, totalmente centrada en el pasado, mate también al segundo hijo, no significa reparar el daño sino duplicarlo, apagar las únicas “brasas” que todavía pueden encender la vida. Una mujer nos explica una de las verdades jurídicas y humanas más grandes de la historia: el perdón y la reconciliación no son solo la elección más humana y religiosa que podemos hacer ante un delito, sino también la más inteligente, porque es la única capaz de no agravar el daño. Gracias a una reflexión parecida a la de esta mujer sabia, un día abolimos la ley del talión y la visión de la pena como venganza colectiva. Y así nos hicimos más humanos e inteligentes.
David realiza a la perfección el ejercicio empático que la mujer le propone, tal y como hizo con la parábola de Natán (David es grande, entre otras cosas, porque sabe escuchar a los hombres y a las mujeres): «El rey le respondió: “¡Vive Dios, no caerá a tierra un pelo de tu hijo!"» (14,11). Llevado narrativamente de la mano por la mujer sabia, David comprende que el bien de la familia solo pasa por violar la ley del talión e interrumpir la espiral de la venganza. Después, la mujer continúa y sale de la historia inventada para llegar directamente al verdadero objeto de su visita: «Con lo que acabas de decir, te condenas a ti mismo, porque al no dejar que vuelva el desterrado estás maquinando contra el pueblo de Dios». (14,13). Natán (cap. 12) había terminado su parábola con una frase tremenda: «Ese hombre eres tú». Ahora la mujer sabia le dice algo muy parecido: "Te condenas a ti mismo", porque David no está ejerciendo con su hijo la justicia que ha jurado realizar con el hijo de la mujer.
David intuye que detrás de toda esta historia se encuentra la «la mano de Joab». La mujer no lo niega: «Tu siervo Joab es quien me mandó y me ensayó toda la escena. Ideó esto para no presentar el asunto de frente» (14,19-20). Al rey no parece molestarle la mano de Joab ni la perspectiva distinta que le ha dado: «El rey dijo a Joab: “Ya ves que he dado mi palabra. Anda a traer al muchacho Absalón"» (14,21). Joab ha alcanzado su objetivo. Y la mujer sabia desaparece no sin habernos regalado esta página tan bella. El texto y Joab eligen a una mujer para intentar poner fin a la violencia mimética. La Biblia es consciente de las virtudes específicas de las mujeres. Sabe que en la solución de los conflictos la mirada femenina puede ser decisiva. Ve y cuenta un mundo de varones que hacen la guerra, se matan entre ellos y matan y violan a las mujeres. Sabe que el mundo que describe no ha sido capaz de reconocer y respetar el talento de las mujeres, ni de llamarlas por su nombre ni de darles iguales derechos y dignidad. Ni siquiera este relato nos desvela el nombre de la mujer sabia de Tecua. Pero la Biblia guarda el conocimiento de la mujer, su misterio y su dignidad, sus virtudes y sus talentos especiales. Es como si nos dijera: “Si hubieras escuchado más la sabiduría de las mujeres, habríamos pecado y sufrido menos, habríamos sido más humanos, habríamos tenido menos violencia y más shalom. Pero desgraciadamente no lo hemos conseguido". La historia, los conflictos y las guerras son distintos cuando se ven con los ojos de las mujeres y de las madres. Siempre ha sido así. La Biblia es inmensa, entre otras cosas, porque en un mundo dominado por varones, nos ha dejado palabras de mujeres, obras maestras de belleza, pietas y humanidad, como el Magnificat.
La historia narrada por la mujer sabia se parece a la parábola de la corderilla de Natán. En el caso de Natán, el estatus de profeta le legitimaba para “inventar” una historia y conferir a esa parábola una fuerza de verdad capaz de conmover y convertir a David. La mujer realiza una auténtica puesta en escena (se viste de luto), una pieza teatral, una ficción que adquiere la misma verdad que la vida real. Los artistas crean cada día historias que nosotros sabemos que son verdaderas aunque hayan sido “inventadas”, pues Edmundo Dantés y Gregor Samsa son al menos tan verdaderos como nuestros amigos. La mujer sabia llega ante el rey y le cuenta una historia no verdadera de un hijo asesinado. El rey intuye que la mujer ha venido ante él por un plan de Joab. Pero el relato no verdadero y la puesta en escena no son condenados ni por el rey ni por el texto. Tal vez porque sencillamente el relato es completamente verdadero, una parábola encarnada y viva. La mujer sabia narra a David uno de los muchos fratricidios a los que asisten las madres en la tierra. El magisterio colectivo del dolor de las madres hace de esa historia inventada una historia verdadera y profética. La historia de la mujer sabia no es la puesta en escena de la trama de Joab. Es mucho más que eso. Solo una mujer podía contar una historia inventada como esa sin decir una mentira. Joab había escrito el guión, pero la mujer lo ejecuta con la misma libertad y creatividad con que se ejecuta una obra de jazz. Porque si Eva, la primera mujer, fue madre de un fratricida, cuando una mujer cuenta la historia de un fratricidio siempre cuenta una historia verdadera. Pero nunca cuenta solo una historia de muerte.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 08/07/2018
«”Hijo de Laertes, de linaje divino, Ulises rico en ardides, contente y haz que termine esta lucha, este combate funesto para todos, no sea que Zeus, el hijo de Cronos, se irrite contigo”, Así habló Atenea y Ulises obedeció con ánimo alegre»
Homero Odisea, Conclusión
Cuando pasamos por crisis profundas y complejas, encontrar a alguien que nos muestre otra perspectiva puede resultar decisivo. Alguien que nos haga subir a una colina para ver nuestra ciudad asediada desde lo alto y descubrir caminos de salida que no podíamos ver mientras estábamos inmersos en la lucha. En la Biblia, son sobre todo los profetas y las mujeres quienes ofrecen esta perspectiva distinta. Existe efectivamente una analogía entre profecía y genio femenino. Ambos son concretos, activan procesos, hablan con la palabra y con el cuerpo y, por un instinto invencible, eligen siempre la vida, creen en ella y la celebran hasta el último soplo. Los profetas y las madres engendran y albergan una palabra viva que no controlan. Dan un cuerpo al hijo-palabra para que se haga carne, pero sin convertirse en sus dueños.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 01/07/2018
«En verdad el hombre es un río turbio. Es preciso ser un mar para recibir un río turbio y no contaminarse»
Friedrich Nietzsche Así habló Zaratustra
A los hijos no les dejamos solo nuestro patrimonio genético y económico. También heredan nuestras virtudes y nuestros pecados. Se lo transmitimos a través de sus ojos, con los que primero nos miran y luego nos imitan. La probabilidad de que un hijo de fumadores se convierta en fumador es el doble que la de los no fumadores. Nuestro estilo de vida relacional, nuestras virtudes y vicios, nuestra generosidad y avaricia conforman el ADN cultural y moral que pasamos a nuestros hijos, casi siempre sin beneficio de inventario. Aunque lleguen a ser mejores que nuestros pecados (y, gracias a Dios, a veces lo consiguen), nuestra herencia ética siempre les condiciona mucho. Cada vez que decidimos ceder a las tentaciones que nos esperan puntualmente en las encrucijadas de la vida, vamos acumulando la primera dote que les dejamos a los hijos y al mundo de mañana.
[fulltext] =>Turbados todavía por la violencia de David con Betsabé y Urías y seducidos por la fuerza y la belleza de las palabras de Natán, pasamos la página y nos encontramos con otro episodio parecido. Es una escena tremenda y admirable, cuyos protagonistas principales son Amnón, el primogénito de David, y Tamar, una hija de David nacida de otra esposa (Ajinoán). Si no fuera una palabra desprestigiada, diríamos que Tamar es la hermanastra de Amnón: «Amnón, hijo de David, se enamoró de su hermana Tamar tan apasionadamente que se puso enfermo por ella» (2 Samuel 13,1-2). Amnón se enamora hasta tal punto que enferma de amor. También él, como su padre, se siente atraído por una mujer «muy bella» y prohibida. Pero Amnón conoce muy bien a Tamar, cultiva la tentación por una hermana más pequeña, que tiene un nombre y una historia.
Desea a Tamar con fuerza pero sabe que es inalcanzable, porque es virgen y por tanto mantenida a distancia de los varones de la casa, en una habitación separada: «Su hermana Tamar era virgen y a Amnón le parecía imposible intentar nada con ella» (13,2). A diferencia de lo que ocurría con Betsabé, que estaba casada, la de Amnón es una imposibilidad práctica más que jurídica. La solución la encuentra su primo Jonadab, «un hombre muy hábil, que le dijo: “¿Qué te pasa, príncipe, que cada día tienes peor cara? ¿Por qué no me lo cuentas?” Amnón respondió: “Tamar, la hermana de mi hermano Absalón; estoy enamorado de ella”. Entonces Jonadab le propuso: “Acuéstate como que estás enfermo, y cuando tu padre vaya a verte, le pides que vaya tu hermana Tamar a darte de comer: que te prepare algo allí delante, para que tú lo veas, y te lo sirva ella misma”» (13,4-5).
El texto no alude explícitamente a la prohibición o al tabú del incesto (en aquel tiempo aún no estaba condenado en Israel, como muestra el matrimonio entre Abraham y Sara, en Génesis 20,12). El delito de Amnón es el de un hombre con respecto a una mujer, que va más allá del pecado (ya de por sí muy grave) del incesto. Su gesto no sería menos grave si Tamar fuera sencillamente una joven sin vínculos de sangre. Amnón se comporta de forma perversa no solo como hermano, sino como hombre y como varón, si bien el hecho de que Tamar sea hermana de Absalón será un elemento decisivo por las consecuencias políticas de esta acción.
David secunda el deseo del hijo de recibir la comida de manos de Tamar y manda decirle: «Vete a casa de tu hermano Amnón y prepárale algo de comer» (13,7). Tamar acepta llevarle unos buñuelos (su comida favorita, de corazón). Se fía de él, sin saber que la vianda deseada es ella. En su camino confiado vuelven a la vida muchas hermanas y muchas chicas que, ingenuamente y con pureza, entran en las habitaciones de los varones y a veces no salen. Tamar va donde su hermano enfermo: «Tomó harina, la amasó, la preparó y frió los buñuelos delante de Amnón. Luego los sacó de la sartén delante de él» (13,8-9). Hasta aquí vemos una escena familiar, que se repite con frecuencia en nuestras casas. Pero la narración da un giro: «Amnón no quiso comer y ordenó: “¡Salid todos!”. Cuando salieron todos, Amnón dijo a Tamar: “Trae la comida a la alcoba y dame tú misma de comer”. Tamar tomó los buñuelos y se los llevó a su hermano a la alcoba» (13,9-10). Amnón usa su estatus de príncipe, enfermo además, para crear el contexto idóneo para lograr su objetivo. Al quedarse solo en la alcoba con Tamar, «Amnón la sujetó y le dijo: “Ven, hermana mía, acuéstate conmigo” » (13,9-11). La emboscada se consuma: «Ella replicó: “No, hermano mío; no me fuerces, que eso no se hace en Israel, no hagas esta villanía"» (13,12). Eso no se hace en Israel; estas cosas no deben hacerse en ningún lugar de la tierra.
