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de Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 29/03/2015
"Aturdido, Job se dirige a Dios y le dice: ‘Señor del universo, ¿no es posible que se haya desatado una tempestad ante ti y te haya hecho confundir Iyov (Job) con Oyév (enemigo)?’ Por raro que pueda parecer, entre todas las preguntas de Job, ésta es la única que merece respuesta.”
(Elie Wiesel, Personajes bíblicos a través del Midrash).
Los palabras más altas y verdaderas que se elevan desde la tierra son las de los pobres, cuyas carnes heridas contienen una verdad que los tratados de los profesores no pueden conocer. Es la verdad de Job, que da fuerza a sus palabras de maldición e imprecación. Sus grandes preguntas sin respuesta son más convincentes y verdaderas que las respuestas sin grandes preguntas de los expertos de todos los tiempos. Si hoy fuéramos capaces de escuchar las preguntas, muchas veces mudas, de los pobres heridos por la vida y por nuestras estructuras de pecado, podríamos tener un atisbo de luz para esclarecer muchas de las crisis de nuestro tiempo, que seguirán incomprendidas mientras no aprendamos a leer las palabras grabadas en la piel de las víctimas.
[fulltext] =>Después del prólogo, con el capítulo tres entramos en el corazón del poema de Job, construido con los diálogos que mantiene con sus amigos, consigo mismo, con la vida y con Dios. “Tres amigos de Job se enteraron de todos estos males que le habían sobrevenido, y vinieron cada uno de su país: Elifaz de Temán, Bildad de Súaj y Sofar de Naamat. Y juntos decidieron ir a condolerse y consolarle. Desde lejos alzaron sus ojos y no le reconocieron. Entonces rompieron a llorar a gritos” (Job 2,11-12).Todo nos lleva a pensar que se trata de amigos de verdad: se enteran de su desgracia, van a su encuentro y se sientan a llorar con él. Los amigos no le reconocen desde lejos, porque Job, debido a las penas que padece, se está convirtiendo en otra persona, que ya tiene poco que ver con el primer Job y con ellos mismos.
Job es quien toma la palabra en primer lugar. Maldice la vida con palabras desconcertantes y escandalosas: “¡Perezca el día en que nací, y la noche que dijo: ’Un varón ha sido concebido’! El día aquel hágase tinieblas, no lo requiera Dios desde lo alto, ni brille sobre él la luz … ¿Por qué no morí cuando salí del seno, o no expiré al salir del vientre? ¿Por qué me acogieron dos rodillas? ¿Por qué hubo dos pechos para que mamara?” (3,1;11-12). La desgracia actual hace que Job mire hacia atrás y maldiga su origen. Además, hace que anhele el final, que desee llegar por fin liberado al reino de los muertos, donde “también están tranquilos los cautivos, sin oír más la voz del capataz. Chicos y grandes son allí lo mismo, y el esclavo se ve libre de su dueño” (3,181-19). Los patriarcas del Génesis llegaron a la muerte ‘en la plenitud de sus días’; Job, en la plenitud del dolor, sólo desea la muerte.
Los amigos de Job se asustan y se escandalizan por sus palabras. Así, el primer amigo, Elifaz, rompe los siete días de silencio y luto, y toma la palabra: “Mira, tú dabas lección a mucha gente. Infundías vigor a las manos caídas; tus razones sostenían al que vacilaba, robustecías las rodillas endebles. Y ahora que otro tanto te toca, te deprimes, te alcanza el golpe a ti, y todo te turbas” (4,3-5). Elifaz parece reprochar a Job una falta de coherencia moral. Job había sido un maestro en fortaleza, había consolado y ayudado a otras personas que se encontraban en situación parecida a la suya; pero ahora no consigue usar consigo mismo los recursos morales que durante años dio a otros.
