Un hombre llamado Job/15 – El alma seguirá viva mientras sigamos buscando a Aquel que no nos responde
de Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 21/06/2015
Al final de una lucha que sabe perdida de antemano - ¿cómo puede el hombre esperar vencer a Dios? - Job descubre un método ingenuo para perseverar en su resistencia: fingir que cede antes incluso de verse inmerso en la batalla. ... Así vemos que, a pesar de las apariencias, o tal vez a causa de ellas, Job sigue interrogando al cielo.
Elie Wiesel, Personajes bíblicos a través del Midrash.
Cuando llega el momento decisivo del encuentro, sobre todo si lo hemos esperado y deseado intensamente y durante mucho tiempo, es normal que nos sintamos decepcionados. El encuentro real difícilmente podrá satisfacer las expectativas, demasiado grandes, de un encuentro largamente imaginado, esperado, soñado y visto mil veces con los ojos del alma. Tal vez incluso hayamos repetido en el pecho las primeras palabras, suyas y nuestras, hayamos elegido nuestra ropa e imaginado la suya, hayamos olido los aromas y oído los sonidos.
No hay palabras, ni ropas, ni aromas, ni colores, ni sonidos reales que se puedan igualar a los imaginarios que han quedado impresos en nuestro corazón anhelante. También la fe, toda fe, se alimenta de esta distancia entre los encuentros soñados y los realmente acontecidos. La sorpresa, como la desilusión, es la primera experiencia de toda vida espiritual auténtica, la primera señal de que el Dios que esperábamos no es ni un ídolo ni un simple sueño. Porque si el que llega se parece demasiado al de nuestros sueños, ciertamente no saldremos cambiados de ese encuentro. Para que el alma no se apague y siga viva, debemos seguir anhelando a ese Dios distinto que no se presenta a la cita.
Por fin, después de una agotadora espera, estamos a punto de asistir a la aparición en la sala del tribunal del testigo más importante, llamado por Job sin descanso. El libro de Job es grande, entre otras cosas, por su capacidad para mantenerse y mantenernos en el silencio de Dios durante treinta y siete capítulos. Al no entrar antes en escena, Elohim nos permite llevar nuestras preguntas hasta el final, y a Job le permite terminar su poema. Muchas veces nuestros cantos no llegan a convertirse en obras maestras porque los abogados de Dios los sacan demasiado pronto a escena. La presencia más verdadera de Elohim en el drama de Job es su ausencia; sus palabras más hermosas son las que no pronuncia cuando los amigos le piden que hable y deje oír su poderosa voz. Un cielo mudo pero verdadero salva más que un cielo poblado de palabras demasiado poco humanas para ser verdaderas.
Dios comienza a hablar en medio de la tempestad, pero no responde a las preguntas de Job, no desciende al plano donde se le espera. ¿Por qué? Ninguna teología puede responder en abstracto a las preguntas más radicales que se elevan desde el dolor inocente del mundo. Los hombres saben hacerle a Dios más preguntas que las respuestas que él puede dar, porque un Dios que tuviera respuestas listas y perfectas para todos nuestros porqués, grandes y desesperados, no sería más que una ideología o, en el peor (aunque bastante frecuente) de los casos, un estúpido ídolo construido a nuestra imagen y semejanza. El Dios bíblico aprende de nuestras preguntas grandes y desesperadas, y se sorprende cuando se las hacemos por primera vez. Si así no fuera, la creación, la historia, el tiempo e incluso nosotros mismos seríamos ficciones; todos estaríamos dentro de un plató de televisión con Dios como único y aburrido espectador. Sólo los ídolos no aprenden nada de los hombres, porque están muertos sin haber estado nunca vivos. La distancia entre nuestras preguntas y las respuestas de Dios es el espacio para la experiencia auténtica de la fe, y, cuando las teologías intentan reducir o anular esta distancia, lo único que logran es alejar a su hombre y a su Dios de la Biblia.
“YHWH respondió a Job desde el seno de la tempestad y dijo: ¿Quién es este que empaña mi plan con razones sin sentido? Ciñe tus lomos como un bravo: voy a interrogarte y tú me instruirás. ¿Dónde estabas tú cuando fundaba yo la tierra? Indícalo, si sabes la verdad. ¿Quién fijó sus medidas? ¿lo sabes? ¿quién tiró el cordel sobre ella? ¿Sobre qué se afirmaron sus bases? ¿quién asentó su piedra angular, entre el clamor a coro de las estrellas del alba y las aclamaciones de todos los hijos de Dios?” (38,1-7).