Amnón, el primer hijo de David, hace su entrada en la Biblia inmediatamente después del adulterio de su padre y con el mismo delito. David usó la fuerza para tomar a Betsabé y su hijo recurre a la confianza entre hermanos para obtener el mismo resultado. Con ello nos dice que la intimidad entre personas cercanas, que es una de las cosas más bellas de la tierra, crea un espacio que puede llenarse de ternura y respeto, pero también de violencia y abuso. No es la cercanía la que nos hace próximos, como nos recuerda el buen samaritano, ni basta abrir la puerta para ser hospitalarios. En las esferas más íntimas también existen tentaciones inscritas en las relaciones de fuerza, y la sabiduría de las familias y las comunidades consiste en saber ver estas tentaciones posibles y proteger a la parte más débil. Una sabiduría que está ausente de la casa de David y también de muchas de nuestras casas.
La muchacha se encuentra atrapada y recurre primero a la compasión («hermano mío») y después a la razón: «¿Dónde iré yo con mi deshonra? Tú quedarás como un villano en Israel. Por favor, díselo al rey, que no se opondrá a que yo sea tuya» (13,13). Le recuerda incluso su condición de príncipe y la posibilidad de tenerla legítimamente de su padre («no se opondrá a que yo sea tuya»: otro elemento que expresa que el incesto no es central en esta historia). Pero Amnón no escucha ni al corazón ni a la cabeza, porque no le interesa tener una relación con una persona en la forma y en el tiempo de la vida de verdad. Quiere comer su comida distinta, de la que está hambriento, y quiere devorarla inmediatamente, así que perpetra su delito: «La forzó violentamente y se acostó con ella» (13,14). La Biblia erige otra estela para que nosotros podamos recordar; otra víctima, otra mujer usada como objeto para satisfacer las malas pasiones de varones poderosos; otro huésped devorado por otro Polifemo, en otra caverna.
Con una finura psicológica sorprendente, el texto sufre una fuerte torsión narrativa: «Después sintió un terrible aborrecimiento hacia ella, un aborrecimiento mayor que el amor que le había tenido, y le dijo: “¡Levántate, vete!"» (13,15-16). La reacción de Amnón desvela sus verdaderos sentimientos. No está enamorado de Tamar, simplemente se siente atraído sensualmente por su cuerpo. Todo es eros y nada más que eros, sin philia y sobre todo sin agape. Y cuando el eros no va acompañado de sus dos hermanas, se convierte en egoísmo perfecto. Como una fiera, come la carne de la presa hasta que se sacia, y después se aleja de los despojos. Amnón se comporta como quien, después de una relación sexual mercenaria, escapa con la camisa desabrochada de la habitación de un hotel o echa a toda prisa a la mujer medio desnuda del automóvil oscuro. Porque no es el eros, sino la intimidad de la amistad y la ternura, las que retienen al varón al lado de la mujer después de consumar el acto sexual. Nos diferenciamos de los chimpancés y de los leones porque aprendimos a quedarnos al lado de las mujeres después de haber satisfecho nuestros apetitos, y aprendimos a criar con ellas a nuestros hijos. Si no sabemos quedarnos a su lado después del eros, tampoco sabremos quedarnos al lado de una cuna en las noches de vigilia, ni en las últimas e infinitas noches del final. Solo un amor más grande que el eros nos enseña a permanecer.
Amnón echa a Tamar porque no le gusta ni como mujer ni como hermana ni como persona: «Tamar le suplicó: “¡No, hermano; despacharme ahora sería una maldad más grave que la que acabas de hacer conmigo!"» (13,16). Es una frase tremenda y bella, que nos abre de par en par el corazón de muchas mujeres violadas y expulsadas que, a diferencia de Tamar, no tienen aliento suficiente para hablar y permanecen en un llanto mudo. La Biblia nos sigue dando palabras cuando las nuestras se ahogan por el dolor. En la Biblia y en la vida el segundo dolor del rechazo se suma al primer dolor de la violencia y lo multiplica. Pero ¡cuán grande es el corazón de las mujeres!
«Pero él no le hizo caso; llamó a un sirviente y ordenó: “¡Echadme a esa a la calle! ¡Y cerradle la puerta!"» (13,17). Esa: los verdugos no llaman nunca a las víctimas por su nombre. Pronunciarlo podría crear una herida en el alma por donde podría asomar un soplo de humanidad. Las llaman “inmigrantes económicos”, no Mustafá, Joe o María, porque tal vez después podrían salvarlos.
La Biblia no solo llama a Tamar por su nombre, como hizo con Agar, Dina o Ana. Ve también cómo va vestida: «Ella llevaba una túnica con mangas» (13,18). Es una túnica de color, el vestido de las jóvenes princesas. Una túnica de mangas largas, como la que llevaba José cuando fue vendido como mercancía por otros hermanos. José salió de su pozo, dejó la habitación donde sufrió violencia y se convirtió primero en salvación de sus anfitriones egipcios y después también de sus hermanos. A Tamar en cambio no la salva nadie. Después de esta violencia sale de la Biblia para no volver: «Tamar se echó polvo a la cabeza, se rasgó la túnica y se fue gritando por el camino, con las manos en la cabeza » (13,19). Tamar rasga su túnica de mangas largas. Se echa ceniza en la cabeza y comienza un luto que no acabará. Se convierte en viuda sin haber llegado a ser esposa. Desde ese día, Tamar no ha dejado de gritar. Nosotros podemos no escuchar su grito y olvidarlo. Pero también podemos decidir recogerlo y no dejar de oírlo, para poder reconocerlo en el de las muchas hermanas de Tamar, princesas hermosas como ella, con la ropa rasgada como ella, que como ella siguen gritando en nuestras calles.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 01/07/2018
«En verdad el hombre es un río turbio. Es preciso ser un mar para recibir un río turbio y no contaminarse»
Friedrich Nietzsche Así habló Zaratustra
A los hijos no les dejamos solo nuestro patrimonio genético y económico. También heredan nuestras virtudes y nuestros pecados. Se lo transmitimos a través de sus ojos, con los que primero nos miran y luego nos imitan. La probabilidad de que un hijo de fumadores se convierta en fumador es el doble que la de los no fumadores. Nuestro estilo de vida relacional, nuestras virtudes y vicios, nuestra generosidad y avaricia conforman el ADN cultural y moral que pasamos a nuestros hijos, casi siempre sin beneficio de inventario. Aunque lleguen a ser mejores que nuestros pecados (y, gracias a Dios, a veces lo consiguen), nuestra herencia ética siempre les condiciona mucho. Cada vez que decidimos ceder a las tentaciones que nos esperan puntualmente en las encrucijadas de la vida, vamos acumulando la primera dote que les dejamos a los hijos y al mundo de mañana.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 24/06/2018
«Damos tan solo lecciones sangrientas que, una vez aprendidas, se vuelven para atormentar al inventor. La justicia, con mano imparcial, acerca los ingredientes de nuestro cáliz envenenado a nuestros propios labios»
William Shakespeare, Macbeth
No ser vistos no es suficiente para ser inocentes. Las grandes civilizaciones de la antigüedad crearon sus leyes y normas éticas bajo la mirada de unos ojos más altos que los suyos. Nosotros hoy, cautivados por la ética del contrato, hemos renunciado a esa mirada “desde lo alto” y la hemos sustituido por millones de ojos que nos controlan y espían continuamente “desde abajo”. Pero los ojos no humanos que introducimos en nuestro mundo, más bajos que los nuestros, son los ojos de los ídolos o de nuestras manufacturas, que no nos dejan ver el paraíso ni los ángeles. Esa mirada más alta y distinta decía, entre otras cosas, que el mal y el pecado que cometemos seguía actuando aunque permaneciera secreto.
[fulltext] =>Así es como algunas civilizaciones, la occidental entre ellas, superaron la arcaica ética de la vergüenza, donde todos los premios y castigos eran exteriores al individuo. Esta mirada alta y profunda permea la Biblia entera, llenando su paisaje y marcando el horizonte de su humanismo. Dice que nuestras acciones pueden ser escondidas pero no pueden ser borradas, porque la vida es tremendamente seria. Sin sentir la presencia de una mirada que ve “en lo secreto”, toda moral es imperfecta y está expuesta a los abusos de los poderosos, que tienen muchas más estancias secretas que los pobres.
Urías, el hitita, encuentra la muerte en el campo de batalla porque el rey David esperaba poder borrar su adulterio eliminando al marido de la bella mujer que había “tomado” y añadiéndola a ella a su comunidad de esposas y concubinas: «La mujer de Urías oyó que su marido había muerto e hizo duelo por él. Cuando pasó el luto, David mandó a por ella y la recogió en su casa» (2 Samuel 11,26-27). El texto de Samuel no nos dice si Betsabé, la mujer de Urías, conocía los planes de David ni si los había intuido al menos. Al talento de las mujeres no se les escapan los planes perversos de los hombres, aunque no siempre lo digan, tal vez por el exceso de dolor. En la tierra hay un repertorio invisible que guarda los infinitos delitos que no llegan a los libros de historia ni a las actas de los tribunales. Fragmentos vivos de este archivo invisible pero muy real se encuentran escondidos en el corazón de muchas mujeres que han sido espectadoras o víctimas de estos delitos secretos.
Cuando el delito de David parecía ya archivado y olvidado, YHWH reabre para nosotros la causa: «El Señor envió al profeta Natán» (12,1). Gracias a las palabras de Natán nos topamos con un género literario – la parábola – que será un rasgo dominante y muy hermoso de los evangelios: «Entró Natán ante el rey y le dijo: “Había dos hombres en un pueblo: uno rico y otro pobre. El rico tenían muchos rebaños de ovejas y bueyes; el pobre solo tenía una corderilla que había comprado; la iba criando, y ella crecía con él y con sus hijos, comiendo de su pan, bebiendo de su vaso, durmiendo en su regazo: era como una hija. Llegó una visita a casa del rico, y no queriendo perder una oveja o un buey, para invitar a su huésped, tomó la cordera del pobre y convidó a su huésped” » (12,1-4).
