El canto que no puede acabar

Un hombre llamado Job/17 – En el poema de la vida, la primera hora y la última siempre son un regalo

de Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 05/07/2015

logo GiobbeEn Job quien canta soy yo. El hombre que existe o, si se quiere, el hombre a secas, puede mirar a través de este libro, que es el más suyo de todos, para ver la luz que va buscando. Porque, después de Job, el hombre no ha dicho nada nuevo acerca del problema de nuestra vida.

David Maria Turoldo, Desde una casa de barro – Job

Había una vez un hombre justo llamado Job, que tenía muchos bienes, hijas e hijos. Se sentía bendecido por Dios y por los hombres. Cierto día, una terrible desagracia se abatió sobre él y su familia, y aquel hombre aceptó con paciencia su desdichado destino: “Desnudo vine al mundo y desnudo saldré de él”. Los amigos y parientes, al saber de su desgracia y conociendo su justicia, se acercaron a él para hacer luto, consolarle y ayudarle. Al final, Dios mismo intervino en su favor y le dio el doble de lo que había perdido, porque durante la prueba Job demostró su rectitud y su fidelidad.

Así, o de una forma parecida, debía sonar la primitiva leyenda de Job, conocida desde antiguo en el Cercano Oriente y en la tierra de Israel. El autor del libro de Job tomó esta historia como punto de partida. Conservó esos materiales y con ellos escribió el Prólogo (capítulos 1 y 2) y el Epílogo: «YHWH restauró la situación de Job … y aumentó al doble todos los bienes de Job. (…) Llegó a poseer catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y mil asnas. Tuvo además siete hijos y tres hijas. A la primera le puso el nombre de “Paloma”, a la segunda el de “Canela” y a la tercera el de “Frasco de perfumes”. No había en todo el país mujeres tan bonitas como las hijas de Job» (42,10-15).

Pero, cuando el autor se puso a componer su poema, aquella antigua leyenda se convirtió en otra cosa muy distinta. Nacieron los maravillosos cantos de Job, los diálogos con los amigos y posiblemente las palabras de Elihú y de Dios. Y se encontró con que su obra conservaba muy poco de la fascinante leyenda original. Job no se muestra paciente en absoluto, protesta y grita contra Dios y contra la vida. Los amigos, en lugar de consolar, injurian y actúan como abogados de un Dios irrelevante. El mismo Dios, cuando por fin aparece en escena, es decepcionante, no viene a consolar a Job ni a responder a sus preguntas. La antigua leyenda se convirtió en el contenedor de una verdadera revolución teológica y antropológica y de una auténtica obra maestra de la literatura.

Al llegar al final del libro, al Epílogo, leemos con asombro: «Después de hablar a Job de esta manera, YHWH dijo a Elifaz de Temán: “Mi ira se ha encendido contra ti y contra tus dos amigos, porque no habéis hablado con verdad de mí, como mi siervo Job”». (42,7-8). Aquí Dios se convierte en juez entre Job y sus “amigos”. Job gana un proceso que no había pedido ni deseado (él quería procesar a Elohim, no a los amigos). Y así, de repente, Job pasa de ser reprendido y silenciado por el Dios omnipotente a ser “su siervo”, el único que dice las cosas “con verdad”. No hay ninguna alusión a la maldad de Job, a su rebelión, a la apuesta con el Satán.

Es evidente que nos encontramos ante materiales procedentes de tradiciones distintas, pero también en esta última ocasión debemos intentar una interpretación. Ciertamente podríamos resolver fácilmente el problema diciendo que el Epílogo ha sido añadido por un redactor final tardío, probablemente el mismo que añadió el Prólogo. Son muchos, en efecto, los expertos que proponen esta solución. Pero no todos. Algunos piensan que el mismo autor del gran poema de Job quiso dejar los materiales de la antigua leyenda, al igual que hicieron los constructores de las primeras iglesias cristianas, que utilizaban las piedras y las columnas de templos romanos y griegos preexistentes, e incluso a veces respetaban su perímetro. El autor antiguo nos ha legado así magníficas columnas y maravillosos capiteles incrustados en su catedral. Pero esos materiales antiguos, además de su belleza, dejaron en herencia algún vínculo arquitectónico y estilístico más.

Aquellos que escriben a partir de otras historias recibidas como un don (todo escritor lo hace, aunque sólo sea por los cuentos y poesías de los que se ha nutrido: toda palabra escrita es antes palabra recibida), saben que, para que ese don fructifique, hay que respetarlo. No pueden usarlo simplemente para su construcción sin obedecer al “espíritu” que el relato ha dejado grabado en el don mismo. Están llamados a un continuo y esencial ejercicio de verdad y gratuidad, no con ánimo de lucro, sino para servir al daimon que les habita y en ellos habita la tierra. Todas las historias, incluso las más grandes, nacen sobre pilares erigidos por otros.

«Después de esto, vivió Job todavía ciento cuarenta años, y vio a sus hijos y a los hijos de sus hijos, cuatro generaciones. Después Job murió anciano y colmado de días» (42,16-17). Este es el último verso del Libro de Job. Las historias tienen una profunda y casi invencible necesidad de un final feliz. Está radicalmente radicado en nosotros y en el mundo el anhelo de justicia y el deseo de ver que, al final, el bien triunfa y los humildes son ensalzados. No nos gusta que los dramas y los cuentos acaben con los “porqués” del penúltimo capítulo.

