Un hombre llamado Job/8 - La verdad de la vida está en las pobres preguntas de juventud.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 03/05/2015
"… Y no espero a nadie: / Entre cuatro paredes / estupefactas de espacio / más que un desierto / no espero a nadie: / Pero tiene que venir; / vendrá, si resisto, / surgirá sin ser visto, / vendrá de repente, / cuando menos lo espere: / vendrá cual perdón / de lo que produce muerte, / vendrá porque le importa / la vida suya y mía, / vendrá como alivio / de sus penas y las mías, / vendrá, ya se siente su murmullo."
Clemente Rebora, Canti Anonimi
En la vida de las personas, al igual que en la de las comunidades, civilizaciones y religiones, hay un ciclo en el que se alternan la fe y la ideología, la religión y la idolatría. Al comienzo del camino, seducidos por la voz que nos llama, creemos y nos ponemos en marcha. Pero después de haber recorrido un trecho del camino, a veces muy largo, casi siempre descubrimos que hemos caído dentro de una ideología, o, peor aún, de una idolatría. Es una deriva muy probable, tal vez incluso inevitable, porque la ideología y la idolatría son un producto natural de la fe y la religión. La lectura honesta y desnuda del libro de Job, que no por casualidad está en el centro de una Biblia que trata de combatir la idolatría como su principal enemigo, es una cura poderosa para esta grave enfermedad de las religiones. Nos obliga a abandonar las respuestas conquistadas y elaboradas con esfuerzo durante buena parte de nuestra vida, para volver, con humildad y sinceridad, a las primeras preguntas de juventud.
Estamos llegando al centro del libro de Job, al punto crítico de su noche (21 capítulos de 42). Según avanzamos en la lectura, nos vamos dando cuenta de que no poseemos las categorías culturales esenciales para entender de verdad la propuesta radical y asombrosa del autor de este gran libro. Corremos el peligro de trivializar los diálogos entre Job y sus “amigos”, porque la distancia entre la grandeza de las palabras de Job y las de sus interlocutores nos parece demasiado grande. Así, se nos puede escapar que las posturas de los “amigos” son expresión de la mejor teología de su tiempo, como muy bien sabían el autor del libro y sus primeros lectores-oyentes. A diferencia de lo que nos ocurre a la mayor parte de nosotros hoy, los que escuchaban el poema de Job tendían a identificarse antes con la teología de los amigos que con la de la víctima. El herético era el hombre del estercolero. El gran y revolucionario objetivo del libro consistía en llevar a los oyentes a abandonar, o por lo menos a poner en profunda crisis, su teología y su religión, para empezar a avanzar hacia una nueva idea de Dios y de la justicia.
A nosotros, los lectores de hoy, que conocemos toda la Biblia e incluso la leemos desde el punto de vista de los Evangelios, de Pablo, del Humanismo o de la Modernidad, nos resulta casi imposible no perdernos en la tensión dramática del relato. Para entrar en el corazón de este libro (ha llegado el momento de hacerlo) deberíamos al menos intentar una operación difícil pero decisiva: no identificarnos demasiado pronto con Job sin haber sentido antes en nuestra carne la insuficiencia de nuestras respuestas a las preguntas que nos lanzan hoy todos los que, como Job, viven en las periferias de nuestra historia. A Job sólo llegaremos después de haber entendido que nuestras respuestas son radicalmente inadecuadas y siguen “atormentado” a las víctimas de nuestro tiempo. No podemos entender las preguntas de Job sin atravesar la pobreza de nuestras respuestas. Los amigos de Job somos nosotros. Aquí y ahora. Y Job siempre está lejos y olvidado sobre los montones de estiércol que seguimos produciendo.
Llegados a la mitad del libro, la tesis de los tres interlocutores de Job se hace más esencial y sintética. Sofar le dice: “¿No sabes tú que desde siempre, desde que el hombre en la tierra fue puesto, es breve la alegría del malvado, y de un instante el gozo del impío?” (Job 20,4-5). Le recuerda la única explicación posible a su condición de desgraciado: la lógica retributiva. Si has caído en desgracia, tienes que ser culpable, tienes que ser malo. Job nunca ha cedido a esta explicación, porque es contraria a su verdad de justo desventurado.
En el corazón de su diálogo con Dios y con los hombres, Job hace frente a esta teología “económica” de su tiempo. Para desmontarla, pide ayuda a la historia, a los “viajeros” de la tierra que conocen de verdad la vida y a los hombres. Pero antes pide que se le escuche: “Escuchad, escuchad mis razones, dadme siquiera este consuelo” (Job 21,2). Sabe que se acerca el culmen de su proceso a Dios y a la religión, y por eso pide a sus interlocutores que se pongan “la mano en la boca” (21,5), para prepararse al estupor y al escándalo que sus palabras extremas van a provocar en ellos. No hay que descartar la posibilidad de que el redactor de estos capítulos centrales haya enmendado y censurado algunas partes del libro, en las que las preguntas de Job eran más extremas y escandalosas.
Pero Sofar, Elifaz y Bildad no son capaces de escucharle en silencio y siguen hablando y acusando. La escucha verdadera y profunda es amor, ágape; exige benevolencia, confianza y amistad, ingredientes ausentes en los tres “amigos”. Job lo sabe, pero igualmente pide que se le escuche, porque sus verdaderos oyentes somos nosotros. La invitación a callar, escuchar y ponerse la mano en la boca es para nosotros. No ser capaces de callar ante el dolor del mundo es la primera señal de que la fe ya es ideología.