Se trata de una parábola estupenda, llena de humanidad y de pathos, donde la tensión moral del relato distingue claramente a la víctima y al verdugo, y genera en el oyente un sentimiento de condena hacia el comportamiento depravado del hombre rico. David entra en la parábola y ejecuta perfectamente el ejercicio empático que Natán le ofrece: «David se puso furioso contra aquel hombre, y dijo a Natán: “¡Vive Dios, que el que ha hecho eso es reo de muerte! Pagará cuatro veces el valor de la cordera"» (12,5-6). Este episodio nos desvela la fuerza extraordinaria de la narración, sobre todo cuando es grande y profética. La literatura, el arte, la música, los cuentos y las películas tienen la capacidad de formar y entrenar nuestros músculos morales a través de la imaginación y la empatía. Cuando leemos de verdad una novela o entramos en un cine, de alguna manera repetimos el encuentro entre Natán y David. También nosotros, como David, cometemos delitos y pecados y después, dentro de un libro o de una película, condenamos a los verdugos de las historias que revivimos; nos ponemos de parte de las víctimas, estigmatizamos a los asesinos y no nos identificamos con la parte maldita de la historia. Tal vez sea porque en nosotros hay un lugar profundo que no ama ni acepta las cosas feas que hacemos. Quiere olvidarlas, y tal vez, durante el tiempo que dura una novela o una película, logre olvidarlas de verdad. Quién sabe si el arte no será también un don del cielo para que entremos en sintonía con el alma más bella de nuestro corazón, para que entremos en contacto con esa “imagen y semejanza de Elohim” que Caín, el fratricida, no pudo borrar. Quizá esa alegría de paraíso, que solo experimentamos ante ciertas obras de arte, nazca del contacto con el Adam que habita en nuestro Edén y se alimenta del árbol de la vida. Podemos comer del fruto prohibido, matar a Abel o a un “joven por un rasguño” (Lamec), pero la llamada del Adam interior sigue viva y fuerte antes y después de nuestras maldades, que casi siempre son inocentes. Solo la percepción de esta inocencia profunda hace que nos emocionemos de verdad cuando vemos una película sobre el dolor de los inmigrantes y de sus hijos, aunque antes de verla hayamos votado a un partido que alimenta esos sufrimientos y después volvamos a votarlo; o hace que nos indignemos por los adulterios ajenos, mientras repetimos los nuestros.
El diálogo entre Natán y David no termina aquí. Al final de la parábola, después de la frase de indignación de David, Natán dice una de las frases más bellas y tremendas de toda la Biblia: «¡Ese hombre eres tú! » (12,7). Aquí deberíamos detenernos para no desperdiciar nada de esta lacerante belleza y sentir en nuestra carne el dolor por no encontrar a la salida de nuestras películas ningún profeta que nos diga: “ese hombre eres tú”, y diciéndolo nos ofrezca una posibilidad de resurgir. Solo un verdadero profeta puede decir a un poderoso una frase como esa. Natán sabe bien que revelar al rey que es conocedor de su delito puede conducir a su eliminación. Pero no renuncia a desempeñar su oficio y con ello le da a David la única posibilidad buena que le queda: «David dijo a Natán: “¡He pecado contra el Señor!"» (12,13). La salvación de David en la Biblia depende de su reacción ante la parábola de Natán. Podemos esperar no perder nuestra alma mientras, después de nuestros delitos y pecados, sigamos teniendo un corazón más grande que nuestras culpas. Las cárceles están llenas de asesinos que han salvado esta inocencia. La esperanza muere cuando adecuamos nuestros sentimientos y nuestra moral a las acciones perversas, cuando nos convencemos de que no hay nada malo en nuestros adulterios, mentiras y violencias. Natán continúa: «El Señor ha perdonado ya tu pecado: no morirás». (12,14). El perdón actúa sobre David (no morirá). Pero ni siquiera el perdón de Dios puede evitar que la acción delictiva de David surta efectos: «No se apartará jamás la espada de tu casa (…) El hijo que te ha nacido morirá» (12,10;14).
Este anuncio tremendo de la muerte del niño nacido de un adulterio incorpora muchos mensajes. Entre ellos se encuentra el de la teología retributiva, muy presente en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, que interpreta esa muerte inocente como el “precio” que David tiene que pagar a Dios para obtener su perdón. Nosotros dejamos estos mensajes a los estudiosos de las teologías comerciales de ayer y de hoy, y trabajamos para encontrar significados que estén más a la altura de los hombres, de los niños y de Dios. No todas las páginas de la Biblia pueden estar inscritas en el libro de la vida, pero muchas podrían estarlo si las leyéramos sin una preocupación moralista por defender a Dios (que no necesita nuestra defensa) y tratáramos más bien de defender a los hombres y a las víctimas. La Biblia tiene una necesidad extrema de lectores no aduladores, capaces de liberarla de la ideología de su redactor y de muchas otras ideologías que a lo largo de milenios se han ido acumulando en el texto. La palabra bíblica es excedente con respecto al texto literario que la contiene, y para seguir viva necesita nuestro trabajo honesto. Si bien es cierto que nosotros necesitamos la mirada de Dios, también es cierto que su palabra necesita de la nuestra.
Con una muerte inocente y con la profecía de la espada sobre la casa de David, la Biblia expresa la tremenda seriedad y el infinito valor de nuestros actos y de nuestras palabras, que no son vanitas y viento porque están vivas y por tanto conservan las marcas con que las grabamos. La dignidad y la verdad de los actos humanos que la Biblia ha conservado para nosotros, a un precio altísimo, incluye el dolor infinito por la condena a muerte de un niño anónimo. Si el perdón de Dios a David hubiera borrado todas las consecuencias de su delito, el humanismo bíblico habría perdido un grado de libertad y se habría alejado de nuestra verdadera vida, donde las heridas de ayer siguen condicionando la vida de hoy y de mañana. La palabra bíblica un día se hizo carne en un retoño del mismo tronco de David porque, de forma distinta pero verdadera, ya se había hecho carne muchas otras veces, en los dolores y amores del pueblo de Israel. Y sigue convirtiéndose en carne en nuestros dolores y en nuestros amores. Un día, cuando sea mayor, tal vez pueda perdonar, si lo consigo, a quien ha matado a mi padre, pero este perdón no borrará el dolor ni las consecuencias de haber crecido sin padre, ni tampoco podrá llenar el vacío en el corazón de mi madre, que es infinito. Puedo perdonar, y lo hago de verdad, que hayas traicionado el pacto que nos unía en sociedad, pero nadie podrá borrar el dolor causado a los trabajadores que han perdido su trabajo a causa de tu traición. Nadie, ni siquiera Dios, nos dice la Biblia. Porque si Dios ejercitara su omnipotencia para borrar no solo nuestra culpa sino también los efectos de nuestros actos, confundiríamos la vida con las películas y las novelas. La historia no es el juguete de Dios, no es un mecanismo que pueda desmontar y volver a montar a su gusto. Ese tipo de operaciones solo saben hacerlas bien los ídolos, porque a ellos no les interesa nuestra libertad ni nuestra dignidad. El cuerpo resucitado conserva las llagas de la pasión, y las conservará para siempre, porque esas llagas son verdaderas. Tan verdaderas y vivas como las nuestras, que quedan inscritas para siempre en nuestras resurrecciones.descarga el artículo en pdf
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Publicado en Avvenire el 24/06/2018
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William Shakespeare, Macbeth
No ser vistos no es suficiente para ser inocentes. Las grandes civilizaciones de la antigüedad crearon sus leyes y normas éticas bajo la mirada de unos ojos más altos que los suyos. Nosotros hoy, cautivados por la ética del contrato, hemos renunciado a esa mirada “desde lo alto” y la hemos sustituido por millones de ojos que nos controlan y espían continuamente “desde abajo”. Pero los ojos no humanos que introducimos en nuestro mundo, más bajos que los nuestros, son los ojos de los ídolos o de nuestras manufacturas, que no nos dejan ver el paraíso ni los ángeles. Esa mirada más alta y distinta decía, entre otras cosas, que el mal y el pecado que cometemos seguía actuando aunque permaneciera secreto.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 17/06/2018
«Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin.»
J.L. Borges Emma Zunz
El nombre del otro es siempre una palabra plural y sinfónica. Para reconocer a una persona, primero debemos ver y acoger toda su multiplicidad. La primera herida que causamos a una víctima es la negación de al menos una cara de su personalidad. Vemos llegar del mar a Miriam con un velo en la cabeza y la llamamos “musulmana”. No vemos que tiene un novio, que es enfermera, vegetariana y pacifista, que le gusta la pintura y la poesía. De este modo empezamos a profanar su dignidad. No la conocemos porque no la reconocemos. Después, vemos a Juana, que lleva un velo distinto y la llamamos “monja”. No nos interesa que sea biblista y que antes de entrar en el convento haya sido profesora de historia, o que toca muy bien el piano y es presidenta de una ONG. Solo vemos a la monja, y no le dejamos que nos diga que también es mujer. Cada vez que reducimos a una persona a una sola dimensión, nos situamos en el comienzo de una historia de violencia.
[fulltext] =>«Un día, a eso del atardecer, David se levantó de la cama y se puso a pasear por la azotea de palacio, y desde la azotea vio a una mujer bañándose, una mujer muy bella» (2 Samuel 11,2). El comienzo de este fascinante relato, uno de los más tremendos de la Biblia, está dominado por las palabras muy bella. La mujer llama la atención del rey por su belleza, y esa dimensión se convierte para David en la única importante.
David, que probablemente ya conoce a la mujer, puesto que es esposa de uno de sus primeros oficiales, la divisa, la mira y no la reconoce: «David mandó a preguntar por la mujer, y le dijeron: “Es Betsabé, hija de Alián, esposa de Urías, el hitita"» (11,3). David decide consumir esa cosa tan bella. Su pecado – y los nuestros – no comienza cuando la gran belleza de la mujer llama su atención, ni tampoco cuando se siente visceralmente atraído por ella. Peca cuando decide mandar a sus criados que se la traigan. Entre la emoción de David y su decisión pasa un lapso de tiempo, suficiente para que esa acción sea una elección intencionada y por tanto responsable. No es un impulso. David decide ceder a la tentación. El problema moral de las tentaciones (gran palabra, hoy totalmente olvidada) no radica en su existencia, ni en el hecho de sentirlas en la carne y en el corazón. La responsabilidad ética comienza cuando decidimos qué hacer con el “material tentador” que encontramos dentro de nosotros. David decide comer el fruto prohibido y entonces es cuando peca.
El texto no dice nada acerca de la reacción de Betsabé al encontrarse delante de David. No sabemos si gritó, si sufrió violencia o si consintió. Es cierto que no faltan comentaristas que insinúan la complicidad de Betsabé por bañarse donde podía ser vista, pero culpabilizar a las víctimas y a las mujeres para hacerlas (co)responsables de su desventura es una antigua estrategia encaminada a absolver a los verdugos. David manda «que le traigan» a la mujer como se manda a buscar un bien de consumo para satisfacer una necesidad. Saber que Betsabé es una mujer casada no tiene consecuencia alguna en su comportamiento. Los verdaderos poderosos son así: transforman inmediatamente los deseos en acciones, porque no ven obstáculos entre el querer y el obtener. La verdadera tentación de los poderosos consiste en sentirse omnipotentes. Pero en ese delirio de omnipotencia comienza también su declive. Las cosas se complican cuando, después de estos hechos, entra en juego un “precio”: Betsabé manda decir a David «Estoy encinta» (11,5).