Elohim no acepta el diálogo de igual a igual que le había pedido Job, y no responde a sus preguntas. Le reprende y le recuerda el abismo infinito que separa al creador de la creatura, un abismo que Job conocía pero sin que le hubiera impedido querellarse contra Dios. No llama a Job por su nombre, sino ‘censor’ y ‘acusador’ (40,2). El libro de Job no conoce a un Dios capaz de luchar en igualdad de condiciones con Job, y tal vez ningún libro sagrado lo conozca. Sólo un Dios extremo podría estar al lado de la humanidad extrema de Job. El Dios del libro, en efecto, únicamente consigue hacer callar a Job, recordándole su condición de criatura, pero al hacerlo se confina a sí mismo dentro de las barreras teológicas de las que Job ha intentado liberarle a lo largo de todo su canto. Job pedía un Dios más grande que el que conocía; pero, al final de su poema, se encuentra con el mismo Elohim de su juventud, como si el drama de Job no le hubiera enseñado nada al cielo. Tal vez no podamos pedirle más al libro. Pero a Elohim sí podemos y debemos pedirle más: debemos pedirle que sea distinto a como nos lo presenta este gran libro bíblico, tal vez el mayor de todos. Debemos seguir, con Job, haciendo preguntas más grandes que las respuestas que obtenemos, sin conformarnos con un Dios demasiado parecido al que conocíamos y al que nos describe la teología: creador, omnipotente, sabio y magnífico. Todo eso ya lo sabíamos antes de conocer a Job. Ahora, después de haberle escuchado y de haber llorado con él ante el dolor inocente de la historia, ya no nos basta el Dios anterior a Job. Lo que resulta decepcionante no es el discurso de Dios en sí mismo (si lo extrapolamos de este libro, encontraremos en él mucha poesía y belleza). Lo que nos deja insatisfechos es que el discurso de Dios llegue al final del grito de Job. ¿Es posible que sólo hayamos cambiado nosotros, y que Elohim siga siendo el mismo de la apuesta con el Satán, el que conocimos en el prólogo del libro (capítulos 1-2)? ¿El dolor inocente del mundo no le revela a Dios nada nuevo sobre el universo? Si es así, ¿para qué sirve mantenerse fieles y honrados hasta el final en medio de una soledad infinita?
Tenemos el deber espiritual y ético de pedir más, de seguir implorando a Dios que nos diga algo que todavía no nos ha dicho. Porque, si no lo hacemos, perderemos definitivamente el contacto con los pobres y con las víctimas, con los que siguen gritando, con los que son demasiado impotentes frente al espectáculo del mal como para encontrar consuelo en la omnipotencia de Dios. No hay que callar nunca a los pobres y a las víctimas en nombre de Dios, ni siquiera cuando maldicen al cielo. Si se ve el mundo desde el lado de las víctimas, si se frecuentan de verdad las periferias existenciales, sociales, económicas y morales del mundo, la omnipotencia y la fuerza de Dios nos parecen demasiado lejanas y, sobre todo, no nos impulsan a hacer todo lo posible por reducir con nuestra libertad el sufrimiento del mundo. Ninguna narración de las maravillas del universo, ninguna descripción magnífica de las terribles fieras Behemot (“Atiesa la cola igual que un cedro, los nervios de sus muslos se entrelazan, tubos de bronce son sus vértebras, sus huesos como barras de hierro” (40,17-19), y Leviatán (“Su dorso son hileras de escudos, que cierra un sello de piedra. Están apretados uno a otro, y ni un soplo puede pasar entre ellos …” (41,7-8), pueden consolar ni amar a los que gritan mientras se hunden en el mar, ni a los que mueren solos en la cama de un elegante hospital. Sólo el Dios esperado por Job podría encontrarse con ellos y recoger sus gritos. Pero a este Dios no lo encontramos en el libro de Job: “¿Quién encerró el mar con doble puerta, cuando del seno materno salía borbotando; cuando le puse una nube por vestido y del nubarrón hice sus pañales; cuando le tracé sus linderos y coloqué puertas y cerrojos? «¡Llegarás hasta aquí, no más allá», le dije, «aquí se romperá el orgullo de tus olas»” (38,8-11).
‘En los oídos y en el corazón de Job, solo encima del estercolero, en medio de su desesperación, estas palabras, perfectas en sí mismas, habrán causado el mismo efecto que las palabras doctas y sabias de sus ‘amigos’: no habrán hecho más que aumentar su soledad y su abandono. En efecto, también este Dios busca la conversión de Job y pide su rendición, que obtendrá:“YHWH se dirigió a Job y le dijo:
¿Cederá el adversario del Omnipotente? ¿El censor de Dios va a replicar aún? Y Job respondió a YHWH: ¡He hablado a la ligera: ¿qué voy a responder? Me taparé la boca con mi mano. Hablé una vez..., no he de repetir; dos veces..., ya no insistiré” (40,3-5). Job, como muchas víctimas inocentes, enmudece, tiene que callar. Este Elohim, abogado defensor de su propia e insondable omnipotencia, no es el Dios que los pobres y los inocentes como Job buscan y merecen. Las respuestas de este Dios no consiguen igualar a las preguntas de Job. Sus palabras no están a la altura moral de las palabras de Job. Pero, aquí está el extraordinario misterio de la Biblia, también las palabras de Job son palabras de Dios, porque están engarzadas dentro de la misma y única Escritura. Así pues, podemos escuchar la voz de Dios haciendo hablar a Job, que le denuncia y le ataca. Al considerar ‘sagrado’ todo el libro de Job (y los demás libros), la tradición bíblica ha realizado una alianza maravillosa y eterna entre las palabras de YHWH-Elohim y las de los hombres. La palabra de Dios en el libro de Job y en toda la Escritura hay que buscarla también en las páginas en las que Job habla y grita; donde hablan los hombres, en sus preguntas extremas sin respuesta. Podemos rezar a Dios también con las palabras sin Dios de Job. Este Dios mestizo, que ha querido empastar sus palabras con las nuestras, es el único capaz de hablarnos desde las zarzas de la tierra y desde allí volver a llamarnos por nuestro nombre.
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