Cuando alguien cae en una verdadera desventura, no le resultan de gran ayuda los principios éticos ni los valores sobre los que construimos nuestra moral en tiempos de prosperidad, sobre los que hablamos en congresos o escribimos en los libros. El viento impetuoso de la desgracia barre, junto con los bienes, los hijos y la salud, también las certezas morales de ayer. Aquí radica la dificultad de las pruebas verdaderas y grandes de la vida. La noche lo envuelve todo, y el alma se queda sin vocabulario y sin gramática para escribir frases de vida. Las palabras del tiempo de la alegría y la certeza parecen ahora mentira, engaño y no verdad. Mientras no lleguemos a esta pobreza absoluta no habremos abandonado la tierra de los ricos. Pero a partir de esta decepción radical puede comenzar una vida nueva, completamente distinta y más verdadera. Los maestros de la vida espiritual saben que al final de esta noche (que puede durar incluso décadas) es cuando puede comenzar la verdadera vida espiritual, de la que los tiempos del don y la luz no eran más que una antesala en la que nos entreteníamos con pasatiempos y con algún que otro ídolo. Pero Job no sabe nada de todo eso, no puede ni debe saberlo, y nosotros debemos ser tan desconocedores como él si queremos seguirle en su experiencia radical e intentar renacer.
Así pues, no debe sorprendernos que la lógica del (bonito) discurso de Elifaz, que incluso contiene muchas verdades de la mejor ética del tiempo (la vida virtuosa conduce, antes o después, a la felicidad), a Job no le conforte. Después de corroborar la profundidad del abismo en el que ha caído, Job comienza una amarga y estupenda reflexión sobre la amistad y la soledad de la existencia: “Me han defraudado mis hermanos lo mismo que un torrente, igual que el lecho de torrentes que pasan: turbios van de aguas de hielo, sobre ellos se disuelve la nieve; pero en tiempo de estiaje se evaporan, en cuanto hace calor se extinguen en su lecho” (6,15-17). Los amigos se desvanecen en el tiempo de la desventura. Los buscamos y, como una caravana que deja la pista batida en el desierto para buscar oasis que en otro tiempo estaban llenos de dulces aguas, vamos a ellos sedientos por el dolor y la soledad, pero después del largo camino sólo encontramos lechos vacíos de torrentes llenos de piedras (6,18-20).
En las grandes travesías de la vida estamos solos. En medio de las aguas tumultuosas no hay compañía que pueda estar a nuestro lado e igualarnos. Ni siquiera la mano más querida, que estrechará la nuestra en el vado postrero de la vida, nos podrá seguir hasta el final de la lucha, cuando, con nuestra mano desnuda, mendigaremos la bendición final.
Job continúa su lucha con la vida. No deja de buscar y pedir nuevas razones, a partir de la muerte de las antiguas certezas. De estos primeros diálogos surge un Job fuerte en su extrema debilidad. Ya no ve las coordinadas del camino, está perdido. Pero en sus palabras hay una fuerza de verdad que no se aprecia en la de sus doctos interlocutores. Su sabiduría es la de alguien que vive concretamente en sus propias carnes la desventura, una ‘competencia’ única e intransmisible que ningún experto falto de experiencia puede tener.
La fuerza de Job está en su condición de víctima, que da verdad a las palabras que pronuncia. Su carne herida da fuerza a sus palabras. La carne convertida en verbo.
El diluvio del Génesis anuló el orden de la creación, volvió a confundir luz y tinieblas, agua y tierra. El diluvio que se abate sobre la vida de Job borra todo orden ético, transforma su cosmos en caos. Job es justo, como Noé. Pero mientras que Noé fue salvado por Elohim, Job es víctima de las grandes aguas. Sumergido e inundado por un diluvio injusto, deja de ver la luz, la armonía, la felicidad, la belleza y el orden de la vida. Y la maldice, en un canto de maldición radical y escandaloso, pero sin llegar nunca a maldecir a Dios (aunque llega hasta la puerta).