A diferencia de los automóviles y de los relojes, los seres humanos están vivos. Los poderosos pueden abusar de ellos y usarlos, como hacen muchas veces. Pero la vida es una cosa muy seria y tiene una libertad misteriosa e incontrolable. Los pecados tocan y hieren realidades vivas y por consiguiente muy frágiles y a la vez muy fuertes. A los poderosos, y muchas veces también a nosotros, cuando hacemos daño a alguien a quien no reconocemos y humillamos, a quien usamos como un producto de consumo, les gustaría que, una vez que el fuego de la concupiscencia ha consumido a sus víctimas, no quede ninguna huella de los deseos y actos equivocados. Pero la vida es más grande que los deseos de los poderosos o del mismo rey. La vida continúa, engendra frutos y sigue su curso natural. Esta fuerza de la vida es muchas veces la única defensa del pobre, que solo tiene su cuerpo y su estar vivo para hablar. Por eso, las únicas palabras que el texto pone en boca de Betsabé en esta escena tremenda es: «estoy encinta». Estas son las únicas palabras eficaces que ella consigue decir.
Los pobres dicen que están vivos con su cuerpo, con sus heridas; las mujeres, llevando niños en su vientre. La vida y el cuerpo conocen una misteriosa libertad que, a veces, logra obtener la obediencia incluso de los poderosos. El seno de Bestsabé hace que David tome conciencia de que esa cosa «bella» es una persona y por tanto está viva. La Biblia sabe que la gran tentación que experimentamos ante una vida que no obedece a nuestra voluntad de dominio consiste en darle muerte.
Tal y como ha ocurrido muchas otras veces ante situaciones difíciles, David es genial buscando inmediatamente vías de escape. La primera es la más obvia y sencilla, muy común en historias parecidas: «Entonces David mandó esta orden a Joab: “Mándame a Urías, el hitita”. (...) David dijo a Urías: "Anda a casa a lavarte los pies [genitales]"». (11, 6-8). David intenta regularizar el embarazo de Betsabé con un encuentro conyugal ex-post. Pero un segundo imprevisto impide el encubrimiento: «Urías durmió a la puerta de palacio, no fue a su casa» (11,9). David insiste, e indaga acerca de los motivos que le llevan a no bajar a su casa: «Urías le respondió: "El arca, Israel y Judá viven en tiendas, (...) ¿y voy yo a ir a mi casa a banquetear y a acostarme con mi mujer? ¡Vive Dios, por tu vida, no haré tal cosa!"». (11,10-11).
La fidelidad de Urías a David se convierte en el principal problema del rey. La fidelidad genuina posee un mecanismo de autoprotección contra la manipulación. No podemos usar la fidelidad de las personas con las que vivimos para proteger las virtudes y también para esconder los pecados. En esto radica la diferencia entre la verdadera fidelidad y la falsa fidelidad aduladora. La verdadera fidelidad no tiene dos caras. Un verdadero amigo nunca encubrirá nuestras traiciones conyugales, y si lo hace ya estará empezando a traicionarnos, convirtiéndose en un “amigo” que protege nuestros vicios y no nuestras virtudes. En este episodio, Urías el hitita, un inmigrante de segunda generación (Urías es un nombre hebreo muy hermoso: “YHWH es mi luz”) que trabaja al servicio de un pueblo que no es el suyo, sale al encuentro de su triste destino por su fidelidad a un rey extranjero. Su acto de lealtad más elevado se convierte en la causa de su desleal muerte.
En efecto, viendo que el encubrimiento fracasa doblemente (11,13), «David escribe una carta a Joab y se la manda por medio de Urías. El texto de la carta dice: “Pon a Urías en primera línea, donde sea más recia la lucha, y retiraos dejándolo solo, para que lo hieran y muera"» (11,14-15). Aquí la estrella de David se apaga, deja de brillar y la noche cae sobre Jerusalén. David es como Caín, que golpea a su hermano inocente y manso «en el campo». David, hijo de Abraham, mata a un descendiente de aquellos hititas que vendieron al patriarca la tierra donde sepultar a su esposa Sara (Génesis 23). Las guerras civiles y fratricidas continúan en la Biblia para recordarnos nuestros vanos intentos de encubrimiento.
Urías se dirige al campo de batalla llevando en sus manos el despacho de su ejecución. Resulta muy fuerte y trágico imaginar a este soldado, extranjero de origen y súbdito leal, ir al encuentro de su mortal destino, totalmente desconocedor del contenido de un mensaje escrito por la mano del destinatario de su fidelidad y abnegación. Es probable que Urías pensara que la carta contenía un elogio a la fidelidad mostrada al rey cuando en realidad contenía su condena. Es probable que la mirara una y otra vez con orgullo y emoción, imaginando su contenido en su corazón.
Muchas personas, todos los días, son portadoras de mensajes parecidos al de Urías y tampoco lo saben. Nos afanamos fielmente toda la vida en una empresa y un día la acción que vivimos como el culmen de nuestra lealtad produce nuestro despido, que se nos entrega en el sobre que pensábamos contendría nuestra promoción. Denunciamos públicamente una violencia mafiosa por lealtad para con nosotros mismos, con los hijos y con las instituciones, y en ese momento comienza nuestro calvario, en la soledad más profunda y vulnerable, escrito en el reverso de un premio al valor cívico. Decimos una verdad incómoda por ser leales a un amigo y en ese momento lo perdemos para siempre; su nota de agradecimiento se convierte en su carta de despedida. Dedicamos los mejores años de la vida a educar honradamente a un hijo y el día en que finalmente lo engendramos a la verdadera libertad, él la usa para perderse y extraviarse; leemos el Evangelio y lo esperamos durante años a la puerta de casa, pero el hijo no vuelve. Algunas de estas cartas no las abrimos nunca, y solo esta ignorancia providencial nos permite continuar el camino que conduce del palacio del rey al campo de batalla. Nosotros también miramos esas cartas con orgullo, nos emocionamos, y después seguimos caminando hacia nuestro destino, casi siempre ignorantes. Como Urías, combatimos nuestras últimas batallas con la misma lealtad de siempre, incluso con un entusiasmo mayor, alentados por la carta que hemos entregado.
La última fidelidad de Urías el hitita consiste en no abrir la carta, no quitar su sello, y combatir con orgullo la última batalla. No es bueno abrir todas las cartas que la vida pone en nuestras manos. Sobre todo las más decisivas no están destinadas a nosotros. Nosotros solo debemos entregarlas, aunque muchas de ellas hayan sido escritas y recibidas por alguien que no nos ama. La Biblia ha abierto la carta de Urías el hitita y ahora nos la lee para sostener el camino que recorremos nosotros con cartas cerradas en las manos. Y sobre todo para decirnos que existe al menos una carta escrita por alguien que nos quiere. Esa es la más importante. Esa carta somos nosotros mismos. Una carta viva que, al terminar el camino, depositaremos en buenas manos, sin haberla leído por el camino.descarga el artículo en pdf
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 17/06/2018
«Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin.»
J.L. Borges Emma Zunz
El nombre del otro es siempre una palabra plural y sinfónica. Para reconocer a una persona, primero debemos ver y acoger toda su multiplicidad. La primera herida que causamos a una víctima es la negación de al menos una cara de su personalidad. Vemos llegar del mar a Miriam con un velo en la cabeza y la llamamos “musulmana”. No vemos que tiene un novio, que es enfermera, vegetariana y pacifista, que le gusta la pintura y la poesía. De este modo empezamos a profanar su dignidad. No la conocemos porque no la reconocemos. Después, vemos a Juana, que lleva un velo distinto y la llamamos “monja”. No nos interesa que sea biblista y que antes de entrar en el convento haya sido profesora de historia, o que toca muy bien el piano y es presidenta de una ONG. Solo vemos a la monja, y no le dejamos que nos diga que también es mujer. Cada vez que reducimos a una persona a una sola dimensión, nos situamos en el comienzo de una historia de violencia.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (37 KB) el 10/06/2018
«Rabí Pinjas dijo: “Quien diga que las palabras de la Torá son una cosa y las palabras del mundo son otra debe ser mirado como un hombre que niega a Dios".»
Martin Buber Cuentos jasídicos
Cuando era niño, en mi pueblo, llamábamos cristiano (cristià en dialecto ascolano) a toda persona humana. Durante mucho tiempo pensé que “cristiano” era simplemente el nombre que se usaba para referirse a los seres humanos. Para mí esta palabra no tenía un significado religioso. Y la mayor parte de mi gente la usaba en el lenguaje corriente sin saber que había nacido de la religión. Cristianos eran los hombres, cristianas eran las mujeres.
[fulltext] =>Cuando un desconocido llamaba a la puerta, antes de que hablara, ya se sabía su nombre: era un cristiano – "è nu cristià", decía mi abuelo. Mucho más tarde aprendí que cristianos fue el nombre que recibieron en Antioquía los hombres y las mujeres que seguían a Jesús. Cristianos eran los buenos y cristianos los malos (“ese es un mal cristiano”); cristianos los sanos y cristianos los enfermos. Visto de este modo, también los moabitas y los arameos eran cristianos, como cristiano era el hijo de Jonatán "tullido de ambos pies". «Llega un pobre cristiano», habrían dicho nuestros abuelos si lo hubieran visto llegar renqueando por el camino de casa. Lo dijeron muchas veces durante las guerras. Tuvieron que pasar muchos siglos de historia, de amor y de dolor para que, en Europa, cristiano se convirtiese en sinónimo de hombre. Hoy lo hemos olvidado. Las guerras entre cristianos y los campos de concentración nos lo han hecho olvidar, a nosotros y a los demás. Pero si en las Antioquías de mañana a los cristianos se les llama hombres, será porque habrán aprendido de nuevo a reconocer a las víctimas que llegan a las ciudades y llaman a las puertas de las casas, y habrán sabido acogerlos como cristianos.
