La esperanza del inocente

Un hombre llamado Job/12 - Nostalgia del futuro, donde coinciden el cielo de Dios y el horizonte humano

de Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 31/05/2015

logo GiobbeTe miro de reojo / como en un tablero / de una batalla naval / aún no sé dónde / me hundirás; /señalarás una hendidura / con el bolígrafo negro / de los ojos / y me pondrás a salvo / en una tierra entregada.

Chandra Livia Candiani

Los gritos de las víctimas ganan fuerza cuando se repiten. En su discurso final, Job sigue repitiendo sus preguntas y sus gritos. Defiende por enésima vez su inocencia y lanza una vez más su grito hacia el cielo: el pobre no es pobre por ser culpable. Un hombre puede ser pobre y desventurado, e inocente a la vez. Y si es inocente, alguien debe ayudarle a levantarse. En primer lugar Dios, si es que quiere ser distinto de los ídolos. El verdadero delito, con el que muchas veces se han manchado también las religiones, consiste en matar a los pobres convenciéndoles de que son culpables y merecen su desgracia. Así justificamos nuestra indiferencia y tratamos de asociar a Dios a ella.

Caminando por Nairobi (desde donde escribo estas líneas), el grito de Job es ensordecedor. Nuestra falta de respuesta, disfrazada de ideología, resuena por todos lados. Sólo en compañía de Job es posible caminar por las “periferias del capitalismo” desregulado con la esperanza de ser un poco justos; reconocerle por las calles, acercarse a sus heridas, e intentar al menos hacer silencio para escuchar hasta el fondo su grito.

Los amigos de Job han dejado de hablar. Él se queda de nuevo solo sobre su montón de estiércol, herido en el cuerpo y hundido en una noche oscura del corazón que sólo Elohim podría iluminar si pronunciara otras palabras distintas a las que le atribuyen sus interlocutores, los rufianes de Dios y enemigos de la víctima y del desgraciado. Pero Elohim no llega. Su ausencia se convierte en la más exuberante presencia en el centro del drama.

Job ha invocado a Elohim, se ha querellado con él, le ha llamado a juicio como juez de última instancia para que le defienda de Dios mismo, e incluso ha pronunciado un primer juramento de inocencia. Pero Elohim no aparece por la sala del tribunal, no habla, no responde. Y en esta espera de un Dios distinto que tarda en llegar, la nostalgia llega hasta el montón de estiércol de Job: “¡Quién me hiciera volver a los meses de antaño … cuando protegía Dios mi tienda, cuando el Omnipotente estaba aún conmigo, y en torno mío mis muchachos!”. Es una nostalgia que agudiza su dolor. Es agradable recordar la primavera en invierno, cuando creemos o esperamos que está a punto de regresar de nuevo. Pero si el invierno no se abre a una nueva primavera, si la noche no engendra un nuevo amanecer, porque es la última noche, el recuerdo de los tiempos de la luz y los retoños no hace más que aumentar el sufrimiento en el último y frío invierno. Duele recordar la juventud en la vejez, si a nuestro lado no hay al menos un niño en el que sentir que nuestra futura juventud revive, totalmente distinta, total y únicamente gratuidad. La única nostalgia que salva es la nostalgia del futuro.

Pero en ese último recuerdo de los días de las bendiciones hay muchas otras cosas. En primer lugar, Job encuentra una prueba más de su inocencia y de su justicia: “Era yo los ojos del ciego y los pies del cojo. Era el padre de los pobres”. Y con la poesía a la que nos está acostumbrando, añade: “Había hecho yo un pacto con mis ojos, y no miraba a ninguna doncella” (29, 15-16; 31,1). Y como una tesis gemela a la de su inocencia, volvemos a encontrar la acusación a Dios, cada vez más clara, cada vez más fuerte, cada vez más escandalosa y admirable: “Me ha tirado en el fango, soy como el polvo y la ceniza. Grito hacia ti y tú no me respondes, insisto y no me haces caso” (30,19-23). El Dios bíblico es un Dios que está cerca del pobre, que responde al inocente que le invoca; está cerca de las víctimas, corre en ayuda del que grita. Pero este no es el Dios que está conociendo Job. Job grita y Dios no llega.

Si la Biblia ha querido mostrarnos un Dios que no responde a Job, entonces es posible encontrar una verdad en el Dios que no responde cuando debería hacerlo. Si miramos al mundo con atención, descubriremos que Dios sigue sin responder a los gritos de Job. Este Dios mudo es el que conocen los pobres de la tierra. Si queremos tener la esperanza de encontrar verdaderamente el espíritu de Dios en el mundo y no ser capturados por ningún ídolo, dentro y fuera de las religiones, tal vez debamos descubrirlo dentro de los gritos sin respuesta, buscarlo donde no está.