Pero si leemos su poema con la ‘inteligencia de las escrituras’, haremos un descubrimiento desconcertante: su canto de maldición es también la construcción de un arca de salvación nueva y distinta. Al arca de Job no suben sus hijos ni sus animales, sino todos los desesperados, los desconsolados, los deprimidos, los abandonados, los fracasados, los excomulgados y todas las víctimas inconsolables e inconsoladas de la historia. Así es como la Biblia, paradójica y realmente, nos ama y nos salva. Como, de forma análoga, nos salva la gran poesía y la gran literatura, que rescata y salva al príncipe Myskin, a Cosette y a Jean Valjean, al ‘pastor errante de Asia’, que habitan su desventura hasta que les alcanza la salvación.
La ‘resurrección’ de estos miserables llega cuando vemos, describimos y amamos sus sufrimientos. Si así no fuera, la poesía, el arte y las obras maestras de la literatura no serían más que ficción, y no contendrían ninguna verdad ni ninguna salvación. En cambio, sabemos y sentimos cada día que no es así. En los grandes dolores y desgracias de la vida seguimos siendo amados por los poetas y sus escritos, que nos prestan sus salmos y sus palabras para acompañar nuestras noches mudas. Y nos acompañan y nos aman también cuando no podemos leer ni las poesías ni la Biblia, porque no las entendemos, porque nunca hemos aprendido a leerlas o porque lo hemos olvidado.
El autor del libro de Job ha incluido en el libro de la vida y de Dios a todos los vencidos y desesperados, sólo por haber pronunciado sus mismas palabras. La resurrección está dentro de la pasión, el abandonado ya ha resucitado. Aquí radica también la esperanza no vana de que en esta infinita procesión de inocentes sufrientes que es la historia, pueda inscribirse una justicia misteriosa pero verdadera.
Todos podemos entrar en el arca de Job. El arco iris de la alianza se ensancha hasta dar color a todo el cielo y a toda la tierra.
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de Luigino Bruni
“Nuestra civilización actual, procedente del Norte y del Occidente, ha visto el sol y el color azul. No ha visto las tinieblas del mar, el fango seco, los desiertos de arena amarilla, el calor achicharrante, los torrentes secos, la maraña de matojos polvorientos, la crueldad de la luz, la sal y el sudor, los gritos y los silencios, la rápida putrefacción. Nuestra cultura está en esta mala visión, en esta ilusión. Por eso, es el retrato de la impotencia ante la muerte y, con ella, ante la vida”.
Sergio Quinzio, Cristianismo del principio y del fin.
La riqueza, toda riqueza humana, toda nuestra riqueza, es, antes que nada, un don. Desnudos venimos al mundo. Nuestro camino en la tierra comienza gracias a la acogida gratuita de dos manos que nos reciben cuando asomamos al mundo. Como regalo, recibimos la herencia de milenios de civilización, genialidad y belleza, que se nos dan sin que tengamos ningún mérito. Nacemos dentro de instituciones que ya existían antes de que llegáramos, que cuidan de nosotros, nos protegen y nos aman. Nuestro mérito siempre es subsidiario del don y mucho más pequeño que él. Sin embargo, seguimos causando injusticias cada vez más grandes en nombre de la meritocracia, y vivimos como si la riqueza y el consumo pudieran borrar la desnudez de la que venimos y que nos espera, siempre fiel, en las encrucijadas de todos los caminos de la vida.
[fulltext] =>El Satán (“el opositor”) pierde su primera apuesta porque, a pesar del viento impetuoso que barre todos los bienes de Job, éste no maldice a Dios: «En todo esto no pecó Job, ni profirió la menor insensatez contra Dios» (1,22). Pero el Satán todavía no está convencido de la gratuidad de la fe de Job, y le pide a Dios permiso para probarle en el último bien que le queda: el cuerpo. Y así, en una nueva asamblea de la corte celestial, toma la palabra y dice: «¡Piel por piel! ¡Todo lo que el hombre posee lo da por su vida! Pero extiende tu mano y toca sus huesos y su carne; ¡verás si no te maldice a la cara!» (2,4-5). Dios le responde una vez más: «Ahí le tienes en tus manos». El Satán entonces «hirió a Job con una llaga maligna desde la planta de los pies hasta la coronilla de la cabeza. Job tomó una tejoleta para rascarse, y fue a sentarse entre la basura» (2,7-8).