«El Señor dio a David la victoria en todas sus campañas» (2 Samuel 8,14). Cuando una nueva clase dirigente llega al poder suele desacreditar a la clase política derrotada, mediante una reconstrucción ideológica del pasado. Es una operación muy frecuente y muy sencilla para legitimarse éticamente. La Biblia conoce muy bien esta técnica retórica y la usa muchas veces, dada la importancia que para su humanismo tiene la lectura de la historia desde la perspectiva de Dios. El éxito militar y político de David es un ejemplo conocido y relevante de esta técnica narrativa. Son pasajes construidos por una mano muy hábil en el uso de materiales antiguos, con la finalidad de crear el “mito” político de David y de Israel. Es la apoteosis de la religión económico-retributiva, que interpreta el éxito como bendición divina y la derrota (ajena) como maldición. Hoy sabemos que la llegada de David al trono fue mucho más controvertida y ambivalente de lo que el autor de los libros de Samuel parece querer contar. David, en realidad, resultó vencedor al final de una dura y larga guerra civil contra Saúl y sus hijos. Muchos materiales, distintos y no alineados, fueron eliminados o alterados. Pero algunos sobrevivieron, con frecuencia a pesar del propio autor. Los grandes libros lo son porque han sabido resistir las manipulaciones y los narcisismos de sus autores. Pero en la Biblia, junto a la ideología de sus autores, gracias a Dios, estamos, y debemos estar, también nosotros.
Nosotros sabemos que los pueblos conquistados y convertidos en siervos y súbditos fueron pueblos libres que, a causa de David, perdieron su libertad. También podemos y debemos leer estas historias desde su perspectiva. Veían a David exactamente con los mismos ojos con los que, siglos después, verá Israel a los asirios y babilonios: potencias enemigas imperialistas, que matan hombres, mujeres y animales, destruyen la economía, los templos y la identidad nacional, y deportan al exilio. Pero a nosotros no nos sirve de justificación ni de perdón seguir leyendo esos hechos con la misma ideología del escritor de las victorias de David. Antes bien, debemos luchar con el autor bíblico, para ayudarle a liberarse de su ideología. Si lo intentamos, nos daremos cuenta de que esta lucha ya está presente en toda la Biblia. Incluso dentro de los libros de Samuel que, al principio, denuncian proféticamente los males y la corrupción de la monarquía fuertemente deseada por el pueblo (1 Samuel 8,13), y después ensalzan teológicamente la monarquía y a su héroe David. Para que la Biblia sea generativa y anti-ideológica, debemos ser capaces de hacer una lectura sinóptica del Cantar y de Job, de Qohélet y de Daniel, de Pablo y de Santiago. No obstante, podemos y debemos expresar nuestras preferencias éticas. En todo caso, una pregunta (al menos) sigue abierta: ¿por qué el redactor final de estos capítulos, escritos después de la conquista babilónica, la destrucción del templo y el exilio - cuando, gracias a los profetas, el pueblo ha aprendido a creer en un Dios verdadero y derrotado y ha aprendido que la verdad no coincide con el éxito - nos muestra una historia de David marcada por la ideología de la victoria y del poder militar como bendición? No es fácil responder a esta pregunta, que atraviesa buena parte de la Biblia. Intentaremos hacerlo poco a poco cuando hablemos de los fracasos de David y de su descendencia. Pero desde ahora podemos y debemos usar estos capítulos políticos e ideológicos para hacer un valioso ejercicio moral y espiritual. Leemos que «David derrotó a Moab: los hizo echarse en tierra y los midió a cordel; midió dos cuerdas de condenados a muerte, y dejó con vida a otra cuerda» (8,2). Y después, en la misma Biblia, leemos que Rut era una moabita, y que en la genealogía de Jesús de Nazaret está escrito: «Booz engendró a Obed de Rut, Obed engendró a Jesé. Jesé engendró al rey David (...) María engendró a Jesús» (Mt 1). Y después seguimos leyendo y descubrimos que «David mató veintidós mil arameos» (8,5), mientras volvemos con el corazón a la oración del arameo errante de Moisés, a Raquel y Lía, hijas de un arameo, al pueblo que hablaba en arameo, la lengua con la que fue pronunciado el Padre Nuestro. Y finalmente nos detenemos a honrar el luto por estos muertos y por las libertades perdidas a manos de David, a sentir en nuestras carnes el dolor porque el arameo ya no puede correr libremente.
De estas complicadas gestas de David también podemos aprender algo importante, que no estaba en la intención del autor, pero sí debe estar en la nuestra: todas las guerras de las que habla la Biblia son guerras fratricidas. Caín sigue actuando y, disfrazado de David, mata de nuevo a su hermano. La Biblia, leída desde esta perspectiva, nos dice que todas nuestras guerras - que en nuestros ateísmos seguimos leyendo como guerras sagradas y bendiciones divinas - son guerras fratricidas, porque todo homicidio es un fratricidio. David con su cuerda estaba midiendo el madero de la cruz. Él no podía saberlo, pero nosotros sí que lo sabemos, y por la misteriosa pero real reciprocidad de la Biblia debemos recordárselo y recordárnoslo. Recordar que cuando ocupamos un país y matamos hombres, mujeres, niños y animales, estamos matando a Benjamín y a José, a los hijos de Raquel la aramea, a los hijos de Rut la moabita y al hijo de María. Solo con estos sentimientos podemos hacer una lectura buena y responsable de las campañas de David.
«David preguntó: “¿No queda ya nadie de la familia de Saúl a quien yo pueda favorecer por amor de Dios?". Sibá [un criado de la casa de Saúl] le respondió: "Queda todavía un hijo de Jonatán, tullido de ambos pies"» (9, 1-3). David llega al culmen de su carrera política. Ha derrotado a todos sus enemigos, internos y externos, y reina en un imperio que va desde el Éufrates hasta el Nilo. Pero justamente en el culmen de su éxito comienzan a entreverse las señales de su declive. También para David valdrá la ley del “ocaso a mediodía".
La gestión de su sucesión es la señal que nos dice que la trayectoria de David comienza a cambiar de signo, asumiendo la forma de una parábola. El texto nos da algunos elementos sobre la relación entre el rey y el único superviviente de la casa de Saúl. Es un episodio muy hermoso y humano. No tenemos suficientes elementos para comprender bien los motivos que impulsan a David a informarse de la existencia del hijo de su amigo, muchos años después de la muerte de Jonatán (en esa época Meribaal tenía cinco años, ahora es un hombre adulto). Pero es llamativa la semejanza entre la pregunta de David por uno («a quien yo pueda favorecer por amor de Dios») y la pregunta que hace Herodes a los Reyes Magos sobre «rendir homenaje al rey recién nacido». El resto del relato nos sugiere al menos una ambivalencia en los motivos de David. Meribaal llegó a la corte, «cayó sobre su rostro, prosternándose, y David dijo: “¿Eres Meribaal?” El respondió: “Servidor””. David le dijo: “No temas, porque estoy decidido a favorecerte por amor a Jonatán, tu padre; te devolveré todas las tierras de tu abuelo, Saúl, y comerás siempre a mi mesa"» (9, 6-7).
Es una descripción muy concisa. Pero en todo caso es muy probable que David tuviera que manejar sentimientos contrapuestos. El antiguo pacto de amistad con Jonatán nos induciría a leer la devolución de las tierras de Saúl a su nieto como un acto de sincera generosidad y honra por el hijo de su gran amigo. Sin embargo, el temor de Meribaal, cuya familia habían exterminado David y sus hombres, y la respuesta que le da a David («¿Qué soy yo para que te fijes en un perro muerto como yo?»: 9,8), nos lleva a otras consideraciones que no están en consonancia con la nobleza en las palabras de David. Pero lo más difícil para sostener la no ambivalencia de David es cuando dice «comerás siempre a mi mesa». ¿Qué sentido tiene esta petición? La ambivalencia de David y de todo poder: querer ser fiel a los pactos con los amigos y al mismo tiempo tener bajo control a los potenciales enemigos en la sucesión al trono. Meribaal estará obligado a permanecer en la corte de David, en una jaula de oro, impedido y alejado de su único hijo: «Meribaal tenía un hijo pequeño, llamado Micá; (…) se trasladó a Jerusalén, porque comía siempre a la mesa del rey. Estaba impedido de ambos pies» (9,12-13).
David no sabía que los moabitas, los arameos, eran “cristianos”, como no sabía que también Meribaal, impedido de ambos pies, era “cristiano”. Pero nosotros sí lo sabemos, y debemos recordárselo a David, a quien “no le gustaban los ciegos ni los cojos”. A medida que vamos creciendo con la Biblia y gracias a ella, debemos devolverle sus personajes enriquecidos con nuestra dote de humanidad. Debemos bajar por la Biblia, llegar hasta Sara y reprenderla por cómo trata a Agar; indignarnos por la bendición que Jacob arranca a Esaú; detener la mano de Abraham antes de que aparezcan el ángel y el carnero; desesperarnos con Job y con Raquel porque “sus hijos ya no están”, y después enfadarnos con Dios porque no responde a Job con palabras a la altura de sus preguntas tremendas por humanísimas. Debemos seguir gritando “¿por qué?” con el Hijo en la cruz, y esperar dos mil años su respuesta.descarga el artículo en pdf
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (37 KB) el 10/06/2018
«Rabí Pinjas dijo: “Quien diga que las palabras de la Torá son una cosa y las palabras del mundo son otra debe ser mirado como un hombre que niega a Dios".»
Martin Buber Cuentos jasídicos
Cuando era niño, en mi pueblo, llamábamos cristiano (cristià en dialecto ascolano) a toda persona humana. Durante mucho tiempo pensé que “cristiano” era simplemente el nombre que se usaba para referirse a los seres humanos. Para mí esta palabra no tenía un significado religioso. Y la mayor parte de mi gente la usaba en el lenguaje corriente sin saber que había nacido de la religión. Cristianos eran los hombres, cristianas eran las mujeres.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (38 KB) el 03/06/2018
«Si tu corazón no quiere entregarse
no siente pasión, no quiere sufrir,
sin planear lo que vendrá después
mi corazón puede amar por los dos»Luisa Sobral, Amar pelos dois
Cuando se intenta responder a una vocación, la existencia se mueve entre el recuerdo de una gran liberación y la espera del cumplimiento de una gran promesa; entre memoria y esperanza. Todo se desarrolla entre estas dos orillas del río. El oficio de vivir consiste en aprender a estar en el vado, sin ceder a la tentación de la nostalgia por la orilla de origen ni a la tentación que repite que el lugar de llegada es un simple espejismo. Las aguas no nos arrollan ni la corriente nos arrastra si estamos agarrados a la cuerda invisible que une el Mar Rojo con el Jordán. Pero cuanto más nos acercamos a la otra orilla, más delgado se hace el trozo de cuerda que sujetamos entre las manos.
