El perdón es una bendita lucha

El árbol de la vida – Jacob recibe un nuevo nombre y vuelve a descubrirse como hermano

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 25/05/2014

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"Aquel día amaneció antes que de costumbre. El sol salió dos horas antes de lo debido … Aquel sol, prematuramente aparecido, estaba dotado de una admirable potencia. Brilló con el esplendor de los días de la creación, el mismo que volverá a lucir al final de los tiempos"

(Midrash mayor del Génesis, LXVIII).

A diferencia de lo que ocurre en nuestra civilización de consumo, en la Biblia los nombres de las personas (y de los lugares) son algo muy serio. Se eligen siempre para señalar simbólicamente una vocación o un destino. Pero cuando el primer nombre cambia debido a un acontecimiento o encuentro extraordinario, el nuevo nombre se convierte en una llamada a una tarea especial y universal. Así, después de la Alianza, Saray y Abram se convirtieron en Sara y Abraham. Jacob, después de su combate nocturno, se convertirá en Israel.

Una vez reconciliado con Labán, Jacob sabe que le espera lo más difícil: el encuentro con el hermano engañado, con Esaú. Pero Jacob no sabe que antes de ver de nuevo a Esaú le espera otro encuentro extraordinario en el vado del Yabboq (un afluente del Jordán). Tras veinte años de exilio, Jacob tiene miedo de volver a la tierra de su hermano. La bendición que le robó veinte años atrás le ha acompañado durante el exilio y teme que Esaú no haya olvidado el engaño. Lo primero que hace es anunciarle su llegada: “Jacob envió mensajeros por delante hacia su hermano Esaú” (32,4). Pero se entera de que su hermano avanza hacia él con cuatrocientos hombres, y “Jacob se asustó mucho y se llenó de angustia” (32,8). Teme a Esaú y busca la reconciliación con él. Le envía abundantes bienes, para adelantarse y preparar el gran encuentro: “doscientas cabras y veinte machos cabríos, doscientas ovejas y veinte carneros … diez toros, veinte asnas …” (32,15). Y espera: “voy a ganármelo con el regalo que me precede” (32,21). Se trata de prácticas antiquísimas. Muchas veces las comunidades han usado como primera palabra los regalos. La preparación del encuentro entre Jacob y Esaú es una de las historias más antiguas, que nos revela el vínculo profundo que existe entre el don y el perdón. Jacob envía regalos a Esaú para pedirle el don del perdón. El perdón verdadero nunca es un acto unilateral, sino un encuentro de dones.

Pero entre la preparación del encuentro con Esaú y el encuentro mismo, el escritor sagrado pone una fuerte discontinuidad narrativa: nos lleva de noche al vado de un río y allí nos hace vivir uno de los episodios más extraordinarios de la Biblia, cuando Jacob, el ‘bendito por engaño’, se convierte en ‘bendito por la lucha’. Jacob llega a este encuentro nocturno con un bagaje humano-divino abundante, complejo y doloroso. A ese vado, además de los rebaños, los bienes y la familia, Jacob lleva la primogenitura, el plato de lentejas, el robo de la bendición, las mentiras al anciano padre Isaac (y a JHWH), y los engaños hechos y recibidos de Labán. Son dolores que conviven con él junto al sueño de la ‘escalera’ y el paraíso, junto a los ángeles, la promesa, la llamada y la Alianza renovada. Acompañemos pues a Jacob hasta el Yabboq, sigámosle en la noche como si leyéramos este relato por vez primera (que es la primera y única lectura fecunda de la Biblia) y luchemos a su lado.

Aquella noche se levantó, tomó a sus dos mujeres con sus dos siervas y a sus once hijos y cruzó el vado de Yabboq. … Jacob se quedó solo y alguien estuvo luchando con él hasta rayar el alba” (32,23-25). Un hombre (“ish”) se enfrenta con él en el vado. No sabemos el motivo de lo que se nos presenta como una auténtica emboscada. El hombre parece un habitante de la noche, que debe abandonar la lucha “al rayar el alba”. El combate es largo, y el hombre misterioso no consigue imponerse sobre Jacob (el Génesis muestras varias veces a Jacob como dotado de una fuerza extraordinaria; cf. 29,10). Para minar sus fuerzas, le golpea ‘por debajo de la cintura’, en la “articulación femoral”, dislocándole el fémur pero sin llegar a derrotarle (32,26). El adversario ruega a Jacob: “suéltame, que ha rayado el alba” (32,27). Y en ese preciso momento del diálogo-lucha, Jacob vuelve a mendigar una bendición: “No te suelto hasta que no me hayas bendecido” (32,27). El luchador le pregunta: “¿Cuál es tu nombre?”. “Jacob”. “En adelante no te llamarás Jacob sino Israel; porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y le has vencido” (32,29). También Jacob le pregunta al luchador por su nombre y como respuesta obtiene la bendición que le había pedido: "‘¿Para qué preguntas por mi nombre? Y le bendijo allí mismo” (32,30). En realidad el luchador misterioso ya le había revelado su nombre: “porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres”. Su adversario era un hombre y era Elohim. Jacob es bendecido y herido por la misma (P)persona. Esta es una gran metáfora de la fe (de la fe bíblica, no de la de los vendedores de consumos emotivos y psíquicos), que es una experiencia que sólo nos bendice hiriéndonos. Es también un gran icono de las relaciones humanas verdaderas (el adversario era también un hombre), en las que la bendición de la alteridad sólo nos alcanza cuando estamos dispuestos a exponernos a la posibilidad de la herida. Pero esta lucha es también una imagen poderosa de las relaciones humanas de nuestra sociedad de mercado; relaciones que se dan dentro de las empresas y las organizaciones, donde estamos perdiendo la bendición del otro porque tenemos miedo de su herida. Y así vemos que hay una carestía de bendiciones, de felicidad.

