La responsabilidad de Dios

Un hombre llamado Job/4 - El justo lo puede decir: ningún hijo merece morir

por Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 05/04/2015

logo Giobbe"No descendiste de la cruz cuando se burlaban de ti y te gritaban entre risas: ‘¡Baja de la cruz y creeremos en ti!’. No lo hiciste porque una vez más te negaste a subyugar al hombre por medio de un milagro. Anhelabas una fe libre ... Te aseguro que el hombre fue creado más débil y más vil de lo que tú pensabas ... Si le hubieras querido menos, también le habrías exigido menos y le habrías impuesto una carga más ligera".

(Fiodor Dostoyevski, “El gran inquisidor”, Los hermanos Karamazov).

El humanismo bíblico no asegura la felicidad a los justos. Moisés, el profeta más grande, muere solo y fuera de la tierra prometida. Tiene que haber algo más verdadero y profundo para los justos que la búsqueda de su propia felicidad. A la vida le pedimos mucho más. Sobre todo, el sentido de la infelicidad propia y ajena. El libro de Job está de parte de los que buscan obstinadamente un sentido auténtico a la decepción de las grandes promesas, a la desventura de los inocentes, a la muerte de los hijos e hijas, al sufrimiento de los niños.

Tras el primer diálogo con Elifaz, toma la palabra el segundo amigo: “Bildad de Súaj tomó la palabra y dijo: ‘¿Hasta cuándo estarás hablando de este modo, y un gran viento serán las razones de tu boca? ¿Acaso Dios tuerce el derecho, el Omnipotente pervierte la justicia? Si tus hijos pecaron contra él, ya los dejó a merced de sus delitos’” (8,1-4). Bildad, para no poner en discusión la justicia de Dios, se ve obligado a negar la rectitud de Job y de sus hijos. Según su ética, abstracta y carente de humanidad, si los hijos (y Job) son castigados es porque habrán pecado. Así, su idea de la justicia divina y del orden le lleva a condenar y a traicionar al hombre. En cambio, son muchos los hijos que mueren sin tener ninguna culpa, ayer, hoy y siempre. En los Alpes franceses, en Kenia o en el Gólgota. En todas partes. No existe pecado alguno cuya expiación exija la muerte de un hijo, so pena de negar cualquier diferencia entre Elohim y Baal, o entre YHWH y los ídolos hambrientos.

El poema de Job es un test sobre la justicia de Dios, no sobre la justicia de Job (revelada ya desde las primeras líneas del prólogo). Elohim es quien debe demostrar que es verdaderamente justo a pesar del dolor de los inocentes.

Para responder a su ‘amigo’, ante Job se abren dos caminos. El primero, que siempre es el más fácil, consiste en admitir que en el mundo no hay justicia alguna: Dios no existe o está demasiado lejos como para desempeñar el papel de juez justo de los hombres. El segundo camino pasa por intentar algo impensable en su tiempo (y para los creyentes de todos los tiempos): cuestionar la justicia de Dios, pedirle razón de sus actos. Cuando Job responde a Bildad, atraviesa estas dos posibilidades extremas: “¡Aunque soy inocente, ni yo mismo me conozco, y desprecio mi vida! Pero todo da igual y por eso digo: él extermina al intachable y al malvado. Si un azote acarrea la muerte de improviso, él se ríe de la angustia de los inocentes. La tierra está sujeta al poder de un malvado” (9,21-24). No le importa su vida (que es pura gratuidad), sino la justicia en el mundo. Y así Job se atreve a llegar donde nadie se ha atrevido, negando la posibilidad de que exista una justicia divina.

Job sigue aquí ampliando los horizontes de la humanidad incluida en el humanismo bíblico, acogiendo en su arca a muchos que siguen preguntándose si puede existir un Dios bueno y justo en un mundo donde el dolor y el mal son inexplicables. Job nos dice que una pregunta sin respuesta puede ser más religiosa que una respuesta demasiado fácil; que un ‘porqué’ también puede ser oración. Después de Job, no hay en la tierra rosario más verdadero que el formado por todos los ‘porqués’, desesperados y sin respuesta, que suben hacia un cielo que desean amigo y habitado.

Job sigue pidiendo que la tierra tenga un fundamento más profundo que el caos y la nada. Pero para buscar y querer a un Dios verdadero más allá de la aparente ‘banalidad del bien’, Job, con la fuerza de su fragilidad, le pide a Dios que responda de sus actos, que sea un Dios responsable.

En realidad, podía haber seguido un camino más fácil, tomando el atajo que le aconsejan sus amigos y admitiendo su culpabilidad. Pero Job, por una misteriosa fidelidad a sí mismo y a la vida, no sigue esa tercera vía. Job podía haberse reconocido pecador (¿qué hombre justo no tiene conciencia de serlo?) y haber implorado el perdón y la misericordia divina, salvando así la justicia de Dios y esperando también ganar su propia redención personal. Pero no lo hace, y sigue pidiendo razones, dialogando y esperando ver un rostro distinto de Dios. Creyendo en su propia rectitud.