La desventura de Job llega hasta el límite de lo imposible, hasta que no le queda más que la vida desnuda. Pero, como le ocurre a Job, también nosotros, cuando estamos dentro de la quiebra total, descubrimos recursos desconocidos que nos hacen capaces de soportar sufrimientos que antes de vivirlos nos parecían insoportables. Una fortaleza que a lo mejor nos sorprende también cuando descubramos que somos capaces de morir, mientras que toda la vida habíamos pensado que no lo éramos.
Con el segundo capítulo del libro de Job, el horizonte del ser humano amigo de Dios se sigue ensanchando y ninguna condición humana queda simbólicamente fuera. Job, sobre un montón de estiércol, en medio de la basura del poblado, toca el punto más bajo de la condición humana, las periferias existenciales más lejanas: todos los excluidos, todos los “vencidos”, toda la escoria de la historia. Los basureros están fuera de las murallas. La enfermedad de la piel de Job (quizá algo parecido a la lepra) le señala como impuro y por eso debe ser expulsado con los “excomulgados”. Para el hombre del medio oriente, ninguna otra enfermedad era signo de la maldición reservada por Dios a los pecadores como las enfermedades infecciosas de la piel. En las religiones “económicas” del tiempo (y, hoy, también en la de nuestras grandes empresas y bancos), la desventura y la impureza se consideraban efectos de una vida de pecado. Pero Job no quiere aceptar esta equivalencia, por él y por nosotros. Job pasa de ser rico y poderoso a ser desventurado e impuro y, por ello, a ser intocable, excluido de todas las castas sociales. Esta sigue siendo todavía hoy la triste suerte de algunos empresarios, directivos, trabajadores, políticos y sacerdotes que han caído en la ruina y se encuentran no sólo empobrecidos, sino sentados sobre un montón de escombros entre los que se incluye su familia, sus amigos y su salud. Y pronto acaban también entre los impuros de fuera del poblado, marginados y alejados de clubs, asociaciones y círculos, recluidos en basureros sociales y relacionales, apartados de todos y sin que nadie les toque por el terror a contagiarse de su ruina.
Pero Job, sobre las cenizas y el estiércol, con su trozo de barro cocido, no maldice a Dios. Sigue siendo justo. No hay mayor gratuidad que la de quien espera y quiere que Dios exista y sea justo, incluso aunque en su vida personal ya no vea ni las señales de su presencia ni las de su justicia. Job sigue buscando la verdad y la justicia. Una búsqueda desesperada, que tiene un valor ético y espiritual enorme, sobre todo si pensamos que en el Antiguo Testamento (Job incluido) la idea de la existencia de la vida después de la muerte es muy rara, casi inexistente. El lugar donde YHWH vive y donde puede encontrarse su bendición es esta tierra, no otra. La lucha de Job abarca a todo ser humano que quiera aprender el oficio de vivir sin conformarse con respuestas sencillas, incluidas las sencillas respuestas del ateísmo. Job, en todo tiempo, sigue luchando también por ellos.