Cojeando “Jacob levantó los ojos y al ver que venía Esaú … se inclinó en tierra siete veces”. Pero “Esaú corrió a su encuentro, le abrazó, se le echo al cuello, le besó y lloraron” (33,4). Podemos hacer procesos interminables y ganar mil causas, pero la verdadera reconciliación sólo llega cuando conseguimos ‘llorar juntos’. Cualquiera que haya recibido una ofensa grave, sobre todo si viene de un familiar o de una persona amada, sabe que ese dolor es mucho más profundo que cualquier condena o indemnización en dinero. La única cura eficaz para esa herida es la reconciliación, el abrazo. Cuando no se ‘llora juntos’ la distancia entre el dolor y la indemnización es demasiado grande y las heridas permanecen abiertas y siguen sangrando. Las lágrimas derramadas por la muerte de nuestros seres queridos, por las profundas injusticias sufridas, por las calumnias recibidas, por las bendiciones robadas, sólo pueden ser enjuagadas si se funden en un abrazo con las lágrimas de aquellos que las han causado. Ya lo sabemos; sabemos que es muy difícil, pero también sabemos que no hay otro camino para tratar de curar las heridas de las relaciones primarias de nuestra vida. Y los procedimientos penales y civiles deberían favorecer estos abrazos.

Una pregunta sigue abierta entre muchas otras: ¿Por qué Dios se enfrenta y lucha con Jacob cuando éste se dirige a recomponer la fraternidad? ¿Por qué se entromete entre Jacob y Su promesa? En este combate podemos descubrir una de las leyes más profundas y menos exploradas de la humanidad. En un momento decisivo de la vida, el justo lucha con su justicia, el fundador con su obra, el carismático con su carisma, el poeta con su poesía y el empresario con su empresa. No por una perversión o por una maldad intrínseca de la vida o tal vez de Dios, sino porque cuando aquel que ha recibido una vocación y ha respondido a ella llega al culmen moral de su propia existencia, inevitablemente llega la ‘etapa del nombre nuevo’. Debe luchar con su primera misión y con su bendición para poder recibir, después de la herida de la lucha, otra bendición más auténtica. Yabboq y Jacob son nombres que en hebreo suenan parecido, casi como si uno fuera el anagrama del otro. Durante estas luchas, el principal adversario-luchador es lo más hermoso y grande de la vida, que se resiste interiormente a ‘morir’, y lucha y hiere: deus contra deum. Pero sólo cuando se sale de este vado, se levanta de verdad el vuelo hacia el infinito. Allí Raimundo Maximiliano Kolbe se convierte en el Padre Kolbe y lo hace para siempre.

Al final del combate, ‘Israel’ recibe la bendición de ‘Jacob’, puesto que comprende y siente que la vida-tarea de ayer no es un enemigo que nos combate sino un amigo que nos abraza y nos bendice, y que con la herida nos abre un acceso a la parte más profunda y mejor de nosotros mismos. Antes de ese vado nocturno, la bendición de Jacob era la que le había robado a su hermano. Ahora, que ha recibido una nueva bendición, completamente suya, que le quedará grabada para siempre en la carne (hay una tradición rabínica que dice que Jacob cojeó el resto de su vida), él también puede bendecir a Esaú: “acepta, te ruego, mi bendición” (33,11). Y el círculo se cierra. También nosotros, como Jacob, vamos mendigando bendiciones. Pero hoy corremos el peligro de perder la capacidad espiritual para entender que las grandes bendiciones se esconden dentro de las heridas inflingidas en la carne de nuestras relaciones. “Jacob llegó sin novedad a la ciudad de Siquem, en la tierra de Canaán” (33,18).

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