La palabra que vence a la muerte

Un hombre llamado Job/7 - El rescatador del pobre sirve al hermano y al Dios de los vivos

de Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 26/04/2015

logo Giobbe"Mi último suspiro será para ti, en tu nombre de madre está toda mi vida. Soy inocente y estoy tranquilo. En cuanto al motivo por el que muero, puedes llevar la cabeza bien alta. Puedes decir que tu niño ha muerto por la libertad, sin temblar. Ahora perdono a todos. Adiós mamá, papá, Esteban, Alberto, adiós a todos. Todo está ya preparado y estoy tranquilo. Adiós madre, madre, madre, madre ...

(Cartas de los miembros de la resistencia condenados a muerte, Domingo, 29 años)."

Muchas veces la fraternidad solidaria ha hecho renacer la fe, cuando ha sido capaz de acompañar hasta el final de su oscuridad al hombre que lanza su grito a un cielo que se le presenta vacío y hostil. Pero no menos veces, los desesperados sentados sobre un montón de estiércol tienen que soportar las charlas y persecuciones de unos ‘amigos’ no solidarios, que no ven la verdad que suele esconderse tras los silencios de la fe y los ‘litigios’ con Dios y quieren llenar el cielo vacío de los demás con sus huecas palabras. Y así sigue resonando en nuestra tierra el lamento de Job: “¿Hasta cuándo me acribillaréis a palabras?” (Job 19,2).

También Bildad de Súaj, en su segundo diálogo-acusación, remacha con mucha agresividad sus tesis, perfectas como todos los teoremas que no tienen carne ni sangre. Tú, Job, no puedes cambiar el orden del mundo. El justo recibe su recompensa y tiene vida, el malvado sufre y perece: “¿Acaso la tierra quedará por ti desierta, se moverá la roca de su sitio?” (18, 4-6). Le describe detalladamente la suerte del impío y del pecador, que coincide exactamente con la situación en la que se encuentra Job. Con una sola pero radical diferencia: Job es justo.

Entonces regresa, si cabe con mayor fuerza y convicción, la gran, demencial y admirable hipótesis de Job: “Sabed ya que es Dios quien me hace entuerto, y el que en su red me envuelve” (19,6). También Job, al igual que Bildad, cree en el orden divino del mundo, y para evitar el ateísmo se toma a Dios tan en serio como para cargarle al debe su desventura. Y grita buscando ayuda: “Si grito: ¡Violencia!, no obtengo respuesta; por más que apelo, no hay justicia” (19,7).

“Violencia” (hamas) era un grito que tenía un significado jurídico concreto. Cuando una persona se encontraba en una dificultad extrema y gritaba ‘¡Justicia!’, se creaba en los demás una obligación de socorrerle. Era algo parecido al SOS lanzado por un barco, que obliga a quien intercepta la señal a intervenir en su ayuda. Pero Dios sigue callado ante el extremo SOS de Job, porque es él mismo el autor de la violencia. Según Job, Dios ha oído el grito y no hace nada. A diferencia de muchas lamentaciones dentro y fuera de la Biblia, el Dios de Job no está sordo, sino que es su enemigo: “Enciende su ira contra mí, me considera su enemigo” (19,11). Entonces, ¿a quién gritar? Queda la esperanza en los amigos: “¡Piedad, piedad de mí, vosotros mis amigos, que es la mano de Dios la que me ha herido!” (19,21). Cuando se quedó solo en el mundo, Job rogó a la tierra (16,18), y ahora ruega a los amigos. Su oración es totalmente terrena. Bajo un cielo hostil se convierte en una última apelación a la solidaridad humana. Un ruego que se parece al que dirigen los condenados a sus carceleros, recordándoles la común condición humana y apelando a la fraternidad como último recurso.
Muchas veces la solidaridad humana nace y renace de ruegos horizontales, de gritos desesperados de ayuda recogidos por otros compañeros, cuando el cielo parece cerrado, o cuando los ‘abogados’ de Dios han logrado convencernos de que sus impecables respuestas académicas son verdaderamente las de Elohim. Aunque parezca único, en realidad el grito lanzado a otro hombre es casi siempre un grito segundo, que el pobre lanza cuando el primer grito lanzado hacia lo alto no obtiene respuesta. Esta fraternidad, que nace de saber recoger los gritos de dolor, no puede ser enemiga de Dios, aunque no sepa pronunciar su nombre ni reconocer su voz. El enemigo de la oración no es otro hombre solidario, sino el narcisismo del quien habla solo consigo mismo, con los ídolos, con las cosas. Un ruego que busca un amigo también puede ser una oración elevada, y la solidaridad humana que nace del silencio de Dios puede ser más verdadera y espiritual que las oraciones al dios banal de los rufianes de Dios y enemigos de Job.