Si la vida funciona y florece, inevitablemente llega la etapa del montón de estiércol. Es la cita con la pobreza no elegida. Mientras seamos pobres por elección nuestra, estaremos dentro del campo de las virtudes, pero no todavía en el de Job. La pobreza elegida, que ha generado y sigue generando mucha vida buena, no es la pobreza de Job: Job es alguien rico y feliz que se convierte en pobre sin elegirlo. Por eso, su condición abraza toda pobreza, sobre todo la de los que se encuentran en ella sin haberla elegido. Una pobreza radical y universal, pues aunque siempre han sido pocos los que han elegido la pobreza como estilo de vida (aún menos los que consiguen liberarse de la riqueza de haber elegido libremente la pobreza), somos muchos, todos en potencia, los que podemos hacer la experiencia de convertirnos en pobres sin haberlo pedido ni elegido. Y allí nos espera Job, para luchar con nosotros y por nosotros. Es lo que ocurre cuando, después de haber dedicado toda una vida a construir una riqueza espiritual, un día, casi siempre de repente, nos encontramos desnudos sobre un montón de estiércol, privados de todos los “bienes” que habíamos acumulado. He tenido el don de conocer a algunas personas grandes, que sólo han encontrado la radical libertad del estiércol al prepararse para morir. Libres de todas las riquezas, sobre todo espirituales, levantan de nuevo un vuelo finalmente libre, aunque no dure más que unos pocos años, meses, o a veces incluso días u horas. Esta pobreza radical y no elegida hace que nos convirtamos en los “pequeños” que logran entrar en otro reino, porque antes alcanzan a verlo y desearlo.
Job no está totalmente solo en el estiércol. Hasta él llegan primero su mujer y luego algunos amigos. La mujer hace una rápida, infeliz y única aparición, mientras que los amigos serán los protagonistas de todo el drama de Job. «Su mujer le dijo: “¿Todavía perseveras en tu entereza? ¡Maldice a Dios y muérete!”» (2,9). Son palabras misteriosas, que admiten muchas posibles explicaciones. Pero en la vida de los justos caídos en desgracia no son palabras raras. En el culmen de una gran prueba son precisamente las personas más cercanas las que se convierten en las más distantes, porque al no entender lo que está viviendo la mujer, el padre o el marido, acaban dando los consejos menos sabios y verdaderos, aunque estén movidos por el amor o la piedad. Job recibe de su mujer una invitación a rendirse, a suicidarse, a dejarse morir. Pero Job no la escucha: «Hablas como una estúpida cualquiera. Si aceptamos de Dios el bien, ¿no aceptaremos el mal?» (2,10). Job no elige la muerte y aunque (como veremos) se sienta tentad o por el deseo de morir, seguirá viviendo, luchando y buscando sentido: «En todo esto no pecó Job con sus labios» (2,10).
Job no maldice a Dios. Pero se maldice a sí mismo y a su propia vida. Una auto-maldición de una poesía y una humanidad que quita el aliento y miles de años después sigue siendo capaz de emocionarnos, convertirnos y llevarnos a buscar al menos un Job a nuestro alrededor, al que acompañar por estas páginas inmensas. Y así descubrir una nueva oración, tal vez la más hermosa de todas. Cada vez que leemos a Job, Qohelet o Marcos, podemos dar palabras a muchos que han enmudecido por el dolor de la vida, y que no pueden, o no consiguen, o no quieren gritar sus dolores más grandes y verdaderos. Es posible empezar a rezar una y otra vez – en la vida se olvida y se aprende a rezar muchas veces – tomando prestadas las palabras extremas de Job, hasta convertirlas en palabras nuestras y de aquellos que ya no tienen palabras.
El poema de Job es la revelación de la inmensa profundidad del espesor moral del hombre, capaz de seguir bendiciendo a Dios en la desventura radical e inmerecida sin su reciprocidad. Job buscará en todo su drama un sentido para esta falta de reciprocidad de Dios. Lo mismo hará cada lector que lea el libro de Job dentro de una Biblia basada en la reciprocidad “contractual” de la Alianza y de la Ley (Torah). ¿Cuál será la reciprocidad de Dios?
La apuesta entre el Satán y Elohim no la gana ninguno de los dos. El verdadero ganador es Job, que “obligará” al mismo Dios a liberarse de la lógica retributiva, económica, contractual. Le pedirá que se convierta ante sus ojos de hombre en lo que es: Otro.
Gracias a Job, hombre fiel incluso sin reciprocidad, Dios debe seguir amándonos aunque nosotros dejemos de hacerlo. Gracias a Job, Dios puede y debe estar presente en un mundo que ya no lo quiere, ni lo ve, ni lo desea.