[fulltext] =>David recupera el arca y la transporta a Jerusalén, su nueva ciudad. De este modo conecta su reino con la primera Alianza de los padres, con la salida de Egipto, con el Sinaí, y conecta su nombre con el nombre del origen. Pero un gran proyecto colectivo no se mantiene vivo únicamente elaborando y rescatando la memoria. Es vital que una nueva promesa abra el futuro, a la vez que lo ancla al pasado, porque ningún alba es luminosa si en ella no se entrevé la llegada del mediodía. Pero mientras que el origen solo puede ser acogido y recibido, pues es don y herencia, la búsqueda de la legitimación del futuro en el presente conlleva siempre el peligro de querer manipular el pasado para transformarlo ideológicamente en anticipo de un futuro que queremos construir y no esperar. David también siente este temor y esta tentación. «Cuando David se estableció en su casa (...) dijo al profeta Natán: "Mira, yo estoy viviendo en una casa de cedro, mientras el arca de Dios vive en una tienda"» (2 Samuel 7,1-2). La Jerusalén de David no tiene templo. Otras ciudades de Israel sí. David quiere dar a su Dios una casa en su nueva ciudad. El profeta Natán, que hace aquí su aparición, responde: «Anda, haz lo que tienes pensado, que el Señor está contigo» (7,3). Natán es un profeta de la corte, sabe que el Señor está con David, y sin preguntar directamente a YHWH aconseja al rey que haga sencillamente lo que desea. Este es un ejercicio ordinario de la profecía: el profeta usa el pasado y el sentido común para responder a una pregunta acerca del presente y el futuro.
Pero la pregunta de David no es una pregunta corriente, porque se refiere a un pilar de la identidad de su pueblo. Por consiguiente, no basta el oficio para entender una verdad más profunda, hace falta una epifanía: «Pero aquella noche recibió Natán esta palabra del Señor: “Ve a decir a mi siervo David: Así dice el Señor: “¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella? Desde el día en que saqué a los israelitas de Egipto hasta hoy no he habitado en una casa, sino que he viajado de acá para allá en una tienda"» (7,4-6). Pero... La palabra que YHWH dirige a su profeta comienza con un “pero”. Natán es un profeta cercano a David. Es posible que tras la muerte de Samuel ocupara su puesto de consejero profético del rey. Su función y su oficio le habían sugerido en primera instancia secundar los deseos del rey. Pero Natán es un verdadero profeta, como veremos por el resto de la vida de David. Por eso surge en él una segunda dimensión de la palabra. Se le sugiere – tal vez en un sueño – otra verdad, una palabra distinta, más grande que la primera. Los verdaderos profetas se distinguen de los falsos profetas en que saben que son portadores de dos voces distintas, aunque salgan de la misma boca. Cuando ambas voces acaban coincidiendo, el profeta se convierte en falso profeta. El profeta se hace dios y a menudo convence a los demás (y a sí mismo) de que verdaderamente lo es.
Sin embargo, Natán sabe distinguir las dos voces; las ordena jerárquicamente y al día siguiente tiene el valor de decir a David lo contrario que el día anterior. No es un profeta adulador, no tiene miedo de quedar mal por mostrar que YHWH le lleva la contraria, ni teme decir a David cosas distintas a las que le gustaría escuchar (en esto radica casi toda la dificultad del ejercicio de la verdadera profecía). El nuevo oráculo comunica a David (y a nosotros) algo fundamental para la fe bíblica y para cualquier fe. YHWH se había revelado como una voz, una voz libre imposible de capturar. Desde el principio había asegurado su presencia (shekhinah) en el presente del pueblo. Como el maná, su presencia solo saciaba el hambre de cada día y no podía acumularse ya que se marchitaba. Este es el sentido de la esperanza bíblica y el valor de la gratuidad (charis, gratia) en toda fe-confianza. Confiamos verdaderamente en alguien a quien nos une un pacto cuando esperamos que mañana vuelva a casa después de haberle dado la libertad de no hacerlo, y no dejamos de sorprendernos cada vez que lo vemos regresar. Pero el día en que construimos un sistema de garantías y controles que impiden el no regreso del otro no, la relación comienza a morir. El humanismo bíblico es una infinita educación a esta libertad, que culminará en la muerte de un crucificado sin que quien está bajo la cruz tenga ninguna garantía de la resurrección. Tan solo una gran esperanza, que nos sigue permitiendo ver crucificados resucitar siempre que no dejemos de frecuentar los Gólgotas de nuestra tierra (demasiadas personas no logran ver resurrecciones porque han perdido de vista los lugares donde ocurren las crucifixiones y donde las piedras ruedan; en los “círculos buenos” ningún jardinero nos llamará nunca por nuestro nombre).
La construcción de un nuevo templo es la obra más natural y religiosa para David. El sentido común y la devoción le indican esta única dirección. Pero el Dios bíblico no es el dios del sentido común de los reyes devotos y de las religiones. La relación entre YHWH y el templo siempre ha sido ambivalente y problemática, expresión de la ambivalencia y problematicidad de la relación entre Biblia y religión. La Biblia ha generado varias religiones, pero su primera finalidad no es la edificación de un discurso religioso. En el centro del humanismo bíblico se encuentra más bien la fe y por tanto una relación colectiva e individual con un Dios espiritual y por eso distinto de los ídolos. En esta relación, la fe bíblica es dinámica, histórica, evolutiva, sorprendente, agonística, contradictoria. Las religiones necesitan templos; la Biblia puede prescindir y prescinde de ellos. A la Biblia le interesa poner de relieve la verdad de un Dios más grande y distinto que todos los templos y todas las religiones. Así pues, la generación que transcurre entre la petición de David de un templo y la construcción del mismo por su hijo Salomón, ese vacío en el tiempo histórico de Israel, es el lenguaje con que la Biblia quiere expresar la excedencia del Dios del templo con respecto al templo de Dios, la diferencia entre la fe y la religión que encarna la fe, la libertad de YHWH con respecto a las casas que le construimos para decirle cuál debe ser su morada y su territorio cercado por nosotros. Con ello recuerda a todas las religiones del libro que ese Dios distinto no se deja monopolizar ni convertir en propiedad privada de ningún pueblo ni de ninguna comunidad religiosa. Toda violencia religiosa nace cuando se olvida la existencia de esta “generación del medio”, de este tiempo sin templo, de la diferencia entre la petición de una casa y la respuesta; cuando se hace coincidir la tierra del templo con la tierra de Dios, cuando el techo del templo se convierte en la medida de la libertad de Dios y nuestra. En esta excedencia se encuentra la espléndida laicidad del Dios bíblico, que prefiere “vagar bajo una tienda” al cedro robusto y estable del templo. La stabilitas loci no es uno de los atributos del Dios de la Biblia. El vagar de Dios permite que nuestras estabilidades no se conviertan en prisiones religiosas.
Dios, a través de Natán, responde de este modo a la petición de David: «El Señor te comunica que te construirá una casa» (7,11). Golpe de escena. Es David, somos nosotros, quienes necesitamos una casa y una bendición. A David se le da una bendición distinta y especial, una promesa nueva y maravillosa: «Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre» (7,16). Por siempre. En esta nueva promesa no hay ningún “si...” como en la primera Alianza con los patriarcas y con Moisés, donde la estructura contractual comprometía a una parte a la fidelidad a condición de que también la otra fuera fiel. En cambio, aquí nos encontramos con un pacto incondicional por parte de Dios. «Si se tuerce, lo corregiré con varas y golpes, como suelen los hombres; pero no le retiraré mi lealtad» (7, 14-15). No retiraré.
Muchas de las grandes promesas de la vida son y deben ser recíprocas y condicionales. Las familias, las empresas y las comunidades viven de pactos y de condiciones que dan seriedad y fortaleza a sus casas. Pero bien visto, bajo las condiciones de nuestras alianzas también hay promesas sin condiciones. Un matrimonio es un pacto de reciprocidad, que se mantiene vivo si cada uno hace su parte y es fiel. Pero el pacto nupcial no es un encuentro de condiciones, puesto que si dijéramos al otro “te amaré siempre si tú me amas siempre”, ya no estaríamos ante un pacto nupcial sino ante un contrato comercial. El “para siempre”, en el momento en que se pronuncia, no conoce condiciones. Hay una dimensión de libertad incondicional en la base de nuestras reciprocidades condicionales. Si así no fuera, nuestros pactos no serían bastante fuertes y libres y no podrían durar. Los seres humanos somos más grandes que nuestra reciprocidad. Somos más libres que nuestras condiciones. Sabemos amar más que las condiciones que ponemos a nuestro amor. Por eso (a veces) podemos seguir viviendo cuando descubrimos que nuestro “para siempre” no encuentra el “para siempre” del otro, cuando nuestros pactos se malogran pero nosotros intentamos resucitar, una vez más. O cuando seguimos caminando anclados a un “para siempre”, aunque estemos convencidos de que en el otro lado no hay nadie que recoja la promesa pronunciada en la juventud. Tal vez, al final descubramos que, a pesar de la cuerda se ha roto de tan delgada que se ha hecho, una mano nos recoge, puesto que, como hemos seguido caminando, hemos llegado a un paso de la tierra nueva sin darnos cuenta.descargar el artículo en pdf
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Publicado en pdf Avvenire (37 KB) el 27/05/2018
«Por gracia de Dios y no por sus méritos, Noé encontró en el arca un refugio para la furia impetuosa de las aguas. Aunque era mejor que sus contemporáneos, no por eso merecía que por él se hicieran milagros»
Louis Ginzberg Las leyendas de los judíos
La religión inventó al homo oeconomicus mucho antes de que lo reinventara la economía. El primer socio comercial de los hombres fue Dios, porque la economía en los mercados fue una extensión de la economía en la esfera religiosa. Las primeras monedas que conoció la humanidad fueron cabras, carneros, corderos y a veces incluso niños y vírgenes, con las que los hombres pagaban a sus dioses, generalmente para hacerles contraer una deuda, o bien para reducir la deuda originaria que sentían aplastaba a las comunidades.
[fulltext] =>Algunos libros de la Biblia (profetas, Job, Qohélet y muchos textos de los Evangelios y de Pablo), reaccionaron fuertemente ante esta visión económica de la fe, los sacrificios y el culto, e hicieron todo lo posible por mantener a Dios fuera de este comercio, para salvarlo de nuestra constante tentación de manipularlo. Pero en la Biblia, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, y posteriormente en la teología y en la praxis cristiana, quedan restos, a veces muy visibles, de esta idea mercantil de la religión. La muerte de Cristo llegó a ser interpretada como el “pago” de un precio al Padre, y el sufrimiento propio y ajeno es visto como una “moneda” que hay que pagar a un Dios acreedor.