Las últimas palabras de Job contienen un inmenso ‘juramento de inocencia’ (‘si he cometido este delito, caiga sobre mí este mal’ …). Job ya lo había pronunciado (27,1-7), pero ahora es más solemne, final, extremo. Un último juramento que contiene una perla, uno de los mensajes más grandes y revolucionarios de todo el libro y de todos los libros. En sus últimas palabras descubrimos en qué consiste verdaderamente la inocencia para Job: “Si mi corazón fue seducido por mujer … ¡que otros se encorven sobre mi mujer! … ¿Me he negado al deseo de los débiles? ¿dejé desfallecer los ojos de la viuda? ¿Comí solo mi pedazo de pan, sin compartirlo con el huérfano? … ¡que mi espalda se separe de mi nuca, y mi brazo del hombro se desgaje! … ¿He hecho del oro mi confianza, o he dicho al oro fino: «Tú, mi seguridad»? … ¿Acaso, al ver el sol cómo brillaba, y la luna que marchaba radiante, mi corazón, en secreto, se dejó seducir para enviarles un beso con la mano? ...” (31,5-10;16-28). El maltrato y la falta de socorro con los pobres, el adulterio, y las muchas formas de idolatría (riqueza y astros): estos son los delitos y los crímenes más graves para Job, para todos.

Pero en un momento dado, Job añade algo que a primera vista nos deja muy perplejos, estupefactos y turbados. Parece que Job, al final de su arenga, pronuncie una admisión de culpabilidad: “¿He disimulado mis culpas a los hombres, ocultando en mi seno mi pecado?” (31,33-34). Precisamente en el último acto de su defensa, a pocos paso de la meta, parece rendirse y, siguiendo los consejos de los amigos, admitir su culpabilidad, negando la inocencia que había sido el único bien que le había salvado de la quiebra total. ¿Es este el sentido de sus palabras? No. Aquí Job nos está diciendo otra cosa distinta y muy importante, en forma de últimas palabras, como un testamento.

Al reconocer la culpa, Job concluye su discurso ampliando el territorio de la inocencia humana hasta incluir también el pecado. El hombre justo no es el que no peca y no comete delitos, porque pecar forma parte de la condición humana. Job siempre ha negado la teología económica de sus amigos, que asociaban su condición de desventurado a su pecado. Ahora entendemos plenamente que la justicia y la inocencia de Job no consisten en la ausencia de pecados, de caídas morales. También Job ha pecado. Es posible cometer pecados y delitos sin dejar de ser justo, siempre que no se abandone la verdad sobre uno mismo y sobre la vida. La mentira es el gran y único pecado contra el Dios de Job, el pecado del que sabe que está equivocado y tiene ‘oculta en el pecho la culpa’. Si la admitiera y la reconociera públicamente demostraría la voluntad de conversión y seguiría siendo justo. Hay personas injustas y no inocentes que reciben alabanzas públicas y condecoraciones civiles, mientras las cárceles están llenas de justos como Job. Dios, si no es un ídolo, no es libre de no perdonar el pecado de los justos. Con sus últimas palabras, Job nos está diciendo algo decisivo para toda experiencia de fe: también el pecador puede ser inocente. Y si también el pecador está dentro del territorio de la inocencia, se puede levantar después de cada caída: siempre es posible convertirse en inocente. Job lo sabe, porque cree y espera tan solo en ese Dios.

Y con esta inocencia sincera, verdadera, honesta, Job termina el relato de su historia. Ha cumplido su tarea, ha terminado su misión. Ha combatido una buena batalla. Ha conservado la fe en el hombre, en Elohim, en su propia dignidad, en su propio honor y en la inocencia del hombre, de todo hombre. Y lo ha hecho por nosotros, sigue haciéndolo por nosotros, para incluir en el reino de los inocentes también a los pecadores que siguen siendo justos.

Ahora sólo espera que también Dios haga su parte, que aparezca en la sala del tribunal de la tierra. Allí es donde le espera: “Esta es mi última palabra: ¡respóndame el Omnipotente! … como un príncipe me llegaré hasta él” (31,35-37). Job ha terminado su prueba con la dignidad del hombre libre y auténtico. Y se siente un rey, “un príncipe”, que puede esperar a Dios con la cabeza alta.

Job está en el tiempo de adviento, sigue esperando a Dios. Pero ahora sabe que, si viene, será distinto al Dios de juventud. El primer Elohim ha sido barrido por el mismo viento impetuoso que se ha llevado sus bienes. Pero no ha dejado de esperarlo, sigue teniendo nostalgia de Dios, una nostalgia de futuro.

En las pruebas de la vida, incluidas las más grandes y tremendas, lo más importante, la única cosa verdaderamente importante, es llegar hasta el final de la noche sin dejar de esperar en otro Dios, llegar a ese encuentro decisivo con la cabeza alta. No siempre se puede esperar a Dios con la cabeza alta, porque para tener la cabeza alta y poder mirar a Elohim a los ojos cuando llegue, hay que vivir las pruebas de la vida como Job, sin conformarse, para salvarse, con un dios menor y un hombre peor.

Job, llegando como un príncipe al final de su defensa, sigue ensanchando el horizonte de la buena humanidad, haciéndolo coincidir, en la línea del horizonte, con el buen cielo de su Dios.

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