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de Luigino Bruni
“Nuestra civilización actual, procedente del Norte y del Occidente, ha visto el sol y el color azul. No ha visto las tinieblas del mar, el fango seco, los desiertos de arena amarilla, el calor achicharrante, los torrentes secos, la maraña de matojos polvorientos, la crueldad de la luz, la sal y el sudor, los gritos y los silencios, la rápida putrefacción. Nuestra cultura está en esta mala visión, en esta ilusión. Por eso, es el retrato de la impotencia ante la muerte y, con ella, ante la vida”.
Sergio Quinzio, Cristianismo del principio y del fin.
La riqueza, toda riqueza humana, toda nuestra riqueza, es, antes que nada, un don. Desnudos venimos al mundo. Nuestro camino en la tierra comienza gracias a la acogida gratuita de dos manos que nos reciben cuando asomamos al mundo. Como regalo, recibimos la herencia de milenios de civilización, genialidad y belleza, que se nos dan sin que tengamos ningún mérito. Nacemos dentro de instituciones que ya existían antes de que llegáramos, que cuidan de nosotros, nos protegen y nos aman. Nuestro mérito siempre es subsidiario del don y mucho más pequeño que él. Sin embargo, seguimos causando injusticias cada vez más grandes en nombre de la meritocracia, y vivimos como si la riqueza y el consumo pudieran borrar la desnudez de la que venimos y que nos espera, siempre fiel, en las encrucijadas de todos los caminos de la vida.
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de Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 15/03/2015
“¿Qué estáis haciendo? Contádmelo. Quiero saberlo”. No le contesté. “Estamos dibujando una catedral”, dijo el ciego. “Lo estamos haciendo él y yo. Aprieta fuerte”, me dijo a mí. “Eso es. Así va bien. Naturalmente. Ya lo tienes, muchacho. Lo sé. Creías que eras incapaz. Pero puedes, ¿verdad? Ahora sí que vas rápido. ¿Entiendes lo que quiero decir? Dentro de un momento vamos a tener aquí una verdadera obra maestra”.
Raymond Carver Cattedrale
El mundo está habitado por una ingente cantidad de personas como Job. Pero son muy pocos los que tienen el don de pasar sus desventuras en compañía del libro de Job. La lectura y la contemplación de esta obra maestra de la literatura de todos los tiempos es también una buena compañía espiritual y ética para aquellos que en esta vida tienen que vivir la misma experiencia que Job: una persona justa, íntegra y recta, a la que, en la plenitud de su felicidad, le sobreviene una gran desventura que no tiene explicación.
[fulltext] =>Los justos también pueden caer en desgracia. Hoy, como en tiempos de Job, los amigos, la sabiduría popular, la filosofía y la teología siguen buscando explicación a la desventura. Hoy todavía cuesta mucho pensar que un hombre o una mujer puedan llegar a la ruina sin tener ninguna culpa. De la misma manera que necesitamos razones para explicar, comprender y aceptar el don, también necesitamos encontrar un porqué a la ruina que se abate sobre los seres humanos, una explicación que sacie nuestra sed de equilibrio y satisfaga nuestro sentido de la justicia. Nuestro sentido común no logra convivir con las desgracias sin motivo. Sin embargo el libro de Job, ese monumento de la ética y la religiosidad universal, nos dice que la desventura puede convivir con la rectitud, y que también los buenos y los justos pueden caer en el abismo más grande y profundo. Así pues, la desventura de otros no nos dice nada acerca de su rectitud, como tampoco nos dice nada su riqueza. En estos tiempos en los que se da culto al mérito, Job nos recuerda que la verdadera vida es mucho más compleja y viva que nuestras meritocracias. Hoy, más que ayer, hay personas ricas sin ningún mérito, incluso con muchos deméritos, y personas empobrecidas que han caído en desventura siendo buenas.