Durante las largas y agotadoras pruebas de la vida, a las personas justas les resulta difícil no perder la fe en su propia verdad y en su justicia. “No era cierto que lo hacía por su bien…”, “He sido un soberbio…”, “En el fondo soy pura apariencia…”. Pero cuando nuestras culpas (que siempre existen) nos sugieren una lectura de nuestra vida que se va haciendo cada vez más y más convincente, perdemos toda conexión con la realidad y nos perdemos, aunque por una desesperación distinta y menos verdadera pidamos perdón e imploremos la misericordia de Dios y de los demás. Esta cesión no es humildad, sino tan sólo la última gran tentación. Siempre podemos esperar salvarnos de pruebas parecidas a las de Job mientras la historia de nuestra inocencia y rectitud nos convenza más que la historia de nuestros pecados y nuestra maldad. Es la fe-fidelidad en aquello que era ‘muy bello y muy bueno’ (Gen 1,31), aquello que, a pesar de todo, seguimos siendo y puede salvarnos en los momentos de las largas y grandes pruebas. Job se agarra a esta dignidad (suya y nuestra): “Recuerda que me hiciste como se amasa el barro” (10,9). Una fe que incluye también a los hijos, a las personas amadas, y que algún día podrá llegar a incluir a todo ser humano. Job sigue creyendo en su inocencia para que nosotros, que somos menos justos que él, podamos hoy seguir creyendo en la nuestra.

Además, Job no cree que los hijos merezcan la muerte. Ningún hijo merece morir. En la tierra hay mucha verdad y mucha belleza porque las madres y los padres siguen creyendo, a veces contra toda evidencia, que los hijos y las hijas no son culpables. Muchas veces nos hemos salvado y seguimos salvándonos porque al menos una persona ha seguido creyendo que nuestra belleza y nuestra bondad son más grandes que nuestros errores. La tierra sería un lugar muy triste sin la mirada de resurrección de las madres y los padres.

La extrema fidelidad de Job a sí mismo le lleva después al acto más subversivo. No quiere negar la justicia de Dios, pero tampoco puede negar su propia verdad. Así, del cepo en el que parece quedar atrapado surge de forma inesperada una tercera posibilidad, impensada e impensable. Job llama a juicio al mismo Dios. Su estercolero se transforma en la sala de un tribunal. El imputado es Elohim, sus abogados son los amigos de Job y el inquisidor es Job: “Asco tiene mi alma de mi vida: derramaré mis quejas sobre mí, hablaré en la amargura de mi alma. Diré a Dios: ‘¡No me condenes, hazme saber por qué me enjuicias! ¿Acaso te está bien mostrarte duro, menospreciar la obra de tus manos, y avalar el plan de los malvados?’” (10,1-4).

Pero – se pregunta - ¿cómo es posible llamar a juicio a Dios, denunciarlo, si el imputado es también el juez? “Que él no es un hombre como yo, para que le responda, para comparecer juntos en juicio. No hay entre nosotros árbitro que ponga su mano entre los dos” (9,32-33). En realidad, en todo el libro de Job hay un juez-árbitro: el lector, que durante el desarrollo del drama está llamado a tomar partido, a expresarse por uno u otro contendiente. Un lector-árbitro contemporáneo de Job le habría condenado, considerando su arenga como un acto de soberbia e indolencia. La defensa de Job ha ido creciendo con la historia, con los profetas, con los evangelios, con Pablo, con los mártires y después de la modernidad, con los campos de concentración, el terrorismo y la eutanasia de los niños. Job es más contemporáneo nuestro que del hombre de su tiempo, y lo será aún más en los siglos venideros.

Con el ‘proceso a Dios’ estamos dentro de una auténtica revolución religiosa: también Dios debe rendir cuentas de sus actos si quiere ser el fundamento de nuestra justicia. Debe hacerse entender, decir otras palabras además de las ya pronunciadas. Si quiere estar a la altura del Dios bíblico de la Alianza y la Promesa y emanciparse de los cultos idolátricos, tan estúpidos como sus fetiches. El libro de Job, engarzado en el corazón de la Biblia, nos conduce a otra cima y desde allí nos invita a ver toda la Torá, los profetas, el Nuevo Testamento, y las mujeres y hombres de todos los tiempos. Representa una prueba de verdad de los libros que lo preceden y de los que lo siguen.

Ha habido otro proceso con Dios como imputado. Pero en él las partes estaban cambiadas. El hombre era el fuerte, casi omnipotente, el que preguntaba y juzgaba. Dios era el frágil, el condenado, el crucificado. Entre estos dos procesos extremos se inscribe toda la justicia, la injusticia y las esperanzas del mundo. Job no sabía esto, no podía saberlo. Pero seguro que fue el primero en hacer fiesta por el sepulcro vacío. Sólo los crucificados pueden comprender y desear la resurrección. 

Feliz Pascua.

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