El grito de piedad humana de Job también queda sin respuesta. También los amigos callan. Pero su extrema búsqueda de justicia continúa, y nos abre de par en par otro cielo: “¡Ojalá se escribieran mis palabras, ojalá en monumento se grabaran!” (19,23). Job desea que sus palabras sean grabadas “con punzón de hierro y buril” (19,24), que sean esculpidas en la roca, que no mueran con él. Quiere dejar su testamento como último mensaje. En su drama hay un inmenso amor por la humanidad. La Biblia es esa roca. También aquí aparece el misterio de la palabra: mientras Job pronuncia su grito (‘Ojalá se escribieran mis palabras’), sus palabras quedan realmente escritas para que nosotros podamos recogerlas. Con esto se nos desvela una profunda clave de lectura de todo el libro de Job: los amigos capaces de pietas, a los que Job implora solidaridad, somos nosotros, los lectores destinatarios de su canto, que podemos recoger hoy su SOS y responder. Todo grito no escuchado guardado en la Biblia (incluido el gran grito del Gólgota) va dirigido a nosotros. La Biblia no es sólo una gran colección de salmos, verdades divinas y oraciones, ni sólo un relato de Dios a los hombres. Antes que todo eso, la Biblia es un gran relato del hombre al hombre bajo un cielo habitado. La Biblia es un humanismo, que nos invita a tratar de responderá a los hombres y a las mujeres cuando YHWH no responde. Toda la Escritura es un SOS lanzado a nuestra humanidad, una llamada a ser verdaderamente humanos, a recoger el grito de justicia del hombre llamado Job y de todos sus hermanos y hermanas que siguen gritando en la historia, que han enriquecido su primer canto e invocan nuestra piedad. Al humanismo bíblico no le bastan las respuestas de Dios, que muchas veces calla para dejar espacio a nuestra responsabilidad. Si Elohim no hubiera callado durante casi todo el libro, no habríamos tenido las grandes preguntas de Job, y su grito anhelante de justicia no habría alcanzado a toda la desesperación de la tierra, abrazándola y salvándola. Dios debe saber callar si quiere hombres responsables y capaces de preguntas no vanas.

Pero la Biblia no es el único cofre donde se guardan los mensajes últimos de la verdadera humanidad. Hay mucha literatura que ha nacido y sigue naciendo como testamento. Es posible que toda la gran literatura nazca así. Muchas últimas palabras y muchos gritos al cielo se han perdido, pero también hemos sabido recoger y guardar muchas otras. Los campos de concentración, las cárceles, las muertes solitarias, han sido montones de estiércol capaces de generar también flores maravillosas. Miles de poesías, diarios, cartas desde el frente, música, canciones, arte e incluso las lápidas, han dado continuidad al grito mendicante de Job. Cuando un condenado a muerte le confía su último mensaje a un papel para que pueda llegar a alguien, su esperanza vive. Entonces también una carta o una poesía pueden fijar para siempre ese último momento de esperanza. Pueden hacer que la esperanza sea eterna y no muera. La muerte también puede ser vencida por nuestra palabra.

En el culmen de este ruego-grito de Job florece, tan inesperado como estupendo, un auténtico canto de esperanza: “Yo sé que mi rescatador [goel] está vivo y al final se levantará sobre el polvo” (19,25). Una esperanza que llega como un arco iris mientras todavía arrecia la tempestad. La verdadera esperanza llega siempre así: no es fruto de nuestras virtudes ni del mérito, sino única y totalmente gracia, charis, don. Y por tanto nos sorprende siempre, nos deja sin respiración, y cuando se nos anuncia de antemano y no nos sorprende, es que es una esperanza pequeña o vana.

¿Quién es el rescatador, el goel, que Job desea, anhela y llama desde el fondo de su esperanza desesperada? No lo sabemos. Tal vez sea otro Dios, un Dios más verdadero que aquel al que siente como enemigo. La esperanza dentro de la desesperación es la que hacer resurgir la fe, porque la invita a transcenderse, a convertirse en lo que aún no es. Esperando en el goel, el rescatador del pobre inocente, ya lo ve aparecer por el horizonte. En las noches de la fe, de toda fe, es la esperanza la que permite volver a empezar. Por eso hay que aprender una y otra vez a esperar (la esperanza-don llega como un arco iris resplandeciente y también como un arco iris se desvanece).

No sabemos en qué goel espera Job. Pero sabemos que a Job no le basta el rescate del paraíso, entre otras cosas porque no lo conoce. El Dios de estos libros bíblicos es un Dios de vivos, no de muertos. Un humanismo bíblico que deje todo el rescate de las víctimas inocentes en manos del eschaton, del más allá, no puede ser verdadero. El goel en el que Job espera debe llegar y levantarse sobre el polvo de nuestra condición humana de seres vivos. La tierra prometida es nuestra tierra. Toda promesa de rescate de las víctimas que no se convierta en compromiso concreto por liberarlas aquí y ahora, termina deshumanizando y siendo una esperanza engañosa. Job quiere ver llegar a su goel al polvo de su estercolero, verlo con sus propios ojos: “Yo, sí, yo mismo le veré, mis ojos le mirarán, no ningún otro” (19,27).

El goel no es un ídolo si sabe llegar hasta el polvo de las víctimas, si podemos cruzarnos con él debajo de casa, descubrirle en los hombres y mujeres de nuestra ciudad que son capaces de escuchar el grito de Job y responder. Son demasiados los pobres que no han visto nunca llegar al goel a sus montones de estiércol, y esperan. Y Job sigue llamando a la tierra, a los hombres, a Elohim. Por ellos. Por nosotros.

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