Pero si la desventura golpea a justos e injustos, a buenos y malos, la gran tentación es pensar que el mundo está regido por la casualidad, por el ciego destino; negar que merezca la pena cultivar la virtud, puesto que es la fortuna la que gana la partida. Dios, Elohim, YHWH, el Señor de la Alianza, la voz buena de los patriarcas, de Moisés y de los restantes profetas, ¿es el mismo Dios de Job o es otro distinto? ¿O no hay Dios y estamos destinados a ser devorados por ídolos cada vez más sofisticados y hambrientos? El libro de Job no es sólo un gran tratado de ética para salvarse en los tiempos de las grandes pruebas. Es también un texto que nos muestra otra cara del Dios de la Biblia: el que ataca a Moisés para matarle inmediatamente después de haber hablado con él en el Horeb (Éxodo 4), el que envía a un ángel a detener a Balaam (Números 22) o el adversario de Jacob-Israel en el vado nocturno del Yaboq (Génesis 32). Para poder atravesar el libro de Job, debemos sostener una lucha durante la noche. Sólo podremos decir que hemos cruzado el peligroso vado al rayar el alba, cuando el luchador nocturno nos deje una señal, enseñándonos una nueva dimensión de la vida.
Si queremos esperar que una voz verdadera nos llame un día por nuestro nombre, debemos leer el texto bíblico como si fuera la primera vez, porque sólo así se abre y nos sorprende. Lo hemos dicho muchas veces. Pero en el caso de Job este ejercicio espiritual y moral es indispensable y absoluto, para encontrarlo y amarlo. Debemos perder hijos, hijas, bienes y salud; debemos maldecir con él la vida sentados sobre un montón de estiércol y, sobre, todo no debemos contentarnos con explicaciones fáciles para volver rápidamente e bendecirla. Por eso la lectura de Job es ardua y no son muchos los que la llevan a término. Job nos obliga a tomar en serio las contradicciones de la vida, la falta de respuesta, los silencios, y a intentar una paradoja: inscribir todo eso en el libro bueno de la vida. Si Job, sus gritos de dolor y sus maldiciones, son palabra de Dios, entonces no hay palabras humanas que por su naturaleza estén excluidas de la salvación. Job ha ensanchado para nosotros el horizonte del ser humano amigo de Dios y de la vida, introduciendo en él a esa parte de la humanidad que sólo conoce el lenguaje del dolor y la desesperación, diciéndonos que también las palabras mudas pueden componer un diálogo verdadero entre el cielo y la tierra, tal vez el más verdadero de todos. “Ya no voy a la iglesia, desde que ha muerto mi nieta de cinco años. Estoy demasiado enfadado con Dios”, me dijo un día un amigo mío y un amigo de Job.
Job es un libro para la vida adulta. Para leerlo y amarlo hace falta haber probado al menos un poco la desgracia, ya sea en la propia existencia o en la de algún ser querido. Sólo quien consigue asomarse al misterio de la vida y mirarla con libertad absoluta, puede esperar penetrar algo del mensaje de Job. Pero hay que saber atreverse a pedir respuestas difíciles, aunque parezcan incluso absurdas e imposibles. Sin pedir lo imposible, lo posible nunca es bueno ni verdadero.
El tema que está en el corazón del Prólogo es la gratuidad. La primera escena del libro nos muestra a Job como un hombre feliz. Se nos presenta sin padre ni madre, como un nuevo Adán, simplemente como un hombre. En las primeras palabras se contiene el mensaje universal de este libro: “Job, un hombre, del país de Us” (Job 1,1). El nombre, Job, de etimología incierta, no es hebreo. Job no es un hijo de Israel, sino sólo un hombre, como Adán. Sin padre ni madre. Habitante de un país extranjero, tal vez de la tierra de los edomitas, un pueblo extranjero, enemigo e idólatra. Pero Job es también un hombre “justo y recto”, como Noé. Al comienzo del drama, Job es un hombre feliz: “Le habían nacido siete hijos y tres hijas. Tenía también siete mil ovejas, tres mil camellos…” (1,2-3). Es rico también por las felices relaciones entre sus hijos e hijas: “Sus hijos solían celebrar banquetes en casa de cada uno de ellos, por turno, e invitaban también a sus tres hermana a comer y beber con ellos” (1,4). Es también un hombre piadoso y devoto: “Al terminar los días de estos convites, Job les mandaba llamar para purificarlos” (1,5). Es un hombre “perfecto”, con una humanidad plena y floreciente.