Uno de los lugares donde la religión económica ha producido daños más cuantiosos y graves es en la valoración social, espiritual y ética de los pobres. A los mendigos se les consideraba pobres, pero también a los leprosos, ciegos, mudos y cojos. Todos ellos eran escorias de las comunidades. Para defender la idea de un Dios justo, las antiguas religiones económicas condenaban a los pobres, que se convertían así en descartados por la vida y por Dios. El “ciego y el cojo” eran portadores de culpas y pecados, y de ese modo Dios podía seguir siendo perfecto en su justicia, porque cada uno recibía de la vida exactamente lo que se merecía (por sí mismo o por sus padres). La riqueza era doblemente bendita y la pobreza doblemente maldita. Hasta antes de ayer, muchos padres segregaban en casa o en instituciones a los hijos portadores de graves discapacidades, porque sentían con demasiada fuerza sobre su familia la maldición religiosa y social por tener unos hijos distintos. Han tenido que pasar milenios para que las civilizaciones humanas (aún no todas) reconozcan por fin que la discapacidad no es una maldición, y que la indigencia material y psicofísica no es un estigma, sino una pregunta de cuya respuesta depende la calidad cívica y moral de una sociedad y su más importante justicia. Esta es una de las mayores conquistas de la humanidad, pero es siempre frágil. La antigua idea de la pobreza como maldición cambia de forma (paro, ineficiencia, inmigración…), se disfraza y mimetiza (meritocracia), pero su capacidad para convencernos de que la pobreza de los demás no tiene ninguna relación con nuestra riqueza “merecida” sigue siendo muy fuerte. Culpabilizar a las víctimas es la estrategia más antigua y simple para negar cualquier responsabilidad propia.
«Fueron, pues, a Hebrón todos los concejales de Israel para visitar al rey. El rey David hizo un pacto con ellos, en Hebrón, ante el Señor y ellos ungieron a David rey de Israel» (2 Samuel 5,3). Después de la consagración de Samuel y de siete años y medio de reinado en Judá, David estipula un pacto con todas las tribus y se convierte en rey de Israel. Había sido elegido y ungido de muchacho, pero hasta este momento no se convierte en verdadero rey, gracias a un pacto. La vocación nace de un encuentro muy personal con una voz que llama pronunciando un nombre, en un espacio de diálogo interior del corazón donde al principio no puede ni debe entrar nadie. Así es como comienzan y se desarrollan las vocaciones en los primeros tiempos. Pero solo florecen plenamente si un día ese diálogo entre dos genera un pacto, una experiencia de reciprocidad, un compromiso público con otros hombres y mujeres; si ese primer diálogo íntimo se convierte en discurso social, en proyecto común, en acción social, y esa primera voz nos dice que construyamos con otros un arca para salvar a alguien. Las vocaciones deben convertirse en pactos. Muchas llamadas auténticas se bloquean y malogran porque ese “primer diálogo” dura demasiado y no llegan a convertirse en pacto, en alianza, en compromiso comunitario. Es fácil que eso ocurra, puesto que el pacto debe nacer necesariamente sobre la muerte del primer diálogo íntimo, y el temor a la muerte dificulta que el diálogo resurja en pacto. Los pactos son encuentros de promesas sobre un futuro común libre, no blindado por el presente. En esta tierra nuestra, rebosante de contratos que devoran los pactos y las alianzas, los pactos son cada vez más raros. Los contratos se presentan engañosamente como “mercancías” parecidas a los pactos, pero con un precio mucho más bajo. Se trata de un dumping relacional.
Junto al nuevo reino, en la historia de David y de Israel aparece otro nombre maravilloso, que por sí solo sugiere muchas cosas, hermosas y tremendas, ayer y hoy: Jerusalén, desde ahora la ciudad de David: «El rey y sus hombres marcharon sobre Jerusalén, contra los jebuseos que habitaban el país. Los jebuseos dijeron a David: “No entrarás aquí. Te rechazarán los ciegos y los cojos” (…) David conquistó el alcázar de Sión, o sea, la Ciudad de David. David había dicho aquel día: “Quien quiera matar a un jebuseo que se cuele por el túnel y ataque a esos cojos y ciegos que David detesta”. Por eso dice: “Ni cojo ni ciego entrarán en la Casa”» (5,6-9). Este texto es demasiado breve para explicar y esclarecer la naturaleza del odio entre David y “los ciegos y cojos”, ya sea que lo interpretemos como un gesto de soberbia de los jebuseos, que (quizá) pusieron discapacitados en la defensa de la ciudad, ya sea que lo interpretemos como un acto político de David, que (quizá) eliminó de su ejército a los ciegos y a los cojos. En todo caso, el fuerte mensaje de fondo es claro: los “ciegos y cojos” son los descartados, los rechazados, los excluidos “de la casa” y del templo, los no amados: «El Señor habló a Moisés: “Ninguno de tus futuros descendientes que tenga un defecto corporal podrá ofrecer la comida de su Dios: sea ciego, cojo, con miembros atrofiados o hipertrofiados, con una pierna o un brazo fracturados, cheposo, canijo, con cataratas, con sarna o tiña, con testículos lesionado. (…) Nadie con alguno de estos defectos puede ofrecer la comida de su Dios» (Levítico 21,16-21). Estas palabras duras y tremendas las encontramos en la Biblia junto a las de Isaías, que profetiza: «Respecto a los eunucos (…) yo he de darles en mi Casa y en mis muros monumento y nombre mejor que hijos e hijas» (Isaías 56, 4-5), y junto a las bienaventuranzas de Jesús que cura a los ciegos y a los paralíticos. La Biblia nos da razones para condenar a los pobres o para llamarlos bienaventurados. Y espera.
Una de las primeras empresas del rey David consiste en transportar el Arca de la Alianza a Jerusalén: «Pusieron el arca de Dios en un carro nuevo y la sacaron de casa de Abinadab, en Guibeá. Uzá y Ajió, hijos de Abinadab, guiaban el carro con el arca de Dios» (6,3). Durante el transporte, Uzá toca el arca y muere al instante (6,7). Es otro episodio que expresa el tremendum de lo sagrado. La procesión, entre cantos y danzas, llega finalmente a Jerusalén. Y aquí encontramos un episodio, narrativamente muy bello y misterioso.
David, en el entusiasmo de la entrada con el arca, tal vez por su índole poética y artística, entra en una especia de éxtasis místico en la danza y en la música, hasta casi desnudarse delante de su pueblo. Mical, su mujer, vio la escena desde la ventana y «lo despreció en su interior» (6,16). Después, en la intimidad de la casa, habla con su marido: «¡Cómo se ha lucido el rey de Israel, desnudándose a la vista de las criadas de sus ministros, como lo haría un bufón cualquiera!» (6,20). David no acepta el reproche conyugal y le responde reprochándole a su vez: «Lo hice ante el Señor, que me prefirió a tu padre y a toda tu familia (…) Y todavía me rebajaré más, aunque a ti te parezca despreciable» (6,21-22). La interpretación oficial de este episodio y el redactor final del texto están claramente de parte de David, y leen su comportamiento como una expresión de humildad y devoción verdadera por YHWH.
Pero también podemos leer este pasaje de otra forma y realizar nuestra propia elección narrativa y ética. La vida de las familias corrientes, así como la de los famosos y poderosos, está poblada de diálogos parecidos a este entre David y Mical. Muchas mujeres “observan desde la ventana” los comportamientos decorosos e indecorosos de sus maridos. Estas mujeres muchas veces callan en público pero después saben hablar dentro de casa con una autoridad distinta y esencial. Ciertas verdades solo se dicen y se oyen dentro de casa, cuando la familia y aquellos que nos ven de otro modo y nos quieren, nos dicen cosas que nunca nos dirían nuestros “súbditos”, empleados, electores o fans. Son verdades fundamentales para poder vivir bien. El decoro de las mujeres no es el de los varones; sus ojos ven otras cosas. Si se escuchan, sus verdades contienen la salvación de los maridos. Mical solo había visto algo que, desde su punto de observación, no era bueno ni religioso ni devoto. Pero ni el marido ni el redactor del libro de Samuel, que recoge esta antigua tradición, la entienden, y la condenan sin piedad: «Mical, hija de Saúl, no tuvo hijos en toda su vida» (6,23). Mical termina de esta manera en la gran comunidad de los descartados por Dios y por los hombres, reuniéndose con su padre Saúl y con sus hermanos.
Nosotros podemos dejarla ahí, como han hecho la mayor parte de los comentaristas de este pasaje, abandonada en las periferias existenciales de la Biblia en compañía de los ciegos y los cojos de David. Pero podemos decidir rescatarla, y con ella rescatar a muchas mujeres condenadas y descartadas por la historia y por la vida solo por haber dicho a los maridos y a los poderosos palabras distintas, no aduladoras y más verdaderas, que se han convertido en su condena y muchas veces, en su martirio.
La Biblia y el Evangelio no son suficientes para rescatar a las víctimas y a los pobres. Nos lo enseña la historia. Es esencial nuestra libertad. En las historias de la Biblia demasiadas veces faltamos nosotros, sus lectores. Para llegar hasta la habitación de Mical y decirle: “te entiendo”, debemos querer y elegir hacerlo. Si no es así, no pasamos del umbral de la habitación y de la Biblia. La lectura bíblica es fecunda si se convierte en un ejercicio espiritual y moral para ver y levantar a los humildes y a los humillados, y por tanto para salvar a Dios, a quien demasiadas veces se le coloca de parte de los fuertes y de los vencedores.descargar el artículo en pdf
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Los pactos no son contratos. El arca llega a Jerusalén, y el diálogo entre David y su mujer Mical nos pide una vez más que tomemos partido y digamos de parte de quién queremos estar: de las víctimas o de los poderosos. Luigino Bruni comenta el libro de Samuel. 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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (37 KB) el 27/05/2018
«Por gracia de Dios y no por sus méritos, Noé encontró en el arca un refugio para la furia impetuosa de las aguas. Aunque era mejor que sus contemporáneos, no por eso merecía que por él se hicieran milagros»
Louis Ginzberg Las leyendas de los judíos
La religión inventó al homo oeconomicus mucho antes de que lo reinventara la economía. El primer socio comercial de los hombres fue Dios, porque la economía en los mercados fue una extensión de la economía en la esfera religiosa. Las primeras monedas que conoció la humanidad fueron cabras, carneros, corderos y a veces incluso niños y vírgenes, con las que los hombres pagaban a sus dioses, generalmente para hacerles contraer una deuda, o bien para reducir la deuda originaria que sentían aplastaba a las comunidades.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (41 KB) el 20/05/2018
«La relación Yo-Tú consiste en ubicarse frente a un ser exterior, es decir radicalmente otro, y reconocerlo como tal. Este reconocimiento de la alteridad no debe ser confundido con la idea de alteridad. Lo importante no es pensar en el otro, aun como otro, sino dirigirse a él y decirle Tú»
Emmanuel Lévinas Martin Buber
El diálogo es el hilo que teje nuestras relaciones sociales buenas y fecundas. Escuchar y decir, callar y hablar, decir frases y realizar gestos. Todo eso constituye la gramática recíproca con la que atravesamos (dia) la palabra (logos). Dialogar es dejarse atravesar por el otro mientras le pedimos permiso al otro para que se deje atravesar por nuestra palabra. Atravesar es un verbo de movimiento, que evoca tiempo y espacio, lugares y nombres, carne. Siempre creación de novedad.