Pero sabemos que los Job de la historia no mueren como los patriarcas, “ancianos y colmados de días”. Los Job de la vida real mueren demasiado pronto, muchas veces sin llegar siquiera a adultos. Nadie les devuelve los bienes ni los hijos (entre otras cosas, porque ningún hijo puede ser sustituido por el don de otro hijo). Pierden la salud para siempre. Sus heridas no se curan. La razón está de parte de los poderosos. Dios no responde. Su desgracia no termina y su grito no se apaga. Sabemos radicalmente que los hijos y los bienes que la vida nos da no son para siempre, que la buena salud antes o después se acaba, y que, si tenemos el don de mirar a la cara al ángel de la muerte, lo más probable es que expiremos con un “¿por qué?”, que se suaviza si se pronuncia junto a un “amén” y un “gracias”, pero no desaparece.

Mientras leemos este Epílogo, que nos ha llegado como el regalo de una antigua perla, no debemos olvidar el canto de Job y, gracias a él, el canto-grito de muchos que no conocen ni encontrarían ayuda en el último capítulo del libro, que nos devuelve a la teología retributiva de los “amigos”. No terminemos la lectura del libro en el capítulo 42. Volvamos atrás, a la oración a la tierra («Tierra, no cubras tú mi sangre, y no quede en secreto mi clamor»: 16,18), a la querella de Job contra Dios («Todavía está en los cielos mi testigo […] él juzgará entre un hombre y Dios, como entre un mortal y otro mortal»: 16,19-21), a sus protestas desesperadas («Grito hacia ti y tú no me respondes, insisto y no me haces caso»: 30,20). Estas son las palabras con las que podemos y debemos rezar todos, incluidos los que sólo rezan pidiendo que el cielo no esté vacío. El Job amigo de los hombres, solidario con todas las criaturas y con todas las víctimas, es el que se detiene un paso antes del Epílogo. Este es el camino de la verdadera solidaridad humana, que empieza en la desdicha y acaba con la desdicha, y se sorprende, junto al desdichado, al llegar al paraíso, en la tierra o en el cielo. El del paraíso siempre es un capítulo recibido como don. Ningún libro puede escribirlo para nosotros, ni siquiera los inmensos libros de la Biblia. Si ya estuviera escrito, seguiríamos dentro del libro y no habríamos entrado aún en el misterio de nuestra propia vida, que es vida precisamente porque los últimos capítulos sólo pueden ser los penúltimos.

Pero es posible encontrar otro mensaje escondido dentro de este Epílogo que nos ha llegado como un don. Nosotros no somos los escritores de nuestro final. Nosotros no somos los creadores de las albas y los ocasos más hermosos de nuestra vida. Si fueran creación nuestra, no nos sorprenderían, no serían maravillosos, como el primer enamoramiento o la última mirada de la esposa. Como en los cuentos más bellos, el verdadero final es el que no está escrito, el que cada lector tiene el derecho y el deber de escribir (las novelas eternas son in-finitas). También nosotros venimos al mundo dentro de un horizonte que nos acoge y modela el paisaje en el que vamos a vivir. Nosotros escribimos el poema de nuestra vida, pero el prólogo y el epílogo nos vienen dados. La obra maestra surge cuando somos capaces de inscribir nuestro canto dentro de una sinfonía más antigua y más grande. Podemos y debemos escribir las horas de nuestra jornada, pero la primera y la última son un don. Tal vez por eso sean las más verdaderas.

Ha sido difícil empezar con Job, y ahora es aún más difícil dejarlo. Nos gustaría seguir. El paisaje que se contempla desde la cima a la que nos ha conducido, llevándonos de la mano por el camino, es espléndido. Gracias, antiguo autor sin nombre. Gracias por todo tu libro. Pero sobre todo gracias por Job. El comentario del Génesis fue una aventura grande del corazón y del espíritu. El Éxodo fue el descubrimiento de la fuerza de la voz de YHWH y los profetas, que no son falsos profetas si liberan a los esclavos y a los pobres. Pero Job ha sido el descubrimiento más inesperado, el don más grande que he recibido desde que escribo. Gracias a los que me han seguido durante todo el camino o durante un trecho. Muchos de los comentarios que he recibido han entrado en la reflexión, muchas palabras se han convertido en mis palabras. Sólo es posible hablar de estos grandes textos juntos, cantándolos a coro.

Había una vez un hombre llamado Job. Pero el Dios que Job buscaba, esperaba y amaba no vino. Hoy siguen muriendo inocentes, siguen sufriendo niños, el dolor de los pobres es el más grande que conoce la tierra. Job nos enseña que, si hay un Dios de la vida, debe ser el Dios del todavía-no, que puede llegar en cualquier momento, cuando menos lo esperemos, y dejarnos sin aliento. ¡Ven!

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Tras dos domingos de descanso, necesario después de cruzar el ‘continente Job’, el 26 de Julio retomaremos nuestros diálogos, gracias al director Marco Tarquinio, que sigue creyendo en esta insólita “página tres” del Avvenire de los domingos. (Luigino Bruni)

Y gracias a Luigino Bruni, economista y escritor, que sigue creyendo, como nosotros, que es posible entender, amar y salvar el duro y espléndido tiempo que nos toca vivir, encontrando en profundidad la Palabra que nos ha pronunciado y que sigue diciéndose y diciéndonos por amor. (Marco Tarquinio)

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