En la segunda escena nos encontramos dentro de una asamblea celestial. Dios está junto a sus “hijos”. Entre ellos se encuentra el Satán (que en el libro de Job es uno de los miembros de la corte celestial, tal vez uno de los hijos de Dios). Acaba de regresar de darse una vuelta por la tierra, donde ha visto la rectitud de Job. Aquí comienza el diálogo central. El Satán insinúa una duda y se la presenta a Dios como una tesis: «Respondió el Satán a YHWH: “¿Es que Job teme a Dios de balde? … Has bendecido la obra de sus manos y sus rebaños hormiguean por el país. Pero extiende tu mano y toca todos sus bienes: ¡verás si no te maldice a la cara!”» (1,9-11).
La expresión “teme a Dios de balde” puede traducirse también como “sin recompensa”, “sin ser pagado”. Por eso en el corazón del relato de Job hay también una revolución religiosa y antropológica que trata de superar la visión retributiva de la fe (nuestra riqueza y nuestra felicidad son el premio a una vida fiel, nuestra o de nuestros padres), que ha sido central también en la ética del capitalismo. Pero la pregunta sobre la gratuidad está en el centro de la existencia humana. ¿Somos capaces de liberarnos del registro de la reciprocidad, del que está hecha la gramática de nuestras relaciones sociales y afectivas, y actuar sólo por puro amor? Job no nos dará una respuesta fácil a la cuestión de la gratuidad que parece estar en el origen de la apuesta entre Dios y su ángel Satán. Tal vez no pueda dárnosla porque es más grande que él, el gran Job.
La historia de Job no es sólo una enseñanza sobre la ética de la desventura del justo, es también una reflexión radical sobre el sentido de la existencia humana, y por ello es un gran mito de iniciación a la vida. Los hijos e hijas que concebimos no son nuestros. El cuerpo lo dejaremos aquí. El dolor propio y ajeno es el pan de cada día. La tierra donde nacemos y donde vivimos no es nuestra. Los bienes no son para siempre. Los enemigos y las calamidades naturales matan primero a los animales (1,14-17). Y, por último, la desgracia más grande: «Todavía estaba éste hablando, cuando llegó otro que dijo: “Tus hijos y tus hijas estaban comiendo y bebiendo en casa del hermano mayor. De pronto sopló un fuerte viento del lado del desierto y sacudió las cuatro esquinas de la casa; y ésta se desplomó sobre los jóvenes, que perecieron”» (1,18-19). Entonces Job «se levantó, rasgó su manto, se rapó la cabeza y postrado en tierra dijo: “Desnudo salí del seno de mi madre, desnudo allá retornaré. YHWH dio, YHWH quitó: ¡Sea bendito el nombre de YHWH!”». (1,20-21). A partir de esta desnudez empieza el diálogo y la lucha en busca de la bendición más allá de las grandes heridas. Para aprender, sin consolaciones fáciles, el oficio de vivir, el encuentro con Job es decisivo, tal vez necesario para todos. Sus amigos más íntimos son Qohelet, Leopardi, y algunas grandes páginas de Dostoievski, Kafka, Nietzsche y Kierkegaard. Si es posible el sentido religioso, éste debe saber escuchar hasta el fondo las preguntas de Job e intentar al menos alguna respuesta. Si seguimos a Job en profundidad, sin rebajas y hasta el final, podremos hacer una experiencia parecida a la nos cuenta Raymond Carver en el espléndido cuento titulado “Catedral”. Un ciego toma la mano de su invitado, que ve con los ojos del cuerpo pero nunca había visto una catedral, o, si la había visto, la ha olvidado. Juntando sus manos, logran dibujarla juntos. Dejemos que Job nos tome de la mano y juntos podremos dibujar una obra maestra.
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