Un hombre llamado Job/9 - Con la mirada de los pobres, más allá de la noche del hombre y de Dios
por Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 10/05/2015
"Soy un hombre herido. / Y quisiera irme / y llegar, al fin, / Piedad, donde se escucha / al hombre que está solo consigo. / […] Muéstranos un vestigio de justicia. / ¿Cuál es tu ley? / Fulmina mis pobres emociones, / libérame de la inquietud. / Estoy cansado de clamar sin voz."
Giuseppe Ungaretti La piedad
En cada generación se produce una distancia que separa las nuevas y difíciles preguntas de las víctimas de las insuficientes respuestas de los amigos de Job. Algunas veces, esta distancia se convierte en una abertura en el que posar la mirada para intentar vislumbrar un horizonte humano más ancho y un cielo más alto. Sin embargo, muchas otras veces no se deja espacio a la abertura, eliminando las dolorosas y fecundas preguntas de los pobres. Para esperar encontrarnos con ‘Job y sus hermanos’ simplemente deberíamos aprender a habitar, en silenciosa escucha, ese inevitable vacío. Entonces podría florecer una nueva solidaridad con nuestro tiempo; quizás, por fin, la fraternidad.
Elifaz de Temán, en su segundo ataque a Job, ante la obstinación con la que Job se declara inocente y niega la teología ‘retributiva’ de sus amigos, abandona el razonamiento abstracto (si sufres, tienes que ser pecador y malo) y llega a acusarle de graves crímenes concretos, históricos, atribuyéndole los peores delitos: “Exigías sin razón prendas a tus hermanos, arrancabas a los desnudos sus vestidos, no dabas agua al sediento, al hambriento le negabas el pan; como hombre fuerte … despachabas a las viudas con las manos vacías y quebrabas los brazos de los huérfanos” (22, 6-9). Pero además, Elifaz, no satisfecho con eso, acusa a Job de cometer estos crímenes “sin razón” (22,6), sin motivo, ‘gratuitamente’. Una gratuidad opuesta a la verdadera gratuidad de Job, objeto de la apuesta del Satán con Dios (“¿Es que Job teme a Dios de balde?”: 1,9). Le da completamente la vuelta a la realidad: Job el justo ‘de balde’, por pura gratuidad, es ahora acusado der ser un poderoso canalla capaz de hacer el mal sin motivo. Es una acusación peor que la del Satán, que sólo ponía en duda la gratuidad de Job, no su justicia.
Y así, durante su inquisición, Elifaz llega a invocar incluso la perversa condición humana anterior al diluvio (22,14-20). Job como Lamek. Job como Caín.
Aquí nos encontramos ante una descripción perfecta de lo que es una ideología. Cuando una persona, una comunidad, una organización o una corriente de pensamiento es capturada por la ideología (no olvidemos que la ideología es siempre idolatría, puesto que se adora a fetiches fabricados con las propias ‘manos’), llega no sólo a negar la evidencia, sino, casi siempre, a inventar hechos, historias y palabras. Al principio, el inventor de esta realidad virtual consigue distinguir los hechos inventados de los reales; pero pronto llega el momento en el que el mismo inventor comienza a creerse la realidad que ha creado. La primera fuerza de la ideología está en esta capacidad de inventar una realidad distinta y después creer en la propia invención. Una fuerza que la hace irrefutable e invencible en las palabras y el diálogo, como nos muestra Job. Se construyen artificialmente historias, héroes y víctimas que un día salen de la ficción y se convierten en reales para quienes las han producido. Así la persona enferma de ideología vive realmente en otro mundo, ve otras cosas, vive en una realidad paralela. La historia nos sigue mostrando monstruos ideológicos, que acaban devorando a las personas reales y casi siempre también a sus propios autores. Todo pensamiento ideológico se presenta siempre como una progresiva salida de la ambivalente realidad de la vida auténtica de todos para entrar en otra realidad distinta, más sencilla, con respuestas perfectas a todas las preguntas. Job, por el contrario, es el anti-ideólogo, porque todo su esfuerzo se concentra en permanecer anclado a su verdad y a la verdad de la tierra, sin caer dentro de la ideología que, sistemática y tenazmente, sus amigos le proponen como vía de salida del agujero negro en el que ha caído.
Lo tremendo y maravilloso de los diálogos de Job es su obstinación en no aceptar ni siquiera la misericordia de Dios que sus amigos le presentan sistemáticamente una y otra vez (“Si vuelves al Omnipotente con humildad… serás salvo”: 22,23-30), porque siente que no encontraría a Dios sino una ideología, un ídolo. También la misericordia necesita de la verdad. No es misericordioso el que perdona una culpa inexistente o inventada para suscitar en el otro una petición de perdón. Aceptar esta misericordia sólo significaría entrar en la misma ideología del que la propone. El ofrecimiento de misericordia para perdonar culpas inventadas es una forma común y sutil de dominio de los poderosos sobre los pobres y las víctimas, de la que la historia nos ofrece un amplio y triste abanico. Job no pide ni quiere esta misericordia, también en nombre de aquellos que, antes y después que él, han tenido que hacerlo.