Así pues, tras haber apelado a la tierra y haber deseado que su grito fuera confiado a la pietas de las generaciones futuras, dejándolo grabado en la roca, pone por testigo a la evidencia histórica para refutar a sus “amigos”. Apela a la vida de las personas reales y no a la que imaginan los que razonan acerca de Dios sin conocer ni escuchar a los hombres: “¿Por qué no habéis interrogado a los viandantes y no habéis considerado atentamente sus pruebas?” (21,29). Job encuentra en la tierra de todos las pruebas que muestran que la teología de su tiempo es falsa: “¿Por qué siguen viviendo los malvados, envejecen y aún crecen en poder?... Sus casas están en paz, nada temen, la vara de Dios no cae sobre ellos. Su toro fecunda sin marrar, sin abortar su vaca pare… Acaban su vida en la ventura, en paz descienden al reino de los muertos”. (21,7-13). La base de la falsedad de los teoremas de sus amigos está en la vida real. Es imprescindible conocer esta vida, verla, para aprender una religión y una teología más auténticas. Ayer, hoy y siempre.
Es demasiado fácil ponerse de parte de Job y demostrar, con la evidencia suya y nuestra, que el mundo no responde a la simple lógica retributiva. Son demasiados los malvados que acumulan muchas riquezas injustas y después se las dejan a sus hijos. Aún más son los justos empobrecidos en su desventura. Pero ¿estamos seguros de que Job tiene razón? ¿Es cierto que no hay ningún nexo entre nuestra conducta ética y la felicidad propia y la de nuestros hijos? No es este el plano en el que Job quiere dialogar con nosotros. Job sabe que si interrogamos de verdad a los viajeros y observadores del mundo, ellos nos hablarán de malos felices e infelices, y de justos felices e infelices. A Job no le interesa sostener la tesis opuesta a la de sus “amigos”, porque sabe que es igual de frágil. Su argumentación es distinta y mucho más interesante: castigar a los malvados y recompensar a los justos en esta tierra no puede ser la “tarea” de Dios. Sería un dios demasiado banal, un simple ídolo construido a nuestra imagen y semejanza.
El mundo no ha quedado en manos del azar. La Providencia debe actuar, Job no lo niega. Pero nos invita a buscar registros distintos a los de la teología de su tiempo (y del nuestro). Job busca otro Dios y, entre otras cosas, lo busca para defenderlo de la verdad de la historia. Job nos recuerda que aquellos que creen en Dios y lo aman no deben contar teologías que no se sostienen ante la evidencia histórica. Y sin embargo construimos muchos, demasiados, relatos sobre Dios, que no hacen sino vincularlo a nuestra banalidad y que necesariamente son desmentidos por la verdad de las preguntas de Job y las narraciones de los viajeros. Job sólo pide más silencio, más manos en la boca, para dejar que nos asombre la verdad que acontece en la historia y que no puede ser contraria a la verdad de Dios. Job apela a una religión que sepa dar cuentas de las alegrías y los dolores verdaderos de la gente real. El resto no es más que vanidad y falso consuelo: “¿Cómo, pues, me consoláis en vano? ¡Pura falacia son vuestras respuestas!” (21,34).
En todas las épocas ha sido importante saber callar y retener en la garganta las respuestas seguras, para escuchar los gritos de los Job de cada tiempo. Pero ha sido esencial sobre todo en los grandes momentos de cambio, cuando las respuestas oficiales de las religiones, las culturas y las filosofías han dejado de ser suficientes para contestar las preguntas más difíciles de los justos y de las víctimas inocentes; cuando las explicaciones convencionales acerca del dolor, la muerte y la fe no satisfacen a Job. Sobre todo en esos momentos, hay que ponerse a la escucha profunda del hombre de Uz y dejarse convertir. Cuando eso no se hace, las religiones permanecen bloqueadas dentro de las ideologías y los ídolos ocupan el lugar de la fe.
Hoy Job sigue sin entender nuestras respuestas. No le consuelan, le atormentan. Y nos invita al menos a callar y a escucharle. Hay demasiados gritos de anhelo de un Dios distinto que se elevan hacia el cielo y se ven enmudecidos por nuestras respuestas demasiado fáciles, poco solidarias y alejadas de la vida de la gente, que no saben escuchar a los viajeros de nuestro tiempo. La Biblia fue capaz de escuchar el grito escandaloso e incómodo de Job, lo grabó para siempre en la roca, y así le dio la dignidad más grande. ¿Seremos hoy capaces de hacer lo mismo con los gritos y las preguntas que meten a nuestras teologías en crisis? ¿Sabremos reescribir nuevos poemas escuchando la voz de nuestras víctimas? ¿O seguiremos llevando en el teatro de la vida las máscaras de los amigos de Job?
Las nuevas primaveras de las religiones y las civilizaciones comienzan cuando los amigos de Job aprenden a callar, abandonan sus viejas e inadecuadas certezas y se ponen a escuchar los gritos de las víctimas, de los alejados y los pobres, sentados sobre los mismos montones de estiércol.