[fulltext] =>Muchos diálogos, posibles y necesarios, iniciados con esfuerzo y buena voluntad, no llegan a madurar porque cuando la palabra toca la carne y empieza a enseñarla, la percepción del dolor detiene ese atravesarse recíprocamente. Casi siempre nos detenemos en el umbral del verdadero diálogo, donde se encuentran sus productos semielaborados: la discusión, el pacto entre caballeros, el compromiso… En el origen de la civilización occidental encontramos una tesis espléndida e inmensa, que es también una declaración de amor que el hombre se hace a sí mismo: somos capaces de logos, de palabra, de discurso, de diálogo, y por consiguiente de relación. Somos una realidad dialógica.
El humanismo bíblico nos ha dicho además que el Adam es capaz de dialogar con Dios, que podemos tener una relación con el absoluto, que sabemos conversar con YHWH. El hombre es un “amigo de Dios” (Abraham), habla con él “de boca a boca” (Moisés), pues no solo el hombre es capaz de dialogar sino también el Dios bíblico. Jeremías, Isaías, Agar, Ana y María se nos muestran como personas guiadas por una voz con la que entran en diálogo. Dialogar implica siempre un aprendizaje recíproco, una co-creación. Entonces, si es cierto que la humanidad ha aprendido y sigue aprendiendo mucho dialogando con Dios, debe ser igualmente cierto que Dios ha aprendido y sigue aprendiendo algo del diálogo con hombres y mujeres. Ha aprendido y aprende qué es verdaderamente el mundo, el dolor y el amor, mientras nosotros mejoramos el mundo con nuestro trabajo, nos enamoramos, sufrimos, somos fieles e infieles, morimos y resucitamos muchas veces. Dios ha cambiado la historia humana para siempre resucitando a su hijo, y nosotros sabemos que cambia porque no puede permanecer indiferente cuando asiste en directo a nuestras resurrecciones y a las de nuestros hijos.
David es un hombre que dialoga con Dios: «Después consultó David al Señor: “¿Puedo ir a alguna ciudad de Judá?” El Señor le respondió: “Sí”. David pregunto: “¿A cuál debo ir?” Respondió: “A Hebrón”. Entonces subieron allá David y sus dos mujeres, Ajinoán la yezraelita, y Abigail» (2 Samuel 2,1-2). David le pregunta a Dios y este responde. No sabemos cómo sería el diálogo de David con YHWH. Pero seríamos estúpidos si dejáramos que el género literario se comiera la belleza y la verdad de estos diálogos lejanos. En Hebrón, David es ungido rey: «Los de Judá vinieron a ungir allí a David rey de Judá» (2,4). David se convierte en un rey local, pues gran parte de Israel sigue en manos de la familia de Saúl. Abner, el comandante del ejército de Saúl, persona de gran carisma y poder, convierte a Isbaal, uno de los hijos de Saúl, en rey: «Isbaal, hijo de Saúl, tenía cuarenta años cuando empezó a reinar en Israel, y reinó dos años. Solo Judá siguió a David» (2,10).
David se reúne con los habitantes de Yabés de Galaad, que habían sepultado dignamente a Saúl: «En cuanto supo que los de Yabés de Galaad habían dado sepultura a Saúl, David mandó unos emisarios a decirles: “El Señor os bendiga por esa obra de misericordia, por haber dado sepultura a Saúl, vuestro Señor. El Señor os trate con misericordia y lealtad, que yo también os recompensaré esa acción"» (2,5-6).
El agradecimiento es doblemente transitivo: los habitantes han sido agradecidos con Saúl y ahora David es agradecido con ellos, y le pide a Dios que también sea agradecido, tratando a estos ciudadanos con “misericordia y lealtad”. Mañana nuestros hijos serán agradecidos con otros y con nosotros mismos si hoy nosotros somos agradecidos con los demás y con nuestros padres. El agradecimiento es la primera herencia que se transmite de padres a hijos. Esta transitividad horizontal (entre hombres y entre generaciones) es la vertiente luminosa de la ley de la retribución vertical que también atraviesa la Biblia (nuestras desventuras y nuestras riquezas son castigos y premios de Dios) y que Jesús intentó superar definitivamente, aunque no lo logró. Pensemos que la meritocracia no es sino la secularización de aquella teología antigua.
Los primeros capítulos del segundo libro de Samuel nos narran una verdadera guerra civil y fratricida entre el ejército de David y la dinastía de Saúl. Se suceden feroces homicidios, traiciones y venganzas, cuyo principal objetivo es decirnos que David, el nuevo rey, no accede al trono como usurpador ni como asesino de sus enemigos. Sus dos principales rivales (Isbaal y Abner) mueren a manos de los hombres de David, sin él saberlo y contra su voluntad (capítulos 3 y 4). De hecho, como había ocurrido con la muerte de Saúl y Jonatán, David llora, ayuna y hace luto tanto por la muerte de Isbaal como por la de Abner. El texto nos describe una escalada de violencia mimética (René Girard), donde la venganza se convierte en la nueva ley. La guerra civil termina con la victoria de David y con una nueva unción como rey de todo Israel, en Jerusalén, su nueva ciudad y capital del reino.
Dentro de esta guerra civil encontramos dos breves pero espléndidos cuadros narrativos, que no nos pueden dejar indiferentes. El primero tiene como protagonista a Abner, el comandante del ejército, que “toma” una concubina de Saúl. Isbaal, el nuevo rey, le dice: «¿Por qué te has acostado con la concubina de mi padre?». Y Abner le da una respuesta que inmediatamente nos hace entrar en una dimensión pésima del poder de todos los tiempos: «¡Ni que fuera yo un perro! De modo que estoy trabajando lealmente por la casa de tu padre, Saúl, sus hermanos y compañeros y no te entrego en poder de David, ¡y ahora me echas en cara un asunto de mujeres!» (3,8). Tremendo. Han pasado tres mil años, pero esta frase la seguimos encontrando, viva y actual, con su infinita violencia, en los lugares del poder masculino, donde las relaciones con las mujeres demasiadas veces son consideradas “asuntos” irrelevantes, tonterías, “cosas” insignificantes en comparación con las cosas importantes de la política, la economía y el poder. Sin embargo, la Biblia ve a esa mujer, le da un nombre, y por tanto la reconoce. Esa mujer se llama Rispá. Es la Biblia quien la llama por su nombre, no Abner, para quien es simplemente una “cosa” que se puede “tomar”, ni el rey, que la llama “una concubina”. No es Sara quien nos dice en el Génesis el nombre de la sierva y de su hijo expulsados por ella al desierto. Es el autor bíblico quien nos dice que se llamaban "Agar" e "Ismael". Los poderosos y los verdugos comienzan a humillar a las víctimas negándoles la dignidad del nombre, porque llamarlas por su nombre significaría reconocerlas como personas. Volveremos a encontrar a Rispá en el capítulo 21, en uno de los episodios más dramáticos y humanos de toda la literatura antigua.
El segundo cuadro está engarzado dentro del ofrecimiento de alianza/traición de Abner a David, cuando le promete entregarle todo Israel. David, como precondición para la alianza con él, dice a Abner: «Devuélveme a mi mujer Mical, con la que me casé pagando por ella cien prepucios de filisteos» (3,14). No sabemos por qué David pide que le devuelva a su primera mujer, Mical, hija de Saúl. Solo sabemos que tras la huída de David, Mical fue entregada por su padre a otro marido: Paltiel. La petición de David es atendida, y el rey «mandó quitársela a su marido, Paltiel» (3,15). La reacción del marido es muy fuerte: «Paltiel la siguió hasta Bajurín, llorando detrás de ella. Abner le dijo: “¡Hala, vuélvete!” Y se volvió» (3,14-16). La Biblia consigue que veamos a ese marido que sigue, a pie y llorando, la caravana de la mujer, con la misma desesperación con que se sigue el coche fúnebre que lleva el féretro de la esposa. Algo quiere decirnos con esto acerca de la penosa condición de un hombre, un varón, un marido, que, aunque sea solo por un momento, atenúa la crueldad de las acciones de los demás varones de esta historia, incluido David.
En el capítulo que describe la muerte del rey Isbaal encontramos un tercer detalle: «Jonatán, hijo de Saúl, tenía un hijo tullido de ambos pies: tenía cinco años cuando llegó de Yezrael la noticia de la muerte de Saúl y Jonatán; la niñera se lo llevó en la huida, pero con las prisas de escapar el niño cayó y quedó cojo; se llamaba Meribaal» (4,4). Este relato nos dice algo más sobre Jonatán, el amigo de David, y sobre el grande y colectivo dolor por su muerte. En este niño lisiado de cinco años vemos a todos los niños lisiados de todas las guerras. Después de tres mil años, las guerras siguen lisiando sobre todo niños y humillando mujeres que, aunque logren huir con los hijos entre los brazos, no siempre consiguen evitar que las maldades de los adultos lisien a sus hijos.
El escritor no podía ahorrarnos la narración de las violencias de la guerra civil. Pero podía haber omitido estos pequeños detalles narrativos, podía haber evitado hablarnos de Rispá y de Paltiel, como en los libros de las Crónicas, que cuentan los mismos episodios pero sin Rispá ni Paltiel ni Meribaal. Sin embargo el escritor antiguo ha querido dejarlos, nos ha dado sus nombres, erigiendo así estelas en recuerdo de las víctimas inocentes de todas las violencias.
La Biblia es un libro maravilloso por muchas razones, pero sobre todo porque es un cofre que guarda las lágrimas de los pobres y de los descartados, a menudo escondidas en los intersticios de los grandes relatos, casi siempre ausentes de las lecturas de nuestras liturgias. Tal vez sea bueno que sigan escondidas, porque el dolor de las víctimas y de los pequeños es demasiado valioso, y debe permanecer secreto, para protegerlo.descarga el artículo en pdf
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (41 KB) el 20/05/2018
«La relación Yo-Tú consiste en ubicarse frente a un ser exterior, es decir radicalmente otro, y reconocerlo como tal. Este reconocimiento de la alteridad no debe ser confundido con la idea de alteridad. Lo importante no es pensar en el otro, aun como otro, sino dirigirse a él y decirle Tú»
Emmanuel Lévinas Martin Buber
El diálogo es el hilo que teje nuestras relaciones sociales buenas y fecundas. Escuchar y decir, callar y hablar, decir frases y realizar gestos. Todo eso constituye la gramática recíproca con la que atravesamos (dia) la palabra (logos). Dialogar es dejarse atravesar por el otro mientras le pedimos permiso al otro para que se deje atravesar por nuestra palabra. Atravesar es un verbo de movimiento, que evoca tiempo y espacio, lugares y nombres, carne. Siempre creación de novedad.
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