Cuántos pobres, cuántas mujeres, han tenido que disculparse por delitos que nunca han cometido, han tenido que implorar perdón por pecados ajenos, han tenido que echarse culpas en lugar de otros que debían quedar a cubierto como ‘inocentes’. Job sigue gritando también por ellos, para mantener viva su memoria borrada y hacer que resuenen sus ahogados gritos. No hay que callar los gritos de los inocentes ofreciéndoles una falsa misericordia. La mayor obra de misericordia que se nos pide es dejar que sigan gritando, con la esperanza de que alguien, o Dios, los escuche y los acoja. Tal vez no haya falta de misericordia más grave que impedir que el pobre grite convenciéndole de que es culpable. Si es verdad que no hay justicia sin misericordia, Job nos dice que tampoco puede ser verdadera una misericordia sin justicia. Todo don instrumentalizado se convierte en veneno y envenena las relaciones.
Job no quiere negociar la pena, tan sólo obtener su plena absolución, y la condena de Dios por su comportamiento injusto para con él y con tantos inocentes del mundo. Así, capítulo tras capítulo, sólo pide una cosa: poder encontrar a Dios, de igual a igual, y pedirle una explicación para las injusticias de la tierra: “¡Quién me diera saber encontrarle, poder llegar a su morada!” (23,3).
Job - aquí radica la tremenda grandeza de este libro – busca el rostro de un Dios que acepte admitir sus culpas y que esté dispuesto a asumir su derrota en un tribunal, confrontándose con la justicia humana. ¿Pero puede existir un Dios así? ¿Qué Elohim estará dispuesto a aceptar un procedimiento contradictorio con los hombres y después someterse a un veredicto de culpabilidad? “Un proceso abriría delante de él, llenaría mi boca de argumentos” (23,4).
Pero Job no encuentra el trono de Dios, no ve a Elohim en su tierra, ni lo ve asomar por el horizonte: “Si voy hacia el oriente, no está allí; si al occidente, no le advierto. Cuando le busco al norte, no aparece, y tampoco lo veo si vuelvo al mediodía” (23,8-9). Vive una perfecta noche de Dios. Pero lo sigue buscando, más allá de la palabrería de sus amigos. Y así su honrada noche prepara un alba para el hombre. Los cielos demasiado luminosos, claros y límpidos acaban oscureciendo inevitablemente las tierras humildes, pedregosas y áridas de los pobres.
En ese preciso momento llega un golpe de escena. Job usa las mismas imágenes de pecado y maldad que Elifaz le había atribuido (negación del pan y del agua, viudas, huérfanos, prendas, ropajes…), para regalarnos un cuadro, muy real y verdadero, de las víctimas de los crímenes de los poderosos: “Como onagros del desierto salen a su tarea, buscando presa desde el alba, y a la tarde, pan para sus crías. Cosechan en el campo del inicuo, vendimian la viña del malvado. Pasan la noche desnudos, sin vestido, sin cobertor contra el frío. ... Hambrientos, llevan las gavillas. A mediodía estrujan las olivas, pisan los lagares y no quitan la sed” (24,5-11).
Los pobres trabajan como burros salvajes (onagros): cargan sobre sus hombros gavillas de trigo para los señores mientras ellos mueren de hambre; prensan olivas y uvas mientras la sed les abrasa. Los pobres están obligados a dar en prenda el manto a sus acreedores, y éstos, en lugar de devolvérselo por la noche para que puedan cubrirse, les dejan desnudos en el camino (Éxodo 22,26). Son demasiadas las personas se han hecho ateas ante las insuficientes respuestas a sus preguntas sobre la injusticia y el mal en el mundo.
Elifaz, con su teo-ideología, se inventa un Job poderoso y cruel que perpetra atropellos y delitos a pobres imaginarios. Job, pobre e inocente de verdad, dirige su mirada al mismo mundo que Elifaz pero lo ve distinto. Solidario, se pone de parte de las víctimas, y dice: “Desde la ciudad gimen los que mueren, el herido de muerte pide auxilio, ¡y Dios sigue sordo a la oración!” (24,12). Visto desde le montón de estiércol de Job, el mundo parece el espectáculo de una gran, sistemática y universal injusticia. Los pobres siguen durmiendo de noche sin manto, bajo las verjas cerradas de los escaparates de la alta moda.
Job muere de hambre y a su lado sus amigos filosofan sobre la comida. Y vuelve, cada vez más fuerte, la tentación de construir nuevas y más sofisticadas ideologías para acallar a los pobres, para no verlos, para convencernos y convencerles de que sólo son culpables y merecen su triste suerte. Job sigue luchando, generación tras generación. Y espera respuestas solidarias y verdaderas, no falsa misericordia. De nosotros, los hombres, y de Dios.
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