La palabra del año

La palabra del año

Comentario – Que la «política» recupere la moral y se encuentre a sí misma.

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 02/01/2013

logo_avvenire«Economía» ha sido la palabra reina del 2012. La primera palabra del 2013 tendrá que ser «política», si queremos que el año que comienza sea mejor, también para la economía. En efecto, existe una enorme necesidad de invertir una tendencia de décadas que nos ha llevado a usar cada vez más la lógica económica en ámbitos no económicos, como la educación (“oferta formativa”, créditos), la sanidad, la cultura y la política. No es raro oír a importantes periodistas económicos italianos referirse a los partidos como a «competidores», o hablar de «oferta» y «demanda» política (¿cuál será el «precio» de equilibrio?).

Pero sobre todo hay en Italia una sensación común de desencanto, que a muchos no les deja creer que pueda seguir habiendo ciudadanos, y mucho menos políticos, motivados por el bien común y no sólo por los intereses privados. El “pan-mercadismo” de estos últimos años ha elevado también el "cinismo medio", convenciendo a muchos de que la lógica de los intereses es la única realista y verdadera y que todo lo demás es palabrería.

Son muchos los economistas que han usado y siguen usando categorías y lógicas económicas (es decir: de los mercados) para explicarlo prácticamente todo, desde por qué las órdenes religiosas obligan a sus miembros a llevar hábito y a pronunciar profesiones solemnes (para elevar las «barreras de salida», como ocurre en la industria), hasta los comportamientos de los políticos y los electores.

Los primeros economistas que, a caballo entre los siglos XIX y XX, aplicaron la lógica económica a la política fueron italianos. Uno de ellos, Maffeo Pantaleoni, sostenía que las decisiones de política económica y fiscal dependen «de la inteligencia media» que hay en el Parlamento. Amilcare Puviani, por su parte, con su "Teoría de la ilusión financiera" consideraba que el sistema fiscal de un país es aceptado por las masas en base a una doble ilusión: que la presión tributaria es inferior a la real y que lo recaudado se usa para fines de bien común y no para los intereses privados de la clase dominante. Vilfredo Pareto, el economista italiano más genial de todos los tiempos, siguió esa tradición y añadió un elemento importante: que a los seres humanos normalmente les mueven las pasiones y los intereses, pero tienen una tendencia invencible a aplicarle un «barniz» lógico a sus actos. En el caso de los políticos, el «barniz» es el bien común o el ideal, mientras que la motivación real es el poder.

Esta deriva económica de la política hoy lo domina e inunda todo, pero sin embargo sólo abarca algunas dimensiones de la realidad, no todas, y muchas veces deja fuera lo esencial, como el hecho mismo del voto popular (es de sobra conocido que para la teoría económica oficial el elector “racional” no debería votar). Estoy convencido de que, salvo poquísimas excepciones (una de ellas es el recientemente desaparecido Albert Otto Hirschman), los economistas no prestan un buen servicio al bien común cuando tratan la política como si fuera un mercado. Es más: cometen un error grave y grávido de consecuencias. El humanismo del interés funciona (a lo mejor)  cuando hay que elegir entre el coche o un billete de avión, funciona menos cuando se trata del puesto de trabajo y funciona poco y mal en las decisiones donde entran en juego dimensiones simbólicas y éticas, como en la política. Hace unas semanas me decía una compañera: «Yo pertenezco a la clase acomodada norteamericana y debería tener todo el interés económico en votar un programa conservador. Pero no lo hago y con ello voy en contra de mis intereses». A la economía dominante le cuesta mucho entender este tipo de decisiones que, en cambio, son frecuentes y sobre todo son cruciales en los momentos de crisis.

Hoy son muchos los ciudadanos que van más allá de su interés económico y siguen manteniendo abierta una empresa para no despedir a la gente, siguen pagando todos los impuestos a sabiendas de que son casi los únicos que lo hacen, y siguen creyendo e invirtiendo en la política y van a votar por amor cívico, a pesar de todo. Italia ya ha vivido otros momentos felices en los que la política, a todos los niveles, era algo más y algo distinto a la búsqueda de intereses privados por parte de electores y elegidos.

Los hombres, y las mujeres más aún, son capaces de actuar también por intereses más grandes que los privados. Negarlo supondría negar la humanidad y la dignidad de la persona. Estos años de los que (tal vez) estamos saliendo han minado la virtud de la esperanza en la posibilidad de cambiar. Pero es esta esperanza, a nivel antropológico y por lo tanto político, el punto desde el que podemos y debemos recomenzar. Adentrémonos en el camino de la buena política, que dependerá ciertamente de la «inteligencia media» del futuro Parlamento, pero también, hoy más que nunca, de su «moralidad media».

Las múltiples “trampas de pobreza” en las que hemos caído, sobre todo en algunas regiones del Sur, no se pueden romper sin que la política recupere fuerza profética y confianza en sí misma. A partir de ahí se recuperarán también el trabajo y la buena economía. La única economía no es la que hoy domina en el mundo y al mundo. Antes  de Pantaleoni y Pareto, Italia tuvo a Dragonetti y Genovesi, que concibieron e intentaron una Economía Civil basada en la reciprocidad y la felicidad pública. El año 2013 es también el año del tercer centenario del nacimiento de Antonio Genovesi (hablaremos de ello en estas páginas) y es una ocasión magnífica para apropiarnos de una economía amiga de la política y el bien común.

Trabajemos (optando con nuestro estilo de vida y nuestro voto) para estar a la altura de este paso y dejemos la palabra al mismo Genovesi: «Yo soy viejo; nada pretendo ni espero ya de la tierra. Únicamente me gustaría dejar a mis italianos un poco más iluminados que cuando llegué, y también un poco más afectos a la virtud, pues solo ella puede ser la verdadera madre de todo bien. Es inútil pensar en el arte, el comercio o el gobierno, sin pensar en reformar la moral. Mientras a los hombres les merezca la pena ser tramposos, no hay mucho que esperar de los esfuerzos metódicos. Ya tengo demasiada experiencia» (de una carta de 1765).

 

 


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